CIENCIA Y POLITICA

 

La predicción del futuro es un negocio no exento de riesgos. Hacia finales del siglo XIX, Western Union rechazó el teléfono calificándolo de inútil, y lord Kelvin afirmaba que era imposible que las máquinas más pesadas que el aire volasen. Su errónea prudencia fue, sin embargo, superada por el presidente de IBM, que en 1943 declaró que preveía un mercado mundial para cinco ordenadores. Los profetas tecnológicos, por otra parte, han sido a menudo excesivamente optimistas acerca de las posibilidades abiertas por los nuevos inventos. Cuando el poeta Percy Bysshe Shelley era estudiante en la Universidad de Oxford, se entusiasmó con la electricidad, pronosticando que serviría para dar calor a los pobres en invierno, mientras que un ejército de globos se deslizaría silenciosamente sobre África para elaborar mapas y aniquilar de una vez por todas el esclavismo. Como muchos otros visionarios utópicos, Shelley no era aún consciente de que no basta con que algo sea técnicamente factible, sino que también es esencial la motivación política.

La mejora del futuro ha sido uno de los ideales científicos durante los últimos trescientos años. El progreso se convirtió en un factor fundamental durante la Ilustración, cuando los reformistas declaraban que la mejor forma de avanzar era dando facilidades a la Ciencia. Desde aquel momento, los entusiastas científicos han asegurado una y otra vez que la inversión en investigación aumentaría la riqueza de los países y ayudaría a sus ciudadanos a vivir mejor. Y no les faltaba razón; de hecho, quizá incluso subestimaron la capacidad de la Ciencia para transformar la sociedad y dominar el mundo. Aunque no es posible conocer el futuro, sí es posible pronosticar numerosas mejoras con cierta fiabilidad: la aparición de nuevos medicamentos, una Internet más versátil, la mejora de las técnicas genéticas o la reducción aún mayor del precio de los ordenadores, que serán también más pequeños y más omnipresentes. Las personas que viven en determinados lugares disfrutan de vidas más largas y cómodas, y esta tendencia seguirá.

Pero, en algunos lugares del mundo, las condiciones se han deteriorado. Los futurólogos predicen que el propio impulso de la tecnología la hará progresar cada vez más. Así mismo, parece que algunas tendencias negativas han sobrepasado el punto de no retorno. Los recursos naturales serán cada vez más escasos, las enfermedades infecciosas proliferarán y la superpoblación en los barrios bajos urbanos crecerá aún más. El resultado neto aparente de la innovación científica ha sido la ampliación de la división entre ricos y pobres, no su reducción. En estos tiempos en los que la investigación científica está tan ligada a los intereses políticos, la forma de enfrentarse a estas diferencias se ha convertido en una cuestión global en la que participan los ciudadanos de todo el mundo.

Una y otra vez, los tecnófilos han predicho que alguna nueva invención cambiaría la conducta humana y revolucionaría la sociedad. Durante los últimos doscientos años, el mundo se ha reducido cada vez más, a medida que la aparición de barcos y trenes, luego teléfonos y radios y actualmente Internet, han facilitado las comunicaciones entre las personas. Y sin embargo, a pesar de las esperanzas de que un contacto más sencillo supondría una mayor comprensión, la paz mundial no está más próxima. La ruta tecnológica opuesta hacia la armonía global —armas cada vez más potentes para obligar a los enemigos a someterse— ha demostrado igualmente su ineficacia. Otra de las ventajas sociales que se suelen esgrimir como una de las consecuencias de las innovaciones técnicas es la igualdad. Según esta argumentación, los nuevos inventos liberan a los grupos oprimidos. En diversas ocasiones, los optimistas tecnológicos predijeron que los obreros textiles se beneficiarían de la automatización de las fábricas, que las mujeres lograrían su emancipación con las lavadoras y las aspiradoras, y que la discriminación racial desaparecería en la era de los ordenadores. Siempre en vano.

Una de las formas de predecir el futuro es representar gráficamente el número de inventos que aparecen cada año y extrapolar en el tiempo. Sin embargo, centrarse únicamente en las fechas puede ser una forma equívoca de seguir el progreso tecnológico. Otra posibilidad es considerar cuántas personas utilizan las distintas tecnologías: la aceptación puede revelar más información que la novedad. Mirando al pasado, parece claro que ni siquiera los inventos de más éxito han eliminado a los más antiguos, muchos de los cuales han permanecido e incluso han ganado en presencia. La población de caballos siguió creciendo mucho tiempo después de la producción en masa de coches, porque los animales se necesitaban para impulsar los equipos agrícolas. Aunque las bombas, los gases venenosos y otras destacadas innovaciones militares del siglo XX se han hecho muy populares, las armas de fuego personales siguen ocupando la primera posición en cuanto a eficacia —es decir, número de muertos—. Actualmente, a diferencia de lo que ocurría hace tres décadas, se fabrican cada año el doble de bicicletas que de automóviles.

Durante el siglo XX, los gobiernos alentaron cada vez más a sus ciudadanos a que depositaran sus esperanzas en la Ciencia y la tecnología. Pero, cuando esta llegó, el futuro no siempre respondía a las expectativas. El DDT incrementó en gran medida la producción agrícola, pero destruyó la campiña; los reactores nucleares ahorraban carbón, pero los accidentes liberaban radiación; Internet prometía un acceso democrático, pero hizo prosperar la pornografía. En medicina, el invento más elogiado fue la penicilina, que en la segunda guerra mundial salvó la vida de numerosos soldados heridos. Cincuenta años más tarde, los hospitales estaban llenos de bacterias resistentes y se fabricaban antibióticos para usar como aditivos para fomentar el crecimiento del ganado.

Sin embargo, los indudables éxitos de la Ciencia la convierten en el agente más plausible para crear un futuro mejor. Tras la segunda guerra mundial, cuando las naciones industrializadas se unieron para solucionar el problema de la pobreza en el mundo, recomendaron la Ciencia como cura evidente, y pusieron en marcha planes de desarrollo para llevar a las zonas más empobrecidas del mundo un nivel tecnológico similar al suyo propio. Estos proyectos, aunque en muchos sentidos supusieron un gran éxito, no eran tan desinteresados como pueda parecer, sino que estaban impregnados de intereses políticos. Mediante la distribución de sus competencias industriales por todo el mundo, las naciones ricas consolidaron su poder. La propagación de la Ciencia reforzaba la supremacía, así que los programas de desarrollo filantrópicos eran también una forma disfrazada de imperialismo.

La política científica se globalizó durante la guerra fría, cuando un nuevo participante apareció en la escena internacional: el Tercer Mundo, un término inventado en 1952. Al tiempo que el bloque occidental de Norteamérica y Europa se enfrentaba contra el Este, dominado por la Unión Soviética, otro conflicto se desarrollaba entre el «Norte» y el «Sur». Esas comillas indican, en resumen, que el mundo puede dividirse en dos: las potencias ricas e industrializadas (originalmente en la Europa noroccidental, pero que ahora incluyen también Australia) competían por la lealtad de las naciones pobres del Tercer Mundo, muchas de las cuales (aunque no todas) se hallan en el hemisferio austral. La ayuda tecnológica era uno de los principales bienes que se podía ofrecer para comprar esa lealtad. En estas asimétricas interacciones «Norte-Sur», la ayuda científica tenía un precio político. Aunque no era tan visible durante la guerra fría, las relaciones «Norte-Sur» eran en muchos sentidos tan transcendentales como las hostilidades Este-Oeste.

La riqueza del «Norte» garantizaba el dominio del estilo científico y tecnológico de entender el mundo que tanto éxito había tenido en las naciones industrializadas. Este engañoso cienciacentrismo organiza el mundo entero a su propia imagen. El problema no es que haga caso omiso de otras formas de pensar, sino que imposibilita pensar de otra forma. De forma más general, pone de manifiesto la arrogancia que subyace no solo en la geografía terrestre, sino también en los puntos de vista del Norte sobre el conocimiento y las creencias en general.

El mismo concepto de desarrollo implica, no solo que la Ciencia y la tecnología modernas son intrínsecamente superiores, sino también que el «Norte» tiene la razón. Con estos errores intrínsecos, las estrategias de desarrollo para mejorar el futuro han sido incapaces de terminar con las desigualdades científicas. La distribución de aparatos de alta tecnología en países del Tercer Mundo mejoraba la imagen de los donantes poderosos, pero no era necesariamente la mejor solución contra la pobreza. La aceptación de estos regalos llevaba implícita una subordinación política, e imponía la modernidad a personas que no necesariamente la querían. Por ejemplo, Colombia y Paraguay acordaron recibir un reactor nuclear norteamericano, no porque lo necesitasen para generar energía o para detonar una bomba, sino por el deseo de mostrar su lealtad política. En lugar de desarrollarse, muchas de las naciones pobres pasaron incluso de la pobreza a la indigencia durante la segunda mitad del siglo XX.

Los proyectos de desarrollo empujaban a los países del Tercer Mundo a un estado de dependencia científica en el que se veían obligados a apoyarse en equipamientos producidos por las naciones industrializadas del «Norte». Se les negó la posibilidad de llegar a la igualdad científica, porque los únicos proyectos de investigación que se establecían en los países más pobres se dedicaban a aplicaciones tecnológicas con beneficios sociales inmediatos. Por generosas que fuesen las donaciones, se dedicaban a aliviar la pobreza, no a crear países que pudiesen ser rivales en la investigación. Las investigaciones abstractas, la punta de lanza de la Ciencia, siguieron siendo privilegio de los países ricos, que se oponían a desviar fondos a instituciones que no fuesen las suyas propias. Los proyectos educativos animaban a los niños de las naciones más pobres a estudiar Ciencias, pero si pretendían seguir una carrera como científicos profesionales, se veían forzados a emigrar. La investigación científica se convirtió en un artículo de lujo que el Tercer Mundo no se podía permitir.

Los programas de desarrollo científico estaban pensados para ayudar al Tercer Mundo a ponerse a la altura del «Norte» industrializado. Sin embargo, las naciones del mundo no se unieron cada vez más, sino que divergieron, como especies en evolución condenadas a un irrevocable alejamiento. Las naciones más pobres no eran simples destinatarios pasivos de los métodos y los equipos del «Norte», sino que adaptaron lo que se les daba para seguir sus propios caminos tecnológicos hacia el futuro. En lugar de importar coches o motocicletas modernas, las personas idearon sus propios medios de transporte adaptados a las condiciones locales: ciclorickshaws en India y Singapur, barcas impulsadas por bombas de irrigación en Bangladesh. Las inmensas barriadas de chabolas de África y Asia pueden parecer imposibles de habitar cuando se miran desde fuera, pero se las arreglan para funcionar gracias a los inventores locales que producen nuevas versiones de materiales existentes, como el hierro corrugado, que ya apenas se usa en las naciones del «Norte», y el cemento de asbestos, prohibido en otros lugares por razones de seguridad.

Las decisiones sobre Ciencia y tecnología llevaban implícita una pesada carga política. En muchos países, los fabricantes conservaron herramientas hechas a mano que precisaban de mucha mano de obra —máquinas de coser, por ejemplo— en lugar de construir costosas fábricas dependientes de equipos automáticos importados. El poder tecnológico y el político van de la mano. Mahatma Gandhi tenía la esperanza de que la producción por las masas se impusiese a la producción en masa; en la bandera de la India se puede ver una rueca de hilar, que simboliza la independencia de la industrializada Gran Bretaña. Hacia finales del siglo XX, este apoyo de la actividad individual permitió que los programadores de ordenadores hindúes se impusiesen a sus homólogos norteamericanos por su menor precio, y esta mano de obra especializada hizo emerger a la India como fuerza política internacional a la que se debía tener en cuenta.

El más ambicioso de los proyectos de desarrollo científico fue la denominada «Revolución Verde». A mediados de la década de 1960, los gobiernos y las organizaciones internacionales decidieron enfrentarse a la pobreza en el mundo mediante la transformación de la agricultura global. Con el objetivo de eliminar el hambre y aumentar la producción de comida en las zonas más pobladas, empezaron a sustituir los métodos tradicionales por las últimas técnicas científicas. Estos filántropos económicos prometían que, con la adopción de una agricultura basada en la Ciencia, las naciones del Tercer Mundo podrían sostenerse a sí mismas o incluso obtener beneficios económicos con la exportación de frutas y verduras tropicales a los países del «Norte». Aparte de introducir fertilizantes químicos y sistemas industriales de irrigación, al cabo de unos años los científicos estaban propagando el uso de semillas modificadas genéticamente por los nuevos especialistas en biotecnología.

En principio, «ingeniería genética» suena como una contradicción de términos, porque unía dos disciplinas que anteriormente se habían situado en extremos opuestos de un espectro que iba de las Ciencias duras, masculinas, a las blandas, femeninas. Los biólogos se asociaron con los ingenieros con la adopción de términos como cortar y empalmar para describir los métodos que usaban para la exploración y manipulación de los grupos químicos del ADN. La modificación genética no era una novedad en sí misma. Los granjeros y los criadores de palomas utilizan la cría selectiva para modificar el ganado y los pájaros para llevar a cabo tareas concretas. En cambio, los nuevos biotecnólogos alteran los genes desde el interior. E, igual que los empresarios de las fábricas, crean compañías para comercializar sus productos derivados del mundo natural.

Al principio, las soluciones científicas para acabar con la pobreza parecían funcionar de primera. En 1980, India ya era autosuficiente en trigo y arroz, mientras que otras regiones del mundo obtenían cosechas récord. La Ciencia parecía responder a su reputación de proporcionar recetas milagrosas para garantizar la prosperidad. Sin embargo, la Revolución Verde ya estaba recibiendo serios ataques de críticos decepcionados con ella. Muchos escépticos advirtieron sobre los destrozos ambientales causados por esta transferencia sin precedentes de especies vegetales de un lugar del mundo a otro y sus innumerables e imprevistas consecuencias. Los efectos nocivos de las potentes sustancias químicas introducidas para mejorar el árido suelo o enfrentarse con las plagas tropicales se transmitían a lo largo de las cadenas tróficas. Los proyectos de desviación de recursos hídricos alteraban los sistemas de drenaje existentes, de modo que, aunque algunas zonas se beneficiaban de grandes cosechas, otras padecían sequías.

La modificación genética recibió ataques especialmente virulentos. En el lado positivo, las plantas especialmente creadas para enfrentarse a las condiciones locales convertían grandes extensiones de tierra yerma en fértiles campos de alto rendimiento. Sin embargo, sucedió algo que no estaba previsto: la supervivencia de estas plantas adaptadas artificialmente llevaba asociada la desaparición de otras especies. Los oponentes destacaban la posibilidad de escenarios de pesadilla. Si las plantas cultivadas se diseñan a medida para evitar las plagas, los cruces podrían conducir a la creación de malas hierbas resistentes, capaces de proliferar sin posibilidad de control. U otra nefasta posibilidad: si una super planta sustituye a millares de variedades distintas, se corre el riesgo de que un super depredador aparezca en el futuro y la aniquile por completo. En Europa y en Estados Unidos, los productos genéticamente modificados (GM) fueron denunciados como «Frankenfood» («comida Frankenstein»).

Además, la Revolución Verde tuvo consecuencias sociales negativas, porque su misma esencia llevaba incorporadas estructuras de poder político. En lugar de importar comida, las naciones pobres compraban ahora costosas sustancias químicas, semillas y los servicios de personal especializado necesarios para mantener su nuevo estilo de agricultura. Mientras que los beneficios de los grandes propietarios con contactos ricos se dispararon, los pequeños granjeros quedaron desposeídos de sus negocios y tuvieron que emigrar a los ya superpoblados barrios bajos de las ciudades. Los organismos GM se producían en remotos laboratorios de investigación y se enviaban hacia el «Sur», de los países ricos a los pobres. Los beneficios financieros, en cambio, fluían en la dirección opuesta: los genes manipulados tenían su origen en plantas locales y eran transportados hacia el «Norte» para aumentar los beneficios y el prestigio de las empresas de biotecnología.

El desarrollo implica ayudar a los países pobres a adquirir por la vía rápida una igualdad financiera y científica con sus privilegiados colaboradores ricos. Sin embargo, igual que sucedía con la tecnología industrial pesada, la Revolución Verde tuvo como consecuencia cambios irreversibles que aumentaron aún más las divergencias. En todo el mundo, la investigación científica se dedicaba a modernizar las técnicas agrícolas, pero su eficiencia aumentó mucho más y mucho antes en los países ricos, en los que los gobiernos podían permitirse el lujo de proteger a sus productores contra las importaciones baratas. Los más idealistas de entre los reformistas habían imaginado un futuro de color de rosa en el que los países pobres alimentarían al «Norte» industrializado, pero en realidad estaba sucediendo lo contrario. Por ejemplo, Estados Unidos empezó a vender trigo a la Unión Soviética y a exportar algodón en bruto a China, en donde fábricas recién establecidas lo procesaban para convertirlo en ropa para los americanos ricos.

Encontrar defectos en la Ciencia es relativamente fácil; lo complicado es decidir cómo mejorar su impacto. Los reaccionarios siempre se han quejado de la decadencia de los estándares y han hecho hincapié en que el futuro solo puede empeorar. Los tecnófobos románticos arremeten contra la innovación y ansían volver a un pasado ideal imaginario, afirmando que la Ciencia ha generado nuevos medios de destrucción, no solo mediante poderosas bombas, sino también al convertirse en un arma política por derecho propio. Sentados ante sus procesadores de texto en la comodidad de sus hogares con calefacción central, utilizan su visión selectiva para hacer caso omiso de las innumerables formas en las que la investigación científica ha dado como resultado beneficios imposibles de poner en duda.

El problema no es que la tecnología sea mala en sí, sino que puede convertirse con demasiada facilidad en una herramienta de dominio y coacción. Abundan las predicciones acerca de las maravillas tecnológicas que nos esperan en este siglo XXI, como los nanotranspondedores (implantes cerebrales miniaturizados diseñados para conectar a los seres humanos a redes electrónicas mundiales), los genes artificiales y las células de combustible (minúsculas baterías perpetuas basadas en interacciones químicas). Al mismo tiempo, los ecologistas lanzan dramáticas advertencias, afirmando que la raza humana se extinguirá a causa de la polución que genera, a menos que se tomen medidas drástica y urgentes para impedir un mayor calentamiento global. El estudio del pasado indica claramente que la elección de un camino hacia el futuro no depende únicamente de que las ecuaciones científicas sean correctas, sino de que también lo sean las decisiones políticas.

 

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