A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

EL ANGEL TRISTE

 

CAPÍTULO I

UN TIPO LLAMADO GANNON

 Era un individuo un tanto extraño. Al menos, eso le pareció a Eddy O´Banion, propietario del único y atelarañado Saloon del pueblo de Río Trunco. Tal vez, pensó, en una tierra lejana y paradisíaca, los hombres tuviesen unos sentimientos fraternales y no llevasen armas. Pero Río Trunco, enclavado en el centro casi geométrico de Colorado, rodeado por cientos de millas de tierra salvaje, sin ley, parecía algo absurdo, fuera de lugar, aparecer sin un arma en el cinto.

Se rascó la cabeza en un gesto de impotente curiosidad y sus hirsutas facciones se contrajeron en una mueca de alegría cuando aquel tipo se dirigió, al compás de dos zancadas de sus interminables piernas, a su desvencijado Saloon. Debía tener alrededor de los cuarenta, aunque su pelo, completamente liso y pajizo, le ocultaba alguna cana delatora. No tenía aspecto de luchador aunque su extraordinaria estatura rebasara los dos metros. Sin embargo, parecía cansado, fatigado, y sus manos descansaban sobre la hebilla de su cinturón, desnudo de balas como su costado de arma de fuego. No tenía aspecto de vaquero, pero tal vez lo fuese. Se acodó agachándose, en el mostrador y puso un níquel en la barra mientras dijo:

-          Cerveza.

O´Banion puso una cara cómica en su estupidez. Miró de arriba abajo al forastero y sirvió una jarra del dorado líquido.

-          No es que quiera entrometerme en sus asuntos, amigo, pero hay un par de cosas que quisiera saber.

Esperó a que el desconocido echase mano al cinto o le descargase un puñetazo en las narices. En el Oeste los preguntones salen mal parados y los interrogados suelen tener malas pulgas. No ocurrió nada. El otro esbozó una sonrisa, dejando entrever sus dientes blanquísimos, y contestó:

-          Pregunte, amigo. Yo también tengo algo que decirle.

Eddy O´Banion rió entre dientes y dijo:

-          Primero: ¿Quién es usted? ¿de dónde viene? ¿piensa trabajar aquí como vaquero? ¿no bebe whisky? ¿Puede…

-          Para empezar ya está bien ¿no cree? Me llamo Rice Gannon y pienso construirme un rancho por los alrededores. Claro que para ello tengo que conseguir algún dinero. ¿Sabe usted si alguien por aquí necesita vaqueros?

El de la barra se rascó la cabeza, en un gesto muy peculiar en él.

-          Tal vez en el rancho del viejo Farrell. Aunque no le hará ninguna gracia alquilar a un futuro competidor.

-          Colorado es muy grande, amigo. Hay tierra para todos y sobran las disputas.

-          ¿De dónde viene? -se interesó O´Banion.

-          De Nevada. Pero dígame una cosa. ¿Qué tal es la gente aquí? Me refiero a si son sociables o no.

-          ¡Oh! -Eddy O´ Banion hizo un ademán ambiguo con las manos-. Como en todos los sitios, señor Gannon. Claro que hay sus excepciones…la familia Mac Namara, por ejemplo.

-          ¿Ha dicho Mac Namara?

-          Eso dije. Son cuatro hermanos y tienen un rancho por los alrededores. Mala gente, sí señor.

-          ¿Y el sheriff?

-          Un gran tipo. Maneja el revólver con habilidad extraordinaria. Ya habría metido a algún Mac Namara entre rejas si no fuese por falta de pruebas.

-          ¿Falta de pruebas?

-          Hace cosa de diez días Frank Mac Namara, el mayor, mató a un hombre en una riña. Y Johnny otro hace un par de meses. Se dice que cortaron el agua del rancho de Farrell y sus vacas no pudieron abrevar durante tres días. Pero Sam Barret no podía obrar sin pruebas.

-          Sam Barret es el sheriff ¿no?

-          Eso es. Un gran especialista del “Colt”. Se dice que una vez hizo huir a Clint Rassendean. 

Fue un impacto en el rostro de Rice Gannon. Luego, pensándolo mejor, sonrió, y dijo muy bajo:

-          Lo dudo.

-          ¿Quiere saber algo más señor Gannon? -Eddy se mostraba obsequioso en extremo.

-          Sí: ¿cuánto paga el señor Farrell a sus vaqueros?

La respuesta vino del otro ángulo opuesto del bar. Fue una voz recia, potente, que dijo:

-          Eso depende de la clase de hombre que sea.

El forastero desarmado se volvió tranquilamente. Y se encaró con Dean Vantisse, capataz del rancho de Farrell y uno de sus hombres de confianza. Era un tipo gigantesco que debía medir 1,90 y pesar más de cien kilos. Aun joven, una prematura calva descubría su frente, demasiado grande y ancha. Vestía overoles y venía sudando, tal vez de sus faenas cotidianas.

Rice Gannon sonrió. Tendió la mano al recién llegado y dijo:

-          Mi nombre es Gannon y vengo del oeste. Desearía encontrar trabajo en algún rancho de por aquí.

El capataz miró al altísimo forastero, y lo primero que reparó fue en la ausencia de revólver en el cinto del recién llegado.

-          Yo soy Dean Vantisse, aunque los muchachos me conocen por Dean “Búfalo”-. Estrechó la mano de Gannon y siguió:

-          Necesitamos un vaquero que sepa bien lo que se hace. Y que sepa disparar un arma cuando llegue la ocasión.

-          Creí que no había disputas entre los rancheros de por aquí.

-          Creyó mal, amigo. Los tipos que no saben disparar no tienen cabida en Río Trunco; deben emigrar al Este, señor…

Fue una provocación demasiado clara. Eddy O´Banion vio una luz, una diabólica luz en los ojos celestes de aquel raro individuo, pero tal vez fuese ilusión suya. El forastero sonrió una vez más, entrecerró los ojos, y dijo:

-          Iré a ver al patrón, señor Vantisse. Buenos días.

En dos zancadas había salido del local.

 

CAPÍTULO II

EL RANCHO FARRELL & FARRELL

 

 -          ¡Maldita sea tu estampa, bribón! -chilló el capataz del rancho Farrell-. Te he dicho cuarenta veces que no toques a “Traición”.

El vaquero que en esos momentos luchaba con el soberbio potro se quedó rígido. Esperó a que llegase Vantisse y luego dijo:

-          No lo toque, jefe. Se encabritó al verme.

El “Búfalo” no venía con ganas de charla. Le asió al otro por los pelos y le levantó del suelo merced a un impresionante golpazo con la mano abierta.

-          El que toque a ese potro se las verá conmigo. ¡Y ya saben todos como las gasta el “Búfalo” Vantisse!

Los vaqueros allí congregados volvieron a lo suyo. Rice Gannon, las manos apoyadas en la cerca, no dijo nada. Era una incógnita para los demás vaqueros la presencia de aquel tipo sin pistolas, pero se fueron acostumbrando. Y Clem Ulvestead, un excelente cow-boy, se le acercó y susurró:

-          Algún día alguien le cerrará la boca. Pero para siempre.

-          ¿Qué le pasa?

-          Se cree el más fuerte. Farrell le tiene porque trata con dureza a los muchachos y eso le conviene. Aunque Ben Farrell no opina lo mismo.

-          ¿Quién es ese?

-          El hijo del viejo. Un gallito que maneja el revólver como un diablo. Pero demasiado poco para enfrentarse a los Mac Namara.

-          Si esa familia molesta tanto a Farrell ¿Por qué no los elimina?

-          Algún día lo hará, pero ahora no se atreve. Teme a los del rancho Riviera como ellos le temen a él.

Era casi de noche. La dura labor del día había terminado. Reunidos a la luz de la lumbre, el corrillo de vaqueros bebía café. Hacía fresco, un vientecillo que rizaba el pelo y aromatizaba el ambiente.

Rice Gannon era feliz.

Vio la cerca de ganado, el agua abundante, la casita de adobe, y el cartelón: Rancho Esperanza. ¿Por qué ese nombre? No supo responderse. Siempre que pensaba en él lo veía con el mismo nombre. Se recostó sobre el verde jugoso del valle y miró al cielo, tan azul en la penumbra como su mirada ilusionada. Muchas veces se dijo que había perdido la ilusión por algo, y ahora se había dado cuenta de su error. Por primera vez en mucho tiempo, Rice Gannon era feliz. Hasta pensó en casarse, y eso le hizo sonreír. “¿Quien cargará contigo, viejo larguirucho?” se dijo. Y se contestó: “Alguien habrá por ahí que te pregunte cuando ya no puedas valerte por ti mismo”.

Era extraño; siempre había sabido cuidar de sí mismo, desde que tenía ocho años y su padre murió cosido a balazos en un tabernucho indecente del Sudoeste. “Al menos tú no acabarás como él, amigo”, se dijo, y eso le consoló tanto que de un brinco se puso en pie.

-          ¡Jarvis, toca tu guitarra! -gritó. Y ante la divertida concurrencia, que palmeaba entusiasmada, se puso a cantar una popular canción vaquera, al tiempo que danzaba cómicamente, estirando y encogiendo sus kilométricas piernas, que le daban un aspecto realmente divertido

 

“Cuando vayas a Oregón

ten cuidado con el plomo

pues te cambian de ración

en lugar de darte lomo”.

“Si te vas luego a Nevada

cuídate los pantalones

por si ves en la cañada

a los terribles Mormones”

“No juegues al póker, chico

pues las cartas son marcadas

saca el “Colt”, arruga el pico

y aquí no ha pasado nada”.

Silas Harmon, un simpático muchacho encargado de los caballos de carreras, se levantó y se puso a la par de Gannon, contoneándose y agitando los brazos ante el alborozo general, cantando con su voz de flautín:

“Hubo un gun-man en Bonanza

que importunó a Barraclouhg

diez disparos en la panza

le ofreció como saludo

y así pagando su chanza”

 

A lo que contestó Gannon

           “Si te enamoras, muchacho

no te cases, no seas loco

pues la chica, al poco tiempo

se vuelve de linda en coco.”

Sudorosos, ambos se tumbaron sobre la hierba, mientras recibían las efusivas felicitaciones de sus compañeros.

Había aparecido la luna, y ahora todos permanecían en silencio. Unas algodonadas nubes se recortaban contra el disco luminoso, y una brisa del oeste parecía envolverlo todo. Sentados alrededor del fuego, aquellos hombres, como tantos y tantos vaqueros a lo largo de todo el territorio, se pusieron melancólicos, y como era costumbre entonces, uno de ellos rasgó la guitarra, y lentamente, como en un acto simbólico o admirativo, se puso a cantar una vieja balada de los superhombres de la frontera. Edgar Walcott, el guitarrista, dejó volar la imaginación. Callaron las bocas, el oído estuvo atento, y la mente adormecida con las historias, unas veces reales, otras legendarias, de los gun-men del Sudeste. Y cuando el viejo Walcott repitió la fabulosa historia de los Hombres Altos, las extraordinarias hazañas de Clint Rassendean o las alucinantes aventuras del Ángel Azul, un hombre, un solo hombre se estremeció. Sus ojos, celestes y tranquilos como un lago dormido, brillaron con un fuego diabólico. Y sus manos se crisparon sobre la tierra, buscando tal vez, con furia casi obsesiva, las siluetas inconfundibles de un par de “Colts” perdidos en el tiempo.

 

CAPÍTULO III

LA LEYENDA DE LOS HOMBRES ALTOS

 

Eran dos hombres iguales.

Parecían arrancados de una leyenda fronteriza, y tal vez fuese eso lo que eran.

Clint Rassendean mediría allá por los dos metros y su silueta se agigantaba aún más con las enlutadas ropas con que se cubría. Contrastando con su negra figura, un par de revólveres “Colt” de cachas blanquísimas le pendían muy bajos de los costados. Un par de revólveres con una historia que rayaba en lo fabuloso, como la vida del hombre que los poseía, que los daba acción en sus manos, rápidas como el pensamiento, segura como la muerte y certera como su infalible guadaña. Si se permitiesen las comparaciones, Clint Rassendean solo podía equipararse al propio Rassendean. Y otro tanto le ocurría al Ángel Azul.

Rondaría los dos metros y vestía totalmente de azul. Un azul intenso, deslumbrante, que hallaba eco en los ojos, dos luces celestes a lo lejos.

Pero de impresión tranquila, el cabello pajizo y la faz candorosa, de un ángel como su célebre apodo rezaba se derrumbaban escandalosamente por un brillo intensísimo, diabólico como la misma muerte al acecho y rabioso como el vómito de fuego de un “Colt” en busca de carne. Un brillo que convertía a un ángel en un demonio, el bien en el mal y la virtud en el vicio. Alguien llamó a aquel hombre, el Ángel Diabólico. Y su historia sangrienta, su vida marcada, su único “Colt” fulminante, daban la razón a ese terrible llamamiento.

Los dos hombres altos parecían haber roto la vida de Juncthion City. A la pobre luz de un atardecer de septiembre, dos gigantescas sombras se amalgamaban contra el barro pegajoso de la calle. Una coalición tan inaudita como la leyenda que la cantaba. Dos seres unidos por el destino que juntaron en uno solo la máquina de matar más precisa que se vio en aquellos contornos. Dos tipos que hicieron historia.

Dos hombres altos.

Ciento de ojos, pegados materialmente a las cristaleras, eran mudos testigos de la escena. Y un par de esos ojos correspondían al sheriff Corbett, agazapado tristemente en su oficina destartalada.

Los hermanos Ridongge eran, por decirlo así, la única ley de Juncthion City. Los hermanos Ridongge no temían a nadie porque sabían que ellos eran los más fuertes, porque usaban los “Colts” como verdaderos diablos y porque eran cuatro reyezuelos sin diatribas.

No tenían miedo de nadie. Y uno insultó al Ángel Azul. Los hermanos  Ridongge se rieron de la ley de los Hombres Altos.

Los hermanos Ridongge, con Willy a la cabeza y Phill cerrando a Dexter y Martín, estaban enfrente de Clint Rassendean y el Ángel Diabólico.

La ley de los Hombres Altos cayó sobre sus cabezas.

Willy Ridongge se llevó las manos a las fundas y lanzó un grito de triunfo. Maquinalmente, los otros tres se abrieron en abanico, desplegando sus fuerzas y “sacando” con velocidad trepidante.  

Para ellos. Para los otros fue ritmo de ensayo.

A Clint Rassendean, como un rayo filtrado entre las nubes, le brincaron en las manos unos “Colts” de cachas más blancas que la nieve.

El Ángel Azul cobró vida tan ansiosamente que sus ojos se tornaron ascuas de fuego celeste. Se armó en el pensamiento con un movimiento imposible de seguir con la vista, y bailoteó su poderoso “Colt” al compás epiléptico de la salida de los plomos candentes.

Willy Ridongge se llevó la mano armada al vientre donde un enorme boquete servía de escape a su vida.

En un solo segundo pensó muchas cosas, tantas que le pareció una eternidad. El mayor de los hermanos contuvo la rabia sorda, las lágrimas de miedo de un hombre que tiene la Muerte al alcance de su mano. Se inclinó cómicamente, como iniciando un paso de baile que nunca terminó. Cuando llegó al suelo estaba muerto.

Martín solo vio una nube de sangre que, gigantesca, le envolvía el cerebro. Y vio a su matador, azul, muy azul, entre su sangre roja, en una triste, dramática, cruel visión de su muerte.

Phill y Dexter se revolcaron, rabiosos, mientras disparaban con odio infinito.

¿A dónde? porque “ellos” ya no estaban allí. De rodillas, como parodiando una oración por las almas de sus víctimas, el Ángel diabólico volvió a disparar. Con maestría, la seguridad, la inefable puntería de un tremendo “as” del “Colt”. Dexter Ridongge era su hombre. Se convulsionó, frenético, cuando el Ángel Azul le acertó en el pecho. Aún disparó una vez, pero la bala salió alta, desviada e inofensiva. Su único consuelo fue morir el último, porque Phill ya lo había hecho, instantáneamente, con la cabeza destrozada por dos disparos, certeros como su mensaje, del “Colt” de Clint Rassendean.

Fue todo, sin embargo, extremadamente rápido. Cuando el sheriff, con el rostro contraído, se atrevió a salir, aún flotaba en el ambiente el olor acre de la pólvora recién quemada. Fue un duelo legal y sin trampas. Eso consolaba a Lee Corbett.

Vio, como entre en sueños, dos  extraordinarios gun-men alejarse. El sol, ya en el crepúsculo, proyectó hacia la calle las gigantescas sombras del infernal dúo. Y poco a poco, sus interminables figuras se perdían en el negro de la noche, como tragándose a aquella increíble pareja de pistoleros.

  

CAPÍTULO IV

¡CÁLZATE TUS OVEROLES!

 

El agua helada le hizo mucho bien. Aquel domingo había amanecido radiante, y los vaqueros del rancho Farrell se disponían a salir para las quincenales carreras de Río Trunco. Silas Harmon se colocaba su elegante chaleco, mientras Van Barnes, el cocinero, se recortaba, con un cuidado infinito, su ligero y ridículo bigote. Dean Vantisse andaba de un lado para otro, bufando y mangoneando, evidentemente muy nervioso. Las carreras le ponían siempre nervioso, y esta vez no iba a ser una excepción. Al poco rato salió del rancho el señor Farrell acompañado de su hijo. Vestía elegantemente pero se le notaban demasiado los bultos de las pistoleras a ambos lados de la cintura. Todo estaba preparado. Dean Vantisse se acercó a Rice Gannon con una expresión burlona en el rostro.

-          Pero Gannon -dijo- ¿Es que tampoco va a llevar armas un día como hoy?

-          ¿Por qué? ¿Es que piensa matar a alguien hoy, señor Vantisse?

El otro se quedó parado. Luego habló:

-Puede encontrarse a algún MacNamara. Y tal vez le den un disgusto si le ven desarmado.

-          Cuídese usted, amigo. Estoy bastante crecidito para saber  cómo no meterme en jaleos.

-          Oiga amigo, no le comprendo. Es la primera persona que veo sin armas desde hace treinta años... ¿De dónde sale usted? ¿No sabe que aquí un hombre sin pistolas es un niño más indefenso que el cordero ante un león?

Rice Gannon sonrió. Pero muy amargamente. Fue casi una mueca, la expresión de un hombre cansado que solo aspira a un poco de paz.

-          Se empeñe usted o no, nunca cogeré un revólver. Limítese a desempeñar su cargo y déjeme en paz de una vez, señor Vantisse.

El capataz iba a responder algo violento cuando sonó la voz del hijo del ranchero.

-          ¡Vamos muchachos! ¡El triunfo nos espera!

Todos los vaqueros montaron a caballo. Protegidos por finas mantas, los purasangre más calificados aguardaron el momento de entrar en acción, mientras Harmon, un cuidador, se mordía impacientemente las uñas.

Cabalgaron media hora hasta divisar el pueblo. Adornado profusamente, llevando sus habitantes sus mejores galas, Río Trunco ofrecía un aspecto verdaderamente encantador. El frou-frou de los vestidos femeninos se mezclaba con el tintineo de las relucientes espuelas de los hombres y el brillo nacarado de sus revólveres, especialmente limpiados y engrasados, listos para entrar en danza y animar aún más el ambiente.

La llegada de los vaqueros de Farrell fue acogida con disparo de tracas y cohetes y vivas al propietario.

Las carreras era el acontecimiento más importante de la región, y de pueblos vecinos llegaban espectadores, deseosos de no perderse detalle de las tres carreras de que constaba el programa.

Harry Farrell presentaba un trío de caballos para intervenir en la totalidad de las pruebas. “Goloso” lo haría en la corta, media milla, “Sandiway” en la milla y media, y “Traición” en la gran carrera de las cuatro millas. Clen Ulvestead dio una palmada en la espalda de Gannon y dijo:

-          Vamos a tomar un trago, larguirucho. El Saloon del viejo O´Bannion está en su apogeo.

Era cierto. Se oían risotadas escandalosas y la animación era sorprendente.

Ulvestead y Gannon entraron al Saloon y, a empujones,  lograron hacer un hueco en el mostrador. La atmósfera estaba irrespirable. Vaqueros y caballistas bebían como esponjas, entonándose para las inminentes carreras.

-          ¡Un whisky  y una cerveza! -chilló el cow-boy de Farrell.

Eso consiguió llamar la atención, que hasta el momento no lo había conseguido. Algunas caras burlonas se volvieron en esa dirección, sonó una risotada, animal casi, de un mejicano y cuatro hombres la hicieron  a coro.

-¡Vaya!-el que hablaba era un hombretón que estaba completamente borracho.- El nuevo vaquero de Farrell y el cuidaperros Clen Ulvestead.

Fue como la voz de alarma antes del zafarrancho. Sigilosamente, el que más y el que menos puso tierra por medio y un silencio brusco, desconcertante, se hizo en la sala.

-Son de MacNamare. Cuídate de ellos, Rice.-susurró el pequeño Clen.

-          Aquí no se bebe cerveza, señor -el que hablaba ahora era el mejicano-. Eso queda para las señoritas y los petimetres del Este.

No se movió ni un solo músculo de la faz de Gannon. Sus ojos eran dos tenues blues, carentes de vigor o peligro.

-          Estás borracho, Baliero -contestó Ulvestead. -Déjanos en paz y no te busques complicaciones.

El mejicano lanzó una risita repugnante. Tenía los ojos y la nariz encarnados de tanto beber licor.

-          Te voy a desangrar, griego -escupía más que hablaba-. Te voy a ver las tripas y a hacerme un zahón con tu piel.

Uno de los vaqueros que estaba junto a él le intentó detener con el brazo. El mejicano le dio un empellón y avanzó peligrosamente, esgrimiendo en la diestra una hoja reluciente.

Clen Ulvestead no quiso “sacar” porque si lo intentaba podía encontrarse con la daga clavada en el vientre. Hipando asquerosamente, Baliero clavó su mirada en la celeste, tranquila, casi dulce, del largo forastero.

Se le tiró encima en una acción tan rápida como impropia de un borracho. El puñal blandió el aire y voló al encuentro del vaquero.

Rice Gannon, desarmado, parecía un débil e indiferente gigante. Esquivó como pudo la arremetida del mejicano y se agarró a su muñeca armada con todas sus fuerzas.

Baliero forcejeó unos instantes. Soltó la daga un momento cayendo al suelo,  y entonces estuvo libre. Le pegó un zurdazo en la boca y le tiró contra la pared, en donde se quedó hecho un ovillo, encogidas las largas piernas.

Con un grito de triunfo, el salvaje mejicano recogió el puñal y se lanzó de nuevo contra su víctima. Todos los presentes, mudos testigos de la cruel escena, esperaron el fatal desenlace.

Pero algo lo cambió todo.

Sonó un disparo. Una bala rasgó el aire, y la hoja mortífera que Gogo Baliero mantenía en las manos saltó en el éter, destrozada por el increíble tiro.

Todas las miradas se volvieron ansiosas sobre los batientes. Y allí, con el “Colt” aún humeante, Frank MacNamara dejó oír su voz de látigo:

-          ¡Imbécil! ¡Cobarde! La próxima vez que luches con un hombre desarmado te arrancaré la piel a tiras y se la daré de comida a los cerdos!

Gogo Baliero, con la empuñadura del roto puñal en la mano, lanzó una maldición. Salió como un perro apaleado del local, ante la mirada, ahora repulsiva, de los estáticos espectadores.

-          ¡Vaya a las carreras, Gannon! -dijo el mayor de la dinastía-. Pero aprenda a manejar un revólver. En Río Trunco los hombres no aguantan ni una broma, y “sacan” casi sin darse cuenta.

¿Por qué brilló el puñal de Baliero con un brillo casi azul? ¿Qué le ocurrió a Rice Gannon, qué pasó por él, que Clen Ulvestead observó la más fantástica variación en las pupilas de aquel hombre, tranquilo y sosegado en apariencia? ¿Cuál era la verdadera causa por la que no llevase revólver?

¿Quién era, en realidad, Rice Gannon?

-          ¡Primera carrera! -chilló colérico por su escaso éxito, el hombrecillo que hacía de juez en las carreras- ¡Cuatro participantes sobre la distancia de media milla! Caballo n º 1, Invicto, del rancho Riviera, con Gil Andrade de jinete. Caballo n º 2, Coloso, del rancho Farrell, con Silas Harmon. Caballo n º 3, Bisonte, del señor Malcom, con Jimmy Travers, y caballo n º 4, Ronco, del rancho Bel-Barra, con Rosa Fletcher en la silla-alzó algo más la voz, casi en do de pecho, y exhaló: ¡Premio de cien dólares al primero! ¡Hagan sus apuestas, amigos.

Un ensordecedor tumulto siguió a la disertación del señor Bristol. Bajó del pequeño estrado, cogió un pequeño Derringer, y se dispuso a dar la salida.

El disparo coincidió con la alargada. Bajo un retruendoso griterío, Invicto tomó el mando con Ronco cerrando  el paquete. La carrera de velocidad fue muy disputada. La única vuelta se corrió a un tren vivísimo, y Bisonte, luchando palmo a palmo con Invicto, se adjudicó la victoria. La segunda carrera, la menos importante, solo reunió tres caballos en el poste de salida. Triunfó, entre la algazara de los hombres de Farrell, Sandiway, con el pequeño Harmon sobre las patas.

La gran carrera alineó doce potros dispuestos al triunfo. Ben Farrell y Dean Vantisse se acercaron a Gannon, Harmon y Bentley que esperaban el momento junto a “Traición”.

-          Tú montarás al negro -dijo Farrell dirigiéndose a Joseph Bentley-. Ya sabes: no te despegues de Alucinación. Ataca en la curva de enfrente si ves que Viento ya lo ha hecho. Si no, espera a la recta.

Bentley asintió. Subió a lomos de Traición, y esperó la orden de salir a la pista.

-          Gana, Bentley -dijo Vantisse-. Vamos a darle una lección a esos viejos cuatreros.

La orden fue dada. Bentley acarició el cuello de Traición, y el noble bruto, de estampa impresionante, salió a la pista,

-          Lleva su sombrero, Gannon-dijo Ben Farrell viendo a Bentley alinearse junto a los demás.- Caray, se parece a usted de lejos…

¡Bang! Un colorado abrió el paquete que cerraba circunstancialmente Alucinación, de Malcom. Bentley se puso junto a él toda la primera vuelta. Viento, del rancho Bel-Barra, se puso en cabeza en la segunda, con Gatillo segundo y Alucinación tercero. Traición, cuarto, se empareja Viento, que cedía al final de la tercera. En la final, Gatillo se coloca en primera posición, escoltado por Viento, Alucinación y Traición. El de Farrell presenta su ataque al alimón que Viento. Alucinación pierde terreno y Gatillo cede. La lucha se centra en el de Farrell y el de Bel-Barra. Los graderíos,  repletos de público, producen un ensordecedor griterío.

Y entonces Bentley se cayó.

Se quedó enganchado al estribo, y fue arrastrado más de media milla hasta que el caballo se calmó.

Un “¡Ah!” de decepción brotó de los espectadores, mientras varios hombres corrieron hacia el lugar de la tragedia. Entre ellos iban Rice Gannon y Silas Harmon, que llegaron primero que el doctor Quick.

-          Está muerto -dijo el médico-. Traigan una camilla y junten diez dólares para el entierro de tercera. Hacía tiempo que no moría un hombre de algo que no fuese una indigestión de plomo.

-          No señor -dijo muy despacio el altísimo vaquero recién llegado de Farrell-. Pero ese hombre estaba muerto antes de tocar el suelo.

-          ¿Qué dice? ¿Insinúa usted que le dio una congestión o un colapso? ¿Es acaso médico, señor Gannon?

-          No, pero cualquiera puede darse cuenta que a este hombre le metieron un puñal en el vientre, señor Quick.

Y señaló la singular herida que, diferenciándose de las demás, se distinguía en el estómago del caballista.

 

CAPÍTULO  V

ENIGMA EN RÍO TRUNCO

 

“Gogo Baliero no estaba borracho. Un hombre embriagado como él, lo dio a entender, no actúa con esa rapidez  ni maneja el cuchillo con tanta precisión. No, aquel mejicano se hizo pasar por borracho, para justificar así mi muerte. Un hombre de MacNamara. Si no llega a ser por el mayor de la familia estaba perdido sin remedio.

Y luego las carreras. ¿Quién mató a Bentley?

¿Por qué lo hizo? ¿Qué motivos tenía para deshacerse de un caballista que nada importaba a nadie? Y lo que era ineludible es que fue otro jockey el que lo asesinó.

¿Pero quién pudo ser?

¡Claro! Ben Farrell dijo que se pegase a Alucinación y Bentley cumplió sus órdenes a rajatabla. Fue con el único caballo que se emparejó durante el recorrido porque cuando atacó en la última vuelta, Viento le precedía por cuerpo y medio, difícil distancia para lanzar un cuchillo a pleno galope. Bien, supongamos que el jinete de Alucinación mató a Joe Bentley. ¿Qué buscaba con ello? ¿Ganar la carrera? Muy improbable. No se mata por tan poca cosa. A Jimmy Travers le ordenaron matar a Bentley por alguna oculta razón. Y lo que es casi seguro es que Baliero no actuó por cuenta propia.

Alguien le pagó para que se fingiera borracho e intentara matarme, aunque la hipótesis que fuese algún MacNamare es totalmente ilógica. O tal vez Frank lo hizo sin saber que alguno de sus hermanos había alquilado al rufián. No, no es muy probable. Y aunque lo fuera ¿qué relación existe entre el atentado del Saloon y la muerte de Joe Bentley?

Dos manos asesinas movidas por un solo cerebro. Tal vez. Pero, aun suponiendo eso cierto ¿por qué Gogó Baliero quiso matarme? ¿Por qué? ¿Y por qué mataron a un caballista como Joe Bentley?”

Había muchos puntos oscuros y Rice Gannon no quiso pensar más. La dura voz de Dean Vantisse le sacó de su abstracción:

-          Gannon, faltan dos vacas. Búsquelas por la falda de la colina, no pueden estar muy lejos.

-          Sí, jefe.

Rice Gannon se lanzó pradera abajo, cara al viento, al galope de su bello alazán. Bordeó la cerca del rancho y se dirigió a la colina, por detrás de la enmarañada senda de robles que conducía a Río Trunco.

Se bajó del caballo para observar de cerca el terreno y así anduvo algunos pasos, hasta que dio con el rastro. Volvió a montar y al poco rato divisó las dos cabezas, pastando tranquilamente a la orilla de un riachuelo. Sin embargo, al verle, sufrieron una excitación. Se pusieron a correr a todo velocidad, emitiendo unos gruñidos de pánico. Rice Gannon picó espuelas e hizo correr al alazán. Las alcanzó a una milla de donde las hallara y se puso a la par, mientras volteaba con agilidad el serpenteante lazo vaquero. Silbó como una víbora antes de morder y acordonó la cabeza de la res, cerrándose bruscamente. Hizo un rápido giro para tumbarla y lo consiguió sin mucho esfuerzo. Se apeó del caballo y le ató cuidadosamente las patas traseras, adelantando la cuerda por la cabeza de la res. Luego, con gran esfuerzo, la amarró las patas delanteras y acto seguido subió de nuevo al caballo, lanzándose colina abajo en persecución de la otra vaca. La encontró trotando alegremente sin rumbo fijo, parándose y arrancando en la más completa libertad.

Entonces sonó el disparo.

Maulló rabiosamente buscando el cuerpo de Gannon, y estrellándose contra la pradera a un centímetro de la cabeza del forastero.

Rice Gannon obró en consecuencia. Pegó una voltereta, una pirueta circense, y salió despedido del caballo, cayendo a tierra. El segundo disparo le pasó aún más cerca, y le hubiese tocado a no ser por su rápida acción. Se revolcó increíblemente ágil por el suelo, y se parapetó como pudo detrás de una pequeña loma.

El oculto tirador hizo otro disparo. Un rifle “Sharp” manejado hábilmente y a conciencia.

Con el rostro pegado a la llanura, Rice Gannon estaba más indefenso que un niño.

Pero todo se quedó en eso. El emboscado dejó de dar señales de vida, tal vez al ver fracasado su intento y exponerse a ser descubierto por alguien del rancho. Un atentado más que venía a confirmar las sospechas de Gannon. Un enigma que en los días siguientes iba a desencadenar un verdadero infierno en el olvidado, solitario y recóndito Río Trunco.

  

CAPÍTULO VI

¡CUESTA TANTO EL OLVIDAR!

 

-          Usted habla, Farrell -susurró muy bajo Nilton Malcom- ¿Se atreve con cincuenta dólares?

Ben Farrell parecía, aparentemente, tener mucha confianza en sí mismo. Hizo una mueca de satisfacción, miró con superioridad a los tres jugadores, y dijo:

-          Subo a cien. Me gusta el riesgo y sé ganar cuando quiero.

Acodado en la barra del Saloon, Rice Gannon, Harmon y otro vaquero del rancho Farrell, un tal Mullroy, seguían con todo interés el desarrollo de la partida.

“As” Callaghan, un conocido aprieta-bolsillos de la región puso una cara muy digna y se tiró. Dallas Hill, propietario del Bel-Barra, adelantó un puñado de fichas verdes y repasó mecánicamente sus cartas.

-          Un trío de damas -dijo sin mucha alegría- ¿alguien da más?

Ben Farrell tiró las cartas, divertido. Parecía que le gustaba perder.

-          Usted gana, Hill -dijo-. El señor Malcom le hubiese ganado de no ser por su absurdo miedo a perder.

-          Yo no robo el dinero, Farrell -contestó enérgicamente el otro-. Me limito a sopesar mis posibilidades y a obrar en consecuencia.

Estaba barajando el “As” Callaghan. Extraordinariamente hábil con los naipes, los pasaba de una mano a otra casi sin querer, suavemente, dotándolos de vida y dándoles facultad de moverse a su antojo.

Repartió las cartas con gran rapidez. Todos fueron y se descartaron de tres naipes.

Ben Farrell había perdido su buen humor. Miraba ávidamente su jugada y contempló a los demás.

Nilton Malcom parecía tranquilo. Hill puso una mueca de desagrado y tiró su mano al centro de la mesa.

-          Eres mano, Callaghan -dijo Malcom.

“As” Callaghan, imperturbable como un trozo de hielo, estaba pálido como de costumbre. Jugueteó un momento con sus cartas y habló despacio:

-          Cincuenta dólares.

Malcom puso las manos sobre la mesa y escrutó al jugador. Se revolvió inquieto en la silla y silabeó:

-          Y cien más.

Ben Farrell estaba muy excitado, y parecía que no lo quería disimular aunque le perjudicase.

-          Ciento cincuenta son muchos dólares -dijo-. Pero son más quinientos.

Y amalgamando la acción a la palabra empujó hacia la mesa el total de sus fichas y un puñado de billetes.

Los bebedores de alrededor hicieron corro al escenario de la elevada apuesta, y el ambiente se puso tirante, clásico en estas situaciones.

Nilton Malcom arrugó el entrecejo y soltó una leve imprecación. Volvió a mirar su jugada, como intentando descubrir sus posibilidades.

-          Es mucho para mí. No voy.

-          Me asombra, señor Malcom -aún presa de excitación, Ben Farrell intentaba dominarse-. Siempre creí que en el fondo le gustaba arriesgarse.

“As” Callaghan dudaba. Otra de sus armas, naturalmente.

Desconcertó al propio Farrell cuando dijo, mascando las palabras con una voz carente de emoción:

-          Mil dólares. Lo toma o lo deja, Farrell.

Mucho dinero. Demasiado. Pero Ben Farrell era ciego a pensar. Hizo un ligero asentimiento de cabeza, y lentamente, con una parsimonia nacida de la tensión reinante, apoyó el canto de las cartas en la madera y procedió a invertirlas, ante la ansiosa mirada de decenas de pares de ojos.

-          ¡Póker de damas!-chilló nerviosamente. Y añadió con una risita de triunfo-Siempre dije que las damas eran mi fuerte.

Ahora todo el mundo miraba a “As” Callaghan, que, impermutable como una roca, tenía las manos cruzadas. Cien pares de oídos se dispusieron a oír la jugada de los labios del profesional, intentando adivinar el contenido de sus naipes, que su rostro ocultaba con la misma eficacia que una plancha de plomo.

Ojos asombrosos, expectantes, esperando ver de un momento a otro el juego del “As”.

Pero dos lo sabían.

Dos ojos celestes, que brillaron un momento, tan peligrosamente como una víbora dispuesta a morder.

Sus larguísimas piernas que en una zancada se pusieron  a la altura de la mesa del tapete verde.

Y una voz extraña, dura y cortante, que electrizó como una descarga eléctrica a los allí congregados.

-          Descubre con tu mano derecha la escalera de color, “As”, y saca de debajo de la mesa el “Derringer” que sostienes con la izquierda.

La expresión de asombro heló a los espectadores  y a los mismos jugadores. Los dejó embobados, atónitos, cuando el “As” Callaghan actuó.

Su cara, impasible de un hombre sin nervios, se distanció en una mueca de terror. Ni intentó nada, ni jugó a la contra, ni puso en movimiento su rapidez con las armas ante un solo hombre que carecía de ellas. Pareció que la sangre dejó de correrle por las venas, que el cielo se derrumbaba delante del perfecto jugador. Que la vida se le escapaba, que la muerte le miraba en los ojos de aquel hombre. Su mano derecha, flácida y blanquísima ahora, descubrió la escalera de color al rey. Y su izquierda, temblando como un papel al viento, depositó sobre el tapete el chato y argente “Derringer”, de un brillo debilísimo en comparación con la mirada, azul antes, satánica entonces, del desarmado y larguísimo forastero.

CAPÍTULO VII

LUCES SOBRE EL ENIGMA

 

-          ¡Cálzate los overoles, vaquero! ¡Apuesto cien a las patas de ese jamelgo.

La lucha se había centrado entre Viento y Traición.

Luchando palmo a palmo, con el de Farrell por los palos, el duelo hizo furor en los aficionados.

El señor Bristol, contraído el rostro en un supremo esfuerzo, vociferaba a todo gas:

-          ¡Traición muy fuerte por dentro! ¡Viento presenta su ataque, pero Harmon le resiste! ¡Los dos a punta de látigo! ¡Traición bate a viento!

Se dejó caer sobre la silla, el rostro congestionado y extraordinariamente rojo. Se armó la natural algarabía después de la carrera, mientras Farrell era objeto de las más calurosas felicitaciones.

Sudando y muy fatigado, Silas Harmon condujo a Traición al lugar en donde se encontraban Ben Farrell, Vantisse, Rice Gannon, Ulvestead, Mullroy, y otros vaqueros del rancho Farrell.

-          ¡Extra, chico! -gritó el capataz-. Así se ganan carreras.

Ben Farrell se acercó al jockey y le tendió la mano:

-          Desde ahora todas las carreras serán Derby. Malcom ha comprado a Dallas Hill al rancho Bel-Barra.

-          ¡Canastos!

El capataz, dichoso por el triunfo, alzó la voz y dijo:

-          ¡Invito al que quiera a una ronda de whisky en el Saloon del viejo O´Banion! 

Los vaqueros del rancho Farrell recibieron la invitación con carcajadas y gritos de adhesión, cogiéndose por los hombros y trotando hacia el bar, cantando dirigidos por Vantisse:

 

“¡Traición, traición

Traición

Tú siempre fuiste

Un  campeón!”

La algarabía que seguía a las carreras era imponente. Los vaqueros se metían en los bares, armaban un escándalo ensordecedor y a veces blandían las pistolas, disparándolas al aire, y cantando a voz en grito cualquier canción mal aprendida y peor interpretada.

Rice Gannon, pensativo, estaba callado. Trabajaba deprisa su mente, y no siguió a sus compañeros de equipo. En cuatro zancadas atravesó la calle y anduvo meditabundo por el entarimado, atando cabos, hasta que llegó a la oficina del sheriff.

Era esta bastante grande, con una mesa al lado de la única ventana, unas paredes llenas de pasquines y un armario de hojas de cristal, en donde se podían ver una larga fila de rifles, dos de ellos muy modernos, Winchester 73, y varias cajas de municiones. Al fondo, una puerta abierta dejaba observar el recinto de la cárcel, donde dormitaba tan solo un viejo borracho, más inofensivo que un mosquito en invierno.

A pesar del bullicio exterior, la fácil alteración del orden público que requería la presencia del sheriff, Sam Barrett estaba en su oficina. Tenía delante de su vista varios “Warning”  pero no los miraba, y su abstracción era tan grande que casi no se dio cuenta de la entrada del forastero. Rice Gannon sabía que el sheriff estaba allí antes de entrar. Sabía lo que le pasaba y sabía, vaya si lo sabía, el nombre, el estilo y la rapidez de cada uno de los pasquines que adornaban tan graciosamente  la mesa de roble de la oficina.

-          Hola sheriff -saludó Gannon-. Venía por si averiguó algo sobre la muerte de Bentley.

-          ¡Váyase al diablo! -silabeó Barrett-. Tengo otras cosas mucho más importantes en qué pensar, amigo.

El largo vaquero sonrió. Muy tristemente, pero sonrió.

-          ¿Le asustan Sullivan y Swinddon, señor Barrett? ¿O acaso el que le preocupa es Arístides Barraclough?

Ahora el sheriff se quedó rígido. Levantó poco a poco la vista y miró fijamente al recién llegado.

-          ¿Cómo…cómo sabe eso? ¿Conoce a esos hombres?

Gannon no se inmutó, sus ojos parecían ahora dos trozos de hielo.

-          ¿Quién no conoce a Ricky Sullivan, el matador de Lou Garnet, o a Arnold Swinddon, el mejor pistolero de Oklahoma? En cuanto a Barraclough, ya sabrá usted que dicen es el número uno del Sudoeste, que es incluso superior a los Hombres Altos…

Sonreía tan tristemente que no lo parecía. Samuel Barrett dio un puñetazo en la mesa.

-          ¡No lo comprendo! -gruñó-. ¡No lo comprendo! ¿Qué quieren esos tipos aquí? ¿Qué buscan?

-          ¿Cuándo llegan, sheriff?

-          Swinddon y Sullivan, mañana al amanecer. Y Barraclough pasado mañana. Pero es algo que no logro entender, que no comprendo por más vueltas que le doy al asunto.

-          Me han dicho que es usted inteligente, sheriff -contestó Gannon-. Entonces piense. Tres gun-men como esos no vienen de excursión a un pueblecito como Río Trunco. Viven del revólver y tienen que alquilarlo para vivir... Averigüe quién los paga, sheriff, y relacione eso con los últimos acontecimientos, un poco precipitados, ocurridos en Río Trunco últimamente. Ate cabos sueltos y descubrirá el enigma.

Giró sobre sus talones y cruzó la puerta. Atrás dejó a Barrett, perplejo, sin saber qué hacer y con una mueca de despiste total en su rostro.

 

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El Saloon de Eddy O´Banion presentaba uno más de sus clásicos llenos. Risas estentóreas,  servir de licores, tacos de grueso calibre, ambiente cargadísimo, olor a whisky y a humo de cigarros, se mezclaban y daban al local su ambiente natural.

Cuando Rice Gannon entró, el humo le pegó una bofetada de lo cargado que estaba. Avanzó como pudo hacia la barra y logró tomar contacto con sus compañeros, que ya estaban roncos de tanto celebrar el triunfo de su caballo. Pidió cerveza no sin poco esfuerzo y se sumergió en el mar de discusiones de sus compañeros.

La lámpara que iluminaba el recinto era una gigantesca araña colgada del techo y con las patas muy abiertas. Poco se podía imaginar la pobre los sucesos que iban a ocurrir a continuación.

El salvaje, desagradable y espectacular grito de un mejicano borracho hendió el aire e hirió más de un oído poco sensible. Y la voz, no menos desagradable, del citado mestizo se dejó oír sobre el runruneo in crescendo del Saloon.

-          ¿Habéis visto alguna vez un cerdo bebiendo cerveza y con las patas más largas que un ave zancuda?

La risotada que siguió a la frase fue no menos grotesca.

Unos ojillos malignos contemplaron ahora al vaquero de Farrell mientras se abría una hilera entre ambos.

-          Defiéndete como un hombre, cobarde. No te ampares en que vas desarmado para enfrentarte a Gogó Baliero.

La hilera se hizo más ancha. Silas Harmon susurro al oído de Gannon:

-          Vámonos, Rice. Ese mejicano es capaza de todo.

Pero Rice Gannon no le oía. Estaba en otro mundo. En otro mundo más fascinante, más fantástico, diferente.

En el mundo de la vida y la muerte en las manos del más rápido. En el mundo subyugante de los gun-men, de los ases del “Colt”, del peligro sin límites y la muerte en compañera. En el mundo salvaje, feroz, temible,  de los magos del revólver.

En el mundo del Ángel Diabólico.

Aquel larguísimo forastero que miraba a Baliero ya no era Rice Gannon. Ya no era un vaquero, ya no era un ser pacífico aunque llevase el cinto desarmado.

Gogó Baliero palideció. No pudo resistir la mirada terrible, satánica, que aquel hombre le enviaba. Le deslumbró el brillo intensísimo, diabólico, de aquellos ojos.

Tenía miedo ante un hombre desarmado.

Se repuso. Chilló como una rata y tiró del cinto, armándose su diestra con un cuchillo de reluciente hoja. Lo volvió para agarrarlo de la punta. Se le achicaron los ojos, rió cruelmente, y lanzó, tan hábil como seguro, la muerte en forma brillante.

Lo que ocurrió a continuación sucedió en menos de un segundo, pero tal vez se recordase durante toda la vida en Río Trunco.

Fue uno de esos hechos imperecederos en la mente de cualquier ciudadano, uno de esos sucesos que sirven de inspiración a las baladas vaqueras que recorren el Oeste.

Slim Mullroy lanzó un revólver hacia Rice Gannon en el momento que Baliero lanzaba el cuchillo.

Al Ángel Diabólico le nacieron alas. O puso en práctica las que tenía guardadas hace tiempo.

Pegó un brinco hacia delante, extraordinario, y agarró el “Colt” con la mano izquierda. No llegó a tocar el suelo antes de que todo sucediese.

Disparó en el aire, espectacularmente, con una maestría de artista. Gogó Baliero se llevó la mayor sorpresa de su vida, porque vio dos cosas que nunca soñó por mucho que lo intentase. Vio primero, asombrado, cómo partía en dos aquel puñal que viajaba en el aire, como saltaba hecho pedazos a un paso de donde se encontraba.

Y vio, o sintió, algo más.

Un calor insoportable que le abrasaba el vientre. Un sabor caliente, pastoso, inconfundible, en la boca.

Un rosetón, trágico como su señal, agigantarse por momentos, cubrirle como un manto escarlata y nublarle los ojos, cansarle el cerebro y quitarle la vida.

Gogó Baliero fue el más asombrado de todos. Cuando caía como un fardo manchando de rojo el entarimado del Saloon, estaba muerto. Pero ni la muerte misma consiguió borrar de su rostro aquella mueca, mitad de miedo, mitad de sorpresa, que presidió su último y fallado crimen.

 

CAPÍTULO VIII

EL DESPERTAR DEL ÁNGEL

 

-          Termina, Clem-avivó Rice Gannon sobre el pescante-Es hora de volver al rancho.

Clem Ulvestead llevó trabajosamente un saco de pienso hasta el carro, después de dar un traspiés al salir del almacén. Habían terminado el pedido para el rancho Farrell y se disponían a dar la vuelta.

-          ¿Todavía sin armas, señor Gannon?

La voz vino algo más debajo de la calle principal y Rice ya la conocía. Se volvió y vio a Frank MacNamara caminar al lado del sheriff Barrett.

-          Nos contaron lo de anoche en el Saloon de O ´Banion.

¿No se decide aún a ponerse un revólver al cinto?

Rice Gannon saltó del pescante y se encaró con ambos hombres.

-          ¿Han venido esos dos  pistoleros, sheriff?

-          Pasaron por Cheyenne hace poco y se llevaron por delante a un ídolo local que se enfrentó a Swinddon. Eso les ha retrasado.

-          ¿Qué va a hacer, Barrett? ¿Ha pensado lo que le dije anoche?

-          Mire, Gannon, mi deber me obliga a impedir la violencia en el condado, pero no puedo prenderlos así como así. Les diré que se larguen, pero no veo la relación que eso encierra con la muerte de Bentley o la insistencia de Ballero en meterle un cuchillo en el vientre.

-          Yo sí. Pero da lo mismo. ¿Con qué ayuda cuenta para enfrentarse a esos hombres, o a Barraclough si llegara el caso?

Sam Barrett puso un gesto de preocupación.

-          No puedo pedir ayuda a nadie para que muera ante pistoleros profesionales. Compréndalo: se trata de gun-men, de artistas del “Colt” y en este pueblo nadie podría hacerles sombra.

-          Haga usted lo que quiera, sheriff -dijo fríamente Gannon- pero tenga muy en cuenta una cosa. Esos hombres vienen aquí a matar. Vienen contratados por una mano que actúa en la sombra y que trabaja lenta pero seguramente. Búsquese alguien, Barrett, y engrase cuanto antes sus armas, o Río Trunco necesitará sheriff nuevo antes de dos días.

Frank MacNamara habló entonces:

-          No exagere, Gannon. Va usted demasiado lejos.

-          Tal vez. Pero acepte el consejo en lo que vale. El Sudoeste es demasiado pequeño y los hombres se conocen demasiado pronto.

No dijo más. Pegó un brinco y se subió al pescante, azuzando a los caballos que partieron con suave trote.

-          ¡Cáspita! -exclamó Sam Barrett-. Ese hombre tiene la virtud de desconcertarme.

 

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-          Oye, Rice -preguntó Ulvestead cuando ya el carromato salía del pueblo-¿En qué te fundas para suponer que esos pistoleros vienen aquí contratados?

-          ¿Por qué mataron a Joe Bentley? -Gannon contestó con otra pregunta.

-          No tengo ni idea. Tal vez por un antiguo rencor o algo por el estilo.

-          No, Clem. Jimmy Travers agujereó el vientre a Joe porque creía que era yo. Muy acertadamente Ben Farrell dijo que yo me parecía de lejos a él, y de lejos alguien ordenó a Travers que me liquidara. Gogó Baliero no estuvo borracho ni la primera vez que me atacó ni cuando se le cortó la digestión anoche. Y también ese alguien supo que iba a ir a los cerros gemelos detrás del rancho a por dos vacas que misteriosamente se habían escapado, y envió a un emboscado para que terminase de una vez la tarea que Travers equivocó y que Baliero, la primera vez, no pudo terminar.

-          Es extraordinario.

-          A primera vista sí lo parece. Alguien que quiere matarme a toda costa, inexplicablemente. Pero tres detalles más me dieron la solución del problema.

-          ¿Qué det…?

Se le ahogó la voz en la garganta cuando se la destrozó una pesada bala disparada por un Sharp desde la obscuridad. Se quedó sentado en el pescante, con la expresión borrada, y los ojos turbios como dos vidrios rotos. Rice Gannon no esperó el segundo disparo. Cuando éste llegó, ya se había impulsado hacia delante, flexionando a la vez sus gigantescas piernas y lanzándose hacia la noche.

El Sharp crepitó, rabioso, con demasiada insistencia para tratarse de un solo emboscado. Gannon oyó el maullar de los disparos chillando muy cerca de donde se encontraba, y buscó con frenesí los revólveres de Ulvestead que no se hallaban a su alcance.

Se le saltaron las lágrimas,

Lo había intentado todo pero había fracasado. No podría seguir engañando a la muerte con las manos vacías, como no podía seguir engañando al Destino con el nombre de Rice Gannon, un hombre cansado dispuesto a una vida tranquila. El Ángel no lo dejaba. Le sentía en su pecho pedirle la sangre que le saciara, agitarse terrible y llamándole estúpido al pretender engañarse a sí mismo, admitiendo, con la ilusión hecha añicos, que el Ángel Diabólico era su vida, era su camino y sería su muerte. Negándole una existencia tranquila porque todos querían matar al Ángel, porque todos le conocían y porque sus ojos le traicionaban allá por donde pasase. Pobre Ángel.

Estaba ensimismado y no se sentía el peligroso aullar de los proyectiles pasando cerca de él, acercándose más y más, buscando su cuerpo agazapado contra el suelo.

 Rice Gannon había muerto.

Porque cuando aquel hombre se levantó, hurtando prodigiosamente las balas del enemigo, había enterrado a su ideal. Sus manos eran dos garfios crispados en busca de unos “Colts” que aplacasen su sed de muerte. Su mente era una fría y despiadada máquina que solo pensaba en matar, que disfrutaba del placer de la lucha, de la muerte y de la sangre. Y sus ojos, más brillantes que nunca, más satánicos y más celestes, deslumbraron a la noche en un destello cruel, impropio de  un ángel, propio de un demonio, que pedían lucha con el mismo afán  que un náufrago la tabla salvadora.

El Ángel Diabólico alcanzó los revólveres de Ulvestead en el mismo momento que uno de los asaltantes, rifle a la cara, curvaba casi junto a él el dedo sobre el gatillo.

Pero el Ángel fue más rápido.

Hizo fuego con la mano izquierda una milésima antes que el otro disparase. Y le cazó en el pecho, segándole la vida con una facilidad pasmosa.

Se volvió como un felino, como una víbora ebria de sangre, buscando al otro emboscado que  sabía detrás de él. No llegó a disparar por segunda vez. El del Sharp se retorció, moribundo, al compás de los disparos del sheriff Barrett y de Fran MacNamara que, oportunos, acababan de llegar al escenario de la lucha.

El Ángel se levantó. Impresionante en su tremenda estatura, esperó a que se acercasen los recién venidos, humeantes aún los fusiles Winchester.

-          Oímos los tiros y vinimos lo más pronto posible. ¿Qué ha ocurrido, Gannon?

-          Mataron a Clem Ulvestead. Eso lo pagarán con la vida. Seguiré hasta el final, sheriff.

Señaló a los muertos y dijo:

-          Uno de esos  hombres es Jimmy Travers. El mismo que mató a Bentley porque le confundió conmigo, y que disparó en los cerros gemelos. El esbirro de un hombre ambicioso que quiso adueñarse de toda la comarca matando a quien le estorbara. Que compró el rancho Bel-Barra y al no poder hacer lo mismo con el Farrell alquiló a famosos pistoleros para actuar a su manera. Y que para allanar más el terreno intentó antes asesinar cobardemente a los hombres peligrosos del grupo, como a Ben Farrell, a quien intentó matar “As” Callaghan, preparando astutamente la jugada y esperando la inocente, pero segura, reacción del muchacho.  El mismo que fracasó en su afán de enfrentar a los MacNamara con los Farrell, sirviéndose para ello de intrigas que no le salieron bien de puro milagro. Y el mismo que descubrió quién era en realidad, Rice Gannon. El que se dio cuenta que era preciso eliminarle a toda costa, y para ello contó con la ayuda de otro hombre, un repugnante sujeto llamado Dean Vantisse, que le lanzó dos veces a la muerte con una sonrisa en los labios. Deduzca lo demás, sheriff. ¿Quién es el único hombre capaz de todo eso, astuto como pocos e inteligente en su intachable plan?

El nombre se mascaba ya. Frank MacNamara, los ojos muy abiertos, susurró:

-          Nilton Malcom.

-          Pero no puedo encerrarle. No tengo pruebas y …

-          No siga. Déjeme actuar a mi manera. Esos hombres vienen con el único propósito de provocar y matar a los Farrell y a los vaqueros que les intentan ayudar.

Los dos hombres no salían de su asombro. Fue Sam Barrett el que habló ahora:

-          Pero está loco. ¿Cómo va a intentar medirse a Arnold Swinddon, a Ricky Sullivan, o lo que es peor, a Arístides Barraclough? ¿Sabe quiénes son? ¿Conoce su leyenda?

El Ángel era una máscara de hielo. Era una estatua arrancada de un museo y transplantada a un salvaje lugar de Colorado. Su voz fue débil, pero profunda, fue distinta cuando dijo:

-          ¿Y conoce usted la leyenda de los Hombres Altos?

Cuando Sam Barrett quiso reaccionar, ya se perdía en las tinieblas nocturnas. Gritó inútilmente:

-          ¡Gannon! ¡Gannon! ¿Quién es usted?

Y nadie le contestó.

CAPÍTULO IX

LAS CARTAS BOCA ARRIBA

 

Hacía un vientecillo ululante que parecía haberse adueñado de la comarca. La noche parecía embriagarlo todo, cubrir de tinieblas las vidas de unos hombres distintos entre sí, pero unidos por las circunstancias en una rapsodia trágica, puesta al descubierto en el momento más crítico.

Apareció un Ángel.

Iba solo, sombrío, como la noche misma. Caminaba despacio, como una aparición en medio de la negrura.

Un gun-man vestido de azul. Cualquier semejanza de aquel hombre a Rice Gannon estaba totalmente fuera de lugar. Y algo le golpeaba el muslo. Era un tremendo “Colt” Frontier, un pesado y reluciente revólver con una vieja historia, una máquina de matar enterrada largo tiempo y que resucitaba ahora, ávida de muerte y de reverdecer su fama legendaria.

Empujó con la mano derecha los batientes del Saloon y entró, paralizando de un modo espectacular toda la animación, menos esta vez, existente.

Ahora Eddy O´Banion comprendió. Era un gun-man, un auténtico pistolero el que un día llegó a su local, con una sonrisa cándida en los labios y un cinto exento de armas.

No parecía el mismo. No eran sus ojos aquellos trozos de fuego. No era azul, que le cubría por entero, que le daba una apariencia de verdadera alucinación. No era su “Colt”, reluciente a la luz del Saloon, cuajado de muescas inscritas a lo largo de la geografía del Sudoeste.

Era un Ángel Malo.

Dean Vantisse apuraba otro vaso de whisky, y no se dio cuenta de nada. Solo cuando vio aquella expresión de espanto reflejada en los rostros de los presentes pensó que algo raro estaba ocurriendo. Con la mente algo turbia por la cantidad de alcohol ingerida, Dean Vantisse procedió a volverse lentamente.

Sufrió una de las sorpresas más grandes de su vida. La más desagradable. Vio delante de él, como una aparición brotando de las confusas ideas flotando sobre el alcohol, la silueta de un hombre tenebroso como la muerte En su cara se dibujó una mueca de espanto, se convulsionó, sudando copiosamente, reflejando el miedo concentrado que se había adueñado de él. Dean Vantisse, el hombre de hierro, el capataz fortachón y salvaje, se tiró al suelo, hincado de rodillas, suplicando sus manos en una actitud tan grotesca como penosa.

Reducido a un cobarde implorante, el cambio que se operó en Dean Vantisse fue desconcertante. No hablaba nada, no preguntaba nada, no pedía nada. Porque lo sabía todo. Porque vio la expresión en los ojos de aquel hombre, la misma que había electrizado a sus víctimas en más de diez estados. Porque no vio, como esperaba, a Rice Gannon, indefenso como un niño, sino que vio al Ángel, a uno de los pistoleros más famosos del territorio, dispuesto a matarle sin el menor miramiento.

La escena parecía irreal. Parecía absurda y tal vez lo fuera. Fluctuaba en el ambiente la tirantez de los momentos precedentes a la tragedia, los segundos anteriores a la muerte de un hombre. Un hombre que estaba sentenciado a morir, un hombre que era un cadáver aunque todavía vivía y respiraba.

Dean Vantisse, en el fondo, era un cobarde.

Lo demostró una vez más cuando intentó la última jugada de su vida, amparado en su posición y en la inesperada acción que su actitud delataba.

Con toda su fuerza, con todo su odio, con toda su furia, con toda su rapidez, Dean Vantisse movió las manos a velocidad frenética, “sacando” sus dos revólveres, sorprendiendo a todos en un ademán y una acción verdaderamente imprevistos.

Una trampa más salvada por el Ángel. No le sorprendió nunca, porque sabía qué iba a hacer, cuándo y cómo, en el momento preciso. Vantisse llegó a empuñar las culatas, llegó a tocar el percusor, llegó a curvar el dedo sobre el gatillo. Como Jimmy Travers.

Pero nunca llegó a disparar.

El Ángel lo hizo antes, poco, pero suficiente. Disparó su único “Colt” casi con cariño, “sacando” tan vertiginosa como fugazmente. El aire se llenó de un olor acre, el ambiente se hizo mortal y una vida fue arrancada por tres balas del 38.

El alcohol hizo de anestesia para Vantisse. Le pareció que su borrachera alcanzaba límites sublimes, que le envolvían olas de un licor rojizo, y se dijo que era hora de dormir. ¿Cuándo fue su sorpresa? ¿Ahora?

No. Fue cuando se quiso despertar y no pudo.

  

CAPÍTULO X

LA CIUDAD ENVUELTA

 

Sam Barrett, los pies encima de la mesa de su oficina, fumaba con parsimonia y miraba al techo. El reloj de pared situado detrás de él dio doce campanadas, lo que significaba que debían de ser las seis de la tarde.

Pensaba deprisa y asentía ligeramente de vez en cuando, como confirmando la veracidad de sus meditaciones. La hipótesis de aquel tipo era exacta, porque explicaba de una manera lógica y sin lugar a dudas los últimos acontecimientos sucedidos en la población. Y porque la desesperación de Malcom en esa situación era una prueba más de la autenticidad del relato de Rice Gannon.

Para él, la veracidad de los hechos le situaban en una zona peligrosa. Si aquellos hombres venían por los Farrell, el sheriff tenía que intervenir de todas maneras, tenía que evitar a toda costa que los pistoleros se enfrentasen a novatos del “Colt”. Pero tampoco podía prohibir a los del rancho esconderse en su madriguera, porque eso era algo superior a las atribuciones de un sheriff y demasiado para un hombre del Oeste.

Ahora reparó en  Tom Mitchell, el viejo borracho que continuaba dormitando plácidamente en la celda. Llevaba dos días durmiendo la borrachera, y Sam Barrett se dijo que ya era hora de volarlo de allí. Se levantó cansadamente, abrió el cajón de la mesa de donde sacó un manojo de llaves y se dirigió hacia la puerta que comunicaba con la cárcel.

Tom Mitchell parecía que le había cogido gusto al jergón que le servía de cama. Rumiaba sordamente y en su pequeño rostro, lleno de arrugas y en donde unas moscas revoloteaban, se podía leer la expresión de la más absoluta felicidad. A Sam Barrett casi le dolió sacudirle por el hombro:

-          Vamos, Tom. El desayuno está servido.

Tom Mitchell bostezó, se rascó el cogote, abrió y cerró los ojos cuatro o cinco veces y por fin estiró sus piernas, mirando al sheriff con expresión  infantil.

-          Okay, jefe -dijo-. Me largo a tomar el chocolate con churros..

Se levantó con esfuerzo y se tuvo que agarrar a los barrotes para no caerse. Paseó una mirada nostálgica a la celda, volvió a mirara al sheriff y agitó una mano  en señal de despedida. Poco podía figurarse el pobre hombre que era un auténtico y decisivo adiós.

Sam Barrett volvió lentamente a su oficina y contempló con atención tres pasquines. Dos de alta cotización, los de Swinddon y Sullivan, y otro de elevadísima: el rostro blanco, delgado y sinuoso de Barraclough.

Un hombre muy famoso en todo el Sudoeste al alcance de su “Colt”. Uno de los primeros gatillos, encuadrado en la tríada impresionante junto a los Hombres Altos.

Tenía entre las manos el Warning de Clint Rassendean. Y con la mano derecha cogió el del Ángel Diabólico.

Se dio cuenta de repente.

Vio a Rice Gannon disparando en el aire a Gogo Baliero, “sacando” para matar a Vantisse. Vio sus ojos cuando se encaró a “As” Callaghan.

Se dio una palmada en la frente y se llamó idiota.

Cierto que estaba muy cambiado, que parecía más viejo y sin ganas de lucha, que no llevaba revólver ni vestía de azul. Pero era el Ángel.

¿Qué importaba eso? Sam Barrett abrió el armario de hojas de cristal y extrajo un reluciente Winchester 73. Lo cargó con rapidez, agarró una caja de balas, comprobó que sus revólveres salían fácilmente de las pistoleras, y salió a la calle.

La ciudad estaba sola.

Parecía mentira que en tan poco tiempo una noticia corriese como un reguero de pólvora, pero los habitantes de Río Trunco parecían haberse dado exacta cuenta de la situación. No podía pedir a nadie que le ayudase porque sabía a quién iba a enfrentarse. Tal vez Gannon tuviese razón cuando dijo que la ciudad necesitaría sheriff nuevo antes de dos días.

Pasaba por delante del Saloon de O´Banion, que parecía una funeraria. Distinguió a tres hombres acodados en el mostrador, pareciendo desafiar la ola de soledad que de improviso había tomado el pueblo por asalto.

Frank MacNamara daba la impresión de la más absoluta tranquilidad. Su hermano George estaba comprando algo y otro vaquero bebía ginebra en el más absoluto silencio.

-          Hola, sheriff -saludó el mayor-. ¿Se ha dado cuenta cómo está el pueblo? Parece que van a venir los mejicanos a degüello de un momento a otro.

-          Puede haber dificultades.

-          ¿Y qué? Antes se mataban unos a otros mientras pasaba una dama por delante. Se disculpaba uno y asunto concluido:”¿Le salpicó la sangre, señora?.

-          Sí eso era antes. Pero las cosas han cambiado mucho. Hombres como los que misteriosamente se han dado cita aquí no entran uno en cada mil.

-          Pero sheriff, no es para tomarlo tan a pecho. Esos tipos vendrán, echarán un trago y se largarán antes de lo que usted piensa. ¿O es que va a creer ese cuento que le ha contado Gannon?

Sam Barrett estaba convencido, pero no mostró ninguna gana de decirlo.

-          Soy el sheriff y tengo que velar por el orden público. Intentaré persuadir a esos hombres de que se larguen con viento fresco, porque me dan alergia los pistoleros profesionales.

-          ¡Qué lástima! Tómese bicarbonato, sheriff.

La frase tuvo la virtud de poner rígidos a cuatro hombres. Sin volverse de su posición, Barrett escuchó la voz de Ricky Sullivan.

-          ¿O prefiere agua de coco? ¡Eh tú, barman! Pon whisky a dos hombres sedientos.

Sucios de polvo, arrastrando las espuelas. Dos pistoleros cuya fama era conocida en varios Estados, se acodaron en la barra. El vaquero que estaba en ella se apresuró a marcharse, y los otros tres presentes aún no acertaron a reaccionar.

-          ¡Qué bueno, sheriff! Fíjese que anoche un gallito le dijo a Swinddon no sé qué cosa de matarle -hablaba con una confianza en sí mismo tan extraordinaria que inspiraba realmente miedo-. Y fíjese lo que pasó.

Se dejó caer de rodillas y se retorció mientras lo hacía volviéndose completamente. Cuando terminó, tenía los revólveres en las manos, que de una manera incomprensible habían llegado hasta ellas.

-          ¡Ja ja ja! El otro se puso lívido, y cuando se murió aún tenía cara de pena.

Bebió de un solo trago el vaso que O´Banion le había puesto. A su lado, Arnold Swinddon, tal vez más peligroso aún, procedía a quitarse despacio los guantes negros.

¿A qué han venido?-el sheriff había recuperado su entereza de hombre valiente.  Le había desconcertado Sullivan, pero eso le podía pasar a cualquiera.-Porque supongo que no estarán aquí por puro placer de viajar.

-          ¿Cómo lo ha adivinado? -el que habló ahora fue Swinddon-. Nos gusta hacer las maletas de vez en cuando.

Sam Barrett apoyó las manos en las pistoleras.

-          Emborráchense, lávense y lárguense, amigos. El clima de Río Trunco es perjudicial para chicos como ustedes.

A Arnold Swinddon le brillaron los ojos, pero nada dijo. El sheriff Barrett dio media vuelta y se volvió cerca de la puerta.

-          Es un consejo.

Dejó a “Killer Garnet” riéndose. Y a Arnold Swinddon bebiéndose el whisky con el mismo ardor que un vampiro la sangre de su víctima.

 

CAPÍTULO XI

CON P DE PISTOLERO

 

-          Vamos, Harmon. A lo mejor le ha salido otro grano al viejo O´Banion.

Ben Farrell terminaba en ese momento de recibir diez billetes de a cien en el banco Chambers y pegó un manotazo en la espalda de su vaquero. Miró hasta el cielo y vio las feas nubes que empezaban a encapotar sobre el pueblo.

-          ¡Ajá! y todavía es posible que tengamos tormenta.

Impecable en su camisa vaquera, Farrell echó a andar calle arriba sin escuchar la voz de su subordinado.

-          Pero jefe, esos pistoleros estarán a punto de llegar y puede costarnos un disgusto.

-          No te preocupes, hombre. Vamos a ver si tienen la barba muy crecida.

Sí, era un gallito como había pronosticado Clem Ulvestead, porque nunca se había tropezado con alguien capaz de hacerle morder el polvo.

No dio importancia a la extraña apariencia del pueblo aquella tarde. Ratas cobardes, pensó. Les asustan dos pistoleros que no conocen de nada y que no malgastarían un plomo para acabar con su miserable existencia.

Visto desde una colina cercana, el panorama de Río Trunco, en aquellos momentos, no podía ser más pintoresco.

Avanzando solo por la calle principal, Ben Farrell iba sin saberlo al encuentro de la muerte. Tintineaban sus relucientes espuelas y sus pasos hacían ruido en el fantasmal silencio reinante. Se paró en el centro de la calle porque se dio cuenta que algo no marchaba bien. Olfateó en el aire algo que le puso nervioso y se tensaron los músculos debajo de la seda de su camisa. Fue entonces cuando vio a Tom Mitchell, un borracho empedernido, trotar hacia donde se encontraba, y casi sintió alivio de ver un ser viviente en medio de tanta soledad.

-          Señor Farrell -el viejo hablaba entrecortadamente-, tenga cuidado… hay dos tipos que… que me dan muy mala espina.

Ben Farrell no dijo nada. Pero se quedó tenso como una cuerda de violín cuando oyó, a menos de veinte pies, la voz pretenciosa, segura y fuerte, del famoso “Killer Garnet”:

-          No haga caso al viejo. Somos dos nenes que han perdido su niñera.

Ben Farrell escrutó a los dos hombres. En pie sobre el entarimado de la acera, las manos cerca de los revólveres, impresionaban a cualquiera. Pero lo que más le impresionó fue el timbre de fortaleza de la voz de Rick Sullivan.

Entonces apareció Frank MacNamara detrás de los pistoleros. Contempló a Farrell con el rencor nacido de muchos años de rivalidades, con la expresión viperina de alguien que no olvida y ve el momento de la revancha llegar de la mano del destino.

-          Ese es -dijo-. Ese tipo es el hijo de Farrell.

Y en un segundo, en un instante tan solo, Ben Farrell lo comprendió todo. Porque vio dos asesinos a sueldo delante de la víctima por la que acababan de cobrar su alquiler. Pero así como Vantisse dio su última nota con la cobardía reflejada en su rostro, el hijo de Farrell no lo hizo así. Tal vez fuese porque sobreestimaba su habilidad con el revólver, tal vez porque no alcanzó a comprender el alcance de las armas de unos hombres que viven para ellas y hacen de la muerte su oficio. El caso es que Ben Farrell “sacó”.

Fue en el mismo momento en que San Barrett salió de su oficina. Justamente para ver la muerte del ranchero.

Arnold Swinddon le atinó en la cabeza ganándole por la mano en la acción. Con la maquinal puntería nacida de la experiencia de unos “Colt” rápidos y certeros.

La muerte le envolvió a Farrell tan de prisa que no tuvo tiempo ni de caerse. Porque cuando el joven cayó a tierra, sin cerebro y sin vida, no era más que un cadáver contra el polvo.

Sam Barrett, descongestionado el rostro en un gesto de ira, torcida la expresión por una mueca feroz, avanzó a zancadas con el rifle a punto en la mano.

-          Que nadie se mueva -gritó-. Arriba las zarpas, coyotes asquerosos.

Parecieron sorprendidos los dos gun-men. Se volvieron despacio, con las pistolas en las fundas, aún humeantes las de Arnold Swinddon.

-          Pero sheriff, fue un duelo legal. Yo sólo disparé contra el chico y fue él antes quien “sacó”. Este amigo puede informarle del asunto.

Y señaló a MacNamara que, lívido, estaba detrás de él.

-          ¡Poco me importa lo que diga, Swinddon! -chilló colérico el representante de la ley-. Vosotros sois unos pistoleros a sueldo que habéis venido con el solo propósito de asesinar a los Farrell, pagados por un tipo tan asqueroso como vosotros.

Ricky Sullivan parecía divertido. Y dejó oír una vez más su autoritaria voz.

-          Tenga cuidado, sheriff. A veces me molestan los tipos que abusan de la autoridad que les da una estrella de latón.

-          Pues andando -el dedo del sheriff estaba presto a cerrarse sobre el gatillo-Todavía queda soga suficiente para ahorcaros como a una pareja de perros.

Los dos pistoleros bajaron despacio los escalones y pisaron la calle. Andaban lentamente, sin prisas, poniendo nervioso a cualquiera que no tuviese un temple a toda prueba. Parecían los vencedores y no los vencidos. Parecían dominar la situación aun cuando Barrett estaba dispuesto a disparar a la menor ocasión.

La vocecilla ahogada de Tom Mitchell hirió el aire, sonó como un latigazo en medio del momento vital:

-          ¡Cuidado!

Sullivan caminaba detrás de Swinddon y eso le dio una cierta libertad de movimientos.

Se tiró a tierra a velocidad vertiginosa y cuando la tocó ya tenía en sus manos las siluetas de dos grandes revólveres, alzados los percutores  en una sincronización nacida de la práctica.

Pero Sam Barrett no era ningún novato,

Se revolcó por el suelo, entre una nube de polvo, hurtando las balas de Sullivan y “sacando” en posición inverosímil.

Devolvió plomo por plomo. Porque aunque le dolió de manera brutal el impacto de una bala que le entró en el pecho, hizo fuego a un tiempo sus revólveres de reglamento al servicio de una ley que siempre defendió como cosa propia. Tal vez Frank MacNamara, el hombre que se traicionó a sí mismo al resucitar una vieja cuestión violenta, puesto de repente al lado de los pistoleros y enfrente de la justicia al vender por odio la vida de un hombre, no llegó a darse cuenta jamás que el jugar con fuego necesitaba algo más que una extraordinaria puntería y una gran habilidad para “sacar”. Sus movimientos fueron torpes en comparación con gentes que viven de matar, y Barrett le cazó.

La bala le entró por el cuello y se ahogó como un falso Judas. Su muerte coincidió con la del sheriff, empotrado contra el polvo, regando con su sangre la tierra que defendió por veinte dólares al mes. Y ya en pie, listos los “Colts”, tensa la figura, acechante la mirada, dos hombres con más muescas en sus desgastados revólveres.

La tragedia se había desencadenado mucho  antes y con mayor velocidad que la próxima tormenta. El viento era cada vez mayor,  el ambiente olía a tierra mojada y tres hombres, distintos en su vida pero gemelos en el momento de la muerte, yacían en el suelo sin sentir nada, alejándose hacia otro lugar desconocido, del que no se vuelve.

Pero lo más extraño de todo, lo más irreal y lo más extraordinario es que no solo ellos contemplaron las puertas del cielo y del infierno, los ángeles y los demonios. Porque aquellos dos hombres en pie, aquellos dos pistoleros profesionales, aquellas dos máquinas de arrancar vidas que se mantenían erguidos en aquel gran momento, también le vieron.

Era un Ángel Extraño.

Era un enorme individuo delgado en su figura de azul, pajizo el liso cabello, angelical su rostro curtido.

Pero era un Ángel Malo.

La expresión más odiosa, más repugnante, más estremecedora en los ojos brillantes, terribles, de un hombre legendario. La silueta inconfundible, alucinante, obsesiva, del Ángel Diabólico.

Y Swinddon y Sullivan, dos pistoleros famosos hartos de enfrentarse con la muerte, cansados de jugar con ella, de acariciarla, de zambullirse sin ser prendidos en sus garras ansiosas, de luchar en todos los terrenos, contra todos los enemigos, temblaron.

¿Qué les dio el Ángel?

¿Qué pudo inspirar aquel personaje a dos máquinas de matar, a dos hombres de corazón de acero y alma terrible? ¿Fue una alucinación o aquellos ases de la muerte parecían dos niños asustados?

Fue la fábula haciéndose realidad lo que confundió la mente de los pistoleros. Fue la leyenda surgiendo de la bruma en aquella tarde de aquelarre.

Fueron los ojos del Ángel.

Y el “Colt” de Clint Rassendean

 

CAPÍTULO XII

LOS ÁNGELES TAMBIÉN MATAN

 

Tenía los ojos casi cerrados y la larguísima y enlutada figura apoyada en el muro del porche del Saloon. Mantenía las manos sobre las blancas culatas de su formidable artillería del 45, que en posición invertida colgaban muy bajas.

-          Me dijeron que tenías la sangre verde, Sullivan. Me gustaría saber si es de verdad.

Ricky Sullivan, el hombre seguro de sí mismo, ya no lo estaba tanto. Miraba a su compañero con expresión confundida y rozaba demasiado los revólveres con ambas manos.

Arnold Swinddon, un pistolero temible, tenía los ojos inyectados en sangre pero ni uno solo de los músculos de su cara de poker se movió. Ahora miraba sin ver al gigantesco dúo, porque su mente vivía para el “Colt”, lo único que podía salvarle en aquel extraordinario momento. Tenía la vida en su revólver y todo un mundo fantástico en sus manos, más fuerte que la leyenda porque era increíble realidad. Su mente no pensaba, flotaba en el mágico ambiente que la envolvía, pero algo muy dentro de su alma brilló. Era un último deseo de lucha, era la sangre que le pedía más sangre, que le cegaba y que quería matar. Era su P de pistolero.

El viento se hizo más fuerte y comenzaron a caer unas gotas de lluvia. La tarde declinaba, era triste y despedía olor de lluvia, de tierra y se moría tan lentamente que lanzaba suspiros, como el viento que ahora dio en la cara a aquel Ángel Fantástico.

El cielo, casi negro, encapotado por mil nubes caprichosas, miraba también a los cuatro hombres.

Y casi sin luz, el aire brilló.

Una vez más unos ojos diabólicos lanzaron su lumbre y a su propietario le pidió muerte un Ángel infernal.

Tom Mitchell, lloriqueando junto al cadáver del sheriff, había pasado completamente desapercibido.

Cuando con mano temblorosa se dispuso a apretar el gatillo contra el matador de Barrett, Arnold Swinddon le vio. Se lanzó al suelo como una centella y extrajo el arma de manera inverosímil.

Sonó un disparo.

¿Es una locura imponerse al Destino? ¿Es qué la demencia le había trastornado?

Arnold Swinddon no “sacó” para matar a Mitchell sino para balear a Clint Rassendean, que parecía confiado. Vio su mano vacía cuando se tiraba, vio su mano vacía cuando “sacaba”, vio su mano vacía cuando apretaba el gatillo…

Y ya no pudo ver más.

Solo sintió un chasquido en el vientre que al principio le pareció del golpe pero que luego le desgarró la carne hasta hacerle chillar de dolor. Miró su sangre, atónito, y la tocó con sus manos cuando ya su cerebro se llenaba de tinieblas.

Se quedó con los ojos, muy abiertos, como si nunca pudiese comprender cómo le mató aquel formidable “Colt” del 45.

El “Colt” de Clint Rassendean.

Ricky Sullivan, hechizado, trastornado, incapaz de reaccionar miró al cielo y le pareció su tumba que estaba abierta y esperándole. Vio la sangre de Swinddon y la vista se le nubló casi hasta hacerle enloquecer. Luego, lentamente, levantó los  ojos y miró enfrente de sí.

Clint Rassendean había desaparecido entre las densas negruras que se iban apoderando de todo.

Pero el Ángel, aquella aparición, aquel ser infernal, le contemplaba, le taladraba con la mirada diabólica, irresistible, alucinante, de unos ojos que habían nacido para destellar odio, fuego y venganza. Y las tinieblas, y la sangre, y la muerte en las pupilas satánicas fueron mucho más fuertes que la razón de Rick Sullivan.

Se volvió loco.

Chilló histéricamente, gritó y rió en un alarido salvaje y salió corriendo, con verdadero furor, con miedo indecible, con una mueca de terror pintada a fuego en el rostro.

Al Ángel le nació un 38 en la mano izquierda y la vida del pistolero se acabó para siempre. Le cosió a balazos con trágica ansiedad, le vació el cargador en el cuerpo a más de treinta pasos sin fallar un solo disparo.

A Sullivan le alcanzó el plomo en la espalda y lo sintió como un calmante a su manojo de nervios destrozados, a su mente enferma y a su vida alucinada.

Cuando el “Ángel” montó a caballo, se enmarcó a las sombras de la noche bajo la lluvia que caía con violencia, todo el mundo sabía que iba al encuentro de Arístides Barraclouhg.

El espanto en el alma, el ánimo sobrecogido, y la  incredulidad en los ojos, la ciudad contempló al “Ángel”

Se lo tragaba la noche. Se metía en las tinieblas que eran su mundo, se zambullía en ellas como un espectro venido de la nada.

Se sumergió en el infierno.

 

CAPÍTULO XIII

UN ÁNGEL MALO LLORABA

 

Era un pueblo fantasma.

Surgía de las tinieblas como una tétrica aparición entre la inmensa negrura de la noche, y unido a la gigantesca tormenta que se desencadenó, el paisaje parecía una visión apocalíptica. La lluvia que antes caía se hizo torrencial, salvaje, golpeó con fuerza el pedregoso suelo y envolvió el ambiente en una densa cortina de grandes proporciones. Un viento huracanado la barría en ráfagas constantes, y todo ello fue el comienzo de aquella sobrecogedora sinfonía  de aquelarre. Un relámpago vivísimo, cegador, hirió a la noche, la deslumbró en una claridad irreal y al segundo pareció que los cielos se rompían con un estruendo que paralizó el tiempo. Retumbó primero débilmente, creciendo hasta hacerse toda una furia sin fronteras, pero el silencio que siguió luego impuso aún más temor.

Un relámpago volvió a brillar, el rayo se dibujó contra el intenso negro y el trueno explotó como una bomba casi al instante, arreciando la lluvia, el viento y borrando a la vista aquellas casas medio derruidas que surgían de la repente en medio de la tormenta.

Era irreal todo aquello, parecía una pesadilla no solo por el tétrico marco  sino porque dos hombres que no se conocían, que no se habían visto en su vida, iban a matarse por el solo hecho de ser quienes eran. Nadie en este mundo podía frenar a un Ángel maléfico dispuesto a todo por callar la fría, despiadada, morbosa y criminal mente que le atormentaba y que le pedía, le ordenaba, le llevaba a la muerte en un ansia rayana en la locura, que no curaba con el tiempo, el olvido o la vida tranquila. Cuando surgió de nuevo, cuando Rice Gannon se enterró a sí mismo y resucitó el Ángel, lo hizo más fuerte que nunca, más vengativo y más diabólico.

Pero ¿era en realidad el Ángel un ser demoníaco, nacido para el mal, que encontraba en el crimen la razón, la incongruente  y horrenda razón de su existencia?

¿O era un Ángel loco?

Lo único cierto es que aquel hombre en su noche “tenía” que matar, sentía en la sangre la imperiosa necesidad de hacerlo y nada ni nadie podría impedírselo. Se juraba una y mil veces que esta vez sería la última, que luego marcharía a Méjico y empezaría de nuevo con todas sus fuerzas, con toda su ilusión, como un alcohólico se promete regenerar ante su último vaso de mal whisky.

La lluvia le empapaba hasta los huesos, no le dejaba ver casi delante de diez pasos aunque, como una paradoja más en la noche, brillase ahora la luna en un hueco de las  negrísimas y gigantescas nubes tormentosas. Un relámpago cegador iluminó el paraje y por un instante, como si fuese de día, el pueblo fantasma se dibujó casi enfrente del jinete, y se desvaneció como por encanto cuando un trueno lo sumió en las tinieblas.

Quince pasos más y el Ángel se plantó en la única calle, descabalgando y quedándose allí firme, bajo el diluvio, bajo los truenos, bajo los rayos, bajo el cielo negro, terrible, de aquella noche maldita.

Todo un mundo de muertes, de sombras y de desgracia pasó por la  mente del pistolero, porque la vida toda había sido una prueba tan grande que muy pocos hubiesen podido aguantar.

¿Por qué? preguntó, por qué el destino le eligió a él,  precisamente a él, le dio una facultad asombrosa y le encadenó a unas muertes que, tras la primera, tenían necesariamente que venir. Por qué le envició de tal manera que ya no podía volver atrás aunque con toda su alma lo desease, aunque luchase con todas sus fuerzas para apartar lejos de sí la sombra del deseo irresistible de matar.

Aquel Ángel vencido sintió un dolor enorme en el alma y todo lo bueno que aún latía en su pecho pidió un poco de luz, un poco de vida y un poco de perdón. Cuando el Ángel miró al cielo, cuando los ojos diabólicos se elevaron pidiendo a gritos desde su alma, desde su interior y con todo su corazón perdón a una trágica, terriblemente equivocada y tenebrosa vida, algo le contestó. En un segundo, en un instante, el firmamento se llenó de estrellas y todas las nubes desaparecieron. El aire frenó su ímpetu y se llenó de un olor a hierba mojada que embalsamó el ambiente y dejó a la noche más bella que nunca, más fragante  y sorprendentemente hermosa.

Y cuando los ojos del Ángel, aquellos ojos que habían sembrado el odio, el pánico y la muerte a lo largo de toda su vida, se llenaron de lágrimas, se inundaron de llanto por primera vez  en su historia, aquel hombre arrepentido encontró al fin la paz, le envolvió una paz sublime que nadie supo de dónde vino.

Por eso, cuando Arístides Barraclough descabalgó de su montura y se encontró frente al más famoso, al más rápido pistolero del territorio, solo encontró a un hombre llorando, a un hombre con las rodillas hincadas en la tierra y una expresión en el  rostro que se asemejaba a la felicidad.

Barraclough nunca comprendió nada.

Sus centelleantes manos se movieron a ritmo frenético y en ellas se dibujaron las inconfundibles siluetas de dos grandes y pesados revólveres “Colt” del 36. La bella noche contempló los fogonazos anaranjados de tres disparos infalibles, y la muerte de uno de los gun-men más rápidos del Sudoeste.

Un mundo fantástico, multicolor, percibió ahora el Ángel, y se sintió flotar en las nubes y subir, subir hacia arriba, hacia lo que siempre debió buscar y no supo,  no pudo  hacerlo.

Arístides Barraclough, con los revólveres aún humeantes, sonrió de triunfo y se acercó lentamente al cadáver.

¿Qué fue lo que el pistolero contempló, hundido en el barro, y bajo la mirada de un cielo cuajados de brillantes estrellas?: uno de los pistoleros más grandes abatido por sus armas, enterrado en el barro y bañado en su propia sangre.

Pero lo que en realidad yacía inerte en aquel pueblo fantasma, sucia la cara de tierra, de sangre y de lágrimas, era, maravilla de un milagro oculto en una noche lejana del Colorado, la inconfundible, impresionante y fantástica silueta de un Ángel triste.

 

                                                                                      © Javier de Lucas