CEREBRO COMPLEJO II

 

LA CAJA OSCURA DEL CRANEO

Antes los científicos creían que el sistema visual del cerebro funcionaba de manera similar a una cámara fotográfica, detectando la información visual que hay «ahí fuera» en el mundo y construyendo en la mente una imagen similar a una fotografía. Hoy sabemos que no es así. Nuestra visión del mundo no es una fotografía: es una construcción del cerebro que resulta tan fluida y convincente que nos parece exacta. Pero a veces no lo es. Para entender por qué puede ser perfectamente normal ver un guerrillero adulto con un fusil cuando se mira a un niño de diez años con un bastón, consideremos la situación desde el punto de vista del cerebro.

Desde que nacemos hasta que exhalamos nuestro último aliento, nuestro cerebro está atrapado en una caja oscura y silenciosa llamada cráneo. Día tras día, recibe continuamente datos sensoriales del mundo exterior a través de los ojos, los oídos, la nariz y otros órganos. Esos datos no llegan en la forma de visiones, olores, sonidos y otras sensaciones significativas que la mayoría de nosotros experimentamos: lejos de ello, son solo un aluvión de ondas luminosas, sustancias químicas y cambios en la presión del aire sin un significado intrínseco.

Ante esos ambiguos fragmentos de datos sensoriales, nuestro cerebro tiene que determinar de algún modo qué debe hacer con ellos. La función más importante del cerebro es controlar nuestro cuerpo para mantenernos vivos. Así que nuestro cerebro ha de hallar la manera de dar sentido a la avalancha de datos sensoriales que recibe para que no nos caigamos escaleras abajo o nos convirtamos en la comida de algún depredador.

¿De qué modo descifra el cerebro los datos sensoriales para saber cómo proceder? Si utilizara solo la ambigua información que está presente de forma inmediata, nos encontraríamos nadando en un mar de incertidumbre, vacilando hasta descubrir cuál es la mejor respuesta. Por fortuna, nuestro cerebro dispone de una fuente adicional de información: la memoria. El cerebro puede recurrir a experiencias pasadas de nuestra vida; cosas que nos han sucedido personalmente y otras que hemos aprendido de amigos, maestros, libros, vídeos y otras fuentes. En un abrir y cerrar de ojos nuestro cerebro reconstruye fragmentos de experiencias pasadas a medida que sus neuronas transmiten información electroquímica de un lado a otro en una red compleja y constantemente cambiante. El cerebro ensambla esos fragmentos en forma de recuerdos para inferir el significado de los datos sensoriales y conjeturar qué hacer al respecto.

Nuestras experiencias pasadas no solo incluyen lo que ocurrió en un momento dado en el mundo que nos rodea, sino también lo que sucedió en el interior de nuestro cuerpo. ¿Nuestro corazón latía desbocado? ¿Respirábamos con dificultad? En un sentido figurado, diríamos que el cerebro se pregunta en todo momento: «La última vez que me encontré en una situación similar, cuando mi cuerpo se hallaba en un estado similar, ¿qué hice a continuación?». La respuesta no tiene por qué encajar perfectamente en la nueva situación: basta con que se aproxime lo suficiente para proporcionar a nuestro cerebro un plan de acción apropiado que nos ayude a sobrevivir e incluso a prosperar.

Eso explica de qué modo el cerebro planifica la próxima acción de nuestro cuerpo. Pero ¿cómo logra evocar experiencias de alta fidelidad —como los guerrilleros en el bosque— a partir de fragmentos de datos en bruto del mundo exterior? ¿Cómo crea una sensación de terror a partir de un corazón que late desbocado? Una vez más, el cerebro recrea el pasado a partir de la memoria preguntándose: «La última vez que me encontré en una situación similar, cuando mi cuerpo se hallaba en un estado similar y se disponía a emprender esta acción concreta, ¿qué vi a continuación? ¿Qué sentí a continuación?». La respuesta se convierte en nuestra experiencia. En otras palabras, el cerebro combina información del exterior y del interior de nuestra cabeza para producir todo lo que vemos, oímos, olemos, saboreamos y sentimos.

He aquí una demostración rápida de que nuestra memoria constituye un ingrediente clave de aquello que vemos.

¿Qué ve en estos dibujos?

Dentro de su cráneo, sin que usted sea consciente de ello, miles de millones de neuronas  tratan de dar sentido a esa líneas y manchas. Su cerebro busca a través de toda una vida de experiencias pasadas, formulando miles de conjeturas a la vez, sopesando probabilidades, tratando de responder a la pregunta: "¿A qué se parecen más esas longitudes de onda luminosas?" Y todo ello sucede en menos de un segundo.

Entonces, ¿qué ve? ¿Un montón de líneas negras y un par de manchas? Veamos qué sucede cuando le proporcionamos más información a su cerebro.

Observe de nuevo los dibujos. Ahora debería ver objetos familiares en lugar de líneas y manchas. Su cerebro está ensamblando recuerdos a partir de fragmentos de experiencias pasadas para trascender los datos visuales que tiene delante y darles sentido. En ese proceso, el cerebro está literalmente modificando la activación de sus neuronas. Ahora reconoce sin problema objetos que quizá no haya visto nunca. Las líneas y las manchas no han cambiado; es usted quien lo ha hecho.

El arte, en particular el arte abstracto, es posible porque el cerebro humano construye lo que experimenta. Cuando vemos una pintura cubista de Picasso e identificamos figuras humanas reconocibles, eso sucede únicamente porque tenemos recuerdos de figuras humanas que ayudan a nuestro cerebro a dar sentido a los elementos abstractos. El pintor Marcel Duchamp dijo una vez que, cuando un artista crea arte, en realidad hace solo el 50 por ciento del trabajo: el otro 50 por ciento está en el cerebro del observador (algunos artistas y filósofos denominan a esta segunda mitad «la parte del espectador»).

El cerebro construye activamente nuestras experiencias. Cada mañana al despertarnos experimentamos a nuestro alrededor un mundo lleno de sensaciones. Podemos sentir el tacto de las sábanas en la piel. Puede que hayamos oído un ruido que nos ha despertado, como el zumbido de una alarma, el canto de los pájaros o el ronquido de nuestra pareja. Quizá percibamos olor a café. Esas sensaciones parecen penetrar directamente en la cabeza como si los ojos, la nariz, la boca, los oídos y la piel fueran ventanas transparentes al mundo. Pero en realidad no percibimos el mundo con los órganos sensoriales: lo percibimos con el cerebro. Lo que vemos es una combinación de lo que hay ahí fuera en el mundo y lo que el cerebro construye. Lo que oímos es también una combinación de lo que hay fuera y lo que está en nuestro cerebro; y lo mismo con los otros sentidos.

EL CEREBRO CONSTRUYE LOS SENTIMIENTOS

De manera bastante similar, el cerebro también construye lo que sentimos en nuestro propio cuerpo. Los dolores, el nerviosismo y otras sensaciones internas son una combinación de lo que sucede en el cerebro y lo que realmente ocurre en los pulmones, el corazón, los intestinos, los músculos, etc. El cerebro también añade información de nuestras experiencias pasadas para conjeturar qué significan esas sensaciones. Por ejemplo, cuando una persona no ha dormido lo suficiente y se siente fatigada o con poca energía, puede sentir hambre (porque ha tenido hambre anteriormente cuando su nivel energético era bajo) y pensar que un tentempié rápido aumentará su energía, cuando en realidad simplemente está cansada debido a la falta de sueño.

La mayoría de las veces, cuando uno mira árboles, ve árboles. Pero casi con certeza el lector habrá tenido alguna experiencia en la que la información de dentro de su cabeza triunfa sobre los datos del mundo exterior. ¿Alguna vez ha visto el rostro de un amigo entre la multitud, pero al mirar de nuevo se ha dado cuenta de que se trataba de una persona distinta? ¿En alguna ocasión le ha parecido que el teléfono móvil vibraba en su bolsillo cuando en realidad no lo hacía? ¿Alguna vez ha escuchado una canción sonando repetidamente en su cabeza sin poder deshacerse de ella? A los neurocientíficos les gusta decir que nuestra experiencia diaria es una alucinación cuidadosamente controlada, limitada por el mundo exterior y por nuestro propio cuerpo, pero finalmente construida por nuestro cerebro. No es la clase de alucinación que te lleva al psiquiatra; es un tipo de alucinación cotidiana que crea todas nuestras experiencias y guía todas nuestras acciones. Es la forma normal como el cerebro da sentido a los datos sensoriales, y casi nunca somos conscientes de que está sucediendo tal cosa.

Esta descripción desafía el sentido común, pero aún hay más. Todo este proceso constructivo se produce de manera predictiva. Hoy los científicos están bastante seguros de que en realidad nuestro cerebro empieza a percibir los cambios que se producen de un instante a otro en el mundo que nos rodea antes de que esas ondas de luz, sustancias químicas y demás datos sensoriales lleguen a él. Lo mismo ocurre con los cambios que se producen de un instante a otro dentro de nuestro cuerpo: el cerebro empieza a percibirlos antes de recibir los datos relevantes procedentes de los órganos, hormonas y diversos sistemas corporales. Nosotros no experimentamos nuestros sentidos de ese modo, pero así es como nuestro cerebro navega por el mundo y controla nuestro cuerpo.

Piense en la última vez que tuvo sed y se bebió un vaso de agua. Unos segundos después de apurar las últimas gotas probablemente sintió menos sed. Este hecho puede parecer normal, pero en realidad el agua tarda unos veinte minutos en llegar al torrente sanguíneo; por lo tanto, no puede calmar la sed en unos segundos. Entonces, ¿qué alivió su sed? Fue la predicción. Mientras el cerebro planifica y ejecuta las acciones que nos permiten beber y tragar, anticipa simultáneamente las consecuencias sensoriales de ingerir agua, lo que se traduce en que sintamos menos sed mucho antes de que el agua tenga un efecto directo en la sangre.

Las predicciones transforman destellos de luz en los objetos que vemos. Convierten los cambios en la presión del aire en sonidos reconocibles, y los rastros de sustancias químicas en olores y sabores. Las predicciones nos permiten leer los dibujos que hay en este artículo e interpretarlos como letras, palabras e ideas. También son la razón por la que nos sentimos insatisfechos cuando una frase está incompleta. Los científicos tienen indicios desde hace más de un siglo de que los cerebros predicen la actividad de nuestros órganos, aunque no hemos podido descifrar esos indicios hasta hace poco.

Imagine mentalmente su alimento favorito (en mi caso es un trocito de chocolate, obviamente). Imagine su olor, su sabor y su textura en la boca. ¿Ya está salivando? Yo sí estoy salivando mientras escribo esto, y sin necesidad de metrónomo. Si los neurocientíficos escanearan mi cerebro en este momento, verían una mayor actividad en las regiones que son importantes para los sentidos del gusto y el olfato, así como en las que controlan la salivación. Si esta demostración le ha hecho oler o saborear su alimento favorito, o se le ha hecho la boca agua aunque fuera solo un poco, eso significa que ha modificado la activación de sus propias neuronas exactamente de la misma manera que lo hacen las predicciones automáticas.

En un sentido muy real, las predicciones constituyen únicamente una conversación del cerebro consigo mismo. Un puñado de neuronas formulan su mejor conjetura sobre lo que sucederá en el futuro inmediato basándose en cualquier combinación de pasado y presente que nuestro cerebro esté invocando en ese momento. Luego esas neuronas anuncian su conjetura a las neuronas de otras regiones cerebrales, modificando su activación. Mientras tanto, los datos sensoriales procedentes del mundo exterior y de nuestro propio cuerpo se añaden a la conversación, confirmando (o no) la predicción que experimentaremos como nuestra realidad.

En la práctica, el proceso predictivo de nuestro cerebro no resulta tan lineal. Por regla general, el cerebro tiene varias formas de lidiar con una situación determinada y crea una serie de predicciones y estimaciones de probabilidades para cada una de ellas. ¿Ese susurro en el bosque se debe al viento, a un animal, a un combatiente enemigo o a un pastor? ¿Esa forma alargada y marrón es una rama, un bastón o un fusil? En última instancia, en cada momento hay una predicción que se impone sobre todas las demás. A menudo es la predicción que más se corresponde con los datos sensoriales entrantes, pero no siempre. En cualquier caso, la predicción ganadora se convierte en nuestra acción y nuestra experiencia sensorial.

Así pues, nuestro cerebro hace predicciones y las compara con los datos sensoriales que provienen del mundo exterior y de nuestro propio cuerpo. Si el cerebro ha predicho acertadamente, sus neuronas se activan ya en un patrón que coincide con los datos sensoriales entrantes. Eso significa que los datos sensoriales en sí mismos no tienen utilidad alguna más allá de confirmar las predicciones del cerebro. Lo que vemos, oímos, olemos y saboreamos del mundo exterior y sentimos en nuestro cuerpo en ese momento está completamente construido en nuestra cabeza. Mediante la predicción, nuestro cerebro nos ha preparado de manera eficiente para actuar.

El cableado cerebral no está diseñado para ser un mecanismo de precisión; está diseñado para mantenernos vivos. Cuando nuestra predicción cerebral es correcta, crea nuestra realidad. Cuando falla, aun así crea nuestra realidad y, con suerte, aprende de sus errores. Ahora voy a darle el golpe de gracia definitivo al sentido común: resulta que toda esta predicción se produce al revés de como la experimentamos. Usted y yo tenemos la impresión de que primero percibimos y después actuamos: ves a un enemigo y luego levantas tu fusil. Pero en nuestro cerebro la percepción sucede de hecho en segundo lugar. El cableado cerebral está diseñado ante todo para prepararse para la acción, por ejemplo, colocando el dedo índice en el gatillo y haciendo cambios en el presupuesto corporal para sustentar ese movimiento. También está diseñado para enviar esas predicciones a nuestros sistemas sensoriales, que predicen el tacto del frío acero en la yema del dedo y la aceleración de los latidos del corazón. En el caso del soldado, su cerebro escuchó el susurro de las hojas, echó mano del arma y se decantó por ver enemigos que en realidad no estaban allí.

EL CEREBRO Y EL LIBRE ALBEDRIO

En efecto, el cerebro está programado para iniciar nuestras acciones antes de que seamos conscientes de ellas. Eso no parece nada del otro mundo. Al fin y al cabo, en la vida cotidiana hacemos muchas cosas por decisión propia, ¿no? Al menos eso es lo que parece. Por ejemplo, el lector decidió pinchar el enlace y leer este artículo. Pero el cerebro es un órgano predictivo. Desencadena nuestro próximo conjunto de acciones basándose en nuestra experiencia pasada y nuestra situación actual, y lo hace sin que seamos conscientes de ello. En otras palabras: nuestras acciones están controladas por nuestra memoria y nuestro entorno. ¿Significa eso que carecemos de libre albedrío? ¿Quién es el responsable de dichas acciones?

Los filósofos y otros eruditos han debatido sobre la existencia del libre albedrío prácticamente desde la invención de la filosofía. No es probable que resolvamos ese debate aquí. Sin embargo, sí podemos poner de manifiesto una pieza del rompecabezas que a menudo se ignora. Piense en la última vez que actuó en modo piloto automático. Quizá se mordió las uñas. Tal vez la conexión entre su cerebro y su boca estaba demasiado suelta y le murmuró algo poco acertado a una amiga. Quizá apartó por un momento la vista de una película interesante y descubrió que se había tragado una bolsa gigante de palomitas. En esos momentos, su cerebro empleó su capacidad de predicción para desencadenar sus acciones y usted no tuvo la menor sensación de intervenir. ¿Podría haber ejercido más control y cambiar su comportamiento en ese momento? Quizá, pero habría sido difícil. ¿Fue usted responsable de esas acciones? Más de lo que cree.

Las predicciones que desencadenan nuestras acciones no surgen de la nada. Si no se hubiera mordido las uñas de niño, probablemente tampoco lo habría hecho ahora. Si no hubiera aprendido las desagradables palabras que le dijo a su amiga en algún momento anterior, no podría habérselas dicho ahora. Si nunca se hubiera aficionado a las palomitas... El cerebro predice y prepara nuestras acciones utilizando las experiencias pasadas. Si pudiéramos retroceder mágicamente en el tiempo y cambiar nuestro pasado, hoy nuestro cerebro predeciría de diferente manera, y como resultado podríamos actuar de manera distinta y experimentar el mundo de manera diversa.

Es imposible cambiar el pasado, pero en el presente, con un poco de esfuerzo, podemos cambiar la forma en que nuestro cerebro predecirá el futuro. Podemos dedicar un poco de tiempo y energía a aprender nuevas ideas; podemos seleccionar nuevas experiencias; podemos probar nuevas actividades. Todo lo que aprendamos hoy predispone al cerebro a predecir de manera distinta mañana. He aquí un ejemplo. Todos hemos experimentado cierto nerviosismo antes de un examen, pero para algunas personas esa ansiedad resulta paralizante. Basándose en sus experiencias pasadas de realización de exámenes, sus cerebros predicen y desencadenan un latido cardíaco tan fuerte y un sudor tan intenso en las manos que les impiden realizar la prueba. Si eso se repite con la suficiente frecuencia, acaban suspendiendo los cursos o incluso abandonando los estudios. Pero la cuestión es esta: un fuerte latido cardíaco no significa necesariamente ansiedad. Diversas investigaciones revelan que los estudiantes pueden aprender a experimentar sus sensaciones físicas no como ansiedad, sino como una vigorosa determinación, y cuando lo hacen obtienen mejores resultados en los exámenes. Esa determinación predispone a sus cerebros a predecir de manera distinta en el futuro, de modo que puedan controlar su nerviosismo.

CEREBRO Y POLARIZACION

Hoy en día muchos de nosotros tenemos la sensación de vivir en un mundo extremadamente polarizado, donde las personas con opiniones opuestas ni siquiera son capaces de tratarse con cortesía. Si quiere que las cosas cambien, le propongo un reto. Elija un tema político controvertido que le interese mucho, por ejemplo, la política y los políticos, el aborto, las armas, la religión, la policía, el cambio climático, o quizá un problema local que considere importante. Dedique cinco minutos al día a considerar deliberadamente el problema desde la perspectiva de las personas que discrepan de usted sobre ese tema, no para mantener una discusión con ellas en su cabeza, sino para entender cómo alguien con una inteligencia comparable a la suya puede creer lo contrario de lo que usted cree.

No le estoy pidiendo que cambie de opinión. Ni tampoco digo que el reto sea fácil. Requiere un «reintegro» de nuestro presupuesto corporal, y puede parecer bastante desagradable o incluso inútil. Pero cuando uno intenta encarnar el punto de vista de otra persona, cuando lo intenta de verdad, puede cambiar sus predicciones futuras sobre quienes sostienen esos puntos de vista distintos. Si podemos decir honestamente: «Estoy en absoluto desacuerdo con esas personas, pero puedo entender por qué creen lo que creen», estaremos un poco más cerca de lograr un mundo menos polarizado. No estamos hablando aquí de pseudociencia progresista mágica, sino de una estrategia derivada de datos científicos esenciales sobre el funcionamiento de nuestro cerebro predictivo.

Todo aquel que en un momento u otro ha aprendido una nueva habilidad, ya sea conducir un coche o atarse los zapatos, sabe que, con la práctica suficiente, lo que hoy requiere un esfuerzo mañana lo realizará de forma automática. Ello ocurre porque nuestro cerebro se ha ajustado y podado para hacer diferentes predicciones que desencadenan distintas acciones. Como consecuencia, nos experimentamos a nosotros mismos y el mundo que nos rodea de maneras diversas. Esa es una forma de libre albedrío, o al menos algo que probablemente pueda calificarse como tal. Podemos elegir a qué nos exponemos.

Lo que pretendo resaltar aquí es que, por más que en un momento de exaltación no seamos capaces de modificar nuestra conducta, hay muchas posibilidades de que podamos cambiar nuestras predicciones antes de que ese momento llegue. Con la práctica, podemos hacer que algunas conductas automáticas sean más probables que otras, y ejercer más control sobre nuestras acciones y experiencias futuras del que podemos llegar a imaginar. Esta idea me parece esperanzadora, aunque, este control adicional tiene una contrapartida. Más control significa también más responsabilidad. Si nuestro cerebro no se limita a reaccionar ante el mundo exterior, sino que de hecho lo predice activamente, e incluso forja su propio cableado, ¿quién tiene la responsabilidad cuando actuamos mal?7 Sin duda, nosotros mismos.

Ahora bien, cuando hablo de responsabilidad, no estoy diciendo que la gente tenga la culpa de las tragedias que acontecen en sus vidas o de las dificultades que experimentan como resultado. No podemos elegir todo aquello a lo que nos vemos expuestos. Tampoco estoy diciendo que las personas con depresión, ansiedad u otros trastornos graves tengan la culpa de su sufrimiento. Lo que digo es algo completamente distinto: a veces somos responsables de las cosas, no porque sean culpa nuestra, sino porque somos los únicos que podemos cambiarlas. De pequeños, nuestros padres gestionaron el entorno que forjó el cableado de nuestro cerebro. Crearon nuestro nicho. Nosotros no elegimos ese nicho, ya que no éramos más que unos bebés. Por lo tanto, no somos responsables de aquel cableado inicial. Si luego crecimos rodeados de personas que, pongamos por caso, eran muy similares entre sí, usaban el mismo tipo de ropa, coincidían en ciertas creencias, practicaban la misma religión o tenían una gama limitada de tonos de piel o formas corporales, esas similitudes ajustaron y podaron nuestro cerebro en desarrollo para predecir cómo son las personas; a nuestro cerebro en desarrollo se le trazó una determinada trayectoria en ese aspecto.

Pero las cosas cambian cuando crecemos. Entonces podemos frecuentar toda clase de personas; podemos cuestionar las creencias que nos rodearon de niños; podemos cambiar nuestro propio nicho. Nuestras acciones actuales se convierten en las futuras predicciones del cerebro, y esas predicciones guían automáticamente las acciones venideras. En consecuencia, gozamos de una cierta libertad para perfeccionar nuestras predicciones orientándolas en nuevos sentidos, y al mismo tiempo tenemos una cierta responsabilidad por los resultados que obtenemos. No todo el mundo tiene multitud de opciones con respecto a qué puede perfeccionar o no, pero todos tenemos alguna opción.

Como dueños de un cerebro predictivo, tenemos más control sobre nuestras acciones y experiencias del que podríamos creer, y más responsabilidad de la que podríamos desear. Pero si aceptamos esa responsabilidad, pensemos en las posibilidades que entraña. ¿Cómo sería nuestra vida? ¿En qué tipo de persona nos convertiríamos?

                    CONTINUARÁ

                                                                                 ©  2023  JAVIER DE LUCAS