AUMENTO DE LA ENTROPIA

Es la entropía, no la energía, la que mueve el mundo

En la escuela se decía que lo que hace girar el mundo es la energía. Debemos obtener energía, por ejemplo del petróleo, del Sol, o energía nuclear. La energía hace girar los motores y crecer las plantas, y nos hace despertar por la mañana llenos de vida. Pero hay algo que no cuadra. La energía –se decía también en la escuela– se conserva: no se crea ni se destruye. Si se conserva, ¿qué necesidad tenemos de andar procurándonos constantemente energía nueva? ¿Por qué no utilizamos siempre la misma? La verdad es que energía hay de sobra, y no se consume. No es energía lo que necesita el mundo para seguir adelante: es baja entropía.

La energía (mecánica, química, eléctrica o potencial) se transforma en energía térmica, es decir, en calor, se va hacia las cosas frías, y de allí ya no hay forma de hacerla retroceder gratuitamente y reutilizarla de nuevo para hacer crecer una planta o girar un motor. En ese proceso la energía sigue siendo la misma, pero la entropía aumenta, y es esta la que no vuelve atrás. Es el segundo principio de la termodinámica el que la consume. Las que hacen girar el mundo no son las fuentes de energía, son las fuentes de baja entropía. Sin baja entropía, la energía se diluiría en calor uniforme y el mundo llegaría a su estado de equilibrio térmico, donde ya no hay distinción entre pasado y futuro, y nada acontece.

Cerca de la Tierra tenemos una rica fuente de baja entropía: el Sol, que nos envía fotones calientes. Luego la Tierra irradia calor hacia el cielo negro, emitiendo fotones más fríos. La energía que entra es más o menos igual a la que sale; por lo tanto, en el intercambio no ganamos energía (y, si la ganamos, representa un desastre para nosotros: el calentamiento climático).

Pero por cada fotón caliente que nos llega, la Tierra emite una decena de fotones fríos, puesto que un fotón caliente del sol tiene la misma energía que una decena de fotones fríos emitidos por la Tierra. El fotón caliente tiene menos entropía que los diez fotones fríos, porque el número de configuraciones de un solo fotón caliente es menor que el número de configuraciones de diez fotones fríos. Por lo tanto, para nosotros el Sol constituye una fuente riquísima y constante de baja entropía. Tenemos una gran abundancia de baja entropía a nuestra disposición, y es esta la que permite crecer a las plantas y a los animales, y a nosotros construir motores, ciudades, pensamientos... y escribir artículos como este.

¿De dónde proviene la baja entropía del Sol? Del hecho de que, a su vez, este nace de una configuración de entropía aún menor: la nube primordial apartir de la que se formó el sistema solar tenía una entropía todavía más baja. Y así sucesivamente, hasta llegar a la bajísima entropía inicial del Universo.

Es el incremento de la entropía del Universo lo que impulsa la gran historia del cosmos. Pero el aumento de la entropía en el Universo no es un fenómeno rápido como la expansión repentina de un gas en un recipiente: es gradual y requiere tiempo. Aunque se utilice un gigantesco cucharón, remover algo tan grande como el Universo lleva su tiempo. Y, sobre todo, existen puertas cerradas y obstáculos al incremento de la entropía, pasos difícilmente practicables.

Por ejemplo, una pila de leña, si la dejamos a su aire, dura mucho tiempo. No se halla en un estado de máxima entropía, porque los elementos de los que está compuesta, como carbono e hidrógeno, se combinan de un modo muy particular («ordenado») para dar forma a la madera. La entropía crece si se deshacen esas peculiares combinaciones, lo que sucede cuando se quema la leña: sus elementos se disgregan de las particulares estructuras que forman la madera, y la entropía aumenta bruscamente (el fuego es, de hecho, un proceso fuertemente irreversible). Pero la madera no empieza a arder por sí sola: se mantiene durante largo tiempo en su estado de baja entropía en tanto algo no le abra una puerta que le permita pasar a un estado de mayor entropía.

Una pila de leña constituye un estado inestable, como un castillo de naipes, pero no se cae hasta que no aparece algo que la haga caer. Este algo puede ser, por ejemplo, una cerilla que encienda una llama. La llama es un proceso que abre un canal a través del cual la madera puede pasar a un estado de mayor entropía.

Los impedimentos que obstaculizan y, por ende, ralentizan el aumento de la entropía se hallan por doquier en el Universo. Así, por ejemplo, en el pasado el Universo era básicamente una inmensa extensión de hidrógeno. El hidrógeno puede fusionarse en helio, que tiene mayor entropía que aquel. Pero para que eso ocurra es necesario que se abra un canal: tiene que encenderse una estrella, y allí el hidrógeno empieza a quemarse y a convertirse en helio. ¿Y qué enciende las estrellas? Otro proceso que hace aumentar la entropía: la contracción debida a la gravedad de grandes nubes de hidrógeno que navegan por la galaxia.

Una nube de hidrógeno contraída tiene mayor entropía que una nube de hidrógeno dispersa. Pero, para contraerse, las nubes de hidrógeno necesitan a su vez millones de años a causa de su gran tamaño. Y solo después de haberse concentrado llegan a calentarse lo suficiente para activar el proceso de fusión nuclear que abre la puerta a la posibilidad de que la entropía siga aumentando al transformar el hidrógeno en helio.

Toda la historia del Universo se reduce a ese renqueante y oscilante incremento cósmico de la entropía, un proceso que no es ni rápido ni uniforme, porque las cosas se quedan retenidas en diques de baja entropía (la pila de leña, la nube de hidrógeno...), hasta que interviene algo que abre la puerta a un proceso que permite que la entropía siga creciendo. El propio incremento de la entropía abre ocasionalmente nuevas puertas a través de las cuales esta empieza a acrecentarse de nuevo.

Así, por ejemplo, una presa natural en un río de montaña retiene el agua hasta que el paso del tiempo la desgasta y el agua escapa al valle, incrementando así la entropía. A lo largo de ese accidentado recorrido, trozos pequeños o grandes de Universo quedan constantemente aislados en situaciones relativamente estables durante períodos que pueden llegar a ser muy largos.

Los seres vivos están constituidos por procesos similares, que se activan unos a otros. Las plantas recogen los fotones de baja entropía del Sol mediante la fotosíntesis. Los animales se alimentan de baja entropía comiendo (si nos bastara la energía, en lugar de la entropía, acudiríamos todos al calor del Sáhara en lugar de comer). En el interior de cada célula viviente, la compleja red de procesos químicos que allí se dan configura una estructura que abre y cierra puertas a través de las cuales la baja entropía se incrementa. Las moléculas actúan como catalizadores que o bien permiten la activación de diversos procesos, o bien los frenan.

El aumento de la entropía en cada proceso individual es lo que hace funcionar al conjunto. Esta red de procesos de incremento de entropía que se catalizan recíprocamente constituye la vida. No es cierto, como a veces se dice, que la vida engendra estructuras particularmente ordenadas, o disminuye la entropía a escala local: simplemente es un proceso que se nutre de la baja entropía del alimento; es un desordenamiento auto estructurado, como el resto del Universo.

Hasta los fenómenos más banales están gobernados por la segunda ley de la termodinámica. Una piedra cae al suelo. ¿Por qué? A menudo se lee que es porque la piedra se sitúa «en el estado de más baja energía», que sería el suelo. Pero ¿por qué la piedra debería situarse en el estado de más baja energía? ¿Por qué debería perder energía, si la energía se conserva? La respuesta es que, cuando la piedra golpea el suelo, lo calienta: su energía mecánica se transforma en calor, y de ahí ya no vuelve atrás. Si no existiera la segunda ley de la termodinámica, si no existiera el calor, si no existiera el pulular microscópico, la piedra seguiría rebotando, no se posaría nunca.

Es la entropía, no la energía, la que hace que las piedras se queden en el suelo y que el mundo gire. Todo el devenir cósmico es un gradual proceso de desorden, como la baraja de cartas que empiezan ordenadas y luego se desordenan al mezclarlas. No hay unas manos inmensas que mezclen el Universo; el Universo se mezcla solo, en las interacciones entre sus partes que se abren y se cierran paso a paso en el propio curso de ese mezclarse. Grandes regiones permanecen retenidas en configuraciones que se mantienen ordenadas, y luego, aquí y allá, se abren nuevos canales a través de los cuales se expande el desorden. Lo que hace acontecer los eventos del mundo, lo que escribe la historia del mundo, es el irresistible mezclarse de todas las cosas, que va de las escasas configuraciones ordenadas a las innumerables configuraciones desordenadas.

El Universo entero es como una montaña que se derrumba poco a poco. Como una estructura que se va disgregando gradualmente. Desde los eventos más diminutos hasta los más complejos, esta danza de entropía creciente, nutrida por la baja entropía inicial del cosmos, es la verdadera danza de Shiva, el destructor.

Huellas y causas

Hay un efecto importante derivado del hecho de que en el pasado la entropía fuera baja, que resulta crucial para la distinción entre pasado y futuro, y que es ubicuo: las huellas que el pasado deja en el presente. Dichas huellas están por todas partes. Los cráteres de la Luna son testimonio de antiguos impactos. Los fósiles nos muestran la forma de los seres vivos en el pasado. Los telescopios nos enseñan cómo eran antaño las galaxias lejanas. Los libros nos cuentan nuestra historia pasada. Nuestro cerebro bulle de recuerdos.

Existen huellas del pasado y no huellas del futuro únicamente porque en el pasado la entropía era baja; por ninguna otra razón. El único origen de la diferencia entre pasado y futuro es la baja entropía pasada; por lo tanto, no puede haber otras razones. Para dejar una huella, es necesario que algo se detenga, que deje de moverse, y eso solo puede ocurrir con un proceso irreversible, es decir, degradando energía en calor. Por eso los ordenadores se calientan, el cerebro se calienta, los meteoros que caen en la Luna la calientan, y hasta la pluma de ganso de los amanuenses en las abadías benedictinas de la Edad Media calentaba un poco el papel en el punto donde depositaba la tinta.

En un mundo sin calor, todo se aleja rebotando elástico y nada deja huella tras de sí. Es la presencia de abundantes huellas del pasado la que nos produce la familiar sensación de que el pasado está determinado. Por el contrario, la ausencia de huellas similares del futuro nos produce la sensación de que este último está abierto. La existencia de huellas hace que nuestro cerebro pueda disponer de extensos mapas de eventos pasados, mientras que no posee nada similar para los eventos futuros. Este hecho está en el origen de nuestra sensación de poder actuar libremente en el mundo, eligiendo entre diversos futuros posibles, pero de no poder actuar, en cambio, sobre el pasado.

Los vastos mecanismos del cerebro de los que no tenemos conciencia directa se han diseñado en el curso de la evolución para hacer cálculos relativos a distintos futuros potenciales: es lo que llamamos «decidir». Y puesto que procesan los posibles futuros alternativos que se seguirían si el presente fuera exactamente como es salvo por un detalle, nos resulta natural pensar en términos de «causas» que preceden a «efectos»: la causa de un evento futuro es un evento pasado tal que el evento futuro no se seguiría en un mundo en el que todo fuese igual excepto la causa. En nuestra experiencia, el concepto de causa es asimétrico en el tiempo: la causa precede al efecto. Cuando reconocemos, en particular, que dos eventos «tienen la misma causa», encontramos esa causa común en el pasado, no en el futuro: si dos olas de tsunami llegan juntas a dos islas vecinas, pensamos que ha habido un evento que las ha generado a ambas en el pasado, no en el futuro.

Pero eso no ocurre porque exista una mágica fuerza de «causación» del pasado hacia el futuro, sino porque la improbabilidad de una correlación entre dos eventos requiere de algo improbable, y solo la baja entropía del pasado exhibe esa improbabilidad. ¿Qué otra cosa podría ser? En otras palabras, la existencia de causas comunes en el pasado no es más que una manifestación de la baja entropía pasada. En un estado de equilibrio térmico, o en un sistema puramente mecánico, no existe una dirección del tiempo identificada por la causación.

Las leyes de la Física elemental no hablan de «causas», sino únicamente de regularidades, simétricas con respecto a pasado y futuro. Bertrand Russell señalaba este hecho en un célebre artículo, donde escribía enfáticamente: «La ley de la causalidad [...] es una reliquia de una era pasada que sobrevive, como la monarquía, solo porque se supone erróneamente que no hace daño.» Russell exageraba, porque el hecho de que no haya «causas» a nivel elemental no es razón suficiente para hacer obsoleto el concepto de causa: a nivel elemental tampoco hay gatos, pero no por eso dejamos de cuidar de ellos. La baja entropía del pasado hace eficaz la noción de causa.

Pero «memoria», «causas y efectos», «fluir», «determinación del pasado» e «indeterminación del futuro» no son más que nombres que damos a las consecuencias de un hecho estadístico: la improbabilidad de un estado pasado del Universo.

Causas, memoria, huellas, la propia historia del acontecer del mundo que se extiende no solo en los siglos y milenios de la historia humana, sino en los miles de millones de años del gran relato cósmico: todo ello nace simplemente del hecho de que la configuración de las cosas fue «particular» hace unos cuantos miles de millones de años. Y «particular», por otra parte, es un término relativo: se es particular con respecto a cierta perspectiva, a un desenfoque, que a su vez viene determinado por las interacciones de un sistema físico con el resto del mundo.

Así pues, causas, memoria, huellas, la propia historia del acontecer del mundo, pueden ser solo una cuestión de perspectiva: como la rotación del cielo, un efecto de nuestro peculiar punto de vista sobre el mundo...

Inexorablemente, el estudio del tiempo no hace sino remitirnos de nuevo a nuestro mirar; y entonces retornamos finalmente a nosotros mismos.

 

                                                                                                                                                                   © 2022  JAVIER DE LUCAS