A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

EL VALS DE LOS PISTOLEROS

UNO

El reloj, aquel viejo y destartalado reloj de pared del Saloon, dejó oír su voz lastimera.

Las seis.

El Sol ya se iba ocultando. A través de las ventanas del local, más allá de la desierta calle silenciosa, entre montañas, el astro rey se limitaba a despedirse del día con un tímido y sangrante fulgor. Un aire fresco, de lluvia, se filtraba por la ventanas, por los batientes, llenando el vacío Saloon de presagios, de recuerdos quizá, de otros tiempos.. aunque el pasado estuviese allí, en el hombre alto, seco, curtido, que totalmente solo, bebía en una mesa arrinconada.

Si los ojos pudieran hablar, cuántas cosas dirían aquel par de trozos de acero, que fijos en la botella podían recordar, sumergidos en el ámbar del líquido. Cuántos pensamientos que aquel viento fresco, de lluvia, aquel viento de montaña arañó en el alma cansada, triste de “Muerte” Shea, el pistolero.

Como perlas, como cuentas de un collar del ayer, los recuerdos llegaban, uno a uno, lentamente, al cerebro del hombre, porque mucho había vivido, mucho había visto y sentido y en aquel momento, sin saber por qué, todos se agolpaban en su mente, todo volvía a su imaginación cuando quizá menos tiempo tenía.

Los segundos, los minutos del viejo reloj de pared transcurrían tan despacio, tan lentos, y sin embargo se iban, y al hacerlo, “Muerte” Shea sentía que su propia vida se acababa de estúpida manera.

Veía, entre el claroscuro de la tarde, en el cristal de su vaso, como una aparición, su propio rostro, las primeras arrugas, el opaco resplandor de su ojos, ya sin luz, metidos en un pozo que no tenía salida. Veía las canas de su pelo, se veía tal y como era, y ni sintió asco, como siempre creyó, ni tampoco indiferencia.

“Muerte” Shea, el más famoso pistolero del oeste del Pecos, tuvo, por primera vez en su vida, pena de sí mismo.

Por primera vez, y es que aquel Saloon le traía recuerdos olvidados, otros tiempos que nunca creyó volver a recordar. En aquel silencioso lugar, con el viento de montaña, de lluvia, arañándole el alma, el pistolero se sintió distinto, se sintió ausente, se vio a sí mismo como jamás pensó.

El viejo reloj, las vacías estanterías, el gran espejo cubierto de polvo… aquel piano desvencijado, roto y sucio, cuyas notas, sin embargo, bailaban ahora con trágico ritmo en la mente cansada, triste, abúlica, del famoso tirador. ¡Y cómo sonaba antes! ¡Cómo llenaba el ambiente de cálidas melodías, en las manos de Harper, el pianista!

Sí, allí estaba su ratonil figura, la botella a su alcance y los ojos clavados en la partitura…

El ámbar del líquido le reflejó la imagen de sí mismo joven, muy joven, en aquel mismo lugar, mientras Harper tocaba, con su mejor estilo, aquel dulce vals que tanto añoraba, y ella, cuya presencia deslumbrante bastó para conseguir el silencio, comenzó a cantar con su voz única, la canción que nunca más volvió a escuchar, “Volverás”.

Phil, el tabernero, me dijo:

-          Avisa al sheriff, Cly. No seas loco.

Aquel hombre estaba tan cerca de ella, tan cerca que hubo algo que me dejó quieto, expectante, con los ojos clavados en su larga figura, en el par de enormes revólveres, muy bajos y cuajados de muescas que colgaban a ambos lados de su cintura.

-           ¡No permitiré que la toque¡ -grité- ¡Y no hace falta que venga el sheriff para que yo lo impida¡

Ella estaba pálida, desencajada, y miraba a quien la abrazaba con espanto. Alguien murmuró tras de mí:

-          ¡Quieto Cly¡ Ese tipo es John Drew, el pistolero… y su hermano Byrd está con él.

Aquello no me hizo efecto. Ni siquiera me lo hubiese hecho el que fuese el propio Harry Shanto. Me temblaban las manos, y algo dentro de mi cabeza me impedía pensar. Grité:

-          ¡Suéltala¡ ¡Déjala, maldito¡

El pistolero no me hizo caso. Me había mirado y quizá hubiese menospreciado de antemano mi revólver.

Siguió junto a ella, cada vez más cerca, y fue entonces cuando la sangre se me subió a la cabeza. Olvidé quién tenía delante, quién era aquel que sujetaba a la que iba a hacer mi esposa.

Olvidé todo.

Quizá la idea de la muerte se abrió paso en mi cerebro hasta borrar una a una todas las demás. Cuando mis ojos se clavaron en los de John Drew, él supo que iba a “sacar”.

No se asustó. Eso sería absurdo en un hombre que tan solo vive para el revólver. Quizá ni siquiera pensó que al final me decidiera, pero entonces hizo algo que fue demasiado para mí.

John Drew, el pistolero, besó su boca.

Y luego se volvió de espaldas.

¡Mis veinte años¡

No, fue algo tan fuerte lo que dentro sentí, mi propia hombría, que vi mi mano derecha atenazar el revólver, por vez primera, y buscar el cuerpo de Drew que permanecía sin volverse.

El disparo, el único, le partió la columna vertebral, le tronchó como una flor en dos partes y la sangre terminó de hacer más terrible la escena.

John Drew se volvió entonces, mudo, absorto, con la expresión de asombro pintada en el rostro, con los ojos incrédulos que me miraban sin comprender.

El pistolero quiso mover sus manos, pero fue tarde, porque ya la muerte le envolvía y le agarrotaba los músculos. El pistolero boqueó sangre, se echó hacia delante y cayó sin vida, mientras la atmósfera del Saloon parecía ahogarme, atenazarme y lanzarse contra mí.

Y las voces, y las lejanas y rotas palabras que escuchaba, con el nombre que iba a ser mío, llenaban mis oídos, me confundían una y mil veces mientras todo parecía desvanecerse en el aire.

Las palabras que siempre escucho, que toda la vida llevé en mí, como una infernal carga:

-          ¡Shea lo mató…¡ ¡”Muerte” Shea¡

Pensamiento y locura que ahora veía juntos, sentía enlazarse y buscarme, buscar mi mente para entrar en ella. Y las voces, y las lejanas palabras que sonaban en mis oídos, que sentía penetrar en mi alma, volvieron a decir:

¡Shea lo mató…¡ ¡Será “Muerte” Shea¡

Ahora un último rayo, el más tardío, arrancó al vaso un reflejo plateado, mientras el viejo reloj dejaba oír su voz lastimera.

Las siete.

El cristal se movió imperceptiblemente, se ladeó lo suficiente para que cayese a la mesa. Allí empezó a rodar y terminó hecho añicos contra el suelo de tablas.

“Muerte” Shea vio entonces mil ojos que le miraban.

Pero solo me importaban los suyos.

Yo veía sus lágrimas, y me conmovieron. Quizá tan solo por eso sentí pena, una inmensa pena dentro de mi alma que nunca antes sentí. Sus ojos verdes me parecieron ahora dos lagos, la vi como algo mío que ahora, grotescamente, arrancaban de mi lado, rompiendo tan brutalmente mis sentimiento.

-          ¡Por qué…¡

El juez me miraba y meditaba, mientras el Jurado se retiró a deliberar. Los rostros de la gente, no solo en la audiencia sino fuera, pegados a las ventanas, escrutaban el mío, me taladraban buscando tal vez un síntoma de desfallecimiento.

Yo no les di ese gusto. Porque aunque los ojos de ella me vencían, aunque su mirada me dejó ciego, perdido, nada reflejé. Aprendí eso, a dominar de salvaje forma mi corazón, pero yo entonces supe que ya no era el mismo.

En aquel instante comprendí, mientras las máscaras esperaban mi ruina, que Cly Shea había muerto. Mientras el mundo, con su absurdo disfraz se ensañaba en mi daño, sentí un ser cruel, distinto y vengativo apoderarse de mí. Allí nació “Muerte” Shea, el pistolero.

Aquel hombre hablaba, y de pronto, un silencio total reinó en la sala. Alguien me hizo poner en pie, para oír aquella palabra que destrozaba toda mi vida, que hacía añicos todos mis pensamientos, mis ilusiones…

-          ¡Culpable¡

Los treinta años.

Sus ojos verdes, como dos lagos, tan cerca y tan lejos, tan horriblemente separados de mí… sus ojos verdes que se iban, que nunca más volvería a ver, y que se clavaron en mi alma con la mayor de las huellas. Treinta años…

Y sin embargo, una última esperanza. La de un loco, la de un desesperado tal vez.

Fue la canción.

“Volverás”.

DOS

La ventana parecía un marco, y las estrellas comenzaron a brillar pálidamente, con timidez, a través de las nubes de lluvia.

Estrellas que salpicaron una triste noche, una más en la vida sin sentido, absurda y estéril de “Muerte” Shea, el pistolero.

Estrellas que tantas veces miraron los ojos del hombre cuya vida cambió de rumbo con tan trágico destino, cuya existencia se torció aquel día para nunca más volverse a enderezar…

Las noches de “Muerte” Shea, todas iguales, cuando frente a sí mismo nada sentía.

El odio, el ansia, la angustia, el rencor, la venganza…

Todo pasó. Unos ojos extrañaos, apagados, mortalmente viejos quisieron llorar y no pudieron.

Unos ojos vacíos, implorantes, mortalmente viejos, se miraron hacia dentro, hacia el alma, y la pena de toda una vida ni tan siquiera los conmovió. Porque su alma era piedra, su corazón una roca sin emociones, sin sangre y sin recuerdos.

De eso sí se compadeció el pistolero. De no sentir ya ni siquiera una emoción. Morir…

Quizá era solo eso lo que buscaba. Quizá en eso estaba la solución de todo…

Una fina lluvia, con la noche, había llegado. Todo el Saloon se llenó de su aroma, de aquellas perlas que quizá las estrellas lanzasen en un secreto llanto por la vida de “Muerte” Shea.

El alcaide me miró, con evidente desprecio. Dijo:

-          Bien, Shea. Eres libre. El indulto te quita quince años de presidio.

Sí, entonces sentí algo. Era el último rayo de esperanza.

Una última ilusión en aquella infinita cadena de noches, eternas noches que convierten a los hombres en viles aberraciones de lo que fueron… eternas, interminables noches que hacen al hombre aborrecer a sus semejantes, a la vida, al momento en que nacieron… eternas, noches de pesadilla que convierten al hombre en fiera, que lo deforman y mutilan la mente, que le hacer perder la fe y la esperanza, que le presentan la muerte como la redención…

-          Sprice, tu compañero de celda que salió hace un par de años mandó esta carta para ti.

Estaba abierta y los ojos del alcaide la repasaron sin ninguna emoción. Sin embargo ¡cómo estaban los míos¡ ¡qué torrente de emociones sentí en mi pecho cuando supe que al fin iba a tener noticias de ella…¡

El alcaide no sabía nada… ¡cómo iba a saber¡ Dentro de mí noté una lucha interna, desconocida en aquellos quince años de cautiverio.

Yo había cambiado. Yo había perdido todo lo bueno que antes tenía. Y sin embargo…

“Ella está bien, Cly. Casada, con tres hijos. Su marido es muy rico, aunque hay quien asegura que antes fue un pistolero. Su nombre es Byrd Drew”.

TRES

El reloj, aquel viejo y destartalado reloj de pared del Saloon, dejó oír su voz lastimera. Las ocho.

Un aire fresco, de lluvia, se filtraba por las ventanas, por los batientes, llenando el vacío Saloon de presagios, de recuerdos quizá de otros tiempos.. aunque el pasado estuviese allí, en el hombre algo, seco, curtido, que totalmente solo bebía en una mesa arrinconada.

Los segundos, los minutos del viejo reloj de pared transcurrían tan despacio, tan lentos, y sin embargo se iba, y al hacerlo, “Muerte” Shea sentía que su propia vida se acababa de estúpida manera.

Ahora el vaso permanecía junto al borde de la mesa, erguido y brillante, reflejando con destellos de plata la luz de las estrellas. Hermosos y diamantino, aquel vaso parecía estar allí para siempre, con la misión de reflejar en él aquellas luces, aquel torrente de resplandor, aquellos ojos verdes que le estaban mirando… Y de repente, el ínfimo movimiento, el vaso que cae, las estrellas que se borran, los ojos verdes que se pierden…

Abrumado y vencido, “Muerte” Shea contempló los mil pedazos del cristal, de su vida, destrozados contra el suelo, sin nada que reflejar, esperando alguien que los sepulte…

Y las estrellas, y los ojos verdes, se reflejan ahora en otro vaso, allá a lo lejos, y ni siquiera miran esos trocitos, ensangrentados, muertos que se pierden, que lloran, que piden, que se van…

Y después los años sin sentido, escupiendo el odio almacenado en aquella cárcel… buscando la muerte que no llegaba, poniendo a prueba un deseo loco, vengativo y enfermizo de maldad, de tiniebla…

Recorriendo pueblos, ciudades, a través de ríos y montañas, huyendo de sí mismo, de todo lo que pudiese recordar aquel triste pasado. Pero la muerte no llegaba, y las manos de Shea, poco a poco, fueron famosas.

Aquellas manos que parecían dar la muerte con increíble facilidad, aquellas manos vacías que querían llenarse de cadáveres… y que tan solo se buscaban a sí mismo… A “Muerte”. Todo el mundo oyó hablar de él. Todo el mundo respetó a aquel hombre, hasta que la ley lo persiguió… entonces el pistolero siguió huyendo como toda su vida lo hizo, acosado por todas partes, mientras sus revólveres disparaban con diabólica precisión.

Las estrellas parecen extrañar algo, y la lluvia, pegada al cristal, contempla con asombro aquel rostro.

Los ojos que nunca lloraron ahora lo hacen. Las lágrimas, dolorosamente, queman aquellos ojos endurecidos y bajan por la piel curtida, áspera, del pistolero. Porque tanto recuerdo es demasiado, y lo que nunca pareció realizarse ahora está ocurriendo, lentamente, aquellas lágrimas que queman, que hacen sangrar el alma del hombre acabado.

Las arrugas son surcos por donde el agua se desliza, el sufrimiento es camino por donde trascurre aquella última explosión de vida en el hombre que se le escapa.

El rostro escondido tras los brazos, la amargura allí, sobre la mesa y el tiempo encima, rey de todo, mientras las campanadas suenan tristes, rotas, olvidadas, … las nueve.

Y el humo llega hasta sus ojos, bañados en lágrimas, irritándolos aún más… y la música del viejo piano suena alegre, burlona y saltarina… y los hombres y las mujeres hablan, beben y ríen, mientras nadie ve sus lágrimas… y la luz lo inunda todo, y los colores se mezclan llenando el ambiente de mágicos matices…

Alguien toca su hombro. Un silencio sorprendente se ha hecho, un silencio en medio del bullicio que nadie se atreve a romper.

Solo el susurro de Phil, el tabernero, que die:

-          Avisa al sheriff, Cly. No seas loco.

No ven mis lágrimas. Nadie ve mis ojos, mis arrugas, mi pelo blanco… El vaso está allí, está en pie… ¡No se ha caído! No refleja nada. Ni luz de estrellas, ni los ojos verdes.

¡Pero no se ha caído! Tan solo mi rostro, mi expresión, mis veinte años…

“Ese tipo es John Drew, el pistolero, y su hermano Byrd está con él”.

Todos me miran.

Yo no comprendo nada. Pero siento todo un cielo, todo el firmamento ante mi vista.

Veo a Dios.

El vaso está en pie, no se ha caído… no refleja la luz de las estrellas, ni los ojos verdes, sino tan solo mi rostro, mi expresión, mis veinte años… Todos están esperando, todos me miran, todos creen que yo…

Solo siento el cielo dentro de mí, y la sensación de flotar, de soñar, aunque sé que no es un sueño…

El aire me da en el rostro. Dentro, después de besarla, Drew está de espaldas.

Espera que ambos muramos.

Ahora hay estrellas en mis ojos. Hay luces que siento bailando en mi mente, un tenue vals, un vals que ahora empieza.

Siento el cielo dentro de mí y las estrellas bailar en mis ojos, y sus esperanzas en las mías, y sus ilusiones en mi alma…

Y los trozos de cristal que ahora son de estrellas, que no están ensangrentados, sino limpios, ni muertos, sino vivos… pero que también lloran, y se pierden, y piden, y se van…

                                                                                                                                                                        @ Javier de Lucas