JAVIER DE LUCAS

 

 

 

 

DESDE EL FUTURO

 

 

 

CAPITULO PRIMERO

—Lo siento, señor Riley, pero debo decirle la verdad.

—Es lo que yo quiero, doctor Lowell. Que me diga la verdad. A eso vine.

—Lo suyo es cáncer.

Mark Riley atirantó los músculos.

—¿Cáncer, doctor Lowell?

—Sí.

—¿Muy avanzado?

—Avanzadísimo.

—¿Qué me dice del quirófano?

—No hay solución quirúrgica. Usted se ha descuidado mucho, señor Riley. Si hubiese venido hace tres meses, se podría haber hecho algo. Aunque soy de la opinión que la operación quirúrgica sólo habría servido para alargarle un año más la vida.

Mark Riley se pasó la mano por el cabello, y luego hizo la pregunta que le quemaba en los labios:

—¿Cuánto tiempo me queda?

El doctor Lowell no contestó. Hizo como que consultaba unos papeles en su mesa.

—Doctor, le he hecho una pregunta. ¿Cuánto me queda de vida?

El doctor Lowell alzó los ojos, deteniéndolos en el rostro de su paciente.

—No más de dos meses, señor Riley.

—Gracias. Ha sido muy amable.

—Ya le he dicho que lo sentía.

Mark Riley comprendió que ya no podría volver a pilotar un avión. Trabajaba desde hacía seis años para una de las más fuertes compañías de los Estados Unidos. Pilotaba los «Jumbo», aquellos gigantescos aviones. Había sido feliz porque, entre otras cosas, se iba a casar con la mujer más preciosa del mundo, con Paula Jones, la hija de uno de los vicepresidentes de la compañía.

Ya había comprado la casa cerca de Nueva York, a la orilla del Hudson. Una casa maravillosa, con una terraza que daba al mismo río. Naturalmente, no podría estar siempre con Paula Jones, pero, entre vuelo y vuelo, serían dichosos, y alguna vez Paula le acompañaría a París, a Tokio o a cualquier otra ciudad.

Todo eso había saltado por los aires. Estaba condenado a muerte. Su situación era como la de un asesino que estuviese esperando el momento de recibir la descarga en la silla eléctrica, o a punto de respirar el gas letal que lo enviase al otro mundo.

No tenía salvación.

—Gracias, doctor Lowell —dijo con voz ronca. Abandonó la consulta y paseó por Central Park durante dos horas. De vez en cuando, se detenía para ver jugar a los niños.

La vida era maravillosa. Sonrió con sarcasmo ante aquel pensamiento. Consultó su reloj. Estaba citado con Paula Jones a las once en el restaurante del hotel Plaza para almorzar.

Llegó con un poco de retraso.

Paula Jones, espléndida, maravillosa, ocupaba ya una mesa.

—Mark, llegas tarde.

—Perdóname. Tuve que hacer.

Ella había pedido un martini y Mark encargó otro para él.

Paula dijo:

—Mark, no sabía que conociésemos a tanta gente. Imagínate, ya voy por el número trescientos entre los invitados a la boda. Y todavía faltan los tuyos. Imagino que nos reuniremos cerca de quinientos.

Mark cerró los ojos con fuerza. Tenía que armarse de valor.

—Paula, tengo algo importante que decirte —Paula sonrió.

—No me digas que eres casado y que te tienes que divorciar para no ser un bígamo.

Mark sonrió con amargura.

—No, Paula, nunca me casé. Sólo quería casarme contigo.

—¿Querías? ¿Es que ya...?

—Tengo cáncer —la interrumpió.

Fue brutal, pero tenía que serlo. No, no podía andarse por las ramas en aquella situación.

Vio cómo el rostro de Paula perdía el color.

—¿Qué es lo que has dicho, Mark?

—Cáncer, y no hay lugar a dudas. Me han examinado durante una semana. Y elegí a uno de los mejores especialistas. El doctor Peter Lowell. Sólo me ha dado un par de meses de vida.

Paula bebió un largo trago del vaso.

—Oh, Mark... Pobre Mark.

Sólo dijo eso.

El camarero trajo el otro martini.

Mark no lo probó. Estaba esperando que ella hablase.

—Mark... —y no pudo seguir.

—Paula... No hay futuro para nosotros... Quiero que hagas una cosa. Que te levantes de esa silla y te marches. No te volveré a ver... Eres una estupenda chica. Lo reúnes todo, belleza, inteligencia... Encontrarás a otro hombre muy pronto, y yo sólo seré un recuerdo para ti.

Paula se levantó.

Mark alzó los ojos y se encontró con los de ella.

—Mark, quiero que sepas...

De pronto, ella se mordió el labio inferior y se marchó.

Allí quedó a solas Mark. No, ella no había podido decirle nada después de su confesión. Pero no podía recriminarla. Paula no podía hacer aquel sacrificio, casarse con un enfermo de cáncer que iba a morir en pocas semanas.

Hizo una señal al camarero y pagó la cuenta.

Una hora más tarde estaba en su apartamento, paseando de una pared a otra.

¿Qué podía hacer durante aquellos dos meses, o quizá menos, que le quedaban de vida? ¿Quedarse en el apartamento y emborracharse todos los días? No, no era hombre de esa clase. Su afición era la pesca. Así había conocido a Paula. El padre de ella lo había invitado a pescar truchas en una finca que poseían en el Norte, próxima a la frontera canadiense.

Ya estaba decidido. Iría a un pueblecito de la costa. Alquilaría una casa y pasaría los últimos días de su vida pescando. Hasta que llegase el final.

Preparó su equipaje en poco tiempo. Un hombre que iba a morir no necesitaba mucho.

Eligió un par de cañas, los carretes y los anzuelos. Luego abrió un mapa sobre la mesa y estuvo observando la costa de Maine. Recordó que un amigo pescador le había hablado de Rockland. Un poco más arriba estaba Glen Cove, donde abundaba la pesca.

No necesitaba despedirse de nadie. Ya se había despedido de la única persona que le importaba en el mundo, de Paula Jones.

La compañía de aviación, desde que se dio de baja, le enviaba su sueldo al Banco, y llevaba el talonario consigo.

Poco después, viajaba en su coche hacia Rockland. Sólo hizo las paradas necesarias para comer o para llenar el tanque de gasolina.

Llegado a Rockland, entró en una casa de artículos de pesca. Preguntó al empleado sobre Glen Cove y recibió la respuesta de que encontraría casas por alquilar. Le escribió en una tarjeta el nombre de Eric Dane, un agente de Bienes Raíces.

Eric Dane resultó ser un hombre simpático.

—Puede elegir entre media docena de casas, señor Riley.

—Prefiero una que esté cerca del mar y que no sea demasiado grande.

—Tengo lo que necesita.

La casa le gustó a Mark. Sólo tenía un living, un dormitorio y un cuarto de baño, con una terraza que daba a la costa.

Acordaron el precio inmediatamente y Mark pagó dos mensualidades.

El señor Dane se despidió, deseándole buena pesca. Mark Riley durmió aquella noche de un tirón, tras el cansancio del viaje.

A la mañana siguiente, fue a un almacén del pueblo con la intención de comprar provisiones. Estaba eligiendo unas latas de conservas cuando, al volverse, tropezó con una mujer.

Ella también había cogido unas latas, que se le cayeron al suelo.

—Perdón —dijo Mark.

Cogió las latas de ella y se las entregó. Entonces pudo ver su rostro. Era una joven de unos veinticuatro años, morena, de ojos verdes, rostro muy bello.

—No tuvo importancia —dijo ella.

Se hizo cargo de las latas de conservas que él le alargaba y se apartó.

Mark compró lo que necesitaba y salió del almacén. Vio otra vez a la joven, que estaba intentando poner en marcha un jeep, pero no lo conseguía.

—¿Puedo ayudarla? Soy Mark Riley.

—Susie Garland.

—Encantado, señorita Garland. Estuve muy torpe ahí dentro, cuando tropecé con usted, y si ahora la puedo compensar...

—¿Entiende de motores?

Mark iba a contestar: «Soy piloto de aviación». Pero no lo dijo.

—Sí, algo.

Hizo un examen del motor y regresó junto a Susie Garland.

—No apriete el acelerador, señorita Garland. Y cierre el starter.

Susie hizo lo que él le pedía.

—Déle ahora a la llave de contacto.

Susie hizo girar la llave de contacto y el motor se puso en marcha.

—Gracias, señor Riley.

—No hay de qué.

—Hasta la vista.

La joven se marchó en el jeep.

Mark vio a un empleado en la puerta del almacén.

—¿Me puede decir quién es ella?

—La doctora Susie Garland.

—¿Doctora?

—Sí, pero no ejerce en Glen Cove.

—¿Casada?

—No, vive con su tío. También es doctor. Se llama Douglas Hollman. Son unos tipos raros.

—¿Por qué los llama así?

—Viven en una casa solitaria, muy lejos de la población. En el cabo que hay más allá de la bahía.

El empleado se echó a reír y luego prosiguió.

—Dicen que el doctor Hollman hace extraños experimentos.

—¿Qué experimentos?

—Nadie lo sabe y por eso dicen que son extraños. Bueno, yo una vez fui con provisiones. Entonces no estaba con el doctor Hollman la señorita Garland, y oí ruidos muy extraños.

—¿Desde cuándo está la doctora Garland con su tío?

—Ella llegó hace cosa de un mes. Al doctor Hollman le gusta mucho pescar. Por las mañanas, se embarca en una canoa. Ya lo verá usted por ahí si también viene a pescar.

—Gracias por su información.

Mark se fue a su casa y metió en el frigorífico las provisiones.

Cogió una de las cañas, la más flexible, y su bolsa, y se dirigió hacia la costa, más allá de la bahía.

A lo lejos vio el cabo y la casa solitaria. Era la única que había allí y, por tanto, tenía que ser la del doctor Hollman.

Pescó unos cuantos camarones para usarlos como cebo. Se situó ante las rocas y lanzó al agua el anzuelo. Al cabo de unos minutos, la caña le dio una sacudida. Cobró hilo y poco después vio el enorme dentón de casi cinco kilos que había mordido su anzuelo.

Luchó con el pez durante quince minutos y por fin lo sacó. Era una gran pieza y se sintió satisfecho. Su amigo no lo había engañado. Aquél era un buen lugar para la pesca.

Durante la hora siguiente, pescó otros dos dentones, aunque no del mismo tamaño que el primero. Se sintió fatigado. Casi se ahogaba. Su enfermedad seguía su curso.

Regresó a su casa casi agotado y ni siquiera cenó. Se tendió en la cama y poco después quedó dormido.

Despertó a la mañana siguiente, muy temprano, a las seis. Se preparó un desayuno abundante, pero no comió ni la mitad de lo que había cocinado. De nuevo cogió su caña y la bolsa y se marchó al lugar que ya conocía.

Después de pescar los camarones, lanzó el anzuelo. Descubrió un bote que había aparecido por entre las rocas. Dentro iba un hombre.

La canoa tenía el motor fuera borda. Había salido de entre las rocas con demasiada velocidad.

Mark vio lo que iba a pasar. Deseó equivocarse, pero no le falló su cálculo.

El hombre que tripulaba la canoa la quiso desviar, pero lo hizo demasiado tarde.

La lancha chocó contra una roca que estaba a flor de agua.

Sobrevino un estallido.

El hombre salió lanzado desde la canoa y cayó en el mar, que estaba muy agitado por aquella parte. Mark no lo pensó. Dejó caer la caña que tenía en la mano, saltó de roca en roca y se arrojó de cabeza al mar.

Subió a la superficie y miró hacia el lugar en donde había visto por última vez al hombre, pero ya había desaparecido.

 

CAPITULO II

Mark Riley se zambulló una vez más, y braceó. Vio al hombre como a unos cinco metros.

Logró alcanzarlo por la cintura y lo atrajo hacia arriba.

Aquel hombre había perdido el conocimiento.

Mark nadó hacia la costa. Por fortuna, estaba muy cerca. Con no poco trabajo, subió al desvanecido a la roca.

Mark se tomó un descanso de unos segundos y luego le hizo al náufrago la respiración boca a boca. Aquel hombre volvió en sí.

—¿Qué pasó?

—Su canoa chocó contra una roca.

—Oh, sí, lo recuerdo.

Era un hombre de unos sesenta años, de cabello blanco.

—¿A quién le debo la vida?

—Soy Mark Riley, pero no me debe nada.

—¿Cómo que no? Si no hubiera sido por usted, yo estaría convertido en carnada para los peces... Oh, perdone, soy el doctor Douglas Hollman.

—Lo suponía.

—¿Ah, sí?

—Conocí ayer a su sobrina, doctor Hollman —Douglas Hollman empezó a dar diente con diente.

—El agua está fría —sonrió Mark—, ¿eh, doctor?

—Sí, y será mejor que vayamos a mi casa. Pero mi canoa se destrozó.

—Lo llevaré en mi coche.

—Es usted muy amable. Siento estropearle su sesión de pesca.

—Descuide, tengo mucho tiempo para pescar.

Mark se dio cuenta de que su frase carecía de sentido. No iba a tener mucho tiempo. Todo lo contrario. Le quedaba muy poco para pescar y seguir respirando. Fueron a la casa de Mark y éste sacó el coche. Viajaron hacia el cabo.

Susie Garland vino corriendo por un jardín.

—Tío, ¿qué ha pasado?

—Naufragué. Pero no te preocupes. Ya estoy bien. Creo que ya conoces a mi ángel de la guarda, Mark Riley.

—Hola, señorita Garland.

Ella saludó con un movimiento de cabeza. Entraron en la casa. Había un living muy grande.

—Sírvase una copa mientras atiendo a mi tío, señor Riley —dijo Susie.

El doctor Hollman y Susie subieron una escalera. Mark se acercó al bar y se preparó un whisky. Al cabo de un rato, bajó Susie.

—Señor Riley, usted también tiene las ropas mojadas.

—No hubo tiempo para cambiarme.

—Por fortuna, tiene la misma talla que mi tío. Por favor, acompáñeme y le daré ropa seca.

—La verdad es que se lo agradeceré. Yo también me estoy quedando helado, a pesar del whisky.

Subió con ella y Susie lo hizo entrar en un dormitorio.

—En seguida vuelvo.

Reapareció trayéndole ropa interior, una camisa, un grueso suéter y unos pantalones de pana.

—Creo que le irá todo bien, señor Riley.

—Me conformaré, aunque no esté a la última moda —Susie sonrió.

—Quizá le convenga tomar un baño caliente.

—De acuerdo.

—Le espero en el living.

Mark Riley, al quedar a solas, se desvistió y tomó el baño caliente. Se frotó vigorosamente y, de pronto, sintió una aguda punzada en el pecho. Casi se desplomó y tuvo que apoyarse en la pared.

Era el maldito cáncer. Aquel frío que se le había metido en los huesos empeoraría su situación.

Se vistió con lentitud, porque el dolor de su pecho iba en aumento.

Bajó al living.

Douglas Hollman estaba sentado en un sillón y Susie preparaba bebidas en el bar.

—¿A qué se dedica, señor Riley? —preguntó el doctor Hollman.

—Soy piloto civil.

—¿De vacaciones?

—Sí —contestó Mark porque no quería decir la verdad, que aquéllas eran las últimas vacaciones que disfrutaba antes de emprender el viaje al Más Allá.

La joven vino sonriente hacia él con un vaso de whisky.

—Tome, beba.

—Gracias.

Mark bebió un trago y sintió aquel dolor, un dolor agudo, terrible. Vio el bello rostro de Susie Garland entre una nube esponjosa. Todo empezó a dar vueltas a su alrededor y se desplomó.

No supo cuánto tiempo había pasado.

Al despertar, se encontró en una cama, en la habitación que Susie Garland le había destinado para que se cambiase.

El doctor Hollman estaba encima de él, mirándole. Ahora se cubría con una bata blanca y un poco más allá vio a Susie Garland.

—¿Cuándo empezó a sentirse mal, señor Riley? —preguntó el doctor Hollman.

—Oh, no tiene importancia. Pudo ser debido al frío que cogí cuando me eché al agua.

—Mi sobrina y yo somos médicos, señor Riley, y sabemos la verdad.

—¿La verdad?

Le hemos examinado. Hemos tenido mucho tiempo para ello. Las dos horas que usted ha pasado sin sentido. ¿Sabe qué enfermedad padece, señor Riley? Quisiera que me hablase con sinceridad.

—Lo sé, doctor. Es cáncer.

—Sí.

—Por eso estoy aquí, en Glen Cove. Me dijeron que me quedan menos de dos meses de vida.

El doctor Hollman dio un suspiro.

—El diagnóstico es correcto.

—¿También está de acuerdo con los dos meses que me quedan de vida?

—Puede que menos. Quizá sólo un mes.

Douglas Hollman miró a su sobrina. La joven se adelantó hacia el lecho donde descansaba Mark.

—Señor Riley, usted podría curarse.

—¿Cómo ha dicho, Susie?

—Que podría curarse —Mark arrugó el ceño.

—El empleado del almacén me habló de algunas cosas raras que ocurrían en su casa, doctor Hollman. ¿Quizá es eso? ¿Tiene un medio para curar el cáncer?

—No —contestó Susie—. Mi tío no puede curar el cáncer.

—Pero usted acaba de decir que me puedo curar.

—Sí, pero no depende de nosotros.

—¿Y de quién depende?

Susie y su tío cambiaron una mirada.

—¿Se lo dices tú, Douglas?

—Sí, será mejor que se lo diga yo.

El doctor Hollman clavó sus ojos en los de Mark.

—Señor Riley, llevo haciendo experimentos más de diez años.

—¿Experimentos sobre el cáncer?

—No.

—¿Sobre qué, entonces?

—Sobre el futuro... Las nociones de espacio y de tiempo son relativas. He sido un entusiasta de las teorías de Einstein... Fui su discípulo... Trabajé con él durante un par de años, hasta que el propio Einstein me apartó de su lado.

—¿Por qué?

—Por miedo.

—¿Miedo?

—Sí, señor Riley. Einstein tuvo miedo por lo que yo estaba haciendo y, sobre todo, por lo que podía conseguir.

—¿Y cuál era el fin que se propuso? —Hollman se mojó los labios con la lengua.

—Penetrar en el futuro —contestó con voz ronca.

—¿Se refiere a conocer lo que está por llegar?

—Algo más que eso —el doctor Hollman hizo una pausa—. Quise enviar a un ser viviente a una época que todavía está por llegar.

Mark creyó que se las tenía que ver con un loco. Desvió sus ojos hacia Susie y la vio muy seria.

—Perdonen, pero todo lo que dicen no tiene sentido para mí. Bueno, a decir verdad, he leído algunas novelas de ciencia-ficción, y también he visto alguna película o telefilme de esas cosas. De hombres que son proyectados al futuro. Y siempre utilizan lo mismo. ¿No lo llaman la máquina del tiempo?

—Sí —asintió Hollman.

—¿Es eso lo que usted ha conseguido, doctor? ¿Una máquina del tiempo?

—No, exactamente.

—¿Y qué es?

—Quizá tenga muy poco sentido para usted. Pero lo que yo realizo es una disolución de los átomos.

—¿Una qué?

—El ser viviente está compuesto de átomos, que yo disuelvo.

—¿Quiere decir que los hace desaparecer?

—Sí.

—¿Y luego?

—Los proyecto hacia el futuro.

—¿Cómo puede proyectarlos hacia el futuro?

—Eliminando el espacio y el tiempo. O quizá sería mejor decir que juego con ambos elementos, el espacio y el tiempo, en mi impulsor.

—¿Su impulsor?

—Impulsor cerebral electrónico.

—Está bien, doctor. No me dé detalles científicos que desconozco. Usted dice que me podría enviar al futuro. ¿A qué época?

—Indudablemente, a un año en que el cáncer haya sido superado, en que tenga la misma consideración que hoy día tiene entre nosotros un tifus, desde un punto de vista curativo.

—¿Y qué época será ésa?

—No lo sabemos y, por tanto, tendría que proyectarlo a usted a un tiempo muy lejano.

—¿Cuál?

—El año 5000.

—¿Tan lejos, doctor?

—Es posible que el cáncer se pueda curar dentro de cinco, de diez, o de veinte años. Pero, en su caso, no podemos correr riesgos.

—Entiendo, contra más lejos me mande en el tiempo, más probabilidades existirán de curar el cáncer.

—Exacto. Y por eso he pensado en el año 5000, al objeto de que no haya lugar a dudas.

Mark se echó a reír.

—¿Estoy soñando, doctor?

—No.

—¿Está seguro?

Susie cogió algo de la mesilla de noche y alargó la mano hacia Mark, el cual pegó un grito.

—Eh, ¿qué hace, Susie?

—Le he pinchado con un alfiler para que se cerciore de que no está soñando.

—De acuerdo. Ya no tengo ninguna duda. Estoy despierto. Sigamos hablando de su famoso experimento, doctor Hollman. ¿Lo ha probado ya?

—Sí.

—¿Con seres humanos? ¿Me va a decir que usted ha estado en el año 2000 o en el 3000?

—No, no he podido hacer la prueba conmigo.

—¿Con su sobrina?

—Tampoco. Sólo he hecho experimentos con animales.

—¿Qué clase de animales?

—Conejillos de Indias.

—Y dígame una cosa, doctor. ¿Cómo sabe usted que envió esos conejillos al futuro?

—Todos volvieron.

—O sea que usted los envía al futuro, y los hace regresar.

—Exactamente.

—¿Cuántas veces ha realizado el experimento?

—Seis veces.

—¿A qué época los mandó?

—Los dos primeros al año 2000, los dos siguientes al 3000, y los dos últimos al 4000.

—¿Cómo puede hacerlos regresar?

—Provocando una disolución de átomos a la inversa.

—Esos conejillos de Indias volvieron de las épocas a las que usted los envió. ¿Qué conclusiones sacó?

—Los conejos volvieron en perfecto estado.

—¿Cuánto tiempo estuvieron en esas épocas?

—El primer conejo sólo permaneció un día. Luego fui aumentando la dosis de tiempo. El sexto conejillo que envié, lo tuve en el año 4000 durante tres semanas.

—¿Y qué me dice del mundo en que ellos vivieron?

—Nada.

—¿Nada?

—No, señor Riley. No he podido saber nada. Pensé que alguno de ellos me traería algún mensaje de los seres humanos que viviesen en esa época. Pero no recibí absolutamente ningún mensaje.

—Un momento, doctor Hollman. Suponga que el mundo se ha acabado para ese entonces, quiero decir que usted envió los conejos a una época en que quizá los hombres han desaparecido de la tierra.

—También me hice esta pregunta.

—¿Y cuál fue su respuesta?

—Que cabe en lo posible. La humanidad, durante siglos, sólo ha tratado de destruirse a sí misma. Los pueblos han rivalizado en fabricar armas de destrucción. Quizá para la época más reciente de mis experimentos, la del año 2000, ya no exista el hombre sobre la tierra. No lo he podido comprobar.

—Me parece un viaje muy arriesgado.

—Tendrá que aceptarlo voluntariamente.

—Es una buena oportunidad para usted. ¿Verdad, señor Hollman? Hasta ahora sólo envió conejillos de Indias, y ellos no pudieron decirle lo que vieron. Pero ahora se le presenta la gran ocasión. Yo soy un hombre incurable, un hombre desahuciado por la medicina. Estoy condenado a morir en unas semanas. ¿Quién mejor que yo para saber qué clase de futuro nos espera?

El doctor Hollman enrojeció hasta la raíz del cabello.

—Olvídelo, señor Riley.

Dio media vuelta y salió de la habitación. Susie se acercó al lecho.

—¡Debería pincharle otra vez, señor Riley!

—Hágalo si le sirve de desahogo, Susie.

—No ha debido decir eso a mi tío. Lo ha herido. Usted piensa que él quiere mandarle al futuro. Que lo quiere tratar a usted como a un conejillo de Indias.

—¿Y no es así?

—No, señor Riley. Mi tío quiere pagarle por lo que hizo, hacer todo lo posible por salvarle a usted, y por eso le sugirió enviarlo al futuro... No sabemos con qué clase de mundo se encontrará allí. Pero lo que sí sabemos es que, si existe alguna probabilidad de que se salve, es ésa. Sólo se salvará si usted se encuentra con una humanidad que haya logrado encontrar una medicina definitiva contra el cáncer. Pero usted ya eligió. Prefiere seguir aquí en la tierra, en el año 1971.

Susie no esperó una respuesta de Mark, y también abandonó la habitación.

CAPITULO III

Era ya de noche.

Mark Riley saltó de la cama.

Encontró un batín en un armario y se lo puso. Abrió la puerta y salió a un corredor.

Oyó unos ruidos y recordó lo que le había dicho el empleado del almacén.

Era un zumbido intermitente. Procedía del fondo. Se dirigió hacia allí. Delante tenía una puerta. Sin dudarlo, puso la mano en el tirador y abrió.

Se encontró en una gran sala, casi a oscuras. Al fondo había una serie de bombillas rojas y verdes que se apagaban y encendían, y de allí procedía el ruido. De pronto se encendió una lámpara central.

El doctor Hollman y su sobrina lo estaban mirando.

—¿Por qué entró aquí, señor Riley? —preguntó Hollman.

—Lo siento. Quería hablar con ustedes.

—Ya hablaremos luego.

—Tiene que ser ahora, doctor Hollman. Estoy decidido. Puede hacer el experimento conmigo.

—¿Está seguro?

—Sí, doctor Hollman. He llegado a la conclusión de que en la Tierra soy un hombre inútil. Peor que eso. Soy un moribundo.

Hollman y Susie no dijeron nada.

Mark avanzó hacia ellos. Vio una extraña maquinaria, una especie de radar que giraba y daba vueltas. Cada vez que el radar apuntaba hacia un tubo de unos dos metros de anchura, se producía aquel parpadeo de las bombillas del fondo y, al mismo tiempo, el zumbido.

—¿Ese es el aparato? —dijo Mark—. ¿Cómo lo llamó? ¿Impulsor cerebral electrónico?

—Sí, señor Riley.

—¿Dónde están los conejillos que mandó al futuro?

—Al fondo a la izquierda.

Mark miró en aquella dirección y vio a los conejillos de Indias en jaulas individuales.

Se acercó a los animales.

No vio ninguna anormalidad en ellos.

Habló al más pequeño, como si lo pudiese entender:

—¿Cómo te fue por aquellos andurriales? ¿Te encontraste con una mujer-pez? ¿O fue un hombre con tres ojos? ¿Los hombres vuelan ya sin necesidad de aviones? —El conejillo lo miró y Mark sintió un escalofrío por la espalda.

—¿Me quieres decir algo?

No, el conejillo no le dijo nada. Se volvió hacia el doctor Hollman y su sobrina, la bella Susie.

—¿Cuándo quiere empezar, doctor?

—Yo estoy preparado.

—Yo también —Mark se miró el batín—. Aunque quizá no esté bien vestido para un viaje al año 5000. A lo mejor me detienen por inmoralidad. ¿O quizá para esa época los hombres y las mujeres estén como Adán y Eva en el paraíso?

El doctor Hollman sonrió.

—No sabemos cómo será la moda en el año 5000.

—Pero yo lo sabré, ¿no?

—Eso espero.

—De acuerdo, doctor Hollman. Dígame lo que tengo que hacer.

—Mi sobrina le pondrá una inyección.

—¿Para qué?

—Es una especie de lavado de cerebro.

—¿Con qué objeto?

—Le va a inocular una droga para que no sienta el vértigo.

—Entiendo, algo así como una píldora para evitar los mareos en el avión. También nosotros las recomendamos a los viajeros demasiado emotivos.

Susie señaló una camilla.

—Tiéndase, Mark.

Mark se tendió en la camilla.

Susie preparó la aguja hipodérmica, pero, cuando se acercó a Mark para inyectarle, se detuvo.

—Mark, no sabemos lo que va a encontrar allí... Y no podrá mantener contacto con nosotros. Se encontrará a solas en un mundo con más de 3000 años de adelanto con respecto al nuestro... Todavía puede rectificar.

Mark se tocó el pecho.

—¿Y quedarme con mi cáncer?

—Puede que tampoco se lo curen allí... Y otra cosa. Los conejos volvieron, pero usted quizá no vuelva.

—¿Por qué es tan pesimista, Susie?

—Porque..., porque es usted un ser humano y no un conejillo de Indias.

—Tengo muy poco que perder. Sólo la vida —sonrió él—. Adelante, Susie.

La joven miró a su tío, y éste le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

La joven clavó la aguja hipodérmica en el brazo de Mark.

Riley sintió pronto los efectos de la droga. Empezó a adormilarse.

Notó cómo empujaban la camilla hacia el tubo y también se dio cuenta del momento en que lo introdujeron en él.

Vio la cara de Susie sobre la suya.

—Buena suerte, Mark.

—Gracias.

Ella se inclinó y lo besó en los labios.

—¿Por qué hace eso, Susie? —preguntó Mark casi en sueños.

—Acuérdese un poco de mí.

Mark no le pudo contestar porque cayó en un profundo sopor.

—El paciente está preparado, Douglas.

Hollman se apretó las manos contra el estómago.

—No sé si debo hacerlo. Tengo serias dudas ahora.

—Tío, Mark no tiene salvación. Tú lo sabes perfectamente. Va a morir en unos días.

—Pero me da miedo pensar en lo que pueda encontrar allí. Si al menos supiésemos qué clase de mundo será.

—Mark nos lo dirá cuando vuelva.

—Pero, ¿podrá volver?

—Volvieron los conejillos. Por favor, tío. No puedes dudar en estos momentos.

Douglas se acercó a una computadora electrónica. Movió un dial y luego otro, y por fin un tercero.

Las bombillas verdes y rojas empezaron a encenderse y apagarse con más rapidez.

El radar evolucionó con creciente velocidad, hasta que se convirtió en una mancha.

Susie tenía los ojos fijos en la camilla donde descansaba Mark.

—Tío, Mark sigue igual.

—Aumenta la presión.

—No lo podrá resistir. Su cerebro marca tres mil microvoltios.

—Hay que aumentarlos.

—Lo matarás.

—Entonces, tendremos que suspender el experimento. Susie cerró los puños con fuerza.

—De acuerdo —ella misma movió otra llave en la computadora.

Del cuerpo de Mark brotaron chispas.

—¡Se está disociando!

—¡Es el magnetismo! ¡Funciona mal! —Douglas movió otra llave de la computadora. El cuerpo de Mark dejó de despedir chispas.

—¡Empieza a disolverse! —gritó Susie.

El zumbido era tremendo.

—¡Auriculares, Susie!

El doctor y Susie descolgaron unos auriculares, que se pusieron en la cabeza.

Los auriculares tenían hilos conductores conectados a la computadora.

El cuerpo de Mark seguía en la camilla, pero daba la impresión de que se iba haciendo invisible. Y todo él desaparecía al mismo tiempo.

—¡Tiempo! —dijo Susie.

Douglas miró en un cuadro de mandos.

—Año 1990.

—No puede disolverse antes del 5000. Disminuye la presión.

—Dos mil quinientos microvoltios... ¡Año 2300!

—Se está disolviendo demasiado aprisa. No pasará del año 3000.

—Aumentaré el magnetismo.

—De acuerdo. Aplícale cinco mil ondas.

—Ondas aplicadas.

—¿Año?

—3000.

—Ni siquiera hemos llegado al año 4000, en que enviamos al último conejillo de Indias.

—Seis ondas magnéticas más.

—¿Año?

—3800.

—¿Cómo está el paciente?

—Presión normal.

—¿Funcionamiento del cerebro?

—Ligera anormalidad en el lóbulo frontal.

—¡Corrección tres grados!

—Corrección hecha.

—¿Año?

—4500. ¡Hemos superado los 4000!

—¿Estado del paciente?

—¡La presión aumenta!

—Disminúyela.

—Presión corregida.

—¿Año?

—5000.

—¡Corta! ¡Interrumpe las ondas magnéticas!

—Magnetismo interrumpido.

Douglas cerró las llaves de la computadora.

Los dos científicos, inmóviles, observaron la camilla. Mark Riley ya no estaba allí.

CAPITULO IV

Mark Riley volvió en sí.

Durante los últimos minutos había tenido la impresión de haber caído en un pozo hondo, en donde un huracán lo arrastró vertiginosamente dándole vueltas y más vueltas.

Por ello, todavía estaba un poco mareado. Pero vivía. De eso estaba seguro.

Dirigió una mirada a su alrededor y logró enfocar las imágenes.

Se encontraba al lado de un campo y ése fue su primer asombro. Era un campo de maíz cuyas plantas medían más de cinco metros y eran robustas. Tenían que serlo para soportar el peso de las mazorcas. Cada una de ellas medía más de dos metros y tenía uno de diámetro.

De pronto oyó un ladrido.

Miró a sus espaldas y vio venir por un camino a un perro.

Pero no era un perro como los que él conocía. Aquel perro tenía un cuerno en la parte superior del hocico. Un cuerno puntiagudo, como de cincuenta centímetros. Avanzaba hacia él rápidamente, ladrando, mostrando las mandíbulas de dientes cortantes.

Mark conservaba aquel batín que le había prestado el doctor Hollman y en el bolsillo no tenía ningún arma.

Se levantó rápidamente y atrapó un guijarro. Cuando el perro saltaba sobre él, le arrojó la piedra. El perro recibió en los hocicos el proyectil y eso le hizo fallar el salto, aunque también Mark hizo por sí mismo y se dejó caer a un lado.

El perro, llevado por su impulso, rodó por el suelo yendo a parar muy lejos de Mark. Pero se revolvió en seguida.

Habían quedado separados por una distancia de cinco metros.

El perro arañó la tierra, soltando ladridos.

A Mark le extrañó que no atacase de nuevo. Pero ahora vio que el perro tenía un collar y que el collar estaba emitiendo un sonido.

De pronto oyó una voz:

—¡Quieto!

Era una voz femenina.

Por el mismo camino que llegó el perro, vio aparecer a una mujer, pero era una mujer muy distinta a las de la época en que él procedía.

Se cubría con pantalones rojos muy estrechos y una blusa azul que dejaba todo su estómago al aire. Calzaba botas. Era hermosa, el cabello rubio, ojos verdosos y un rostro bellísimo. En el centro de la blusa mostraba un escudo con dos letras amarillas, G. P. Y la rubia manejaba una especie de pistola.

—Hola —dijo Mark.

Ella se detuvo y miró al perro, que seguía ladrando.

—Calla, «Richard» —ordenó al animal.

El perro obedeció, aunque fijó sus ojos en el hombre que poco antes había querido destrozar.

—¿Cómo pudo escapar? —preguntó la rubia.

—No he escapado de ninguna parte.

—Tengo órdenes de interrogar a los fugitivos.

—No soy un fugitivo.

—Muy bien. Si quiere morir sin confesión, es asunto suyo.

La hermosa rubia ya tenía el dedo en el gatillo. Mark ya se había dado cuenta de que aquella pistola no era como las que él conocía.

—Espere un momento, señorita.

—¿Señorita?

—Es usted una mujer.

—Claro que soy una mujer. Pero no me llamo señorita.

—¿Y cómo se llama?

—Astrea.

—Escuche, Astrea. Quiero que me lleve ante su jefe.

—¿Mi jefe?

—Sí, el hombre que la manda —ella se echó a reír.

—¿El hombre que me manda? Debe estar usted loco. No hay ningún hombre que me mande... Usted quiere confundirme... Pero no lo va a lograr. No sé de dónde ha escapado. Pero, si no me contesta, lo reduciré a polvo. Así, al menos, servirá de abono para este maíz —Mark comprendió que aquella pistola no lanzaría balas, sino algún rayo de la categoría del láser o algo parecido.

—Astrea, yo no he podido escapar de ningún lugar de este mundo.

—Ande, dígame ahora que viene de Júpiter.

—No, no vengo de otro planeta.

—Entonces, es un terrícola.

—Soy un terrícola. Pero no pertenezco a su época. Yo vengo del siglo XX.

—¿De dónde?

—Del siglo XX, exactamente del año 1971. La hermosa Astrea se echó a reír.

—Ustedes siempre están buscando trucos para escapar de nosotras. Y admito que el de usted es bueno. Pero no va a lograr nada.

—Le repito que vengo del año 1971. Mi nombre es Mark Riley.

—Ahí tiene, farsante.

Mark vio la intención de Astrea de disparar, y se arrojó al suelo.

Un rayo salió de la pistola y en el lugar donde debía estar Mark brotó una llamarada.

El perro saltó sobre Mark.

Astrea envió otro rayo y fue una suerte para Mark que el rayo atrapase al perro.

Fue para no creerlo, pero Mark lo estaba viendo con sus propios ojos. En un instante, el perro se convirtió en ceniza.

—¡Astrea! —gritó Mark—. ¡No vuelva a disparar! —ella estaba furiosa.

—¡Me ha hecho matar a «Richard»!

—¡Yo no quería que lo matase!

—¡Ahora le toca a usted! —Mark se arrojó sobre ella.

Astrea apretó otra vez el disparador de su pistola lanza-rayos, pero falló porque Mark le pegó un testarazo en el estómago.

Los dos rodaron por el suelo.

Mark había logrado sujetar la mano con que Astrea manejaba la pistola.

Astrea luchó a brazo partido con Mark.

Riley no había conocido a una mujer con tanta fuerza como Astrea. Ella lo lanzó con una facilidad pasmosa lejos de sí, y luego gateó en busca de la pistola, que había quedado abandonada.

Mark corrió también hacia el lugar donde estaba el arma.

Los dos llegaron al mismo tiempo y, esta vez, Mark no tuvo en cuenta que luchaba con una mujer, y le pegó con el filo de la mano un mandoble en la espalda. Astrea se derrumbó y quedó sin sentido.

Mark se levantó. El pecho le dolía mucho. Estaba enfermo de cáncer. Se estaba muriendo. No duraría mucho. Cogió la pistola y se acercó a la joven, y esperó a que ella se recuperase. De pronto algo empezó a emitir un zumbido.

Era algo que Astrea llevaba en su cinturón con que sujetaba sus pantaloncitos. Un emisor.

Mark oyó una voz:

—Jefe de la Guardia Popular llamando a Astrea... Jefe de la Guardia Popular llamando a Astrea...

Mark no supo qué hacer.

—Responda, Astrea... Nuestra computadora anuncia la muerte de "Richard", su perro guardián... ¡Informe, Astrea!

El emisor quedó silencioso. Astrea empezó a moverse.

Mark le apuntó entre los senos con la pistola. Astrea abrió sus hermosos ojos verdes y, al ver a Mark, dijo:

—¡No le valdrá de nada su triunfo!

—Astrea, no tengo el menor interés en engañarla. Le juro que no pertenezco a su época. A mí me faltan más de tres mil años para llegar a su tiempo. He sido enviado desde el año 1971.

—¡Miente!

Mark apretó los maxilares con fuerza. ¿Cómo podía hacerla creer que estaba diciendo la verdad?

—¿Cómo dijo que se llamaba? —inquirió Astrea.

—Mark Riley, y ya veo que ustedes no dan opción a un juicio para que una persona se defienda.

—Yo le haré una oferta, Riley.

—La escucharé.

—Volverá al valle de las Cavernas.

—¿Valle de las Cavernas? ¿Qué es eso?

—Usted lo sabe bien.

—No lo sé.

—Todos los hombres deben estar allí, y aquel que escape debe ser conducido a la prisión.

—¿Los hombres? ¿Se refiere a todos los hombres?

—Su comedia no sirve para nada.

—¡No estoy haciendo teatro!

De pronto se oyó el ruido de un motor.

Un vehículo apareció, más allá del maizal, por un camino. Iba sobre dos ruedas. Parecía todo de plástico. Mark pudo ver en el interior a dos mujeres. Ellas también lo vieron a él y de pronto ocurrió lo más insólito para Mark. De la parte superior del vehículo brotó una hélice y aquel extraño artefacto ascendió de la tierra y se fue hacia arriba con una gran rapidez.

Astrea sonrió.

—Lo van a fulminar, Riley. Lo van a convertir en polvo.

—¡Dígales que se estén quietas!

—¿Se entrega?

—Me entrego con una condición.

—¿Cuál?

—La de ser escuchado.

—Trato hecho.

El vehículo, que había subido hasta unos mil metros, bajaba vertiginosamente.

Astrea sacó del bolsillo un transmisor.

—Astrea llamando a Vehículo Guardián. No disparéis... El prisionero se entrega.

Aquel extraño aparato, que servía para correr por tierra y para surcar el aire, disminuyó su rapidez y se posó a unos diez metros del lugar donde se encontraban Mark y Astrea. Salieron de él dos mujeres. Su vestimenta era la misma. Blusa y pantalones muy cortos, con botas. Cada una de ellas portaba un arma parecida a la que Astrea había usado contra Mark. También eran rubias y, lo que más asombro produjo en Mark, fue que sus rostros eran enteramente iguales al de Astrea.

—¿Son tus hermanas, Astrea?

—¿Hermanas?

—Quiero decir que si procedéis del mismo padre y madre.

—¿Madre y padre? ¿Qué es madre y padre? Creo que sé a lo que se refiere. Empiezo a creer que procede del año 2000.

Las otras dos mujeres se acercaban cautelosamente, con el índice en el disparador.

Astrea les gritó:

—¡No disparéis!

—El prisionero tiene un arma —repuso una de las rubias.

—Déme esa pistola, Mark —dijo Astrea. Mark titubeó unos instantes.

—¿Me das tu palabra de que seré conducido hasta tu jefe, Astrea?

—Ahora te doy mi palabra. ¿Y sabes por qué? Porque tengo curiosidad por saber más cosas de ti. Y estoy segura de que mi jefe también querrá saberlas.

Mark le dio el arma. Astrea se puso en pie.

Una de las rubias que se acercaban apuntó a Mark y éste pensó que había caído en una trampa. Que lo iban a reducir a polvo, igual que al perro unicornio.

—¡No dispares, Leda! —gritó Astrea.

—¿Por qué no? Es un hombre.

—No es de los nuestros.

—¿Cómo?

—Eso dice él... viene de otra época, del siglo XX —Leda y la otra rubia observaron atentamente al prisionero, y la llamada Leda sonrió.

—Lo llevaremos ante el jefe.

Mark dio un suspiro de alivio. De momento, había pasado el peligro para él.

CAPITULO V

Mark Riley viajó en la parte trasera del vehículo. Mark pudo admirar aquella parte del mundo que pertenecía al año 5000.

Vio enormes presas, pero no vio los ríos que lo alimentaban.

—¿De dónde llega esa agua, Astrea?

—Provocamos lluvia artificial, que recogemos en pantanos.

Mark comprendió que, mediante aquel procedimiento, no existiría ningún desierto.

Aquel extraño vehículo de transporte volaba a una velocidad superior a los mil kilómetros por hora. Mark vio una ciudad. Eran torres enormes, con una especie de caminos que los bordeaban en espiral. Pero, al estar más cerca, observó que no eran caminos, sino cintas, en las que las personas eran transportadas a los pisos superiores. No se veía un solo vehículo terrestre, ninguno de aquellos automóviles que él conocía. Leda, que era quien pilotaba el aparato, anunció por un emisor:

—Vehículo H-23, de la Guardia Popular, pidiendo aterrizaje.

Una voz le contestó:

—Vehículo H-23 puede aterrizar.

El aparato descendió bruscamente y entonces Mark recibió una sorpresa más. Todas las personas que iban en las cintas eran mujeres. Pero ninguna de ellas era rubia. Había morenas y pelirrojas. Las morenas tenían el mismo rostro, distintos a las rubias y a las pelirrojas. Y todas las pelirrojas eran iguales, aunque con rostros distintos a los de las morenas y las rubias.

Mark llegó a la conclusión de que el cabello determinaba la clase de rostro.

Sintió un escalofrío por la espalda al comprobar aquella uniformidad. ¿Cómo un hombre se podía enamorar de una rubia, si todas eran iguales? ¿O de una morena, si todas eran iguales? ¿O de una pelirroja, si todas eran iguales? Pero, ¿dónde estaban los hombres? El vehículo tomó tierra en una de las altas torres.

—Salga, Riley —ordenó Astrea.

Mark salió del vehículo y las tres rubias lo hicieron a continuación.

Mark vio más mujeres rubias con el rostro que ya conocía y aquella blusa azul, en donde estaban grabadas las letras G. P. Eran como Astrea, repetida infinidad de veces.

Se oyó una sirena y una orden llegó por un altavoz:

—Personal del H-23, preséntese con el prisionero en la jefatura.

Astrea hizo una señal a Mark con la pistola.

—Sígueme.

Mark obedeció y Leda y la otra rubia fueron detrás apuntándole siempre con el arma.

Subieron en un ascensor hasta lo alto de la torre, que estaba toda encristalada.

Cruzaron un corredor y penetraron en una gran sala en donde estaban en marcha una docena de computadoras, cada una servida por una mujer pelirroja.

Mark se cercioró de que el rostro de las pelirrojas era semejante, pero distinto al de las rubias.

Al fondo, tras una larga mesa, había una de aquellas pelirrojas, que se puso en pie. Su vestimenta era distinta, si es que podía llamarse vestimenta a una especie de bikini.

Mark nunca había visto un cuerpo tan perfecto como el de aquella pelirroja. Ésta lo miró de pies a cabeza y preguntó:

—¿De dónde escapó el prisionero?

Las tres rubias guardaron silencio y los ojos de aquella pelirroja centellearon.

—¡Estoy preguntando! —Astrea contestó:

—Yo informaré, Andrómeda... Sorprendí al intruso en los maizales del Norte.

—¿Intruso? ¡Es un fugitivo del valle de las Cavernas!

—No, Andrómeda. No salió del valle de las Cavernas. Es un hombre que viene del año 2000.

Andrómeda miró con desprecio a Riley.

—Una patraña demasiado infantil.

Mark Riley habló:

—¿Es usted la que manda aquí?

—Soy jefe de la Torre de Control, si es eso lo que quiere saber. Y también le diré cuál es una de mis atribuciones. La de impedir que cualquier hombre llegue a la zona de seguridad. Y usted llegó. Por tanto, debe ser convertido en ceniza.

—Espere un momento, Andrómeda. Astrea no le engañó. Vengo del siglo XX... Observe mi indumentaria. Apuesto a que ningún hombre de su época viste como yo.

—Admito que su indumentaria es muy extraña. Pero los hombres del valle de las Cavernas emplean muchos trucos para escapar.

Mark ya estaba intrigado por aquello que le repetían una y otra vez.

—¿Quiénes son los hombres del valle de las Cavernas?

—Usted lo sabe bien.

—Nunca he estado allí, y no puedo saber nada acerca de esos hombres.

—Mi tiempo es muy precioso y no puedo perderlo... ¡Acaben con él!

Las tres rubias apuntaron con las pistolas a Mark.

—Andrómeda, sométame a alguna prueba médica —gritó Riley—. ¡Debo ser distinto a los hombres que usted conoce! ¡Tiene que convencerse de que le estoy diciendo la verdad!

Las mujeres rubias ya iban a disparar, pero Andrómeda levantó una mano.

—Tengo curiosidad por conocer de qué truco se valió. Lo someteremos a la prueba.

Mark dio un suspiro de alivio. Por segunda vez escapaba a la muerte.

Andrómeda ordenó:

—Condúzcalo a la sala de disección.

Mark se estremeció. Disección, en el siglo XX, significaba prácticamente descuartizar a un hombre. ¿Iban a hacer eso con él para convencerse de que no mentía?

—Eh, Andrómeda. No quiero que me descompongan.

—¡Guarde silencio!

Fue conducido a una planta inferior de aquella torre. Con él iban la pelirroja llamada Andrómeda y las tres rubias que lo habían hecho su prisionero.

Entraron en una especie de laboratorio. En él trabajaban media docena de mujeres. Tenían el cabello verde y, como siempre, entre sí, eran iguales, pero con el rostro distinto a las que había conocido hasta ahora, a las rubias, morenas y pelirrojas.

Mark ya no tuvo ninguna duda. Era el color del cabello el que determinaba la diferencia entre ellas. A cada color de cabello, correspondía un rostro.

Aquellas mujeres de cabello verde vestían una especie de sarong, como las hawaianas que conocía. Todas fijaron en él su mirada con curiosidad.

Andrómeda dijo:

—Traigo a este prisionero para que lo sometan a las pruebas de energía mental y física.

Mark descubrió que en cada sarong había un número. Del 1 al 6. La que tenía el número 1 hizo uso de la palabra.

—Tiendan al hombre en la camilla.

Las mujeres de cabello verde, con el número 2 y 3, sujetaron a Mark por los brazos y lo llevaron a una camilla.

Riley protestó de nuevo:

—Andrómeda, ¿qué me van a hacer?

—¡Le ordené que se estuviese callado!

Lo tendieron en la camilla y le aseguraron las piernas y los brazos con correas. Inmediatamente, le pusieron un casco en la cabeza con varios electrodos.

—Prueba de energía mental —dijo la mujer con el número 1.

Una de sus subordinadas trabajó en una computadora moviendo varias llaves.

Mark sintió una fuerte conmoción en el cerebro. Creyó que iba a perder el sentido.

—Prueba de energía física —dijo la número 1. Otra vez sintió Mark aquel estremecimiento.

Creyó que el cerebro le iba a reventar y perdió el conocimiento.

Cuando despertó, se encontró tendido sobre una piel de leopardo.

Era una habitación muy espaciosa, con una grata temperatura.

Mark ya no tenía aquel batín. Estaba vestido de otra forma, con unos cortos pantalones de un color gris plomo y una camisa de manga corta de un tejido artificial muy fino, anaranjado.

Se tocó el pecho. No le dolía ya.

Había una pantalla delante de él, que de pronto se encendió, y en ella vio a la pelirroja Andrómeda.

—¿Cómo está, señor Riley?

—Un poco aturdido.

La pelirroja estaba tras su mesa y ahora se levantó y vino hacia él, ocupando un primer plano en la pantalla.

—Señor Riley, su energía mental dio un índice de 99. Nuestros hombres tienen un índice de mentalidad 7.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Su índice de mentalidad es muy parecido al de nosotras. ¿Necesita que le diga que nuestros hombres tienen un gran retraso mental con respecto a nosotras?

—De acuerdo, Andrómeda. Esa fue mi prueba mental. ¿Qué hay de mi prueba física?

—Su prueba física fue decepcionante. Le faltaban tres días y doce horas para morir.

—¿Ustedes pueden saber eso?

—Nosotros sabemos exactamente cuándo va a morir una persona gracias a nuestras computadoras.

—¿Y a qué se iba a deber mi muerte?

—A una enfermedad estúpida. El cáncer —Mark guardó un silencio.

Andrómeda sonrió.

—Sí, señor Riley, usted sufría una enfermedad que para nosotros es una de las menos graves. Eso fue lo que le favoreció a usted y nos indujo a creer que no estaba mintiendo. Que procedía de una época en que el cáncer era el azote de la humanidad.

—¿Me curaron?

—¿No lo sabe usted?

—Me siento mucho más fuerte.

—Ello es debido a que sanó.

—¿Cómo lo hicieron?

—Usted no lo comprendería.

—Recuerde que mi índice de mentalidad es 99.

—Está bien, señor Riley. Aunque no tenga ningún sentido para usted, se lo diré. Fue sometido a radiaciones del Neutrón-42. Esas radiaciones atacan directamente los tejidos contaminados por el cáncer. A continuación, fue sometido a las radiaciones del Positrón-42, que regeneran esos tejidos. Eso fue todo.

—Debo darle las gracias.

—No me las dé. Sólo quisimos comprobar la veracidad de su historia.

—¿Ya está convencida?

—Sí, ya estoy convencida de que procede usted de otra época.

—Del siglo XX —repitió una vez más Mark.

—He hecho un estudio del siglo XX. Nuestro cerebro archivador electrónico me ha facilitado la información que necesitaba para conocer su época, señor Riley. La verdad es que la tenía olvidada. Es curioso, muy curioso, el mundo en que usted vivía.

—Quiero volver, Andrómeda.

—¿Adónde quiere volver?

—A mi época.

Andrómeda se echó a reír.

—Es usted absurdo, señor Riley.

—¿Por qué?

—Usted no puede volver.

—¿Que no puedo?

No me he expresado bien, señor Riley. No le consentiremos que vuelva.

CAPITULO VI

Tras escuchar aquellas palabras de Andrómeda, Mark Riley apretó los puños.

—Dígame, Andrómeda, ¿por qué no quiere que vuelva a mi época?

—Usted no puede contar nada de lo que ha visto aquí.

—He visto muy poco.

—Ha visto lo suficiente.

—Sólo un campo de maíz con mazorcas de varios kilos. Un perro unicornio. Un vehículo de pequeño tamaño que corre por tierra y vuela por el aire. Unas mujeres que usan pistola con un rayo exterminador.

—Siga, señor Riley. Ha visto algo más.

—Sé que ustedes provocan la lluvia artificial y que, gracias a ello, pueden irrigar cualquier clase de tierra, hasta las más improductivas. Que no les hace falta caminar porque son transportados en cintas a su lugar de trabajo o a su casa.

—Continúe.

—Que pueden curar el cáncer con radiaciones. Y ya acabé.

—Le falta decir lo más importante que vio, señor Riley.

—¿Qué cosa?

—Vio mujeres.

—Sí, he visto mujeres. Rubias, pelirrojas, morenas y hasta con el cabello verde.

—Pero no vio a ningún hombre.

—Sí, eso es verdad.

—¿Por qué cree que no vio a ningún hombre, señor Riley?

—Quizá porque ellos no necesitan trabajar, y son ustedes las que lo hacen.

Andrómeda lanzó una carcajada.

—Miente muy mal, señor Riley. Usted sabe por qué no vio a hombres. Éste es un mundo de mujeres. Sólo de mujeres, donde los hombres están desterrados en lugares inhóspitos. Y aquellos que logran escapar de esos lugares, son encerrados en las prisiones.

—Espere un momento, Andrómeda; ¿por qué hacen eso con los hombres?

—Por salvar nuestra revolución.

—¿Su revolución?

—Organizamos una revolución en el año 3027. Ése fue el año en que logramos nuestra libertad.

—¿Lograron su libertad? ¿Es que no eran libres?

—Sólo aparentemente. Pero no le voy a contar nada acerca de nuestra revolución, señor Riley. Es usted nuestro prisionero. Será sometido a juicio.

—¿Por qué voy a ser sometido a juicio?

—Usted es un hombre muy peligroso.

—Si soy peligroso, les conviene reenviarme a mi época.

—No hay nada que aconseje tal medida. Usted podría impedir la revolución femenina, que en su mundo tendrá lugar en el año 3027.

—Yo no puedo conseguir nada contra eso. Tengo veintiocho años y vivo en el año 1971. Sepa una cosa, Andrómeda. El término medio de vida en mi época es la de 75 años. Quiero decir que yo viviré todo lo más hasta el año 2000 ó 2030, y eso está a más de mil años de su maldita revolución. ¿Cómo podría yo impedirla?

—No correremos ningún riesgo.

—No se puede ir contra el tiempo, Andrómeda. Aunque yo pregonase en mi mundo lo que he visto, nunca podría variar las circunstancias. Además, en Nueva York, el lugar de donde procedo, me pondrían una camisa de fuerza y sería internado en una clínica de enfermos mentales.

—Guarde sus argumentos, señor Riley. Su juicio se celebrará dentro de una hora en el gran palacio del presidente de la república.

—¿Un hombre?

—No diga tonterías. Nuestro presidente es una mujer.

—¿Y cómo se llama?

—Venus, como todos los presidentes que hemos tenido. Comparecerá ante Venus XXIV, y ella será quien decida si será internado en el valle de las Cavernas, o simplemente convertido en cenizas.

Andrómeda dio media vuelta y se alejó hacia su mesa.

—¡Espere, Andrómeda!

Andrómeda no esperó. Pulsó un botón y su imagen desapareció de la pantalla, que quedó oscurecida. Mark apretó las sienes con la mano y cerró los ojos. Pero cuando los abrió se encontró en el mismo lugar que antes. No, no estaba soñando. El doctor Hollman y su sobrina Susie Garland lo habían enviado al año 5000 y estaba viviendo en el año 5000.

Una puerta se abrió. Aparecieron dos mujeres con metralleta, pero Mark dedujo que no serían como las que él había visto en su mundo, que disparaban balas, sino que lanzarían aquel rayo de la muerte.

Esta vez eran dos morenas.

—Prisionero, síganos —dijo una de ellas, que era enteramente gemela a la otra.

Se cubrían con aquellos pantaloncitos y las blusas que dejaban su estómago al aire y las botas, y poseían piernas muy esbeltas bien formadas, de muslo redondo.

Mark sacudió la cabeza en sentido afirmativo. Pasó entre ambas.

Fuera había otras dos mujeres de la misma talla, la misma figura y el mismo rostro que las dos primeras, y ellas le precedieron en el camino mientras las otras dos quedaban a sus espaldas.

No, no podía pensar en escapar.

Viajaron en un ascensor hasta una planta muy baja de la torre.

Entraron en una gran sala. En una pantalla estaban dando un espectáculo. Era como una película musical, un conjunto de mujeres, que podían llegar al centenar, evolucionaban sobre un lago, con esquíes acuáticos. Pero ellas no necesitaban ser transportadas por canoas, ya que los propios esquíes eran los propulsores y componían bellas y extrañas figuras, aunque la música no era muy melódica, ya que era de percusión, y parecía brotar de instrumentos desconocidos para Mark Riley.

En una mesa en forma de semicírculo había cinco mujeres. La del centro tenía una corona sobre su cabeza.

Todas sonreían contemplando el espectáculo de la pantalla. Ninguna de ellas parecía haberse percatado de la llegada del prisionero.

En un momento determinado, terminó el ballet acuático y la pantalla quedó oscurecida.

Entonces la mujer que tenía la corona sobre la cabeza se levantó y las otras cuatro la imitaron. Mark Riley vio por primera vez un rostro distinto a todos.

La mujer de la corona no se parecía a ninguna otra de las que había visto con anterioridad. Tenía el cabello como la plata, los ojos grandes, rasgados, azul celeste y la boca ancha, de labios gruesos, muy rojos. Se cubría con una túnica bordada en oro que ceñía sus formas espléndidas.

—Que se adelante el prisionero —ordenó.

Mark fue hacia la mesa sin necesidad de que sus guardianes se lo indicasen.

La mujer de la túnica cruzó los brazos bajo los senos y dijo:

—Soy Venus XXIV.

—La presidente de la república de las mujeres.

—No lo ha denominado bien.

—¿Qué es entonces?

—Presidente de la república femenina de la tierra.

—Mi enhorabuena.

—Hay cierto sarcasmo en su voz, señor Riley, y me imagino por qué. Considera que este puesto debe ser ostentado por un hombre. Según la ficha que me han transmitido, usted procede de una época prehistórica

—Venus XXIV apretó un botón de la mesa y se iluminó un trozo de ella. Tras observar la pequeña pantalla la apagó y miró otra vez a Riley—. Viene del año 1971.

—Sí, Venus. Pero nosotros no consideramos que sea una época prehistórica.

—Para nosotros todo es prehistoria antes del año 3027.

—El año de su gloriosa revolución femenina.

—¿Quién le informó?

—Andrómeda.

Venus XXIV apretó otro botón y habló con voz enérgica:

—Andrómeda, es condenada a treinta días de trabajos en las canteras por intromisión en las funciones del presidente.

Una voz le contestó:

—La condena empezará a cumplirse inmediatamente. Venus sonrió a Mark.

—Señor Riley, su ficha dice que tiene un alto grado de inteligencia. Aunque hemos reparado y corregido su dolencia física. Un cáncer... Dígame ahora, ¿con qué objeto fue enviado desde una época tan anterior a la nuestra?

—Sólo vine para que me curasen el cáncer.

—¿Espera que le crea?

—No, no espero que me crea, pero es la verdad. Sin embargo, existe una solución equitativa para ustedes y para mí. Quiero volver a mi época.

Hubo una pausa. Venus miró a las dos mujeres de la derecha y a las dos de la izquierda que presidían la mesa. Cada una de aquellas mujeres era una representante de las morenas, de las rubias, de las pelirrojas y de las mujeres de cabello verde.

Las cuatro levantaron la mano con el pulgar hacia abajo.

Mark Riley recordó aquel gesto. Era el que empleaban los romanos para decidir la vida o la muerte de un gladiador vencido en el circo.

Venus habló.

—Ha sido sentenciado, señor Riley.

—Y por lo que veo, a muerte.

—No.

—¿Cuál es entonces la sentencia?

—Ingresará inmediatamente en una prisión. Pero sólo permanecerá en ella hasta mañana.

—¿Y luego?

—Será transportado con otros reclusos al valle de las Cavernas.

—¿Por cuánto tiempo?

—Para siempre.

—Está cometiendo un error, Venus XXIV. Yo no pretendo acabar con su revolución. No es cosa mía. Yo no vivo en el año 5000. He sido trasladado a esta época gracias a un invento de uno de mis compatriotas, de un hombre de mi época. Le repito lo que le dije a Andrómeda. No tiene nada que temer de mí...

Venus extendió el brazo derecho señalando a Mark.

—Llévenselo a la prisión, y si ofrece resistencia, fulmínenlo.

Las cuatro mujeres morenas apuntaron a Mark con sus armas.

Mark tragó saliva.

—De acuerdo, Venus XXIV —dijo con rabia—. Aceptaré su sentencia.

—Caso fallado —dijo la hermosa rubia de cabello plateado—. Retiren al prisionero.

Mark se apartó de la mesa y emprendió el camino de la prisión con sus cuatro guardianes.

CAPITULO VII

La cárcel estaba en un sótano que rezumaba humedad por sus paredes, lejos de la torre principal, donde Mark había conocido a la presidente de la república femenina de la tierra.

Habían viajado en una de aquellas cintas hasta una construcción de tres pisos.

Mark observó los alrededores en el camino. Había una gran reja que rodeaba el edificio, y no tuvo duda de que la reja estaría conectada con cables de alta tensión, o quizá ya no empleasen la electricidad, sino la energía atómica.

Bajaron por una escalera y Mark oyó gritos y alaridos.

Las carceleras eran indistintamente morenas o rubias.

Mark fue introducido en un gabinete y lo colocaron ante una pantalla.

Una mujer con un uniforme gris acero movió unas llaves.

—Ficha completa —dijo al cabo de unos segundos. Se enfrentó con Mark.

—Señor Riley, tenemos todos sus datos. No puede ir a ninguna parte. Caería en nuestro poder en muy poco espacio de tiempo. Si intentase escapar, gracias a nuestra computadora de localización, seguiríamos su huida a través de una pantalla televisiva.

—¿Cómo se llama usted?

—Atlanta.

—¿Y cómo seguirían mi fuga, Atlanta?

—A través de sus ondas electromagnéticas, que han quedado archivadas. Si usted escapase, su ficha sería introducida en la computadora, y ella nos daría su imagen, donde quiera que usted se encontrase.

Mark apretó los dientes, rabioso. Aquellas mujeres habían inventado la forma más maravillosa de capturar a un fugitivo. Gracias a las ondas electromagnéticas, podían situarle segundo a segundo, donde quiera que fuese. ¿Cómo iba a poder escapar de allí?

—Celda número 4 —dijo Atlanta.

—Perdón, Atlanta —dijo una de las carceleras—. Es la sala de dementes.

—¡He dicho celda número 4!

—Como usted ordene.

Mark fue llevado por un corredor, cuyas puertas se fueron abriendo a su paso.

Vio la primera celda y se horrorizó al descubrir a los reclusos. Eran hombres, si es que se podían llamar así a aquellos seres que se encontraban tras de las rejas. Tenían larga cabellera y barba y se cubrían con pieles. La frente de todos era estrecha, el hocico saliente. Eran la viva imagen del hombre primitivo, antes de que adquiriese inteligencia, y todos emitían gruñidos y lo miraron con la misma curiosidad que lo mirarían los simples monos o gorilas.

—¿Quiénes son ésos?

Atlanta, que caminaba a su lado, le contestó

—Se escaparon del valle de las Cavernas.

—Seguramente porque no se divertirían demasiado.

—Guarde sus chistes, señor Riley. Son seres sin ninguna capacidad para razonar.

En la segunda celda había otra clase de hombres. Ya no tenían la frente tan estrecha, aunque seguían con su cabellera y barba, pero las facciones eran más correctas.

—¿Y ésos? —preguntó Mark.

—Proceden de los pantanos.

—Creí que en su tierra ya no había zonas pantanosas.

—Se producen filtraciones de agua debido a las lluvias artificiales. Esos hombres se dedican a la pesca. Todavía no saben construir canoas. Pescan con arpones que ellos mismos fabrican con cañas de bambú.

En la tercera celda los hombres ya no tenían el cabello tan largo, y algunos carecían de barba.

—Imagino que éstos ya saben hablar —dijo Riley.

—Sí, señor Riley, ya saben hablar, aunque usan un lenguaje muy primitivo.

—¿Y dónde viven?

—En las praderas.

—¿Qué praderas?

—¿Se acuerda de un lugar llamado Europa?

—Sí, he ido alguna vez por allí.

—¿Qué lugar visitó?

—París —Atlanta sonrió.

—Hubo una ciudad que se llamaba París.

—¿Y qué es ahora?

—Una selva. Todo lo que usted conoció con el nombre de Europa es una jungla, tal como estaba hace millones de años. Esos hombres que ve usted ahí proceden de esa jungla. Son los más avanzados entre los hombres. Tienen constancia de que en otros tiempos fueron superiores a nosotros, y, de vez en cuando, tratan de rebelarse, pero nosotras obramos con rapidez y acabamos con sus organizaciones revolucionarias.

Riley se detuvo ante aquella reja.

Los hombres se apelotonaron para verle mejor.

—¿Me entendéis? —dijo Riley.

Atlanta se echó a reír.

—Ande, señor Riley, hábleles.

—Gracias, haré uso de su amabilidad.

Los hombres que estaban encerrados seguían mirando a Mark con curiosidad.

—Oiganme todos —dijo Mark—, tienen una gran ventaja si se encuentran en una selva... La historia de la humanidad ha probado una y otra vez que es en las junglas donde se puede iniciar una guerra de Liberación. Pero lo importante es organizarse. Cien o doscientos hombres harán muy poco, una simple guerra de guerrillas. Hay que organizar un ejército y atacar puntos vulnerables del enemigo, apoderarse de sus armas para obtener las mismas ventajas que ellos.

Atlanta soltó una carcajada.

—Señor Riley, su discurso es muy hermoso, pero ellos no le pueden entender.

—¿Por qué no?

—¿Sabe cómo luchan contra nosotras?

—No lo puedo saber.

—Con lanzas, con arcos y flechas. Ésas son las poderosas armas con las que cuentan para enfrentarse a nuestro rayo exterminador.

Mark dio un paso hacia la reja.

—Hombres, ¿me entendéis?

Ninguno de los reclusos le contestó. Hacían gestos con la cabeza o se miraban unos a otros indicando que no entendían.

Atlanta seguía riendo su triunfo.

—No se canse, señor Riley. Ellos tienen un lenguaje muy primitivo. Nosotras nos hemos ocupado de que no puedan obtener ninguna educación. Hace algunos centenares de años empezaron a trasmitirse sus conocimientos. ¿Y sabe cómo lo hacen? En piedras. Graban y dibujan, y los padres legan esos documentos a sus hijos.

—¿Y las mujeres con las que estos hombres tienen sus hijos?

—Son tan primitivas como ellos.

—¿Y por qué no acaban con ellas y acabarían con la raza que ustedes odian tanto?

—Ha hecho una buena pregunta.

—Déme también una buena respuesta.

—No hemos podido acabar con el hombre. Ellos, a pesar de su corta inteligencia, no se resignan a desaparecer. Tienen mujeres y las guardan en lugares inaccesibles. Apenas las vemos... Las ciudades de Europa desaparecieron en una guerra atómica. Todo el continente fue afectado. Y de pronto, a consecuencia de las reacciones atómicas, al cabo de muchos siglos, la flora estalló incontenible. Crecieron los árboles y las plantas de una forma insospechada. No se le dio importancia a eso. Era una consecuencia de las radiaciones. Aquel continente fue abandonado a su suerte hasta que de pronto, nos dimos cuenta de que en él vivía también el hombre. Indudablemente, la población no se había exterminado cuando tuvo lugar aquella conmoción atómica. Algunos grupos humanos lograron salvarse y ellos continuaron la especie.

—Dígame, Atlanta, ¿qué parte de la tierra es ésta?

—Lo que usted conoció como América del Sur. Concretamente, el centro, donde estaban entonces las selvas de un país llamado Brasil.

—Había un río, el Amazonas.

—Sí, señor Riley. Amazonas.

—De modo que al fin la leyenda se convierte en realidad. Esto es Amazonia, tierra de mujeres.

—Todo el mundo es nuestro. No estamos sólo en el Brasil.

—Pero usted misma dice que en Europa hay otra clase de vida distinta a la de ustedes.

—Sí, una vida primitiva, como puede estar observando en los hombres que tenemos aquí encerrados. Y ya basta de explicaciones. Su celda es la número 4. Siga adelante.

Mark continuó su camino.

Los alaridos y los gritos fueron más audibles.

Por fin llegaron al lugar de donde procedían. De la celda número 4.

Los hombres que estaban allí eran parecidos a los de la tercera celda. Algunos estaban tendidos en la dura piedra. Otros saltaban o se movían como osos, bamboleándose de un lado a otro, sin detenerse en ningún momento.

Atlanta hizo chasquear los dedos. Una de las carceleras abrió la puerta. Instantáneamente, dos de los hombres encerrados, saltaron por el hueco.

—¡Fuego! —gritó Atlanta.

Las carceleras mandaron rayos con sus metralletas. Los dos hombres que habían escapado lanzaron chillidos al recibir en el cuerpo el rayo exterminador. Brotó de ellos una llamarada y, unos segundos después, estaban convertidos en cenizas.

Los demás reclusos se apartaron de la puerta, aterrorizados.

—Entre, señor Riley —ordenó Atlanta. Mark entró en su prisión.

CAPITULO VIII

Mark Riley pasó por entre aquellos hombres primitivos. Junto a las paredes había algunos jergones. Se sentó en el último, el que estaba en el fondo.

Atlanta y las guardianes se marcharon.

Los hombres que estaban allí y que pasaban por dementes, según había anunciado Atlanta, continuaban moviéndose, pero alguno de ellos lo miraba de reojo o bien fijamente.

Uno de ellos se dirigió hacia él.

—¡Fuera! —dijo.

—Soy tu amigo —le contestó Mark. El otro señaló el jergón.

—¡Mío...! ¡Fuera...! ¡Mío!

Riley sonrió. Aquellos hombres tenían ya arraigado el sentido de la propiedad y, por muy sarcástico que fuese, significaba el comienzo de una cierta cultura.

Una voz le llegó por la izquierda:

—Será mejor que no pelee con Brutus. Riley se extrañó.

Aquella frase representaba una continuidad en un pensamiento.

Miró al hombre que se había expresado así. Era alto, de cabello muy rubio. Como los demás, se cubría con pieles.

—Sí, amigo —dijo el rubio—, ha oído bien. Sé expresarme en la forma que usted. Vengo de América del Norte.

Mark se levantó tendiéndole la mano.

—Soy Mark Riley.

—Y yo Howard Marvin.

—¿Qué hace entre esta gente?

—Simulé un ataque de locura, y eso me libró del rayo exterminador. ¿De dónde es usted, Riley?

—Vengo del año 1971.

Marvin hizo un gesto de asombro y luego se echó a reír.

—¿Lo metieron aquí por contar buenos chistes?

—Estaba enfermo de cáncer. Según la presidente de esta república femenina, es una enfermedad estúpida en estos tiempos, pero en mi época no se conoce ningún remedio para curarlo. Fui enviado aquí por el doctor Douglas Hollman.

—¿Lo han creído?

—Sí.

—Entonces no tendré más remedio que creerlo yo.

—Gracias, Howard.

—¿Qué se proponen hacer con usted, Riley?

—Según parece, me van a confinar en el valle de las Cavernas.

—Mal asunto.

—¿Qué es el valle de las Cavernas?

—La prisión más terrible con que ellas cuentan. Los hombres son encadenados. Trabajan con grilletes, como hace miles de años, en las canteras, aunque también los trasladan por equipos para realizar obras públicas. Son vigilados constantemente por enormes pantallas de televisión. Algunos tratan de escapar, pero en seguida son convertidos en polvo.

—Es un bonito panorama.

—Siento que le hayan estropeado sus vacaciones.

—Sí, me curaron del cáncer, pero tengo la impresión de que voy a terminar mis días aquí.

—Entiendo a Venus XXIV. Ella teme que usted trate de evitar la revolución femenina que tuvo lugar en el año 3027.

—Pero eso es una contradicción. Yo nunca podría evitar la revolución porque pasó hace dos mil años.

—Hay otro motivo, Riley.

—¿Cuál es?

—Usted es un hombre culto, demasiado culto para ellas, y por tanto, representa un peligro.

Mark sonrió.

—¿Cómo lo representa usted, Howard?

—Sí.

—Explíqueme algo respecto a usted. ¿Cómo ha logrado subsistir con un índice de inteligencia muy superior a todos los hombres que he visto hasta ahora?

—¿Se acuerda de Los Angeles?

—¿Cómo no me voy a acordar? Soy piloto civil. Hace apenas dos semanas estuve en Los Angeles.

—Fue destruida también.

—De modo que será destruida —le corrigió Mark.

—Sí, en la gran guerra atómica del siglo XXI. Pero hubo una zona que no fue devastada.

—¿Cuál?

—El valle de la Muerte, en California. Allí había un laboratorio de estudios interplanetarios, y estaban bien preparados para cualquier catástrofe. Ellos sabían que el gran desastre atómico llegaría tarde o temprano. Aquellos hombres de ciencia tuvieron constancia de que podrían ser los únicos supervivientes, en el caso de que sobre la superficie del planeta hiciesen efecto las radiaciones de las explosiones atómicas. Así fue cómo se salvaron. También contaban con que no podrían salir a la superficie de la tierra en centenares de años. De modo que vivieron como topos... ¿Para qué extenderse más...? Yo soy uno de los descendientes de aquellas familias. Ahora somos unos cuantos miles. Teníamos un jefe, Robert Duncan... Habíamos creado máquinas poderosas, pero todavía no era el momento del ataque contra las revolucionarias, estas mujeres. Son crueles, despóticas, ambiciosas... Traté de convencer a Duncan para que no iniciase la ofensiva. Era necesario esperar un par de siglos, para que los de una próxima generación tuviesen más oportunidades de éxito... Duncan no quiso escucharme. Dio la orden de presentar batalla. No se dio cuenta de que estas mujeres llevan dos mil años dueñas de la tierra, y que han tenido tiempo para organizarse porque todo lo hacen con la frialdad de las máquinas. Fue la hecatombe para nosotros... Nuestras armas no se podían comparar con las de ellas. Nos derrotaron, Riley... Miles de los nuestros sucumbieron. Yo fui el único prisionero.

—¿Y cuántos quedaron en libertad?

—Un par de centenares que han vuelto a vivir como topos. Otra vez están en aquellas galerías y tienen que volver a empezar. Habrán de pasar, no dos siglos como yo había pronosticado, sino miles de años, para que pueda iniciarse una nueva guerra contra estas mujeres.

—Hay una cosa que me preocupa. No he visto a hombres, quiero decir a hombres que puedan relacionarse con esas mujeres. Sin embargo, es necesaria la unión de un hombre y una mujer para seguir procreando. Marvin se echó a reír.

—¿Ha visto a las rubias?

—Sí.

—¿Ha distinguido a una de otra?

—No.

—¿Ha visto a las pelirrojas?

—Sí, y tampoco he podido distinguir a unas de otras.

—¿No deduce por qué son iguales las que poseen el mismo tono de cabello?

—¿Quiere decir que...? —Mark quedó en suspenso—, ¿son fabricadas en serie?

—Exactamente, Riley. Son fabricadas en el laboratorio, en probetas. Tienen todos los ingredientes que necesitan. Lo han logrado gracias a la química.

—¡Pero eso es monstruoso!

—He estudiado la historia, Riley, y en su época, ya se hacían ensayos para lograr el ser humano en un tubo de cristal.

—Desgraciadamente fue así. Pero en mi época todavía las mujeres sentían amor por los hombres, incluidas las científicas que hacían esos experimentos para lograr la vida en una probeta.

—Estas mujeres no saben lo que es el amor.

—¿Está seguro, Howard?

—Claro que lo estoy.

—¿Cuánto tiempo lleva conviviendo con ellas?

—Dos meses.

—¿Y antes?

—Sólo las había visto en nuestras pantallas de localización.

De pronto se oyó el sonido de un gong.

—Es la hora de nuestra comida, Mark. ¿Olvidó su traje de etiqueta?

—¿Cree que me hará falta?

—No, la verdad es que no. Contemple y verá que sólo le hacen falta sus dos manos.

Se abrió un agujero en el techo y por allí hicieron bajar un gran caldero que iba sujeto por una cuerda. Aquellos hombres no esperaron que el caldero llegase hasta el suelo, se lanzaron sobre él como fieras. Mark vio asombrado cómo aquellos hombres primitivos agarraban lo que contenía el caldero con las dos manos, a zarpazos. Parecía una masa.

—¿Qué es eso? —preguntó Riley.

—Una mezcla de patatas y maíz con un poco de agua.

—¿Y qué hay para postre?

—Con eso termina el menú.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta la noche, que repiten el servicio.

—¿Y come usted eso?

—Y usted también lo comerá, Riley. Lo que ellos dejen.

—Yo paso.

—Podrá soportarlo como yo, tres, cuatro, cinco días, pero al final comerá. Con su permiso, voy a por mi ración.

—Póngase la servilleta.

Howard Marvin sonrió las palabras de Mark. Se fue al caldero, atrapó a uno de aquellos hombres por el hombro y lo hizo volverse. Entonces le conectó un derechazo en la mandíbula. De esa forma, logró un hueco cerca del caldero.

Mark Riley vio comer a Howard Marvin de aquella masa en el cuenco de la mano.

Poco después, Howard regresó al lado de Riley.

—Ya terminó el banquete.

Mark observó que los otros hombres se echaban a dormir en los camastros o en el suelo.

—Ahora dormirán un rato —dijo Marvin.

—Siempre viene bien una siesta después de una comida abundante.

Howard Marvin rió pegando una palmada en la espalda de Mark.

—Me gusta, Riley, y creo que quizá usted y yo podamos hacer algo.

—¿Por ejemplo?

—Escapar de este infierno.

CAPITULO IX

Mark Riley estaba pensativo. Le habían ocurrido muchas cosas desde que llegó al año 5000.

Sonrió imaginando lo que dirían sus contemporáneos si les contase su aventura. Naturalmente, entre ellos, no estaban incluidos el doctor Hollman y Susie.

Si él se pudiese presentar en Washington o en Londres, o en Moscú en la Sede del Gobierno de esos países y dijese:

—«Caballeros, vengo del año 5000. Todo lo que ustedes están haciendo actualmente en el año 1971, es contribuir a que estalle una revolución en el año 3027, y esta vez no serán hombres como ustedes quienes traten de obtener el mando. Serán las mujeres.»

No, nadie lo escucharía.

Tal idea fue como un campanillazo en su mente. Venus XXIV le había dicho que no lo reenviarían a su época por temor a que él impidiese aquella revolución que estaba por llegar. Pero tenía que haber otra razón. Venus XXIV, aparte de poseer aquellas cualidades a que se había referido Marvin, la ambición, la crueldad, el despotismo, debía poseer también una inteligencia privilegiada.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un golpe de gong y unas palabras que llegaron desde un altavoz:

—Prisionero Mark Riley, prepárese a salir de la celda.

Marvin, estaba durmiendo al lado de Riley, y despertó

—¿Qué es lo que han dicho?

—Que tengo que salir.

—¿Dónde? ¿Para qué?

—Imagino que me llevan al valle de las Cavernas.

—Maldita sea. Había contado con que le dejarían más tiempo conmigo para preparar la fuga.

—Lo siento.

—No puedo esperar. Escúcheme, Mark. Abrirán la puerta en un minuto. Lucharemos contra los guardianes.

—Es una locura. Ellas tienen armas. Con el rayo exterminador acabarán con nosotros en un abrir y cerrar de ojos.

En aquel momento se abrió la puerta enrejada. Otro de aquellos locos trató de escapar y salió por el hueco.

Al otro lado estaba Atlanta con dos mujeres guardianes. Una de éstas apretó el disparador de su metralleta.

El rayo de la muerte acabó con el desgraciado fugitivo, convirtiéndole en un montón de cenizas. Atlanta rió desde el hueco de la puerta.

—¿Hay alguien más que quiera intentarlo?

Los hombres primitivos habían quedado aterrorizados.

Marvin hizo una reverencia.

—Señorita Atlanta, ¿me concede este baile? Y se puso a bailar solo.

Atlanta borró la sonrisa de sus labios.

—Riley, estoy esperando.

Mark echó a andar, pero Marvin lo cogió por el camino enlazándolo por la cintura y bailó con él como si fuese su pareja. Mientras tanto, le habló al oído:

—Estoy loco, recuerde. Vamos hacia la salida.

—No lo haga, Marvin.

—Calle y siga adelante.

Fueron bailando hacia la puerta. Atlanta gritó:

—¡Marvin, suéltelo! —Howard no soltó a Riley. Ya estaban cruzando el hueco de la puerta.

—¡Fuego contra los dos! —ordenó Atlanta.

Mark vio que las dos mujeres guardianes se disponían a utilizar su metralleta.

Entonces obró con rapidez. Pegó un rodillazo en el estómago de Marvin haciéndole caer en el interior de la celda.

Las mujeres guardianes no dispararon.

Mark ya había salido y la puerta se cerró electrónicamente.

Mark Riley dio un suspiro de alivio cuando vio que Marvin no había sufrido demasiado daño. Se había sentado sobre las baldosas y se masajeaba el estómago. Lo apuntó con un dedo y dijo:

—No me gusta bailar con locos.

Atlanta habló con voz seca:

—Basta, Riley. Lo están esperando.

—¿Quién?

—Ya lo sabrá a su debido tiempo.

—¿Con misterios también, preciosa señorita?

—Cuidado con lo que dice.

—Era un requiebro.

—Entérese de una vez por todas, Riley. Un requiebro de un hombre a una mujer en nuestra república es una condena a muerte.

—Oh, perdón.

—No lo vuelva a repetir.

—Lo tendré muy en cuenta.

—Eche a andar y recuerde las instrucciones que se le han dado hasta ahora. No intente escapar o será muerto al instante.

—No se preocupe, Atlanta. Quiero seguir conociendo su maravillosa república.

Mark fue sacado de la prisión y, siempre custodiado por Atlanta y las dos mujeres guardianes, lo condujeron al edificio principal.

Llegaron ante una puerta, la cual se abrió también electrónicamente.

Mark oyó una música suave, muy distinta a la que había oído con anterioridad. Vio un gran salón con divanes y almohadones de brillantes colores.

—Entre ahí, Riley —ordenó Atlanta.

Mark entró y las puertas se cerraron a su espalda.

Estaba a solas.

Una voz le llegó desde el fondo.

—Acérquese.

Era la voz de Venus XXIV.

Mark se quedó asombrado al ver a Venus en una piscina, de la que sólo emergía la cabeza porque estaba cubierta por espuma color de rosa. Tenía el hermoso cabello platino recogido con una cinta.

—Acérquese más —dijo ella.

Mark dio unos pasos, llegando hasta el borde de la piscina.

Ella le sonrió.

—¿Qué es lo que le extraña?

—Que la presidente de la república me invite a contemplar su aseo personal.

—No es mi aseo personal, señor Riley.

—¿No?

—Es un baño para conservar mi juventud.

—Le falta agregar algo, Venus. Su belleza.

—Yo no soy bella. Yo soy como soy.

—Usted es bella, Venus.

—Cállese.

—Y también es hermosa.

Los ojos de la mujer fulguraron.

—¿No le han advertido que un hombre no puede decir eso que usted dice a una mujer?

—Sí, y también me advirtieron que el hombre que se atreve a faltar a esa ley es condenado a muerte —Venus sacó el brazo desnudo de entre la espuma rosácea.

—Yo puedo ordenar que lo maten ahora mismo.

Él la estaba mirando fijamente a los ojos.

—¿Y por qué no lo hace?

Ella entreabrió los labios.

Mark esperó oír la sentencia final. Pero lo que dijo Venus fue:

—Vuélvase de espaldas.

—¿Por qué?

—Voy a salir del baño.

—No sé por qué tengo que volverme de espaldas. Al fin y al cabo, usted no tiene belleza y yo no puedo admirarla.

—¿Qué?

—Oiga, Venus, ¿es que con el tiempo han perdido el oído?

—¡No se haga el gracioso!

—No pretendo hacérmelo.

—Entonces, no acabe con mi paciencia. Mark hizo una inclinación con la cabeza.

—A sus órdenes, emperatriz.

—¡No me llame emperatriz!

—Como usted quiera, presidente.

—¡Vuélvase ya!

Mark se volvió de espaldas.

Oyó un chapoteo cuando Venus salía de la piscina.

—Señora presidente, ¿puedo ayudarla en algo?

—No, gracias.

—Lo decía por si no puede secarse usted sola la espalda.

—Puedo perfectamente secarme la espalda, sin necesidad de que nadie me ayude... Ya puede mirarme —Mark se volvió.

Ella llevaba ahora también una túnica, de color azul brillante, que dejaba transparentar los hombros, el estómago y sus esbeltas piernas.

Mark la admiró de pies a cabeza.

—¿Qué es lo que mira con tanta atención, Riley?

—Me sorprende, señora presidente. No creí que notase cierta intención en la mirada de un hombre.

—Pues la noto porque mi cerebro es privilegiado.

—Tiene usted muchas cosas privilegiadas.

—Dígame una de ellas. Aparte de mi cerebro —Mark Riley recorrió la distancia que le separaba de ella. Tres metros. Quedaron muy juntos.

—Su boca, Venus. Esa es una de las cosas privilegiadas que tiene, además de su cerebro.

—¿Cómo lo sabe?

—No lo sé, pero lo voy a saber —dijo él y, enlazándola por la cintura, la atrajo hacia sí y la besó en los rojos labios.

CAPITULO X

Venus apartó su boca de la de Mark Riley. Tenía los ojos agrandados.

—¿Qué es lo que ha hecho, señor Riley?

—¿No sabe lo que es un beso?

—Claro que lo sé.

—¿Le dieron alguno?

—¡Jamás!

—Entonces, ¿cómo lo sabe?

—He visto películas en nuestro archivo. Películas del pasado. Un hombre y una mujer acercan su boca, la unen. Eso es un beso. Una estupidez.

—¿No ha sentido nada?

—¿Qué quería que sintiese?

—Bueno, quizá esté un poco bajo de forma —dijo Mark, y la volvió a besar, ahora con más fuerza que antes.

Venus no hizo ningún gesto para librarse de Mark. Fue él quien apartó sus labios de los de ella. Y lo hizo muy lentamente.

Dejó de abrazar a Venus y ella perdió el equilibrio y se tambaleó.

—¿Y ahora, Venus?

—¿Ahora qué?

—Le estoy preguntando si sintió algún efecto.

—Tampoco.

—Miente... Acabo de descubrir que ustedes todavía no han logrado anular su instinto.

—¿A qué se refiere?

—Al amor.

—¿Amor? Esa palabra no existe en nuestra república.

—Amor por un hombre.

—Los hombres son nuestros esclavos.

—Los necesitan.

—Los hombres son como animales.

—Ustedes han querido que sean unos animales. Pero no todos se encuentran en la misma situación. Hay algunos que son bastante inteligentes.

—De modo que ha estado hablando con alguno de esos hombres-topo que viven en América del Norte.

—Es posible.

—No son tan inteligentes como nosotros, y por eso los derrotamos.

—Los derrotaron porque las armas de ustedes son superiores a las de ellos. Pero yo no me refería al resultado de la guerra que han sostenido, sino a que esos hombres pueden competir con ustedes en lo que se refiere a inteligencia. Y si pueden competir en ese aspecto, también pueden sentir amor por ellos.

—El amor es una debilidad.

—No crea que está diciendo nada original. En todas las épocas ha habido seres humanos que han considerado el amor como una debilidad. Pero con eso nunca lograron terminar con el amor entre un hombre y una mujer.

—¡Esta vez acabamos con lo que usted llama amor!

—Usted sintió cierto interés por mí.

—Mi único interés es contemplar a un ejemplar de la especie humana que vivió hace más de tres mil años.

—Leo algo más en sus ojos.

—¿Qué es lo que lee?

—Está deseando que la bese otra vez.

—¿Qué?

—Cuando uní mi boca a la suya, sentí cómo su sangre corría más aprisa en las venas.

—¡Falso!

—Y también sentí su corazón aumentar el ritmo de los latidos.

—¡No es verdad!

Mark echó a andar hacia Venus y ésta retrocedió.

—¡No se acerque, Riley!

—¿Por qué me teme?

—¡No le temo!

—Entonces, estése quieta.

—¿Me está desafiando?

—Sí, la estoy desafiando a que me pruebe que su único interés por mí es el científico.

Ella quedó inmóvil.

—Muy bien. Se lo probaré.

Mark quedó de nuevo muy cerca de ella. Alargó una mano y acarició el hombro de Venus.

Sintió cómo ella se estremecía.

—Me está produciendo un escalofrío, señor Riley —dijo Venus—, pero no crea que es por algo que tenga que ver con el amor. Simplemente, se trata de un contacto de su superficie fría con mi superficie tibia.

—La entiendo, un puro accidente físico.

Mark le acarició la espalda y acercó sus labios a los de ella. Pero esta vez detuvo su boca muy cerca de la de Venus y habló con un susurro:

—Es una gran victoria la que ustedes han conseguido al desterrar el amor entre un hombre y una mujer. ¿Para qué es necesario si ustedes nacen de un tubo de ensayo? No necesitan para nada al hombre.

—Absolutamente para nada —dijo Venus con voz queda, pero impulsó su boca hacia la de Mark, buscándola con avidez.

Mark dejó que ella lo besase. Y las manos de Venus subieron y lo atraparon por el cuello, y los dedos femeninos le acariciaron la nuca.

El ataque fue súbito, y acabó también repentinamente.

Venus saltó hacia atrás, apartándose de Mark. Se retorció las manos contra el estómago.

—¿Qué es lo que he hecho...? ¿Qué ha pasado?

—El amor, señora presidente.

—¡No!

—Ha deseado besar a un hombre.

—¡No!

—Y lo ha besado.

—¡Cállese!

—No sabe cuánto me alegra que, después de todo, ustedes sean tan normales en ese aspecto como las mujeres de hace tres mil años.

Venus apretó los puños contra los redondeados muslos.

—¡Señor Riley, no diga una palabra más contra mí o acabaré con usted!

—Sería muy sencillo acabar conmigo. Un simple rayo exterminador y me convertiría en un montoncito de ceniza. No podría impedirlo, Venus XXIV. Ande, hágalo. Ordene mi desaparición, si con eso queda satisfecha.

Venus se dirigió hacia una mesa y pulsó un botón. Se abrió la puerta del fondo y apareció Atlanta con las dos mujeres guardianes.

—Atlanta, este hombre del siglo XXI ha recibido información acerca de las gentes que viven en América del Norte.

—Hay un loco en la misma celda donde Riley fue encerrado.

—Quiero ver a ese demente. Tráelo inmediatamente.

—Sus órdenes serán obedecidas.

Atlanta se marchó con los guardianes. Riley apretó los maxilares con rabia.

—Venus, ¿qué va a hacer con él?

—Estaba buscando información con respecto a la colonia subterránea.

—¿Para qué?

—Para destruirla —los ojos de Mark relampaguearon.

—Usted no puede hacer eso, Venus. No puede destruir a los hombres que están a su altura de inteligencia. Con los que ustedes pueden emparejarse.

—¡Habla de emparejamiento como si fuésemos animales!

—¿Se rebela al oír hablar de emparejamiento? Entonces, ¿debo decir que no puede destruir a esos hombres de los que ustedes pueden enamorarse?

—¡Son un peligro para nosotros! Y no porque vayamos a enamorarnos de ellos, sino porque es la única colonia terrestre en donde los hombres han logrado supervivir con una cultura. Han estado dos mil años esperando el momento para atacarnos, y ya lo hicieron. Pero los vencimos y no quiero que vuelva a ocurrir. He de acabar con esa colonia. La destruiré totalmente. No dejaré a uno de ellos vivo.

—Escúcheme, Venus, dense una oportunidad a sí mismas. Deben tener sus propios hijos. Los amarán.

—No sea estúpido. No nos interesa la maternidad.

—¿Otra debilidad? ¿Es eso, Venus? ¿Lo considera otra debilidad de la mujer...?

—Sí.

—¿Qué queda de ustedes?

—El cerebro y el corazón.

—¿Cerebro y corazón...? Oh, no, por cerebro tienen una computadora electrónica y por corazón un simple filtro de sangre... ¿Cuál es su goce, Venus? ¿Un baño de espuma rosácea para conservar su juventud? ¿Y para quién quiere conservar su juventud? ¿Para que la contemplen sus pelirrojas, sus rubias, sus morenas...?

—¡No siga adelante! ¡Ya habló demasiado, señor.

—¡Seguiré hablando hasta que me mande su maldito rayo! No puedo cambiar el curso de la historia volviendo a mi tiempo, pero puedo cambiarla a partir de ahora.

—¡Sólo es un fanfarrón! Viene del año 1971 y pretende darle lecciones a una mujer del año 5000. ¿No comprende lo absurdo de su pretensión? ¡Yo soy superior a usted en mentalidad!

—Es lo que usted cree. En épocas pasadas han existido siempre seres muy superiores a otros que viven centenares de años después. La inteligencia no se mide por la época en que uno viene a la vida... Usted poseerá conocimientos que yo no puedo tener, pero no por eso es más inteligente que yo. Y hay una prueba de que yo lo soy más que usted.

—¿Cuál?

—Mi amor por el prójimo.

—¡Váyase al infierno con su amor al prójimo! —Howard Marvin entró en la estancia custodiado por Atlanta y las dos guardianes.

—El cautivo de la colonia de América del Norte —anunció Atlanta.

Venus observó atentamente a Marvin.

—Prisionero —le dijo—, tú vas a hablar. Tú dirás dónde está tu colonia. Nos harás un plano de todas las galerías subterráneas.

Howard se echó a reír.

—No, cariño, yo no voy a decir nada.

—¡Ordenaré que te atormenten y hablarás!

CAPITULO XI

Howard Marvin miró fijamente a los ojos de Venus.

—Puede arrancarme la piel. Puede trocearme, pero no me sacará una sola palabra.

—Eso lo veremos.

Mark se puso entre Marvin y Venus.

—No quiero que se le atormente.

—¡No me importa lo que usted quiera! —gritó.

—Este hombre debe volver con los suyos.

—¿Cómo?

—Ha de reinar la paz. Ustedes necesitan a hombres como Howard Marvin.

—¡No los necesitamos absolutamente para nada! ¡Quítese de en medio, señor Riley!

—Venus, quiero que lo deje en libertad. Quiero que Howard Marvin vuelva con los suyos. Quiero que una comisión de ellos venga a hablar con usted. Que sea posible una vida pacífica entre ellos y ustedes. Que se destierre la violencia.

Atlanta rió.

—Señora presidente, este hombre está loco, y debo llevármelo a la celda de los dementes. Yo le daré allí el tratamiento que merece.

Mark se revolvió como una centella y le soltó una bofetada.

La jefe de las guardianes se derrumbó en el suelo mientras lanzaba un grito.

Las dos guardianes levantaron las metralletas y se dispusieron a disparar contra el hombre que se había atrevido a golpear a su jefe.

—¡Quietas! —ordenó Venus. Atlanta se levantó llena de furia.

—Señora presidente, con el debido respeto, exijo la vida de este hombre.

—¡No puedes exigir nada!

—¡Me ha golpeado! ¡Y usted ya conoce nuestra ley con respecto a los hombres! ¡Ojo por ojo y diente por diente!

—¡Cállate!

Atlanta fue a protestar de nuevo, pero la orden de Venus estaba llena de energía y guardó silencio.

—¡Usted, también va a ser castigado, señor Riley!

Los dos irán a la celda del tormento, aunque por distinta causa. Usted, señor Riley será azotado y, en cuanto a usted, Marvin, será atormentado hasta que hable. Esa es mi orden, Atlanta. ¡Cúmplela!

Howard Marvin estaba en el potro.

Sus miembros parecían ir a quebrarse de un momento a otro.

Todo su cuerpo estaba bañado en sudor.

Mark Riley tenía las manos sujetas con una argolla en la pared. Hasta ahora no habían empezado a azotarle. Estaba viendo cómo su amigo era atormentado. Atlanta acercó su rostro al de Marvin.

—¿Dónde está la colonia de los hombres-topo?

—No lo sé.

—¡Lo dirás!

Marvin le soltó un salivazo a la cara.

Atlanta soltó un rugido mientras retrocedía limpiándose con el dorso de la mano.

—¡Otra vuelta a la rueda!

Dos mujeres que estaban encargadas de aquella misión, dos morenas de espléndida hermosura, accionaron la maquinaria del potro. Las extremidades de Marvin se atirantaron más y la víctima se desmayó.

—¡No siga! —dijo Riley—. ¡Está sin conocimiento!

—Se cree muy listo, ¿eh? —dijo Atlanta—. Ha llegado su turno. Dadme un látigo. Yo seré quien lo azote. Una de las guardianes le dio el látigo.

Atlanta lo hizo restallar.

—¿Qué hizo usted con Venus, Riley?

—Nada.

—Debió de hacer algo con ella para que impidiese que mis subordinadas lo fulminasen con sus armas. Riley guardó silencio.

Atlanta lanzó la cola del látigo que restalló en las espaldas varoniles.

Mark sintió un agudo dolor.

—Quiero saber lo que pasó entre usted y Venus, señor Riley.

—Nos besamos.

—¿Qué?

—Nos besamos.

—Dirá que usted la besó a la fuerza.

—A ella también le gustó.

—¡Es falso...! ¡Está mintiendo!

—Pregúnteselo a ella.

Atlanta le descargó otro latigazo mucho más fuerte que antes.

—¡Ninguna de nosotras ha besado a un hombre, Riley!

—Eso es porque no han tenido oportunidad.

—¡Le voy a arrancar la piel!

—Puede hacerse varias petacas con ella. Tengo mucha.

—Yo le dejaré muy poca —dijo Atlanta y volvió a lanzar el látigo contra las espaldas de Riley.

En aquel momento se encendió una pantalla y en ella apareció Venus.

—¡Atlanta!

La aludida, que se disponía a seguir golpeando a Mark con el látigo, interrumpió el castigo.

—Mande, señora presidente.

—¿Qué dijo el prisionero Marvin?

—Nada. Se desmayó en el potro.

Mark volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de Venus en la pantalla. Ella dijo:

—Ya veo que el hombre del siglo XX ha recibido su castigo.

—Sólo fue el comienzo —dijo Atlanta—. Voy a seguir azotándole.

—Suspende el castigo.

—Con el debido respeto, quiero continuarlo.

—¡He dicho que lo suspendas hasta nueva orden!

—Sí, señora presidente.

Atlanta arrojó el látigo contra la pared.

—Vamos —ordenó a las guardianes.

Las tres salieron de la mazmorra cerrando la puerta. En la pantalla continuaba Venus.

Mark le sonrió.

—Gracias por intervenir en mi favor, Venus. Atlanta me odia mucho y me habría dejado convertido en un despojo.

—Me está obligando a tomar una determinación con respecto a ustedes.

—¿Qué clase de determinación?

—La definitiva.

—¿Se refiere a la muerte?

—Sí, señor Riley. Puedo acabar con usted de una vez por todas, pero le concederé una oportunidad.

—Es muy amable.

—Hable con Marvin. Convénzale para que nos diga dónde está situada su colonia.

Mark movió la cabeza en sentido negativo.

—No, Venus. No espere que traicione a Marvin.

—¡Tendrá que hacerlo si quiere volver a su época! —Mark parpadeó.

—Si consigo que Marvin les diga dónde está su colonia, ¿me devolverán a 1971?

—Sí.

—No está mal el premio de mi traición.

—Imagino que usted amará a alguien en la tierra.

Mark recordó a Paula Jones. Se iba a casar con ella hasta que supo que sufría del cáncer. Pero luego aquella imagen fue borrada y en su mente apareció otra, la de Susie Garland. No tuvo tiempo para preguntarse por qué. Venus habló de nuevo a través de la pantalla:

—Señor Riley, usted habrá sido el único ser humano que ha traspasado tres mil años de su época, y que volverá a vivir con los suyos. ¿No se da cuenta de la clase de experiencia que puede brindar a sus compatriotas?

—No traicionaré a Marvin.

—Le daré algún tiempo para pensarlo. Hasta esta noche.

—No hace falta que me dé ningún tiempo. Puede acabar conmigo ahora mismo.

—Sin embargo, le daré el plazo.

La imagen de Venus desapareció en la pantalla. Mark miró a Marvin, que estaba volviendo en sí.

—Howard.

—¿Qué, Riley? ¿Se fueron?

—Nos dejaron solos por un rato.

—Esas malditas saben cómo hacer daño.

—Están dispuestas a acabar con nosotros.

—¿Tuviste alguna duda de eso? —rió Marvin.

—Venus me acaba de dar una oportunidad. Yo debo sonsacarte la localización de tu colonia y ella me devolverá al año 1971.

—¿Y qué le has dicho tú?

—Si estuviese suelto, te rompería la boca por dudarlo.

Marvin rió otra vez.

—Sólo me faltaba eso. Que me rompiese la boca. Tengo ya rota hasta el alma. Tenía la esperanza de que nos enviasen al valle de las Cavernas. Allí podríamos haber hecho algo. Pero, tal como están las cosas, no creo que salgamos vivos de esta mazmorra. ¿Qué plazo te dio?

—Hasta la noche.

—Si pudiésemos librarnos de esto...

Mark miró la argolla a la que estaba sujeto. Dio un tirón fuerte, pero no consiguió nada. Luego apoyó uno de los pies en la pared y siguió tirando. Las venas de su cuello parecieron ir a estallar, y al fin se dio por vencido.

—Tengo que darte una mala noticia, Howard —dijo—. Tienes razón. Estamos los dos listos. No tenemos escape.

CAPITULO XII

En el laboratorio del doctor Hollman, en Glen Cove, estado del Maine, continuaba corriendo el año 1971. Susie Garland preguntó:

—Tío Douglas, ¿no puedes establecer contacto con Mark Riley?

—Lo he intentado muchas veces, pero no he recibido ninguna señal.

—¿Qué puede estar pasando?

—Desgraciadamente, no nos es posible saberlo.

—Desde que él se marchó, me estoy preguntando qué clase de mundo se ha encontrado.

—No tienes por qué preocuparte. Tienen que haberle curado del cáncer.

—¿Y si han visto un enemigo en él?

—¿Por qué habían de ver un enemigo en Mark? No llevaba ningún arma. En el año 5000 lo habrán visto como un ser completamente indefenso.

—Son suposiciones tuyas.

—Pero lógicas.

Susie hizo una pausa.

—Tío, quiero ir allí.

—¿Qué es lo que has dicho?

—Que quiero ir al año 5000 con Riley.

—No estás en tu sano juicio, Susie. No haré tal cosa contigo.

—¡Tienes que hacerlo, tío Douglas!

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Somos científicos, y hemos utilizado a Mark como él dijo. Como un conejillo de Indias.

—¡Estaba enfermo de cáncer! ¡No había ninguna salvación para él! ¡Le quedaban horas de vida!

—Le quedaban horas de vida, pero quizá ya esté muerto allí. Hemos hecho una docena de intentos por traerlo del año 5000 y hemos fracasado.

—Haremos uno más.

—No servirá.

—Lo intentaremos.

—Está bien, tío. Pero si fracasamos, me enviarás con Mark.

—¡No quiero oír hablar de eso! —se pusieron a trabajar.

Poco después, los dos tenían puestos los ojos en aquel tubo donde descansaba la camilla vacía.

—¿Potencia? —inquirió Douglas.

—2.600.

—Ondas magnéticas.

—Seis.

Douglas movió las llaves de la computadora. Susie anunció:

—Las ondas magnéticas aumentan a diez.

—Año.

—3500. Pero sigue subiendo. Ya está señalando el año 4000... Corrección de dos grados.

—Corrección hecha. ¿Año?

—4500. Nos acercamos al año 5000. ¡Disminuye ondas!

—¡No puedo!

—Nos hemos pasado, tío Douglas. Estamos en el año 6000. Baja ondas magnéticas.

—Lo estoy intentando.

—Empieza a funcionar. Año 5500... Transcurrió un minuto.

—Año 5000 —anunció Susie—. ¡Lo logramos! ¡Aumenta toda la presión!

—Eso estoy haciendo.

—¡Más presión, tío! ¡Más presión!

El zumbido que producía el tubo era ensordecedor. Ambos científicos estaban provistos de los auriculares para soportar aquel terrible estruendo.

La camilla empezó a vibrar, pero seguía estando vacía.

Douglas desconectó las llaves. Susie dejó colgar los brazos.

—Experimento fracasado.

—Lo siento, Susie.

Douglas se acercó a su sobrina y le puso el brazo por los hombros.

Tranquilízate. Haremos otro intento dentro de un par de horas, cuando las calderas de presión se hayan enfriado. Será mejor que demos un paseo.

—No, gracias.

—Como tú quieras. Iré un rato a pescar.

—Sí, tío.

Douglas salió del laboratorio.

Al quedar a solas, Susie se movió muy aprisa disponiendo todos los instrumentos para la operación de envío a través del tiempo.

Tenía que valerse del piloto automático, ya que no contaría con la colaboración de su tío Douglas.

Tuvo que hacer ciertas conexiones que le obligaron a trabajar durante dos horas, pero al fin lo tuvo todo dispuesto.

Trajo el piloto automático hasta la camilla y se tendió en ella. Finalmente, puso en funcionamiento el piloto automático. Era difícil que el experimento resultase, pero tenía que intentarlo, ya que su tío Douglas se había negado a enviarla con Mark Riley.

Se estremeció al pensar que el impulsor cerebral electrónico la pudiese enviar al año 3000 o al 8000, fuera de la órbita de tiempo en que Riley se encontraba. Ese fallo podría sobrevenir, pero correría todos los riesgos.

El piloto automático trasmitió las órdenes al impulsor electrónico y el mecanismo se puso en marcha. Entonces Susie se puso en la cabeza el casquete con los electrodos y empezó a sentir en su cuerpo las vibraciones.

Cerró los ojos y deseó con todas sus fuerzas que su experimento tuviese un feliz éxito.

Leyó en el piloto automático que la presión iba subiendo, igual que las ondas magnéticas.

La flecha de la esfera cronológica le señaló el tiempo. Había pasado del año 1971 al año 2000.

El piloto automático debía llevar la flecha cronológica al año 5000, pero no sabía si con ello conseguiría dar el gran salto en el tiempo.

Cerró los ojos porque las vibraciones eran terribles. Al cabo de un rato, cuando los volvió a abrir, observó que la saeta de la esfera cronológica señalaba el año 4000. ¡Mil años más y estaría en el tiempo marcado en el experimento!

De pronto vio que una bombilla, junto a la puerta se encendía. Significaba que su tío estaba de regreso. Si Douglas entraba en el laboratorio, interrumpiría el ensayo. Le bastaría con bajar una palanca para hacer una desconexión total del impulsor electrónico.

La flecha cronológica estaba llegando al año 5000. En aquel momento Douglas entró en el laboratorio y quedó desconcertado al ver lo que estaba pasando.

—¡Susie, no!

Susie no le podía contestar porque había perdido el habla. Estaba entrando en un gran sopor.

Douglas Hollman corrió hacia el cuadro de mandos para hacer la desconexión.

—¡No lo permitiré, Susie...! ¡No lo permitiré!

Se detuvo observando lo que estaba pasando en la camilla. Susie se estaba disolviendo, lo mismo que se había disuelto Mark Riley.

—¡Oh, no, Susie...! ¡Por favor, no!

Movió la mano hacia la palanca de desconexión, pero comprendió que, si ahora desconectaba el aparato, Susie podría quedar suspendida en el vacío, entre la época actual y cualquiera del futuro, y entonces arruinaría todas sus posibilidades de regresar.

Como un borracho se acercó hacia la camilla donde Susie se estaba disociando atómicamente.

—Susie. ¿Me puedes oír?

Él ignoraba si Susie le podría escuchar, porque no controlaba absolutamente todas las fases del experimento.

—Haré que vuelvas, Susie. Pero tienes que ayudarme. ¿Me oyes? Susie, recuerda las coordenadas. Son 74192. Esos son los números 74-192... El próximo ensayo para el regreso, lo haré sobre esas coordenadas, aunque haga reventar el maldito impulsor electrónico.

Susie había desaparecido de la camilla.

Douglas Hollman hizo la desconexión y el zumbido fue desapareciendo.

El laboratorio quedó sumergido en un silencio.

* * *

A través del tiempo, Susie viajaba como en una vorágine, por un largo pozo que daba vueltas y más vueltas.

Su mente estaba vacía.

Pero sintió un impacto, algo parecido a un choque contra algo blando.

Abrió los ojos.

¿Era un sueño? Se restregó los ojos al ver que se encontraba en un espacioso salón con divanes y almohadones. También había una piscina.

Oyó pasos por el fondo y corrió a esconderse tras un diván.

Oyó una voz:

—Siento decírselo, señora presidente, pero los prisioneros deben morir.

—Eso lo decidiré yo. Soy Venus XXIV, Atlanta. No lo olvides. He dado un plazo a Mark Riley para que sonsaque a Marvin la localización de la colonia y, si esta noche no me da la información que necesito, yo misma ordenaré la muerte de los dos.

Susie Garland sintió que el corazón le daba un vuelco. Mark Riley vivía, aunque estaba prisionero. Pero, ¿qué clase de mundo era aquél del año 5000?

CAPITULO XIII

Mark Riley preguntó:

—¿Cómo te encuentras, Howard?

—Un poco mejor. Ya me he acostumbrado a tener los brazos y las piernas largas.

Riley le había contado la clase de entrevista que había sostenido con Venus, y Marvin se había reído mucho cuando le habló de los besos que le había dado a la presidente de la república femenina de la tierra.

—Mark —dijo Marvin—, has vivido en una buena época.

—Todas tienen sus dificultades.

—Pero en la tuya, los hombres y las mujeres conviven.

—Cada vez se pueden soportar menos unos a otros. Día a día existe una mayor rivalidad entre el hombre y la mujer.

—Pero también existe el amor.

—Sí, aunque tal como van las cosas, sólo quedará el amor físico.

—¿Quieres decir que, con el tiempo, os pareceréis a los animales?

—Sí, Howard, lamentablemente es lo que está ocurriendo en mi época. La mujer empezó a abandonar su hogar donde había vivido por siglos.

—¿Para qué?

—Para trabajar y aportar más dinero al matrimonio. Para comprar más cosas. Y no nos damos cuenta de que muchos de esos objetos no son imprescindibles. Nosotros lo llamamos aumento de nivel de vida. Los hijos cada vez están más abandonados, más lejos de nosotros. Eso crea la desunión en las familias... Quizá sea el comienzo de la situación, hasta que llegue el año 3027, y se provoque la gran revolución de la mujer. Ellas se han sentido cada vez más ambiciosas. Han pregonado la igualdad con respecto a nosotros. Han luchado por conseguirla, y la lograron, pero no les bastó. No, Howard. No les bastará con ser iguales, querrán ser superiores.

—Estoy contigo, Mark. Caramba, entre los dos podríamos escribir una buena historia de la humanidad.

—Lo malo es que no nos van a dar tiempo para hacer ese trabajo.

En aquel momento oyeron que se abría la puerta de la mazmorra.

—Ahí están nuestras atormentadoras para acabar con nosotros —dijo Howard.

Mark volvió la cabeza y se quedó asombrado.

Había entrado una mujer, pero no era Atlanta ni ninguna de aquellas mujeres rubias o pelirrojas al servicio de Venus XXIV.

—¡Susie!

Sí, era ella, Susie Garland.

La joven corrió al lado de Riley.

—Oh, Mark, al fin te encuentro vivo.

—Pero, ¿qué haces aquí? ¿Por qué te envió tu tío?

—No fue él. Yo misma me envié.

—¡Estás loca!

—Tenía que hacerlo, Mark, y no me arrepiento.

—¡Te matarán como a nosotros!

Susie lo miró dulcemente a los ojos. Se puso de puntillas y lo besó en los labios. Cuando se apartó dijo: —No podía dejarte morir solo.

Oyeron la voz de Howard Marvin:

—Eh, pareja, ya os diréis las dulzuras más adelante —Susie lo miró.

—¿Quién es tu amigo, Mark?

—Howard Marvin, un tipo estupendo que vive bajo tierra...

—Y me mandarán ahora bajo tierra para pudrirme si tu amiguita no se da prisa en sacarnos de la mazmorra.

Susie libró a Mark de la argolla. Luego Riley corrió hacia el potro y libertó a Marvin. Este se levantó haciendo crujir sus huesos.

—Howard —dijo Mark—, te presento a Susie Garland, del año 1971.

Él le estrechó la mano.

—Señorita Garland, bienvenida al año 5000. La recordaré mientras viva, aunque sólo sean unos minutos.

—Espero que dure algo más, Howard —sonrió Susie.

—Están las cosas muy feas. Aquí hay una serie de mujeres que no son como usted. Ellas odian a los hombres. Ya lo ve, usted vino por Mark. ¿Por qué? Porque está enamorada de él.

Susie se ruborizó y Mark dijo:

—Eres un charlatán, Howard.

—Un charlatán que dice la verdad.

—Lo que quiero decirte es que, si seguimos hablando, nos van a atrapar de nuevo.

Susie intervino.

—Mark, tío Douglas intentará volvernos al año 1971. Trabajará con dos coordenadas la 74-192.

—Olvídate de eso ahora.

—¿Olvidarlo?

—Tenemos que ayudar a Howard.

El aludido dio un manotazo en el aire.

—Sólo quiero una cosa. Dejarme caer por el hermoso palacio de Venus XXIV y cortarle el cuello.

—Con eso no adelantarás nada.

—¿Y qué quieres conseguir tú?

—Que se permita vivir en paz a los de la colonia de Los Angeles.

—Eso no lo lograrás con estas mujeres ni en un millón de años.

—Valdrá la pena intentarlo.

—Oye, muchacho. Me eres simpático y también me es simpática Susie. Pero habéis hecho un mal viaje, y ahora os toca regresar.

—Yo diré cuándo regresaremos. Nuestra meta es el palacio de Venus.

—¿Y cómo llegaremos al palacio?

En aquel instante oyeron ruido junto a la puerta.

Mark cogió a Susie de la mano y echó a correr hacia la pared. Howard los siguió.

La puerta se abrió y Atlanta entró con las dos guardianes que portaban las metralletas.

Mark y Howard saltaron sobre las mujeres armadas.

Atlanta, al ver atacadas a sus subordinadas por los prisioneros, corrió hacia un cuadro de mandos, pero Susie le hizo la zancadilla derrumbándola en el suelo.

Mark conectó un puñetazo en la cara de su enemiga y la hizo caer. Inmediatamente le arrebató la metralleta.

Howard hizo lo propio con su enemiga y le quitó el arma.

Atlanta se puso en pie llena de furia. Mark le apuntó con la metralleta.

—Atlanta, han cambiado los papeles —los ojos de Atlanta relampaguearon furiosos.

—No por mucho tiempo.

—Eso lo vamos a decidir Howard y yo.

—Arrojad las armas.

—Eres una estúpida. ¿Crees que hemos luchado por nuestra libertad para entregarnos de nuevo?

Atlanta miró a Susie.

—¿Quién es ella, Riley?

—Una amiga mía que vino a salvarme —Atlanta habló a Susie:

—Eres una mujer y has ayudado a un hombre.

—Sí, le he ayudado.

—¿Por qué?

—Porque lo amo.

—Eres despreciable por decir eso. Mark interrumpió aquel diálogo.

—Atlanta, queremos ir al palacio de Venus. Vendrás con nosotros.

—¿Por qué he de ir con vosotros? Ya sabéis el camino.

—Te utilizaremos como rehén.

—No vais a adelantar nada.

—Eso dependerá de nosotros... ¡Vamos! Atlanta salió con Mark, Howard y Susie. Marvin Howard cerró la mazmorra.

En el corredor otras dos guardianes levantaron las armas.

Mark les advirtió.

—Cuidado, tenemos a Atlanta con nosotros y la fulminaremos.

Atlanta gritó.

—¡Obedecedle! ¡No disparéis! ¡Paso libre! Mark sonrió.

—Así me gusta, Atlanta. Que le tengas apego a la vida.

Howard ordenó:

—Muchachas, arrojad las metralletas por el agujero que hay a la izquierda.

—Era un respiradero.

Las morenas se habían quedado indecisas ante aquella orden.

—Arrojad las armas —dijo Atlanta.

Las guardianes dejaron caer las armas por el respiradero.

Howard abrió una puerta que había a la derecha.

—Adentro, muchachas.

Esta vez las dos jóvenes morenas no necesitaron que Atlanta las indujese a obedecer. Ellas mismas se metieron en la habitación y Howard cerró la puerta y pasó un cerrojo.

—El camino está libre —dijo Mark.

—Vamos a entrevistarnos con nuestra hermosa mujer de cabello rubio plateado.

Susie protestó.

—No me gusta que la llames así —y lo remedó—. La hermosa mujer de cabello plateado.

Howard se echó a reír.

—Qué suerte tienes, Mark. Una mujer, una auténtica mujer celosa. Ya tengo ganas de encontrarme con una que se pirre por mí de esa forma.

CAPITULO XIV

Venus XXIV estaba tendida en un diván escuchando música.

La puerta se abrió de golpe y una guardiana entró dando trompicones.

Venus gritó.

—¿Qué significa esto?

Pero se quedó perpleja al ver entrar tras la centinela a los prisioneros que creía en la mazmorra. Con ellos venía Atlanta y una joven a quien no conocía.

—¿Qué ha pasado, Atlanta?

Mark y Howard levantaron sus armas.

—Ahora somos nosotros los dueños de la situación —dijo Mark.

Atlanta señaló despreciativamente a Susie.

—Ella también pertenece al mismo mundo que Riley. Vino para salvarle porque está enamorada de él.

Los ojos de Venus miraron con curiosidad a Susie.

—¿Tú quieres a ese hombre?

—Sí.

Susie comprendió ahora por qué Mark había llamado hermosa a Venus. Era realmente impresionante como mujer.

Venus se acercó a Susie.

—¿Cuánto tiempo necesitaste para amar a este hombre?

—Muy poco.

—¿Qué pretendes de él?

—Que me ame como yo lo amo a él.

—¿Para qué?

—Para vivir juntos. Para tener hijos y ser felices con ellos. Para luchar por la vida.

—¿Luchar por la vida...?

—No me refiero a guerrear, a pelear con las armas en la mano, Venus. La vida es una lucha porque hemos de hacer frente a las enfermedades y a nuestras necesidades. Y el hombre y la mujer deben estar unidos, tanto en la felicidad como en la desgracia, porque sólo en su unión encuentran la fortaleza que necesitan.

Venus levantó la barbilla.

—Parece bonito lo que dices. Atlanta rugió.

—¡No es bonito! ¡Es horrendo!

—Cállate, Atlanta...

Venus dio unos pasos hacia el fondo de la estancia, pero luego se volvió y se detuvo mirando a Howard Marvin.

—¿Tienes mujer?

—No.

—¿No encontraste entre las tuyas ninguna a la que amar?

—Todavía no.

—¿Por qué no?

—Porque me gustó una fuera de mi colonia.

—¿Quién?

—Tú.

Venus hizo un gesto de asombro.

—¿Yo?

—Sí, tú. Aunque hace un momento venía con la intención de cortarte el pescuezo...

—¿Y por qué te fijaste en mí?

—Si yo te contase...

—Cuéntalo.

—Me he pasado mucho tiempo viéndote en nuestras pantallas de localización. Me gustabas.

Venus se tocó la boca y miró a Mark porque él era quien la había besado.

—Ven aquí, Howard —Marvin se acercó a ella.

—Baja tu arma, Howard. No la necesitas.

Marvin dejó el arma en un almohadón y entonces Venus cerró los ojos.

—Bésame, Howard.

Marvin se acercó a ella, pero no la besó. Venus abrió los ojos.

—Te he ordenado que me beses.

—No quiero que sea una orden.

—¿Qué?

—Debes decir: «Bésame, Howard, por favor» —Venus cerró los puños y los levantó para golpear la cara de Howard, pero éste la sujetó por la muñeca y la enlazó por la cintura.

—No, Venus. No me puedes pegar. El amor es otra cosa —y entonces Howard la besó.

Atlanta se arrojó sobre la metralleta que Howard había dejado en el almohadón aprovechando que todos estaban distraídos.

—¡Muere por traidora, Venus!

Fue a disparar, pero Mark disparó antes.

Atlanta soltó un aullido mientras se convertía en ceniza.

Venus y Howard se habían separado.

La hermosa mujer de cabello plateado respiraba agitadamente.

—Howard —dijo—, firmaremos la paz. Tu pueblo podrá vivir con nosotros. Creo que Mark tenía razón. Podemos cambiar nuestra forma de vida porque la nuestra es muy aburrida sin vosotros, los hombres. Y estoy segura de que mis súbditas lo comprenderán también. Susie sonrió a Riley.

—Mark, ¿no crees que debemos volver ya? —Él la abarcó por la cintura.

—Sí, Susie. Ya podemos volver —Susie dio un suspiro.

—Si es que tío Douglas puede conseguirlo —Howard protestó:

—Eh, un momento, muchachos. ¿Por qué infiernos os tenéis que marchar? ¿Es que no habéis oído? La vida en el año 5000 va a cambiar. Existirá el amor entre los hombres y las mujeres, y ellas tendrán hijos, como siempre los tuvieron las mujeres.

Mark le puso una mano en el hombro.

—Cada hombre o cada mujer pertenece a su época... Y debe vivir en ella.

—Sí, Mark, te comprendo, pero te voy a echar de menos.

—Yo también te echaré de menos a ti.

Venus alargó la mano a Mark y éste se la estrechó.

—Adiós, Riley.

—Buena suerte, Venus XXIV —Venus miró a Susie.

—Te llevas un gran hombre.

Susie le sonrió señalando a Howard Marvin.

—Estoy segura de que tú también te llevas a otro estupendo.

Venus cogió la mano de Howard Marvin.

—Por primera vez en muchos siglos, una de nuestras mujeres tendrá descendencia de varón. Pero creo que valdrá la pena.

Howard exclamó.

—Eh, Mark, ¿por qué no viniste antes? —éste encogió los hombros.

Susie sacó del bolsillo un aparato electrónico.

—Ponte a mi lado, Mark. Voy a situar las coordenadas.

La joven puso en funcionamiento el aparato electrónico.

—No puedo, Mark.

—¿Qué pasa?

—No puedo establecer las coordenadas que Douglas me dijo.

Venus sonrió.

—Es culpa nuestra. Estamos demasiado cerca de vosotros. Tanto Howard como yo producimos un campo electromagnético. Bastará con que nos alejemos unos metros para que cese nuestra influencia.

Ella y Howard, siempre cogidos de la mano, retrocedieron.

Susie exclamó:

—¡Ahora! ¡Ya lo estoy consiguiendo! ¡Tenía razón, Venus...! ¡Sujétame fuerte, Mark! ¡Estamos en las coordenadas 74-192!

En la habitación se produjo un zumbido.

Al fondo Venus y Howard levantaron la mano a manera de despedida.

Susie y Mark se disolvieron.

* * *

Douglas Hollman estaba aumentando la presión y las ondas magnéticas del impulsor electrónico.

La camilla seguía vacía.

El zumbido del tubo era ensordecedor.

No, no resultaría el experimento. Susie nunca volvería. Y tampoco Mark Riley regresaría del año 5000. Tendría que abandonar el experimento.

Se dirigió hacia el cuadro de mandos para bajar la palanca que interrumpía las conexiones.

De pronto creyó observar algo en la camilla. ¡Se estaban produciendo vibraciones! Corrió hacia aquel lugar al ver cómo iban apareciendo poco a poco dos cuerpos! ¡Eran Susie y Mark!

Los dos jóvenes fueron adquiriendo su justo volumen.

El zumbido del aparato fue descendiendo.

Entonces Douglas se apresuró a desconectar el impulsor.

Susie y Mark abrieron los ojos y se incorporaron en la camilla.

—Hola, tío.

—¡Lo conseguisteis, muchachos! ¡Lo conseguisteis! —Susie y Mark se miraron.

—Y él está curado del cáncer, tío. Y vivirá muchos años.

—¿Quién lo curó? ¿Quién? —preguntó Hollman con ansiedad.

Mark contestó:

—Una hermosa mujer de cabello rubio platino llamada Venus, y que vivirá en el año 5000.

—Eso tú y yo no lo veremos —repuso Susie y echándole los brazos al cuello unió su boca a la de él.

 

 

 

FIN

 

 

 

                                                                                       © Javier De Lucas