AL OTRO LADO DEL MAR

 

Todas las grandes naciones europeas han tenido su imperio al otro lado del mar: Inglaterra, Francia, por supuesto Portugal, Holanda, y después Bélgica y, de forma más efímera, Alemania e Italia. Solo España concibió esa proyección como algo más que unas colonias; solo España se trasplantó literalmente a sus posesiones ultramarinas para construir algo que enseguida adquiriría personalidad propia. Porque las Indias nunca fueron meras colonias. Y por eso existe algo que se llama «hispanidad».

La conquista de América fue propiamente una conquista, es decir, una operación de dominio, de poder, y en su crónica surgen inevitablemente los mismos episodios de violencia, depredación y guerra que en cualquier otra conquista de cuantas la Historia conoce. ¿Fue violenta? Por supuesto: no más que la conquista romana de Hispania o la conquista musulmana de la península ibérica. Pero, al mismo tiempo, fue una empresa guiada por un innegable espíritu de misión en el sentido religioso del término: se trataba de convertir a la Cruz a pueblos que vivían al margen de ella, y por eso en la aventura aparecen elementos tan insólitos como la prohibición de la esclavitud, la protección legal de los indígenas, el mestizaje o la multiplicación de catedrales, universidades y hospitales a lo largo de todo el territorio conquistado. Nada de eso se habría conseguido si se hubieran respetado las creencias y religiones indígenas, con sus ritos sangrientos y sus eternos enfrentamientos tribales.

TRASPLANTAR ESPAÑA AL OTRO LADO DEL MAR

Lo que nació allí, al otro lado del mar, no era un simple imperio colonial; no era una colección de factorías sin otro fin que la explotación económica. Por eso digo que las Indias no eran colonias. España se trasplantó al otro lado del mar con la idea preconcebida de fundar otra España. ¿Hay algo parecido en la historia? Quizá solo la construcción del imperio romano: del mismo modo que Roma creó en Europa un mundo sobre la base de su lengua, sus legiones y su derecho, así España creó en América un mundo sobre la base de su religión, su idioma y su ley. Como aquella no era tierra virgen, sino que estaba habitada por otros pueblos cuya dignidad reconocerá la legislación española una y otra vez, el resultado del trasplante no será un calco de la metrópoli, sino una realidad nueva que muy pronto adquirirá sus propios rasgos distintivos, su personalidad específica. Y por cierto que quienes construyeron esa realidad nueva no fueron los conquistadores, sino los que vinieron después: los hombres que, siempre en nombre de la corona y de la fe, institucionalizaron la conquista y edificaron el mundo virreinal. Porque para explorar mundos desconocidos y conquistar imperios hace falta un temperamento muy singular, pero después hay que ordenar todo eso y convertir la tierra conquistada en un sitio habitable, y para eso se requiere un carácter completamente distinto.

La estructura principal de todo ese sistema fueron los virreinatos. Hubo cuatro virreinatos. El primero, en 1535, fue el de Nueva España, que abarcaba las Antillas, México y la América central excepto Panamá, más el sur de los actuales Estados Unidos y después las Filipinas. Llegó a incluir en el siglo XVIII buena parte de Norteamérica. En 1542 se creó el virreinato del Perú, que comprendía la totalidad del subcontinente suramericano (excepto la franja este, de jurisdicción portuguesa) más Panamá. En 1717 cobró vida propia el virreinato de Nueva Granada, que incluía todo el territorio de las actuales Colombia, Venezuela, Ecuador y Panamá. El cuarto fue el del Río de la Plata, creado en 1777, que desgajó del virreinato peruano territorios de las actuales Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay y Uruguay.

El virrey era literalmente un vice rey («visorrey», se decía en la época). El término —y el cargo—provienen de la tradición política de la Corona de Aragón. El virrey solo respondía ante el rey y hacía las veces de este en el territorio de su competencia. Era mucho más que un gobernador colonial: era el mismo rey presente por persona interpuesta, jefe político supremo, jefe militar y jefe judicial.

UN SISTEMA PROPIO DE PODER

Los virreinatos eran la pieza fundamental de la estructura, pero la base era otra: conforme a la tradición municipalista española, la base real de la vida en los virreinatos eran los ayuntamientos, o sea los cabildos. La fuerza del cabildo reside en que no procede del rey, sino del pueblo. Encarnan por sí mismos una autoridad política directa, inmediata, que un gobernador puede ciertamente contravenir, pero no sin quebrantos. La autoridad de un cabildo —en las ciudades de América, auténticas asambleas vecinales con menos diferencias de clase o estamento que en el territorio peninsular— era muy notoria. Ningún gobernador, ni siquiera un virrey, podía ignorar su voluntad. Andando el tiempo, van a convertirse en el principal factor de identidad colectiva de la América hispana. A partir de la segunda o tercera generación después de la conquista, los vecinos de Lima, México o Cartagena, nacidos ya allí, van a dejar de verse a sí mismos como «españoles» —aunque sigan siendo muy fieles súbditos de su majestad— para empezar a adquirir una identidad nueva, específicamente hispanoamericana.

Otra pieza fundamental del sistema, que de hecho actuaba como limitación al poder político, eran las Audiencias, es decir, los tribunales de Justicia. No era un poder diferente, porque su presidente solía ser el gobernador o el virrey, es decir, el mismo sujeto del poder político. Pero en la práctica era un elemento de limitación del poder porque sus miembros (los «oidores»), nombrados generalmente desde España, tenían completa autonomía de juicio y no obedecían más que al ordenamiento legal, al cual el gobernador o virrey debía someterse. Así habrá audiencias que dicten prisión para el virrey, como ocurrió en el Perú con Blasco Núñez de Vela, o que procesen a un gobernador, como le pasó a Nuño Beltrán de Guzmán en Nueva Galicia. Las Reales Audiencias son siempre el signo de la consolidación del dominio territorial, y así su creación sigue la misma cronología que la expansión del imperio: Santo Domingo en 1511, México en 1527, Panamá en 1538, Guatemala y Lima en 1543, etc. Con el tiempo las Audiencias gozarán incluso del privilegio del «sello real», lo cual las convertía de hecho en representación directa del monarca.

No quedaría completo el mapa de los virreinatos sin mencionar a la Iglesia, que a lo largo de toda la conquista va a actuar como vigilante perpetuo de los conquistadores. Como la bandera de la conquista fue, desde el primer instante, la evangelización, los clérigos desempeñarán un papel fundamental en todos los procesos de consolidación del poder territorial político. Los obispados no se dedican solo a organizar a los misioneros que predican a los indígenas, sino que desempeñan una función de guía moral que frecuentemente entrará en conflicto con la pura práctica del poder. Toda la legislación de protección de los nativos proviene en realidad del celo de los misioneros. Estos recurrirán con alguna frecuencia a las Audiencias para exigir la aplicación de las leyes, y las Audiencias, con la ley en la mano, les tendrán que dar la razón.

Sobre esta arquitectura —cabildo, audiencia, gobernación, virreinato—se edificó institucionalmente la América virreinal. Pero en el proceso hubo otras dos instituciones de gran importancia, esta vez no en América, sino en España, encargadas de organizar y reglar toda la actividad que se proyectaba al otro lado del Atlántico, siempre bajo la dependencia directa de la corona: en lo político, el Consejo de Indias, y en lo económico, la Casa de la Contratación.

NO HUBO «EXPOLIO» EN LAS INDIAS

Como uno de los habituales reproches a España de la literatura contemporánea es la «depredación» de los metales preciosos de América, es decir, que España dejó esquilmado el continente, vale la pena hablar un poco de la Casa de la Contratación y del oro y la plata del Nuevo Mundo, porque era esta institución la que llevaba la cuenta de los metales que entraban en España. ¿De cuánto hablamos? Casi 800 kilos de oro al año entre 1503 y 1520 (el oro de las Antillas), gran descenso en los años siguientes por el agotamiento de los filones, fuerte recuperación a partir de 1531 con 14.466 kilos de oro hasta 1540, ascenso a 24.957 kilos para el decenio siguiente y un pico de 42.640 kilos para el periodo 1551-1560. A partir de aquel momento la producción de oro cayó en picado: en los últimos cuarenta años del siglo XVI entraron «solo» 52.511 kilos de oro. Pero la producción de plata compensaba con creces el descenso del oro.

¿Se quedó América esquilmada por esta explotación minera? En absoluto. Basta ver la proporción real de metal extraído en comparación con lo que puede extraerse hoy día, en el siglo XXI. Por ejemplo, entre 1521 y 1600, es decir, casi un siglo, entraron en España unas 17.000 toneladas de plata y 181 toneladas de oro. Pues bien, la producción de oro en Sierra Pelada, Brasil, en 1983 fue de 14 toneladas en un solo año y en un solo yacimiento. Más datos: el tesoro enviado a España por los virreinatos y capitanías generales en ciento veinte años, entre 1530 y 1650 —lo explica el profesor de la Universidad de Texas Francisco Marcos Marín—, equivale a la extracción actual de plata durante veintiséis meses y de oro durante seis meses. Todo el oro y la plata enviados a España desde la conquista hasta 1810 se extrae actualmente en cuatro años de minería de plata y uno de oro.

Hoy Venezuela produce anualmente alrededor de 12 toneladas de oro. En 2018 México extrajo 6.000 toneladas de plata. Y un dato absolutamente definitivo: en 2020 los dos primeros productores de plata del mundo fueron México y Perú. Así que no es verdad que España dejara América arruinada. Añado algo importante: en realidad la mayor parte del oro y la plata de las Indias se quedó allí. Los registros de la Casa de la Contratación solo reflejan el valor del metal que entraba en España, porque una parte no desdeñable permanecía en las Indias, en manos de los propietarios de las explotaciones. Las minas no eran propiedad de la corona: eran propiedades privadas. La corona participaba de los beneficios con impuestos de diverso tipo e, instrumentalmente, con los envíos de azogue, o sea, el mercurio, que era preciso para extraer el oro. ¿Qué parte de la extracción minera viajaba a España? Uno, los beneficios privados, que normalmente se reinvertían en propiedades y bienes; dos, el tributo a la corona, que pasaba a las arcas reales.

La corona se quedaba por capitulación con el quinto real, es decir, un 20 por ciento de lo extraído. A eso se añadían los impuestos y los derechos aduaneros, que, variando según las condiciones, podían representar entre un 10 y un 20 por ciento más. O sea que la mayor parte de la riqueza se quedaba en las Indias. Que no, no eran simples colonias.

LA VERDAD SOBRE EL MUNDO VIRREINAL

La inmediata fundación de universidades y centros de enseñanza en América, lugares donde se iba a formar la elite autóctona, es probablemente la mejor muestra de que las Indias no eran una simple colección de colonias, sino verdaderamente un proyecto de mundo nuevo destinado a perdurar y, aúnmás, a vivir por sí mismo. Vale la pena reparar en las fechas de fundación de las universidades hispanoamericanas: Santo Domingo en 1538, San Marcos de Lima en 1551, México en 1551, Puebla (México) en 1578, Bogotá en 1580, San Carlos de Cebú (Filipinas) en 1595 y Santo Tomás de Manila en 1611, Córdoba de Argentina en 1613… Entre 1538 y 1792 España fundó nada menos que veintiséis universidades en América y dos en Filipinas. Y a esas fundaciones hay que añadir un sinfín de colegios menores tanto para los hijos de la aristocracia local como para los indios y los mestizos. La gran mayoría de estos centros fueron iniciativa de la Iglesia con el respaldo expreso de la corona.

¿Comparamos con otras potencias coloniales? En Estados Unidos, Harvard nació en 1636, pero como iniciativa personal y privada de una secta protestante. Realmente la primera universidad de iniciativa regia es el College of William and Mary de Virginia en 1693. En cuanto a la órbita francesa, la universidad de Laval en Canadá se atribuye la fecha de 1663, pero, en rigor, ese es el año de fundación del seminario del obispo Montmorency-Laval; no se convirtió en universidad hasta 1852. El resto de las universidades norteamericanas antes de la independencia (hasta ocho incluyendo las dos anteriores) se funda ya en el siglo XVIII.

Lo más notable del modelo virreinal es que funcionó muy bien. En los casi tres siglos que estuvo vigente, la América hispana apenas conoció los trastornos que en ese mismo periodo iban a sacudir a Europa. Hubo, sí, revueltas de colonos, revueltas de indios, revueltas de esclavos, ataques piratas y guerra con el inglés, pero su crónica se escribe con episodios muy concretos, ocasionales sobresaltos en un horizonte que, en resumidas cuentas, fue ostensiblemente más pacífico que el europeo. Hasta ya iniciado el siglo XIX, y en el contexto excepcional de las guerras napoleónicas, no hubo una contestación generalizada contra el sistema. Y sería para ponerle punto final.

¿Cómo era la América virreinal a principios del siglo XIX, justo antes de las independencias y después de tres siglos y medio de hispanidad? Lo sabemos, entre otras fuentes, por el Ensayo político sobre el reino de Nueva España del naturalista alemán Alexander von Humboldt, que estuvo varios años en los virreinatos del Perú, Nueva Granada y Nueva España. Humboldt era un ilustrado que apostaba abiertamente por las emancipaciones de los territorios americanos, y su crónica está llena de reproches a las contradicciones que minaban ya la estructura virreinal. Y sin embargo, estas son algunas de sus opiniones: «El agricultor indio es pobre pero libre. Su situación es mucho mejor que la de los campesinos del norte de Europa, en especial rusos y alemanes. El número de esclavos es prácticamente cero (…) ¡Esto debe saberse en Europa! Los mineros mexicanos son los mejor pagados del mundo, reciben de seis a siete veces más salario por su labor que un minero alemán (…).

La Nueva España tiene una ventaja notable sobre los Estados Unidos, y es que el número de esclavos, así africanos como de raza mixta, es casi nulo. El número de esclavos africanos en los Estados Unidos pasa de un millón, que es la sexta parte de su población (…). Entre todos los reinos (de España en América) México ocupa actualmente el primer lugar, tanto por sus riquezas territoriales como por lo favorable de su posición para el comercio con Europa y Asia (…). Ninguna ciudad de América, sin exceptuar las de Estados Unidos, puede exhibir tan grandes y sólidas instituciones científicas como la Ciudad de México. La capital y otras ciudades de México tienen establecimientos científicos comparables con los de Europa». Para ser el balance de un crítico, no está nada mal.

Y es que las Indias, en efecto, nunca fueron simples colonias. Fueron realmente otra España. Ningún imperio europeo supo hacer nada igual. Y es otra razón para estar orgullosos de la Historia de España.

NOSOTROS

Esto es lo que somos. Esto es lo que eres tú, y tus padres, tus abuelos…Somos el país que nació de su herencia romana conservando hasta el nombre. El país que se constituyó por primera vez como unidad política con los bárbaros más romanizados de todos, que fueron los visigodos. El país que tuvo que pelear año tras año, siglo tras siglo, para seguir siendo Europa y no otra cosa, y que en esa lucha se convirtió en valladar de una civilización frente a otra. El país del que nació una lengua que hoy hablan cerca de seiscientos millones de personas y que es la segunda lengua del mundo por número de hablantes nativos.

Somos un país que ha escrito páginas singulares en la defensa de la libertad de la gente, de las personas de carne y hueso. El país donde nacieron las primeras ciudades libres. El que alumbró las primeras cortes con representación popular. El primero que creó una fuerza de policía para garantizar la seguridad de cualquiera en todo el territorio del reino. Aquí tuvimos a las primeras mujeres que impartieron clases en una universidad y también al primer catedrático negro de la historia, todo eso tan temprano como en el siglo XVI. España es el único país del mundo que, después de vencer en una conquista, dictó leyes para proteger a los vencidos. El país donde nació eso que hoy llamamos «derechos humanos». Y tuvimos Inquisición, sí, pero también fuimos los primeros en dejar de quemar brujas cuando toda Europa se volvió loca. Y tuvimos esclavitud, también, pero los esclavos negros de la América inglesa huían a tierra española porque bajo nuestras banderas se vivía mejor.

Tú, tus padres y tus abuelos sois el país que descubrió América. El que abrió las rutas del océano Atlántico con barcos de una fragilidad que hoy nos pasma. El primero que dio la vuelta al mundo y comprobó que la Tierra, en efecto, es redonda y se puede transitar en toda su extensión. Y que después, con esos mismos barcos, se lanzó a la aventura inconcebible de abrir el océano Pacífico, una tercera parte de la superficie del planeta, creando rutas estables que hasta entonces nadie había sabido dibujar. Sois, somos, el país que en poco más de medio siglo descubrió, exploró, conquistó y en buena parte pobló un territorio veinte veces mayor que la península ibérica, que creó el imperio ultramarino más longevo de cuantos han existido y lo mantuvo casi tres siglos frente al acoso permanente de otras potencias.

El país que creó el primer ejército moderno, profesional y popular, abriendo un campo que después todos imitarían. En ese camino, de este suelo surgieron centenares de héroes capaces de escribir hazañas que hoy nos parecen inconcebibles, en la guerra y en la paz. Como la epopeya de la primera campaña transoceánica de vacunación para vencer a la viruela. O también como esa otra hazaña, que algún día se reconocerá, de recoger un país roto, atrasado y empobrecido y convertirlo en la novena potencia industrial del mundo en poco más de veinte años.

Ese país que tú eres, como lo son tus padres y tus abuelos, supo crear una civilización. Dio una columna vertebral a la cristiandad europea con el Camino de Santiago. Supo aprovechar el acervo cultural creado durante la dominación islámica con la llamada Escuela de Traductores de Toledo, que permitió recuperar buena parte de la sabiduría clásica. Fue pionero en el campo del conocimiento al concebir las primeras gramáticas de las lenguas modernas, por supuesto la del castellano, pero también las de muchas lenguas amerindias, que gracias a nuestros misioneros tomaron forma y se salvaron de una más que probable desaparición.

Este país, que algunos siguen tachando con el estigma del perpetuo atraso, fue el primero que organizó una expedición científica internacional y en nuestros archivos descansan las pruebas de una extraordinaria actividad en el campo de la invención técnica. Aquí nacieron las primeras teorías que daban cuenta de la naturaleza de la economía moderna. Aquí se vivió una de las mayores revoluciones culturales de todos los tiempos en nuestro Siglo de Oro. Aquí nació la novela moderna con El Quijote. Y mientras tanto, al otro lado del mar, se iba construyendo un mundo nuevo, que ya no era exactamente España pero tampoco dejaba de serlo, y que iba a alumbrar eso que todavía llamamos «Hispanidad».

Tú eres todo eso. Tú eres la razón por la que cabe estar orgulloso de la Historia de España. Por supuesto, tú, y también tus padres e incluso tus abuelos siempre podéis pensar que todo esto no va con vosotros. Que es cosa del pasado. Que vosotros sois otra cosa. También eso, por cierto, forma parte de lo que somos: la autonomía individual es un rasgo muy nuestro. Y bien, sí: hacedlo. Dejad que las hierbas salvajes cubran elcementerio, que el moho recubra los viejos libros, que el óxido pudra las armas, que las polillas devoren las banderas y que se borre toda memoria de lo que fuimos. Creed que la historia del mundo ha comenzado con vosotros.

Tenéis esa opción. Pero entonces…, ¿qué sois, qué seremos? Mirad alrededor: ¿de verdad vale la pena ser, simplemente, lo que somos hoy? Y decidme: cuando paséis por cualquiera de nuestras ciudades, ¿cómo haréis para explicaros lo que sois si no guardáis memoria de lo que fuimos? ¿Cómo sabréis adónde ir si no sabéis de dónde venimos? ¿No es más grato pensar que, al fin y al cabo, toda esa larga historia llena de episodios extraordinarios es el árbol del que tú naces? ¿Pensar que, de algún modo, lo que da sentido a ese libro de oro es que en su última página estás tú, y que a ti te corresponde escribir la página siguiente?

NUESTROS SABIOS OLVIDADOS

A mediados del siglo XIX se extendió la idea de que España jamás había pintado nada en materia científica y técnica. En 1866 el matemático José de Echegaray, en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Exactas, sostuvo que en España nunca había habido teoría matemática ni ciencia en general. Diez años después, el político liberal y poeta Gaspar Núñez de Arce repetía la jugada en su discurso de ingreso en la Real Academia Española.

Cierto que no iban a faltar plumas dispuestas a desmentir esa idea, como la de Menéndez Pelayo, pero el hecho es que así se abrió una polémica que haría correr mucha tinta: la polémica sobre la ciencia española. Aún hoy predomina la idea de que España, en materia científica, no ha aportado nada al mundo. Grave error. En realidad el asunto viene de lejos. A la altura de 1782, la Enciclopedia francesa, chauvinismo disfrazado de Ilustración, se preguntó «¿Qué se debe a España?» y se contestó a sí misma: «Nada». El texto en cuestión lo había redactado un leguleyo que se ganaba la vida como secretario de un duque, Nicolas Masson de Morvilliers, y decía así: Hoy Dinamarca, Suecia, Rusia, la propia Polonia, Alemania, Italia, Inglaterra y Francia, pueblos enemigos, amigos, rivales, todos arden en generosa emulación por el progreso de las ciencias y de las artes. Cada cual medita conquistas que debe compartir con las otras naciones; cada cual, hasta hoy, ha hecho algún descubrimiento útil que ha revertido en beneficio de la humanidad. ¿Pero qué se debe a España? Y después de dos siglos, cuatro, diez, ¿qué ha hecho ella por Europa?

La descalificación era tan bárbara que se imponía una respuesta contundente. Quien cogió la bandera en aquel momento fue un emeritense de ánimo polémico y pluma incisiva: Juan Pablo Forner, cuya Oración apologética es un acabado ejemplo de patriotismo cultural. Hubo grandes debates sobre la cuestión. La idea de la esterilidad científica española, sin embargo, fue haciendo su camino, hasta convertirse en tópico. Al parecer, a Masson y los suyos, como después a Echegaray y compañía, no se les ocurrió plantearse cómo era posible que un país sin ciencia ni técnica avanzadas fueracapaz de mantener la hegemonía mundial durante más de siglo y medio. Aun hoy, a pesar de lo mucho que se ha escrito sobre la cuestión, seguimos enredados en esa tela.

Veamos. Es verdad que el colapso de la estructura política de la monarquía hispánica, sobre todo a partir de mediados del siglo XVII, limitó mucho las posibilidades de España para acometer procesos de acumulación de capital, procesos que son absolutamente necesarios para impulsar la aplicación de las ciencias. Por eso más tarde, andando los siglos XVIII y XIX, cuando la técnica moderna experimentó su gran aceleración, España llegaba tarde y en peores condiciones que Inglaterra y Francia. Pero eso no quiere decir en absoluto que España no haya aportado nada al mundo en materia científica y técnica, y basta un mero repaso a algunos hechos fundamentales para comprobarlo.

¿HEGEMONÍA MUNDIAL SIN CIENCIA?

España descubrió América, sin ir más lejos. Y acto seguido exploró a conciencia dos océanos en el breve lapso de medio siglo. La operación supuso un desarrollo sin precedentes de varias disciplinas científicas y técnicas: la cosmografía (que así se llamaba entonces a la astronomía, porque se navegaba según las estrellas), la cartografía (herramienta básica de la geografía), la náutica y la ingeniería naval con el perfeccionamiento de la carabela y la invención del galeón… Y de inmediato, la minería, con todos los procesos químicos necesarios para la explotación de minerales. No fue un trabajo solo español: los portugueses fueron decisivos en la náutica y los alemanes en la cartografía; a nadie se le ocurría entonces poner sellos de nacionalidad a los conocimientos.

Al mismo tiempo, en los frentes de batalla de Europa la guerra empujaba a la innovación técnica, como ha sucedido siempre en la historia: la ingeniería conocía avances asombrosos por los trabajos de fortificación y la artillería se hacía matemática hasta el punto de que con frecuencia veremos al frente de los cañones a los padres jesuitas, por la exclusiva razón de que sus escuelas de matemáticas eran las mejores del mundo. ¿De verdad alguien piensa que es posible ser la potencia hegemónica del mundo sin una técnica y una ciencia avanzadas?

Es cierto que nos falta documentación: datos, cifras, fechas, nombres, invenciones. Sabemos poco. O mejor dicho: sabemos mucho, pero desorganizado. Por un lado, porque los franceses despojaron el Archivo de Simancas en 1811, durante la Guerra de la Independencia, y no es fácil decir cuánto falta en lo que se devolvió en 1816. Por otro, porque en España no ha habido hasta fecha muy reciente estudios de Historia de la Técnica institucionalizados en el ámbito universitario, como incansablemente se ha encargado de repetir uno de los mejores especialistas en la materia, Nicolás García Tapia. Pero precisamente gracias a los trabajos de don Nicolás, entre otros, hemos podido redescubrir un universo realmente fascinante.

Por ejemplo, es asombrosa la intensidad con la que se estudió en la primera mitad del siglo XVI la mecánica de los molinos horizontales, asunto que en la época era de una importancia decisiva en España por las condiciones hidrográficas del país. Con ojos de hoy puede parecer una investigación primitiva, pero su principio físico es el que luego dará lugar a las modernas turbinas. Algunas invenciones de ese tiempo solo podrán llevarse a la práctica con éxito varios siglos después. Por ejemplo, los barcos con palas de Blasco de Garay hacia 1543, que buscaban solucionar el problema de cómo navegar sin viento y sin remeros. Las ruedas verticales de palas adosadas en los laterales de la nave eran una opción lógica. No se trataba de un sistema de vapor, como erróneamente interpretó alguien después, sino que las palas eran empujadas por fuerza humana. El problema era que, en la época, no había materiales que pudieran sostener con eficiencia el gigantesco aparato a bordo, porque la madera terminaba cediendo bajo su peso. Solo más tarde, cuando sea posible armar barcos con metal, ya en el siglo XIX, se darán las condiciones para instalar ruedas de palas en los barcos, y la fuerza motriz entonces será ya el vapor.

Quien más en serio se tomó el trabajo de organizar y, por decirlo así, institucionalizar la técnica y las ciencias en España fue Felipe II. Véase el increíble trabajo de la Botica de El Escorial a propósito de la expedición americana de Francisco Hernández. Añadamos que, en este terreno de la Medicina, con Felipe II se establecen los criterios generales para el ejercicio de la profesión médica con el examen de Protomedicato, y que el cerebro de la operación fue el gran Francisco Valles de Covarrubias, médico del rey Felipe y fundador de la anatomía patológica, porque fue el primero que impartió clases prácticas con anatomías de cadáveres. Años más tarde, otro cerebro del Protomedicato, Luis Mercado, auténtico explorador de todas las enfermedades de las distintas partes del cuerpo, logró que los médicos tuvieran que estudiar cirugía y viceversa, lo cual significó un avance decisivo, porque hasta entonces los cirujanos eran simples matasanosarmados de bisturí. Mercado se dedicó a poner por escrito todos los conocimientos médicos de su tiempo, y el resultado de esa obra, publicado en cuatro volúmenes entre finales del siglo XVI y principios del XVII, es una auténtica enciclopedia de la ciencia médica.

Con frecuencia se ha pintado a la cultura española de esa época como un mundo oscuro, asfixiado bajo la represión de la ortodoxia religiosa. Eso no es más que una caricatura. Es verdad que el pensamiento religioso lo teñía todo, pero eso no quiere decir que la inteligencia no volara. Por ejemplo, es muyinteresante saber que las primeras formulaciones del método científico moderno no se deben a Descartes, sino a pensadores españoles. El famoso «pienso, luego existo» cartesiano es copia casi literal del principio de Gómez Pereira: «Conozco que conozco algo. Todo lo que conoce, es. Luego yo soy», escribe Gómez Pereira en 1554, casi ochenta años antes que el francés. No era un cualquiera, Gómez Pereira: médico personal del infante don Carlos, hijo de Felipe II, además de ingeniero hidráulico y filósofo. En cuanto a la duda como método de conocimiento, también aquí Descartes copia a un español: Francisco Sánchez «el Escéptico», un filósofo y médico gallego instalado en Francia. Su tratado "Que nada se sabe", escrito en 1576, sienta las ideas que después tomará Descartes, y por eso a este se le acusará de plagio desde el mismo momento de la aparición del famoso "Discurso del método".

MATEMÁTICA DE ESTADO

A Felipe II se debe también, y por impulso del arquitecto Juan de Herrera, la creación de la Academia Real Matemática en 1582. Es una historia que merece ser contada. El nivel de las ciencias matemáticas en España era ya muy alto desde bastante tiempo antes, al menos desde el Ars Arithmetica del cardenal Juan Martínez Silíceo (1514), uno de los manuales más importantes del siglo. Los profesores de las universidades españolas eran de un nivel excelente. En 1572, por ejemplo, Jerónimo Muñoz, que fue uno de los primeros en defender el sistema copernicano, observa y describe la supernova de ese año, fenómeno que fue fundamental para modificar las teorías clásicas sobre el universo; Tycho Brahe recogerá después las observaciones de Muñoz.

Desde algunos años atrás, Felipe II había prohibido a los españoles estudiar o enseñar en universidades de países que estuvieran en guerra con España. El asunto suele despacharse con una acusación de «oscurantismo» al rey y a la Iglesia, pero el motivo de aquella prohibición no era cultural o religioso, sino militar: había que impedir que el enemigo adquiriera los conocimientos españoles sobre náutica, cosmografía o armamento. El desarrollo de la ciencia y la tecnología estaba ligado a los fines militares; casi todos los trabajos debían ser secretos (lo mismo ocurrirá cuatro siglos después, durante la «guerra fría» entre Estados Unidos y la Unión Soviética).

El hecho es que ese forzoso aislamiento hizo ver la necesidad de contar con una institución propia que, por así decirlo, captara y distribuyera conocimiento bajo el control de la corona, y eso fue la Academia. Lo que hizo Herrera en 1582 fue concebir una institución que pudiera dar cobijo a los mejores geógrafos, astrónomos, arquitectos, ingenieros y, en general, cualquier destacado matemático, con el objetivo expreso de poner sus conocimientos al servicio del país. Al final, las necesidades de la guerra impusieron su peso y las disciplinas mejor desarrolladas fueron la navegación y la cosmografía, pero el plantel de científicos que pasó por la Academia fue excelente. El portugués Labaña, Pedro Ambrosio Ondériz, el milanés Ferrofino, Juan Arias de Loyola, Juan Cedillo, Cristóbal de Rojas, García de Céspedes… Estos profesores no solo impartían clases, sino que además acometían trabajos de fondo como traducir al español las obras clásicas de matemáticas que solo tenían edición latina, como hizo Ondériz. La Academia mantuvo un altísimo nivel durante todo el siglo XVII. Lo perdería ya en el XVIII, cuando Carlos III expulsó a los jesuitas y, con ellos, a los docentes y científicos de esa orden, lo cual terminaría llevando a la clausura de la institución. Curioso «mérito» para un ilustrado.

En la investigación sobre la ciencia y la técnica españolas en el Siglo de Oro hay una pieza muy sugestiva que son "Los veintiún libros de los ingenios y máquinas" de Juanelo Turriano. El tal Turriano era un milanés instalado en España hacia 1530 y que trabajó la mayor parte de su vida en Toledo. La obra es muy importante porque es el único testimonio sobre las técnicas hidráulicas en el siglo XVI: cómo evaluar la calidad de las aguas, normas para la construcción de acueductos, fuentes y cisternas, mecánica de los molinos, diseño técnico de puentes en madera o en piedra, edificaciones a la orilla del mar, etc. Entre los ingenios de Turriano se conoce bien una máquina hidráulica que permitió abastecer a la ciudad de Toledo con agua del Tajo gracias a un complejo sistema de mecanismos que, engranados unos en otros a altura creciente, permitía salvar un desnivel de cien metros. El «Artificio de Juanelo», como se llamó a la máquina, estuvo en funcionamiento durante casi un siglo llevando a la ciudad unos 16.000 litros de agua diarios. Los veintiún libros sirvieron como manual a numerosos técnicos del Siglo de Oro: Francisco de Mora, su sobrino Juan Gómez de Mora, Teodoro Ardemans, etcétera.

LA PRIMERA MÁQUINA DE VAPOR

Hay más. El examen de los archivos de los siglos XVI y XVII ha permitido descubrir una riquísima vida científica y técnica con sorpresas tan notables como, por ejemplo, la primera máquina industrial de vapor, que no fue francesa ni inglesa, sino española, y con un inventor perfectamente identificado: el militar e ingeniero navarro Jerónimo de Ayanz en 1606. En España existían desde mucho tiempo atrás lo que se llamaba «privilegios de invención», que es lo mismo que hoy conocemos como patentes. El primer privilegio conocido es el que en 1478 otorga Isabel la Católica al médico Pedro Azlor por inventar un nuevo sistema para moler el grano. Nicolás García Tapia ha estudiado los privilegios que se conservan en los archivos y el paisaje es fascinante: una pléyade de sabios españoles, portugueses, italianos, flamencos y alemanes acudieron a la corona española para patentar centenares de inventos tan diversos como bombas para achicar el agua en los barcos, balanzas de asombrosa precisión, ingenios para aprovechar al máximo los recursos hídricos, instrumentos para afinar la triangulación geodésica del terreno, obras de canalización de agua, sistemas para mantener a un buzo bajo el agua durante horas… y la primera máquina de vapor.

En efecto, la primera patente de una máquina de vapor moderna, aquel invento que desencadenaría la revolución industrial, fue española. La registró en 1606, con otro medio centenar de inventos, el citado militar y político navarro Jerónimo de Ayanz y Beaumont, administrador general de las minas del reino. No solo la patentó, sino que además la aplicó. Jerónimo de Ayanz fue una auténtica celebridad en su época. Lo fue, ante todo, en el campo militar. Nacido en 1553, de familia noble, había empezado su carrera como paje de Felipe II. Dotado, según las crónicas, de una fuerza descomunal, había combatido en Túnez, San Quintín, Flandes, Portugal, las Azores, La Coruña… Había desmantelado una conjura francesa para asesinar en Lisboa a Felipe II. Lope de Vega le dedicaría unos versos en su comedia "Lo que pasa en una tarde". Ayanz, caballero de la Orden de Calatrava, desempeñó importantes cargos públicos: regidor de Murcia, gobernador de Martos…Felipe II le nombró en 1587 administrador general de las minas del reino, es decir, gerente de las quinientas cincuenta minas que había entonces en España y de las que se explotaban en América. Pero, además, don Jerónimo fue músico, pintor, cosmógrafo, empresario y, sobre todo, inventor.

En su gestión al frente de las minas del reino, don Jerónimo se encontró con numerosos desafíos prácticos: había que aumentar la rentabilidad de las explotaciones y solucionar problemas que iban desde la limpieza de los metales hasta los impuestos sobre los proveedores, pasando por el desagüe de las galerías inundadas por las lluvias. Inicialmente, Ayanz inventó un sistema de desagüe mediante un sifón con intercambiador, haciendo que el agua contaminada de la parte superior, procedente del lavado del mineral, proporcionara suficiente energía para elevar el agua acumulada en las galerías. Este invento supone la primera aplicación práctica del principio de la presión atmosférica, principio que no iba a ser determinado científicamente hasta medio siglo después. Y si este hallazgo es realmente prodigioso, lo que eleva a Ayanz al rango de talento universal es el empleo de la fuerza del vapor.

A nuestro inventor se le ocurrió emplear la fuerza del vapor para propulsar un fluido (el agua acumulada en las minas) por una tubería, sacándola al exterior en flujo continuo. En términos científicos: aplicar el primer principio de la termodinámica —definido un siglo después— a un sistema abierto. Además, aplicó ese mismo efecto para enfriar aire por intercambio con nieve y dirigirlo al interior de las minas, refrigerando elambiente. Ayanz había inventado el aire acondicionado. Y no fue solo teoría: puso en práctica estos inventos en la mina de plata de Guadalcanal, en Sevilla, desahuciada precisamente por las inundaciones cuando él se hizo cargo de su explotación. Muchos años después, el inglés Somerset, sobre los trabajos de Ayanz, diseñó una máquina que a su vez le será copiada por el también inglés Savery y que se aplicó igualmente a la minas. El francés Papin, el alemán Leibniz, el inglés Newcomen… esos son los nombres del camino que llevará a la máquina de vapor atmosférica en 1712, antes de la máquina de Watt con condensador incorporado. Así empezaría la revolución industrial.

Es un hecho que, después, España pasó a ocupar un lugar secundario en el desarrollo científico y técnico: el liderazgo pasó a Inglaterra, Francia, Alemania… ¿Qué pasó? Las causas son múltiples: el colapso socioeconómico del país a mediados del siglo XVII, la esclerosis de las instituciones de la monarquía hispánica en los últimos años de los Austrias, la ausencia de concentraciones de capital suficientes para impulsar procesos sostenidos de innovación, la pérdida de peso internacional de España tras el Tratado de Utrecht (1714), que supuso la pérdida de todos los territorios europeos, más el desmantelamiento institucional del país a lo largo del siglo XVIII con la sustitución del mundo de los Austrias por el de los Borbones…

Todo eso relegó a España a una posición menor. Aun así, el siglo XVIII verá cosas como la expedición de Jorge Juan y Antonio de Ulloa (1735-1746), con la primera medición precisa de la longitud del meridiano terrestre; expedición, por cierto, realizada en colaboración con la Academia francesa, cosa que al parecer ignoraba el «ilustrado» francés Masson de Morvilliers, aquel que decía que «nada» se debía a España. Más tarde tendremos la Expedición Malaspina (1789-1794), que compiló una enorme cantidad de conocimientos cartográficos, botánicos, médicos y astronómicos. Por esos mismos años, Félix de Azara vuelve a España tras veinte años de exploraciones en América y enuncia por primera vez la teoría de la evolución de las especies, que Darwin recogerá medio siglo después. Añadamos la Expedición Balmis contra la viruela, de la que también en este libro hablamos. Solo la Guerra de la Independencia, con sus tremendas destrucciones, dejará realmente a España noqueada.

Con todo esto delante, es francamente difícil sostener que España nunca ha tenido ciencia ni técnica, como si fuéramos una nación consustancialmente inapta para lo científico. Sorprende ver cómo el tópico arraigó en las mejores cabezas del siglo XX, como Unamuno u Ortega. Lo más llamativo de todo esto es que, en realidad, los datos nunca dejaron de estar ahí: bastaba con buscarlos, pero no se supo o no se quiso. Nuestros sabios nunca fueron desconocidos: simplemente, fueron olvidados. Por eso su trabajo no se enseñó en las escuelas modernas, y a partir de ahí creció la convicción de nuestra incapacidad colectiva para las ciencias. ¿No ha llegado el momento de acabar con el tópico?

                                                                                                                                           

                                                                                                                                                       © 2023 JAVIER DE LUCAS