PASTILLAS MAGICAS

Pese a los variados peligros que encierran las medicinas alternativas, lo que más me decepciona de ellas es el modo en que distorsionan la concepción que tenemos de nuestros propios cuerpos. De la misma manera que la teoría del Big Bang es mucho más interesante que el relato de la Creación contenido en el Génesis, lo que la ciencia puede contarnos acerca del mundo natural supera de lejos en interés a cualquier fábula sobre pastillas mágicas preparadas por un terapeuta alternativo.
De forma muy parecida a lo que le ocurrió al curanderismo, los placebos pasaron de moda en cuanto el modelo biomédico empezó a producir resultados tangibles. Un editorial de 1890 tocaba a difuntos por el placebo con motivo del caso de un médico que había inyectado agua en vez de morfina a su paciente: ésta se recuperó perfectamente, pero luego descubrió el engaño, exigió que le reembolsaran el importe de la factura ante un tribunal y ganó el juicio. El editorial lamentaba la suerte del placebo, ya que los médicos han sabido desde los inicios mismos de la medicina que la actitud tranquilizadora y el saber tratar al paciente pueden resultar sumamente eficaces. «¿Acaso [el placebo] no tendrá nunca más la oportunidad de ejercer sus maravillosos efectos psicológicos con fiabilidad parecida a la de cualquiera de sus alternativas más tóxicas?», se preguntaba una revista médoca en aquel entonces.
Por fortuna, su uso ha pervivido. A lo largo de la historia, el efecto placebo ha estado especialmente bien documentado en el terreno del dolor, y algunas de las historias a las que ha dado lugar resultan impactantes. Henry Beecher, un anestesista estadounidense, escribió una vez sobre el caso de un soldado que estaba siendo operado de unas heridas espantosas en un hospital de campaña durante la Segunda Guerra Mundial y al que le administraron agua salina porque se había agotado la morfina. Para su asombro, el paciente se sintió bien a partir de ese momento. Peter Parker, un misionero también estadounidense, contó que había practicado cirugía sin anestesia a una paciente china a mediados del siglo XIX. Tras la operación, ésta se levantó de la cama «de un brinco» y salió por su propio pie de la habitación como si nada hubiera pasado.
Theodor Kocher practicó 1.600 tiroidectomías sin anestesia en Berna, en la década de 1890, realizando complicadas operaciones de cuello a pacientes conscientes. Mitchel, a comienzos del siglo XX, practicaba amputaciones totales y mastectomías sin ningún tipo de anestésico. Y muchos cirujanos anteriores a la invención de la anestesia dejaron testimonio escrito de que algunos pacientes podían tolerar bien las incisiones con cuchillo a través del músculo y que veían incluso cómo les cortaban el hueso, perfectamente despiertos, sin ni siquiera apretar los dientes. Quién sabe, tal vez sean ustedes más duros de lo que creen.
Aquí es interesante traer a colación dos «numeritos» televisados del año 2006. El primero fue una operación «bajo hipnosis», bastante melodramática, : «Solamente pretendemos iniciar un debate sobre esta importante cuestión médica», explicaba la empresa productora. En la operación, una trivial reparación de hernia, se utilizaron fármacos convencionales, pero a dosis reducidas, y fue tratada como un auténtico milagro médico.
Cuando situamos estos programas de ficción en el contexto de la realidad —en el que muchas operaciones tienen que realizarse habitualmente sin anestesia, sin placebos, sin terapeutas alternativos, sin hipnotizadores y sin productores de televisión—, estos programas de ficción pierden de pronto buena parte de su supuesta espectacularidad. Pero éstas no son más que historietas, y el plural de «anécdota» no es «datos». Todo el mundo sabe del poder de la mente —ya sea porque han oído el relato de aquella madre que soportó un dolor indecible con tal deque no se le cayera la tetera hirviendo sobre su bebé, o el de aquel hombre que consiguió levantar un coche (como si fuera el Increíble Hulk) para liberar a su novia, que estaba debajo—, pero diseñar un experimento que desgrane los beneficios psicológicos y culturales de un tratamiento y los aísle de los efectos meramente biomédicos es más complicado de lo que pudiera parecer. Después de todo, ¿con qué comparamos un placebo? ¿Con otro placebo? ¿O con ningún tratamiento en absoluto?
El placebo a prueba
En la mayoría de los estudios, no se cuenta con un grupo «sin tratamiento» con el que comparar tanto el placebo como el medicamento que se está probando. Y no contamos con él por una muy buena razón ética: si los pacientes están enfermos, no debemos dejarlos sin tratar sólo por nuestro excesivo interés por el efecto placebo. De hecho, en la mayoría de los casos actuales, se considera incorrecto incluso el uso de un placebo en un ensayo. Siempre que sea posible, debe compararse el nuevo tratamiento con el mejor de los preexistentes.
Esto no se debe únicamente a motivos éticos (aunque esté consagrado en la Declaración de Helsinki, la biblia de la ética médica internacional). Los ensayos controlados con placebo también están mal vistos por los miembros de la comunidad médica, que defiende la evidencia empírica, porque saben que es una vía fácil para amañar resultados y obtener fácilmente datos positivos que apoyen esa nueva gran inversión de la empresa para la que el investigador trabaja. En el mundo real de la práctica clínica, a los pacientes y a los médicos no les interesa tanto si un nuevo fármaco funciona mejor que nada, sino si funciona mejor que el mejor tratamiento del que ya disponen.
En algunos momentos de la historia de la medicina, los investigadores han sido más displicentes. El estudio de Tuskegee sobre la sífilis, por ejemplo, constituyó uno de los momentos más vergonzosos de la historia de Estados Unidos, si se puede afirmar algo así de rotundo: 399 varones afroamericanos pobres residentes en entornos rurales fueron «reclutados» por el Servicio Federal de Salud Pública en 1932 para realizar con ellos un estudio observacional: se trataba de ver lo que ocurría si la sífilis se dejaba sin tratar. Así de simple. Más asombroso aún fue que el estudio se prolongó hasta 1972. En 1949, se introdujo de forma general un tratamiento eficaz contra la sífilis a base de penicilina. Estos hombres, sin embargo, no recibieron el nuevo medicamento, como tampoco recibieron el posterior Salvarsán. Por no recibir tampoco recibieron disculpa alguna hasta 1997, de boca del entonces presidente del país, Bill Clinton.
Ahora bien, si no queremos llevar a cabo experimentos científicos antiéticos con personas enfermas relegadas a grupos «sin tratamiento», ¿qué otro modo tenemos de determinar la magnitud del efecto placebo sobre las enfermedades modernas? Pues, para empezar, y de forma bastante ingeniosa, podemos comparar un placebo con otro. El primer experimento en este campo fue un metaanálisis elaborado por Daniel Moerman, un antropólogo que se ha especializado en el efecto placebo. Lo que hizo fue tomar datos de ensayos controlados con placebo sobre medicamentos contra la úlcera gástrica. Y esa fue una primera gran idea por su parte, pues las úlceras gástricas son un excelente objeto de estudio. Moerman tomó únicamente los datos del grupo del placebo de cada uno de esos ensayos y, a continuación (en la que fue su segunda granidea), a partir de todos ellos y de todos los diferentes medicamentos probados en ellos, con sus diversos regímenes dosificadores, calculó el índice de curación de la úlcera de los pacientes tratados con un placebo en aquellos ensayos en los que dicho placebo consistió en dos terrones de azúcar diarias, y lo comparó con el índice de curación de la úlcera de los pacientes del subgrupo (dentro, también, de la rama del placebo) de aquellos ensayos en los que el placebo consistió en cuatro terrones de azúcar diarias. Y descubrió, sorprendentemente, que cuatro pastillas de azúcar eran mejores que dos (esos resultados han sido reproducidos posteriormente con un conjunto de datos distinto; lo digo para aquellos que estén aún suficientemente interesados en lo que aquí digo como para preocuparse por la reproducibilidad de los hallazgos clínicos importantes).
Lo que parece un tratamiento

Así que cuatro pastillas son mejores que dos, pero ¿cómo es posible? ¿Acaso una pastilla de azúcar de placebo ejerce el mismo efecto que el de cualquier otra pastilla médica? ¿Existe una curva de respuesta a las dosis, como la que los farmacólogos hallarían para cualquier otro medicamento? La respuesta es que el efecto placebo abarca mucho más que la mera pastilla: abarca el sentido o significado cultural del tratamiento. Las pastillas no aparecen sin más en nuestro estómago: son administradas de un modo particular, adoptan formas diversas y las ingerimos con unas determinadas expectativas. Y todo eso tiene un impacto en las ideas y creencias de la persona sobre su propia salud y, a su vez, sobre el resultado del tratamiento. La homeopatía es, por poner un caso, un ejemplo perfecto del valor del ceremonial.
En un terreno más próximo al de los terapeutas alternativos, el British Medical Journal publicó recientemente un artículo en el que se comparaban dos diferentes tratamientos placebo para el dolor de brazo: uno de ellos consistía en una pastilla de azúcar, y el otro, en una especie de «ritual», un tratamiento inspirado en el modelo de la acupuntura. El ensayo halló que este segundo y más elaborado placebo producía un mayor beneficio. Pero el testimonio definitivo de la construcción social del efecto placebo debe de ser sin duda el que nos revela la extraña historia del envasado. El dolor es un ámbito en el que cabría sospechar que las expectativas producirán un efecto particularmente significativo. La mayoría de las personas han averiguado por sí mismas que pueden apartar el dolor de sus mentes —al menos, hasta cierto punto— simplemente mediante la distracción, o que el estrés puede hacer que un dolor de muelas empeore.
Conozco a gente que sigue insistiendo en comprar analgésicos de marca. Por mucho que nos diga la teoría farmacológica, la versión de marca es mejor y no hay discusión posible. Parte de ello puede deberse al coste: un estudio reciente que analizaba el dolor causado por descargas eléctricas mostró que el tratamiento analgésico era más potente cuando se les decía a los sujetos que costaba 2,50 euros que cuando se les decía que su precio sólo era de 10 céntimos. Y la cosa se pone aún mejor (o peor, dependiendo de cómo se sientan al ver que la concepción del mundo que tenían hasta ahora se desmorona por momentos). Los ultrasonidos de pega han demostrado ser beneficiosos contra el dolor dental, igual que ciertas operaciones placebo se han revelado positivas contra el dolor de rodilla (el cirujano sólo practica unos orificios a los lados para una intervención artroscópica ficticia y mueve el instrumental un rato como si estuviera haciendo algo útil). Ha habido operaciones placebo que se han revelado eficaces incluso a la hora de mejorar las anginas de pecho.
Éstas son ya palabras mayores. La angina de pecho es el dolor que una persona siente cuando no llega suficiente oxígeno al músculo de su corazón para que éste siga realizando su trabajo habitual. Por eso empeora con el ejercicio: porque se le exige más esfuerzo al músculo cardíaco. Los tratamientos que ayudan a mejorar la angina suelen funcionar dilatando los vasos sanguíneos que riegan el corazón. Los nitratos son un tipo de sustancias químicas que se usan con frecuencia para tal fin: relajan la musculatura lisa de nuestro cuerpo, lo que dilata las arterias, de modo que puede circular más sangre (también relajan otras áreas de musculatura lisa del organismo, incluido el esfínter anal, y de ahí que una variante de esas sustancias se venda bajo la denominación de «oro líquido»).
Un estudio sueco fechado a finales de la década de 1990 mostró que una serie de pacientes con marcapasos instalados pero no encendidos habían mejorado de su afección cardíaca (aunque no habían mejorado tanto como para estar igual de bien que las personas que llevaban marcapasos encendidos, que quede claro). Más recientemente aún, un estudio de un tratamiento «angioplástico» de muy alta tecnología que incluía el uso de un gran catéter láser (todo con un pretendido aire de cientificidad) mostró que el tratamiento de pega era casi tan eficaz como el procedimiento real. De hecho, hasta los gurús de los llamados estilos de vida saludables han sido analizados, por ejemplo, en un elegante estudio que examinó el efecto de que nos digan simplemente que estamos haciendo algo bueno para nuestra salud. Ochenta y cuatro mujeres que trabajaban en el servicio de habitaciones de diversos hoteles fueron repartidas entre dos grupos: a unas se les dijo que limpiar las habitaciones era un «ejercicio positivo» para ellas y que «cumplía con las recomendaciones del Ministerio de Sanidad sobre lo que debía ser un estilo de vida activo», y se les dio explicaciones adicionales de cómo y por qué. Las del grupo de «control» no recibieron esta alentadora información y siguieron limpiando habitaciones de hotel como siempre. Cuatro semanas después, las mujeres del grupo de las «informadas» tenían la percepción de estar haciendo sustancialmente más ejercicio que antes y evidenciaban una disminución significativa de peso, grasa corporal, ratio cintura-cadera e índice de masa corporal, pero, sorprendentemente, ambos grupos seguían declarando realizar la misma cantidad de actividad que antes.
Lo que diga el doctor

Si usted, doctor o no, es capaz de creer fervientemente en el tratamiento que está administrando, aun cuando los ensayos controlados muestren que es del todo inútil, sus resultados serán sensiblemente más positivos, sus pacientes estarán mucho mejor y sus ingresos también mejorarán con creces. Creo que esto es lo que explica el destacable éxito de algunos de los menos talentosos —aunque más crédulos— miembros de la profesión, así como el intenso desagrado que algunos médicos de moda y de éxito suelen mostrar ante las estadísticas y los experimentos controlados.
Como ya se habrán dado cuenta, en el estudio de las expectativas y las creencias no es necesario que nos ciñamos a las pastillas y los aparatos: podemos apartarnos de ellos por completo. Resulta, por ejemplo, que lo que el médico diga y lo que él crea tienen un efecto en la curación. Si esto les parece obvio, entonces tal vez deba añadir que ejercen una influencia que ha sido medida ya, y de manera elegante, en ensayos cuidadosamente diseñados. Aunque no diga nada, lo que el doctor o la doctora saben puede afectar a los resultados de un tratamiento: la información se filtra a través de la gestualidad, el énfasis con que se dicen las cosas, los movimientos de cejas, las sonrisas o sus ausencias...
Fue el doctor Stewart Wolf quien llevó el efecto placebo hasta el límite. Concretamente, explicó a dos mujeres que padecían náuseas y vómitos (y una de las cuales estaba embarazada) que tenía un tratamiento que mejoraría sus síntomas. Lo que hizo en realidad fue introducirles un tubo hasta el estómago (para que no saborearan el repugnante amargor) y administrarles Ipecac, un medicamento supuestamente indicado para inducir náuseas y vómitos. Pues bien, no sólo mejoraron los síntomas de las pacientes tras aquello, sino que sus contracciones gástricas —que el Ipecac debía haber empeorado— se redujeron. Los resultados de Wolf sugieren —y sólo sugieren, porque su muestra era demasiado reducida— la posibilidad de que un fármaco tenga el efecto opuesto al que sería de esperar según su farmacología, simplemente, manipulando las expectativas de las personas. En este caso, el efecto placebo fue más potente incluso que las reacciones farmacológicas.
¿Más que moléculas?
¿Existe entonces algún tipo de investigación básica de laboratorio que explique lo que sucede cuando se nos administra un placebo? S ha demostrado, por ejemplo, que la «versión» placebo de un medicamento real puede inducir los mismos efectos que éste en el cuerpo, no sólo en seres humanos, sino también en animales. La mayoría de los fármacos destinados a tratar la enfermedad de Parkinson funcionan incrementando el nivel de dopamina liberada en el organismo. Pues bien, los pacientes receptores de un tratamiento placebo contra la enfermedad de Parkinson, por ejemplo, evidenciaron un nivel adicional de dopamina liberada en el cerebro.
Zubieta y sus colaboradores mostraron que los sujetos sometidos a dolor y, seguidamente, tratados con un placebo liberan más endorfinas que aquellos que no reciben nada. Si ahondamos en el trabajo teórico procedente del estudio del reino animal, vemos que es posible también condicionar los sistemas inmunológicos de diversas especies para que respondan a los placebos, exactamente igual que el perro de Pavlov empezaba a salivar en respuesta al sonido de una campana. Los investigadores han detectado cambios en el sistema inmunológico de los perros cuando se les administra únicamente agua de sabor azucarado, después de que esos animales hayan asociado ese líquido azucarado a la inmunodepresión tras habérsela administrado repetidamente con ciclofosfamida, un fármaco que deprime el sistema inmunitario.
También se ha registrado un efecto similar en humanos. Unos investigadores dieron a sujetos sanos una bebida con un sabor característico al mismo tiempo que ciclosporina A (un fármaco que reduce apreciablemente la función inmunitaria). Una vez cimentada la asociación entre la bebida y el medicamento (tras suficientes repeticiones de la administración conjunta de ambos), los estudiosos hallaron que la bebida con un sabor característico podía inducir por sí sola unos niveles modestos de depresión inmune. Algunos investigadores han llegado incluso a obtener una relación entre el consumo de sorbetes y la actividad de las llamadas células NK o nulas (un tipo de linfocitos).
En general, tendemos a pensar, de un modo bastante peyorativo, que, si el dolor de una persona responde bien a un placebo, eso quiere decir que «todo estaba en su cabeza» y ya está. A juzgar por los datos de diversas encuestas, incluso el personal médico y de enfermería se cree esa especie de bulo. En un artículo publicado en The Lancet en 1954 —una época que podríamos considerar de un planeta distinto al nuestro en lo que respecta a la manera en que los médicos hablaban de sus pacientes—se afirmaba que: «A algunos pacientes poco inteligentes y más bien incompetentes, se les facilita mucho la vida con un frasco de medicinas para reconfortarles el ego». Eso es un error. No sirve de nada tratar de exceptuarse uno mismo y pretender que esto es algo que les sucede a otras personas, porque todos respondemos al placebo. Los investigadores se han esforzado por caracterizar a los pacientes tipo que responden a los placebos en muchas clases de estudios y experimentos, pero los resultados que han obtenido se parecen a esos horóscopos del día que pueden servir para cualquiera. Se dice, por ejemplo, que quienes responden al placebo son más extrovertidos, al mismo tiempo que más neuróticos, que son más equilibrados y, a la vez, más hostiles, que tienen más habilidades sociales, que son más agresivos al tiempo que más obedientes, etc. En la persona tipo que responde al placebo encajamos todos. Nuestro cuerpo le juega malas pasadas a nuestra mente. No somos de fiar.
¿Cómo unimos todo esto? Moerman reformula el efecto placebo denominándolo la «respuesta del significado profundo», es decir, «los efectos psicológicos y fisiológicos del tratamiento de las enfermedades», y el suyo es un modelo bastante convincente. Ha realizado, además, uno de los más impresionantes análisis cuantitativos del efecto placebo y de cómo cambia según el contexto, recurriendo nuevamente a pacientes con úlcera de estómago. Esta es una dolencia excelente para esta clase de estudios, ya que es habitual y tratable, pero, sobre todo, porque el éxito del tratamiento puede constatarse de forma inequívoca examinando posteriormente la zona con un gastroscopio. Moerman examinó 117 estudios de medicamentos contra la úlcera realizados en 20 años, y descubrió para gran asombro de todos que interactúan de un modo que jamás habríamos esperado: en el terreno cultural, más que farmacodinámicamente.
La cimetidina fue uno de los primeros fármacos contra la úlcera que apareció en el mercado y continúa siendo usada hoy en día. En 1975, cuando era nueva, erradicaba el 80 % de las úlceras (según la media obtenida de los diversos ensayos que se hicieron). Con el paso del tiempo, sin embargo, la tasa de éxito de la cimetidina fue disminuyendo hasta quedarse en un mero 50 %. Más interesante aún: tal deterioro se produjo principalmente, al parecer, tras la introducción en el mercado —cinco años más tarde— de la ranitidina, un fármaco rival y supuestamente superior. De manera que la misma medicina (exactamente) pasó a ser menos eficaz a medida que se fueron introduciendo otras nuevas.
Son muchas las interpretaciones posibles de semejante fenómeno. Como es lógico, esto podría deberse a un cambio en los protocolos de las investigaciones. Pero otra posibilidad bastante convincente es que los medicamentos más antiguos vayan perdiendo eficacia tras la introducción de otros nuevos, porque esto último hace que se deteriore la fe médica en los primeros. Otro estudio de 2002 analizó 75 ensayos de antidepresivos llevados a cabo durante los veinte años anteriores y halló que la respuesta al placebo se ha incrementado significativamente en los últimos tiempos (al igual que la respuesta a la medicación), quizá porque también han aumentado las expectativas que nos hemos ido formando en torno a esos fármacos.
Los hallazgos de este tipo tienen importantes ramificaciones para nuestra concepción del efecto placebo y para el conjunto de la medicina en general, pues los placebos pueden constituir una potente fuerza universal: debemos recordar, en concreto, que el efecto placebo —o el «efecto del significado profundo»— varía según las culturas y las sociedades. Los analgésicos de marca podrían ser mejores que los que vienen en un envase en blanco solamente aquí y en nuestra época. Si ustedes buscaran a alguien con un dolor de muelas en el año 6000 a.C. o en el curso alto del Amazonas en 1880, o si se hubieran dejado caer por la Rusia soviética durante la década de 1970 (donde nadie había visto el consabido anuncio televisivo en el que una mujer atractiva se estremece por un dolor en la sien —representado en forma de círculo rojo palpitante— y que, sin embargo, se calma —un tranquilizador color azul se extiende por todo su cuerpo— tras tragarse el analgésico), en un mundo sin las precondiciones culturales necesarias, lo lógico sería que la aspirina hiciera el mismo servicio con independencia de la caja en la que se dispensara.
Esto tiene también implicaciones interesantes de cara a la transferibilidad de las terapias alternativas. Por ejemplo, la novelista Jeanette Winterson ha escrito en The Times un manifiesto para financiar un proyecto para el tratamiento de pacientes con sida en Botsuana —donde la cuarta parte de la población es seropositiva— con homeopatía. Dejemos a un lado la ironía de llevar la homeopatía a un país que haestado envuelto en una guerra por el agua con su vecina Namibia, y dejemos también al margen la tragedia que ha causado la devastación del sida en Botsuana, que es tan terrible —repito: la cuarta parte de la población es seropositiva— que si no se aborda de forma rápida y firme, toda la franja económicamente productiva de la población del país podría cesar de existir sin más, lo que, en la práctica, dejaría tras de sí un «no país».
Dejando de lado, como digo, toda esta tragedia, lo que nos interesa a los efectos de lo que aquí nos ocupa es la idea de que podamos llevar nuestro placebo (occidental, individualista, que responsabiliza en parte al paciente, contrario al orden médico establecido y muy específico desde el punto de vista cultural) a un país con tan escasa infraestructura sanitaria y esperar que allí funcione de igual modo que aquí. La mayor ironía de todas es que, si la homeopatía llega a tener algún tipo de beneficio para las personas afectadas de sida en Botsuana, tal vez sea gracias a su relación con la medicina occidental de bata blanca que tantos países africanos necesitan de forma desesperada.
Pues bien, si ustedes fueran ahora a hablar con algún terapeuta alternativo sobre el contenido del presente artículo, ¿qué oirían de boca de éste? ¿Sonreiría, asentiría y aceptaría que sus rituales han sido cuidadosa y elaboradamente construidos a lo largo de muchos siglos de ensayo y error con el objeto de obtener la mejor respuesta de placebo posible? ¿Que hay más misterios fascinantes en la verdadera historia de la relación entre el cuerpo y la mente que los que se encierran en las descabelladas ideas (por imaginativas que sean) sobre la presencia de supuestas pautas de energía cuántica en un terrón de azúcar?
Para mí, este es otro ejemplo más de una paradoja fascinante de la filosofía de los terapeutas alternativos y otros curanderos "modernos": cuando afirman que sus tratamientos tienen un efecto específico y medible sobre el organismo, y que este opera a través de mecanismos técnicos concretos y no mediante rituales, se convierten en adalides de una forma muy anticuada e ingenua de reduccionismo biológico, en la que el efecto positivo en la curación se atribuye únicamente a la mecánica de sus intervenciones, y no a la relación con el paciente ni al ceremonial desplegado. Y el problema, insisto, estriba no sólo en que no tengan prueba alguna del modo en el que ellos aseguran que sus tratamientos funcionan, sino también en que sus afirmaciones y argumentos en ese sentido son mecanicistas, decepcionantes desde el punto de vista intelectual y, sencillamente, menos interesantes que la realidad.
¿Un placebo ético?

Pero, más que nada, el efecto placebo revela la existencia de fascinantes dilemas y conflictos éticos en las sensaciones mismas que nos produce la pseudociencia. Tomemos el ejemplo más concreto hasta el momento: ¿son las pastillas de azúcar de la homeopatía un timo y un negocio de aprovechados si funcionan solamente como placebo? Un analista clínico pragmático no podría más que considerar el valor de un tratamiento valorándolo en su contexto.
Veamos un claro ejemplo de los beneficios del placebo. Durante la epidemia de cólera del siglo XIX, el Hospital Homeopático de Londres registró sólo una tercera parte de los fallecimientos ocurridos en el Hospital de Middlesex. Sin embargo, en aquellas condiciones, es improbable que la única incidencia beneficiosa fuera la del efecto placebo. El motivo del éxito de la homeopatía en aquel caso fue más interesante: por entonces, nadie podía tratar el cólera. Dado que las atroces prácticas médicas habituales en aquella época (por ejemplo, las sangrías) eran dañinas, los tratamientos de los homeópatas, al menos, no contribuían a mejorar ni a empeorar el cuadro clínico de los pacientes.
En la actualidad, y de manera parecida, suelen darse situaciones en las que las personas quieren un tratamiento, pero donde la medicina tiene muy poco que ofrecer: muchos dolores de espalda, cuadros de estrés laboral, formas de fatiga para la que no hay explicación médica y resfriados comunes (de hecho, la mayoría), por citar sólo unos ejemplos. Pasar por el trámite de los tratamientos médicos, probando toda medicación habida y por haber, no servirá para otra cosa que para provocar efectos secundarios. En esas circunstancias, una pastilla de azúcar se antoja una opción muy sensata, siempre que pueda ser administrada con precaución y, a ser posible, con el mínimo nivel de engaño.
Pero de igual manera que la homeopatía tiene beneficios inesperados, también puede generar efectos secundarios no previstos. Creer en cosas que no están respaldadas por pruebas conlleva efectos corrosivos de índole intelectual, de igual modo que recetar píldoras acarrea sus riesgos: «medicaliza» problemas (como veremos), puede reforzar creencias contraproducentes acerca de las enfermedades y puede fomentar la idea de que una pastilla es una respuesta apropiada a un problema social… o a una modesta enfermedad vírica. Hay también daños más concretos, específicos de la cultura en la que se administra el placebo, más allá de la pastilla de azúcar en sí. Por ejemplo, es práctica mercantil rutinaria de los homeópatas el denigrar la medicina convencional. Hay un motivo comercial muy sencillo para tal actitud: las encuestas muestran que el factor casi único que se correlaciona de manera regular con la elección de las terapias alternativas es el haber sufrido algún tipo de experiencia decepcionante con la medicina convencional. No se trata solamente de que rebajen la importancia de ésta.
Según un estudio, más de la mitad de los homeópatas consultados advertían a sus pacientes para que no administraran la vacuna triple vírica (SPR, por sus siglas en inglés) a sus hijos, lo que no dejaba de ser un acto de irresponsabilidad por el que se convertían en correa de transmisión de lo que probablemente se recordará como el bulo mediático sobre la SPR. ¿Cómo reaccionó el mundo de la terapia alternativa al darse cuenta de este preocupante hecho, es decir, de que tantos de sus miembros estaban socavando casi sin hacer ruido todo el calendario de vacunaciones? Una investigación del programa Newsnight, de la BBC, descubrió que casi todos los homeópatas consultados recomendaban a sus pacientes unas píldoras homeopáticas ineficaces para protegerlos frente a la malaria y les aconsejaban que no adoptaran las medidas profilácticas médicas establecidas contra esa enfermedad, sin dar siquiera a sus clientes el asesoramiento más básico en cuanto a la prevención de las picaduras de mosquito.
Tal vez se sorprendan de lo poco «holístico» o «complementario» que resulta ese enfoque. ¿Cómo abordaron la cuestión los autoproclamados «órganos reguladores» de la homeopatía? Ninguno de ellos emprendió acción alguna contra los homeópatas en cuestión. Y, en los casos más extremos, cuando su actividad no sólo socava la efectividad de las campañas de salud pública, dejando a sus pacientes expuestos a enfermedades fatales, muchos homeópatas carentes de la cualificación médica necesaria pueden pasar por alto diagnósticos fatales (o restarles importancia) recomendando grandilocuentemente a sus clientes que dejen de usar sus inhaladores de siempre o que tiren a la basura sus pastillas para el corazón.
Hay más que abundantes ejemplos de ello, pero no voy a alargar el artículouí. Baste decir que, aun cuando sea concebible cierta utilidad para un placebo ético, los homeópatas —como mínimo— han demostrado con creces que carecen de la madurez y de la profesionalidad necesarias para proporcionarlo. Mientras tanto, los doctores de moda, impactados por el atractivo comercial que ejercen las pastillas de azúcar, se preguntan a veces (sin demostrar mucha imaginación) si no deberían ellos mismos aprovechar el tirón y vender las suyas. Una idea más inteligente, sin duda, sería sacar partido de las investigaciones que hemos visto, pero únicamente en el sentido de perfeccionar aquellos tratamientos que realmente actúan mejor que el placebo, y de mejorar la atención sanitaria sin engañar a los pacientes.
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