Caía la tarde aquel lejano Agosto. Y mientras tanto...

surgían los botones rojos en tu pecho: uno, dos, tres, cuatro.

Casi al mismo tiempo que el reloj de la iglesia, uniforme, lánguido, eterno, dejaba oir las campanadas, y tu mano trataba de atrapar la sangre, y tus ojos buscaban en la niebla, y tu vida se escapaba por cuatro senderos, así:

uno, dos, tres, cuatro.

Caminaste unos pasos hacia el frente, y yo supe que aún no comprendías lo que estaba pasando. Sé que tu mente hacía esfuerzos por entender aquello, pero tu razón se nublaba al Sol de aquella tarde, cuando el calor, espeso, blando, te envolvía y el sentido se te iba tras el polvo, tras la sangre, tras la tarde...

entonces tú abriste los brazos e iniciaste un trágico paso de baile, avanzando hacia mí con la muerte en los ojos, pintada en ellos entre el asombro, el miedo y el dolor. Tus manos dejaron de atrapar la sangre que teñía de rojo espeso el blanco vestido, y se alzaron hacia mí, ávidas y temblorosas, mientras todo tu cuerpo, toda tu mente, me gritaba "¡por qué!".

Llegaste a mi lado cuando la tarde se apagaba, cuando el calor era más blando, más seco, cuando a tu vida le faltaban instantes, cuando el mundo comenzó a girar bajo tus pies como un loco torbellino y el sentido se esfumaba tras del tiempo, con un lento, lentísimo avanzar.

Y aun así, aun casi muerta, desde el fondo de tus ojos volvió a gritar el asombro, volvió a pedir, a implorar un por qué, el que ahora era la razón de tu existencia.

Cuando te besé con todo mi orgullo, con toda mi fuerza, con todo mi amor, con toda mi locura y con toda mi desesperación, cuando te di mi vida en aquel beso, tú comprendiste. Me devolviste aquel beso con la poca vida que te quedaba...

después se te partió el alma en cuatro trozos que cayeron al suelo así:

uno, dos, tres, cuatro.

                                                                                                            © 1976 Javier de Lucas