BIODIVERSIDAD

¿La biodiversidad está en crisis?
La vida en la Tierra, siempre bajo la luz de la evolución, ha ido ramificándose y adaptándose a su entorno a partir de LUCA: hace unos 3.500 millones de años (Ma) se bifurcó en bacterias y arqueas, y hace aproximadamente 2.200 Ma originó (como veremos posteriormente) el tercer linaje de los seres vivos, los eucariotas. En cada rama del arbusto evolutivo, las distintas especies han aparecido y desaparecido, con duraciones generalmente comprendidas entre 1 y 10 Ma. Este es un proceso natural, y se considera que más del 99,99% de las que alguna vez vivieron en este planeta ya no están aquí.
La extinción de una especie (o de un taxón completo) se define como la desaparición de todos sus miembros, lo que suele ser difícil de comprobar. Puede depender de muchos factores: astronómicos (como el impacto de un gran meteorito), geológicos (por ejemplo, épocas de intensa actividad volcánica o variaciones mantenidas del nivel del mar), atmosféricos (cambios climáticos extremos), químicos (como la aparición de un compuesto tóxico en el aire o el agua), biológicos (por ejemplo, la llegada de un depredador, de un competidor por los mismos recursos o de un microorganismo patógeno), demográficos (si una población es demasiado pequeña y va disminuyendo su diversidad genética) o antrópicos (las consecuencias de la actividad humana).
El análisis retrospectivo de las variaciones cualitativas y cuantitativas en la biodiversidad de animales, plantas y hongos se realiza estudiando los fósiles, que son auténticos archivos de la evolución. Trilobites, dinosaurios o mamuts son ejemplos de animales extintos en distintas épocas que conocemos gracias al trabajo de los paleontólogos. En ocasiones, la biodiversidad ha sufrido grandes crisis globales durante períodos más o menos cortos, denominadas extinciones masivas.
Los fósiles de microorganismos (estudiados por la micropaleontología) son escasos y difíciles de diferenciar entre sí, lo que impide evaluar sus tasas de extinción. Pero asumimos que innumerables especies de bacterias y arqueas desaparecieron hace unos 2.000 Ma, cuando comenzó a acumularse en la atmósfera el oxígeno molecular (O2) que las cianobacterias de los océanos habían empezado a producir por fotosíntesis 700 Ma antes. Toda la vida era hasta entonces anaerobia, y un veneno como el oxígeno acabó con los microorganismos que no se refugiaron en entornos anóxicos (por ejemplo, bajo el suelo). Pero algunos comenzaron a utilizarlo desarrollando un nuevo metabolismo: la respiración aerobia. Somos herederos de aquellos supervivientes.
Posteriormente, desde la explosión de biodiversidad que dio origen al período Cámbrico hace unos 540 Ma, se han producido cinco extinciones masivas cuyas huellas son reconocibles en el registro fósil de animales y plantas: al final de los períodos Ordovícico (hace unos 444 Ma), Devónico (hace 360 Ma), Pérmico (hace 250 Ma), Triásico (hace 210 Ma) y Cretácico (hace 65,5 Ma). El porcentaje de especies macroscópicas extintas en ellas se estima en el 85%, 82%, 96%, 75% y 76%, respectivamente. La causa de la primera extinción está poco clara, pues pudo influir la explosión de una supernova cercana o bien cambios bruscos en el nivel del mar. En las otras cuatro estuvo implicado de una u otra forma el vulcanismo, sumado a impactos de meteoritos (posible en la finipérmica y confirmado en la finicretácica.
Mucho más tarde, hace unos 300.000 años, surgió Homo sapiens. Desde nuestro origen transformamos el entorno, más aún a partir del Neolítico, y durante los últimos dos milenios hemos sido responsables directos de la extinción de al menos 850 especies documentadas: unas 750 de animales y 100 de plantas. Podemos recordar ejemplos de mamíferos (como el tigre de Tasmania y el de Bali, el rinoceronte negro, el hipopótamo de Madagascar, la quagga, el bucardo, el canguro rabipelado y el lémur gigante), aves (el dodo, el moa gigante, el pájaro elefante, el guacamayo glauco y el emú negro), peces (la lucioperca azul y el pez espátula del río Yangtsé), anfibios (el sapo dorado), reptiles (la tortuga gigante de Pinta) o insectos (la gran mariposa blanca de Madeira).
Pero, más allá de esos nombres concretos, hoy se plantea una pregunta clave: ¿se está produciendo una crisis en la biodiversidad global? Y, en ese caso, ¿sería por nuestra culpa? Lamentablemente, todos los datos indican que sí: nos encontramos ante una sexta extinción masiva que avanza mucho más rápido que las anteriores y cuyo origen es antrópico. Así se muestra, por ejemplo, en un informe realizado por cientos de científicos de todo el mundo y publicado en 2023, según el cual dos de cada tres especies animales podrían desaparecer en los próximos años si no cambia radicalmente nuestro comportamiento. La amenaza es mayor para los que viven en Centroamérica, el Caribe, la franja tropical de los Andes o las selvas de África central y de la India.
El grupo con mayor riesgo son los anfibios, ya que el 41% de sus especies se clasifican en las tres categorías previas a la extinción (vulnerables, en peligro o en peligro crítico). Los mamíferos tienen un 27% de especies amenazadas, y otro dato alarmante es que el porcentaje de biomasa de mamíferos silvestres ha disminuido drásticamente durante el último siglo, en paralelo al crecimiento desenfrenado de humanos y animales domésticos (sobre todo, el ganado del que nos alimentamos). Así, las estimaciones más recientes indican que, de la biomasa total de mamíferos, el 35,5% somos Homo sapiens y el 59% son animales domésticos (en torno a un 37,7% de vacas, 6% de búfalos, 3,5% de ovejas, 3,5% de cerdos, 3% de cabras, 2% de perros, 1,4% de caballos, y otras especies con porcentajes menores). Sólo el 5,5% restante corresponde a los mamíferos salvajes que aún sobreviven a nuestra expansión, incluyendo los marinos (el 3,5%, repartidos entre 130 especies) y los terrestres (un 2%, para un total de casi 5.400 especies).
Por su parte, las especies amenazadas de reptiles son un 21%, y el 13% en el caso de las aves. En cuanto a los insectos, lógicamente son más difíciles de cuantificar (se estima que existen 1.400 millones de individuos por cada ser humano), pero otro estudio publicado en 2019 calculó que un tercio de sus especies podrían estar en peligro de extinción… y aunque a veces no nos lo parezca (sobre todo en verano) los necesitamos para mantener el equilibrio de los ecosistemas.
Las causas de esta amenaza global para la biodiversidad son variadas, pero prácticamente todas se deben a la actividad de nuestra especie y a su crecimiento exponencial durante el último siglo: la contaminación y el cambio climático, el aumento constante del porcentaje de suelo ocupado por las ciudades y megalópolis (desde 2007 ya viven en el mundo más personas en entornos urbanos que rurales), la construcción de grandes infraestructuras en zonas de elevado valor ecológico, la deforestación de bosques y selvas por la industria maderera, el avance imparable de la agricultura y la ganadería (asociado al incremento de los monocultivos y a la citada reducción en la biodiversidad animal), la caza y pesca excesivas, la explotación incontrolada de los recursos mineros (entre ellos, minerales de litio y de tierras raras) y biológicos en países en vías de desarrollo, el movimiento de especies exóticas invasoras iniciado por los humanos (en torno a 37.000, según un censo publicado en 2023), o el desplazamiento de virus y otros patógenos entre ecosistemas que no se hallaban en contacto hasta que llegamos a ellos.
Esto influye en todos los seres vivos, que siempre están conectados a través de cadenas tróficas y redes ecológicas, más o menos complejas pero muy reguladas de forma natural. Si alteramos o eliminamos una pieza en ese delicado engranaje, o si añadimos otras que eran ajenas a él, estamos afectando al conjunto del ecosistema y tal vez de forma definitiva. Por ejemplo, la mitad de las especies vegetales dependen de los animales (principalmente aves y mamíferos frugívoros) para propagar sus semillas: si ellos faltan, éstas no podrán reproducirse. En particular, una amenaza muy seria para las plantas se debe a la gran mortalidad que sufren las abejas, cuantificada desde 2006 a nivel mundial y que se conoce como «síndrome del colapso de las colmenas». Sus causas son las citadas en el párrafo anterior, y una adicional: entre los productos fitosanitarios necesarios para la agricultura (antes llamados «plaguicidas»), algunos resultan tóxicos para las abejas. Como son los principales insectos polinizadores, de ellas depende la reproducción de hasta el 90% de las plantas con flor, y en consecuencia (si preferimos mirarnos al ombligo en lugar de a la biosfera) una tercera parte de los alimentos que consumimos.
Todos estos datos muestran cómo, aunque somos sólo una especie entre los cientos de millones que forman la biodiversidad actual, tenemos un gran poder para influir sobre las demás, alterar los equilibrios en los que participan, llevarlas al borde del precipicio o incluso acabar con ellas. La sexta extinción está en marcha, y un riesgo adicional es que no va a haber suficiente espacio natural intacto para la necesaria diversificación postextinción. Realmente, estamos proyectando muchas sombras sobre la luz de la evolución. Avanzar hacia un desarrollo sostenible basado en una conciencia ecológica real (más allá de las pancartas y los discursos) ya no es una opción, sino una necesidad urgente.
¿Cuáles son los seres vivos más resistentes?
Tres milenios antes del comienzo de nuestra era, en Egipto y China ya se utilizaba la salazón para conservar la carne y el pescado. Desde entonces, su uso fue extendiéndose por todo el mundo. Pero en el siglo XVIII se describió que el bacalao en salazón transportado en las bodegas de algunos barcos pesqueros desarrollaba un color rosado o rojizo y se estropeaba. Hasta comienzos del XX no pudo averiguarse que la causa de esa «peste rosa del bacalao» era el crecimiento de los microorganismos que habitaban naturalmente en la sal: por tanto, había vida en condiciones teóricamente incompatibles con ella.
Charles R. Darwin, pionero en tantos campos de la biología, lo fue también al reflexionar sobre la presencia de seres vivos en las salinas. Durante su vuelta al mundo a bordo del Beagle, el día 24 de julio de 1833 anotó en su cuaderno de viajes, tras visitar un lago salado en la Patagonia argentina: «¡Qué asombro produce el pensar que puedan existir en la salmuera seres vivos y pasearse en medio de cristales de sulfato de sosa y de sulfato de cal! […] ¡Sí, sin duda, puede afirmarse que todas las partes del mundo son habitables! Lagos de agua salobre, lagos subterráneos ocultos en las laderas de las montañas volcánicas, fuentes minerales de agua caliente, profundidades del océano, regiones superiores de la atmósfera, hasta la superficie de las nieves perpetuas: ¡en todas partes hay seres organizados!».
Los habitantes de esos entornos, y de otros estudiados después, se denominan extremófilos (etimológicamente «amantes de los extremos»). Al usar ese nombre, asumimos con prepotencia que nosotros vivimos «en el centro» y en condiciones normales: temperatura moderada, presión de una atmósfera, bajos niveles de radiación, y en aguas con poca salinidad y pH neutro. Tras descubrirse los halófilos («amantes de la sal»), desde 1940 se detectaron acidófilos en aguas con bajo pH de diferentes lugares. En 1964, el microbiólogo norteamericano Thomas D. Brock visitó por primera vez el Parque Nacional de Yellowstone, la caldera volcánica que alberga uno de los entornos más sobrecogedores del planeta. Comenzó a investigar sus aguas termales, y en el manantial termal llamado Mushroom Spring, a 70 °C y con pH neutro, aisló una especie bacteriana que podía crecer a una temperatura de entre 50 °C y 80 °C: era el primer microorganismo termófilo descubierto, y al publicar su hallazgo en la revista Science en 1967 lo llamó, con mucha lógica, Thermus aquaticus. Durante 1972, en otra zona de Yellowstone (un burbujeante charco de barro llamado Mud Volcano), caracterizó el primer «poliextremófilo»: la arquea hipertermófila y acidófila Sulfolobus acidocaldarius, que crece a 80 °C y a pH entre 2 y 3.
Más de medio siglo después, conocemos cientos de especies de bacterias y arqueas (y también eucariotas) extremófilas: en las salinas, en entornos con concentraciones de metales elevadas, en aguas con pH tan bajo como el ácido sulfúrico o tan alto como la lejía, a temperaturas superiores al punto de ebullición del agua o inferiores al de congelación, sometidas a las enormes presiones de los fondos oceánicos, en desiertos muy áridos, en las profundidades del subsuelo, flotando en las capas altas de la atmósfera, o en zonas con grandes niveles de radiación. Y se han caracterizado multitud de virus que infectan a los habitantes de esos ambientes extremos.
Repasemos los récords actuales de vida extrema, microorganismos cuyos nombres (el griego y el latín siempre nos ayudan) son muy clarificadores. La resistencia a la sal de ciertas especies «halotolerantes» pero no extremófilas (bacterias, algunas plantas, gusanos, crustáceos e incluso los flamencos que se alimentan de ellos) es superada claramente por las arqueas halófilas extremas de los géneros Halobacterium y Haloferax (habitantes del mar Muerto —que debería llamarse de otra forma— o de salmueras y salinas de todo el mundo con concentración de cloruro de sodio de hasta 300 gramos por litro, unas diez veces más que el agua de mar), o por Haloquadratum walsbyi (que vive en aguas saturadas de cloruro de sodio y magnesio, y presenta una curiosa forma cuadrada y plana).
En los entornos más ácidos se encuentra la arquea Picrophilus torridus (aislada en Hokkaido, Japón, junto a un manantial hidrotermal de superficie, a un pH tan increíble como 0,06) y ciertas especies del género arqueano Ferroplasma (en aguas superficiales a pH entre 0 y 1, y en efluentes de minas con altas concentraciones de metales). En el extremo opuesto, la bacteria alcalófila y halófila Halomonas campisalis vive en «lagos de soda» a valores de pH de hasta 12. Rozando los límites para la vida de parámetros físicos como temperatura y presión habitan las arqueas Methanopyrus kandleri y Pyrolobus fumarii (las especies más hipertermófilas conocidas, aisladas en surgencias hidrotermales submarinas a temperaturas de hasta 121 °C y 113 °C, respectivamente, a presiones de cientos de atmósferas), la bacteria criófila Planococcus halocryophilus (que sobrevive hasta a −25 °C en el permafrost del Ártico) o la bacteria barófila Thermaerobacter marianensis (que resiste 1.170 atmósferas de presión en la fosa de las Marianas, y es además hipertermófila). Por su parte, la arquea Thermococcus gammatolerans es el microorganismo más radiorresistente conocido, pues soporta dosis de radiación gamma de hasta 30.000 gray (niveles mayores de 10 gray son letales para los humanos) y es hipertermófila.
Además de estos superhéroes de la microbiología, existen unos animales excepcionales por su alta resistencia a distintos parámetros fisicoquímicos. Son los tardígrados (en torno a mil especies, dentro del filo Tardigrada), unos invertebrados con tamaño de sólo 0,5 mm, y popularmente conocidos como «ositos de agua» por su curiosa forma y por la manera de moverse con sus ocho patitas. Viven en charcos, o en la fina película de agua que cubre los líquenes y musgos, pero han demostrado que pueden resistir temperaturas entre −250 °C y +150 °C, períodos de congelación de 30 años, deshidratación casi total durante 10 años, dosis de radiación de hasta 5.000 gray, presiones de casi 6.000 atmósferas o exposición al vacío durante 10 días (en el exterior de la Estación Espacial Internacional). Al ser los extremófilos más parecidos a nosotros, estos animales (sobre todo la especie Hypsibius exemplaris) se investigan por genetistas y astrobiólogos.
Visitemos ahora un interesantísimo entorno de nuestro país que, desde la Universidad Autónoma de Madrid y el Centro de Astrobiología, ha sido estudiado por el grupo del microbiólogo Ricardo Amils durante más de tres décadas: el río Tinto. Discurre a lo largo de 92 km por la provincia de Huelva y atraviesa la Faja Pirítica Ibérica, la entidad geológica con mayor concentración de sulfuros metálicos (entre ellos, el de hierro) en la Tierra. El río posee una acidez extrema (con pH en torno a 2) y gran concentración de cationes metálicos, entre ellos hierro oxidado (Fe3+, responsable de su característico color rojo, más parecido al pacharán que al vino tinto) y también níquel (Ni3+), cobre (Cu2+), zinc (Zn2+) y muchos más. Exagerando un poco, se puede decir que en el Tinto tenemos la tabla periódica en disolución.
Ninguna planta o animal puede habitar esas aguas «tóxicas», pero hay mucha vida en ellas. De hecho, sus características extremas tienen un origen biológico: el metabolismo de los microorganismos que llevan millones de años viviendo allí. Menos de diez especies de bacterias «quimiolitoautótrofas» (que obtienen su energía oxidando la pirita y fijando CO2 para sintetizar su materia orgánica) dominan este ecosistema, principalmente Leptospirillum ferrooxidans, Acidithiobacillus thiooxidans y Acidithiobacillus ferrooxidans. Las condiciones extremas que producen son aprovechadas por muchos eucariotas, incluyendo más de trescientas especies de algas y hongos ya descubiertas allí. Para profundizar (nunca mejor dicho) en las características de su subsuelo, desde el año 2003 se realizaron dos grandes campañas de perforación cerca del nacimiento del río Tinto, llegando hasta los 620 metros y describiendo gran diversidad de especies de microorganismos «criptoendolíticos» (habitantes de suelos profundos). La ecología microbiana que opera en «la biosfera oculta» es un campo de investigación que nos muestra otro de los límites de la biología.
En vista de todos estos datos, ¿realmente existe algún límite para la vida en nuestro planeta? Probablemente sí, condicionado porla disponibilidad de agua en estado líquido (a lo que contribuyen la temperatura, presión y salinidad del lugar) y por unas condiciones físicoquímicas que permitan mantener la estructura de las biomoléculas. Así, un entorno puede no ser habitable si combina varios parámetros extremos incompatibles. Eso podría estar ocurriendo en ciertas zonas del complejo hidrotermal de Dallol, unaespectacular zona volcánica situada en la depresión de Danakil (Etiopía) y que forma parte del Gran Valle del Rift. Aunque en algunos puntos de la zona se han detectado diferentes arqueas de pequeño tamaño, en otros lugares muestreados parece no vivir ningún microorganismo, pues no habrían podido adaptarse simultáneamente a la alta salinidad combinada con una intensa acidez (pH cercano a 0) o con temperaturas elevadas. Esta y otras regiones de nuestro planeta seguirán siendo estudiadas por la extrema curiosidad de los científicos.
¿Sabemos lo que es la vida?

Todos nos hemos planteado esta cuestión alguna vez, y muchos de nuestros antepasados la abordaron desde el punto de vista existencial, religioso o filosófico. Estamos vivos. Tenemos padre y madre, tal vez hermanos. Podemos tener hijos. Cuando caminamos por el bosque, intuitivamente reconocemos que un milano, un roble, una ardilla, un sapo o (con suerte) un Boletus edulis son seres vivos, pero que las piedras del camino no lo son. Y, por muy adictos a la tecnología que seamos, sentimos algo diferente al acariciar a un perro o al teléfono móvil.
Esa capacidad de distinguir lo que vive y lo que no vive debería ayudarnos a definir qué es «la vida» o «un ser vivo», pero no resulta tan fácil. En el colegio nos decían que «un ser vivo es aquel que nace, crece, se reproduce y muere», en la línea de una de las primeras definiciones conocidas, la acuñada en el siglo IV antes de nuestra era por el filósofo y atento observador de la naturaleza Aristóteles: «Vida es aquello por lo cual un ser se nutre, crece y perece por sí mismo».
Sin embargo, dudaríamos ante sistemas que tienen potencialidad para ser seres vivos, como una semilla de manzana o la espora de un hongo. A la vez, sería engañoso considerar vivas ciertas estructuras que surgen, van creciendo, se pueden dividir yacaban desapareciendo… como las nubes, un tornado, el fuego o los cristales formados en las salinas. ¿Y qué ocurre con los seres que están vivos pero no se reproducen, como un animal estéril (una mula, un buey, quizá tu mascota) o una persona que decide no tener hijos? Por tanto, sí parece necesario buscar una definición satisfactoria desde el punto de vista científico. Algunos de mis colegas piensan que no haría falta, ya que podemos estudiar la vida sin haberla definido previamente. Cierto, pero hacerlo nos ayudará ante los retos que nos planteamos más adelante: investigar sobre su origen y buscarla fuera de la Tierra.
Otra cuestión interesante es que quizá sea imposible definir de forma general la vida porque (de momento) sólo conocemos un ejemplo de ella, la que a partir de un origen común ha triunfado en este planeta. Tal y como se preguntaba el químico Robert Shapiro: «¿Cómo definiríamos qué es un mamífero si el único que hemos visto fuese una cebra?». En cualquier caso, ante una palabra como vida, tan polisémica y utilizada en contextos muy diferentes, comprobamos que las definiciones de los diccionarios convencionales son de poca ayuda.
La Wikipedia va mejor encaminada, pero incluye demasiada información sin relación directa con la esencia del interrogante que tenemos entre manos. También puedes preguntárselo a una IA. Vamos a intentarlo aquí. Podríamos basarnos en la morfología, pues, como hemos crecido en este planeta, reconocemos intuitivamente formas, patrones y simetrías asociados con la vida que nos rodea. Detectamos que algo es un ser vivo (un árbol, un gusano, una Amanita muscaria), que pronto se mostrará como tal (un huevo, una semilla), que es una de sus partes (una flor, una pluma), o que en el pasado lo fue o formó parte de uno (un fósil, un hueso, la concha vacía de un molusco, la muda de un reptil). Pero también generan formas que parecen seres vivos ciertas reacciones inorgánicas como los «jardines químicos» (te sorprenderán las imágenes y vídeos que puedes encontrar sobre ellos) o algunos procesos geológicos (como ciertos tipos de cristalización o las estructuras ramificadas llamadas «dendritas» que rellenan las fisuras de las calizas u otras rocas y pueden confundirse con fósiles de plantas).
En este campo destacan las investigaciones del geoquímico Juan Manuel García-Ruiz sobre los «biomorfos abióticos»: morfologías curvadas de entre 1 y 25 micras similares a algunas bacterias, consorcios de ellas o microfósiles, pero sintetizadas sin ninguna intervención de la vida (por ejemplo, combinando sílice y carbonatos en las condiciones adecuadas). Una opción alternativa es usar la composición química como criterio. Pero con las mismas proporciones de átomos que comentábamos en un artículo anterior, e incluso con un repertorio de moléculas parecido, podría encontrarme frente a un organismo como tú… o delante de una colección de botes blancos con tapa roja en las estanterías de mi laboratorio. Por tanto, más importante que la composición es el modo en que dichos componentes se organizan e interaccionan entre sí dentro de un ser vivo.
Entonces, la clave está en encontrar una serie de características que aparezcan de forma conjunta en todos los seres vivos, pero noen los inanimados. Tal como afirmaba el bioquímico Alexandr Ivánovich Oparin en su obra "El origen de la vida", publicada en 1924 y punto de partida de este campo de investigación: «La peculiaridad específica de los organismos vivos es que sólo en ellos se ha reunido e integrado una combinación extremadamente compleja de un gran número de propiedades y características que están presentes, en forma aislada, en diversas entidades inorgánicas e inertes».
Así, profundizando un poco, podríamos afirmar que los seres vivos conocidos combinan estas características: i) poseen una composición química compleja y una cierta organización interna; ii) están delimitados por una estructura de naturaleza bioquímica y relativamente permeable (como la membrana plasmática de las células) que los «compartimenta», garantizando el mantenimiento de su composición interna y a la vez permitiéndoles intercambiar materia y energía con el exterior; iii) gracias a ese intercambio pueden funcionar alejados del equilibrio termodinámico, aumentar su orden interno (es decir, disminuir su entropía a costa de aumentar la del exterior) y construir sus propios componentes mediante la red de reacciones del metabolismo; iv) almacenan y replican información codificada (en forma de ADN) que dirige su funcionamiento y se transmite a la descendencia; v) se reproducen, originando copias que poseen una cierta diversidad; vi) sus descendientes pueden adaptarse a las presiones selectivas introducidas por el ambiente y evolucionar. De forma muy resumida, por tanto, podemos concluir que los seres vivos combinan compartimentación, metabolismo y replicación.
En función de ello, entre las muchas definiciones planteadas desde distintos campos de la filosofía, la ciencia y la ingeniería, podemos destacar cuatro muy complementarias: «La vida es materia que repite su estructura a medida que crece, como un cristal, un extraño cristal aperiódico, pero más fascinante e impredecible» (de Erwin Schrödinger, físico, en su famoso libro de 1944 titulado ¿Qué es la vida?), «Los seres vivos son autómatas autorreproductores» (John von Neumann, matemático), «La vida está formada por entidades autopoiéticas, capaces de automantenerse yautorreproducirse» (Francisco Varela, biólogo), «Los seres vivos son sistemas que poseen las propiedades de multiplicación, variación y herencia» (John Maynard Smith, genetista).
Por su concisión y a la vez amplitud, una de las definiciones operativas de vida más utilizadas actualmente es la que en 1994 propuso el bioquímico Gerald F. Joyce, y que fue adoptada por el Instituto de Astrobiología de la NASA (NAI): «La vida es un sistema químico automantenido, capaz de experimentar evolución darwiniana». Posteriormente, Kepa Ruiz-Mirazo, Juli Peretó y Álvaro Moreno (físico, biólogo y filósofo, respectivamente) afirmaron que «los seres vivos son sistemas autónomos con capacidad de evolución abierta». Y, para el físico y biólogo Ricard Solé, «un ser vivo es cualquier entidad capaz de extraer energía del medio ambiente, emplearla para almacenar y procesar información, y ser capaz de evolucionar». Según indican estas propuestas, la evolución es otra de las características definitorias de la vida. De hecho, tal como el genetista ruso Theodosius Dobzhansky tituló en 1973 su ensayo más influyente: «Nada tiene sentido en biología excepto a la luz de la evolución».
Con las definiciones a las que hemos llegado, todos los animales, hongos, plantas, eucariotas unicelulares, bacterias y arqueas son claramente seres vivos. Los demás objetos o sistemas que estudia la ciencia no lo serían, a pesar de que puedan mostrar parte de las características comentadas. ¿Y los virus? Sobre ellos (y otras entidades replicativas aún más simples) hablaré en un siguiente artículo. A medio camino entre la ciencia y la poesía, la bióloga Lynn Margulis escribió una de mis definiciones favoritas: «La vida es un proceso físico que cabalga sobre la materia como una ola extraña y lenta. Es un caos controlado y artístico, un conjunto de reacciones químicas abrumadoramente complejas». En el fondo, como decía el escritor y filósofo Emil Cioran, «la vida es una combinación de química y estupor». Pero terminemos con un consejo del siempre inspirado Oscar Wilde: «La vida no puede escribirse: sólo puede vivirse».
¿Cómo surgió la vida en nuestro planeta?
Ésta es otra de las grandes preguntas que la ciencia actual tiene planteadas. Y se puede responder con tres palabras: no lo sabemos. Pero muchos investigadores trabajamos en esta fascinante cuestión, así que merece la pena profundizar sobre la transición entre la química y la biología. Más allá de las interpretaciones míticas o religiosas sobre el origen de la vida, presentes en todas las civilizaciones de la Antigüedad, debemos la primera aproximación racional a los filósofos presocráticos Anaximandro y Anaxágoras, con su hipótesis de la «generación espontánea» que sería apoyada posteriormente por Aristóteles y su escuela. Mantenía que los seres vivos surgen espontáneamente por abiogénesis a partir de la materia no viva: por ejemplo, las moscas y los gusanos parecían nacer de la carne en descomposición, o los pulgones en el rocío que cubría las plantas al amanecer. Esta idea tan fácil de entender, aunque sin base científica real, se propagó como un bulo durante dos milenios y medio. Pero, tras mucha controversia, entre 1859 y 1864 fue refutada con los elegantes experimentos del químico y microbiólogo Louis Pasteur.
Demostró que todo ser vivo procede de otro ser vivo (por biogénesis), pero quedaba sin respuesta algo que sí tuvo que ser una abiogénesis: ¿cómo surgió el primer ser vivo? Simultáneamente, el gran naturalista Charles R. Darwin publicó en 1859 su famoso libro "El origen de las especies "ulo. En el último párrafo de su primera edición sugería algo revolucionario: «Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada inicialmente en un corto número de formas o en una sola».
En 1871, en una carta enviada al botánico Joseph D. Hooker, Darwin le planteó que la vida podría haberse originado en «una pequeña charca de agua templada que contuviera todo tipo de sales de fósforo y amonio, luz, calor, electricidad, etc., en la cual un compuesto proteico se formara químicamente, quedando listo para sufrir cambios aún más complejos». Se estaba oponiendo al vitalismo (una corriente filosófica y científica según la cual la vida no se regiría por las leyes de la física y la química, sino que estaría animada por una «fuerza vital» inmaterial) y se alineaba con el mecanicismo al proponer un origen puramente químico de la vida: ciertos compuestos inertes, en presencia de determinadas fuentes de energía, habrían sido suficientes para producir la abiogénesis.
Su legado fue recogido medio siglo después por dos brillantes investigadores que convirtieron el origen de la vida en una disciplina científica, planteando modelos mecanicistas similares aunque con diferencias importantes. El primero fue el bioquímico Alexandr I. Oparin, en el ensayo de 1924 que citaba anteriormente. El segundo, sin haber conocido antes la obra de Oparin, fue el biólogo evolutivo y genetista John B. S. Haldane, con un artículo publicado en 1929 y titulado también "El origen de la vida".
Con esta breve introducción, y apoyándonos en los datos obtenidos durante el último siglo, ya podemos retomar la historia de la Tierra. Hace 4.400 millones de años (Ma), nuestro planeta estaba listo para que la química comenzara a funcionar utilizando las fuentes de energía disponibles en los océanos, las surgencias hidrotermales submarinas, las charcas de agua templada, las interfases agua-roca y agua-hielo o la atmósfera. Muchas moléculas surgidas en la Tierra, junto con las aportadas por meteoritos y núcleos de cometas, formaban una «sopa primitiva» o «caldo primigenio» (metáfora ideada por Oparin) y reaccionaban sin ninguna finalidad o propósito, sólo limitadas por las leyes de la física y de la química (en particular, lo dictado por la termodinámica y la cinética). Durante 400 Ma pudieron empezar a sintetizarse compuestos orgánicos más grandes y complejos, y tal vez se formaron los primeros sistemas que combinaban compartimento, metabolismo y replicación (es decir, seres vivos).
Resulta imposible saber si la vida terrestre tiene tanta antigüedad, pero algunos datos sobre los isótopos de carbono presentes en rocas de esa época irían a favor de ello. Entre hace 4.000 y 3.850 Ma, la Tierra sufrió un segundo bombardeo masivo de meteoritos. Tal vez, si la vida ya había surgido, fue eliminada por la temperatura y presión esterilizante de los impactos. Pero esos mensajeros del cosmos sin duda aportaron un nuevo repertorio de moléculas orgánicas: sabores exóticos para la sopa primitiva que se cocinaba en nuestro planeta. Sin embargo, no hay pruebas de que «la vida» como tal (en forma de microorganismos) nos llegara a bordo de meteoritos. Esta hipótesis de la panspermia fue ya planteada por Anaxágoras y recibió el apoyo de dos científicos relevantes a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Nada impediría que algún ser vivo microscópico pudiera sobrevivir en el interior de una gran roca a un viaje muy largo, la entrada en nuestra atmósfera y el impacto contra la superficie…,pero no existen pruebas de que esto haya ocurrido. Además, la panspermia no resuelve ningún problema relacionado con el origen de la vida: simplemente lo cambia de lugar.
El tipo de reacciones posibles desde hace unos 3.850 Ma (o incluso antes) se estudia por la llamada «química prebiótica», unadisciplina experimental iniciada hace siete décadas por dos científicos pioneros. El primero fue el químico Stanley L. Miller, cuyo famoso experimento demostró en 1953 cómo los gases que entonces se pensaba que habían formado la atmósfera terrestre primitiva (vapor de agua, metano, amoníaco e hidrógeno), al ser sometidos a descargas eléctricas dentro de un sistema de matraces, producían un gran número de moléculas orgánicas, entre ellas varios aminoácidos de los que forman las proteínas. El segundo fue el bioquímico y astrobiólogo Joan Oró, natural de Lleida, que en su laboratorio de Houston sintetizó en 1960 la base nitrogenada adenina (presente en el ADN y el ARN) a partir de cinco moléculas de ácido cianhídrico (HCN) en disolución. Desde entonces, experimentos en medios cada vez más complejos (lo que denominamos «química de sistemas prebiótica») están permitiendo sintetizar un número creciente de biomoléculas.
Posteriormente tuvieron que polimerizarse monómeros (como nucleótidos o aminoácidos) para formar polímeros (ácidos nucleicos o péptidos), y esas reacciones funcionan mejor sobre superficies minerales catalizadoras (pasaríamos de la sopa a una «pizza prebiótica») o incluso en las intercapas de las arcillas (¿una «lasaña prebiótica»?). En esta etapa, el modelo del «Mundo ARN» propone que las múltiples capacidades de este ácido nucleico (como archivo de información genética, molécula estructural y catalítica) pudieron permitirle surgir antes que el ADN y las proteínas. Quizá los primeros seres vivos, autorreplicativos y evolutivos, fueron «ribocitos»: protocélulas con membranas muy simples y genoma de ARN, cuyo metabolismo básico sería realizado por enzimas de ARN («ribozimas»), ayudadas por catalizadores inorgánicos y sobre todo por péptidos cortos. Por ello, prefiero hablar de un «Mundo ARN/péptidos». A partir de él pudieron originarse las proteínas codificadas por el propio ARN (parte de las cuales mostraron ser mejores catalizadores que las ribozimas) y el ADN (un archivo de información genética más estable). Así, hace 3.700 Ma quizá ya funcionaban células «modernas» con el esquema ADN → ARN →proteínas.
Durante la década de 1980, la comparación de los genes y metabolismos de los seres vivos actuales (iniciada por el biofísico y microbiólogo Carl R. Woese) demostró lo que Darwin había planteado al final de su libro más influyente: tuvo que existir un ancestro común de toda la biodiversidad conocida. Se llamó LUCA (del inglés Last Universal Common Ancestor) a esa especie microbiana hipotética (o, tal vez, era una comunidad de ellas), que quizá vivió hace unos 3.600 Ma, y cuyas características se han podido proponer. En resumen, la rápida (a escala geológica) sucesión de etapas en el origen de la vida pudo ser así: Tierra primitiva → química prebiótica → aumento de complejidad → biopolímeros → Mundo ARN/péptidos (ribocitos) → Mundo ADN/ARN/proteínas (células «modernas») → LUCA → separación de bacterias y arqueas.
Realmente, cada flecha supondría una ramificación con muchas opciones, algunas exitosas y otras que llevarían a «vías muertas evolutivas». Los primeros fósiles conocidos corresponden a bacterias filamentosas y a «estromatolitos» (capas mineralizadas de comunidades bacterianas), presentes en rocas con una antigüedad de unos 3.450 Ma. Un debate que ha generado mucha literatura filosófica y científica (desde Demócrito hasta Jacques L. Monod o Stephen Jay Gould) es el papel del azar y el determinismo: ¿la vida es el resultado casual de muchas tiradas de dados exitosas, o por el contrario la química acaba generando necesariamente biología cuando adquiere la suficiente complejidad? De hecho, probablemente se produjeron varios orígenes de la vida en diferentes entornos de nuestro planeta, aunque sólo haya quedado constancia del único que triunfó.
Estos son temas muy interesantes, aunque sin pruebas directas y llenos de discrepancias. Recordando a Voltaire y Pasteur, "la ciencia duda". Y así, especies "ulo. En el último párrafo de su primera edición sugería algo revolucionario: «Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes fuerzas, ha sido alentada inicialmente en un corto número de formas o en una sola».
En 1871, en una carta enviada al botánico Joseph D. Hooker, Darwin le planteó que la vida podría haberse originado en «una pequeña charca de agua templada que contuviera todo tipo de sales de fósforo y amonio, luz, calor, electricidad, etc., en la cual un compuesto proteico se formara químicamente, quedando listo para sufrir cambios aún más complejos». Se estaba oponiendo al vitalismo (una corriente filosófica y científica según la cual la vida no se regiría por las leyes de la física y la química, sino que estaría animada por una «fuerza vital» inmaterial) y se alineaba con el mecanicismo al proponer un origen puramente químico de la vida: ciertos compuestos inertes, en presencia de determinadas fuentes de energía, habrían sido suficientes para producir la abiogénesis.
Su legado fue recogido medio siglo después por dos brillantes investigadores que convirtieron el origen de la vida en una disciplina científica, planteando modelos mecanicistas similares aunque con diferencias importantes. El primero fue el bioquímico Alexandr I. Oparin, en el ensayo de 1924 que citaba anteriormente. El segundo, sin haber conocido antes la obra de Oparin, fue el biólogo evolutivo y genetista John B. S. Haldane, con un artículo publicado en 1929 y titulado también "El origen de la vida".
Con esta breve introducción, y apoyándonos en los datos obtenidos durante el último siglo, ya podemos retomar la historia de la Tierra. Hace 4.400 millones de años (Ma), nuestro planeta estaba listo para que la química comenzara a funcionar utilizando las fuentes de energía disponibles en los océanos, las surgencias hidrotermales submarinas, las charcas de agua templada, las interfases agua-roca y agua-hielo o la atmósfera. Muchas moléculas surgidas en la Tierra, junto con las aportadas por meteoritos y núcleos de cometas, formaban una «sopa primitiva» o «caldo primigenio» (metáfora ideada por Oparin) y reaccionaban sin ninguna finalidad o propósito, sólo limitadas por las leyes de la física y de la química (en particular, lo dictado por la termodinámica y la cinética). Durante 400 Ma pudieron empezar a sintetizarse compuestos orgánicos más grandes y complejos, y tal vez se formaron los primeros sistemas que combinaban compartimento, metabolismo y replicación (es decir, seres vivos).
Resulta imposible saber si la vida terrestre tiene tanta antigüedad, pero algunos datos sobre los isótopos de carbono presentes en rocas de esa época irían a favor de ello. Entre hace 4.000 y 3.850 Ma, la Tierra sufrió un segundo bombardeo masivo de meteoritos. Tal vez, si la vida ya había surgido, fue eliminada por la temperatura y presión esterilizante de los impactos. Pero esos mensajeros del cosmos sin duda aportaron un nuevo repertorio de moléculas orgánicas: sabores exóticos para la sopa primitiva que se cocinaba en nuestro planeta. Sin embargo, no hay pruebas de que «la vida» como tal (en forma de microorganismos) nos llegara a bordo de meteoritos. Esta hipótesis de la panspermia fue ya planteada por Anaxágoras y recibió el apoyo de dos científicos relevantes a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Nada impediría que algún ser vivo microscópico pudiera sobrevivir en el interior de una gran roca a un viaje muy largo, la entrada en nuestra atmósfera y el impacto contra la superficie…,pero no existen pruebas de que esto haya ocurrido. Además, la panspermia no resuelve ningún problema relacionado con el origen de la vida: simplemente lo cambia de lugar.
El tipo de reacciones posibles desde hace unos 3.850 Ma (o incluso antes) se estudia por la llamada «química prebiótica», unadisciplina experimental iniciada hace siete décadas por dos científicos pioneros. El primero fue el químico Stanley L. Miller, cuyo famoso experimento demostró en 1953 cómo los gases que entonces se pensaba que habían formado la atmósfera terrestre primitiva (vapor de agua, metano, amoníaco e hidrógeno), al ser sometidos a descargas eléctricas dentro de un sistema de matraces, producían un gran número de moléculas orgánicas, entre ellas varios aminoácidos de los que forman las proteínas. El segundo fue el bioquímico y astrobiólogo Joan Oró, natural de Lleida, que en su laboratorio de Houston sintetizó en 1960 la base nitrogenada adenina (presente en el ADN y el ARN) a partir de cinco moléculas de ácido cianhídrico (HCN) en disolución. Desde entonces, experimentos en medios cada vez más complejos (lo que denominamos «química de sistemas prebiótica») están permitiendo sintetizar un número creciente de biomoléculas.
Posteriormente tuvieron que polimerizarse monómeros (como nucleótidos o aminoácidos) para formar polímeros (ácidos nucleicos o péptidos), y esas reacciones funcionan mejor sobre superficies minerales catalizadoras (pasaríamos de la sopa a una «pizza prebiótica») o incluso en las intercapas de las arcillas (¿una «lasaña prebiótica»?). En esta etapa, el modelo del «Mundo ARN» propone que las múltiples capacidades de este ácido nucleico (como archivo de información genética, molécula estructural y catalítica) pudieron permitirle surgir antes que el ADN y las proteínas. Quizá los primeros seres vivos, autorreplicativos y evolutivos, fueron «ribocitos»: protocélulas con membranas muy simples y genoma de ARN, cuyo metabolismo básico sería realizado por enzimas de ARN («ribozimas»), ayudadas por catalizadores inorgánicos y sobre todo por péptidos cortos. Por ello, prefiero hablar de un «Mundo ARN/péptidos». A partir de él pudieron originarse las proteínas codificadas por el propio ARN (parte de las cuales mostraron ser mejores catalizadores que las ribozimas) y el ADN (un archivo de información genética más estable). Así, hace 3.700 Ma quizá ya funcionaban células «modernas» con el esquema ADN → ARN →proteínas.
Durante la década de 1980, la comparación de los genes y metabolismos de los seres vivos actuales (iniciada por el biofísico y microbiólogo Carl R. Woese) demostró lo que Darwin había planteado al final de su libro más influyente: tuvo que existir un ancestro común de toda la biodiversidad conocida. Se llamó LUCA (del inglés Last Universal Common Ancestor) a esa especie microbiana hipotética (o, tal vez, era una comunidad de ellas), que quizá vivió hace unos 3.600 Ma, y cuyas características se han podido proponer. En resumen, la rápida (a escala geológica) sucesión de etapas en el origen de la vida pudo ser así: Tierra primitiva → química prebiótica → aumento de complejidad → biopolímeros → Mundo ARN/péptidos (ribocitos) → Mundo ADN/ARN/proteínas (células «modernas») → LUCA → separación de bacterias y arqueas.
Realmente, cada flecha supondría una ramificación con muchas opciones, algunas exitosas y otras que llevarían a «vías muertas evolutivas». Los primeros fósiles conocidos corresponden a bacterias filamentosas y a «estromatolitos» (capas mineralizadas de comunidades bacterianas), presentes en rocas con una antigüedad de unos 3.450 Ma. Un debate que ha generado mucha literatura filosófica y científica (desde Demócrito hasta Jacques L. Monod o Stephen Jay Gould) es el papel del azar y el determinismo: ¿la vida es el resultado casual de muchas tiradas de dados exitosas, o por el contrario la química acaba generando necesariamente biología cuando adquiere la suficiente complejidad? De hecho, probablemente se produjeron varios orígenes de la vida en diferentes entornos de nuestro planeta, aunque sólo haya quedado constancia del único que triunfó.
Estos son temas muy interesantes, aunque sin pruebas directas y llenos de discrepancias. Recordando a Voltaire y Pasteur, "la ciencia duda". Y así, llevados por nuestra curiosidad y dudando a cada paso, vamos poniendo cada vez más piezas en el inacabable puzle del origen de la vida.
¿Por qué la evolución es un hecho?

El gusano parásito Leucochloridium paradoxum utiliza una curiosa estrategia para reproducirse. Infecta los tallos oculares del caracol de ámbar (Succinea putris) y toma el control de sus funciones motoras. El movimiento rítmico y coloreado de ese gusano dentro del caracol es visible a través de su piel transparente, y se parece a una oruga desplazándose. Además de adoptar esta agresiva técnica de mimetismo, el gusano «controla mentalmente» al caracol "zombi" y altera sus hábitos nocturnos para que comience a moverse bajo la luz del sol, a mayor velocidad de lo habitual y trepando por las plantas hasta sus tallos más altos. Durante el día y en lugares tan visibles, un ser así de sorprendente llama la atención de las aves, que se lanzan a por él y devoran sus engrosados tentáculos oculares similares a orugas (el resto del caracol no; de hecho, regenerará sus partes perdidas y seguirá viviendo).
Dentro del tracto gastrointestinal del ave (que ha sido engañada, pero a la que no parece importarle ese cambio en su dieta), el gusano sobrevive y libera sus huevos en el recto, por lo que serán secretados junto a las heces. Otros caracoles se alimentarán de ellas, los huevos eclosionarán en su interior, el esporocisto («saco» donde maduran las larvas) migrará a su hígado y logrará esterilizar al caracol, con lo que toda su energía se dedicará a alimentar al parásito, las larvas llegarán a sus tallos oculares, los engrosarán… y este peculiar ciclo biológico, que implica a un gusano y a dos hospedadores, continúa.
¿A qué se debe que pueda existir algo tan extraño y que nos parece innecesariamente complicado? A la evolución. En concreto, a la coevolución de los tres animales implicados en este proceso y de su entorno. Existe porque funciona suficientemente bien y se ha ido ajustando y regulando a través de generaciones, no porque sea simple, elegante, perfecto o haya sido diseñado de esta forma. Este es un ejemplo de parasitismo: un tipo de relación entre seres vivos en que uno se beneficia del otro. Y existen otros casos también muy sorprendentes, como el hongo Ophiocordyceps unilateralis, que crece dentro de las hormigas controlándolas para que suban a la parte más alta de las plantas y desde allí dispersen sus esporas.
Desde la Antigüedad, filósofos y científicos reflexionaron sobre la diversidad de seres vivos que nos rodean y las relaciones existentes entre ellos. Tras los avances producidos durante el siglo XVIII, la primera teoría sobre la evolución biológica fue planteada en 1809 por el naturalista Jean-Baptiste de Monet, caballero de Lamarck. Supuso un avance muy valioso, aunque proponía la idea errónea de que, respondiendo a las características del ambiente, «la función crea el órgano y la necesidad la función». Durante las siguientes décadas, la biología y la geología aportaron datos y conceptos muy valiosos.
El naturalista y explorador Alfred R. Wallace, fundador de los estudios de biogeografía, ya intuía en 1857 que la selección natural podría ser responsable de la evolución biológica, lo que comunicó por carta a Charles R. Darwin. Éste, durante un viaje alrededor del mundo a bordo del Beagle (y de su curiosidad) entre 1831 y 1836, había acumulado evidencias sobre la variabilidad y adaptabilidad de los seres vivos, llegando a conclusiones parecidas a las de Wallace. Por tanto, ambos acordaron escribir un artículo conjunto en 1858. Y, el 24 de noviembre de 1859, Darwin publicó su esperado libro: "El origen de las especies mediante selección natural". Resumiendo la inmensidad de esta obra clave para la historia de la cultura en una sola de sus frases: «Estoy plenamente convencido de que las especies no son inmutables […], de que la selección natural ha sido el mecanismo más importante, pero no el único, de modificación».
En efecto, las especies son dinámicas y cambian a lo largo del tiempo, porque la selección natural actúa como un filtro que favorece la reproducción de las mejor adaptadas al ambiente en cada momento y lugar. Ésa era (y es) la clave. También debemos a Darwin, y especialmente a Ernst Haeckel, la interpretación y representación en forma de árbol de las relaciones de parentesco entre los seres vivos. Contemporáneo de Darwin (aunque nunca se conocieron), el naturalista y fraile agustino Gregor Mendel estableció en 1865 las bases de la herencia de los caracteres entre generaciones, con lo que fundó el campo de la genética. Durante las primeras décadas del siglo XX se promovió una unificación entre las ideas de Darwin y Mendel: esa teoría sintética de la evolución constituye desde entonces la principal herramienta para interpretar cómo funciona la biología.
Tras un siglo de avances en biología celular y molecular, hoy consideramos que los principios básicos de la evolución incluyen éstos: i) la replicación del genotipo (el material genético) de un organismo es siempre imperfecta, y aleatoriamente se producen mutaciones en el ADN (errores que cambian un nucleótido por otro), o con menor frecuencia alteraciones genéticas como inserciones, deleciones, recombinación de fragmentos o transferencia de genes desde otros organismos; ii) cuando esos cambios genotípicos se expresan en los fenotipos (las características observables del organismo), éstos mostrarán respuestas diferentes a las presiones selectivas del medio (por ejemplo, cambios ambientales o limitación de nutrientes), se establecerá una competición entre individuos y los que tengan mayor capacidad adaptativa originarán más descendencia (lo que llamamos eficacia biológica o fitness); iii) la cooperación o simbiosis entre individuos también es una interacción muy eficiente para adaptarse a las presiones selectivas; iv) las poblaciones pueden ir acumulando características genéticas que les confieran ventajas en su entorno; v) si dos poblaciones de la misma especie se desarrollan durante generaciones en ambientes distintos, pueden llegar a divergir tanto que acaben dando lugar a especies diferentes; vi) los cambios evolutivos pueden acumularse continuamente a lo largo del tiempo, pero también existen períodos relativamente cortos en los que se producen innovaciones rápidas y grandes transiciones evolutivas; vii) dentro de los ecosistemas, las complejas interacciones ecológicas de cada especie con las demás y con su entorno también resultan fundamentales para su evolución.
Estas características de la evolución están respaldadas por gran variedad de pruebas provenientes de la paleontología, la biogeografía, la fisiología y la genética: a todas las escalas, la biología apoya lo que nos decía Dobzhansky. Por tanto, la evolución es una teoría científica, un conjunto de conceptos e hipótesis que explica un fenómeno de la naturaleza, y que nunca ha sido refutada, pero esto no debe confundirse con lo que coloquialmente llamamos «una teoría» (en este caso, una suposición o especulación, que podría ser cierta o no). La evolución por selección natural es un hecho y se explica mediante la teoría evolutiva.
Entonces, ¿por qué hay personas que siguen negando la evolución u oponiéndose a ella? El principal problema es que no se entiende intuitivamente y no se suele observar en nuestro día a día, porque es muy lenta. Opera a una escala temporal muchísimo mayor que la duración de nuestras vidas: es una película que lleva proyectándose unos 3.700 millones de años, y cada uno de nosotros sólo protagoniza un fotograma. Pero hay casos en los que sí se comprueba «en tiempo real» la acción de la evolución: en los laboratorios donde investigamos la evolución in vitro de poblaciones de ARN y ADN, al cuantificar la rápida evolución de los virus y las bacterias en las especiesque están en plena transición (por ejemplo, con el proceso de especiación actualmente en curso en las salamandras de California), cuando la acción humana provoca cambios evolutivos muy rápidos (como el conocido caso del «melanismo industrial» de la mariposa de los abedules o Biston betularia), o al comprobar cómo Homo sapiens también sigue evolucionando (por ejemplo, con la propagación de la tolerancia a la lactosa en adultos entre los habitantes de las latitudes altas del planeta desde el comienzo del Neolítico).
Todo esto debería hacer reflexionar a los negacionistas de la evolución. También a los que se sienten más cómodos y protegidos pensando en un creador o un «diseñador inteligente» que está al mando de todo y ha puesto a los humanos como meta, objetivo o culminación de su plan. Cada uno podemos tener las creencias que estimemos oportunas, evidentemente, pero eso no va a influir en cómo funciona la naturaleza. Todas las evidencias muestran que los seres vivos (incluyendo nuestra especie) no responden a ningún tipo de diseño, que no hay tendencias ni teleología (es decir, propósito o finalidad) en la evolución, y que tanto el azar como la selección natural han resultado fundamentales durante la larga historia de la vida.
Precisamente, ese camino ramificado e impredecible es el que nos ha permitido llegar hasta aquí.
© 2024 JAVIER DE LUCAS