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LA FÍSICA ha experimentado dos grandes revoluciones en el siglo XX: la revolución relativista de 1905 y la revolución cuántica de 1924. Ambos cataclismos científicos cambiaron, de manera radical, la imagen que el hombre se había hecho de la naturaleza. Espacio, tiempo, energía, y tantos otros elementos de las teorías físicas fueron vistos desde una nueva perspectiva. Por otro lado, con la mecánica cuántica, la idea de forma —y con ella, de una manera profunda, la simetría— entran en la descripción física del mundo natural. Al unir los postulados relativistas con los cuánticos, se obtienen dos grandes logros: la teoría cuántica de los campos y el reconocimiento del papel vital que juegan los principios de simetría.

Si unimos el principio de incertidumbre al de relatividad, la descripción de un fenómeno en apariencia tan simple y tan bien conocido como el de la atracción entre dos cargas eléctricas adquiere visos extraños, casi fantasmagóricos. Así surge el apantallamiento de la carga eléctrica, aun en el vacío.

Para la física clásica, la del siglo XIX, tal apantallamiento de la carga eléctrica era un fenómeno bien conocido. Se conoce como polarización del medio y ocurre cuando una carga se coloca dentro de un material, como un dieléctrico, que contiene tanto cargas positivas como negativas. El electrón que se ha introducido repele a las cargas negativas y atrae a las positivas, polarizando así al medio. El resultado de esta polarización es que, vista de lejos, la carga negativa del electrón parece más pequeña, se ve apantallada por las cargas positivas que tienden a rodearlo. Para sentir la verdadera carga del electrón, tendremos que acercarnos mucho a él, más allá de la pantalla. Hasta aquí la idea prevaleciente en la electrodinámica clásica.

Si seguimos la línea de pensamiento clásica, un electrón en el vacío no ha de sufrir los efectos del apantallamiento. El vacío clásico es un mar de tranquilidad, sin partículas, cargas o energía. Pero el principio de Heisenberg cambia radicalmente esta visión. A medida que inspeccionamos un sistema —el vacío, en el caso que nos ocupa— durante tiempos cada vez más cortos, alteramos su energía, tanto más cuanto menor sea ese tiempo de observación. Y si ahora agregamos las ideas relativistas, según las cuales masa y energía son la misma cosa, vemos que una fluctuación en energía puede manifestarse como masa: las partículas pueden llegar a materializarse de la nada durante tiempos cortos. El vacío (cuántico-relativista), pues, dista mucho de ser ese mar sereno que es el vacío clásico. En él se crean y se aniquilan partículas virtuales, que siempre vienen en parejas partícula-antipartícula para conservar la carga y otras cantidades. Esas fluctuaciones del vacío serían también polarizables por un electrón externo que se agregara al vacío, igual que se polarizó el medio dieléctrico que antes consideramos desde el punto de vista clásico. En consecuencia, el vacío se polariza y la carga de un electrón aislado se ve apantallada y decrece, en efecto, con la distancia. Esta es una conclusión ineludible si se unen las dos grandes revoluciones de la física contemporánea para crear la teoría del campo electromagnético: la electrodinámica cuántica. El apantallamiento de la carga eléctrica es una de tantas consecuencias de esta teoría que es la teoría física que mayores éxitos ha tenido en la historia de la ciencia.

Hablemos ahora de los principios de simetría y su papel preponderante en la física moderna. Todos tenemos una idea intuitiva de lo que es la simetría y la asociamos, muchas veces, con la belleza. Si reflejamos en un espejo el frontón de un templo clásico (y hacemos caso omiso del friso), en nada lo afectamos; si giramos una circunferencia, por cualquiera que sea el ángulo, nada permite que nos percatemos de la rotación. La simetría está asociada, pues, a la invariancia y a la conservación.

En la física relativista el espacio se ha convertido en el espaciotiempo y con la mecánica cuántica hace su advenimiento en la ciencia el concepto de forma. Al unir ambas teorías, se generan conceptos como el del espín y luego surgen, al estudiar las partículas elementales, la carga, el espín isotópico, la extrañeza y el color. No ha de asombrarnos entonces que la riqueza de las simetrías sea ahora mucho más amplia que aquella de la mera geometría espacial.

En efecto, de la simetría frente a traslaciones en el tiempo surge la conservación de la energía; podemos rotar ahora en el espacio y en el tiempo a la vez, girando en el espaciotiempo, y nuestras ecuaciones no han de alterarse; podemos también cambiar en el espacio de las cargas o el del espín isotópico y, muchas veces, todo permanecería igual, como casi idénticos resultan el protón y el neutrón. O podemos ir más allá, haciendo transformaciones en espacios cada vez más abstractos y alejados de nuestra intuición cotidiana. Ejemplo de esto último es la simetría SU(3), que llevó a Gell-Mann por la vía del octete al modelo primigenio de los cuarks.

Todas las simetrías que hemos mencionado tienen un carácter global: alguna de las características del sistema, cualquiera que ella sea, se altera por una cantidad que es la misma en todos los puntos del espaciotiempo. Desde el punto de vista matemático, la simetría surge cuando las soluciones de un conjunto de ecuaciones permanecen inalteradas, a pesar de que alguna de las características del sistema físico que esas ecuaciones describen se haya alterado. Cuando este cambio es el mismo en todos los puntos del espaciotiempo, se dice que la simetría es global.

Empero, también podríamos tener una simetría local. Imaginemos que, en cada punto del espaciotiempo, aquella característica del sistema que alteramos se cambia de manera diferente. Si la ley física que analizamos mantiene su validez, se dice que tiene simetría local. A primera vista, la simetría local es menos exigente que la global pero, en verdad, es más difícil de lograr. En particular, si hablamos de una teoría del campo y deseamos que ésta sea invariante frente a una transformación local, surge una interacción, aunque al inicio no la hayamos considerado. En otras palabras, la fuerza es algo nuevo y necesario en la teoría. Estas nuevas teorías de campo con simetría local —teorías de campo de norma— implican que las partículas y sus interacciones están íntimamente ligadas entre sí y que no pueden existir unas sin las otras.

Los campos de norma tienen una historia ya antigua. La primera teoría de campos de norma fue, de hecho, la electrodinámica clásica que Maxwell formuló a mediados del siglo XIX. En esta teoría clásica se supone que alrededor de una carga eléctrica estática se genera un campo eléctrico, o también un voltaje o potencial eléctrico; la diferencia de voltaje entre dos puntos cualesquiera del espacio proporciona el campo. Al mover las cargas se engendra un campo magnético, que también puede obtenerse de un potencial, llamado potencial magnético. El potencial eléctrico puede alterarse global o localmente. Si aumentamos el voltaje en la misma cantidad de voltios en todo un laboratorio, nadie se entera, pues el campo eléctrico no cambia. Pero si alteramos el voltaje localmente, los habitantes del laboratorio sí sentirán los cambios, a menos que también se altere, al mismo tiempo y en el mismo punto, el potencial magnético en la forma precisa que indica la teoría de Maxwell. Con ello imponemos a la electrodinámica clásica la llamada invariancia de norma. Como bien saben los físicos, imponer esta invariancia de norma conduce en la teoría clásica de Maxwell a las ondas electromagnéticas. En su versión cuántica, éstas son conjuntos de fotones, los portadores de la fuerza. Vemos aquí un ejemplo de lo antes dicho: para resarcir la simetría local es necesaria la aparición de fuerzas.

Otra teoría invariante de norma, también clásica, es la teoría general de la relatividad, donde la geometría del espaciotiempo es el campo. El nombre mismo de invariancia de norma fue acuñado por el gran matemático alemán Hermann Weyl, quien alrededor de 1920 buscaba unificar la gravitación y el electromagnetismo. Weyl quería que sus ecuaciones fueran invariantes frente a un cambio de escala en las longitudes y los tiempos, cambio que sería diferente para cada punto del espaciotiempo. Se usaría así un distinto "patrón" de medida en cada punto, una diferente "calibración" de distancias y tiempos; en fin, una "norma" que varía de punto a punto.

La historia moderna de los campos de norma se inicia en 1954 con el trabajo de Yang y Mills, trabajo al que hoy se da un gran reconocimiento. Yang y Mills consideraron una simetría local más complicada que la del electromagnetismo, pues estaban interesados en generar un modelo para las interacciones fuertes. Pensaron en las rotaciones en el espacio de espín isotópico, aquella propiedad cuántica que distingue entre protones y neutrones; y postularon que ante estas rotaciones, la fuerza nuclear es ciega. Puesto que las transformaciones locales de Yang y Mills son más complejas que las del electromagnetismo, sus resultados también lo son. A diferencia de la teoría electromagnética, donde a consecuencia de la invariancia local de norma surgen dos campos vectoriales, el eléctrico y el magnético, la teoría de Yang-Mills exige que se generen seis campos de fuerza, todos ellos vectoriales. Aunque dos de estos campos de fuerza no llevan, como en la electrodinámica, carga, los otros cuatro ¡están cargados! Esto último tiene consecuencias enormes. Los fotones o cuantos de estos campos estarían cargados, por lo cual podrían atraerse y quedar amarrados uno al otro: tendríamos algo así como un átomo de luz. Con fotones cargados, nuestro mundo sería tan diferente al que conocemos que sería difícil de imaginar. Desde luego, estos fotones cargados no existen en la naturaleza.

Desde un punto de vista matemático, por otro lado, para los campos de Yang-Mills el orden en que se apliquen las transformaciones locales de simetría es importante: el resultado final es diferente si una transformación dada precede a otra, o viceversa. Por ello, y copiando la nomenclatura de esa rama de las matemáticas que se conoce como teoría de los grupos, se dice que el campo de norma de Yang-Mills es un campo no-abeliano. La teoría general de la relatividad es también una teoría no-abeliana, pero la electrodinámica es abeliana, y por ello es una teoría más simple.

Hemos dicho que ahora se concede una importancia fundamental al trabajo de Yang y Mills. Esto es hoy, porque cuando fue presentada, hace más de treinta años, esa teoría no se apreció en todo lo que valía. Había una razón de fondo: la teoría de Yang-Mills en su forma original no es renormalizable. Por el contrario, está plagada de infinitos, como lo estuvo la electrodinámica cuántica hasta que los físicos encontraron las fluctuaciones del vacío y el correcto apantallamiento de las cargas eléctricas. Ahí se dieron cuenta de lo que realmente se mide en los experimentos con electrones; lo que en verdad se observa no es la masa o la carga de la partícula puntual que inicia el proceso, sino las propiedades de esta partícula apantallada, es decir, del electrón y sus acompañantes, esa nube de partículas virtuales que siempre lo rodean.

¿Cómo se enmendó la plana a la teoría de Yang y Mills para lograr una teoría renormalizable y, por tanto, útil? La historia es curiosa y bien podría dejar en la física moderna una nueva gran ilusión: los bosones de Higgs. Los portadores de la fuerza en la teoría original no tienen masa. Sin embargo, los físicos Robert Brout, de Bruselas, y Peter Higgs, escocés, idearon un mecanismo por el cual los bosones de Yang y Mills podrían adquirir masa y así convertir la teoría de norma no-abeliana en renormalizable. La nueva idea supone que el vacío está poblado por los bosones de Higgs, y que éstos literalmente son tragados por los portadores originales de la fuerza, que carecían de masa. Por ello se tornan masivos y los bosones de Higgs se convierten en fantasmas. Este mecanismo se conoce, en la teoría cuántica de los campos, como "rotura espontánea de la simetría" y se aplica en muchos campos de la física, en el estudio de los ferromagnetos o en el de los superconductores, por ejemplo. En todo caso, la moraleja que hoy se acepta de esta historia es muy interesante: parecería ser que las cuatro interacciones fundamentales que hemos encontrado en la naturaleza estarían regidas por teorías de campo de norma no-abelianas.

                           © 1997 Javier de Lucas