UN SALTO EN EL COSMOS

 

CAPITULO PRIMERO

 

Odiaba todo aquello.

Odiaba a Kronos, y también a Alvia.

Alvia era alta, hermosa, y de ojos negros.

Alvia estaba programada para amar, para dar hijos, para vivir con un ser como él, o mejor que él.

Todo estaba programado en el Planeta.

Por eso odiaba a Kronos.

Por eso odiaba a Alvia.

Ambos vivían.... vegetaban, dormían o amaban, pero nada más. En eso se había convertido su Ciencia.

Antes no era así.

Kelf lo recordaba.

Tres, cuatro o cinco mil años atrás, no era de ese modo.

¿Qué pasaba con sus células?

¿Qué ocurría con la composición bioquímica de su cuerpo?

¿También lo odiaba?

Sí, también no había más respuesta que aquélla.

Alvia era de piel blanca y sonrosada, Alvia era inteligente, la más inteligente de la Galaxia I.

Mucho, pero no lo suficiente para lograr penetrar en el interior de su cerebro de computadora magnética.

Sólo había alguien que lo superase, el propio Kronos.

Por eso debía tener cuidado.

El Ser-Robot, o el RobotSer.

Esa era la incógnita.

Un científico con más de cinco mil años de existencia, que podía moverse de aquí para allá, a su libre antojo, a su libre albedrío, pero cuyos movimientos eran de autómata porque todo estaba controlado.

Incluso la capacidad de amar u odiar.

Sólo que el odio, en su caso, escapaba a la voluntad de Kronos.

Una voluntad que estaba deshaciendo el Planeta.

“Robots”, mutantes, máquinas por todas partes.

Se amaba, se bebía, se iba al llamado cine o teatro..., con funciones y películas controladas al segundo.

Una hora para empezar y otra para finalizar.

Programa para comer, cenar o dormir.

Campos vacíos..., y llenos de máquinas robot.

Hacían y deshacían a su antojo, sembrando, recogiendo las cosechas, sin un solo fallo.

Incluso el agua de las nubes se controlaba.

El resto, los seres del Planeta, vegetaban en los sillones al sol, en las playas, bajo los árboles, amándose, acariciándose, besándose..., pero nada más.

Hora para el amor, para dormir, para despertar... y para dar paseos, largos paseos, incansables paseos, para luego ir a tenderse en cualquier lugar.

Como Frida y Volmen.

Desde allí, les veía.

Junto a la fuente de la Gran Plaza Central, en la sombra, abrazados estrechamente... Seres que no servían para nada más que para gozar.

Pero, ¿de qué gozaban?

De nada.

Eran... irreales, a pesar de que sus sombras se proyectaban en el suelo.

Carecían de sentimientos, de ideas propias, porque Kronos se había apoderado de ellas.

Exactamente como le ocurría a él.

“Kelf, tienes que hacer esto o aquello otro” y él lo hacía.

“Alvia está muy sola esta noche, ve a verla, Kelf”, y él tenía que hacerlo.

Horas para amar, para gozar, para reír o cantar; pero todo bajo una orden expresa.

El Planeta estaba invadido por la abulia de los seres que lo poblaban, y Kronos había sido el principal artífice, aunque él también tuvo parte de culpa de que aquello ocurriera.

Quizá la mayor.

Alvia sabía amar, pero su amor estaba controlado, y Kelf no deseaba aquello.

El Ser-Robot o el RobotSer.

Era... Ia incógnita de siempre, que saltaba a su mente segundo a segundo, tan pronto como se veía frente a uno de aquellos mutantes.

Pero, en realidad, allí, en el Planeta, ¿quién era el Mutante, el Robot?

¿Los seres que lo poblaban, como Alvia y él, o los llamados Robots, que lo gobernaban todo, rigiendo sus vidas y sus mentes?

Cualquier intento de rebelarse se castigaba con la muerte.

Tratar de abatir la abulia, empleándose en un trabajo más o menos manual para sacudírsela de encima, por leve que fuera, era la última pena.

Las desintegradoras.

Allí iban a parar los cuerpos, de los cuales no quedaba luego ni el menor rastro.

Por eso odiaba a Kronos, y por eso se odiaba a sí mismo.

Alvia podía tener hijos.

Los Grandes Doctores del Planeta se lo habían dicho, cuando ella se fue a vivir con él, pero Alvia no deseaba tenerlos.

No le gustaba el lento proceso ni las molestias que indudablemente le ocasionaría.

Por eso odiaba a Alvia.

¿Cambiarla por otra, por otro ser de distinto sexo para convivir con él?

Podía hacerlo, desde luego, pero en su informe al Presidente, debería dar ciertos datos, que prefería guardar para sí mismo.

Frida y Volmen, se habían sentado con las espaldas apoyadas contra el muro de contención de la Gran Fuente Central.

Se miraban a los ojos.

Kelf consultó su reloj.

Les quedaban exactamente cuatro minutos y treinta segundos, entonces se levantarían de allí y, cogidos del brazo, empezarían a alejarse, dando el “acostumbrado” paseo bajo los árboles del parque.

Kelf sabía que, si se entretenían una décima de segundo más de lo necesario, un RobotSer les enviaría un aviso.

Al tercero, si es que llegaba, les impondrían un castigo y, más tarde, si se repetía el hecho...

—¿Qué estás mirando, Kelf?

Lentamente, se apartó de la ventana, dio media vuelta y la enfrentó.

Alvia era hermosa y tenía la piel...

Alta, de pechos firmes, o su equivalente, y las piernas al descubierto en su totalidad, eran perfectas, o por lo menos Kelf lo creía así.

Le sonreía.

—A Frida y Volmen —respondió, cortando el hilo de sus pensamientos, cerrando su mente a la de ella, temeroso de que lograra adivinar cuáles eran sus pensamientos sobre Kronos, sobre el futuro, y sobre ella misma—. Están en la fuente.

—Algún día cometerán un error —hizo una pausa, y le acercó, poniendo las manos sobre sus hombros, en tanto que las de Kelf iban a su cintura, atrayéndola contra su pecho de forma casi irresistible, y añadió—: ¿Cuándo me llevarás bajo los árboles, Kelf? Todas lo hacen un día u otro, y tú y yo vivimos juntos.

—Pero no quieres hijos.

—Los odio.

Y le besó, en contraste con sus palabras.

Kelf no dijo nada.

Abrió los labios sobre los suyos, y correspondió a la caricia de Alvia con suavidad. A continuación la separó de sus brazos.

—Kronos quiere verte, Kelf —dijo ella, tan pronto como lo hubo hecho.

—¿Para qué?

—Kronos nunca da una explicación. Él manda y nosotros obedecemos.

—Sí, lo sé. ¿Y tú...?

—Esperaré —le miró, pensativa, y añadió, al cabo de un par o tres de segundos de silencio—: Creo que por unas horas, vamos a quedar fuera de control.

—Y eso no te gusta, ¿verdad?

—No.

—¿Por qué?

—Tratas de obligarme, cuando esto ocurre. El tiempo ya no cuenta para ti, tratándose de mí.

—¿Y no quieres hijos?

—Ya lo sabes, Kelf —repuso ella—. Por tanto, ¿para qué preguntar siempre por lo mismo?

Kelf sonrió.

Piel blanca, sonrosada, ambarina...

—Podría obligarte. Una queja a Kronos...

Ella se le acerco, ondulante.

—Tú no harás eso, Kelf —susurró, ya con las manos en su cuello, cosquilleándole con los labios—. Tú no lo harás.

—¿Por qué? —repitió Kelf como un autómata.

Alvia dejó de besarle, se apartó un paso y respondió

—Me amas..., y eso te pierde, querido. Anda, ve, y no le hagas esperar. Kronos se molestaría.

Kelf sabía que era cierto.

No le preocupaba, ni poco ni mucho, pero no deseaba que aquello ocurriera, no por el momento.

Dio media vuelta y, sin responder, se acercó a una de las paredes; el panel se descorrió por sí solo, y frente a él, dejando el hueco suficiente para que pudiera entrar.

Lo hizo, y silencioso, sobre sus invisibles rieles, se cerró a sus espaldas, y Kelf se vio donde se había visto infinidad de veces.

La Gran Nave Central de Kronos.

Larga y ancha, inconmensurable, con luz propia que parecía venir de todas partes, y al mismo tiempo de ninguna.

Doble hilera de mutantes, de Robots-Seres, silenciosos, manipulando entre el complicado mecanismo de la nave.

Botones, rojos y blancos, innumerables, tan infinitos como el propio número en sí, pantallas que se encendían, que se apagaban, correr de ruedas, de engranajes, de cintas grabadoras, pero en silencio, en silencio de ultratumba.

Empezó a avanzar entre los Robots-Seres que se volvían a mirarle tan silenciosos como la propia máquina, y se acercó al cuadro de control general y, con la mano de experto, empezó a manipular.

Frente a él se iluminó la pantalla televisiva y preguntó :

—¿Me has llamado?

Y la respuesta fue:

—Te has retrasado quince segundos y tres décimas, Kelf, y eso no me gusta.

—Sí, lo sé. Perdona, no volverá a ocurrir.

Pero estaba mintiendo, y aquello, Kronos no lo sabía.

—¿Fue Alvia?

—No, no fue ella. Me retrasé yo mismo.

—¡Estás mintiendo, Kelf! Fue Alvia.

Kronos lo sabía.

Kelf se envaró, al preguntarse si no sabría también todo lo demás, todo lo que él pensaba del Sistema del Planeta.

—Sí, fue ella —repuso, más que por nada por romper aquel silencio que aún podría parecer mucho más sospechoso que si continuaba hablando.

—Bueno... Alvia, Kelf. Te dará hijos.

No quiso contradecirle, y replicó con una sola palabra, que a su vez era toda una pregunta:

—¿Y...?

Kronos tardó en contestar.

—Algo no anda bien, Kelf.

Sus músculos se tensaron como cables de acero.

—¿Qué es lo que no funció...?

—Algo dentro de mí está fallando.

Frunció el ceño.

—Explícate, ¿quieres?

—Algo dentro de mi mente, ¿comprendes? Ideas que quieren penetrar en ella y que no pueden. Esto no ocurrió jamás, y tú lo sabes.

—¿Y bien...?

—Esta noche tendrás que venir aquí. Que te acompañe Alvia.

—¿Para qué?

—Tienes que revisarlo todo. Los circuitos, las alarmas y... todo.

—¿Puedo hacerlo solo?

—Alvia te acompañará, Kelf. Es mi deseo. Quiero verla junto a ti.

—Está bien. Me acompañará Alvia —repitió como un autómata.

—Eso está bien, Kelf.

No respondió de momento, se limitó a lanzar una larga mirada a la doble fila de Robots-Seres y, ya mirando de nuevo a Kronos, inquirió: —Se quedarán para ayudarme, ¿verdad?

—Lo harás tú solo, Kelf. No quiero a nadie más, curioseando en el interior de la máquina, de los circuitos, de las computadoras, de...

Kelf fingía escucharle, pero no era así.

Pensaba.

Aquella noche podía hacerlo.

No se presentaría otra ocasión, en mucho tiempo.

—:...y ahora que sabes lo que quiero, vete, Kelf. Alvia te está esperando. Está ansiosa por llevarte a vuestra casa.

No respondió; de haberlo hecho, seguramente hubiera estallado en carcajadas.

Era un creador e iba a destruir.

Eso era todo.

Frente a sus ojos, la pantalla quedó en negro, y entonces, sin una sola vacilación, Kelf dio media vuelta y empezó a andar hacia la salida.

 

CAPITULO II

 

Venía de la cocina o su equivalente, y se le estaba acercando, sonriente, fascinante, consciente de su poder sobre los seres del sexo opuesto.

Sobre los Seres-Robots, como ella y como él mismo.

Kelf sabía lo que iba a ocurrir a continuación.

Exactamente como otras veces.

La faldita blanca, semimetálica y las piernas largas y perfectas, desnudas.

Le continuaba mirando, sin dejar de sonreírle deseable, como dando o rechazando. De eso de aquello último, Kelf, jamás estuvo seguro.

Lucho consigo mismo, no por ponerse en pie y correr hacia ella para estrecharla entre sus brazos, sino por no mirar las dos copas que había a su lado, sobre la mesita.

—Ya terminé, Kelf

Estaba muy cerca de él cuando lo hizo y alargó una de sus manos y la tomó con la suya.

Alvia se sentó sobre sus piernas y se besaron.

—¿Me amas, Kelf?

—Sí ¿Y tú?

—También.

Acarició una de sus piernas desnudas.

—Sin embargo... —empezó.

Alvia le cortó en seco, arrugando el entrecejo.

—¿Vamos a volver a lo mismo, Kelf? —preguntó.

Y había disgusto en su voz.

—Esta noche —repuso él—, iremos a ver a Kronos.

—Sí, lo sé —replicó Alvia, con perfecta calma—. Pero tú no se lo dirás. No puedes.

—Estás muy segura.

La vio sonreír, y a continuación le sorprendió su pregunta:

—¿Cuántos años tienes, Kelf?

Mirándola asombrado, contestó:

—Milenios, Alvia, y no te miento.

—Lo sé. En eso es en lo que no nos parecemos. Tu composición biológica es distinta a la mía.

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Cuanto yo sea una vieja llena de arrugas, ir reconocible, tú continuarás del mismo modo. No eres mortal, Kelf.

—¿Es una razón?

—Es una de ellas. Las otras ya te las expliqué.

—No es suficiente.

—Están esos milenios... que no te han servido de nada, si no sabes lo que te quiero decir —vaciló un poco, sin que Kelf dijera nada y, de un modo repentino, le echó los brazos al cuello—: ¡Oh, Kelf! Te amo... te amo mucho, ¿sabes? A pesar de todo te...

Alvia misma se interrumpió al aplastar los labios contra aquellos otros que al principio se le mostraron fríos y que, de pronto, tomaron súbito calor, mientras se sentía estrechada por los poderosos brazos que la enervaban.

Cuando se separaron había transcurrido más de un largo minuto, y aún transcurrieron varios segundos más antes de que Kelf reaccionara, tomando las dos, en tanto que ella se mantenía rodeando su cuello con uno de sus rosados y bien torneados brazos.

—Toma, Alvia —dijo, ofreciéndole una—. Vamos a beber, y en seguida nos vamos.

La tomó, sonriendo.

—Por ti, Kelf —dijo un segundo antes de llevársela a los labios.

Bebió, y Kelf la imitó fríamente.

Hubo un segundo de espera, tal vez dos, y de pronto, la cabeza de Alvia se inclinó a un lado, y el hombre la sujetó para que no cayera al suelo.

Y con ella en los brazos, y se acercó al dormitorio, la depositó blandamente sobre el lecho, dio media vuelta y alcanzó el umbral de la puerta.

No la miró.

La odiaba y en aquel momento el Planeta, el destino del Planeta, su futuro destino, importaba mucho más que Alvia.

Cuando despertara al día siguiente, se encontraría con el CAOS.

Los Robots-Seres estarían en el suelo, como lo que eran, muñecos de metal, de acero o su equivalente, rotos, desarticulados, sin vida... que ya no les volvería porque Kronos habría muerto.

El espantoso CAOS.

La civilización destruida..., pero aquella civilización, y no los Seres-Robots.

Estos vivirían, tendrían que pensar, que valerse por sus propios medios, y el Planeta, lentamente, en lustros, en largos lustros recobraría la lozanía, la vida de trabajo que ya tuviera milenios atrás.

De lozanía y de vida, y no de muerte lenta, como ocurría en aquel momento.

Sin la pereza, sin la abulia, y sin tantas y tantas cosas que lo estaban consumiendo lentamente.

Se recobraría. Saldría del CAOS.

De eso, Kelf estaba completamente seguro.

Abandonó el dormitorio y empezó a cruzar al otro lado de la gran sala, hacia la puerta que daba acceso a la calle.

No llegó.

Un zumbido, leve, pero largo y monótono, le hizo detenerse en seco, como si repentinamente hubiera echado raíces en el suelo.

¡Kronos!

Miró su reloj.

No, no podía ser Kronos el que le llamaba a aquella hora, ya que no había retraso alguno en su salida.

Todo había sido medido, controlado hasta la milésima del segundo.

No, desde luego, no era Kronos.

Entonces, ¿quién?

El zumbido persistía, y Kelf sabía que no cesaría hasta que él no levantara la especie de microteléfono, oculto tras un pequeño panel de la pared.

Se acercó de una zancada, lo descorrió y apretó uno de los botones.

Frente a sus ojos, una luz roja centelleó con gran rapidez, y a continuación quedó fija, y casi en el acto, oyó la voz.

Irreconocible, rasposa, un poco ronca, pero que sin embargo, tenía tonalidades familiares.

—¿Kelf...?

—Sí. ¿Quién es usted?

—No importa ahora. Escúcheme, por favor —había angustia en la voz, una angustia infinita—. No lo haga, ¿entiende?

—¿Qué es lo que no tengo que hacer?

—No lo haga hasta que yo vaya. Por favor..., sería horrible para usted. Muy horrible. Algo que no olvidaría nunca. No lo haga. Responda.

Kelf, con el ceño fruncido y un tanto nervioso, le preguntó:

—¿Dónde está usted?

—Es larga distancia —parecía ahogarse—. En el otro continente. Le habló desde allí. Por favor, Kelf, no haga eso esta noche.

De nuevo vaciló.

¿Un loco?

Podría serlo o tal vez no.

En la duda, Kelf respondió:

—No estoy tratando de hacer...

La voz del otro lado le interrumpió:

—Voy a tomar un avión-cohete, ¿entiende? Llegaré dentro de unas siete u ocho horas y hablaremos. No... puedo ni quiero explicárselo por este medio, no me creería.

La bombilla roja que tenía delante de los ojos se apagó, y Kelf comprendió que había cortado la comunicación.

Cerró el panel y se volvió a mirar la puerta del dormitorio.

Alvia continuaba durmiendo, continuaría de ese modo hasta bien entrado el día siguiente... y quizá...,.quizá ya no volverían a verse.

Por lo menos, no, dentro de aquel estado de cosas.

¿Un loco?

Se encogió de hombros, y una vez más miró el reloj.

Tendría que apresurarse.

Salió a la calle, completamente armado.

Nadie le registraría.

Como Gran Científico del Planeta, tenía la plena confianza del Presidente y del propio Kronos.

Kronos... al que deseaba destruir, al que iba a destruir aquella misma noche, y era paradójico.

Pisó la ancha acera, y al instante un coche-robot se detuvo a su lado, y la puerta correspondiente a aquel mismo lado se abrió para dejarle entrar en el vehículo.

Kelf lo hizo, se acomodó en el asiento posterior, y la voz fría y metálica de la máquina, preguntó: —¿Dónde está Alvia, Kelf? Kronos me dijo que ella también venía contigo.

Kelf sonrió.

—Le sentó mal la cena, y no puede hacerlo. Kronos mismo llamará al médico.

—Eso no va a gustarle a Kronos.

—Lo sé —repuso Kelf con perfecta calma-^. ¿Me llevas?

No hubo respuesta, pero Ia máquina se puso en marcha hacia la Sede Central del Planeta.

La Gran Puente Central, ahora iluminada, y Kelf, al verla, pensó en Volmen y Frida.

Tal vez a ellos les alegrara lo que iba a hacer aquella noche.

Descendió del coche-robot frente a la Gran Puerta y, con los ojos fijos en los seis robots que formaban la guardia, empezó a subir los escalones, blancos y relucientes, brillantes, de un material prefabricado ex profeso para tal menester.

Robots-Seres que le abrieron paso respetuosamente, dándole las “buenas noches” con sus voces igual, programadas, metálicas y frías, de máquinas vivientes.

Robots-Seres que aquella noche terminarían su guardia de un modo bien distinto al habitual, ya que por aquel entonces el Ser-Robot habría llegado a la culminación de un hecho, a recobrar el Ser, dentro del Planeta.

Cruzó la puerta, respondiendo al “buenas noches” y, sin volver la cabeza ni una sola vez, también sin una sola vacilación, se encaminó hacia la sala donde aquella misma tarde estuviera con Alvia, y luego, en derechura al panel que se descorrió a un lado para darle paso.

Cuatro segundos más tarde, Kelf se encontró frente a Kronos.

La sala vacía, sin un alma.

Sin un ruido, a pesar de que sus miles de mecanismos continuaban funcionando con precisión solar.

—Has llegado puntual, Kelf —fue lo que dijo por todo saludo—. ¿Y Alvia?

—Le sentó mal la cena y no pudo venir.

Hubo un silencio, que se le antojó largo y pesado, que le crispó los nervios.

Kronos lo rompió al cabo de aquel tiempo, con una nueva pregunta:

—¿Podrás hacerlo tú solo?

Sonrió.

—No es la primera vez —dijo.

—Sí, lo sé, pero Alvia... Me gusta verla por aquí. Alvia es hermosa, Kelf, y nadie mejor que tú lo sabe —y añadió, en brusca transición—: ¿Por dónde vas a empezar?

—Por los circuitos de las alarmas.

—¿Luego...?

—Los extra sensoriales y, si no encuentro el fallo, tendré que hurgar en tu mente.

—Lo sé.

—En ese caso...

Siguió un nuevo silencio, pero éste fue mucho más corto que el anterior.

Kronos lo cortó, lo mismo que siempre:

—Muévete, Kelf. Estoy deseando terminar con todo esto. Es... como si mi interior me quisiera avisar de algo, y no pudiera..., y esa sensación que me produce no me gusta.

Kelf se apartó un poco, y con la vista recorrió todas las instalaciones, todo aquel complejo automático.

Con ojos de lo que era, de un experto.

Finalmente, Kelf empezó a andar hacia el fondo de la Gran Nave.

Casi lo alcanzaba, cuando la alarma empezó a sonar.

Suave primero, más estridente después, y luego su sonido se expandió por la Ciudad Primera del Planeta, sacudiéndola hasta sus cimientos.

Se volvió justo cuando hasta sus oídos llegaba la risa sarcástica de Kronos, y sus palabras:

—Vas a morir, Kelf. Entrégate sin hacer resistencia.

La larga nave frente a él, completamente iluminada, silenciosa como siempre, los miles de engranajes girando y girando..., y bombillas que se apagan, que se encienden, pero vacía.

Kelf no vaciló.

Con el arma en la mano, arma de extraño aspecto chata, pequeña, pero poderosa, ya que sus efectos eran devastadores, corrió hacia la salida.

La risa de Kronos le caló muy hondo, justo cuando el panel se corría a un lado para dejarle pasar y que se cerró del mismo modo, a su espalda, tan pronto como lo hubo hecho.

El corredor.

Silencioso, sombrío a pesar de encontrarse tan iluminado como la nave que terminaba de abandonar.

El recodo.

Kelf continuó corriendo.

La Gran Puerta.

La salida.

Allí le estarían esperando los seis Robots-Seres, con la orden expresa de matarle.

Siguió corriendo para detenerse antes de llegar, jadeando, lleno de transpiración y con los pulmones a punto de salirle por la boca.

La abrió como un pez fuera del agua.

Estaba atrapado.

Kronos lo había sabido todo desde un principio, y fue en aquel momento, al llegar a aquella conclusión, cuando recordó la llamada de aquella noche.

¿Quién...?

¿Por qué no hizo caso?

A su alrededor, el silencio era más amenazante que la fantasmal risa de Kronos y que la presencia de todos los Robots-Guardianes de la Gran Casa, y del Planeta.

Pensó en Alvia.

Alvia, que estaría durmiendo, víctima de la droga que le diera, mezclada con la copa del licor.

Odiaba a Alvia.

Meditaba sobre ella, sobre aquella llamada, dudando entre salir o quedarse allí dentro hasta que la Gran Puerta se abriera para darles paso, con la pistola en la mano, a la altura de la cadera.

Hasta que adoptó una súbita decisión.

 

CAPITULO III

 

Su corazón había dejado de latir con aquella aterradora fuerza que le hizo detenerse con la espalda contra la pared.

Era el momento.

Kelf se apartó de allí, lanzó una mirada hacia atrás, en dirección del corredor que a su vez quedaba a su espalda, hasta el recodo que ocultaba a su vista todo lo demás.

Lentamente, empezó a andar.

Hacía la Gran Puerta, notando como, una vez más, y eso que ahora no corría, su frente empezaba a transpirar.

Un paso, dos, tres, incluso cuatro, sin situarse en el centro del corredor, sino rozando la pared de su izquierda, y, de un modo repentino, como obedeciendo a una muda orden, la Gran Puerta se abrió, y entonces les vio, unos segundos antes de que ellos le vieran a él, y no vaciló.

Apretó el gatillo.

Hubo un leve sonido, y dos de los Robots-Seres se convirtieron en ¡humo, luego de un chispazo azul que casi le cegó.

Kelf se lanzó al suelo, cuando los otros cuatro dispararon los rayos contra él.

La pared de su espalda produjo un chasquido, y una nube de cascotes cayó a lo largo y ancho del mismo, mientras rodaba sobre sí mismo, y la voz de Kronos se dejaba oír en todo el Planeta: —Lo quiero vivo, imbéciles. Ajustad las armas.

Era un error.

Kelf lo comprendió así.

Un error de una milésima de segundo, pero él lo comprendió en mucho menos tiempo, en algo infinitamente más pequeño, y actuó justo cuando los cuatro elevaban las armas, no para desintegrarle, convirtiéndole en polvo, sino ajustándolas para no matarle.

Uno de aquellos rayos tropezó con su cuerpo, caería al suelo, privado del conocimiento, y lo que vendría más tarde posiblemente sería mucho peor que la misma muerte.

No les dejó.

Por cuatro veces consecutivas, envió los rayos, y el olor penetrante y desagradable de los cables y circuitos quemados, le llegó al olfato en el preciso instante que, retorciéndose en el suelo, entre chispazos de fuego, desaprecia de su vista.

La Gran Puerta quedaba abierta frente a él.

Kelf corrió hacia allí.

La calle.

Descendió los escalones, mirando a todos lados, en tanto que la alarma volvía a sonar, dándoles noticias a los habitantes de la Gran Ciudad que un Ser-Robot había escapado de Kronos.

Estaba solo.

Ni siquiera podía regresar a casa, con Alvia, a pesar de su odio por ella.

Allí sería donde primero le buscarían.

Tal vez ya se encontraban junto a aquélla, esperándole.

Kronos lo habría previsto todo, incluso para el caso de que se pudiera fugar de la Gran Casa.

Alcanzó la esquina.

Solo.

Estaba completamente solo en la Gran Ciudad.

Nadie abriría una sola puerta ni le tendería una mano para ayudarle, sabiendo lo que aquello significaría para el que lo hiciera.

Empezó a andar, con los dedos agarrotados en el arma, buscando una salida en dirección a los barrios extremos.

Frida y Volmen.

Ellos, tampoco.

Solo, completamente solo.

Kronos sólo tenía que esperar un poco más para darle caza.

Muy poco más.

Sobre su cabeza, el negror del cielo, y las estrellas en su inexorable marcha en el Universo.

Abajo, la Gran Ciudad y la trampa mortal que ahora representaba para él.

Kelf llegó a la esquina.

(La dobló, y, al hacerlo, les vio.

Dos, que se separaron entre sí tan pronto como le vieron, y justo en el momento en que se lanzaba de cabeza al suelo.

El rayo pasó muy cerca de su cuerpo, se estrelló contra la pared de la casa que había a su espalda, sin producir el más leve rumor ni dejar la menor huella, por lo que comprendió, sin esfuerzo alguno, que la orden de Kronos, con respecto a que le quería con vida, había llegado a todos los Guardianes del Planeta.

Disparó, por dos veces, luego de saltar hacia uno de los portales, y la llamarada de ambos iluminó toda la tétrica calleja donde se encontraba en aquel momento.

Kelf empezó a correr.

Frida y...

No completó el pensamiento porque en aquel momento la vio, sobre la acera, corriendo hacia él con la larga mata de pelo ondeando a su espalda.

Frida también era morena, y sus ojos eran grandes y rasgados, pardos, muy oscuros.

Frida también era hermosa y a él le gustaba, pero no podía mezclarla en aquello.

—Ven —dijo, apenas llegar a su lado—; vamos, ven conmigo.

Le estaba prendiendo de una mano, tirando de él.

Se resistió.

—No puedo ir contigo, Frida —dijo.

—Ven —repitió ella—. Voy a llevarte a un lugar seguro.

—No puedo. No quiero que tú... Por otra parte, no puedo ir a tu casa. Me buscarían allí, y a Volmen no le gustaría. Y Kronos. El terminaría con vosotros lo mismo que…

Frida le interrumpió:

—Volmen no cuenta en esto, Kelf.

—Pero él...

—Vivimos, pero nada más. No le amo, y lo sabe Kronos manda, y obedecemos, pero nada más.

Volvió a tirar de su mano, y Kelf hizo un gesto de resignación.

Un lugar seguro, aquello era lo que le hacía falta, y Frida lo había prometido.

Empezó a andar, sin que le soltara, y, a los pocos minutos, supo que le llevaba a su casa, a la vivienda que compartía con Volmen.

—Frida...

—¿Sí? —y ladeó la bella cabeza morena para mirarle.

—Volmen no me dejará entrar.

—No está en casa. No vendrá en toda la noche.

—Aún así, los Robot-Seres...

—No te encontrarán. Tú y yo iremos, como te dije, a un lugar seguro. No estarás mucho tiempo dentro de la casa. Apenas unos minutos. Vamos, Kelf, que no te estoy engañando —hizo una pausa, sin dejar de andar, sin soltarle de la mano y preguntó!—: ¿Y Alvia?

—Duerme.

—¿Cómo es posible...?

—Te lo contaré más tarde.

La casa.

Fue a los pocos minutos de terminar de hablar cuando Kelf se encontró frente a su puerta.

A su lado, Frida soltó su mano, se adelantó unos pasos y abrió la puerta.

—Entra, Kelf —dijo en un susurro.

Cruzó el umbral.

Y ni siquiera se fijó en los lugares que ella le llevaba hasta que se detuvo en el centro de su propio dormitorio.

—Espérame aquí, Kelf.

—¿Dónde vas?

Le sonrió.

Sus dientes eran perfectos.

Una cosa baladí, fijarse en aquello y en tales circunstancias, pero Kelf lo hizo así.

—A buscar comida, Kelf. Tal vez tengamos que permanecer juntos algún tiempo.

Era la pregunta obligada, y él la formuló:

—¿Y Volmen?

—No cuenta en esto. Ya te lo diré fuera.

No esperó respuesta, dio media vuelta y la vio desaparecer en el interior de una de las habitaciones.

Tardó escasos minutos en volver, y venía completamente cargada de paquetes.

—Ayúdame, Kelf —pidió.

Y él lo hizo.

Al terminar, Frida se agachó, apartó la alfombra que había en el suelo y pudo ver la trampilla, que levantó a continuación.

Una escalera.

—Baja tú primero.

Empezó a hacerlo sin responder, sin preguntar nada, y ella le imitó, cerrándola a continuación.

La oscuridad.

Kelf empezó a tantear los escalones, en el preciso instante en que Frida los alumbraba con una linterna de corriente intermitente.

Un corredor..

Kelf continuó adelante, notándola a su lado, el grácil taconeo de sus zapatos sobre el duro suelo y, más que otra cosa en sí, su presencia femenina, y todo lo que para él podía representar, en un momento dado.

Horas...

Kelf no lo supo nunca, pero, de un modo repentino, el corredor se terminó, cerrando frente a sus ojos con algo que parecía ser roca viva.

Se volvió a mirarla.

Frida le sonreía.

—Hay una salida.

—¿Sí...?

—Kronos no lo sabe, pero estoy segura de que encontrarán este pasadizo, sólo que cuando lo haga, nosotros no estaremos aquí.

Se acercó a la pared, dándole la espalda, y, por primera vez, desde que se la tropezara aquella noche, los ojos de Kelf fueron a sus magníficas piernas, que la cortísima faldita ponía al descubierto casi en su totalidad.

Un zumbido.

Se sobresaltó, y dejó de mirarla para, de un modo completamente maquinal, volver los ojos hacia la roca que le cerraba el paso.

Se estaba corriendo a un lado, lo mismo que el panel tras el cual se ocultaba Kronos.

—Vamos, Kelf —dijo ella, rompiendo sus pensamientos en mil pedazos—. Hay que cruzar al otro lado, o volverá a cerrarse y ya... no podremos abrir hasta pasadas unas horas. ¡Corre!

Lo hizo, prendiéndola de la mano, tirando de ella como antes ocurriera con él.

El otro lado.

Miró.

Rocas, aristas puntiagudas, matas, árboles, la luna y las estrellas, la montaña.

Preguntó:

—¿Dónde está la Gran Ciudad?

Frida se echó a reír.

—Tras esta misma montaña, Kelf —replicó—. Y no te detengas, no podemos quedarnos aquí, por mucho tiempo.

No respondió y empezó a andar, llevándola, como siempre, a su lado.

Una senda entre las rocas.

—La descubrí por casualidad —explicó ella.

—¿Con Volmen?

—Sola. Me gusta dar paseos que Kronos no controla. Y créeme, Kelf, la mayoría de los habitantes de la Gran Ciudad lo hacen.

—¿Por qué no se rebelan?

—Tienen miedo a morir. Como yo, como tú mismo... y también como Kronos. El más que ninguno de nosotros. Por eso no deja que nadie se le acerque. Es... su triunfo contra el tuyo propio, Kelf. Contra el Ser que...

—Deja eso, ¿quieres?

—Sí, claro, no he querido molestarte. ¿Nos vamos? —Sí-

Siguieron caminando, por la senda de roca, sin dejar la más leve señal de su paso, hasta que aquélla se terminó bruscamente, al doblar un recodo, y Kelf se vio frente a las moles de granito y basalto de la montaña.

Miró hacia atrás.

En la lejanía, le pareció distinguir las claridades de un nuevo día.

—Pronto amanecerá, Frida —comentó, deseando romper de cualquier modo el silencio que les envolvía.

Ella no contestó.

De nuevo se había vuelto de espaldas a él, y manipulaba en la sombra que le proporcionaba su espléndido cuerpo de Ser joven y hermoso, y el zumbido se repitió.

La roca se movía frente a sus ojos.

El hueco, grande, casi tanto o más que la Gran Puerta de la Sede del Presidente del Planeta y de Kronos.

Y la mano pequeña y bien cuidada de Frida entre la suya.

—Pasa, Kelf —invitó—, aquí estaremos seguros.

Pensó en Volmen, pero no pronunció su nombre, ya no deseaba hacerlo.

Entraron, caminando alumbrados por la especie de linterna sorda que Frida llevaba en las manos, y Kelf pudo ver sobre su cabeza, a una altura descomunal en algunos sitios, las estalactitas del techo, que le hablaban del pasado.

De un pasado de siglos.

Continuaron descendiendo hacia las entrañas del Planeta, hasta que, también de un modo bruscamente repentino, el descenso se terminó.

La gruta.

Allí formaba como una especie de plaza grandiosa, y, alrededor de la misma, varias bocas más, de entrada a otras tantas grutas.

—Podemos entrar en aquélla, Kelf —dijo ella—. Será suficiente para los-dos.

No respondió.

Cruzaron al otro lado, en silencio, entraron, y brilló la luz.

Kelf la miró con asombro.

—Estuve instalando todo esto durante meses, Kelf.

—¿Para qué?

—Como un retiro.

—¿Para ti?

—Sí.

No le veía el rostro.

Estaba soltando los paquetes en el suelo, y Kelf, esperando la respuesta, la imitó.

—¿Sola?

—No.

-—¿Con otro Ser del sexo distinto?

—Sí. Una escapada... contigo, Kelf. Siempre lo deseé. Te amo, ¿sabes?

Fue así de sencillo, terminando de colocar en el suelo de roca los últimos paquetes.

Luego, se irguió, y quedaron frente a frente, muy cerca el uno del otro, casi rozándose.

—¿Puedo creerlo, Frida?

—Oh, Kelf... ¡Qué..., que locura tan hermosa...!

Y se lanzó entre sus brazos, buscándole los labios, con un fuego que amenazaba con consumirlo todo.

Por lo menos, ésa fue la sensación que Kelf experimentó al empezar a corresponder a sus caricias.

Luego, mucho más tarde, con la cabeza apoyada sobre sus muslos desnudos, mientras que ella se mantenía sentada en el suelo con la espalda pegada a la roca, Kelf cerró los ojos.

Estaba muy cansado, enormemente cansado.

Se durmió.

Sobre su rostro, los rojos y sensuales labios de Frida sonreían mientras sus ojos brillaban con inusitada fuerza.

Había tenido entre sus brazos a Kelf, el hombre por el cual empezó a odiar a Alvia, y que ahora estaba durmiendo como un niño, completamente confiado en ella.

Y le gustaba la sensación que experimentaba.

 

CAPITULO IV

 

Abrid los ojos.

Su cabeza descansaba sobre los prietos muslos de la muchacha, y ella dormitaba, con la suya apoyada contra la pared.

Kelf empezó a moverse con suavidad, no deseando despertarla, sin preguntarse siquiera cómo había ocurrido aquello entre los dos.

Se sentó en el suelo, y al instante se vio frente a los ojos de Frida, que le miraba con un tanto de sobresalto.

—Kelf... —exclamó—. ¡Oh, Kelf! No te marches, no quiero que te vayas, ¿comprendes? Tampoco deseo que te maten.

Le enlazó el cuello con los brazos, y la besó una vez más.

—No voy a marcharme —dijo.

Ella le soltó.

—¿De verdad?

—Así es —respondió—. Pero un día u otro tendré que hacerlo.

—¡No!

Fue casi un grito, pero Kelf simuló no haberlo oído.

—Tengo que hacerlo, ¿comprendes?

—Y morirás. Tu cuerpo desaparecerá sin dejar...

—Puede ocurrir, Frida; eso también lo sé, pero quiero a Kronos, y voy a terminar con él.

—Sé todo eso, Frida, y porque lo sé, deseo hacerlo.

—Tú..., tú...

Ella se puso en pie, y Kelf la imitó.

—Eres el primero a quien amo de verdad. ¿Lo entiendes?

—Sí.

—Pues entiende también que no deseo perderte.

—No va a ocurrir nada de eso, pero tengo que salir.

—¿Ahora?

—No —miró su reloj.

Las diez, siete segundos y cuatro décimas.

Kronos también lo había dispuesto así, hasta la milésima de segundo.

¿Del día o de la noche?

Kelf se formuló la pregunta, cuando ella ya estaba respondiendo:

—Escucha, Kelf —dijo—; quiero quedarme contigo. Vivir junto a ti. Kronos te destinó a otra mujer...

—Lo sé.

—¿La amas?

—No.

—Yo tampoco a Volmen. Y ésa es otra de las cosas que también te dije. Y ahora, ¿qué es lo que vas a hacer?

—Salir, Frida, pero no ahora.

—¿No hay otra forma de,..?

—No, no la hay.

Más cerca aún, tanto que Kelf notó el calor de su cuerpo contra el suyo, Frida respondió:

—Lo haré yo.

—¿Qué...?

—Escucha, Kelf, voy a salir dentro de poco, y tú me esperarás.

—¿Para qué?

—Volmen, entre otras cosas. No deseo que empiece a buscarme, y que lo ponga en conocimiento de Kronos. Si lo hace, él nos relacionará, de un modo u otro.

—Ocurrirá.

—Lo sé, pero para entonces, puede ser demasiado tarde.

—Aparte de Volmen, Frida, ¿qué piensas hacer?

—Tratar de saber cosas, Kelf. Cosas que pueden ser importantes para ti.

—Eso sería peligroso —la miró de pies a cabeza, y añadió—: Por otra parte, después de lo ocurrido entre nosotros, no deseo que vuelvas a Volmen.

—No me tendrá, Kelf, puedes estar seguro. Todas nosotras sabemos hacer las cosas de un modo que..., que... No se dará cuenta, pero no volveré a ser suya. Es una promesa.

—¿Cuándo lo harás?

—Tengo hambre —repuso ella, más prosaica que Kelf—, Por tanto, no antes de comer o cenar. He perdido, con el sueño, la noción del tiempo.

Preparó la comida, en frío, que tomaron en silencio.

Al terminar, Frida se puso en pie.

—¿Qué hora tienes? —preguntó.

—Las once y media.

Se fue acercando hacia la boca de la cueva, y Kelf la siguió.

—¿Volverás...?

Se volvió a mirarle.

Le estaba sonriendo.

—¿Esperas lo contrario? —preguntó, a su vez.

—No lo sé.

No respondió.

Es decir, no lo hizo a aquello, pero sí dijo:

—Ven, te enseñaré los resortes.

Kelf la siguió.

Media hora más tarde, se había ido.

Consultó el reloj cuando la gran mole de roca se cerró a su espalda, y volvió sobre sus pasos.

Tenía que pensar.

Kronos, las rampas de lanzamiento; pero no podría hacerlo, no sin ayuda.

Frida...

Recordaba.

Hora tras hora, hasta que llegó un momento en que él mismo tuvo que prepararse algo para comer, que devoró materialmente.

Luego, hora tras hora; veinte en total.

Frida... que no volvía, que tal vez no regresara más.

Tenía que salir de allí, e intentarlo de nuevo.

Volmen... Bueno, Volmen no le ayudaría, nadie lo haría, en la Gran Ciudad.

Veinte horas, en el transcurso de las cuales, Kelf estuvo escudriñando la gruta, palmo a palmo, sin dejar de meditar, familiarizándose con ella, tal vez para ulteriores exploraciones.

Un rumor.

El arma que guardaba apareció en su mano, y fue a esconderse detrás de las estalactitas que, como hongos, parecían crecer a su espalda.

Esperó, y fue muy poco.

 

  *

 

Llevaba varios paquetes, cuando la vio entrar.

—¿Dónde has estado?

Frida le miró, sonriéndole. Avanzó unos pasos, se zafó de sus manos y se acercó a la mesa, donde los soltó.

—Te hice una pregunta.

—Ya te oí —se volvió a mirarle—. ¿No lo has visto? —dijo—. Salí a comprar unas cosas —hizo una ligera pausa y, mientras él se le acercaba, formuló una nueva pregunta—: ¿Cuándo has vuelto?

Las manos de Volmen estaban en su cintura, cuando respondió:

—Pronto, como te dije. Una pequeña escapada...

—Que no va a gustarle a Kronos, cuando se entere.

—¿Se lo vas a decir tú? Anda, ve, en la calle hay Robots-Guardianes. Está materialmente llena.

—Estás celoso, y eso no está bien, Volmen. Ese sentimiento no debe contar, ni para ti ni para nadie. No está programado.

—Sí, lo sé.

Se estaba inclinando sobre sus labios.

Frida adelantó la cabeza y le ofreció los suyos, pero deshizo el abrazo, riendo, tan pronto como las manos de Volmen empezaron a oprimir su cintura.

—Ahora, Volmen, tengo..., tengo trabajo. Hay que arreglar todo esto.

—¿Dónde estuviste? —dijo él, como si no la hubiese oído.

—De compras...

—Eso ya me lo has dicho.

—¿Y no es cierto?

—Para ir a comprar, tuviste que levantarte muy temprano, Frida.

—¿Por qué lo crees así?

—Llegué con la luz del nuevo día, y no estabas en la cama.

—Salí, lo mismo que tú. Una pequeña escapada. Sabes que lo hago, algunas veces.

—¿Sola?

Le mostró los dientes en una sonrisa.

—No.

—¿Un ser distinto a ti?

—Sí, pero no ocurrirá nada. Sólo me acompañó. Fuimos a la gran explanada. Es un extranjero, y quería verla, conocerla.

—¿Y acompañado de otro Ser, distinto biológicamente de su propia composición bioquímica?

—¿Y por qué no? Alvia es hermosa, Volmen.

—¿Qué quieres decir?

Frida se le acercó.

—Nada, que tú no sepas —le tendió los brazos, y se dejó estrechar por aquellos otros que la deseaban, pero nada más, y a continuación se separó de ellos y dijo—: Estaba bromeando.

—Y mintiendo.

Frida arqueó una ceja.

—¿Cómo estás tan seguro de que miento, de que te he mentido? —se echó a reír, y agregó—: Fui completamente sola, Volmen. Deseaba estarlo, ¿comprendes? A veces, me ocurre.

Se imponía una nueva pregunta, y Frida la formuló, al cabo de unos segundos de silencio:

—¿Y tú?

—Confieso que no pude venir antes.

—¿Por qué?

—Pero... —la miró, vacilante, y añadid—: ¿Es que aún no te has enterado?

Se sentó, sin dejar de observarla atentamente.

—¿Te refieres a Kelf?

—Sí.

—Hay no sé qué en la calle... Vi los Robots-Guardianes, y no quise hacer más averiguaciones. Todos los habitantes de la Gran Ciudad saben que Kelf es tu amigo.

—Era.

—¿Ya no?

—No. Quiso destruir a Kronos, y éste nos lo da todo. Incluso el aire que respiramos.

—¿Y el amor...?

—También el amor, Frida. Como se lo dio a Kelf, como me lo dio a mí. Bastó una palabra para conseguirte.

—Sin contar conmigo, ¿verdad?

—Tú no cuentas, en ese sentido. Tu obligación se reduce a una: tener hijos.

—Son muchas más, Volmen.

—Que carecen de importancia.

Frida guardó silencio, no deseando continuar por aquel terreno, pero lo rompió tras un breve silencio, con una petición que, a juzgar por su tono, sólo significaba la curiosidad que pudiera sentir por un hecho ya consumado.

—¿Y Alvia?

—En la Gran Casa.

—¿A qué fue allí?

—Esta mañana la encontraron dormida, y se la llevaron.

—¿La van a...?

—Kronos ha dicho que no, Frida. Ella tenía que acompañar a Kelf a la Gran Casa, anoche, y Kelf la drogó para ir completamente solo. Como ves, ella no es culpable.

—¿Cómo..., cómo...?

—Kronos lo sabe todo. Es necesario. Kelf recibió una llamada anoche, del otro Continente, y la operadora la transmitió a la Gran Casa. Le estaban esperando, y escapó. Ahora, le buscan.

—¿Crees que le encontrarán?

—¿Tú no?

Frida le miró atentamente, antes de responder:

—Sencillamente, te hice una pregunta, Volmen.

—'Sí, es cierto —la miró, vacilante, y añadió en tono pensativo—: Hoy no podremos ir a tendernos bajo la sombra de la Fuente Central. Frida, ni pasear bajo los árboles.

—¿Por qué? Casi... es ya la hora.

—Olvídalo. Kronos dijo que fuera a ver al Presidente.

—¡Tú! —y había asombro en su voz—. ¿Para qué?

—No lo sé. El Presidente da una orden, y hay que obedecer.

—Sí, ellos mandan y nosotros nos limitamos...

—¡Frida!

—¿Sí...?

—No me gusta que te expreses de ese modo.

—Perdona, Volmen, no volverá a ocurrir.

—Eso dices siempre.

—Ahora cumpliré mi palabra.

Y estaba pensando en Kelf, en los brazos de Kelf, cuando le dio la respuesta.

El no contestó a aquello, pero sí especificó:

—Hazme la comida. Tengo el tiempo justo.

—¿Para ir a la Gran Casa?

—Sí, así es.

Ahora, la que no respondió fue Frida.

Los brazos de Kelf, las caricias, los besos de Kelf.

Frida dio media vuelta y le dejó solo, y ya no regresó a su lado hasta que no hubo preparado la comida del mediodía.

Se sentó con Volmen.

Otra cosa, hubiera resultado sospechosa.

Comieron con apetito, con los ojos puestos en el reloj de la repisa, contando los minutos que debían emplear para hacerlo, silenciosos ambos.

Al terminar, Volmen se puso en pie, y ella le imitó.

—¿Ya te marchas?

La pregunta era innecesaria, puesto que ya lo sabía, pero Frida, a falta de otra cosa mejor, la formuló.

Volmen estaba rodeando la mesa, acercándose a ella cuando contestó:

—Me están esperando, Frida.

La prendió por los hombros, y luego deslizó sus grandes y fuertes manos hasta su cintura, mientras que sus ojos ágata la contemplaban con complacencia.

Se inclinaba...

Frida le besó, aceptando y devolviendo la caricia, y luego le acompañó a la puerta.

—¿Cuándo volverás?

—No lo sé.

—¿Esta noche...?

—No lo sé, Frida. Eso dependerá del Presidente y tal vez del Gran Consejo.

—¿Hay reunión?

—Sí.

—Pero tú no perteneces al...

—Lo sé —la interrumpió—, pero tengo que ir. Kronos lo desea.

Kronos y siempre Kronos, y el Presidente.

Frida lo pensó así, pero lo que dijo fue:

—Te esperaré toda la noche.

Volmen no respondió, y salió a la calle.

Frida cerró la puerta a su espalda, y él empezó a cruzarla en diagonal, aprovechando que tenía el paso libre para hacerlo, con los ojos fijos en los Robots-Guardianes que a su vez observaron su al parecer tranquila marcha hacia la Gran Casa, y luego volvieron a centrar su atención en la calle y en la vivienda donde Frida se encontraba completamente sola.

La Explanada, la Fuente, la sombra bajo la cual había abrazado y besado a Frida... y los escalones que daban acceso a la Gran Puerta.

Y seis Robots montando la guardia.

Pero eran distintos a los que Kelf desintegrara.

Empezó a subir la escalinata, notando cómo dos de ellos se adelantaban a su encuentro.

Volmen no se detuvo.

Su alta y fuerte estatura de nórdico pareció dominarles a todos, por espacio de breves segundos, pero no fue nada más que eso, una ilusión de sus propios sentidos.

La escalinata quedaba atrás.

Le estaban cerrando el paso, y no tuvo más remedio que detenerse.

—El Presidente me espera —dijo—. Soy Volmen.

—Lo sabemos —replicó uno de los dos—. Ven, vamos a acompañarte.

Dieron media vuelta, dejando un hueco entre los dos, y Volmen, sin pronunciar palabra, se colocó en medio y, de este modo, atravesaron el umbral.

La sala era distinta a la nave que ocupaba Kronos.

Circular y con el suelo brillante, un equivalente a la cera que se empleaba en el siglo XX para tal menester, pero con una enorme ventaja sobre aquélla; que no se deslucía nunca.

Y la mesa en el centro.

Grande, circular también, y el Presidente, con los Miembros del Consejo.

Seis, en total.

Uno por cada uno de los Continentes, contando el que milenios atrás se formara en el Polo Sur del Planeta.

Volmen se sintió impresionado por aquellas silenciosas presencias, aún más que lo estuviera por la mirada brillante y enigmática del Presidente, cuyo rostro cadavérico, de hundidas cuencas, y de no menos hundidos pómulos, parecía tener el mismo brillo que el suelo que estaba pisando en aquel instante.

—Tú eres Volmen, que vive con Frida, ¿verdad?

Se acercó un poco más, con los suyos fijos en los del Presidente.

—¿Para qué preguntas si ya lo sabes? —respondió.

—Limítate a contestar y nada más.

No respondió.

—Eres Volmen, ¿verdad?

—Soy Volmen.

—¿Y vives con Frida?

—Vivo con Frida —repitió.

—Siéntate.

Armándose de valor, Volmen lo hizo en la única silla que había disponible, comprendiendo que iba a ser juzgado por los Seis, por algo de lo que no tenía ni la menor idea, y tembló.

Pero se equivocaba.

 

CAPITULO V

 

Y esperó con la vista fija en el Presidente, notando cómo los ojos del resto le examinaban en silencio, que aún era mucho más siniestro que cualquier amenaza.

—Tú eres amigo de Kelf.

No era una pregunta, sino una afirmación, y Volmen contestó con las mismas palabras que ya le respondiera a Frida, minutos antes: —Era —repuso fríamente.

El enigmático semblante que tenía delante de él no cambió de expresión.

—Explica eso, ¿quieres?

—Quiso destruir a Kronos, y también a todo Ser del Planeta. A todos los Robots-Seres.

—¿Es un motivo?

—Para mí, suficiente.

Siguió un silencio, que se hizo espeso hasta que el Presidente se dignó romperlo con voz aflautada: —¿Qué sabes de él?

—¿De Kelf?

—Sí.

—Nada. Al parecer, ha logrado escapar de la Gran Ciudad.

—Nadie puede escapar del poder de Kronos, ni del mío.

—Lo sé. Pero tú eres mortal.

—¿Qué quieres decir?

—Que puedes tener errores..., pero no, Kronos.

Otro silencio, ahora más corto que el anterior.

—Alguien le está ayudando, Volmen.

Se estremeció ante aquella afirmación dicha del mismo modo, en el mismo tono, y sin que aquel semblante hermético expresara nada.

—Puede ser. Kelf tiene amigos en la Gran Ciudad. Todos los tenemos.

—También lo sé. Tú eres uno de ellos.

Por segunda vez, Volmen se estremeció.

—¿Tratas de acusarme de haberlo hecho yo?

—Aún no, pero hay algo que deseo averiguar.

—¿Y es,..?

—Anoche. No estuviste con Frida. Uno de los Robots-Guardianes te vio en la calle, cuando salía el sol. ¿Dónde fuiste?

—Salí a ver a..., a... —vaciló un poco, y añadió, sabiendo que tenía que hablar, que decir algo—: Traté de ver a Alvia.

—¿Por qué?

—Es hermosa.

—¿Y Frida? ,

—También lo es. Estaba dormida y completamente sola, cuando llegué. Entonces, Kelf era mi amigo, y la visita, no programada, sólo tiene una pequeña sanción, y tú lo sabes, Presidente. Regresé, y al salir a la calle, oí la alarma. Entonces me escondí, sabiendo lo que iba a pasar. Podían confundirme con alguien, y a nadie le gusta morir sin culpa. Clareaba el día cuando abandoné mi escondite, ya que la cosa parecía más calmada, y fui a mi casa.

Aquello tenía todos los visos de ser verdad, y el Presidente formuló una nueva pregunta:

—¿Qué te dijo Frida cuando llegaste? ¿Qué preguntas te hizo?

Volmen contuvo el aliento.

Al fin, había comprendido.

Tal vez el Presidente, avisado por alguno de los Robots-Guardianes, había visto a Frida fuera de la casa, como le vieron a él, a pesar de que no pudo darse cuenta del hecho.

Contestó:

—No se encontraba en la casa.

—¿No...?

Silencio.

Aterrador, a pesar de que no duró muchos segundos.

—Contesta, Volmen; ¿dónde fue Frida?

—Cuando regresó, ya entrado el día, dijo que había ido de compras, pero no la creí.

—Entonces, según tú, estuvo fuera toda la noche.

—Sí.

—¿Con quién?

Volmen esperaba la pregunta, y no parpadeó.

—Tal vez con Kelf —replicó fríamente.

—¿Cómo lo sabes?

—Ella no me dio hijos. No siente amor por mí.

—Kronos te la destinó.

—Lo sé, y yo acaté esa orden, pero ella no.

—¿Por qué?

—Por los hijos. No me los dio ni me los dará nunca.

—¿Te lo dijo Frida?

—Hay cosas que no hace falta que se digan.

El Presidente tardó varios segundos en contestar, mientras que el resto de los Miembros del Consejo se mantenía en silencio, pero tomando notas.

—Vete, ahora.

Se sorprendió ante la inesperada orden, pero se puso en pie.

—¿A mi casa?

—No. Alvia está con Kronos. Ve y ayúdale... y vigílala. Alvia es preciosa para Kronos y para el Consejo.

—¿Y Frida?

—No hagas nada..., si la ves, si llegas a verla, ¿comprendes? Pero si es así, y pregunta, puedes hablarle de esta entrevista, pero adórnala a tu modo. Y ahora, vete, Volmen. Y cuidado con Alvia. Me respondes con...

—Sé a lo que me expongo —repuso, dando media vuelta para situarse entre los dos Robots-Guardianes que le estaban esperando.

Salió, ante un silencio de tumba.

Cuando quedaron solos, el Presidente les miró, uno a uno, y luego clavó los ojos en Siegel.

—¿Qué noticias hay de tu Continente? —preguntó.

Bajo, rechoncho, parecía un animal inteligente, que no otra cosa cualquiera.

—No pudimos encontrar al que hizo esa llamada.

—¿Cómo es eso?

Siegel hubiera podido responder que por el mismo motivo que Kronos no lograba dar con el paradero de Kelf, pero se guardó muy bien de mencionarlo, y lo que contestó fue: —Escapó.

—¿Qué es lo que...?

—Sencillamente que escapó. Cuando mis Guardianes encontraron el lugar donde debía estar, esa cosa ya no se encontraba allí.

—¿Cómo explicas eso?

Sin perder su habitual calma, Siegel respondió:

—Sencillamente, se marchó por donde había venido.

—¿Sí...? ¿Y adonde se fue? Kronos querrá saberlo.

—A las estrellas. Vino de allí, Presidente.

—¿De las estrellas...? ¡Eso es una locura! Una cosa de las estrellas, que viaja por el espacio hacia nosotros sólo para avisar a Kelf de que no haga...De que desista de su empeño. Te estás burlando de mí, Siegel.

—Sabía que ésa sería tu reacción..., pero te traigo las pruebas de que digo verdad. Muestras del lugar donde se posó la nave que traía, y de cómo quedó todo a su alrededor, cuando despegó.

—¡Dámelas!

Y alargó su sarmentosa mano hacia él, provista de largas y afiladas uñas.

.Lo mismo que si se tratara de las de una garra. Y Siegel se las entregó.

 

CAPITULO VI

 

No podía dormir, no podía estarse quieta, no podía hacer nada como no fuera esperar a Volmen.

Temía aquella llegada.

Y al meditar de aquel modo, Frida pensaba en Kelf, preguntándose, in mente, si aún estaría donde le dejó, si cumpliría la promesa que le hizo de esperarla.

Cierto que podía abandonar la casa en aquel mismo momento, pero no menos cierto que había Robots-Guardianes en las cercanías.

Bastaría que uno de ellos la viera salir para que avisara a la Gran Casa, y Kronos la mandaría seguir o detener, y ambas cosas eran malas, tanto para Kelf, como para sí misma.

Allí la harían hablar.

Tendría que hacerlo, aunque no quisiera.

Pensó en Alvia.

¿Todavía en la Gran Casa, o con Volmen?

Podían estar juntos, desde luego, en la nave desde donde Kronos dirigía los destinos de la Gran Ciudad y del Planeta.

La ventana y el lecho, el lecho y la ventana, hasta que finalmente, completamente rendida, Frida se quedó dormida.

Cuando despertó, eran las doce del nuevo día.

Volmen no había vuelto.

Se acercó a la ventana.

La calle, al parecer, estaba igual que todos los días, pero había Robots-Guardianes que la patrullaban de un lado para otro.

Frida se apartó de allí.

La intensa búsqueda de Kelf continuaba, era como si Kronos tuviera la completa seguridad de que no había abandonado la ciudad.

Frida recordó lo programado para aquel día, pero Volmen no se encontraba a su lado para ayudarla a cumplimentarlo.

¿Hacerlo completamente sola?

La Fuente, el paseo, los árboles, el amor junto a las susurrantes aguas de un arroyo.

¡Era ridículo!

Se preparó la comida, pero apenas si pudo pasar bocado, y al terminar, una vez más, fue a la ventana.

Los Robots-Guardianes se habían ido.

Sonrió.

Esperar la noche.

Horas de impaciencia, en el transcurso de las cuales Volmen podía presentarse, y no lo deseaba de ninguna de las maneras.

¿Salir a la calle?

Aunque no quisiera, tenía que hacerlo.

El día presente, lo que quedaba del mismo, era solamente para ella, pues, al parecer, Kronos había olvidado regir su destino, aunque sólo fuera por el momento.

Lo hizo.

En la puerta, sobre la acera, Frida miró a su alrededor, y empezó a andar.

Se sentía satisfecha.

Todo parecía tranquilo, en calma, como si Kelf no hubiera existido o como si el hecho jamás se hubiera consumado, pero no era así.

Miró hacia atrás.

Nada ni nadie.

La multitud, yendo del brazo de la otra multitud del sexo contrario, o simplemente a su lado, dirigiéndose lentamente hacia los lugares de recreo, de esparcimiento, programados de antemano.

Se tocó los senos.

Dentro, entre la carne y el material con que iba vestida, reposaba la pistola de rayos cósmicos, capaces de pulverizar uno de aquellos edificios que tenía a su derecha o a su izquierda.

Dobló a la izquierda tan pronto como alcanzó la segunda bocacalle, y continuó andando sobre la acera, al parecer indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor, aunque no era así, ni mucho menos.

Los vio, pocos minutos más tarde.

Dos Robots-Guardianes, uno en cada marco de la puerta que daba acceso al interior de la casa que Kelf habitaba, en compañía de Alvia.

Frida hizo ademán de retroceder, pensando que aquello ya debía haberlo previsto, pero ellos también la habían descubierto.

Se acercó, fue a formular una pregunta, pero el Robot se adelantó a sus deseos.

—Tú eres Frida, ¿verdad?

—Soy esa que dices —respondió, procurando no perder la calma.

—¿Qué quieres?

—Ver a Alvia.

—¿Por qué?

Los ojos metálicos del Robot estaban fijos en los suyos, y Frida se preguntó si no estaría ya transmitiendo a la Gran Casa su respuesta, e incluso su imagen parlante.

—Es mi amiga —respondió—. El Presidente lo sabe.

—No es suficiente.

—¿Por qué?

—No estoy programado para contestar preguntas, sino para hacerlas. Márchate, Frida.

La muchacha se mordió los labios.

—¿Dónde puedo verla?

—¿A quién?

—A Alvia.

—En la Casa Grande, pero no podrás pasar. Ve a casa, Frida, y descansa.

Se volvió, dando la espalda, y continuó andando, ahora a la inversa. En una de las calles principales entró a ver un espectáculo público, con el ánimo dispuesto a pasar lo mejor posible las horas que le faltaban para el anochecer, pero no pudo.

El pensamiento, y sobre todo el recuerdo de Kelf, no la dejaron.

Amaba a Kelf, lo había amado siempre, pero Kronos la envió a vivir con un Ser como Volmen.

Las estrellas, las brillantes luces que como soles convertían la Gran Ciudad en ascua de luz.

Frida empezó a andar.

Alejándose más y más de lo que en el siglo XX se dio por llamar casco urbano de la ciudad, buscando salida.

No deseaba tomar un vehículo, sabiendo que, más tarde o más temprano, el Robot-Conductor llamaría a Kronos, diciendo que la vieron fuera de casa y a aquella hora.

Las rampas de lanzamiento...

Sin saberlo, Frida estaba pensando en lo mismo que ya pensara Kelf, para, al cabo de unos segundos, llegar a la misma conclusión que aquél.

El Presidente o Kronos lanzaría naves en su busca, y les desintegrarían mucho antes de poder abandonar la Galaxia en que se movía el Planeta.

La Galaxia I.

Era horrible.

Dos Robots-Guardianes aparecieron casi frente a ella y, con una mirada aterrorizada mientras su mano derecha se acercaba al nacimiento de los senos, saltó hacia el interior del oscuro portal que tenía a su alcance, un par de yardas a su derecha y por delante de ella.

Tenía la extraña pistola en la mano cuando se pegó contra una de las paredes y prestó atención a sus metálicos pasos sobré la acera que acababa de abandonar.

Les oyó hablar, y el corazón, a pesar de ir armada, se le encogió.

Pero pasaron de largo.

Frida suspiró, satisfecha, guardó el arma, abandonó el portal y continuó andando.

 

CAPITULO VII

 

—Kelf..., Kelf... ¿Estás ahí, Kelf...?

Dio un par de pasos más, bajo la bóveda de estalactitas y susurró:

—Vamos, Kelf... ¿Estás ahí...?

Entonces le vio, apareciendo frente a sus ojos, y procedente de uno de los recodos de la caverna, sin una sonrisa, pero examinándola de pies a cabeza, exactamente como si no la hubiera visto nunca.

—Has tardado mucho, Frida. Unas veinte horas —miró su reloj—. Las once —dijo—, ¿del día o de la noche?

—Es de noche, Kelf. Grábatelo en la memoria, por si algún día no puedo venir. ¡Oh, Kelf...!

Y con un ligero grito, corrió a sus brazos.

Tras besarla, aún entre sus brazos, susurró:

—Ven, Kelf, cenaremos juntos. Yo aún no lo he hecho.

La prendió de la cintura, y se acercaron hasta la pequeña cueva donde pasaron la noche anterior.

—¿Vas a quedarte?

—-Sí.

—Eso es peligroso.

—Lo sé.

—¿Y aun así...?

—Aun así, voy a hacerlo.

Pero no fue hasta mediada aquélla, cuando Frida empezó a hablar seriamente.

—Estuve en tu casa —empezó.

Le miró a los ojos.

Los grises de Kelf se le mostraron impasibles.

—¿Y...?

—No pude ver a Alvia.

Kelf esperó, al parecer sin interés alguno en lo que tenía que decirle, pero no era así, y Frida supo comprenderlo.

—Había Robots-Guardianes de vigilancia. Hablé con uno de ellos, Kelf.

El continuó callando por lo que la joven continuó:

—Me dijo que se encontraba en la Gran Casa. Con Kronos o con el Presidente. Eso no pude averiguarlo.

—¿Y Volmen?

Frida hizo una mueca de desagrado.

—Estoy contigo, ¿no?

—¿Es una respuesta?

—Lo es, Kelf. Te amo; te amé siempre, y ahora no creo que puedas dudarlo.

Pero había algo más importante que aquello, y ambos lo sabían.

Fue el propio Kelf el que puso el dedo en la llaga, como vulgarmente se dice, al preguntar:

—¿Hasta cuándo voy a estar aquí, Frida?

Le miró a los ojos.

—El salir significaba la muerte para ti.

—El quedarme aquí, por lo menos para mí, tiene el mismo significado.

—Explícame eso, ¿quieres?

—Esto es hermoso, si no fuera tan siniestro, por lo menos en su significado. Se puede visitar... con otro Ser del sexo opuesto.

—¿Como en nuestro caso?

—Sí, así es, pero por unas horas, y no para siempre, ¿comprendes?

—Creo que sí —le miró pensativamente, y continuó con una pregunta—: ¿Qué piensas hacer, Kelf?

Y había angustia en su voz, que él simuló no percibir.

—Salir.

—¿Esta noche? Eso es una locura.

—Esta noche, no, Frida, porque te tengo aquí, pero lo haré tan pronto como dejes de venir.

—No lo haré nunca. <

—Volmen te buscará. Lo hará ahora, si no lo está haciendo ya. Tan pronto como note tu ausencia, dará parte a cualquiera de los Robots...

—¿Y eso te preocupa, Kelf?

—Sí. ¿A ti no?

—No —hizo una ligera pausa, y añadió—: Escucha, Kelf, hay una salida. Lo entiendes, ¿verdad? Las rampas de lanzamiento. Tú posees un arma y yo, otra. Podemos terminar con el Robot-Cohete y..., y... yo te acompañaré a las estrellas. Quiero estar contigo para siempre, Kelf.

—Terminarían con nosotros antes de que lográramos salir de la Galaxia I.

—Moriremos juntos.

—Eso no voy a...

Frida le interrumpió, casi con violencia:

—Será así, pues está decidido. Yo no puedo regresar al lado de Volmen. Ni puedo ni quiero, ¿comprendes? —vaciló un poco, y continuó, al cabo de unos segundos de silencio—: Voy a tratar de comprobar por mí misma la vigilancia que hay en las rampas, y regresaré a tu lado. Si todo va bien, saldremos juntos y...

—¿Te marcharás ahora?

Frida le sonrió.

—No. Me iré con la salida del sol, y para tu tranquilidad te diré que no entraré en la Gran Ciudad. Desde aquí, se puede llegar a las rampas, sin que ninguno de los Robots-Guardianes me vea. Vamos, termina de cenar.

No respondió, pero su ágil cerebro de computadora electrónica, trabajaba al máximo rendimiento hasta que, por fin, dieron cuenta de la cena.

Entonces surgió la pregunta en boca de Kelf:

—Aún no me has dicho si viste a Volmen, Frida.

Ella se le acercó, tomó una de sus manos y casi le * obligó a que rodeara su cintura.

—¿Hace falta eso, Kelf? —preguntó en un susurro, y rozando su oído derecho con sus labios.

—¡Sí. Creo que sí.

—De acuerdo, vi a Volmen.

—¿Y...?

— Yo siempre cumplo mis promesas.

—¿Nada más?

—¿Puede haber otra cosa?

—No, tal vez no —replicó Kelf pensativamente—, pero me gustaría saber qué fue lo que ocurrió.

Entonces, Frida se lo explicó todo.

—¿Nada más...?

—Pero, Kelf... yo...

Le estaba besando ya sin concluir la frase, por lo que ahora el abrazo entre los dos duró mucho tiempo, y no obstante, Frida le abandonó con el amanecer, exactamente como le había prometido.

La roca se cerró a su espalda y, frente a ella, alumbrada ya con la claridad del nuevo día, vio la senda que la conduciría hacia aquella otra que cerraba el pasadizo que daba directamente a su casa, sin dar el rodeo que diera la noche anterior para ir a ver a Kelf, evitando de este modo volver allí, por si se tropezaba con Volmen.

Entonces vaciló.

Una vez más, y ahora en pleno día, tenía que dar un amplio rodeo, hacia las rampas de lanzamiento, sin pasar, como ya le dijera a Kelf, por la Gran Ciudad, donde podrían estar esperándola.

Volmen, entre ellos.

Volmen y Alvia.

Continuó andando, con la mano derecha a la altura de los senos, durante escasos minutos.

Eran seis, que surgieron ante su vista de otros tantos puntos, y, al verles, comprendió que todo estaba perdido.

Incluso Kelf, su amante de unas horas, lo estaba,

Levantó la mano y tiró hacia abajo de aquella especie de blusa que llevaba puesta, el tejido se desgarró y el arma brotó en su mano.

Loca de terror, aterrorizada, la agresión partió de ella.

Disparó.

Frente a sus ojos hubo un chispazo azul, una lengua de fuego, y el Robot-Guardián desapareció de sus retinas, en tanto que el árbol que tenía directamente a su espalda se convertía en una tea que también se esfumó en cuestión de un quinto de segundo, no sin que Frida notara en su espalda la ola de calor que casi la derribó al suelo.

El segundo rayo cósmico rozó su cabello y se perdió en la montaña, con el estampido de un trueno, y apretó el disparador por segunda vez.

Otro de los Robots desapareció del Planeta, convertido en chispas multicolores, pero Frida jamás llegó a verlo porque en aquel preciso instante le alcanzó une de los rayos.

No notó nada.

Sencillamente, desapareció.

En el suelo, en el lugar donde había tenido puestos los pies, sólo quedaba una ligera mancha sobre la hierba,

  *

 

—¿Me estás vigilando, Volmen?

—¿Yo...?

Hubo un silencio, mientras la miraba fijamente.

Ambos se encontraban en la casa de Kelf, luego de haber sido sometidos, una vez más, pero ahora en común, a un sin fin de preguntas.

Luego abandonaron la Gran Casa, muy juntos, y después de la cena de aquella noche, surgió la pregunta en boca de ella.

—¿No contestas? Vamos, Alvia, ¿qué te hace suponer esto?

Ella miró a su alrededor.

—Todo esto —dijo, con extraña entonación en la voz—. ¿Fue Kronos el que te lo ordenó, o sencillamente lo hizo el Presidente?

—No te entiendo.

—¿No...?

—Claro que no, Alvia. Hablé con Kronos y con el Presidente. Eso es cierto, y ambos lo sabemos.

—¿De qué?

—De ti. Le pedí que te dejara venir conmigo.

—¿Y...?

—Ahora estás aquí.

—Lo que quiere decir que aceptaron, ¿no?

—Sí, así es.

—No me gusta.

Volmen la miró con sorpresa.

—¿Por qué ? —preguntó—. Tú siempre me amaste, Alvia.

—Sí —repuso ella, sin alterarse, con aterradora frialdad—. Pero no de este modo.

—¿Hay otro? Kronos elige y nada más. Ahora Frida no cuenta. La están buscando con órdenes de matarla, de hacerla desaparecer del Planeta. Saben que ayudó a Kelf.

—Y de que lo sepan, te has encargado tú, ¿no?

—Sí, así es. Lo que siento es no saber dónde se encuentra él.

—¿Irías a buscarle?

—Claro.

—¿Solo?

—Sí.

Alvia dejó transcurrir unos segundos de silencio, y luego, de un modo repentino, volvió a lo anteriormente dicho: —Estábamos hablando de Kronos.

—Lo sé. Decías...

—Que no me gustaba esto.

—¿Por qué?

—Porque mis sentimientos no cuentan. Ni los míos ni los de las demás. Sólo el sexo contrario. El tuyo, Volmen. Basta con pedir, con desear, para que Kronos Io conceda.

—¿Y no te gusta?

—No.

—‘¿Ni conmigo?

—Ni contigo, Volmen.

El achicó los ojos.

—Estás hablando como Kelf, Alvia. Es así, aunque tú no te des cuenta.

Alvia le miró, furiosa.

—No estoy pensando como él, ni mucho menos —declaró—. Es un sentir. Una idea.

—No hay ideas, Alvia.

—Eso es lo que dice Kronos, pero el pensar... Bueno, es algo que no se borra. Ni el derecho de tener ideas tampoco.

—Se borraron cuando Kronos entró en el Poder del Planeta.

Alvia no quiso discutir y, en vista de que callaba, Volmen se puso en pie, rodeó la mesa y se acercó.

Sus grandes manos fueron a los hombros de ella, y Alvia levantó la cabeza para mirarle.

Se estaba inclinando sobre sus labios..., y lo deseaba como jamás deseara cosa alguna, pero se apartó de él, de modo instintivo, cuando trató de besarla.

Volmen, sin soltarla, la miró atentamente.

—¿Qué es lo que ocurre contigo, Alvia? —preguntó.

—Kelf.

Volmen la soltó y se apartó unos pasos. Luego maldijo entre dientes.

—¿Qué ocurre con Kelf?

—Aún vive.

—Eso no cuenta para Kronos.

—Pero sí para mí —abandonó el lugar en que se sentaba y le enfrentó abiertamente al añadir—: Si quieres, Volmen, se lo puedes decir al Presidente. Mata a Kelf, y me tendrás, pero no antes.

—No voy a decirles nada de eso. Ni a Kronos ni a...

Ya no le escuchaba.

Dando media vuelta, Alvia se alejaba de su lado, en dirección a la puerta que daba acceso al dormitorio.

Volmen no se movió, sólo la miraba, hasta que repentinamente la llamó.

 

CAPITULO VIII

 

Los cuatro se miraron entre sí.

El silencio era impresionante, hasta que uno de ellos Io rompió con una pregunta:

—¿Visteis la roca?

—La vimos.

—Y Kelf puede estar detrás.

—Kelf está detrás —afirmó el cuarto—. Pero hay que tener cuidado. Kronos ha preparado algo para él, mucho peor que la muerte.

—¿Lo sabes?

—No. Sólo la orden. Tiene que ser vivo, o nos destruirá.

Ya no hablaron más.

Los cuatro Robots-Guardianes empezaron a separarse entre sí, trazando un semicírculo mortal, en cuyo centro quedaba la enorme roca que cerraba la entrada a las entrañas del Planeta.

Luego, se detuvieron.

La distancia era conveniente.

Ahora o nunca.

El Robot-Guardián-Jefe, lo pensó así, pero no Jo dijo.

Simplemente, levantó la mano armada y el rayo partió.

La roca produjo un chasquido, un chispazo, y se resquebrajó a todo lo largo y ancho, pero no cedió.

—Hay que tener cuidado ahora —dijo a los demás que, como estatuas, completamente inmóviles, contemplaban la escena.

Ajustó el arma y la levantó.

Al otro lado de la roca, en el centro de la caverna. Kelf saltó de costado, llevando la suya, y se pegó a una de las paredes, con los ojos fijos en el otro lado, hacia la entrada, que parecía cerrada a cal y canto.

El suelo temblaba.

Sobre su cabeza, las estalactitas crujían siniestramente.

Otra descarga de aquella clase, y el techo se vendría abajo, sepultándole.

Pensó en Frida.

¿Qué había sido de Frida?

¿Acaso la vieron salir de allí?

Era lo más seguro, así como también que la hubieran seguido hasta la entrada de la caverna, pero no con el tiempo suficiente para lograr entrar en ella.

Lo demás, el resto, era de una sencillez aterradora.

Mientras, ajenos a lo que’ ocurría fuera, se amaban y se abrazaban, la Muerte había estado acechándoles.

Alvia y Volmen en la Gran Casa.

Frida se lo había dicho, y Volmen...

Bueno, él pudo poner en antecedentes el Presidente, sospechando acertadamente que ella estaba con él, que había que seguirla, que había...

Algo parecido a un lejano trueno estalló frente a él, vio la luz, casi cegándole, y la roca de entrada se pulverizó, dejando el amplio hueco al descubierto.

Y la claridad del sol, deslucida por el polvo y por los cascotes que empezaban a caer del techo.

Pegado a las paredes, transpirando, respirando el nauseabundo olor de la piedra derretida, Kelf avanzó unos pasos, tambaleándose, hacia el hueco que ahora empezaba a divisar con perfecta claridad.

Con más claridad a cada segundo que transcurría, y' a medida que el polvo iba disminuyendo, en tanto que a su espalda, a la vez que lo iba dejando atrás, el techo empezaba a desplomarse, con ruido de infierno.

Fuera, muy cerca de la entrada, los cuatro Robots-Guardianes ajustaban las armas para NO MATAR.

En el interior, con la espalda pegada a las rugosidades de la roca, Kelf se deslizaba hacia la salida.

Sabía que tenía que darse prisa, o no la alcanzaría nunca.

—Kelf...

No contestó.

A su espalda, el trueno del derrumbamiento aumentaba de intensidad.

La montaña entera se bamboleaba.

—Kelf... Sal de ahí, Kelf... o morirás. Kronos quiere verte. Desea que te presentes al Consejo. El Presidente lo quiere también.

Pensó en Frida.

¿Qué habían hecho con Frida?

Y no contestó.

Siguió avanzando, con el corto y grueso cañón del arma apuntando al frente y el dedo tenso sobre el disparador automático.

¿Cuántas cargas le quedaban?

No lo sabía ni le importaba, en aquel momento.

El suelo se abrió casi junto a sus pies, y se tambaleó aún más, sujetándose con los dedos y uñas de la mano izquierda a las salientes de la pared de roca.

El movimiento del suelo se estabilizó.

Eran unos segundos, tal vez menos, y quizá se abriera del todo, llevándoselo consigo hacia las profundidades del planeta.

—Kelf...

El ruido casi le ensordecía, por lo que no escuchó aquella nueva llamada.

A pocas yardas de distancia de su cuerpo, algo cayó del techo, y la nube de polvo le envolvió, haciéndole toser.

Entonces saltó, pero no cayó de pie al otro lado de la entrada, sino rodando sobre sí mismo, mientras que los rayos que ahora enviaban contra él, paralizantes, según sospechaba, producían leves chasquidos a su alrededor.

Abrió fuego.

Una, dos, tres e incluso cuatro veces, y les vio arder en una llamarada infernal, y desaparecer de su vista, como tal vez desapareciera Frida.

Se puso en pie, respirando profundamente.

A su espalda, siempre a su espalda, con un horrible estampido, el techo de la caverna se desplomó, y el movimiento sísmico que produjo le lanzó primero de bruces, y luego rodando a varias yardas de distancia.

Roto, jadeando, sudoroso, lleno de magulladuras y arañazos, Kelf se puso en pie, sin soltar el arma.

Pasado el temblor luego del trueno del derrumbamiento, el silencio era impresionante.

Kelf miró hacia atrás.

Más de media montaña se había hundido en el interior del Planeta, y ante sus ojos sólo quedaba un panorama desolador de rocas partidas, árboles destrozados y grietas, espantosas grietas en la tierra y en la roca.

Apartó los ojos y miró a su alrededor.

Kelf llamó a Frida.

Una, dos, varias veces más, y luego perdió más de tres horas buscándola, hasta que sé convenció a sí mismo de que ya no la vería más.

Entonces empezó a andar.

El llamado moderno laboratorio de finales del siglo XX, en su lejana época.

El gas letal, descubierto por una casualidad, las explosiones del tubo de vidrio que tenía en sus manos...

Siguió andando hacia la entrada que daba acceso al túnel que debería llevarle a la casa de Frida.

Volmen estaría allí, esperándola, pero ella no acudiría jamás.

Frida había cancelado, de una vez para siempre, todas sus citas.

El gas... Ia explosión, y más tarde, el despertar.

El Hospital Central de la desaparecida Washington, capital federal de los Estados Unidos de América.

El lecho y sus ojos...

Sus ojos; había perdido la vista.

Los vendajes en torno a su cabeza y la mutación.

No había esperanza, pero la mutación se produjo en su interior, sin que se emplearan medios humanos para hacerlo, y sus ojos recobraron la lucidez, la vista.

El gas letal, la fórmula perdida..., y su secreto...

Luego, el Centro de Investigación de Washington, y todo lo demás.

Durante generaciones enteras, sus células muertas eran expulsadas de su cuerpo por las vivas, y su composición bioquímica se renovaba continuamente... como en una antiquísima reacción nuclear en cadena.

Eso era su cuerpo, una reacción en cadena de los millones de células que lo componían, produciendo una vida que podía durar hasta lo infinito..., si Kronos no decidía lo contrario, y al parecer, lo había decidido ya.

El pasadizo, la puerta de entrada.

Kelf tardó horas en llegar a la casa de Volmen, pero ahora su visita era de otra clase. Ya no podría ver a Frida allí pero sí a Volmen. El, aunque no quisiera, le contaría lo que pensaba el Consejo.

Todo cuanto le interesaba saber, incluso el número de Robots-Guardianes que había en las rampas, y si podía... Ia meta eran las estrellas.

Tal vez por allí había una vía de escape.

La puerta, cerrando su paso.

Es decir la trampilla sobre su cabeza.

Kelf la empujó hacia arriba, y escuchó sin soltar el arma.

¿Cuántas cargas le quedan...?

Ni siquiera terminó de formularse la pregunta, el silencio en el interior de la vivienda era absoluto, por lo que terminó de levantarla, y entró en la habitación.

Recordó a Frida.

La recordaba, a medida que registraba la casa.

Volmen no se encontraba allí.

¿En la suya, amando a Alvia?

Era posible, si la orden había partido de Kronos o del Presidente.

La calle.

Se pegó a las paredes y caminó, procurando mantenerse en las sombras, con la espalda pegada a las fachadas de las casas, en la Gran Ciudad que ahora, y debido a su silencio, semejaba la Ciudad de los Muertos.

La puerta.

Kelf vaciló.

A su alrededor, el silencio.

Le estaban buscando aún.

Eso era todo; Kronos quería las calles completamente despejadas de peatones y de circulación rodada.

Tan solo estaría permitido el paso de los Robots-Guardianes, a pie o en los vehículos-cohete.

Rebuscó en sus bolsillos.

La llave; aún la tenía.

Abrió, cerró del mismo modo, sin producir un solo rumor, y entró, corredor adelante hasta el llamado comedor, donde las sillas y mesas aparecían procedentes del suelo, apretando un simple botón, de uno de los paneles que había en la pared.

Nada de esto aparecía a su vista, por lo que sospechó que tanto Alvia como Volmen brillaban por su ausencia.

Cruzó la sala y entró en el dormitorio.

Allí esperó hasta que les oyó entrar.

Kelf se acercó a la puerta y escuchó.

¿Media hora... una?

Quizá fue bastante menos cuando se apartó de allí para ir a situarse en el extremo opuesto del dormitorio.

 

  *

 

—Alvia.

Con la mano rozando la puerta, se volvió a mirarle. —Sí.

No se acercaba.

Volmen lo pensó así, pero no lo dijo.

—Esa llamada telefónica... —empezó.

La vio sonreír.

Se humanizaba, según creyó.

—La hiciste tú. Y mentiste a Kronos.

—Todo el mundo miente a Kronos..., pero él no lo sabe. Es lo único que no puede saber. Por otra parte, tú me diste la idea.

—Lo sé. Pero sólo fue eso, una posibilidad.

—Demostraste conocerle bien... o leíste en su mente.

—No leo en mente alguna, Volmen, pero, como dices, conozco a Kelf. Sabía que tramaba algo, y te lo dije. Lo demás... fue obra tuya. Ahora, de haberme equivocado...

Se rió.

—Hubiera ocurrido lo mismo. Kronos hubiera actuado del mismo modo. La operadora y esa llamada del otro continente eran suficientes para la destrucción de Kelf, aún siendo una mentira. ¿Comprendes?

—Sí, creo que sí —hizo una pausa, que Volmen no interrumpió, y añadió, al cabo de unos segundos de silencio—: Vino de las estrellas, según dices, ¿no? ¿Cómo... cómo...?

Volmen avanzó un paso, y ella dio otro hacia él.

Se rió una vez más cuando quedaron frente a frente, casi rozándose.

—Utilicé una de las naves de las rampas. Destruí el Robot-cohete y...

—¡Volmen!

—No hay peligro, Alvia. El viaje sólo dura minutos... larga distancia, y el aviso a Kelf. Deseaba que alguien captara la llamada, por si tú estabas equivocada en tus sospechas, pero no fue así, y Kelf, a pesar de todo, actuó como esperabas. Luego... Bueno, después de la llamada, regresé. Cuestión de minutos, Alvia.

Se acercó más, cosa que parecía completamente imposible.

—Y no me vieron. Ni al salir ni al regresar. Pude hacerlo desde aquí. Pedir el continente y, a través del mismo, la casa de Kelf en la Gran Ciudad, pero la operadora se hubiera dado cuenta. Ahora quedamos los dos.

Ella no dijo nada, pero retrocedió un paso, apartándose un poco.

—Alvia.

—¿Sí?

—Voy a quedarme. Lo entiendes, ¿verdad?

Sacudió la cabeza.

—Sigue estando Kelf, como te dije.

Retrocedió otro poco; hasta la puerta.

Volmen no se movía, sólo la miraba.

Kronos dijo...

—Eso ya me lo explicaste antes, y la respuesta es la misma.

—¿Kelf...?

—Así es. El no cuenta, pero sigue viviendo. El y Frida.

—A Kronos no le importa.

Estaba abriendo la puerta cuando ladeó la cabeza para mirarle.

—Antes hablamos de esto, Volmen.

Terminó de abrirla y Volmen quedó allí, en el centro de la estancia, con los ojos fijos en su espalda.

Así mismo vio cómo la cerraba, luego de haber cruzado el umbral.

 

  *

 

Alvia estaba abriendo la puerta.

Odiaba a Alvia; la había odiado siempre, y no por causa de ella misma, sino por Kronos.

Luego vino lo de los hijos, y la odió aún más; casi con un odio irracional, propio de una bestia inmunda.

Como ella le odiaba a él.

Kelf estaba seguro de aquello.

Estaba cerrando a su espalda, y parpadeó un poco cuando encendió la luz.

—¡Tú!

Fue un susurro, muy leve, pero que, sin embargo, oyó con perfecta claridad.

La estaba apuntando, y ella le miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Desde..., desde cuándo estás aquí, Kelf...?

Un nuevo susurro, pero claro, diáfano como el tubo de cristal que hacía milenios le explotara en las manos, causando su ceguera.

—Hace bastante, aunque con seguridad no lo sé. Vamos, Alvia, continúa adelante, y siéntate. Ahí en el lecho. Es un buen lugar para ti; el mejor.

—Kelf...

—Siéntate.

—Kelf...

—¿Sí...?

—¿Qué..., qué vas a hacer conmigo?

—Podría terminar de una vez, pero no quiero. No lo deseo, a pesar de todo, ¿entiendes? Pero puedo cambiar de idea. Eso te toca decidirlo a ti.

—¿Qué debo hacer? ¿Sabes lo de la llamada...?

Kelf respondió, invirtiendo el orden de las preguntas, al dar la respuesta:

—Lo he oído. Respecto a lo otro... sentarte.

No respondió de momento, se le acercó, pasó por su lado, rozándole, rozando también el cañón del arma, que no dejaba de apuntarla entre los pechos, y se sentó donde Kelf le indicara.

Pensando en si Kelf sabría que Volmen se encontraba en la habitación contigua, en la que hacía las veces, de comedor, y se dijo que sí, puesto que él afirmaba que conocía lo de la llamada del continente; que lo había oído.

Pero lo que repitió fue:

—¿Qué vas a hacer conmigo?

—Hablar.

—¿Sólo eso?

—Sí.

Alvia miró a su alrededor.

—Te están buscando, Kelf. Kronos te busca por todo el Planeta.

—Eso quiere decir que creen que logré escapar de la Gran Ciudad.

—Eso no quiere decir nada, y tú lo sabes.

Era una verdad; más que eso, una gran verdad.

—‘Lo sé —respondió—. ¿Qué van a hacer conmigo? Tú lo sabes. Estuviste en la Gran Casa, con Kronos y Volmen.

—Amo a Volmen.

—Lo sé —sonrió—. Hace poco te oí decir que no te tendría hasta que no me hubiera matado. Si lo hace, Alvia, Kronos y el Presidente terminarán con vosotros dos.

—También lo sé.

—Era cambiar de conversación y Kelf no lo deseaba, por lo que continuó como en un principio.

—Habla, Alvia —dijo—. Te estoy escuchando. ¿Qué piensan los de la Oran Casa?

—No lo sé. Y ahora puedes terminar conmigo, Kelf. No parpadearé ni temblaré ante ti. ¿A qué esperas?

—Una pregunta más.

—¿Sí...?

—Los Robots-Guardianes de las rampas, Alvia.

Ella le miró con los ojos muy abiertos.

—¡Estás loco, Kelf, si crees que vas a abandonar el Planeta de ese modo!

—Lo intentaré..., y tal vez me decida a llevarte conmigo.

—Kronos no lo permitiría.

—Pero yo sí... y él está muy lejos... a pesar de tenerle tan cerca. Por lo menos, para ti.

Pensaba en Volmen, que no entraba, que se encontraba allí, a pocas yardas de ellos, y que también llevaba un arma.

Exacta réplica de la que Kelf sostenía en la mano.

—No lo harás.

—¿Por qué?

—Porque yo sí te mataría, Kelf, aunque fuera cerca de las estrellas. Me has odiado siempre porque jamás quise darte un hijo y porque Kronos me envió a ti, cuando tú deseabas a Frida.

—Ponte en pie, Alvia.

—¿Qué...?

—Que te pongas en pie..., y camines hacia la puerta.

—¿Para qué?

—Quiero ver a Volmen. Sé que está ahí, ya que entró contigo. Kronos le envió, pero no por lo que tú crees.

—¿Qué quieres decir?

—Kronos aún no está seguro de ti, de tu participación en el intento mío de su destrucción, y te vigila. Nadie mejor que Volmen para hacerlo. No hay sentimientos, están prohibidos en el Planeta, Alvia, pero no cuando le conviene a Kronos. Esa es la verdad.

—Tú no puedes afirmar eso.

—Puedo.. Yo soy el único que puede, y también lo sabes.

Alvia se levantó, abandonando el borde del lecho, y se volvió hacia la puerta, empezando a andar.

 

CAPITULO IX

 

Sólo dio dos o tres pasos, se detuvo, y le enfrentó: —¿Qué quieres de Volmen, Kelf? ¿Matarle?

—Voy a hablarle de Frida. De cómo Kronos terminó con ella. Vamos, camina.

Alvia se volvió a la inversa, dio otro paso, y la puerta se abrió encuadrando a Volmen en el umbral.

Ella se llevé las manos a los senos, se apartó a un lado, y ambos apretaron los disparadores al mismo tiempo, y los dos rayos cósmicos encontraron su destino.

Volmen desapareció con un chispazo de luz, el muro que había a su espalda después de barrenar literalmente el llamado comedor, la puerta que daba acceso a la calle, y allí se perdió contra el muro de la casa de la acera opuesta, no sin dejar un enorme boquete, testigo mudo de su paso.

Por su parte, Kelf lo recibió en pleno pecho, dio una completa vuelta sobre sí mismo, y cayó al suelo con los brazos y piernas en cruz, como un muñeco desarticulado.

Con los ojos abiertos, mirándola, viéndola claramente, pero incapaz de moverse ni de pronunciar palabra.

Consciente de lo que ocurría a su alrededor, pero completamente paralizado.

La vio inclinarse sobre él, sonriendo, inclinarse más y más sobre sus labios, besarle, tomar el arma de su mano y acercarse al panel de la pared.

Lo descorrió sin perder la sonrisa descolgó el microteléfono automático, se lo llevó a la boca y dijo: —Kelf está aquí conmigo. Vengan a buscarle.

Se volvió a mirarle, luego de cerrar el panel, y se le acercó.

—Sé que me estás oyendo, aunque no puedas moverte Kelf, ¿comprendes? Y éste es tú fin. Yo... iré a formar parte del Consejo. Ocuparé tu puesto en la mesa, y tú... tú desaparecerás...

Estaban llamando a la puerta.

Se apartó de su lado y la abrió.

Los ojos de Kelf la siguieron hasta en sus menores movimientos, cuando enfrentó a los dos Robots-Guardianes que venían a llevárselo.

Era hermosa, muy hermosa, pero la odiaba.

Siempre la había odiado.

Y continuaba sonriendo cuando se acercaron para llevárselo.

Pero no le acompañó a la Gran Casa.

Quedó allí, en la que habían compartido por espacio de un par de años o tres, Kelf no lo sabía con seguridad porque el tiempo. no contaba para él con los hermosos y rasgados ojos fijos en el boquete que abrió el rayo cósmico que lanzara sobre Volmen.

Tal vez estaba pensando en él, tal vez recordaba el pasado, sus caricias y sus besos; o quizá se trataba simplemente de que, después de lo ocurrido, y al ver cómo se lo llevaban, no sabía cómo reaccionar.

O puede que estuviera pensando en Volmen, al que ya no vería nunca más.

Kelf no lo sabía.

Mediaba el camino de la Gran Casa cuando perdió el sentido.

 

  *

 

No le habían atado.

Esa fue la primera sensación que experimentó al recobrarlo, y miró a su alrededor.

Estaban todos sentados en torno a la mesa, exactamente lo mismo que él.

Pero no en la misma silla que ocupara otras veces, sino en la de los Condenados.

Frente a los suyos, los ojos del Presidente, y el silencio impresionante.

Respiró hondo, y esperó.

No fue mucho.

El silencio lo rompió el propio Presidente con una pregunta:

—¿Estás dispuesto, Kelf?

Sabía lo que significaba todo aquello, por lo que respondió calmosamente:

—Sí.

Giró la cabeza, y entonces les vio.

Una doble hilera de Robots-Guardianes había a lo largo de las paredes, con las armas en la mano.

Durante generaciones enteras, Kelf se había sentido importante, pero nunca como en aquella ocasión.

Kronos y el Gran Consejo tenían miedo.

Le tenían miedo a él; en otras palabras, no estaban seguros de lo que pudiera hacer contra ellos, a pesar de verle allí, completamente indefenso.

Miró al Presidente.

Las hundidas cuencas, fijas en sus ojos, brillaban como diamantes.

—-Que pase Alvia.

No supo a quién daba la orden, ni volvió la cabeza para mirar.

Sencillamente, Kelf continuaba esperando, consciente de cuál iba a ser su destino a partir de aquel momento, pero se equivocaba en toda la línea.

Oyó un leve zumbido, a su izquierda, y adivinó que la pared se estaba abriendo a un lado para dejarla, pasar, pero no miró.

Se mantuvo inmóvil, impasible.

Y siguió del mismo modo cuando Alvia entró en el radio de acción de sus ojos, y se acercó a la mesa.

Se detuvo, con las manos a la espalda, fría e impasible, lejana, en silencio, esperando la siguiente pregunta, que no tardó en producirse.

—¿Sabías que Kelf iba a destruir a Kronos?

—No. Nunca me lo dijo.

—¿Por qué?

—Kelf me odiaba.

—Explica eso.

—El tiene sentimientos. También tiene ideas y eso está prohibido en el Planeta. Y esos sentimientos iban a Frida, que vivía con Volmen.

—¿Qué más?

—Nunca quiso hijos, y Kronos ordenó que los tuviéramos.

—¿Estás diciendo la verdad?

—Sí.

Hubo un ligero silencio, que el Presidente, en su papel de Interrogador, rompió:

—¿Viste como mataba a Volmen?

—Sí. Kelf. Io hizo delante de mis ojos.

Otra nueva pausa, que el Presidente cortó con una pregunta más, pero ésta dirigida a Kelf:

—¿Qué tienes que añadir a lo dicho por Alvia, Kelf?

—Nada.

Alvia le miró, sorprendida.

Indudablemente, no esperaba aquella respuesta, dicha en tono frío e impersonal, como si efectivamente a él no le importara el juicio que se estaba celebrando en su contra ante los Miembros del Consejo, a los cuales perteneciera hasta que tuvo la idea de destruir a Kronos.

—Puedes irte a tu casa, Alvia —replicó el Presidente—. Y espera allí. Kronos te avisará.

No respondió.

Silenciosamente, dio media vuelta y se acercó al panel. El zumbido se repitió, pero Kelf ni siquiera la miró.

Exactamente como minutos antes, sus ojos estaban fijos en el Presidente, que de nuevo le miraba, mientras que los restantes Miembros permanecían como mudos, pero sin dejar de observarle: —¿Por qué quisiste destruir a Kronos?

—El está terminando con los Seres-Robots. De una forma u otra lo hace.

—¿Qué quieres decir?

Kelf dejó transcurrir unos segundos de silencio antes de responder, y, cuando finalmente lo hizo, su voz se elevó un poco de tono: —Nos está convirtiendo en Robots, quitándonos el Ser. A ti, Presidente, a todos ésos y a mí. Y a los del sexo contrario.

—Eso son ideas, Kelf.

—Las tengo, y no se puede evitar. Tú no puedes evitarlo, y lo sabes. Kronos, también.

—Él es el único que puede tenerlas. Kronos es un Pensante.

—Lo sé. Pero yo le transmití mis ideas, mi poder, y ahora no puede pedirme que no las tenga. Tú, y otros cuantos como tú, Presidente, me ayudasteis en la tarea... y luego él creó las máquinas. A los Robot-Seres, que por extraña paradoja, crean en el Planeta y al mismo tiempo lo destruyen.

—No entiendo eso.

—¿No...? Pues si es así, Presidente, ve tú mismo a una de las desintegradoras y termina contigo mismo. Es una solución. Kronos ordena y los demás obedecen. Esa era la idea, pero hasta cierto punto. No podemos pensar, no podemos tener ideas, y somos controlados hasta en los más mínimos detalles. Hasta en el amor. Por tanto, Kronos debe ser destruido.

Hubo un murmullo, que se cortó con la misma rapidez que había empezado cuando el Presidente levantó una de sus manos, mirándole con extraña fijeza.

—¡Estás loco, Kelf! —fue lo que dijo, al cabo de unos segundos de silencio.

Kelf se puso en pie, dominándoles con su estatura, con el Poder que parecía emanar de su figura de titán.

—Tengo ideas, Presidente —declaró con frialdad—. Ideas que harán cambiar el Planeta.

—Kronos no lo desea, Kelf. Y esto es todo.

—¿Todo...?

—No puedes tener ideas. Esas son de Kronos. Por lo tanto, eres un peligro, que debe desaparecer. El se convirtió en Pensante, y ahora lo hace por todos. Son las reglas. También te dio a Alvia, y tú la rechazaste. Ya oíste su declaración, Kelf, y eso, de por sí, es el fin. La sentencia es... Ia muerte, pero tú no vas a morir.

—¿No...?

Había extrañeza en su voz, pero ninguno de ellos lo notó.

—No. Kronos te destina algo más..., más espectacular. Vuélvete de espaldas.

—Lo que tengas que hacer, será de frente.

Hubo una vacilación, una ligera duda, que el Presidente cortó:

—No va a ocurrirte nada, Kelf. Son órdenes de Kronos, y él no miente. Sólo queremos que veas una cosa por ti mismo.

Justo en aquel momento, Siegel levantó la mano, y el cadavérico rostro del Presidente se volvió hacia él.

—¿Quieres hacer una pregunta, Siegel? —inquirió.

—Sólo una.

—Hazla.

Miró a Kelf.

—Hubo una llamada del Continente, Kelf —dijo—. La operadora dijo que alguien avisó que no hicieras una cosa. ¿Se trataba de la destrucción de Kronos?

—Sí.

—¿Quién era tu comunicante?

—No lo sé.

Siegel pensó rápidamente, tal vez dándose cuenta de que no era una sola pregunta la que formulaba, sino varias más, y lanzó otra: —Quieres decir que no sabes la identidad de la cosa que vino de las estrellas para comunicarse contigo?

—¿De las estrellas...? —se echó a reír, y añadió cuando el exceso de hilaridad le dejó hacerlo—: Nadie vino de las estrellas para avisarme. Eso es otra mentira más de Kronos y del Gran Consejo.

—Eso es todo, Presidente —repuso Siegel.

Pero lo hizo cuando éste ya se encontraba en pie, con las sarmentosas manos sobre la mesa, mirándole fijamente.

—El juicio ha terminado, Kelf —dijo—. Y ahora vuélvete de espaldas a la mesa. Debo enseñarte algo.

Ya no dudó.

Lo hizo lentamente, en tanto que volvía a oírse un ligero zumbido, pero distinto al que precedió a la entrada de Alvia en la Sala del Gran Consejo.

Frente a él, a menos de media yarda, el suelo empezó a levantarse y apareció una mesa metálica.

Una mesa y un vaso con un líquido incoloro dentro.

—Bebe eso, Kelf.

El zumbido había cesado, y la mesa se encontraba inmóvil.

—¿Es la Muerte? —preguntó.

—Es el Viaje, Kelf. Kronos no va a matarte.

—¿Qué significa ese viaje?

—Bebe y lo sabrás.

Se encogió de hombros, alargó la mano, tomó el vaso o su equivalente, y se lo llevó a los labios.

Kelf bebió.

No notó ni olor ni sabor, e hizo ademán de volverse hacia la mesa, pero no pudo completar el giro porque antes su mente se nubló, y cayó rodando al suelo.

Despertó mucho después, horas, días, meses o años más tarde.

Kelf había perdido la noción del tiempo espacio.

Miró a su alrededor, experimentando la sensación de que flotaba en el vacío y de que su cuerpo se encontraba acostado sobre algo blando.

Miró y vio las correas.

Una litera.

¡Y COMPRENDIO!.

Kronos no había mentido.

Estaba viajando, tal vez hacia las estrellas, y se preguntó por qué.

Su mente, completamente lúcida, se formulaba pregunta tras pregunta, en tanto que sus manos, obrando de modo independiente con su cerebro, iban a las correas.

Se puso en pie.

Calzaba suelas magnéticas, que le mantenían pegado al suelo de la circular cabina.

Circular y enorme.

El viaje sería largo.

Lo comprendió al ver el cuadro de mandos, donde las luces se encendían y se apagaban, la pantalla de T.V., y sobre todo los controles.

Sabía cómo manejarlos.

Kelf avanzó hacia los paneles.

Abrió uno, cruzó la nave al otro lado y repitió la operación con el segundo.

Estrellas brillantes y negrura de infierno.

El Cosmos a ambos lados, y el silencio impresionante del espacio que también parecía haberse adueñado de la astronave en cuyo interior se encontraba en aquel momento.

¿Hasta cuándo?

 

CAPITULO X

 

Kelf trató de fijarlas en sus retinas, comparándolas con las miles y miles que había visto en viajes anteriores, y no lo consiguió.

Estrellas y constelaciones, que parecían cabalgar por el espacio, rápidamente hacia atrás, siempre hacia atrás.

Se apartó de allí.

La sensación de ingravidez no existía en el interior de la nave sideral.

Las luces continuaban parpadeando frente a sus ojos, procedentes del cuadro de mandos, y la pantalla televisiva se mantenía completamente en blanco.

¿Pulsar uno de los botones, tratando de ponerse en contacto... con quién?

Con nadie.

No habría contacto alguno.

No obstante, podía hacer virar la nave y hacerla regresar el Planeta.

Pero no, tampoco sería posible; Kronos y el Presidente lo habrían previsto todo, para que no regresara, o, de no ser así, ya hubiera muerto.

Como Frida.

¡FRIDA!

La había olvidado completamente.

Lentamente ahora, Kelf se acercó al cuadro de controles, y sus dedos, como independientes a los dictados de su cerebro, juguetearon con los botones, mientras que sus ávidos ojos iban asimilando todo lo que tenía frente a sí mismo.

Estudiando el control de la astronave hasta en sus más mínimos detalles, pero sin poder apartar de su mente la pregunta que le obsesionaba.

¿Hacia dónde le enviaban? ¿Cuál era su órbita?

¿A través del Cosmos, sin Más Allá?

No lo sabía.

Volver, regresar...

Sabía que no podría hacerlo, por las razones antes aducidas y, sin embargo, tras unos largos segundos de duda, Kelf tomó uno de los controles y tiró hacia sí mismo, tratando de desviar la nave intersideral de su ruta.

No lo consiguió.

A la inversa, intentando que estableciera una curva a la izquierda, mirando los cuadrantes electrónicos, y ahora sí lo consiguió, pero fue muy poco.

Tres grados nada más, pero por sí sola, una vez que soltó el mando, enderezó su rumbo y continuó camino en el vacío.

En aquel preciso momento, el indicador rojo de la pantalla que tenía frente a su vista se encendió y, sin poderlo evitar, Kelf comprendió que iba a iluminarse, y contuvo el aliento.

Fue así.

De un modo confuso primero, y con perfecta claridad después, vio delante el rostro cadavérico del Presidente.

A su lado, el siempre hermoso de Alvia, que le sonreía.

—Hola, Kelf, supongo que estarás disfrutando del viaje. Como te prometí delante del Gran Consejo, no has muerto, pero emprendiste tu camino. Y no regresarás al Planeta. No lo intentes, como antes, porque fracasarás.

Kelf no respondió.

Sus ojos parecían mirar solo a Alvia, tal vez porque sabía que ella también le veía, quizá a miles de millas de distancia.

—¿Me oyes, Kelf?

Ahora sí respondió:

—Perfectamente.

—No lo intentes porque...

—Ya lo oí.

—¿Alguna aclaración?

—Algunas. Me gustaría saber...

—Sé lo que deseas saber, Kelf —le interrumpió el Presidente—, y voy a decírtelo. Escucha con atención, que éste es el primer y último contacto contigo, por lo que no habrá ocasión de repetirlo. ¿Estás listo?

—Lo estoy.

—No hay órbita en el viaje, Kelf. No, por lo que puede durar millones de años, hasta que la nave en que viajas se desintegre por vieja o vaya a chocar contra un asteroide o con cualquiera de los planetas que puedas tropezarte en tu camino —hizo una pausa y preguntó—: Junto a tu mano izquierda hay un botón amarillo, Kelf, ¿lo ves?

—Sí.

—Se encenderá cuatro veces en tu caminar por el espacio. Sólo cuatro, con intervalos de tres mil años luz cada uno. Sólo entonces podrás gobernar la nave a tu antojo, y durante veinticuatro horas. El tiempo suficiente para que encuentres un planeta donde descansar..., para quedarte, si lo deseas. Si no te gusta, bastará con que retornes antes de esas veinticuatro horas, porque, si no lo haces, tendrás que quedarte de una vez para siempre, ya que la nave emprenderá el vuelo, completamente sola. Y ten en cuenta una cosa, tanto si estás dentro como si no, jamás alcanzarás el Planeta, porque a esa astronave, transcurrido el tiempo de plazo señalado, el piloto automático, que sólo se puede desconectar desde aquí, la mantendrá en el rumbo que ahora sigue. ¿Algo más, Kelf?

—Sólo una cosa —respondió rápidamente, y con una calma tan fría que a miles de millas de distancia, hizo abrir los ojos a Alvia, con inusitado asombro.

—Te escucho.

—¿Qué ocurrirá cuando el amarillo brille por última vez?

—Escogerás otro planeta, otro astro, pero será tu última oportunidad.

—¿Y si no lo hago?

—Viajarás eternamente, Kelf, durante millones de años, o hasta que tú mismo pongas fin a tu vida, Kelf, estrellando la nave contra cualquier obstáculo. No olvides que puedes hacerlo. Tres grados a la izquierda durante cuatro minutos, es más que suficiente.

Siguieron unos segundos de silencio.

En la pantalla, Alvia mantenía los ojos fijos en él, sin un solo parpadeo.

Situada a la derecha del Presidente, ni sus ojos, ni sus rostro, siempre hermoso, perfecto, dejaban traslucir sus emociones, si es que en realidad tenía alguna en aquel instante.

Lo rompió el propio Kelf, con una pregunta:

—¿Cuánto tiempo he permanecido aquí, sin conocimiento?

—Tres días, Kelf. Algo insignificante, si no tuviéramos en cuenta que estás alejándote de Kronos a una * velocidad tres veces superior a la luz.

Se estremeció, sin poderlo evitar.

Era... como si el Gran Consejo, y con él el propio Kronos, le enviaran a los confines del Universo.

Fuera del Universo mismo.

—Para subsistir, encontrarás comprimidos y provisiones en la nave, Kelf. Kronos piensa en todo. Esto te durará miles de años..., pero tendrás que descender de la nave, quieras o no, para continuar viviendo. Tu composición bioquímica no tuvo en cuenta tus necesidades alimenticias, Kelf.

—Sí, lo sé. ¿Algo más que deba saber?

—Eso es todo —ladeó la cabeza para mirar a Alvia, y preguntó a Kelf—: ¿Quieres decirle algo?

Kelf sacudió la suya.

—No —repuso—. Nada.

Alvia tampoco pronunció palabra, pero ahora sonreía.

—Espera un momento, Kelf.

—¿Sí...?

—Esta pantalla podrás iluminarla a tu antojo, ¿comprendes? Podrás ver tu propia vida y lo que desees. Y cosas del Planeta. Con eso, no lo olvidarás.

Kelf no dijo nada.

Los ojos de Alvia le obsesionaban.

Ojos que sonreían, lo mismo que su roja boca, como una sangrante herida.

Aquello ya no lo vería jamás.

De un modo repentino, la pantalla se apagó, y Kelf se sintió infinitamente pequeño.

Tres días viajando a aquella velocidad...

Sacudió la cabeza, no deseaba continuar pensando, pero le era imposible hacerlo, por lo que conectó la pantalla.

Trozos casi olvidados u olvidados completamente, de su pasado, empezaron a desfilar delante de sus ojos.

Así una y otra vez, muchas más, hasta que surgió El INFINITO delante de él.

El tiempo no contaba.

Como tampoco los brazos, los besos y caricias de Frida o Alvia, y el de tantas y tantas mujeres como le amaron, en aquellos miles de años de longevidad.

Ya nada contaba para él, ni la propia existencia.

En el Cosmos, la nave intersideral continuaba su inexorable marcha, dejando atrás los soles, las estrellas, nuevas Constelaciones nunca vistas desde el Planeta de la Galaxia I.

De nuevo y otra vez el laboratorio, la explosión, la inhalación del gas letal y la mutación, cuyos primeros efectos alcanzaron sus ojos, haciéndoles recobrar nueva vista cuando la ciencia de entonces ya lo había dado todo por concluido.

Los años, Alvia, Kronos, Frida..., y aquella llamada para advertirle que no lo hiciera, que no se moviera de su casa por lo menos hasta no hablar con su comunicante.

Debió haberle esperado.

Volmen, el Gran Consejo, del cual formara parte en el Planeta, como el Ser-Robot que dio vida y forma a Kronos.

Kelf dormía y comía como un autómata, y miles de veces se preguntaba si el espacio no estaba minando su cerebro.

O tal vez era el Tiempo.

Pero el tiempo no contaba en el Universo, ni en Pasado, Presente o Futuro.

No había Futuro allí.

Sólo una nave y un Viaje tan infinito como el propio infinito donde debía encontrarse desde hacía siglos.

Kelf salió de su apatía cuando, de un modo súbito, el botón amarillo parpadeó frente a sus ojos, y a continuación se quedó fijo.

Encendido.

Vacilando, se acercó a los mandos, y los tomó, luego de tocarlos con las yemas de los dedos.

No ocurría nada.

Entonces trató de desviar la nave hacia su derecha y, con una docilidad que le sorprendió, fue obedecido.

¡VEINTICUATRO HORAS!

Ese era el tiempo que tenía.

A aquella velocidad, más que suficientes para encontrar un planeta, quizá habitado por otros seres, aunque fueran distintos a él.

Kelf anhelaba compañía, fuera la que fuese.

Kronos supo hacer bien las cosas con él.

Pero no tuvo suerte.

Tras una curva que le llevó seis horas y media, Kelf hizo funcionar los motores de retropropulsión, y descendió hasta la corteza de un asteroide.

Inhóspito, cubierto materialmente de roca caliza y de polvo cósmico, de unas mil millas cuadradas.

Una especie de isla en el Cosmos que viajaba a una velocidad dos veces superior a la del sonido, trazando una curva hacia el sol, que veía brillar como un ascua de oro a través de las gafas que llevaba puestas.

Al otro lado, la sombra.

La invisibilidad; si es que se podía llamar así.

Desalentado, luego de tres horas más de exploración, llevando traje espacial y zapatos especiales, regresó a la nave, cerró herméticamente las compuertas, se tomó un par de comprimidos y se tendió en la litera, ajustándose las correas.

Se quedó dormido.

Cuando despertó, estaba viajando de nuevo, teniendo sol a su izquierda y las estrellas de una nueva constelación a su derecha.

Encendió la pantalla.

Hubiera sido mucho mejor terminar de una vez, terminar como Frida o Volmen, y como tantos y tantos otros, antes de desafiar el Poder de Kronos, un Poder que él mismo había creado, para ser destruido por aquel mismo Poder.

De nuevo y frente a sus ojos, se deslizó todo su pasado, y volvió a ver los rostros de Frida y Volmen, y el suyo, con Alvia.

Las guerras, las catástrofes, y el primer Consejo del Planeta para tratar de Kronos.

Su intento de destrucción, la voz telefónica desde el otro Continente, y su fuga, luego de deshacerse de los Robots-Guardianes.

La pantalla estaba en blanco.

Kelf se levantó y, por espacio de mucho tiempo, permaneció con los ojos fijos en las constelaciones que tenía a su derecha, mientras que a su izquierda el sol que le había alumbrado hasta aquel momento empezaba a desaparecer rápidamente en la distancia.

Luego, las negruras del espacio lo envolvieron todo, como un manto mortal.

Regresó a la litera y se tendió.

Kelf se durmió, acariciado por los brazos amorosos de Frida.

Pero Frida ya no existía.

 

*  

 

Kelf descubrió el planeta cuando apenas si hacía media hora que la luz amarilla del tablero de mandos se había encendido.

Iluminó la pantalla, ya que los indicadores le mostraban el cuerpo celeste que se movía casi frente a él, a una distancia de cincuenta mil millas.

Empezó a frenar la nave, que obedeció automáticamente.

A su izquierda, un tanto elevado por encima de lo que pudiéramos llamar el horizonte de la nave, el sol que alumbraba el planeta se mantenía como fijo en el espacio.

Exactamente como el que mantenía vivos a los seres que poblaban el Planeta.

La pantalla se iluminaba.

Kelf contuvo el aliento y miró.

Todavía estaba lejos, muy lejos, pero no tardaría en hallarse a su alcance.

La fórmula perdida, el secreto que durante milenios le acompañara...

Sacudió la cabeza para no pensar.

La distancia disminuía ahora con mayor lentitud.

Los frenos de la nave funcionaban perfectamente.

Más adelante, luego de leer los datos que le mostrarían los instrumentos de la nave, sobre la densidad y gravedad del planeta, su composición atmosférica y tantas y tantas cosas más del mismo, inclinaría la astronave, buscando el ángulo adecuado para entrar en su atmósfera.

Lo hizo sobre una zona nubosa, y el recuerdo del Planeta y de Kronos se avivó en su mente de tal modo que, por unos segundos, se alteró el acompasado latir de su corazón, al pensar que podría tratarse de aquél.

No lo era.

Lo supo nada más atravesar la barrera de nubes, en tanto que, frente a sus ojos y a velocidad fantástica, a través de la pantalla de televisión, se deslizaban los ríos, los mares, las montañas, los valles, la hierba y los lagos.

No era el Planeta, pero tenía atmósfera y vida vegetal.

La otra..., podía o no existir, pero en aquel momento, a Kelf no le interesaba, ni poco ni mucho.

En aquel momento sólo deseaba una cosa, descender sobre su superficie.

Pero no se precipitó.

Kelf tomó altura, luego de escoger el lugar donde posar la nave, fijándola con los instrumentos de a bordo, y se mantuvo en órbita sobre el planeta hasta que, en aquella parte del mismo, se hizo la noche.

 

CAPITULO XI

 

Zholta tenía miedo.

Por primera vez en mucho tiempo, en años, Zholta sabía que iba a morir, y temblaba.

Su muerte sería horrible.

Ella no entendía el porqué de todo aquello, pero tenía que ser así, y así sería, porque ellos lo querían de ese modo.

Esperaba, sentada en el duro suelo de la cueva, apenas cubierta con una especie de túnica fabricada con trozos de liana y hojas de cierta clase de árboles, y con las manos atadas a la espalda.

Y ocurriría cuando la segunda de las tres lunas que alumbraban al planeta alcanzara su cénit.

Ellos no la comprendían, y por tanto, no había razón alguna para explicarles las cosas.

Aquello sólo serviría para agravar aún más su situación.

Zholta cerró los ojos; sabía que no tardarían en llegar.

Fue así.

La piel que cubría la entrada de la cueva fue apartada a un lado y, un tanto sobresaltada, Zholta abrió los ojos y les miró.

Eran cinco, pero fuera había más.

Eran los componentes del pueblo de Asiría, de una antigüedad de billones de años.

Los descendientes de aquellos otros que habitaron por primera vez el planeta.

—Ponte en pie.

Zholta lo hizo, trabajosamente, sin dejar de mirarles, enfrentando al más viejo de ellos.

Con larga barba, lo mismo que los otros, de poderosos músculos, pómulos muy salientes, las piernas fuertes y cortas, y los brazos desmesuradamente largos, de nariz aplastada, y cabeza, en conjunto, completamente cuadrada, excepto la nuca, que se alargaba un poco hacia la parte posterior.

—¿Tienes algo que decir?

Zholta les miró, una vez más.

Casi cubierto de vello, en algunos lugares largo y espeso, crespo, como si se tratara de cerdas, y apenas cubiertos..., como los seres que poblaron un planeta llamado Tierra, hacía, también, billones de años.

Era, como si, de repente, el pasado volviera completamente vivo a aquella Tierra de la que los Asirios no tenían ni la más remota idea.

Ni Zholta tampoco.

A pesar de que era distinta, en todos los aspectos.

—Nada.

—¿Sabes cuál es la pena?

—Sí, pero no tengo miedo.

Dio un paso hacia la boca de la cueva.

—Espera.

—¿Para qué, Kerr? No conduce a nada.

—Aún no lo sé.

Zholta dio otro paso hacia delante.

Fuera, a muy poca distancia, Kelf hacía descender la nave sobre el planeta.

—Espera.

Se detuvo.

—¿Para qué? —repitió.

—Podrías intentar hacerte entender.

—Es inútil. Soy distinta a vosotros, y tengo que desaparecer.

Era cierto, pero había algo más, muchas cosas más, que ya se habían hablado, estudiado, discutido, para no llegar a ninguna parte.

Era distinta y no se la comprendía.

Incluso, a veces, cuando hablaba, su conversación o sus palabras causaban pavor, aún entre los más poderosos de Asiría.

La pena; a muerte.

—Es cierto, Zholta. Vámonos.

No respondió, y empezó a andar.

Fuera, las rocas, la luna, las estrellas brillando en el negror del cielo, los árboles y las cuevas que daban vivienda a los asirios.

Todo iluminado, ya que alrededor había como un centenar, o tal vez más, de hachones encendidos, de los cuales rezumaba la resina.

Todo-un cortejo fúnebre para Zholta, que se estremeció al verles.

Y el silencio, ya que ningún sonido, aunque fuera inarticulado, brotaba de aquellas gargantas.

Sólo los correspondientes a un sexo, excepto ella, que era del opuesto.

—Vamos.

Siguió andando entre las rocas, donde sus pies, completamente descalzos, lo mismo que los de los demás, no dejaban ni la más ligera huella, hacia la explanada rodeada de rocas de puntiagudas aristas.

Unos minutos más tarde, Zholta vio la pira y la gran roca llena de grabados alegóricos representando al dios adverso de los asirios.

Rematada en una cabeza monstruosa, repelente.

Allí la iban a sacrificar.

Zholta caminó sin dar un solo paso en falso, subió la pequeña escalinata que daba acceso al pedestal que sostenía al dios, y permaneció así, esperando que el viejo Kerr se acercara a ella, como así sucedió.

Le desató las manos, y la despojó de la túnica.

Luego la lanzó a un lado, algo lejos de la piedra donde iba a atarla.

—Dame las manos, Zholta.

Lo hizo, y las volvió a atar, pero ahora por delante de su cuerpo, y luego una gruesa liana alrededor de su estrecha y desnuda cintura, y de este modo la amarró a la alta piedra.

—¿Quieres algo, antes de terminar?

—No.

—¿Por qué?

—Leo en tu pensamiento.

—¿Y qué ves?

—Traición. i

Kerr se convulsionó, como poseído de un ataque de risa, pero sus ojillos, casi hundidos en sus cuencas, brillaron de un modo distinto.

—¿A qué y a quién?

—A Asiría, que es tu pueblo. Eres viejo, Kerr, muy viejo..., pero aún..., aún me necesitas. Una palabra de Zholta, y pelearías con ellos por mí, pero Zholta no la pronunciará —cerró los ojos y añadid—: Vete ahora, Kerr.

—Maldita seas...

Se apartó.

El silencio era lúgubre.

Los hachones continuaban alumbrando la escena, fantasmagóricamente, clavados ahora en la tierra, formando un semicírculo alrededor del dios y de la víctima que iban a sacrificar.

No hablaban. !

Pero, en silencio, iban amontonando ramas y troncos secos alrededor del pedestal donde Zholta se encontraba.

Iban a quemarla.

Una sola palabra, y tal vez..., pero Zholta jamás la pronunciaría.

Kelf vio el cortejo media hora más tarde de haber abandonado la nave intersideral.

Había atmósfera, y la gravedad del planeta era similar al que hacía seis mil años luz había abandonado, pero, a pesar de ello, tal vez a causa de la costumbre de otros vuelos, se había puesto el traje espacial no la campana de cristal.

En su mano brillaba la pistola de rayos cósmicos.

Quinientas cargas, y no había empleado ninguna.

Luces, en la distancia, que se movían dando la impresión de ser un cortejo alumbrado por antorchas..., como si alguien estuviera preparando una de aquellas célebres danzas vudú del siglo XIX o a principios del XX, en el planeta Tierra.

Kelf se detuvo en seco, vaciló unos segundos y continuó andando, lentamente, completamente agachado entre las rocas y maleza, siguiéndoles ahora.

La explanada.

Tras un pequeño macizo rocoso se escondió, violentamente asombrado ante el cuadro que empezaba a desarrollarse frente a sus ojos, tan inesperado como increíble.

Dos seres del sexo opuesto, seguidos por otros más, en un cortejo fúnebre.

La túnica en el suelo, y ella, completamente inmóvil, sobre el pedestal de roca.

Kelf tocó suavemente el resorte disparador de su pistola.

Pero, ¿podía eliminarlos así, de aquel modo?

Sí, pero no debía.

Quizá fuera la razón del numeroso grupo que...

¡Iban a quemarla viva!

Kelf hizo una mueca, y les miró.

Estaban hablando.

No podía oír las palabras, pero aquellos seres, como los primeros pobladores de la Tierra, se entendían entre sí, y no precisamente por gestos.

Ahora se apartaba de ella.

Viejo, muy viejo, parecido a un simio.

Kelf levantó el arma, pero no disparó.

Aún no podía.

Entretanto, la pira de leña iba creciendo junto a los pies de ella.

Era rubia.

Su cuerpo, moreno, brillaba a la luz de las antorchas y de la luna, de las tres lunas que alumbraban a aquel planeta, como si tuviera luz propia.

Senos pequeños, redondos y firmes, como a él le gustaban, firmes las caderas y largos los muslos, terminados en Ia perfecta rodilla, a la que seguía la bien torneada pantorrilla y los pies pequeños, desnudos, descalzos.

Era hermosa.

Kelf se dijo que tenía que hacer algo.

Las antorchas se movían ahora hacia ella, y de la noche se elevaba un murmullo, que iba creciendo y creciendo.

Aquellos locos iban a prender fuego a la pira.

Fue entonces cuando Kelf apretó el disparador, pero no apuntó al grupo.

El rayo produjo un silbido aterrador, serpenteó entre las antorchas, y una roca de varias toneladas de peso, situada a unas cincuenta yardas a la derecha del grupo, se convirtió en una llamarada azul naranja, dio un estallido y desapareció.

Las antorchas se inmovilizaron, y el murmullo cesó por completo.

Kelf esperó tres segundos más, y apretó el disparador.

Un árbol milenario estalló en la noche, alumbrando el cuadro que se estaba representando, y se fundió en la noche, en menos de un quinto de segundo.

Fue en aquel instante cuando se dejó ver, acuciado por una idea que se le acababa de ocurrir en aquel momento.

Empezó a andar hacia ellos, paso a paso, con el cañón del arma a la altura de la cadera, y su traje blanco y extraño provocó lo que no pudieron provocar los rayos cósmicos.

La desbandada.

Los oyó gritar, aterrados, las antorchas cayeron al suelo, y sus precipitados pasos se fueron perdiendo rápidamente en la noche, entre los peñascos y las breñas que infectaban los alrededores.

Kelf apresuró el paso y, de pronto, se vio frente a sus ojos.

Negros, impasibles, como si lo que estaba presenciando no le sorprendiera o no tuviera miedo.

—¿Quién eres?

—Zholta.

—¿Qué haces aquí?

—Iban a sacrificarme a Asiris. Es el dios del pueblo de ellos.

—Tú eres distinta.

—Lo sé —hizo una pausa, y le asombró al añadir—: Tú..., tú vienes de las estrellas.

Kelf perdió unos segundos de tiempo, antes de responder:

—¿Cómo lo sabes?

Los negros y grandes ojos se apartaron de los suyos, y la vio mirar hacia el firmamento.

—Hablo con ellas —dijo sencillamente.

Kelf no respondió. Cortó las lianas que la mantenían sujeta a la alta piedra, y a continuación tiró de ella, apartándola de allí.

Luego se inclinó, recogió la túnica y se la dio.

—Cúbrete —dijo.

La vio sonreír.

—¿Por qué querían matarte?

—No me entienden.

—¿Es un motivo?

—Sí.

Se estaba anudando la túnica a la estrecha cintura, sin dejar de mirarla atentamente.

—¿Me tienes miedo?

—No.

La fórmula perdida, el secreto que le había acompañado durante...

Fue entonces cuando inquirió:

—¿Vienes conmigo?

—¿A las estrellas?

Y abrió mucho los ojos.

—Sí, así es —repuso Kelf.

Un hijo, ella podía hacerlo, su composición biológica era igual a la suya, su reproducción también.

Pensó en Kronos, y se maravilló que en aquel momento no sintiera odio por él, ni por Alvia, que ya habría pasado a mejor vida.

Sí, hacía milenios que había dejado de existir.

No obstante, Kronos aún perduraría.

Era la Ley de la Vida y de la Muerte.

Alargó la mano, y prendió una de las suyas.

—Ven —dijo.

Empezaron a andar, en silencio, muy .juntos, entre rocas, tierra, polvo y maleza.

—¿Cómo viniste a este lugar?

La vio encogerse de hombros.

—No lo sé.

—¿Qué quieres decir?

—Mi raza habita al otro lado del Planeta, donde ahora hay sol... Yo... Siempre vi estos alrededores, por lo que creo que alguno de ellos me trajo cuando era muy pequeña.

—¿Cómo no intentaste el regreso?

—Era imposible. Aún ahora lo es... Si tú no me llevas en esa cosa que te trajo de las estrellas hasta aquí.

—¿Deseas que lo haga?

—No. Pero quiero desaparecer de este Planeta. Iré contigo. Zholta no entiende de la vida o de la muerte. Tampoco comprende que la quieran matar o que se maten entre ellos mismos. Zholta sólo quiere paz y tranquilidad. Por eso desea irse de este planeta —ladeó la cabeza para mirarle, y continuó lentamente—: Zholta te dará hijos, Kelf.

Se detuvo en seco, soltando su mano, y la enfrentó abiertamente.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Leo en las mentes. Es un don, Kelf. Por eso, al verte, supe que venías de las estrellas... y que hay un Kronos y una Alvia. ¿Quiénes eran?

Sin responder a su pregunta, repuso con otra:

—¿Telépata?

Zholta abrió mucho los ojos.

—¿Qué es eso? —inquirió— No te entiendo, Kelf.

—Eso que lees en la mente —comentó

—¿Se llama así...? Bueno, es cierto. Por eso querían matarme. Sé, de cada uno, todo lo malo y lo bueno que guarda dentro de sí mismo.

—Es una ventaja —murmuró Kelf, prendiéndola de nuevo de la mano, y tirando de ella.

Zholta volvió a responder, al contestar:

—Y molesto. Quita la confianza en los demás, y eso hace que Zholta se encuentre siempre sola. ¿Quién es Alvia?

—Ya ha muerto. Hace miles de años luz que murió.

Una vez más la vio sorprenderse.

—No entiendo lo que tratas de decirme.

—Te lo iré explicando con el tiempo, Zholta... porque voy a darte algo que yo sólo poseo dentro del Cosmos. O por lo menos, eso es lo que creo.

—¿Qué es...?

Parecía una chiquilla, o tal vez lo era, en algunos aspectos, por su modo de formular las preguntas, por su curiosidad, y Kelf trató de cerrar su mente a aquella otra, tal vez mucho más poderosa que lo que su dueña podía sospechar.

—Te lo diré en la nave —respondió.

Zholta no contestó, porque en aquel momento la alcanzó la piedra quizá lanzada por medio de una honda o su equivalente.

Kelf oyó su gemido, la vio dar media vuelta sobre sí misma y caer al suelo como un saco, y en el acto tuvo que lanzarse él mismo, ya que una lluvia de rocas empezó a caer a su alrededor.

Los asirios, pasado el primer momento de pánico, y viendo cómo se llevaba a su frustrada víctima, les atacaban del único modo que sabían.

Kelf se arrastró hacia ella, que permanecía completamente inmóvil sobre la hierba, y se detuvo tan pronto como llegó a su lado.

Entonces, al mirar hacia atrás, les vio.

No a todos, pero sí a algunos.

Podía eliminarles en cuestión de segundos, pero no lo hizo.

Le repugnaba la idea.

Ellos hacían lo que creían que era justo... y no obligados por Kronos o por el Presidente del Planeta.

Disparó por dos veces, y las rocas que les cubrían se esfumaron entre chispazos y humo picante. Por segunda vez, les vio correr entre las matas, árboles y rocas, y gritar, de nuevo poseídos por el demonio del miedo.

Kelf no perdió tiempo, tomó a Zholta en sus brazos y corrió con ella, sin soltar el arma.

La nave.

Subió la escalerilla, y pasó al interior, con los pulmones a punto de estallar, y la depositó sobre la litera.

Ansiaba compañía la había necesitado durante horas..., siglos y milenios, y ahora ya la tenía.

Se volvió en redondo, y cerró la puerta de acceso a la nave intersideral, sabiendo que a la hora prevista de antemano, ésta recogería la escalerilla y se lanzaría hacia el espacio, para una vez más tomar el rumbo previsto, también de antemano, en un viaje que parecía no tener fin.

Kelf regresó al lado de Zholta.

En la hermosa cabeza, cubierta por el largo pelo rubio, había sangre.

Procedió a examinarla, sabiendo que sólo se trataba de una temporal pérdida de conocimiento, debido a la pedrada, y luego la curó con manos de experto.

De lo que era, en realidad.

Fuera, contra el casco de la nave, se oían golpes, cada vez más fuertes.

Les estaban atacando.

Kelf no se movió.

No le importaba.

Aunque gozaran de otro armamento mucho más moderno, no harían mella alguna en aquel casco poderoso, incapaz de fundirse ni aun por las fricciones más espantosas, al entrar o simplemente cruzar a través de una atmósfera.

Cuando Zholta se recobró de su desmayo, vio las estrellas cabalgando por el espacio, a increíble velocidad hacia atrás.

Zholta, fascinada por un espectáculo que contemplaba por primera vez, se acercó a uno de los paneles y, durante mucho tiempo, estuvo observándolo, hasta que, de un modo repentino, se apartó de allí y buscó a Kelf por toda la nave.

Quería preguntarle hacia dónde se dirigían, llevada, más que por otra cosa, por la natural curiosidad que sentía por todo lo que veía.

Lo encontró en el laboratorio.

  —Hace mucho tiempo que no has comido, Kelf.

La miró.

Era hermosa, muy hermosa, pero aún no la había besado.

En eso pensó, pero lo que repuso fue:

—Sí, así es.

—Vamos, ven conmigo.

Se le estaba acercando.

¿Cuánto tiempo hacía que se encontraba allí encerrado?

Zholta se formuló la pregunta a medida que se acercaba, sin lograr darse una respuesta concreta.

Días, meses o siglos; para ella, el tiempo también había dejado de contar.

Removiendo frascos, cotejando cifras y más cifras, papeles rotos en el suelo, llenos de números incomprensibles, con los ojos y el rostro lleno de cansancio; ojos que ahora la miraban fijamente, muy fijamente.

—Vete, Zholta —le oyó decir—, esto casi está terminado, y no deseo retrasarlo más.

—¿Qué es?

Kelf forzó una sonrisa.

—Tú lees en la mente.

—Pero no en la tuya, Kelf. La cerraste a mí.

—¿Y no te gusta?

—Yo no cuento, ya que tu voluntad es la mía.

—En ese caso, vete, ¿comprendes?

Kelf pensaba.

Dos paradas de la nave... y tenía que encontrar un mundo para Zholta. Un mundo para los dos; era indispensable que fuera así.

Dos paradas, y el viaje que no tendría fin..., pero Zholta ya estaría muerta cuando aquello ocurriera, y él no lo deseaba.

No se iba, continuaba acercándose a él, con una expresión en los ojos que jamás le había visto.

Rodeaba la mesa tras la cual se encontraba, y ahora estaba poniendo sus manos en sus hombros, inclinándose más, cada vez más.

—Voy a darte hijos, Kelf —susurró—. Es tu voluntad y la mía, ¿comprendes?

Y aplastó los labios contra los suyos.

El abrazo duró mucho tiempo, tal vez horas, y el tiempo apremiaba, por lo que Kelf tuvo que apartarla, casi de un manotazo, y, sin querer ver el gesto de sorpresa de ella, indicó: —Estamos perdiendo el tiempo, Zholta.

—¿Y no te gusta?

—Sí, pero no debemos. No, por ahora. Vete y espérame. ¡Ah! Enciende la pantalla. Verás, con tus ojos, cosas que te interesarán saber... y que yo no puedo explicarte.

La besó una vez más, y, por fin, se vio solo, frente a los frascos del laboratorio de la nave, y a los números que durante meses había tratado de recomponer.

Ahora, todo estaba terminado.

Iba a darle a Zholta todo su poder, y luego... volvería a quemar todos aquellos papeles, todas aquellas fórmulas que habían constituido un secreto durante milenios, incluso para el propio Kronos.

Ideas...

Que no se podían tener en el Planeta porque Kronos las prohibió.

¡Bah!

Zholta se encontraba frente a la pantalla cuando él se acercó, llevando un largo tubo en la mano, con un licor naranja.

—Bebe —dijo.

Ella, sorprendida, le miró a los ojos, y luego alargó la mano y lo tomó.

—Es... Io que vi en la pantalla, ¿verdad?

—Sí, así es.

Zholta bebió.

 

CAPITULO XII

 

Se sobresaltó, nada más despertar.

Nada ocurría en el interior de la nave, pero sabía que algo había cambiado. Era su intuición, el llamado sexto sentido que se lo avisaba, y Kelf se puso en pie.

A su lado, Zholta dormía plácidamente.

A su alrededor, la nave continuaba su viaje, pero había algo más; algo que no comprendía.

No parecía avanzar, ni siquiera moverse, lo que no tenía nada de extraño en el espacio, pero experimentaba la vaga sensación de que sólo flotaban, como a la deriva.

Kelf se vistió y corrió hacia uno de los paneles, que abrió para mirar.

Negruras.

Fue al otro, recorriendo la nave de un extremo a otro, con extraña premura, y efectuó la misma operación.

Negruras, sin un solo punto brillante, que le indicara la situación de las estrellas... sencillamente porque no las había.

Se pasó las manos por los ojos, pero aquello, la horrible visión, persistía.

No había estrellas en parte alguna, la nave había atravesado el muro que dividía los confines del Universo, y había entrado en la nada, siguiendo su inexorable marcha.

Dos paradas... y en una de ellas sería para retroceder durante veinticuatro horas... que no servirían, ya que el piloto automático de la nave intersideral volvería al rumbo que ahora llevaba.

Kelf se apartó del panel y se dejó caer sobre lo primero que encontró, y así le encontró Zholta, una hora más tarde.

A partir de aquel momento, ninguno de los dos supo cuánto tiempo transcurrió, pero fueron siglos, en el transcurso de los cuales navegaron, o al menos lo creían así, por aquella masa negra, que parecía haberles absorbido para siempre.

Fue una mañana, según creía Kelf, cuando, en la distancia, frente a la nave, vio los primeros puntos brillantes.

— Zholta —casi gritó—. Mira eso.

Ella corrió a su lado y, durante mucho tiempo más, los estuvieron contemplando hasta que empezaron a rodear la nave.

—Son..., son estrellas, Kelf, mundos que se mueven... Ahora te daré los hijos que te negué, cuando entremos en ese horror, Kelf.

El no respondió, miraba, y, a medida que lo hacía y que transcurría el tiempo, su pulso se aceleraba porque allí estaba ocurriendo algo que jamás sospechó.

¡Algo mucho más increíble que todo lo que habían dejado atrás!

Las estrellas, las constelaciones, las nebulosas...

Kelf se pasó la mano por la frente, y cerró los ojos.

La imagen persistía... y la nave continuaba su inexorable marcha, sin que pudiera detenerla.

Iban a pasar de largo y Zholta...

No, no iba a ocurrir tal hecho.

Kelf lo supo días más tarde cuando, delante de sus ojos, la luz amarilla empezó a brillar, y ya no esperó ni un segundo más.

Tomó los mandos y, sin pronunciar palabra, en tanto que Zholta permanecía a su lado en silencio, observándole, fijo el rumbo.

Horas que duraron mucho o tal vez fueron semanas a su propio juicio, aunque sabía que aquello no podía ser, ya que sólo disponía de veinticuatro, cuando el punto que tenía delante de la nave empezó a crecer y crecer.

Vinieron las nubes, los desiertos, los valles, las colinas, los lagos y los continentes.

—¿Descenderemos?

—Sí.

La voz de Kelf era ronca, y su frente transpiraba.

—¿Qué astro es ése?

—El Planeta, Zholta. La Tierra. Madre de la Galaxia I

Y ni él mismo comprendió, hasta mucho más tarde, el significado de sus propias palabras.

Entró en la atmósfera terrestre, con una sola idea en la mente, la de descender cuanto antes sobre la superficie del Planeta, pero sí escogió al azar, una zona en sombras, cerca de la Gran Ciudad, en sus afueras.

Kelf deseaba averiguar algo.

Ya en tierra, se volvió a mirarla.

—¿Sabes manejar la nave? —preguntó.

—Tú me enseñaste.

—Tengo que averiguar algo, y tardaré un par de horas —siguió explicando—. Tú vas a quedarte, ¿comprendes? Ellos no visten como tú, y no deseo que llames la atención. Pero si no volviera por cualquier otra causa, tú saldrás de la Tierra, sin más ayuda que la de la nave... y no podrás detenerte más que una sola vez. Hazlo... con los tuyos, en tu lejano Planeta, Zholta. Pero fíjate bien en una cosa, esa luz sólo se encenderá una vez... y no debes tocar los mandos, cuando esto ocurra. Deja a la nave que navegue sola, como si no hubiera ocurrido nada, ¿entiendes?

—Sí.

—'Luego, espera a que se vuelva a encender, y entonces... busca tu planeta.

—Pero...

No esperó, y Kelf abandonó la nave.

El arrabal.

Fue entonces cuando se detuvo en seco y se petrificó, porque aquello era sencillamente increíble.

Estaban allí, casi frente a él, en una de las esquinas, vueltos de espalda.

Dos Robot-Seres.

Dos Robots de Kronos.

Kelf se llevó las manos a los ojos y se les restregó furiosamente.

Al terminar, miró.

No había error.

Dio un paso, otro, vacilando, mientras que una horrible sospecha empezaba a atenazar su mente, y se detuvo.

Frente a él, los Robots-Seres no se movían.

¿De vigilancia...?

La idea.

Era horrible.

Kelf empezó a retroceder.

Estaba en el mismo punto de partida.

Era como si nada hubiera ocurrido..., pero que tenía que pasar.

Había despegado de la Ciudad en un viaje de milenios, de miles de años luz, y se encontraba en el mismo punto de destino..., donde todo era exactamente igual.

Con los ojos desorbitados, con gesto de locura en su rostro, empezó a retroceder paso a paso.

Alvia y Kelf...

Volmen y Frida.

Recordó cuando las negruras se tragaron la nave en aquella horripilante cima sin estrellas, sin un solo punto luminoso. Había llegado a los confines del Universo, los había atravesado entre una masa lechosa de negruras... y aquella negra cima que durante años luz atravesara había servido de puente, de túnel, de embudo para romper las barreras del Espacio-Tiempo, retrocediendo en el Pasado hasta su época.

Era... incomprensible, pero ocurrió.

Había viajado cara al Futuro durante miles de años luz, desde que le hicieran despegar de la Tierra, expulsado de Kronos, para retroceder hacia el Pasado, rompiendo también todas las leyes que sostenían el Espacio-Tiempo.

Hacía su propia Época, donde todo... continuaría igual.

Ni siquiera sabía ahora si a su espalda continuaría la nave con Zholta, si aquélla habría regresado a su Tiempo... si es que él, al caminar hacia la Gran Ciudad, sede de Kronos, del Presidente, del Gran Consejo, había roto aquellas barreras... después de trazar una órbita de locura, para aquello.

Con pasos de beodo, sabiendo que, si se quedaba, que si entraba en la Gran Ciudad, a pesar de conocer los hechos, no podría evitar que se repitieran, pues el curso de la Historia no podía cambiarse, continuó retrocediendo entre las sombras, temblando, con el rostro desencajado, hacia la nave interestelar, sin saber, como ya pensara, si aquélla habría regresado al Futuro.

Kelf tuvo suerte.

Zholta tardó horas, días y meses en volverle a la realidad del momento.

Fue aquella noche, abrazada a él, cuando susurró a su oído:

—Volveremos a mi Planeta, Kelf, con los míos... y tendré esos hijos que yo deseo.

—Sí, como quieras, Zholta —repuso, besándola—. Regresaremos a tu Tiempo.

Ella abrió mucho los ojos.

—¿Mi Tiempo...? No te entiendo, Kelf.

El cerró los ojos, escondiendo la cabeza en su hombro robusto.

—Un día... te lo explicaré..., pero no ahora. Ahora, no.

Lo haría..., pero era horrible...

Alvia y Kelf.

Alvia y él mismo...

Un salto atrás en el Cosmos... y todo era igual.

 

FIN

                                                                                                                                                                     © Javier De Lucas 196 y?