DARWIN Y EL SEXO

 

Una de las teorías “de la naturaleza” utilizadas para convencer de la inferioridad intelectual y social de la mujer fue la teoría de la evolución. Darwin estaba convencido de la diferencia mental entre los dos sexos, del sometimiento del sexo “débil” al fuerte y de la existencia de un continuo moral entre los seres humanos y los animales. Asimismo postulaba que los seres humanos y otros organismos complejos habían evolucionado a lo largo de enormes periodos de tiempo, a partir de formas de vida menos complejas, es decir, surgían y se complejizaban constantemente. Así, la escala de la naturaleza no era algo fijo, sino que estaba en proceso de ser, como resultado de la evolución de las formas de vida. Se entendía que la noción darwiniana de complejidad significaba grado de perfección, de modo que, cuanto más complejo era un organismo, más perfecto era. Darwin y los posdarwinistas comenzaron a hablar de especies “superiores” e “inferiores”, de modo que conllevaban claros juicios de valor sobre su perfección. Así pues, además de la extensión temporal y la idea del continuo, también la mutabilidad de las formas constituía un principio básico de su teoría de la evolución.

Desde el darwinismo también se postulaba la creencia en la unicidad y en la continuidad, en que no habría saltos en la escala de perfección. Como no podía haber vacío entre los monos y el hombre, la hipótesis de la continuidad requería que hubiera muchos grados de perfección dentro de la especie humana. Según se descubrían culturas supuestamente “primitivas”, los evolucionistas aceptaban que el abismo percibido entre estas sociedades y las europeas mostraba que los pueblos “primitivos” se hallaban en la escala por encima de los monos pero debajo de los humanos “civilizados”. Georges Pouchet, antropólogo francés del siglo XIX, escribió que “no faltan ejemplos de razas situadas tan abajo que parecen de forma natural asemejarse a la tribu de los monos. Estos pueblos, mucho más cercanos que nosotros al estado de naturaleza, merecen por eso toda la atención por parte del antropólogo” (Pouchet, 1864: 14). En esa escala, la mujer —naturaleza por encima de todo— no estaba en el mismo escalón que el hombre.

Darwin se ocupa de la naturaleza de la mujer en su obra "The Descent of Man and Selection in Relation to Sex". Publicado en 1871, el tema principal de este texto es el fenómeno de la selección sexual, que ya había definido en "On the Origin of Species". Esta forma de selección depende no de la lucha por la existencia en relación con otros seres orgánicos ni de condiciones externas, sino de la lucha entre los individuos de un mismo sexo, generalmente los machos, por poseer al otro sexo: “Depende de la ventaja que ciertos individuos tienen sobre otros del mismo sexo y especie solamente con respecto a la reproducción” (Darwin, [1859]1909: 108). El resultado no es la muerte del competidor que no tiene éxito, sino poca o ninguna descendencia. Por consiguiente, la selección sexual es menos estricta que la selección natural. Por lo general, los machos más vigorosos, los más adecuados a su lugar en la naturaleza, dejarán más progenie. Pero en muchos casos, la victoria no depende tanto del vigor general, como de que se tengan armas especiales. Afirmaba que algunas estructuras e instintos se desarrollan como resultado de la capacidad para atraer al sexo opuesto. Entre estos se hallaban incluidos el coraje y la belicosidad del macho, las armas de ofensa y defensa que les permiten luchar y ahuyentar a los rivales, y los ornamentos, tales como plumaje, voz y olores que sirven para atraer y excitar a las hembras. Así pues, hay dos tipos de selección sexual, la competencia entre macho y macho y la elección de la hembra: “El macho por lo general es más impaciente y entusiasta por emparejarse con cualquier hembra, mientras que las hembras tienden a elegir la pareja más atractiva” ([1859] 1909: 70). Eso hace que la competencia entre machos mejore la especie, mientras que la elección por parte de la hembra genera atractivo inútil (como las colas multicolores de los pavos reales).

Pero Darwin no se limita solo a las características de los animales. Cuando examinamos las diferencias físicas y psicológicas entre la mujer y el hombre que según Darwin eran resultado de la selección sexual, encontramos que en cada caso los rasgos masculinos son los que generalmente se asocian con grados superiores de perfección. “Algunos autores dudan acerca de si hay […] diferencias inherentes en las capacidades mentales de los sexos”. Esa diferencia es, cuando menos, “probable debido a la analogía de los animales inferiores que presentan otros caracteres sexuales secundarios”: quienes crían animales domésticos o poseen animales salvajes estarán de acuerdo en que “el toro difiere en disposición de la vaca, el jabalí de la jabalina, el semental de la yegua y también saben de sobra los que tienen casa de fieras, los machos de los monos grandes de las hembras”. Darwin utiliza estos ejemplos para ilustrar sus ideas sobre las mujeres y los hombres, pero no se queda en la simple analogía, pues pasa a afirmar un auténtico compendio de características que constituyen los estereotipos socioculturales de los hombres y mujeres victorianos: aquellos superan a las mujeres en coraje, energía y agresividad, y en las facultades intelectuales de abstracción, razón e imaginación. Las mujeres son más intuitivas, de percepción más rápida y más imitativas. Pero su evidencia empírica se queda en meros “es probable”, “parecen diferir”, “posiblemente”, “difieren en disposición”, etcétera. “Por término medio, el hombre es más alto, más pesado y más fuerte que la mujer, tiene hombros más cuadrados y músculos más completamente pronunciados […] El hombre tiene más coraje, es más belicoso y enérgico que la mujer y tiene un genio más inventivo” (todas las citas en Darwin, 1871: 716-717).

Las características femeninas están asociadas, claramente, con estados menos evolucionados, más imperfectos e inferiores. En “la hembra […] se dice que la formación de su esqueleto está entre el niño y el hombre” (Darwin, 1871: 717). “Se admite por lo general que en las mujeres están más fuertemente marcados que en los hombres los poderes de intuición, percepción rápida y quizás de imitación; pero al menos alguna de estas facultades son características de las razas inferiores y, por tanto, de un estado pasado e inferior de civilización” (ibídem: 725-726). Aquí el sexismo de la teoría de Darwin se mezcla con su racismo. Darwin concebía las razas del “hombre” dispuestas jerárquicamente desde las más primitivas e inferiores a las más perfectas —esto es, las razas europeas civilizadas—. Dentro de cada raza, se consideraba que la mujer estaba en un estadio inferior de perfección que el varón de la misma raza. Esto permitía que algunas mujeres, a saber, las europeas, blancas y de clases elevadas, se consideraran más evolucionadas que algunos varones, tales como los africanos negros, dentro del principio general de que la mujer está menos evolucionada que el hombre.

Además de la selección sexual, Darwin mantenía que también era posible una mayor variabilidad y complejidad de los machos gracias a su papel en la procreación. Darwin se hizo eco de la tradición aristotélica al insistir en que la mujer debe gastar gran parte de su energía en alimentar al feto, afirmando que este gasto de energía impide la variación femenina (algo que, de un modo no muy distinto, recogerá después la sociobiología y la psicología evolucionista). El macho, al necesitar solo una pequeña cantidad de energía para formar su semilla y al no desempeñar papel alguno en el desarrollo del feto, dispone de una reserva de energía para su propio desarrollo. Y más adelante dice: “La mujer tiene que gastar mucha materia orgánica en la formación de sus óvulos, mientras que el macho gasta más fuerza en contiendas fieras con sus rivales, en vagar en busca de la hembra, en ejercitar su voz, emitir secreciones olorosas, etcétera” (Darwin, 1871: 295-296). Efectivamente, la teoría del instinto que Charles Darwin presentaba en "The Descent of Man" apoyaba la diferencia intelectual entre hombres y mujeres y justificaba su confinamiento en la esfera privada: el instinto maternal hace que las mujeres sean más tiernas y cariñosas y menos egoístas; por ese motivo, quienes se oponían al movimiento en favor de los derechos de las mujeres decían que ese instinto maternal era estupendo para la esfera privada, pero no así para la pública, pues iría en contra del desarrollo evolutivo de la sociedad. El instinto maternal haría que se fuera indulgente con quienes, según la teoría de la evolución social, debían desaparecer, ya que solo sobreviven los más adecuados. Una vez más, afirmaciones dudosas y no sustentadas empíricamente.

DETERMINISMO BIOLÓGICO,  SOCIOBIOLOGÍA Y PSICOLOGÍA EVOLUCIONISTA

El determinismo biológico que pretende explicar el comportamiento de los individuos y las características de las sociedades en términos biológicos (ya sean genéticos, neurológicos u hormonales) no es algo periclitado y de siglos pasados. El mismo Freud dijo: “La biología es el destino”. Pero desde diferentes disciplinas biológicas, como la biología molecular y la genética, se ha criticado este dogma determinista y reduccionista debido a la distancia empírica y lógica que hay entre un organismo que tiene un genotipo determinado y la expresión de ese genotipo, incluyendo las conductas. En concreto, el flujo del ADN al ARN y a la proteína (y no a la inversa) supone una cadena causal muy compleja, de modo que un genotipo concreto puede producir fenotipos muy diversos según diferentes contextos.

La máxima expresión de las tesis biodeterministas se encuentra en algunas tesis sociobiológicas y de la psicología evolucionista. Estas disciplinas pretenden hallar las bases biológicas de toda conducta humana, debido a que sostienen que hay rasgos universales que identifican a todos los seres humanos, sin que importen las diferencias culturales o históricas. La supuesta universalidad constituiría la evidencia de que son adaptativos, es decir, que sucesivas generaciones los heredan y, quienes los tienen, dejarían más descendencia. Los dos rasgos supuestamente universales que nos interesan en este caso son la promiscuidad masculina, que resultaría en poligamia, y la supuesta fidelidad femenina a un solo macho con la correspondiente dedicación al cuidado de la prole. Asimismo, las ideas sobre el papel evolutivo de la violación muestran claramente la falta de evidencia empírica y los sesgos sexistas que impregnan estas tesis.

Las ideas contemporáneas sobre la selección sexual están muy influidas por los modelos propuestos por Angus Bateman y Robert Trivers. Según Bateman (1948), la varianza en el éxito reproductivo sería mayor entre los machos que entre las hembras, dado que la reproducción de estas viene limitada por el número de huevos u óvulos que produce una hembra. Una vez que esta ha recogido el esperma necesario para ser fertilizada, no se beneficia de apareamientos posteriores, de ahí la supuesta fidelidad femenina a un solo macho. En cambio, el macho obtiene beneficios por inseminar tantas hembras como sea posible, pues así maximizará su éxito reproductivo. El resultado es, según este autor, la competición entre machos para acceder a las hembras y el hecho de que unos machos se aparearán con muchas hembras y otros con pocas o ninguna. Bateman fundamenta su tesis en un experimento con moscas de la fruta en las que encontró una varianza superior en el éxito reproductivo de los machos que en el de las hembras.

Trivers (1972) añadió algunas tesis sobre el cuidado parental. Argumenta que las hembras por lo general gastan más que los machos en la reproducción, pues producen huevos (óvulos) grandes, a la vez que invierten esfuerzo y tiempo en el desarrollo y cuidado de la descendencia. Así, las hembras serían más exigentes con respecto a los machos y además constituyen un recurso limitado. En consecuencia, concluye, los machos están motivados para aparearse con tantas hembras como sea posible, a la vez que estas están motivadas para resistir los avances de los machos con la esperanza de elegir al mejor posible. Como vemos, se siguen manejando estereotipos de lo masculino y lo femenino semejantes a los victorianos: los machos son activos, competitivos y promiscuos y las hembras pasivas, tímidas, criadoras y cuidadoras.

Por eso, afirmaciones como la siguiente hicieron saltar las señales de alarma: “Incluso con educación idéntica para hombres y mujeres e igual acceso a todas las profesiones, es probable que los hombres mantengan representación desproporcionada en la vida política, los negocios y la ciencia” (Wilson, 1978: 103). A muchas y muchos biólogos evolucionistas les preocupa el apoyo que estos modelos proporcionan a desigualdades de género actuales, pues “a partir de asimetrías aparentemente inocentes entre los huevos y el esperma fluyen consecuencias sociales importantes tales como la fidelidad, la promiscuidad masculina, la desproporcional contribución de las mujeres al cuidado de los hijos y la desigual distribución del trabajo según el sexo” (Hubbard, 1990: 110).

Pero las críticas no son solo de tipo político, sino también biológico y epistémico. Se sustentan fundamentalmente en los tres supuestos en los que basan sus tesis, a saber: que la inversión del macho en la producción de la descendencia es pequeña con respecto a la inversión de la hembra; la mayor varianza en los éxitos reproductivos de los machos que los de las mujeres; y que el único beneficio evolutivo del sexo para las hembras es la fertilización.

Con respecto al primero, cabe preguntarse cómo medir la inversión: por ejemplo, por el tamaño de los gametos fabricados o por la cantidad de ellos. Si optamos por esa segunda, es decir, por la cantidad de gametos producidos, tendríamos que una mujer invierte mucho menos que un hombre: entre 170 y 250 óvulos por descendiente, mientras que un varón emplearía entre 973.000 millones y 1,46 billones de espermatozoides en el mismo número de descendientes.

Con respecto al supuesto de que hay una mayor varianza en el éxito reproductivo de los machos que en las hembras, aunque el experimento de Bateman parece demostrarlo con respecto a las moscas de la fruta, es una cuestión empírica averiguar si eso se aplica o no a la especie humana, porque no sucede así en muchas especies estudiadas. Por ejemplo, hay hembras de aves que abandonan los nidos y algunas especies de mamíferos en las que se producen abortos espontáneos, actuaciones que pueden terminar los intentos reproductivos. Por otro lado, y como señala Hubbard (1990), aunque la hipótesis de la mayor varianza en el éxito reproductivo pudiera ser teóricamente cierta, el caso es que en la mayoría de las sociedades hay el mismo número de hombres que de mujeres produciendo niños y no funcionan con unos pocos sementales.

Con respecto a la tercera, como señala Hardy (1986, 1999), una vez que las primatólogas centraron su atención en las hembras de los primates, y se pudo observar que en muchas especies había promiscuidad femenina, empezaron a surgir nuevas hipótesis sobre los beneficios de esta promiscuidad. Así por ejemplo, a una hembra le puede interesar aparearse con varios machos para tener a varios proveyéndola y cuidando de la progenie. Pero también han surgido otras hipótesis que no tienen que ver con la reproducción, como la de que los múltiples apareamientos con orgasmos benefician fisiológicamente a las hembras, o la de que las hembras tienen sexo con machos periféricos para evitar que estos abandonen el grupo. Por otro lado, algunos biólogos evolucionistas (Edgar, 2014) han señalado las ventajas evolutivas de la monogamia tanto para los hombres como para las mujeres.

Un ejemplo extremo de las tesis biosociológicas lo constituye el libro de Randy Thornhill y Craig Palmer "A Natural History of Rape" (2000). Según estos autores, la violación es una estrategia reproductiva evolutiva entre los machos humanos y no humanos mediante la cual machos que de otro modo no podrían tener éxito reproductivo propagan sus genes emparejándose con mujeres fértiles. Definen de diversas maneras la ‘violación’, pero fundamentalmente como “penetración vaginal forzada”, y para justificar su afirmación utilizan ejemplos de sexo forzado entre animales. Sin embargo hay que descartar el uso de este término para referirse al sexo que ejecutan, por ejemplo, las garzas reales o las moscas, pues no es un concepto útil ni aplicable en el contexto no humano, ya que combina diferencias conspicuas entre las prácticas de sexo forzado de los humanos y de otros animales. Pero además, en el caso de los animales no humanos, el sexo forzado siempre tiene lugar con hembras fértiles, pero no sucede así con las violaciones humanas, pues en muchos casos las víctimas son demasiado jóvenes o demasiado mayores para ser fértiles. Y no se puede hablar de estrategia reproductiva cuando se utilizan condones, cuando a la violación sigue el asesinato o cuando se produce entre varones.

Estas tesis y versiones de la sociobiología y la psicología evolucionista reciben, además, una serie de críticas generales. Se les acusa de androcentrismo, etnocentrismo y antropocentrismo. También se critica la carencia de una clara definición de conducta y de su falta de atención a las limitaciones inherentes al estudio de los seres humanos y a los cambios medioambientales, incluido el social, en el que han evolucionado los humanos y de los que tenemos bastante información. Por último, también se pone en cuestión la elección problemática de las especies a comparar y el no tener en cuenta de manera adecuada otros mecanismos, además de la selección natural, como motor evolutivo (Bleier, 1984; Hubbard, 1990).

DIFERENCIAS COGNITIVAS ENTRE LOS SEXOS

Popularmente, cuando se habla de diferencias cognitivas entre los sexos, por lo general se recurre a la supuesta evidencia que hay a favor de la existencia de diferencias entre hombres y mujeres en la capacidad innata para las matemáticas. En nuestra cultura, sobre todo en la cultura científica, hay mucho respeto por la capacidad matemática, por lo que esa afirmación tiene mucho peso. Así que debemos plantearnos tres cuestiones. La primera es de qué hablamos, es decir, cuáles son exactamente las diferencias entre hombres y mujeres cuando hacen pruebas matemáticas (y de qué pruebas hablamos). En segundo lugar, qué tipo de evidencia sugiere que se nace con ellas y son inmutables o si, por el contrario, tal evidencia no apoya la idea de que esas diferencias son innatas. Y en tercer lugar, por qué deben importarnos los resultados de esas pruebas matemáticas, es decir, si predicen realmente el éxito en ciencia e ingeniería, que es lo que parece estar implícito en ese tipo de afirmación. Estas cuestiones son importantes porque el argumento subyacente es el siguiente: dado que las mujeres son innatamente inferiores en capacidad matemática, no importa la educación que se les dé, ni las políticas educativas o de acción compensatoria (las mal llamadas “discriminaciones positivas”) que se sigan, las mujeres nunca llegarán a lo más alto en las carreras científicotecnológicas.

Como ya se ha mencionado, las declaraciones del presidente de Harvard provocaron una gran polémica entre defensores y detractores de su postura. La Fundación Edge17, junto con la Mind/Brain/Behavior Initiative, de la Universidad de Harvard, organizó en mayo de 2005 un coloquio-discusión entre dos intelectuales de reconocido prestigio, con opiniones diferentes con respecto a la cuestión que nos ocupa: Steven Pinker y Elisabeth Spelke. La discusión que mantienen (2005) resume bastante bien los argumentos a favor y en contra de la eufemísticamente denominada “diferencia” en aptitud matemática entre mujeres y hombres. Y digo “eufemísticamente” porque, como ya hemos señalado, en realidad se habla de inferior capacidad de las mujeres para las matemáticas, pues si las diferencias no supusieran o conllevaran afirmaciones de inferioridad, no se producirían tales controversias. A continuación expondré los argumentos expuestos en la discusión. Como Spelke y Pinker no han sido los únicos en terciar en la polémica, nos haremos eco también de estudios en los que se han basado los diferentes argumentos.

Tanto Pinker como Spelke están de acuerdo en que el debate es interesante y coinciden en ciertas hipótesis de partida: en primer lugar, que existe una “naturaleza humana”; en segundo, que la mente no es una tabla rasa; y en tercer lugar, que las afirmaciones sobre diferencias sexuales son empíricas y deben ser evaluadas a través de la evidencia. Partiendo del hecho de que hay menos mujeres trabajando e investigando en los puestos más elevados en matemáticas y ciencias, Pinker señala que hay dos posturas extremas: la que mantiene que los hombres tienen talento para las matemáticas y las ciencias, pero no así las mujeres, y aquella que dice que hombres y mujeres son biológicamente indistinguibles. Puesto que ambas afirmaciones son sumamente simplificadoras, Pinker señala varias posturas intermedias: una afirmaría que las disimilitudes se pueden explicar mediante alguna combinación de las diferencias biológicas en talento y temperamento. Hemos de señalar ya aquí un problema, pues “talento” y “temperamento” no son términos bien definidos en biología ni en psicología, ni hay unanimidad en la comunidad científica acerca de su significado.

Para apoyar sus afirmaciones, Pinker se basa en diversos trabajos, como por ejemplo el de Diane Halpern (2000), quien afirma que cuando empezó su investigación creía que las diferencias en habilidades cognitivas se debían a las prácticas socializadoras y a errores en la investigación: “La literatura sobre diferencias sexuales en habilidades cognitivas está llena de descubrimientos inconsistentes, teorías contradictorias y afirmaciones emocionales que la investigación no apoya”. Después de sus investigaciones, llegó a la conclusión de que las prácticas de socialización son muy importantes, pero que “también hay buena evidencia de que las diferencias sexuales biológicas desempeñan un rol al establecer y mantener las diferencias sexuales cognitivas” (Pinker y Spelke, 2005).

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