POR QUÉ NO SOY DE IZQUIERDAS

 

En primer lugar,

no soy de izquierdas porque amo la libertad. Ese amor por la libertad forma parte de mi carácter por diversas razones. Entre ellas se encuentran  la pasión por escribir libremente o el deseo de analizar, interpretar y describir sin cortapisas el mundo que me rodea. Para todas y cada una de esas facetas esenciales de mi vida necesito la libertad, y lo cierto es que desde la libertad no puedo dejar de contemplar que los grandes proyectos totalitarios  han sido siempre socialistas. No se trata únicamente de que el primer Estado totalitario de la Historia fuera levantado por los bolcheviques, sino de que el mismo fascismo fue un proyecto socialista.

Durante los años veinte, los estados más intervencionistas económicamente hablando fueron la URSS de Stalin y la Italia fascista de Mussolini, y por eso nunca me resultó sorprendente que el liberal Hayek señalara que el nacional-socialismo alemán, lejos de ser derechista, era tan sólo otro modelo socialista que se parecía enormemente al soviético. El propio Mussolini lo dejó claro ya en los años veinte cuando señaló que el fascismo sólo era un socialismo nacionalista. Si la gente tuviera unos mínimos conocimientos de Historia, se percataría de hasta qué punto las políticas socialistas y socialdemócratas de la posguerra son tributarias del fascismo italiano y hasta qué punto no pocos de los supuestos proyectos progres de ZP fueron antecedidos por medidas legales impulsadas por el propio Hitler. En todos y cada uno de los casos, la izquierda ha pretendido siempre tutelar y dirigir la vida de los demás desde el nacimiento —¡y antes!— hasta la tumba. Sin duda, la perspectiva resulta atrayente para muchos. Para mí, es inquietante.

En segundo lugar, no soy de izquierdas porque creo en la importancia del individuo. Cuesta trabajo aceptar ese punto de vista cuando se ha crecido en un mundo donde se alimenta de manera masiva la creencia en nuestra dependencia del colectivo. A lo largo de su Historia, los españoles han tenido la desgracia de ver negada su individualidad por la pertenencia a una casta concreta, a la única iglesia verdadera, a la región e incluso a la familia que, no pocas veces, se definía más como un ente opresivo y no que como la entidad natural que debe ser.  Personalmente, estoy convencido de que el sujeto de derechos es el ser humano como individuo y no la raza, el sexo, la tribu o las circunstancias médicas. A decir verdad, la Historia ha mostrado una y otra vez que los derechos individuales son los mimbres de la libertad y que cuando se cercenan —como sucede en el caso de la izquierda— la libertad se ve peligrosamente amenazada, si es que no acaba por desaparecer. Por más que se empeñen en convencerme de lo contrario, en términos generales creo que el individuo sabe dar mejor uso a su dinero que el burócrata que decide quitárselo para utilizarlo en bien de sus fines; creo que el individuo sabe educar mejor a sus hijos que el burócrata que decide adoctrinarlos, y creo que el individuo gusta más de la libertad de lo que el burócrata está dispuesto a concederle. Lamentablemente, la izquierda está convencida de que sabe mejor que nosotros cómo debemos gastar nuestro dinero, cómo debemos educar a nuestros hijos e incluso cómo debemos emplear nuestro tiempo libre, y a mí esa vocación liberticida de la izquierda me resulta totalmente intolerable.

En tercer lugar, no soy de izquierdas porque creo en la justicia. Me consta que, históricamente, la izquierda ha captado a no pocos de sus fieles predicando la necesidad de justicia. Incluso estoy dispuesto a reconocer que, en ocasiones, lo que ha señalado como injusto efectivamente lo era. Sin embargo, por regla general, no ha pasado de representar el papel de falso profeta. Pocas ideologías existen, al fin y a la postre, que sean más injustas que las vinculadas a la izquierda. De entrada, la justicia, por definición, debe dar a cada uno lo suyo y además debe comportarse con todos de manera igual e imparcial, es decir, debe actuar de forma diametralmente opuesta a como lo ha hecho la izquierda a lo largo de la Historia. A decir verdad, la izquierda siempre ha creído en una justicia que trate a los seres humanos de modo desigual apelando a artificios como la justicia de clase o la discriminación positiva. En un ejemplo de dislate jurídico, el Tribunal Constitucional ha regresado al código babilónico de Hammurabi, que también consideraba que las penas no podían ser iguales para todos los seres humanos sino que debían ser distintas de acuerdo con su condición. Semejante dislate resulta muy peligroso en términos jurídicos. Sigamos por ese camino y acabaremos desembocando en la caverna mientras escuchamos cómo se entonan las cursis melodías de la dictadura de lo políticamente correcto. Por si esto —que ya de por sí es muy grave— fuera poco, la izquierda tampoco ha dado históricamente a cada uno lo suyo. Por el contrario, se ha dedicado a despojar —el término es del propio Marx— a unos para dárselo a otros. Por citar solo un ejemplo, la izquierda no ha dudado lo más mínimo en poner en peligro el sistema de cobertura social para extenderlo a personas que se encontraban ilegalmente en España. En otras palabras, ¡los que costean el sistema se ven privados de sus beneficios para provecho de gente que viola la ley! Resulta obligado reconocer que se trata de una manera muy peculiar de ejecutar justicia.

Por supuesto, me consta que semejantes realidades quedan no pocas veces opacadas por los prejuicios ideológicos o por la acción de la propaganda de décadas, esa propaganda cuajada de imágenes de campesinos famélicos que reciben las tierras de los latifundistas o de inquilinos sin techo que se quedan con los pisos de los propietarios. Semejantes imágenes pretenden legitimar circunstancias ya de por sí discutibles siquiera porque no se termina de ver la justicia de que se prive del fruto de su trabajo —unos pisos o unas tierras— a un ciudadano para dárselo a otros. Pero, por si eso fuera poco, para colmo, realmente, la izquierda que ha alcanzado el poder tampoco ha actuado tan generosamente nunca. En realidad, se ha limitado, en las "dictaduras del proletariado", a robar a unos para colocar el fruto del expolio bajo el control de un régimen que actuaba, supuestamente, en beneficio del pueblo.

En Rusia nunca se repartieron latifundios entre los campesinos. Por el contrario, los bolcheviques se apoderaron de la tierra, ligaron a ella a los agricultores con una dureza más cruel que la de los zares y, acto seguido, gracias a la incompetencia socialista en la gestión de la economía, causaron la muerte por hambre de millones de personas, algo desconocido con anterioridad por la izquierda. Ahora es más sutil. Por ejemplo, el contribuyente de las clases medias se ve aplastado por los impuestos para que una serie de clientelas, desde los titiriteros progres a los liberados sindicales, pasando por los más diversos e inútiles contratados en empresas públicas totalmente prescindibles, cobren sustanciosos emolumentos pagados con esos mismos impuestos. Se despoja a los trabajadores y, de manera especial, a los sectores más productivos y creativos de las clases medias para enriquecer al régimen y a sus paniaguados. Al menos en Occidente, no existe el Gulag soviético ni el Lao Gai chino, aunque resulta innegable que sí se perpetra una injusticia mantenida de forma sistemática y despiadada.

En cuarto lugar, no soy de izquierdas porque creo en el valor del esfuerzo personal y en la excelencia. Lejos de sentirme satisfecho con el mundo en el que vivo, estoy convencido de que muchas cosas han de cambiar, pero para que puedan cambiar a mejor, nosotros hemos de ser mejores, es decir, exactamente lo contrario de lo propugnado por la izquierda. En su afán por controlar nuestra vida desde el seno materno hasta después de la muerte, la izquierda se halla encadenada a la idea de crear un sistema igualitarista —que no afecte, por supuesto, a los miembros del régimen— en el que siempre se empieza y se termina igualando por abajo. Uno de los terrenos donde se percibe con más claridad semejante perversión es el educativo. Como sabemos no pocos por experiencia, el recibir una educación de calidad o, al menos, de cierto nivel constituye el único camino que permite a los hijos de familias humildes salir de su estrato social y progresar. No es sorprendente, por otro lado, que gente que procede de familias acomodadas —burguesas, en el peor sentido del término— haya terminado recalando en la izquierda porque ellos no tuvieron que enfrentarse con la dureza de la vida para salir adelante.

La izquierda, con su empeño en conformar la educación, no de acuerdo con criterios de excelencia sino de igualitarismo, ha cegado el camino de la promoción social a cientos de miles de niños y jóvenes procedentes de sectores de la sociedad en beneficio de otros, para que hasta el más tonto, el más vago y el más antisocial pueda recibir un título. No siempre se consigue esta última meta, pero, por regla general, sí se logra apartar a no pocos de los mejores del camino hacia el éxito. Por supuesto, los miembros del Sistema —los que han creado ese sistema que odia y persigue por definición la excelencia— no son tan estúpidos como para convertir a sus hijos y allegados en víctimas de sus acciones. Recuérdese que en España los ministros socialistas no han llevado jamás a sus hijos a los centros públicos que sufren las consecuencias de sus actos sino a elitistas centros privados, no pocas veces los mismos en que ellos estudiaron. Téngase también en cuenta que los vástagos de nacionalistas catalanes y vascos no sufren las clases de los centros donde está impuesta la inmersión lingüística sino que reciben su educación también en español. De nuevo, la igualdad y la justicia son trituradas por el igualitarismo de la izquierda, igualitarismo que  no sufre jamás el Sistema.

En quinto lugar, no soy de izquierdas porque creo en la inteligencia y en la belleza. A pesar de que la propaganda insiste en lo contrario, la izquierda ha demostrado una pasmosa incapacidad para crear algo bello y, a la vez, inteligente a lo largo de su dilatada Historia. Cuando ha sido inteligente, no ha logrado sobrepasar la categoría de agitación y propaganda y la belleza, por regla general, ha brillado por su ausencia… a menos que consideremos bella una composición tan cursi y tonta como esa que dice aquello de «el sable del coronel. Cierra la muralla». Todo eso por no hablar del dinero de nuestros impuestos gastado a raudales en gente de la farándula de la más dudosa calidad artística. El hecho de que Miguel Ángel, Cervantes, Beethoven, Verdi, Wagner o Shakespeare salieran adelante —y lograran crear obras geniales— sin pertenecer a la izquierda ni cobrar subvenciones debería llevarnos a reflexionar. Da para pensar y mucho el hecho de que la izquierda, a pesar del dinero de los demás que ha gastado en el intento y a pesar de su supuesta superioridad moral, no haya tenido un Bach, un Goethe o un Velázquez sino, como mucho, algunos compañeros de viaje cuyo mérito artístico se ha hinchado por razones políticas hasta límites que causan sonrojo. Sin embargo, no resulta tan extraño que se haya llegado a eso: cuando se odia la excelencia y se prefiere el sectarismo sumiso, el resultado no puede ser otro.

En sexto lugar, no soy de izquierdas porque, en la práctica, carece de un mensaje que vaya más allá de perpetrar la opresión de los demás. Por más que se esfuerce en presentarse como un frente de progreso, la verdad es que la Historia ha derrotado en toda línea a la izquierda. Dejó de manifiesto con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS que el socialismo real había sido una cruenta pesadilla más que un sueño dorado y los jirones que aún persisten de ese sistema —Cuba, Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte, etc.— constituyen muestras patéticas de tiranías sanguinarias y agónicas. Por si fuera poco, la misma socialdemocracia —sin duda, la versión más aceptable y civilizada de la izquierda— ha demostrado su fracaso a la hora de solucionar problemas y, por el contrario, ha dejado de manifiesto que sus efectos perversos son múltiples y dañinos. No deja de ser revelador que cuando esa socialdemocracia ha sido inteligente —es el caso en Gran Bretaña, Suecia o Alemania—, resultaba en ocasiones perniciosa para los ciudadanos. Subrayo lo de «cuando ha sido inteligente» porque a la vista está que no ha sido, lamentablemente, el caso español. Recordemos para ser ecuánimes que en naciones de impronta católica como España, Italia o Portugal, la izquierda es más una iglesia que un movimiento político.

Finalmente, no soy de izquierdas por su propensión al uso de la violencia para alcanzar determinadas metas o al despojo del fruto de su trabajo y de sus esfuerzos a muchos ciudadanos con unas finalidades, presuntamente, sociales.  En última instancia, carente de entidad intelectual y estética, vuelta de espaldas a la dimensión del ser humano, ayuna de éxitos reales y con las manos tintas de sangre por acción u omisión, la izquierda, como ya he señalado, con los partidos socialdemócratas más inteligentes, se entrega a la defensa de las rancias políticas de ayer acentuando el elemento opresor mediante el trato de favor a lobbies no representativos de la mayoría de los ciudadanos, pero, sin duda, feroces y agresivos. Un ejemplo fue la política de Tony Blair que, sobre el papel, fue de izquierdas, pero que, en realidad, constituyó un ejemplo de que la izquierda sólo puede esperar realizar algo sensato y de provecho si gobierna con las recetas de la derecha. Otro caso más próximo y cercano es el de ZP en España.

Incapaz de conservar los logros de los gobiernos del PP y carente de escrúpulos, ZP y sus adláteres lo mismo defendieron a dictaduras como la cubana o la venezolana, que propugnaron una imagen idealizada de la Segunda República española similar a la creada por la Komintern de Stalin, que se arrodillaron servilmente ante los programas delirantes del feminismo radical —que es más que dudoso que represente a las mujeres— o del lobby gay, que, con toda seguridad, no representa a la mayoría de los homosexuales. Como llegó a señalar un conocido prohombre socialista, ZP creó un «PSOE-naufragio» regido por la consigna de «las mujeres y los niños, primero». El resultado de esa esterilidad política, social y ética ha sido y es volcarse cada vez más en proyectos y acciones que tan sólo buscan oprimir a los demás indicándoles lo que pueden hacer, lo que deben pensar, lo que han de sentir, lo que han de comer, en qué tienen que emplear su tiempo libre e incluso cuándo y cómo tienen que morir. Y es que, como en todas las tiranías, la satisfacción de los tiranos se sustenta en la opresión de los tiranizados. Al fin y a la postre, de acuerdo con la ortodoxia de la izquierda, la sociedad se ve dividida en tres grandes grupos: el Sistema, que nos dice todo lo que hemos de hacer, decir y pensar; los grupos minoritarios y escasamente representativos a los que el Sistema favorece —porque los ve como aliados naturales— mediante subvenciones y prebendas, y, por último, los que con nuestro trabajo y nuestros impuestos mantenemos a un Sistema que nos oprime y costeamos los dispendios de sus clientelas. Precisamente por ello, la izquierda siempre acaba instaurando una dictadura, sutil en Occidente, brutal en el resto del mundo. Obsérvense determinados gobiernos y díganme que no es cierto y, sobre todo, que no son razones más que sobradas para no ser de izquierdas a menos que uno desee formar parte del dorado Sistema que decide lo que los demás deben hacer, decir y pensar mientras ellos viven del fruto del trabajo de los otros.  

La izquierda no tiene mensaje real tras el fracaso del socialismo y  sólo le queda la esencia tiránica que ha contaminado su andadura desde su nacimiento a finales del siglo XVIII . Dado que no vamos hacia la dictadura del proletariado ni es previsible que el denominado socialismo real se mantenga en pie mucho más allá de la muerte de Raúl Castro, Maduro, Ortega o los dictadores de Corea del Norte, la izquierda sólo puede ofrecer un mensaje achatado, obtuso, de tiranía y control, de totalitarismo y embrutecimiento creciente de las masas que sólo ansíen pan y circo y para ello estén dispuestas a aceptar la vileza y la animalización. Pero ésa es una razón adicional bien poderosa para abandonarla. Sin duda, en el seno de la izquierda existen personas de buena fe que están convencidas de que se hallan ubicadas en el mejor lugar para ayudar al prójimo. Es posible que tarden años en salir de esa equivocación y no saben el daño que habrán podido causar a los que desean ayudar en el curso de ese lapso de tiempo.

En España, aunque en la actualidad estemos gobernados por una coalición social-comunista, una especie de Frente Popular del siglo XXI, no tengo ninguna duda de que ese tinglado caerá por su propio peso, por su pésima gestión, por sus rencillas internas, por su incapacidad de enfrentar la situación de pandemia en la que nos encontramos y porque, afortunadamente, estamos integrados en la Comunidad Europea, que, antes o después, cerrará el grifo económico a nuestro país si éste persiste en las políticas que está desarrollando actualmente. Cuando se termine el dinero que el BCE pone a nuestra disposición y aparezca en toda su crudeza el drama que se está perpretando, o caerá el gobierno de Sánchez o sus políticas tendrán que adaptarse a las imposiciones de Bruselas y acabará la pesadilla actual.

No espero nada de la oposición ni de la ciudadanía, la primera porque forma parte de un sistema que convierte a los políticos en una casta de privilegiados que solo pretenden conservar sus prebendas. La ciudadanía, porque el temor a la que ha sido sometida por los medios afines al gobierno, televisiones y prensa (la inmensa mayoría), ha creado un clima de inacción muy difícil de cambiar. Los medios mandan, y el que no obedece, es un "Negacionista", y la policía debe actuar contra él. Es curioso el nombre inventado precisamente por la izquierda en España, negacionista. Por esa izquierda cuyo principal equipaje es NEGAR la libertad a los ciudadanos, convitiéndolos en criaturas temerosas y obedientes, fáciles de manejar. Negar la libertad es el mayor crimen que un gobierno puede cometer contra sus propios gobernados.

Por eso no soy de izquierdas.

                                                                                                                                                 © 2020 Javier De Lucas