EL TAMAÑO DEL COSMOS

El Cosmos es como mínimo 1000 trillones (10 21) de veces mayor que las distancias más grandes conocidas por nuestros ancestros cazadores recolectores, que esencialmente se correspondían con la distancia que podían cubrir a pie a lo largo de una vida. Es más, esta ampliación de los horizontes humanos no ocurrió de golpe, sino que se ha ido produciendo de manera progresiva. Cada vez que los humanos hemos conseguido ampliar el campo de visión y cartografiar este Universo a escalas mayores, hemos descubierto que todo lo que conocíamos con anterioridad formaba parte de algo mayor. La tierra en la que nacimos forma parte de un planeta, que forma parte de un sistema planetario, que forma parte de una galaxia, que forma parte de un patrón cósmico de cúmulos de galaxias que forman parte del Universo observable que, tal como defenderemos, forma parte de uno o más niveles de Universos paralelos.

Como avestruces con la cabeza enterrada bajo tierra, los humanos hemos creído en reiteradas ocasiones que lo que veíamos era lo único existente, considerándonos con arrogancia el centro de todo. En nuestros intentos por  entender el Cosmos, la estimación a la baja ha sido, pues, un tema recurrente. Sin embargo, en repetidas ocasiones hemos infravalorado no solo el tamaño del Cosmos, sino también la capacidad de la mente humana para comprenderlo. Nuestros ancestros cavernícolas poseían cerebros igual de grandes que los nuestros y, como no se pasaban las veladas viendo la televisión, estoy convencido de que se planteaban preguntas como «¿qué será todo eso que hay en el cielo?» y «¿de dónde salió?». Les habían contado mitos y cuentos preciosos, pero apenas repararon en que tenían en su interior lo necesario para averiguar por sí mismos las respuestas a esas preguntas. Ni tampoco en que el secreto no estaba en aprender a volar hasta el espacio para estudiar los objetos celestes, sino en dejar volar sus mentes humanas.

No hay mayor garantía de fracaso que convencerse uno mismo de que el éxito es imposible y, por tanto, no llegar siquiera a intentar las cosas. Vistos en retrospectiva, muchos de los grandes avances de la Física pudieron lograrse antes, porque ya existían las herramientas necesarias. Hay ejemplos llamativos en los que faltas de confianza similares fueron superadas al fin por Isaac Newton, Aleksandr Fridman, George Gamow y Hugh Everett. Con ese espíritu resuena esta cita del nobel de Física Steven Weinberg: «Eso es lo habitual en Física: el error no está en que nos tomemos nuestras teorías demasiado en serio, sino en que no nos las tomamos en serio lo suficiente».

Veamos en primer lugar cómo averiguar el tamaño de la Tierra y las distancias a la Luna, el Sol, las estrellas y las galaxias. Me parece una de las historias más interesantes de todos los tiempos, y puede que hasta sea el origen de la Ciencia moderna. Los cuatro primeros ejemplos no implican nada más complicado que algunas mediciones de ángulos. Asimismo, desvelan la importancia de asombrarse ante observaciones aparentemente cotidianas, porque a veces contienen claves cruciales.  

El tamaño de la Tierra

En cuanto se generalizó la navegación, la gente reparó en que cuando los barcos se alejaban por el horizonte, el casco desaparecía antes que las velas. Esto indujo a pensar que la superficie del océano es curva y que la Tierra es esférica, tal como parecían serlo también el Sol y la Luna. Los griegos de la antigüedad clásica también encontraron indicios directos de esto mismo al apreciar que la Tierra proyecta una sombra circular sobre la Luna durante los eclipses lunares. Aunque sería fácil calcular el tamaño de la Tierra a partir del modo en que se ocultan los navíos tras el horizonte, Eratóstenes consiguió una medición mucho más precisa hace más de dos mil doscientos años mediante un empleo ingenioso de ángulos. Él sabía que el Sol brilla totalmente vertical en la ciudad egipcia de Asuán a mediodía en el solsticio de verano, y sin embargo cae 7,2 grados al sur de la vertical en Alejandría, una ciudad situada 794 kilómetros más al norte. De ahí dedujo que recorrer 794 kilómetros equivale a cubrir 7,2 grados de los 360 grados que completan la circunferencia de la Tierra, de modo que la circunferencia completa tiene que medir unos 794 km × 360°/7,2° = 39 700 km, lo cual se acerca notablemente a los 40 000km que se le atribuyen en la actualidad.

Resulta irónico que Cristóbal Colón descartara este dato por completo y se fiara de cálculos ulteriores menos exactos, aparte de confundir millas árabes con millas italianas, lo cual lo llevó a la conclusión de que tan solo debía navegar 3700 km para llegar a Oriente, cuando el dato real ascendía a 19 600 km. Es evidente que no le habrían financiado el viaje si hubiera hecho bien los cálculos, y es evidente que no habría sobrevivido si América no existiera, así que a veces tener suerte es más importante que tener razón.

La distancia a la Luna

Los eclipses han inspirado temor, asombro y mitos a lo largo de todos los tiempos. De hecho, mientras Colón permaneció varado en Jamaica consiguió intimidar a los nativos con la predicción del eclipse lunar del 29 de febrero de 1504. Pero los eclipses lunares también dan una pista preciosa sobre el tamaño del Cosmos. Hace más de dos milenios, Aristarco de Samos observó que cuando la Tierra se sitúa entre el Sol y la Luna y se produce un eclipse lunar, la sombra que proyecta la Tierra sobre la Luna presenta un contorno curvo, y la sombra redondeada de la Tierra es varias veces mayor que la Luna. Aristarco también reparó en que esta sombra debe ser ligeramente menor que la propia Tierra debido a que la Tierra es menor que el Sol, y resolvió con tino esta complicación y concluyó que la Luna es unas 3,7 veces menor que la Tierra. Como Eratóstenes ya había calculado el tamaño de la Tierra, Aristarco se limitó a dividir ese dato entre 3,7 ¡para calcular el tamaño de laLuna! Ese fue el momento en que la imaginación humana despegó al fin del suelo y empezó a conquistar el espacio.

Infinidad de personas habían observado la Luna antes que Aristarco y se habían preguntado qué tamaño tendría, pero él fue el primero en calcularlo, y lo hizo aplicando el poder de la mente, no el poder de un cohete. Un hito científico suele propiciar otro y, en este caso, el tamaño de la Luna reveló de inmediato su distancia. Si estiramos un brazo al frente con el meñique levantado y comprobamos qué objetos de su alrededor quedan tapados por ese dedo, el meñique así extendido cubre un ángulo aproximado de un grado, lo que viene a ser el doble de lo que se necesita para tapar la Luna. Para que un objeto cubra medio grado, debe distar de nosotros alrededor de 115 veces su tamaño así que, si al mirar por la ventanilla de un avión tapa una piscina (olímpica) de 50 metros con lamitad del meñique, sabrá que viaja a una altitud de 115 × 50 m = 6 km.

De la misma manera, Aristarco calculó que la distancia a la Luna debía ascender a 115 veces su tamaño, lo cual arrojó un resultado de unas 30 veces el diámetro de la Tierra.

La distancia al Sol y a los planetas

¿Y qué hay del Sol? Tapando el Sol con el meñique comprobamos que abarca casi el mismo ángulo que la Luna, alrededor de medio grado, pero es evidente que se encuentra mucho más lejos que la Luna, puesto que esta lo oculta de la vista (de un modo casi exacto) durante los eclipses totales de Sol. Pero ¿cuánto más lejos? Pues depende del tamaño: por ejemplo, si midiera tres veces más que la Luna, tendría que encontrarse tres veces más lejos para abarcar el mismo ángulo. Aristarco de Samos estaba en racha de aciertos por entonces y también respondió con ingenio a este interrogante. Se dio cuenta de que el Sol, la Luna y la Tierra formaban los tres vértices de un triángulo rectángulo cuando la Luna está en una fase de cuarto, cuando vemos iluminada por el Sol justo la mitad de la cara de la Luna que mira hacia la Tierra y calculó que el ángulo entre la Luna y el Sol rondaba los 87 grados en esos instantes. Así que, como conocía tanto la forma del triángulo como la longitud del lado Tierra-Luna, aplicó la trigonometría para calcular la longitud del lado Tierra-Sol, es decir, la distancia entre la Tierra y el Sol.

Llegó a la conclusión de que el Sol dista unas 20 veces más que la Luna y por tanto, es unas 20 veces mayor que la Luna. En otras palabras, el Sol era inmenso: con un diámetro más de cinco veces mayor que el de la Tierra. Este razonamiento animó a Aristarco a proponer la hipótesis heliocéntrica mucho antes que Nicolás Copérnico: pensó que tendría más sentido que fuera la Tierra la que orbitara alrededor del Sol, mucho más grande, y no al revés. Esta historia debe inspirarnos tanto como prevenirnos, porque enseña la importancia del ingenio y la importancia de valorar la incertidumbre de cada medición. Los griegos de la antigüedad eran menos dados a lo segundo, y Aristarco no fue, por desgracia, una excepción. Resulta que era muy complicado determinar en que instante preciso se ve iluminado justo el 50 % del disco de la Luna, y el verdadero ángulo Luna-Sol en ese momento no asciende a 87 grados, sino a unos 89,85, muy cerca del ángulo recto. Por tanto, el triángulo es en realidad mucho más alargado y fino: de hecho, el Sol dista casi 20 veces más de lo que estimó Aristarco, y tiene un diámetro unas 109 veces mayor que el de la Tierra, así que dentro del volumen del Sol cabrían un millón de planetas como el nuestro.

Por desgracia, aquel error flagrante no se corrigió hasta casi dos mil años más tarde, así que cuando llegó Copérnico y estimó el tamaño y la forma del Sistema Solar con una destreza geométrica aún mayor, calculó bien la forma y el tamaño relativos de todas las órbitas planetarias, pero la escala global del Sistema Solar era unas 20 veces inferior a la real: algo equivalente a confundir una casa de verdad con una casa de muñecas.

La distancia a las estrellas

Pero ¿qué hay de las estrellas? ¿A qué distancia están? ¿Y qué son? El cálculo de la distancia a la Luna y el Sol fue impresionante, pero al menos se disponía de alguna información clave: experimentan cambios curiosos de posición y tienen formas y tamaños angulares medibles. ¡En cambio, una estrella parece un caso totalmente perdido! Se ve como un tenue punto blanco. Al observarla con más detenimiento… sigue viéndose como un tenue punto blanco, sin ninguna figura ni tamaño discernibles, nada más que un punto de luz. Y nunca notamos que las estrellas se muevan por el firmamento, salvo por la rotación global aparente de todas las constelaciones, la cual sabemos que es una mera ilusión debida a la rotación de la Tierra.

En la antigüedad hubo quien especuló con que las estrellas eran pequeños orificios en una esfera negra a través de los cuales pasaba luz distante. El astrónomo italiano Giordano Bruno propuso, en cambio, que eran objetos como el Sol, solo que mucho más alejados, y tal vez provistos de sus propios planetas y civilizaciones. Esto no fue muy bien recibido por la Iglesia católica, que ordenó quemarlo en la hoguera en el año 1600. En 1608 llegó un atisbo inesperado de esperanza: ¡se inventó el telescopio! Galileo Galilei perfecciona enseguida el diseño, apunta a las estrellas con telescopios cada vez mejores y ve… de nuevo meros puntos blancos.  

Si las estrellas son de verdad soles distantes, tal como propuso Bruno, entonces tienen que hallarse a una distancia espectacular, mucho mayor que la del Sol, para verse tan tenues. Pero ¿cuánto más lejos que este? Eso depende de su luminosidad real, la cual también quisiéramos conocer. El matemático y astrónomo alemán Friedrich Bessel consiguió al fin avanzar un paso en este caso detectivesco. Si estiraramos el dedo pulgar con el brazo extendido y miramos de forma alterna y sin moverlo, primero con un ojo cerrado y después cerrando el otro, varias veces, notamos  que el pulgar parece saltar cierto ángulo a un lado y al otro en relación con los objetos del fondo. Si acercamos ahora el pulgar un poco más a la cara, comprobamos que ese ángulo aumenta. Este salto recibe en Astronomía el nombre de paralaje, y es evidente que se puede usar para calcular a qué distancia está el pulgar.

En realidad, no tenemos que preocuparnos de realizar los cálculos, porque el cerebro los hace por nosotros con tanta facilidad que ni siquiera reparamos en ello (el hecho de que cada ojo vea los objetos desde un ángulo diferente dependiendo de la distancia a la que se encuentran constituye la esencia misma del funcionamiento del sistema que permite al cerebro percibir la profundidad para dotarnos de visión tridimensional).

Si tuviéramos los ojos más separados, percibiríamos mejor la profundidad a grandes distancias. En Astronomía, este mismo efecto de paralaje nos permite simular que somos gigantes con ojos separados por 300 000 millones de metros, que es el diámetro de la órbita que sigue laTierra alrededor del Sol. Esto se consigue obteniendo fotografías telescópicas con seis meses de diferencia temporal, cuando la Tierra se sitúa en lados opuestos del Sol. Haciendo esto, Bessel notó que, si bien la mayor parte de las estrellas aparecía en la misma posición en ambas imágenes, una estrella concreta no lo hacía: una estrella que portaba el enigmático nombre de 61 Cygni. Esta revelaba un pequeño desplazamiento angular que evidenciaba que tenía que hallarse casi un millón de veces más lejos que el Sol, una distancia tan descomunal que su luz tardaría once años en alcanzarnos, mientras que la luz del Sol nos llega en tan solo ocho minutos.

En cuestión de poco tiempo se midió la paralaje de muchas más estrellas, ¡una cantidad enorme de aquellos misteriosos puntos blancos tenía distancias conocidas! Si observamos un coche que se aleja de nosotros por la noche, vemos que el brillo de las luces traseras decae con el inverso del cuadrado de la distancia (el doble de lejos las torna cuatro veces más tenues). Una vez conocida la distancia que nos separa de 61 Cygni, Bessel empleó esta ley del inverso de los cuadrados para calcular su luminosidad. La respuesta a la que llegó fue que tenía una luminosidad muy similar a la del Sol, lo que indicaba que ¡el pobre Giordano Bruno estaba en lo ciertodespués de todo!

Hacia la misma época se produjo un segundo avance crucial, en este caso a través de un planteamiento totalmente distinto. En 1814, el óptico alemán Joseph von Fraunhofer inventó un instrumento llamado espectrógrafo, que le permitió descomponer la luz blanca en los colores del arcoíris que la conforman, y medirlos con un detalle exquisito. Descubrió unas misteriosas líneas oscuras en el arcoíris y que la posición específica que ocupaban esas líneas dentro del espectro de colores dependía de la composición de la fuente de luz, lo que las convertía en una especie de huella dactilar espectral. Durante las décadas siguientes se midieron y catalogaron esos espectros en muchos elementos comunes. Fue sorprendente que el espectro de la luz solar revelara que el Sol, ese enigmático orbe ardiente suspendido del cielo, estuviera formado por elementos tan conocidos en la Tierra como el hidrógeno. Es más, cuando se observó la luz solar procedente de un telescopio a través de un espectroscopio, reveló que las estrellas ¡consisten casi en la misma mezcla de gases que el Sol! Esto terminó de resolver el asunto en favor de Bruno: las estrellas son soles distantes, semejantes tanto en producción energética como en contenido. Así que en pocas décadas las estrellas pasaron de ser puntos blancos inescrutables a convertirse en bolas gigantescas de gas caliente cuya composición química podía medirse.

Un espectro es una mina de oro de información astronómica, y siempre que creemos haberla exprimido al máximo de su capacidad, encontramos claves nuevas codificadas en él. Para los principiantes, un espectro permite medir la temperatura de un objeto sin tocarlo con un termómetro. Sin necesidad de tocar, sabemos que un trozo de metal al rojo blanco está más caliente que otro al rojo vivo, y de forma similar sabemos que una estrella blanquecina es más caliente que una estrella rojiza; un espectrógrafo permite especificar las temperaturas con bastante precisión. Como sorpresa adicional, resulta que esta información revela también el tamaño del astro, igual que la resolución de una palabra en un crucigrama desvela en ocasiones otra palabra. El truco está en que la temperatura informa de la cantidad de luz que emerge de cada metro cuadrado de la superficie estelar. Como podemos calcular la cantidad total de luz que irradia la estrella (a partir de su distancia y brillo aparente), ya sabemos cuántos metros cuadrados debe tener la superficie del astro y, por tanto, qué tamaño tiene.

Por si fuera poco, el espectro de una estrella también oculta datos relevantes sobre su movimiento, el cual induce ligeras fluctuaciones de frecuencia (color) en su luz mediante el denominado efecto Doppler, el efecto que hace que decaiga el tono de ruido que despide un coche al pasar: la frecuencia es mayor cuando el coche se acerca y desciende a medida que se aleja. A diferencia del Sol, la mayoría de las estrellas mantienen una relación estable de pareja con una compañera estelar, y ambos miembros bailan uno alrededor del otro siguiendo una órbita regular. Esta danza se detecta a menudo a través del efecto Doppler, porque provoca que las líneas espectrales de las estrellas se muevan hacia atrás y hacia delante una vez por órbita. La magnitud del desplazamiento revela la velocidad del movimiento, y mediante la observación de ambos astros a veces se puede medir cuánto distan entre sí.

La combinación de toda esta información permite realizar un truco adicional: podemos pesar las estrellas sin colocarlas sobre una báscula de baño gigante, usando las leyes del movimiento y de la gravitación de Newton para calcular qué masa deben tener para seguir las órbitas observadas. En algunos casos, esos desplazamientos Doppler también han revelado planetas en órbita alrededor de una estrella. Si el planeta pasa por delante de la estrella, el ligero desvanecimiento del brillo estelar revela el tamaño del planeta, y la leve alteración de las líneas espectrales indica en ocasiones si el planeta posee atmósfera y de qué se compone. Y los espectros son un tesoro inagotable.

Por ejemplo, la anchura de las líneas espectrales de una estrella con una temperatura determinada permite medir la presión gaseosa del astro, y el grado de división de las líneas espectrales en dos o más líneas próximas permite medir la intensidad del magnetismo en la superficie de la estrella. En conclusión, la única información que tenemos sobre las estrellas se encuentra en la tenue luz que nos llega de ellas, pero inteligentes pesquisas s nos han permitido descifrar esa luz y traducirla en datos sobre su distancia, tamaño, masa, composición, temperatura, presión, magnetismo y sobre el sistema planetario que puedan hospedar.

La distancia a las galaxias

La técnica de la paralaje, que tan bien había funcionado con las estrellas cercanas, no servía para las nebulosas: estaban tan lejos que los ángulos de paralaje eran demasiado pequeños para apreciarlos. ¿De qué otra manera se pueden medir grandes distancias? Si observamos una bombilla lejana a través de un telescopio y vemos que en ella pone «100 vatios», ya está todo resuelto: basta con aplicar la ley del inverso de los cuadrados para calcular a qué distancia tiene que estar para lucir con ese brillo. Estos útiles objetos cósmicos de luminosidad conocida se denominan en Astronomía patrones de luminosidad. Las estrellas son cualquier cosa menos patrones, y algunas brillan un millón de veces más que el Sol, y otras 1000 veces menos.

Sin embargo, si al observar una estrella pudiera leerse en ella algún letrero que pusiera «4 × 10 26 vatios» (eso es lo que veríamos en la etiqueta del Sol), tendríamos un patrón de luminosidad y podríamos calcular su distancia igual que la de la bombilla. Por suerte, la naturaleza nos ha regalado una clase especial de estrellas útiles para esto, son las llamadas variables cefeidas. La luminosidad de estos astros fluctúa con el tiempo a medida que pulsan y cambian de tamaño, y la astrónoma de Harvard Henrietta Swan Leavitt descubrió en 1912 que el ritmo de la pulsación sirve como un vatímetro: cuantos más días transcurren entre dos pulsos sucesivos, más vatios de luz se irradian.

Estas estrellas cefeidas también tienen la ventaja de brillar lo bastante como para captarlas a grandes distancias (algunas llegan a brillar 100 000 veces más que el Sol), y el astrónomo estadounidense Edwin Hubble localizó varias de ellas en la llamada nebulosa de Andrómeda (una mancha borrosa del tamaño aparente de la Luna que se aprecia a simple vista en el firmamento desde lugares apartados de las luces urbanas). Hubble usó el telescopio Hooker de California (recién terminado por entonces y cuyo espejo de 2,5 metros era el mayor del mundo) para medir los ritmos de los pulsos, aplicó la fórmula de Leavitt para calcular su luminosidad, comparó esos datos con el brillo aparente y calculó las distancias. Cuando comunicó los resultados durante un congreso en 1925 dejó a todos asombrados: allí declaró que Andrómeda es una galaxia que dista de nosotros alrededor de un millón de años-luz, ¡1000 veces más lejana que la mayoría de las estrellas que se contemplan de noche!  Ahora sabemos que la galaxia de Andrómeda se halla a una distancia aún mayor que las estimaciones de Hubble, a unos tres millones de años-luz, de modo que, sin saberlo, Hubble continuó con la tradición de estimación a la baja que hemos practicado desde Aristarco y Copérnico.

Durante los años posteriores, Hubble y otros astrónomos siguieron descubriendo galaxias cada vez más distantes, y con ello ampliaron el horizonte de las distancias cósmicas de millones a miles de millones de años-luz, los cuales se convertieron en billones e incluso más, como veremos en un próximo artículo.

 

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