Cuando en 1980 Michael Cimino dirigió La puerta del cielo (Heaven's gate, 1980), hacía siete años que John Ford había muerto –su último film, Siete mujeres (Seven Women), había sido rodado en 1966–, doce de la muerte de Anthony Mann –que dejó la obra póstuma Sentencia para un dandy (A Dandy in the Aspic)–, cinco de la muerte de William A. Wellman –que tras varios films fallidos terminó su carrera prematuramente en 1958 con Los jóvenes invasores (Darby's Rangers)–, tres de la muerte de Howard Hawks –que cerraría su magnífica obra con su western menos bueno, Río Lobo en 1970–, un año antes de la muerte de Nicholas Ray –cuyo testimonio fue la estremecedora Relámpago sobre agua (Lightinin Over Water) codirigida por Wim Wenders– y fue el año de la muerte de Raoul Walsh, cuya última y mágica obra fue Una trompeta lejana (A Distant Trumpet) en 1964. Otros grandes del western seguían vivos, pero ya alejados de la ilusión de rodar más películas: Henry Hathaway, Budd Boeticher, King Vidor, John Sturges, Robert Aldrich… y los últimos abuelos, gente cómo Sam Peckinpah o Sergio Leone, gastaban sus últimos cartuchos con la interesante Clave: Omega (The Osterman Weekend, 1983) y la magistral Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), respectivamente.
El western era por entonces un género que ya andaba a la deriva. Las últimas variaciones, más allá del crepúsculo de El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), los westerns existencialistas de Monte Hellman y la súbita expansión–eclosión–fallecimiento de los eurowesterns, pasaban por ser películas aisladas, raras variantes de un género sin guía, como muestran las simpáticas (y poco más): Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid, 1969. George Roy Hill), Pequeño gran hombre (Little Big Man,1970. Arthur Penn), Joe Kidd (Ídem, 1972. John Sturges) o Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972. Sidney Pollack). Únicamente Clint Eastwood tanto en sus papeles como director, con las más que apreciables Infierno de cobardes (High Plains Drifter, 1972) y El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976), como en sus aproximaciones como actor a las órdenes de Donald Siegel –la magnífica El seductor (The Beguiled, 1971)–, seguía manteniéndose fiel a un formato de western más clásico que no parecía interesar ya a nadie, y mucho menos, a los hijos de los 70, que nacieron bajo las órdenes del éxito inmediato y del merchandising forzado que impusieron el dueto Spielberg-Lucas (Sam Peckinpah también sería una excepción, dirigiendo en los 70 un western de la talla de Pat Garret y Billy The Kid / Pat Garret and Billy the Kid, 1973). Para colmo, su peor aproximación al western, Bronco Billy, se dio precisamente ese año, aunque el film no sea un western propiamente dicho, sino más bien un guiño a esos últimos hombres del far west, no muy alejado del último proyecto de Alex de la Iglesia, 800 balas (2002), este decidiéndose a favor de los stunts hispanos de los spaguetti westerns.
Hacía tan solo un par de años, un realizador que contaba en su haber con tan solo un film, la apreciable Un botín de 500,000 dólares (Thunderbolt and Lightfood, 1974), había triunfado en la ceremonia de los Óscars, no sin polémica, con una obra magnífica: El cazador (The Deer Hunter, 1978), una ópera sobre el amor, el dolor, la guerra, la muerte y la supervivencia, con un perfecto equilibrio entre la grandilocuencia y la intimidad, que si bien destapó a un prometedor Michael Cimino como figura a tener en cuenta dentro del panorama cinematográfico, esta empezaba ya a trastabillarse, al compararse con el maestro del momento: Francis Ford Coppola. Cimino, quiso entonces demostrar que sabía más que nadie en este oficio, y decidió construir el western épico por excelencia, un fresco descarnado en el que se tradujera en imágenes el nacimiento y la muerte de un estado del salvaje oeste, como reflejo del alma auténtica de la propia Norteamérica. Tamaña empresa se llamó La puerta del cielo y fue la firmante de la defunción del western clásico.
Con la ventaja de poseer la perspectiva del tiempo pasado, hoy en día, el fracaso tanto crítico cómo de público de la obra de Cimino se vislumbra totalmente fuera de lugar. La puerta del cielo, en sus 210 minutos de duración (no en la copia estrenada y distribuida de 140 minutos), se asemeja en las formas a una aproximación de llevar el contexto de El padrino (The Godfather, 1972) de Francis Ford Coppola al mundo del western. Por eso, aunque nadie puede negarle a Cimino cierta falta de perspectiva a la hora de arreglar un montaje que no desesperara a los productores de la United Artists, tras haber casi multiplicado el presupuesto inicial (así como cierto divismo… que también lo llevaría a la tumba artística con obras tan irregulares como El siciliano / The Sicilian, 1987 y 37 horas desesperadas / The Desperate Hours, 1990), hay que reconocer La puerta del cielo como un gran western, de una psicología tremendamente arriesgada –no hay en el film ni un solo personaje optimista con el que se pueda identificar el espectador–, no muy alejado de su obra hermana El cazador, de la que recupera un exquisito gusto por los festejos y las celebraciones en sociedad, así como la lucha interna de un individuo entre lo que se quiere y lo que se debe hacer.
Cimino, tras llevar a la quiebra a la United Artists, consiguió quitar de la mente de productores y realizadores hacer más westerns. El género estaba tocado y si aún no se ha hundido, ha sido por los únicos tres éxitos comerciales notables que le han seguido: Bailando con lobos (Dancing with Wolves, 1990. Kevin Costner), Arma joven (Young Guns, 1987. Christopher Cain) y Sin perdón (Unforgiven, 1992. Clint Eastwood). Si además contamos con el hundimiento de Zoetrope de Coppola con la, también incomprendida y excelente film, Corazonada (One from the heart, 1982), estamos ante el fin de las producciones independientes norteamericanas de la fecha.
A partir de entonces, los caminos del western seguirían dos caminos básicos: los centrados en un espíritu más cercano al clasicismo, pero envenenado por su espíritu comercial, y las aventuras independientes, más o menos jugosas, según el talento del realizador que ande detrás.
Desde 1980 hasta el estreno de Open range (Ídem, 2003. Kevin Costner), han sido pocos los directores que han intentado trabajar el género del western con óptimos resultados. Si Clint Eastwood, con el paso de los años, ha ido haciendo crecer su leyenda hasta el punto de conseguir uno de los mejores westerns de la historia del cine con Sin perdón, además de una magnífica carrera como realizador, que comprende un puñado de obras maestras: El aventurero de la medianoche (Honky–tonk man, 1982), Bird (Ídem, 1988), Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995), Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993), Medianoche en el jardín del bien y del mal (Midnight in the Garden of Good and Evil, 1997) y Mystic River (Ídem, 2003), sus más directos seguidores se han quedado en meros comparsas del tío Clint, pero son gente a los que hay que saber apreciar sus ganas por revitalizar el género por excelencia de la cinematografía norteamericana.
Eastwood, antes de ganarse el olimpo de los cineastas con Sin perdón, realizó en 1985 una apreciable revisitación del superwestern Raíces profundas (Shane, 1953. George Stevens), con la excelente El jinete pálido (The Pale Rider, 1985), un film que no ha conseguido aún desgastarse, pese a las múltiples emisiones que en la televisión se han hecho de él. Un equilibrado western, menos colorista y más abrupto que el realizado por Stevens, y en el que Eastwood, además, hace un guiño a su mentor, Sergio Leone, vistiendo a los villanos de la cinta de igual guisa que hacía el realizador italiano en Hasta que llegó su hora (C'era una volta il west, 1968), pese a que el estilo formal de la cinta se asemeja más a su otro mentor: Donald Siegel.
La enjundia moral que rodea a los protagonistas de Eastwood, en todos y cada uno de sus westerns, sin embargo, acerca más al realizador al espíritu del Gran Manitú John Ford, que a la más bien basta sutileza de Leone, o a la parquedad narrativa de Siegel. Paroxismo que se llevaría al límite en Sin perdón, donde el héroe del film, William Munny, sólo resulta simpático en contraposición con el sheriff que interpreta magistralmente Gene Hackman, pues es, entre otras cosas "un asesino de mujeres y niños". Hoy en día, es difícil pensar, que en cualquier clase de futuro, se logre realizar un western mejor al de Eastwood, pues ya, cualquier joven realizador ha nacido alejado de la estética del western (y ya no digamos el público), y uno tiene la sensación, de que un buen western sólo se puede hacer con el paso de los años, entendiendo la mirada de esos cowboys que duraron tan poco tiempo como el eco de sus disparos.
A parte de Eastwood ha habido tres figuras clave para entender el western de estos últimos veinte años: Walter Hill, Lawrence Kasdan y Kevin Costner… con lo que nos podemos hacer una idea del bajo nivel de las propuestas realizadas. Digo ya por adelantado, que, salvando Forajidos de leyenda (The Long Riders), realizada también en 1980, los westerns de Walter Hill me parecen más bien pobres y representan claramente la inadaptación de los westerns en la era de las vídeo-consolas e internet. Hill, que tiene en su currículum el honor de haber trabajado con Sam Peckinpah –algo que siempre se comenta, pero que, sinceramente, nunca me ha parecido más que un dato biográfico– y el haber realizado dos films tan interesantes cómo Driver (The Driver, 1978) y Los amos de la noche (The Warriors, 1979). De sus westerns más allá de 1980: Gerónimo (Geronimo: An American Legend, 1993) y Wild Bill (Ídem, 1995), me quedo con El último hombre (Last Man Standing, 1996), donde aún sin ser un western (lo mismo le pasan a otras cintas cómo Límite 48 horas / 48 Hours, 1983; Johnny el guapo / Johnny Handsome, 1989; o El tiempo de los intrusos / Tresspass, 1992), consigue una revisitación sobre los pasos de Kurosawa y Leone bastante interesante y entretenida, además de homenajear el western, sin tener que ser tan obsceno cómo en la letárgica Gerónimo o la absurda Wild Bill (el film, basado en el personaje histórico de Bill Hickock, un pistolero al que le persigue allá donde vaya su leyenda de matarife, se asemeja en concepto al magnífico film de Henry King El pistolero, siendo el film de Hill claramente inferior, y además, siendo poseedor de unos horribles flash–backs y pesadillas, un lugar común recurrente de todos los westerns contemporáneos). Dos westerns que desmerecen el buen arranque de Hill como director de género con Forajidos de leyenda, una de las más interesantes aproximaciones a la figura del pistolero Jesse James.
El caso de Lawrence Kasdan, guarda cierta similitud estrambótica con el de Michael Cimino, y por carambola, con la de Kevin Costner. El mismo año que Clint Eastwood estrenaba El jinete pálido, Kasdan, un realizador prometedor tras las atractivas Fuego en el cuerpo (Body Heat, 1981) y Reencuentro (The Big Chill, 1983), realizaría un western del talento de Silverado (Ídem, 1985), una mirada clásica con ambiciones comerciales, que sólo resulta algo torpe en el laconismo de Kevin Kline cómo héroe dubitativo. Tanto Kevin Costner como Scott Glenn, Danny Gloover y Brian Denehy, se calzan perfectamente los trajes de cowboys para inundar de balas los patios de butacas de las salas de cine. Silverado no esconde cierta tendencia a la complacencia del público –apenas hay reposo y predominan los tiroteos–, pero consigue cierta equivalencia formal, digna de un género zombie, aunque aún me sigue resultando rocambolesco el que haya tantos personajes buenos como malos, para que haya equivalencia en el montaje en paralelo del clímax del film. El buen resultado de Silverado, aupado por los éxitos (que luego entraré a analizar) de Costner en Bailando con lobos y J.F.K. (Ídem, 1991), les llevaron a realizador y actor a creerse Leyenda y Mito, y decidieron realizar el biopic definitivo de la figura del sheriff de Tombstone Wyatt Earp, como si las aproximaciones de John Ford y John Sturges no fueran más que esbozos de una historia incompleta. El resultado, Wyatt Earp (Ídem, 1994), representó un nuevo navajazo por la espalda al western, y se cargó tanto la carrera de Kasdan cómo la de Costner, el primero, convirtiéndose en un realizador a sueldo de lo que se prestara, desde comedias románticas del sello "Meg Ryan" (French kiss / Ídem, 1995) a adaptador de obras de Stephen King (El cazador de sueños / The Dreamcatcher, 2003), y Costner… repito: ya entraré luego. Con el paso del tiempo, Wyatt Earp, sigue estático en la cadena de valores del espectador, un aburrimiento inacabable, que por comparación, resultaba incluso peor que la horrible (y muy violenta) Tombstone (Ídem, 1994), del realizador de Rambo (Rambo, Firstblood. Part II, 1982), George Pan Cosmatos, realizada el mismo año, con Kurt Russell y Val Kilmer cómo el Sheriff Earp y el tuberculoso Doc Holliday, respectivamente.
Entre tanto despropósito, un modesto film del desconocido (por los siglos de los siglos) Christopher Cain, conseguía un éxito insospechado con la simpática Arma joven, prácticamente el único western que ha conectado con el público juvenil en veinte años, y que fue duramente masacrado por la crítica, que aún ahora, lo consideran un western digno de erradicar del celuloide, una película estúpida que nunca debería haber existido (lo digo en serio, aún no he leído una sola crítica a favor de este, repito, apreciable western comercial). Posiblemente, la presentación de un cúmulo de nuevos actores en su apogeo juvenil: los hermanos Charlie Sheen y Emilio Estévez, Kiefer Sutherland, Dermot Mulroney, Lou Diamond Phillips y Casey Siemaszko, la mayoría ya hoy desaparecidos del panorama cinematográfico, salvo el versátil Sutherland (hoy en boga gracias a la serie 24) y el actor de comedias románticas Mulroney (La boda de mi mejor amigo / My Best Friend's Wedding, 1997. Paul J.Hogan); fue la clave para la identificación con un público, que curiosamente, parece mantenerse fiel (siempre obtiene pingües beneficios al proyectarse en TV). Sin embargo, no me gustaría llevar a confusiones, Arma joven es un western más bien tachable de cualquier lista que se haga sobre obras del género, su estridencia y vulgaridad en ocasiones chirrían tanto que duele al espectador, pero, repito, esta aproximación al mundo de Billy El Niño se deja ver, que es mucho más de lo que se puede decir de su secuela: Intrépidos forajidos (Young Guns II, 1990), dirigida por el interesante realizador australiano Geoff Murphy, y cuyo máximo reconocimiento fue una nominación al Óscar para… Jon Bon Jovi, autor de la canción nominada (y no premiada) Blaze of glory. Recuperando a los protagonistas que quedaban vivos del primer film, Murphy nos hace un favor a todos, y acaba por matar a prácticamente toda la banda que lideraba El Niño Estévez, pues Intrépidos forajidos posee todos los problemas e inconvenientes de Arma joven y… nada más: un body–count indigno de un film que recorre los caminos ya trenzados de Sam Peckinpah.
Geoff Murphy tendría más suerte en una nueva aproximación al género: El último forajido (The Last Outlaw, 1994), un western europeizado protagonizado por Dermot Mulroney y por outsiders de Hollywood como Mickey Rourke, Steve Buscemi o Ted Levine. Mucha sangre y bastante mala baba, en un western desquiciado y pesimista, casi un cuento de terror con un Rourke como Hombre del saco totalmente pasado de vueltas. Ecos de Grupo salvaje (The Wild Bunch, 1969. Sam Peckinpah) para una cinta que murió en su estreno directo a vídeo. Lo más remarcable quizás sea la muerte del personaje de Buscemi: literalmente le explota la cara, en un equilibrado delirio de Murphy, un realizador más proclive al fantástico que lo que en Hollywood le han permitido ser (ha pasado de realizar en casa la brillante The Quiet Earth / Ídem, 1985; a rodar la secuela de Alerta Máxima / Under Siege, 1992. Andrew Davis, para mayor gloria de Steven Seagal).
La otra punta del western en estos últimos veinte años, viene de la mano de la oscarizada y algo vergonzosa, obra de Kevin Costner, Bailando con lobos. Triunfadora absoluta en los Óscars de 1990, pasando por encima de obras cómo Uno de los nuestros (Goodfellas) de Martin Scorsese o El padrino. Parte III (The Godfather. Part III) de Francis Ford Coppola, Bailando con lobos se convirtió en un fenómeno de difícil entendimiento para aquellos que conocían de antemano el mundo del western. Costner, que pasaba por ser la buena conciencia de Norteamérica, en sus papeles protagonistas en Sin salida (No Way Out, 1987. Roger Donaldson), Los intocables de Elliot Ness (The Untouchables, 1987. Brian DePalma), JFK, Bailando con lobos, Wyatt Earp, Waterworld (Ídem, 1995. Kevin Reynolds)… quiso rizar el rizo en un western pro–indio, tan dado a la postal fotográfica como a un anuncio de tres horas de Marlboro, con un dibujo de personajes digno de un niño de ocho años, donde los indios son muy buenos, y los soldados yankees muy malos (salvo Kevin, claro). Desde luego, a Bailando con lobos, con su inmenso metraje –ya ni comento el director's cut, digno de la Inquisición española, aunque hay quien lo cree necesario para redondear las arista del film– no le faltan buenas ideas o un buen desarrollo dramático, pero las formas a las que se reduce la cinta parecen preparadas para el disfrute de los folletines melodramáticos más vergonzosos. Bailando con lobos, parece más un western "para toda la familia", que para el buen aficionado del mismo, y ya sin tener en cuenta, que se tildó como pionero el film de Costner, cuando los films pro–indios llevaban ya inventados mucho tiempo (aunque fuera con el mal tino de Delmer Daves en Flecha rota / Broken arrow, 1950). Las buenas ideas de Costner se desdibujan cuando quiere estilizar las formas y convertir los personajes en caricaturas. Han tenido que pasar más de doce años, para que el actor de Silverado entendiera la ambigüedad presente en los protagonistas de los westerns, claro que viendo Open range, uno entiende que Costner ha aprendido, y muy bien, la lección.
Del resto del cine comercial dedicado al western, ya hay pocas reseñas interesantes: Ni la tontería en plano chillón de Maverick (Ídem, 1994), ni las estupideces de Robert Zemeckis en Regreso al futuro III (Back to the Future Part III,1990), ni extrañas operaciones comerciales feministas cómo Cuatro mujeres y un destino (Bad Girls,1994. Jonathan Kaplan), merecen ser comentadas aquí. No ignoro que exista un público para Shanghai Kid y su secuela, ídem para Cowboys de ciudad (City Slickers, 1991. Ron Underwood), así cómo que alguien entienda que Texas Rangers (Ídem, 2001. Steve Miner) es el Arma joven del 2000, me da igual, hay películas con las que no vale la pena perder el tiempo. Algo más apreciables, pero poco más, serían tanto los melodramas en formato de western que presentarían una trilogía sobre los caballos: Todos los caballos bellos (All the Pretty Horses, 2000. Billy Bob Thornton), Hi-Lo Country (The Hi-Lo Country, 1999. Stephen Frears) y El hombre que susurraba a los caballos (The Horse Whisperer, 1998. Robert Redford), las dos primeras, sendos fracasos artísticos de sus directores, la última un film en la línea folletinesca de Redford, el eterno Adán de las buenas intenciones; cómo los films de animación Pocahontas (Ídem, 1995. Mike Gambon y Eric Goldberg) y Spirit, el corcel indomable (Spirit Stallion of the Cimarrion, 2001. Kelly Asbury y Lorna Cooke), posiblemente dos de los peores realizaciones de Walt Disney Pictures y Dreamworks S.K.G. respectivamente.
Termino este apartado con un telefilm del en ocasiones interesante John Badham: Sin piedad. Un western reciente interpretado por John Cusack y John Goodman, basado en la venganza del primero sobre un ganadero que le ha estafado con unos caballos y que ha propiciado la muerte de su mujer. Una historia de venganza muy westerniana, que sin embargo, tiene su clímax en los tribunales, y que no resulta carente de interés. Badham ofrece oficio a una cinta bastante apreciable, que en sus últimos minutos dramatiza en exceso, perdiéndose la mayoría de las buenas intenciones aportadas en la película.
Aunque Michael Mann ha ido poco a poco introduciéndose en el mercado estrictamente comercial de Hollywood, el realizador de Ali (Ídem, 2002), había empezado su carrera con thrillers de serie B de una apreciable manufactura: El ladrón (Thief, 1981) y Hunter (Manhunter, 1986). Sin embargo la cinta que lo introdujo en el mercado internacional fue el relato de aventuras El último mohicano (The Last of the Mohicanos, 1992), una interesante y atrevida película, ambientada en la época del prewestern, que le abrió las puertas a Mann para realizar sus grandes obras hasta la fecha: Heat (Ídem, 1995) y El dilema (The Insider, 1999). Mann así se descubría como un buen artesano de la imagen y de la narración, alejándose de su filmografía más independiente, pero manteniendo una coherencia fílmica, cercana a la de otros realizadores que han dado el salto a los grandes films de igual forma: hablo de realizadores como Steven Soderbergh, Paul Verhoeven o Sam Raimi.
Este último, autor de la reciente adaptación de Spiderman (Ídem, 2002), realizó en 1995 un curioso western, Rápida y mortal (The Quick and the Dead, 1995), otra obra de injustificado varapalo crítico, bastante fiel al mundo próximo al cómic tan afín al realizador de Un plan sencillo (A Simple Plan, 1998). Por primera vez en mucho tiempo, las formas del western se estilizan hacia angulaciones forzadas y planos distorsionados. Esta historia de venganza, peligrosamente parecida a la de Armónica en Hasta que llegó su hora, a cargo de la pistolera interpretada por Sharon Stone, resulta un divertido experimento estético, al que la presencia de un gran reparto (Gene Hackman, Russell Crowe, Leonardo DiCaprio…) y el espíritu propio del realizador de Posesión infernal (Evil Dead, 1982), convierten en una pieza resultona, un western, que pese a todos sus desvaríos, se mantiene en ese ambiguo camino que va de la comedia negra a la violencia dramática.
Más arriesgados aún fueron los westerns, si se pueden denominar así, de los siempre a contracorriente Jim Jarmusch y John Sayles. El primero, con una de las piezas más singulares de su filmografía (lo que no es poco, viniendo del realizador de Night on earth / Ídem, 1991), el western alucinógeno Dead man / Ídem, 1995, y el segundo, con otra vuelta de tuerca sobre su configuración de paisaje humano en quiebra: Lone star (Ídem, 1996). El film de Jarmusch acabaría por ser, tras un estreno dubitativo, en una de las mejores obras de los noventa, una película tan enigmática como lisérgica, con ese sentido del humor tan propio del realizador de Ghost dog (Ghost Dog: The Way of the Samurai,1999) , más cercano al planeta Saturno que al que estamos habituados en La Tierra. Dead man es una obra asfixiante, un extraño trazado sobre la redención, la amistad y la muerte, interpretada por uno de los actores, también, más marcianos (y acertados) del panorama cinematográfico norteamericano, Johnny Depp. Lone star, sin embargo y a mi juicio, no se encontraría entre lo mejor del realizador de Limbo (Ídem, 1998), aunque presenta una rica varianza en temática y estilo dentro de los westerns contemporáneos. De hecho, el film, está más cercano al thriller o al cine negro que al western, propiamente dicho. Las heridas que recorre un sheriff atormentado (Michael Cooper) por descubrir la verdad sobre un esqueleto encontrado, le llevan a enfrentarse tanto con sus propios temores como con los de todo un pueblo. Una obra seca y claustrofóbica, muy afín a los sentimientos de su realizador.
Más extraño aún, sería ese western cercano a la black explotaition, dirigido por Mario Van Peebles y llamado Posse (Renegados) (Posee, 1993). Un divertido western que funciona como homenaje a la figura del vaquero negro, que tan bien había encarnado durante muchos años y a las órdenes de John Ford, el magistral Woody Strode, que en el film de Van Peebles hace de narrador: "uno de cada tres cowboys era negro", recuerda. Posee (Renegados) es un film tremendamente sangriento y con unos tonos virados en negro, que también basa su historia en la venganza del pistolero Jesse Lee (Van Peebles) y su banda de desertores del ejército, que se van viendo perseguidos por un diabólico Billy Zane, al que Lee ha dejado tuerto. De nuevo unos flash–backs horripilantes torturan tanto a Lee como al espectador, que junto con los abundantes tiroteos de la cinta, parece más un spaguetti western de Harlem que un western moderno. Una cinta recomendable, nada que ver, por cierto, con Renegados 2 (Los locos) / Los locos, 1998, una tv–movie estrenada en vídeo en nuestro país en un truco de la distribuidora para que parezca una secuela de Posse (Renegados). Una curiosa operación comercial que insulta directamente al consumidor, basándose en que el protagonista de ambos films es Mario Van Peebles (el realizador de Los locos es Jean–Marc Vallé). En este film el personaje principal, Chance (Van Peebles), es el líder de una banda de enfermos mentales escapados de las garras de una monja pedófila, que ha de hacer frente a una banda de cuatreros liderados por Danny Trejo. El film de pie a bromas totalmente chabacanas y de mal gusto, confiriéndose una curiosa etiqueta de film bizarro, una mezcla de Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew Over the Cuckoo's Nest, 1979. Milos Forman), La parada de los monstruos (Freaks, 1928. Tod Browning) y El mariachi (Ídem, 1992).
Hablando de El mariachi, nos encontramos con este niño grande que es Robert Rodriguez, que si bien aún no ha dirigido un western propiamente dicho, no tardará mucho en realizarlo. De hecho, películas como El mariachi, Desperado (Ídem, 1995), Abierto hasta el amanecer (From Dusk Till Dawn, 1996) y El mejicano (Once Upon a Time in Mexico, 2003), son como westerns futuristas texanos (igual que Mad Max / Ídem, 1978. George Miller; puede ser un western futurista australiano), más herederos de John Woo que de Sam Peckinpah, con unos argumentos simétricos y una calidad narrativa irregular, dotada con bastante musicalidad, pero con una cierta tendencia a lo estridente y a lo musical, bastante desafortunada.
Posiblemente el mejor realizador de westerns independientes contemporáneos, aún no haya dirigido uno propiamente dicho. Evidentemente hablo de John Carpenter, un fiel admirador de Howard Hawks, al que llegó a homenajear en varios de sus films: Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precinct 13,1976) , 1997: Rescate en NY (Escape from New York, 1981) o Vampiros (John Carpenter Vampire's, 1997). Carpenter, excelente realizador afín al género fantástico, representa para esta temática lo que Eastwood al western: una mirada clásica e inteligente que nunca defrauda, por más que pasen los años o por más películas que realicen.
Los dos últimos grandes westerns independientes realizados hasta la fecha, vendrían firmados por dos autores no norteamericanos: Michael Winterbottom (Inglaterra) y Ang Lee (Taiwán) –también tiene cierta curiosidad la cinta Cenizas y pólvora / Dust, 2001 realizada por Milcho Manchevsky, un western en Europa del este, narrado en forma de flash–back desde los suburbios de NY, una obra curiosamente dramática y de resultados algo desconcertantes–. Ambos realizadores son los mejores ejemplos de directores versátiles y solventes del Hollywood actual. Con una filmografía rica y extensa, saltando de género en género y con las más diversas temáticas, sin haber aún realizado un film desdeñable, Winterbottom y Lee, son la imagen nítida de cómo la artesanía fílmica puede convivir con el concepto de cine de "autor" y obtener siempre buenos resultados. Tanto El perdón (The Claim, 2000) como Cabalga con el diablo (Ride With the Devil, 1999) son sendos interesantes westerns: el primero más cercano al melodrama, en unas estepas fuertemente nevadas, con una figura de cacique cercano al ideario de Welles; el segundo como una crónica intimista de la guerra civil (hay también un reciente western reaccionario que ahonda este tema: Tiempos de gloria / Glory, 1989; de Edward Zwick), en un film que fue mutilado y remontado, y que sólo ahora se puede disfrutar al completo con la edición que han puesto a la venta en DVD. Dos films alejados de la temática del western clásico, que saben entender el legado de sus predecesores, para acercarlos a su peculiar mundo fílmico, tan cambiante cómo el del realizador que salta de 24 hour party people (Ídem, 2002) a In this world (Ídem, 2003), o el que salta de Tigre y dragón (Wo hu cang long, 2000) a Hulk (The Hulk, 2003).
Tras todo lo explicado, uno puede entender el desencanto que hoy en día sienten los eternos adoradores del western. Ya parecía prácticamente imposible el que un espectador de este nuevo milenio accediera a ver en pantalla grande un western de nueva manufacturación, a no ser que alguien se volviera lo suficientemente loco como para arriesgar un gran capital en un género dado hoy por obsoleto. Y eso es precisamente Open range, la obra de un personaje dado por muerto durante ya bastantes años. Sólo una persona tan pasada de vueltas como Kevin Costner, acostumbrado a ser insultado una y otra vez por la crítica y el público de medio mundo, sería capaz de apuntarse a la aventura de confeccionar un western como Open range, una mirada atrás al cine de Ford y Mann, con la ilusión del que se sabe que ya lleva tiempo trabajando sin red que le cubra, tras los estrepitosos fracasos de films como Wyatt Earp, Waterworld Mensajero del futuro (The Postman, 1997) (otro western encubierto de inacabable metraje… que quién sabe, igual con el paso del tiempo merece una reconsideración más seria que la obtenida en su estreno), que le han llevado a interpretar películas de la "calidad" de El guardaespaldas (The Bodyguard, 1992. Mike Jackson), Mensaje en una botella (Message in a Bottle, 1999. Luis Mandoki) o Los reyes del crimen (3000 Miles to Graceland, 2001. Demian Lichtenstein).
Costner, curtido de tantos varapalos, parece haber ganado la sensatez que le faltaba en sus moralistas inicios como protagonista. Actor bastante limitado, como demostraban sus impávidas interpretaciones en Robin Hood: Príncipe de los ladrones (Robin Hood: Prince of Thieves, 1991. Kevin Reynolds) o en la propia Bailando con lobos, Costner ha sabido curtir su imagen de héroe americano en papeles mucho más torturados, cómo se desprende de films como 13 días (Thirteen days, 2000. Roger Donaldson) o la horripilante Los reyes del crimen, hasta que en Open range, por delirante que parezca, ofrece no ya su mejor realización, sino también su mejor interpretación hasta la fecha (es significativo que el gran Robert Duvall, más que posible ganador del Óscar este año por su interpretación, tenga casi más protagonismo que el propio Costner).
Open range podrá disgustar a un nuevo público incómodo con un género tan ecléctico como el western, pero los amantes de films como Tierras lejanas (The Far Country, 1955. Anthony Mann), Cielo amarillo (Yellow Sky, 1948. William A.Wellman) o Pat Garret y Billy The Kid seguro que se sienten atraídos por esa mirada sorprendentemente clásica y trágica que posee el film de Costner, tan deudora de la melancolía de Ford, cómo de la dureza de los films de Peckinpah. Hay planos en Open range que llegan a emocionar con su estética anacrónica, con un cierto parecido a lo que ocurría con el film de Todd Haynes Lejos del cielo (Far from Heaven, 2002) en referencia a los melodramas de Douglas Sirk.
Costner dice que ha heredado tanto de Howard Hawks como de Lawrence Kasdan, peligrosa afirmación, pues si bien sí que existe en Open range el espíritu de compañerismo de los films de Hawks, no hay nada que presuma este western como un film comercial, sino más bien, una obra sucia como el Sin perdón de Clint Eastwood, pero con el espíritu más cercano a Raíces profundas que a los geniales westerns crepusculares de los años 60 y 70. Toda la larga primera parte del film, es una delicia en la presentación de personajes y situaciones, Costner, maneja un guión con el suficiente humor para que el drama no se vuelva del todo desgarrado, y ameniza la trama, con la presencia de la muy fordiana Anette Bening, el contrapunto romántico para que nuestro héroe se desnude en el tiroteo como un gunfighter que a su imagen resulta indigno para ella.
Si toda la primera parte de Open range es narrativa pura, los últimos cincuenta minutos son frutos de la violencia de los films de Sam Peckinpah así cómo la generada en los thrillers de los años 90. Por primera vez en el western, lo digo muy en serio, los disparos de la cinta dejan sordos al espectador, la brutalidad de las acciones, proyectan a los protagonistas por los aires envueltos en plomo, sangre y humo. La visceralidad del tiroteo final, que se abre con una imagen homenaje tanto a Grupo salvaje cómo a Duelo de titanes (Gunfight at the OK Corral, 1956. John Sturges), hace temblar al espectador, arrollado por las imágenes que está visionando. Fuego y sangre, tras un preludio emocionante, en el que los dos protagonistas comparten un puro y una barra de buen chocolate, este es uno de esos momentos que hacen historia en el cine.
Sinceramente creo que el cine se merecía una obra como Open range, una revisión de los viejos westerns hecho con la sabiduría de un Costner en el que ya nadie confiaba, y que pese a todo, logra dejar una huella dolorosa en la cinta, al no saber acabarla. Justo tras el tiroteo, donde todo buen director, con un buen par de planos habría puesto punto y final a la película, Costner, se entretiene y alarga innecesariamente quince minutos la historia, para acabar con un ralentí exagerado de los caballos cabalgando hacia su nuevo destino.