EL PLANETA DE LOS SIMIOS

Si alguno de nosotros pudiera subirse a una máquina del tiempo y visitar la Tierra de hace 3.500 millones de años, encontraría continentes yermos y océanos desiertos. El único signo de vida serían unos montículos de aspecto correoso y nada llamativo dispersos por los esteros que descubre la marea. Estas estructuras con forma de domo, que reciben el nombre de estromatolitos, varían en tamaño, desde unos pocos centímetros hasta un metro. Los estromatolitos no son en sí mismos organismos vivos, sino que están formados por capas minerales depositadas por microbios que habitan en su superficie. Por lo que sabemos, no había mucha más vida que ésta hace 3.500 millones de años.

En el presente, sin embargo, la vida abunda en nuestro planeta. Hay millones de especies de organismos complejos que vuelan, reptan, excavan, nadan o hacen la fotosíntesis. Esta rica y variada vida ha evolucionado, a veces de manera gradual, a veces a trompicones, durante los miles de millones de años que han transcurrido desde la época de los estromatolitos. Si hay una sola palabra que pueda invocarse para describir esta transformación, ésa es «progreso». Algunos prefieren decir «avance». La impresión abrumadora que uno recibe al estudiar el registro evolutivo es de exuberancia biológica, de vida que se extiende hasta casi todos los rincones, que experimenta sin cesar con nuevas y mejores adaptaciones, desarrollando planes corporales cada vez más complejos. En la elocuente prosa de Darwin: «Mientras este planeta ha ido girando de acuerdo con la ley fija de la gravedad, desde un principio tan simple han evolucionado, y siguen evolucionando, las formas más maravillosas».

Muchos biólogos (entre ellos el propio Darwin) abrazaron con mayor o menor fuerza esta visión de un progreso evolutivo general, un paulatino y firme avance de lo primitivo a lo sofisticado, de lo simple a lo complejo. Y la cima de ese progreso es, como puede imaginarse, el Hombre. Distinguido por su gran cerebro y superior inteligencia, el Homo sapiens se erige en el símbolo arquetípico de una naturaleza que se esfuerza por producir formas de vida mejores y más sofisticadas. Al hilo de este argumento, cabe esperar que este progreso imparable no sea una mera aberración terrestre, sino una propiedad básica del orden natural de las cosas, de modo que podemos esperar que se repita en todos los planetas que poseen vida.

Si sembramos vida en un planeta y regresamos al cabo de unos pocos miles de millones de años, esperaríamos hallar cultura, lenguaje, tecnología, ciencia y, con un poco de suerte, radiotelescopios. En otras palabras, la inteligencia, y su manifestación en forma de una sociedad tecnológica, es algo que casi por obligación debe emerger tarde o temprano allí donde comience la vida, suponiendo que no se produzca algún desafortunado accidente (como que explote la estrella del planeta en cuestión). Es un punto de vista muy extendido y adoptado por Carl Sagan y muchos investigadores del SETI, pero ¿es correcto?

La explicación optimista o «progresiva» de la inteligencia recibe un respaldo en los estudios sobre la evolución del cerebro. El tamaño absoluto del cerebro no es por sí mismo una buena medida de la inteligencia, pues una gran parte del cerebro se utiliza para hacer funcionar el cuerpo, de modo que los cuerpos grandes requieren un cerebro de mayor tamaño.

Por ejemplo, un gato, que tiene un cerebro del tamaño de una nuez, no es obviamente más estúpido que un tigre de Bengala. El llamado cociente de encefalización (CE) es un intento por resolver este problema comparando el tamaño observado con el tamaño medio esperado para el tamaño del animal en cuestión. Como cociente de referencia se toma el 1, de manera que los valores superiores a 1 corresponden a cerebros relativamente grandes, y los menores que uno, a cerebros relativamente pequeños. Los cerebrales humanos podemos alardear de un CE de alrededor de 7,5, los chimpancés (nuestros parientes vivos más cercanos), de 2,5, y los delfines, de 5,3. (Por si a alguien le interesa, los gatos se quedan en un mediocre 1.)

Los neandertales, que probablemente no fueses nuestros antepasados directos, sino una rama distinta del género Homo, tenían un EC alrededor de 5,6. Si se representa en una gráfica la evolución del CE en nuestro linaje a lo largo de los últimos millones de años, parece mostrar una tendencia de crecimiento acelerado. Hay incluso quien asevera que el crecimiento es exponencial. Es casi como si la inteligencia «despegase» como una gran idea evolutiva y se disparara a lo alto, como si la evolución de algún modo la «favoreciera» y, por tanto, cupiera esperar lo mismo en cualquier planeta que posea organismos con algo parecido a un sistema nervioso central.

Pero no es tan simple. Por desgracia, la visión popular de la evolución como progreso es, en el mejor de los casos, una grave simplificación, y en el peor de los casos, sencillamente incorrecta. Uno de los aspectos esenciales del darwinismo es que la vida no puede «mirar hacia delante» y acomodar los cambios evolutivos a un objetivo deseable o a una oportunidad futura. Las mutaciones se producen al azar y sólo se seleccionan según lo que funcione mejor en ese momento. La naturaleza no puede prever el futuro más de lo que podemos hacerlo nosotros, así que la idea de que la vida se esfuerza activamente por alcanzar un fin predeterminado, o que de algún modo está canalizada hacia ese fin, es errónea.

Sobre este aspecto hizo mucho hincapié el desaparecido Stephen Jay Gould, que utilizaba la analogía de un borracho que camina apoyándose en un muro y más tarde es encontrado tumbado en la cuneta. ¿Acaso el borracho pretendía dirigirse a la cuneta? No, simplemente fue dando tumbos al azar, pero como el muro le impedía moverse en la dirección opuesta a la cuneta, era sólo cuestión de tiempo que se encontrara con el bordillo, perdiera el equilibrio y cayera. El proceso crea una ilusión de direccionalidad a causa de la asimetría del escenario. Del mismo modo, decía Gould que la vida no se dirige hacia la complejidad o el «progreso». Comienza de forma simple (por necesidad), y no tiene a donde ir si no es hacia arriba. La vida se hace por término medio más compleja con el tiempo, no porque sea sutilmente dirigida hacia la complejidad, sino simplemente porque explora aleatoriamente la gama de posibilidades, la mayoría de las cuales son más complejas que cuando se inicia. Gould creía que la falsa concepción del «progreso» se ve agravada por la metáfora del árbol de la vida que utilizó por primera vez Darwin, que tiene una clara dirección (hacia arriba), mientras que un arbusto o una mata serían metáforas más adecuadas.

Resumiendo este punto de vista, podría decirse que la vida simplemente «va hacia arriba a medida que avanza». La inteligencia es sólo una de las cosas que inventó. Lo que queremos saber, desde la perspectiva del SETI, es, naturalmente, en qué medida es probable que la vida «tropiece» a tientas con la inteligencia (como el borracho) durante su viaje evolutivo. ¿Ocurrirá a veces? ¿Muy a menudo? ¿O casi nunca?

Un factor fundamental para acometer estas cuestiones es el fenómeno de la convergencia evolutiva, que se produce cuando la misma solución biológica es descubierta para resolver problemas parecidos, pero siguiendo rutas distintas desde puntos de partida diferentes. Los ejemplos son abundantes. Las alas se inventaron muchas veces, en los insectos, las aves, los mamíferos e incluso en los peces. Han surgido de manera independiente porque volar o planear aporta ventajas evolutivas obvias en algunas circunstancias, y porque formar alas mediante la adaptación de distintos órganos (la piel entre las extremidades en los zorros voladores, las aletas en los peces…) es un paso relativamente sencillo. Los ojos también han aparecido muchas veces. De hecho, hay muchos tipos distintos de ojos. La vista también proporciona grandes ventajas, así que no es raro que la evolución la haya descubierto una y otra vez de forma independiente.

Un debate interesante en la biología es el que versa sobre las pautas o tendencias generales manifestadas por la convergencia evolutiva, y sobre si es legítimo describir algunas de éstas en términos de «nichos disponibles». Veamos un ejemplo. Tras la ruptura de los supercontinentes Gondwana y Laurasia, la evolución animal divergió en los continentes separados. Lo que hoy es Australia acabó de separarse de Gondwana hace unos 50 millones de años, y allí acabaron por dominar los mamíferos marsupiales, mientras que en los otros continentes dominaron los mamíferos placentarios. Cuando los aborígenes arribaron a Australia hace 50.000 años, descubrieron un feroz carnívoro depredador que hoy conocemos como Thylacoleo. Por desgracia, este animal hoy está extinguido, posiblemente a causa de la caza o del cambio climático. El Thylacoleo evolucionó a partir de marsupiales herbívoros, pero acabó comiendo, comportándose y pareciéndose mucho al tigre de dientes de sable de América del Norte, que descendió de mamíferos placentarios. Así pues, podría decirse que el Thylacoleo «ocupaba el nicho del tigre» en el ecosistema australiano. Esta breve manera de expresarlo implica que realmente existe un «nicho del tigre» que espera a ser llenado, igual que un nicho de las alas y un nicho de los ojos.

Como la convergencia evolutiva es tan común y poderosa, la metáfora del nicho tiene cierta fuerza. Pero conviene usarla con mucho cuidado. Lo que deseamos saber es si existe un «nicho de la inteligencia», que en la Tierra vinieron a ocupar los humanos, desde que hace unos pocos millones de años en África nuestros antepasados comenzaron a caminar erguidos y a utilizar herramientas, un proceso de desarrollo que nos ha llevado hasta los radiotelescopios. Si este razonamiento es sólido, ¿podemos esperar de igual modo que ET ponga la «I» en SETI? No hay consenso sobre este extremo. Charley Lineweaver, un astrobiólogo de la Universidad Nacional de Australia, se ha mostrado muy escéptico acerca del argumento del nicho de la inteligencia. Le gusta comparar las alas y los ojos con las trompas. Un gran elefante africano que supiera algo de biología podría llegar a la conclusión errónea de que los 3.500 millones de años de la evolución estuvieron dirigidos hacia trompas más largas y versátiles, argumentando que existe un «nicho de las trompas» que él, Loxodonta africana, fue llamado a ocupar por la Madre Naturaleza. Al examinar su linaje evolutivo, el elefante podría sentirse tentado a diseñar un «cociente de nasalización» (en lugar de un cociente de encefalización). El registro fósil mostraría un rastro evolutivo desde unos predecesores de trompa corta que conduciría, centímetro a centímetro de trompa, hasta el moderno elefante, una tendencia que podría llevar a un animal chovinista a concluir que como el cociente de nasalización se ha ido acelerando con el tiempo, el elefante africano que ostenta tan magnífica trompa realmente estaba destinado a existir.

La naturaleza de esta argumentación es evidente cuando trata de las trompas, pero sigue convenciendo a mucha gente cuando se aplica a la inteligencia. Las trompas son, al fin y al cabo, apéndices triviales que han tenido muy poco impacto en el mundo, mientras que la inteligencia humana ha transformado el planeta. ¿Acaso no es la inteligencia elevada más profunda, biológicamente más fundamental y, de manera general, mucho más significativa que las trompas largas? Claro que diremos eso. Valoramos los cerebros grandes porque eso es lo que tenemos. Los elefantes (presumiblemente) valoran las trompas largas porque eso es lo que tienen. No hay ninguna razón objetiva por la que uno u otra sea más importante, o esté más «predestinado». Y añade que podemos esperar encontrar alienígenas con una larga trompa tanto como alienígenas con inteligencia.  A Lineweaver le gusta citar la película de Hollywood "El planeta de los simios", protagonizada por Charlton Heston, como un ejemplo clásico de la pretendida falacia. En la película, la humanidad es destruida por una guerra nuclear, pero los simios están esperando en la antesala de la evolución, prestos para ocupar el «nicho de la inteligencia» que de modo tan súbito ha quedado desocupado. Al cabo de unos pocos siglos ya han «tomado posesión», y han descubierto las armas de fuego, las cárceles y a montar a caballo, subiendo en la escalera evolutiva el escalón del que el Homo sapiens ha sido desplazado de forma abrupta.

El argumento se reduce a lo siguiente: podemos hacer una lista de caracteres, como los ojos, las alas y quizá la naturaleza tigresa, para los que parece haber «nichos esperando», y otros como las plumas del pavo real y las trompas de los elefantes, que parecen ser incidentales, incluso accidentes extravagantes de la evolución, unos accidentes tan especializados que es poco probable que aparezcan a menudo. Necesitamos saber a qué lista pertenece la inteligencia.

Una forma de encarar el problema es preguntándose cuánto tiempo tardó la naturaleza en descubrir la inteligencia. La respuesta es que un tiempo muy largo en comparación con los ojos y las alas. La inteligencia podría haber evolucionado en cualquier momento durante los últimos 300 millones de años, desde el auge de los animales, pero la inteligencia avanzada (la que se acerca al tipo capaz de construir radiotelescopios) sólo apareció durante los últimos cientos de miles de años. Si realmente había un «nicho de la inteligencia», tuvieron ocasión de ocuparlo los dinosaurios, unos animales por lo demás de enorme éxito que, como se sabe, «reinaron en la Tierra» durante 200 millones de años antes de ser eliminados por el impacto de un cometa, abriendo así el camino a los mamíferos.

¿Por qué los dinosaurios no evolucionaron hacia un cerebro grande, construyeron cohetes y fueron a la Luna? Chris McKay ha abordado esta cuestión: «En la actualidad se considera que los dinosaurios no eran los grandullones estúpidos que dice la leyenda urbana, sino que desde un punto de vista bioquímico y conductual eran tan sofisticados como los mamíferos actuales». Si la inteligencia lleva consigo tan alto valor para la supervivencia, ¿por qué no surgió durante la evolución de los dinosaurios? Hubo tiempo de sobra para que ocurriera. McKay señala que el pequeño dinosaurio Stenonychosaurus (hoy rebautizado como Troodon) tenía un CE comparable al de un pulpo (un animal muy listo), y ya caminaba por la Tierra 12 millones de años antes del Día del Juicio Final de los dinosaurios. Eso es más de lo que necesitó la inteligencia humana para evolucionar a partir de un CE parecido.

Muchos científicos afirman que la vida en la Tierra es un experimento único, y que no puede llegarse a muchas conclusiones a partir de una historia evolutiva solitaria. Pero el ejemplo del dinosaurio sugiere que la evolución ha tenido al menos dos ocasiones para producir la inteligencia. De hecho, puede defenderse que el experimento de la inteligencia se ha realizado varias veces en la Tierra. Lineweaver ha señalado que en Australia no evolucionó ningún marsupial inteligente incluso después de 50 millones de años de aislamiento físico. Tampoco emergió la inteligencia en América del Norte o del Sur, o en Madagascar, todas ellas regiones extensas y ricamente pobladas que estuvieron separadas durante mucho más tiempo del que fue necesario para producir el cerebro humano. Si la evolución de los cerebros grandes y la inteligencia fuese probable, ¿no debería haberse producido más de una vez en la Tierra?

En ocasiones se asevera que la inteligencia ha evolucionado más de una vez, en las aves, por ejemplo, y en los cetáceos. Según este punto de vista, los humanos son sólo unos casos atípicos y excepcionales en un continuo de inteligencia, y nuestra prodigiosa habilidad mental, el resultado de una amplificación evolutiva natural a lo largo de millones de años. Pero esta perspectiva es discutible: los humanos tienen una fuerte tendencia a buscar rasgos parecidos a los humanos en otros animales y a antropomorfizar su significación. Las aves y los cetáceos son, sin duda, muy listos a su propia manera, pero la única inteligencia que importa es la que conlleva alta tecnología, porque se basa en el principio de que «por sus instrumentos los conoceréis». No hay ni una pizca de evidencia de que, abandonados a sus propios recursos, las aves o los cetáceos acaben escribiendo la teoría general de la relatividad de Einstein o inventen el láser.

La conclusión de todas estas disquisiciones es que hay mucho margen para el desacuerdo. Tal vez haya una profunda ley de la naturaleza que empuje a los seres vivos hacia una mayor complejidad, y que el cerebro grande y la inteligencia sean consecuencia de ella. Pero la ciencia no conoce tal ley, a pesar de la creencia extendida de que debe existir. También es posible que la convergencia evolutiva sea tan fuerte, y una inteligencia avanzada suponga un valor tan general y elevado de supervivencia, que es inevitable que tarde o temprano evolucione, salvo que ante ello se interpongan catástrofes. No obstante, a falta de una segunda muestra de vida y una segunda historia evolutiva que comparar con la nuestra, todo esto no pasa de ser mera especulación.

 

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