ENSAYOS CLINICOS

 

¿DE DONDE SALEN LOS MEDICAMENTOS?

Esta es la historia de los datos ocultos de los ensayos clínicos. Primero hay que abordar el proceso que va desde la invención de los medicamentos hasta que finalmente se autoriza su receta. Es un camino nebuloso que suele resultar enigmático para médicos y pacientes, con trampas ocultas a cada paso, extraños incentivos y espeluznantes historias de abuso. De ahí salen los nuevos medicamentos.

DEL LABORATORIO A LA PASTILLA

Un medicamento es una molécula que ejerce un efecto útil en un determinado punto del organismo humano, y estas moléculas abundan, afortunadamente. Algunas de ellas se encuentran en la naturaleza, en plantas sobre todo, lo cual es lógico, pues compartimos con ellas gran parte de la estructura molecular. En ocasiones basta con extraer esa molécula, pero lo más habitual es que se le añada, por medio de un elaborado proceso químico, algún tipo de sustancia, o que se elimine en ellas una porción con el fin de potenciar o reducir los efectos secundarios.

Casi siempre se tiene cierta idea del mecanismo que se persigue, porque, generalmente, se intenta reproducir el mecanismo de eficacia de un fármaco ya existente. Hay, por ejemplo, una enzima corporal llamada ciclooxigenasa, que contribuye a la formación de moléculas indica doras de inflamación, y, si se consigue entorpecer la acción de la misma, se logra reducir el dolor. Muchos fármacos actúan según este principio, entre ellos la aspirina, el paracetamol, el ibuprofeno, el quitoprofeno, el fenoprofeno, etc. Si se logra obtener en una placa de laboratorio una molécula que impida la acción de la ciclooxigenasa, es probable que dé resultado en modelos animales y, en consecuencia, es probable que contribuya a reducir el dolor en seres humanos. Si anteriormente no ha ocurrido nada desastroso en animales y seres humanos que hayan tomado un medicamento que impide la acción de esa enzima, es muy probable (aunque no seguro al cien por cien) que el nuevo fármaco sea seguro.

El desarrollo de un nuevo fármaco que opere de un modo completamente nuevo constituye un riesgo mucho mayor, dado que es imprevisible y existe también una probabilidad mucho más alta de que no funcione en ninguno de los pasos que hemos señalado. Pero esa clase de nuevo fármaco constituirá un avance más significativo para la ciencia médica.

Un método para desarrollar nuevos fármacos es el llamado cribado, una de las tareas más aburridas que pueda imaginarse un científico novel de laboratorio, y que consiste en sintetizar cientos, si no miles, de moléculas de formas y tamaños ligeramente distintos con la esperanza de que sean eficaces sobre una determinada diana en el organismo. A continuación se aplica un método de laboratorio que permite medir si el fármaco induce el cambio esperado —impedir el correcto funcionamiento de una enzima, por ejemplo— y luego probar todos los tipos de medicamento, uno tras otro, midiendo sus efectos, hasta dar con el idóneo. Durante este proceso se genera una ingente cantidad de datos, que después se tiran o quedan guardados en la caja fuerte de una compañía farmacéutica.

Una vez obtenida en una placa una sustancia que da resultado, se experimenta en un animal. En esta fase se miden ya muchas otras cosas. ¿Qué cantidad del fármaco aparece en sangre tras la toma de la pastilla por el animal? Si el resultado es «muy poca», los pacientes requerirán pastillas de caballo para alcanzar una dosis activa, lo que no es práctico. ¿Cuál es el tiempo de permanencia del fármaco en sangre antes de metabolizarse en el organismo? Si el resultado es «una hora», los pacientes tendrán que tomar 24 pastillas al día, lo cual tampoco es práctico. También se examina en qué se transforma la molécula una vez metabolizada por el organismo, y se valora si esos productos de descomposición son nocivos.

Al mismo tiempo se examinan los aspectos toxicológicos, características particularmente graves que obligan a descartar totalmente un fármaco. Habrá que averiguar si en las primeras fases de su desarrollo el medicamento produce cáncer, por ejemplo, para descartarlo. Pese a lo cual no habrá problema si se trata de un fármaco de administración restringida a los pacientes —solo unos pocos días—, o si, según la misma pauta, es nocivo para el sistema reproductor pero se trata de un fármaco para el alzheimer, por ejemplo, en cuyo caso la preocupación no será tanta (digo solo no tanta, porque también las personas mayores se aman). Existen muchos métodos estándar en esta fase. Como que puede tardarse años en averiguar si el fármaco causa cáncer en animales vivos —aunque este requisito es obligatorio para la aprobación por parte del organismo regulador—, esta comprobación se hace también al principio en una placa. Un ejemplo de ello es el test Ames que permite saber rápidamente si un fármaco provoca mutaciones en bacterias, observando el tipo de nutrientes que necesitan para sobrevivir en la placa.

Vale la pena señalar que en esta fase todos los fármacos con efectos positivos presentan a la vez efectos tóxicos no deseados en dosis más altas. Es algo natural. Somos animales muy complejos, pero solo tenemos unos 20.000 genes, por lo que muchas de las secuencias genéticas del organismo humano se repiten, lo que significa que una sustancia que acierte en una determinada diana del cuerpo humano es muy probable que, en dosis más altas, afecte a otra en mayor o menor medida. Por consiguiente, son necesarios ensayos de laboratorio en modelos animales para comprobar si el fármaco trastorna otros procesos, como sería el caso de la conductividad eléctrica del corazón, lo que lo haría inviable en seres humanos; son necesarios varios test de cribado para comprobar si ejerce algún efecto en los receptores habituales de fármacos, pulmones de roedores, corazón de perros, conducta en perros; y hay que hacer diversos análisis de sangre. También se someten a observación los productos de descomposición del fármaco en células animales y humanas, y si se obtienen resultados muy distintos habrá que experimentarlo en otra especie.

Después de todo esto se administra en dosis cada vez mayores a animales, hasta que mueren o experimentan efectos tóxicos obvios. Con ello se determina la dosis máxima tolerable en las diversas especies (generalmente ratas u otro tipo de roedor, y en perros), y con ello se valoran mejor los efectos y dosis que no alcancen el umbral letal. Lamento la crudeza del párrafo anterior, pero, en mi opinión —entérminos generales y siempre que se minimice el sufrimiento— es aceptable efectuar pruebas con animales para comprobar si los fármacos son seguros o no. Tal vez ustedes estén a favor o en contra, aunque a lo mejor opten por no pensar en ello.

Si los pacientes van a tomar el fármaco durante mucho tiempo, habrá que prestar particular atención a los efectos que se producen en el caso de animales en los que se ha probado a largo plazo, por lo que generalmente se les medica un mes como mínimo. Esto es importante para que cuando llegue el momento de administrar por primera vez el fármaco a seres humanos pueda hacerse durante un plazo más prolongado que el experimentado en animales. En el caso de que la suerte sea muy adversa, se producirán efectos secundarios que no se dan en los animales y sí en seres humanos. No son, en rigor, muy frecuentes, pero a veces sí que ocurren: el practolol era un fármaco betabloqueante, muy útil en diversos trastornos cardíacos, con una molécula casi igual a la del propranolol (de uso generalizado y muy seguro). Pero de pronto se vio que el practolol causaba un terrible síndrome denominado oculomucocutáneo multisistémico. Por eso es necesario disponer de datos fidedignos en los medicamentos para detectar pronto estos graves inconvenientes.

Como pueden suponer, todo esto lleva mucho tiempo y es muy costoso, y ni siquiera se puede estar seguro de haber obtenido en esta fase un medicamento seguro y eficaz, puesto que aún no se ha probado en ningún ser humano. Dado el alto nivel de improbabilidad, parece un milagro que los fármacos sean eficaces, y, aún más milagroso, que se desarrollarán medicamentos seguros en la época en que todo este trabajo todavía estaba por hacer y era técnicamente imposible.

PRIMEROS ENSAYOS

Ha llegado el momento crucial de administrar por primera vez el fármaco a seres humanos. Generalmente, se dispone de un grupo de voluntarios sanos, tal vez una docena, a quienes se administra el medicamento en dosis cada vez más altas, en un entorno médico, a la vez que se miden parámetros tales como actividad cardiaca, nivel del fármaco en sangre, etc. Generalmente se administra el fármaco en una cantidad inferior al 10% de la dosis de efectos «no adversos» en aquellos animales que fueron más sensibles al mismo. Si los voluntarios no acusan ningún efecto adverso con una sola dosis, esta se duplica y se va aumentando.

En esta fase, se confía en que el fármaco solo cause efectos secundarios en dosis más altas, y, por supuesto, en una dosis mucho más alta de la que ejerce un efecto beneficioso en la diana elegida del organismo (la idea sobre dosis eficaz se obtiene de los estudios en modelos animales). De todos los fármacos que llegan a esta fase 1 de los ensayos, solo en el 20% de los casos se obtiene autorización de venta. A veces —afortunadamente de modo excepcional—, ocurren cosas terribles en esta fase. Recuerden el caso del TGN1412, en el que se experimentaba por primera vez en un grupo de voluntarios un nuevo tratamiento que obstaculizó las vías de señalización de su sistema inmunitario, obligando a trasladarlos a una unidad de cuidados intensivos con dedos gangrenados en manos y pies. Es un buen ejemplo de por qué no hay que aplicar un tratamiento a varios voluntarios a la vez cuando es muy imprevisible e innovador.

Casi todos los nuevos fármacos son moléculas de lo más convencional, y generalmente los únicos efectos adversos que provocan son náuseas, mareos, dolor de cabeza, etc. También habrá que administrar a una parte de los participantes en la prueba una pastilla neutra sin medicamento para determinar si esos efectos los causa realmente el fármaco o son una simple consecuencia del miedo.

¿Qué clase de fanático temerario presta su cuerpo para semejante experimento? En la ciencia existe, por supuesto, la antigua y noble tradición de la autoexperimentación. Evidentemente, los riesgos resultan más transparentes si se trata de un propio experimento. ¿Es la fe ciega en la ciencia y en los organismos reguladores lo que tranquiliza a los participantes en un primer ensayo de fármacos con seres humanos?

Mostraré a continuación datos de los Estados Unidos, donde es más transparente la información que en otros países, como España, por ejemplo. Hasta la década de 1980, en Estados Unidos estos ensayos se hacían en muchas ocasiones con presos. Podrán alegar que desde entonces semejante coerción se ha suavizado, aunque no esté prohibida. Hoy en día, hacer de cobaya para un ensayo clínico es un modo de ganar dinero rápido para jóvenes sanos con escasos recursos: unas veces estudiantes, otras veces gente desempleada y en algunas ocasiones, algo peor. Sigue vigente el debate ético sobre si esas personas conceden un consentimiento real, dada su precaria situación económica y dado que supone un importante incentivo monetario. Esto plantea la problemática siguiente: se supone que el pago a estos participantes debe ser modesto por mor de reducir el «incentivo indebido» en experiencias arriesgadas y degradantes; esto en principio parece un buen mecanismo de seguridad, pero, dada la realidad del número de participantes que sobreviven a la fase 1, yo me inclinaría a pagarles bastante bien.

En 1966, se descubrió que la empresa "Lilly" reclutaba personas sin techo y alcohólicas en un albergue. El director de farmacología clínica de Lilly alegó: «Esos individuos quieren ayudar a la sociedad». Es un ejemplo extremo, pero en el mejor de los casos, los voluntarios de estos ensayos proceden de los sectores menos acomodados de la sociedad; por tanto, los fármacos que consumimos todos los prueban los pobres, hablando crudamente. En Estados Unidos son las personas sin seguro médico, y ello plantea otra consecuencia no menos importante: la Declaración de Helsinki —el código ético que sirve de marco a casi toda la actividad médica actual— establece que la investigación está justificada si el sector social del que proceden los participantes se beneficia de los resultados. De esto se sigue que un nuevo fármaco contra el sida no debería probarse, por ejemplo, en la población africana que no podrá comprarlo. Pero tampoco en Estados Unidos las personas sin seguro médico tienen acceso a tratamientos caros, por lo tanto no está claro que puedan beneficiarse de esa investigación.

Además, casi ninguna aseguradora cubre el tratamiento de personas lesionadas o heridas, y ninguna les compensa el sufrimiento o la pérdida de salarios. Es un extraño inframundo que han sacado a la luz para la comunidad académica Carl Elliot, teórico en ética, y Robert Abadie, un antropólogo que vivió entre participantes de la fase 1 para obtener su doctorado en Filosofía. La industria para referirse a estos voluntarios recurre al oxímoron de «voluntarios pagados», y el pretexto universal es que no se les paga por su trabajo, sino que se les abona simplemente el tiempo de traslado y los gastos. Pero los participantes no ceden a tal ilusión.

El pago ronda los 200-400 dólares diarios, los ensayos pueden durar semanas o a veces más tiempo, y los participantes muchas veces participan en varios ensayos a lo largo de un año. El dinero es el quid del proceso y el pago suele hacerse al final de las pruebas, a menos que se justifique el abandono de las mismas a causa de efectos secundarios graves. Generalmente, los participantes no tienen otra alternativa económica, sobre todo en Estados Unidos, y con frecuencia se les entregan formularios de consentimiento extensos e intrincados, difíciles de entender. Se puede ganar más que con el salario mínimo haciendo de cobaya a tiempo completo, y muchos lo hacen; de hecho, para muchas personas es como un oficio, aunque no esté regulado como tal. Ello se debe quizás a que nos resulta incómodo considerar esta fuente de ingresos como una profesión, y esto plantea otro problema. Los participantes no se muestran muy predispuestos a quejarse de las condiciones por no perder la oportunidad de participar en otros ensayos, y no consultan a abogados por la misma razón; pero tampoco se muestran dispuestos a abandonar pruebas desagradables y dolorosas por temor a perder los ingresos. Un participante describió estos casos como una «actividad laboral de tortura leve»: «No te pagan por hacer un trabajo… te pagan por aguantar».

La conocida revista "Guinea Pig Zero" publicó investigaciones sobre muertes durante la fase 1 de los ensayos, recomendaciones a los participantes y largas disquisiciones sobre la historia de este trabajo de cobayas (o, como los propios participantes lo llaman, «nuestro maldito y puñetero curro»). Las ilustraciones muestran roedores por detrás con termómetros en el ano y otros que ofrecen alegremente el vientre a los escalpelos. No son quejas sin fundamento, ni una propuesta para burlar la ley del sistema. Los voluntarios pusieron en marcha «fichas de informes sobre unidades de investigación» y debatieron la constitución de un sindicato: «Es necesario tratar sobre una serie de condiciones estándar en un foro de control independiente de trabajadores cobaya para que nosotros, los voluntarios, podamos hacernos valer en las desastrosas unidades [de investigación] de alguna manera que no nos resulte contraproducente».

Las fichas de informes eran elocuentes, sentidas y amenas, pero, como supondrán, no fueron bien recibidas por la industria. Tres de ellas elegidas por la revista Harper’s dieron origen a amenazas por difamación y a disculpas. De un modo semejante, tras una noticia sobre Bloomberg de 2005 —en la que más de una docena de médicos, funcionarios y científicos afirmaban que la industria no protegía debidamente a los participantes—, tres inmigrantes latinoamericanos sin papeles manifestaron haber sido amenazados con la deportación por parte de la clínica sobre la que habían hecho declaraciones en contra.

No podemos depender exclusivamente del altruismo para estos ensayos, por supuesto; ni siquiera en los casos en que el altruismo, históricamente, fue muy importante en circunstancias extremas o excepcionales. En tiempos pasados, antes de probarlos en presos, los medicamentos se experimentaban en objetores de conciencia, que, además, llevaban calzoncillos con piojos para que les infectaran el tifus, y participaron en «el experimento de morir de hambre» para que los médicos aliados pudieran estudiar qué tratamiento aplicar a las víctimas desnutridas de los campos de concentración (algunos de los participantes en el experimento del hambre cometieron actos violentos de automutilación).

La cuestión no estriba únicamente en si no sentimos mala conciencia con los incentivos y la normativa actual, sino también en el hecho de si esta información nos coge de nuevo o simplemente va a parar bajo la alfombra. Quizá supongan que la investigación se lleva a cabo en las universidades, y hace veinte años habrían estado en lo cierto, pero, desde hace poco y en un proceso muy rápido, casi toda la experimentación se deslocaliza, muchas veces muy lejos de las universidades, y de ella se encargan pequeñas organizaciones privadas de investigación clínica, subcontratadas por las farmacéuticas, que son las que llevan a cabo los ensayos en cualquier parte del mundo. Son organizaciones muy esparcidas y difusas, aunque sujetas a estructuras de control en función de los problemas éticos y de protocolo que en esos amplios estudios institucionales surgen más que en los pequeños.

Es un recoveco de la medicina muy particular, pero los ensayos de las fases 2 y 3 también se deslocalizan. Voy a explicar primero en qué consisten.

FASES 2 Y 3

Bien, hemos llegado a la fase en que en líneas generales el fármaco es seguro en unas cuantas personas sanas que por conveniencia popular se denominan «voluntarios». Ahora hay que administrarlo a pacientes de la enfermedad que se pretende tratar, para poder saber si da resultado o no. Esto se lleva a cabo en los ensayos clínicos de «fase 2» y de «fase 3», antes de lanzar el fármaco al mercado. La frontera entre la fase 2 y la fase 3 es flexible, pero, en términos generales, en la fase 2 se administra el fármaco a unos 200 pacientes para recoger información sobre resultados a corto plazo, efectos secundarios y dosificación. En esta fase es cuando se comprueba si el fármaco para reducir la hipertensión, por ejemplo, realmente la reduce en personas hipertensas, y puede ser también la primera vez que se comprueban efectos secundarios muy corrientes.

En los ensayos de fase 3 se administra el medicamento a un mayor número de pacientes, generalmente entre 300 y 2.000, y se observan de nuevo los resultados, los efectos secundarios y la dosificación. Es fundamental que estos ensayos de fase 3 sean con controles de distribución aleatoria, en los que se compare el nuevo tratamiento con algo. (Observarán que todos estos ensayos previos a la comercialización se llevan a cabo con un número bastante reducido de personas, lo que se traduce en lo muy improbable que es detectar efectos secundarios menos frecuentes. Volveré a ello más adelante).

Se preguntarán de nuevo quiénes son esos pacientes y de dónde salen. Está claro que quienes participan en ensayos clínicos no son representativos del conjunto de los pacientes por una serie de razones. En primer lugar, hay que tener en cuenta lo que motiva a una persona a participar en un ensayo clínico. No estaría mal suponer que a todos nos consta la utilidad social de la investigación, ni estaría mal dar por supuesto que toda investigación tiene utilidad social. Lamentablemente, muchos de los ensayos de fármacos que se llevan a cabo son simples copias de productos de otras empresas y, en consecuencia, no son más que una simple innovación planificada exclusivamente para ganancia de la farmacéutica y no un progreso para el bien de ningún paciente.

Difícilmente pueden saber los participantes si el ensayo que les ofrecen representa realmente una cuestión clínica importante, por lo que hasta cierto punto es comprensible su reticencia a inscribirse en ellos. En cualquier caso, los pacientes sanos del mundo desarrollado, en cifras globales, se han vuelto cada vez más reticentes a participar en ensayos hasta el final, lo que plantea preocupantes consecuencias éticas y prácticas. En Estados Unidos, donde millones de personas no pueden pagarse un seguro de enfermedad, los ensayos clínicos suelen ponerse en venta como producto a cambio de consultas médicas, ecografías, análisis de sangre y tratamientos. Se comparó en un estudio el nivel personas aseguradas entre las que se avenían a participar en ensayos clínicos y las que se negaban; los que participan provienen de diversos sectores de la población, pero, incluso entre los que aceptaron participar en un ensayo se observó que la probabilidad de que no contasen con seguro médico era siete veces más alta. En otro estudio se examinaron las estrategias para mejorar la política de reclutamiento entre latinos, un sector social con salarios bajos y con peor cobertura médica que el resto de la población: el 96% aceptó participar; es una tasa superior de lo que cabía esperar.

Existe un paralelismo entre estos hallazgos y lo que vimos en los ensayos de fase 1, donde los más pobres se ofrecían para la investigación. Y plantean igualmente la cuestión ética de si los participantes en ensayos procedentes de ese sector social se benefician realmente de los resultados de los ensayos. Si los participantes son personas sin seguro médico y a los fármacos solo pueden acceder los que lo tienen, es evidente que no. Pero el reclutamiento selectivo de personas pobres para los ensayos en Estados Unidos es banal en comparación con otra novedad de la que muchos pacientes —aunque también muchos médicos y académicos—no tienen ni idea. Cada vez se deslocalizan más los ensayos clínicos en todo el mundo para realizarlos en países con normativas más laxas, peor nivel de asistencia médica, distinta problemática médica y —en ciertos casos— una población completamente distinta.

ORGANIZACIONES DE INVESTIGACIÓN CLÍNICA (CRO) Y ENSAYOS EN TODO EL MUNDO

Las organizaciones de investigación clínica son una nueva realidad que hace treinta años apenas existía. Hoy son centenares y generan ingresos de 20.000 millones de dólares, lo que representa aproximadamente un tercio del gasto en I&D. Estas organizaciones llevan a cabo la mayor parte de la investigación a base de ensayos clínicos por cuenta de la industria, y en 2014 las CRO realizaron más de 9000 ensayos en 115 países, con más de dos millones de participantes. Esta comercialización de los ensayos clínicos plantea nuevos reparos. En primer lugar, como hemos visto, las farmacéuticas suelen presionar a los académicos a quienes subvencionan para disuadirlos de publicar resultados desfavorables y sabemos que los animan a acelerar los métodos y las conclusiones de su trabajo. Y en las ocasiones en que los académicos han hecho frente a tales presiones, las amenazas se han materializado. ¿Qué empleado o jefe de una CRO va a enfrentarse a la empresa que paga, si todo el personal sabe que la posibilidad de que haya más encargos para la CRO radica en el modo de tratar al cliente?

También es interesante señalar que la creciente comercialización de la investigación ha sustraído a muchos facultativos de los ensayos, aun cuando dichos ensayos se organicen en el extremo más independiente del espectro. Tres académicos británicos expusieron hace poco por escrito la dificultad de conseguir médicos que les ayuden a reclutar pacientes para un estudio encargado por la agencia europea reguladora de medicamentos y financiado por Pfizer: «Los protocolos son obra de académicos, los colaboradores son académicos y los datos de los ensayos son propiedad de los comités de dirección (en los que la industria no tiene opinión), que controlan además los análisis de datos y las publicaciones». Los médicos británicos y las fundaciones de atención primaria consideraron que era un estudio de índole comercial y no se avinieron a ceder a sus pacientes. El comité danés de medicina considera comerciales esta clase de estudios, lo que se traduce en que cualquier médico que participe en ellos debe explicar su interés, lo que reduce aún más el reclutamiento de facultativos. En Estados Unidos, la participación de médicos privados para dirigir ensayos ha tenido un extraordinario crecimiento, con incentivos de hasta 1 millón de dólares al año en el caso de los médicos más implicados.

Para hacerse una idea de la realidad comercial que supone el sector de las CRO, consideren los términos en que ofertan sus servicios a las farmacéuticas, y comprueben lo lejos que se encuentra esa realidad del bien de los pacientes y del auténtico espíritu de investigación neutral. "Quintiles", la mayor empresa del sector, ofrece a sus clientes de la industria la «mejor imagen, promoción y demostración de la utilidad de un fármaco determinado a los interesados clave». «Para el proceso de desarrollo de un fármaco —afirman— han gastado cientos de millones de dólares y le han dedicado años. Ahora se le presentan diversas oportunidades —y posiblemente más requisitos— para demostrar la seguridad y eficacia en sectores más amplios de población». Hay también contratos entre CRO y farmacéuticas en los que, por compartir el riesgo de un mal resultado, se potencian aún más las posibilidades de conflictos de intereses.

No es ninguna broma; se trata de ejemplos que ilustran claramente la realidad comercial del objetivo de estas empresas, que investigan, por supuesto, pero cuyo principal propósito es causar buena impresión sobre la calidad de un fármaco de una determinada empresa para que organismos reguladores, médicos y pacientes se lo crean. No es precisamente el ideal de la ciencia, pero tampoco es un fraude. Sencillamente, no es lo más ético.

Sería un error suponer que este cambio de costumbres es consecuencia únicamente de la esperanza de que las CRO produzcan resultados más favorables para las empresas que otras opciones. Su atractivo reside en que son rápidas, eficientes, de objetivos concretos y baratas. Y son particularmente baratas porque, como tantas otras industrias, trasladan el trabajo a países más pobres. Tal como dijo el exconsejero delegado de GSK hace poco en una entrevista, llevar a cabo un ensayo en Estados Unidos cuesta 30.000 dólares por paciente, mientras que una CRO puede hacerlo en Rumania por 3.000. Por eso GSK opta por trasladar la mitad de sus ensayos clínicos a países de bajo coste, de acuerdo con la tendencia global.

Antes, solo el 15% de los ensayos clínicos se llevaban a cabo fuera de Estados Unidos. Ahora son ya más de la mitad. La media del incremento de ensayos realizados en la India es del 20%, en China del 47%, en Argentina del 27%, y así sucesivamente, simplemente porque resultan más atractivos para las CRO al reducir los costes de su negocio. Por otro lado, en Estados Unidos, los ensayos clínicos disminuyen un 6% anualmente (y en el Reino Unido, un 10%). Como consecuencia de esta tendencia, ahora muchos ensayos se llevan a cabo en países en vías de desarrollo donde la supervisión reguladora es más laxa y los parámetros de atención médica inferiores. Esto plantea infinidad de interrogantes en cuanto a integridad de datos, relevancia de los descubrimientos para la población de países desarrollados y aspectos éticos, cuestiones todas ellas por las que ahora han de preocuparse los organismos reguladores de todo el mundo.

Existen no pocos relatos anecdóticos de mala conducta con los datos de ensayos en países más pobres, y es evidente que los incentivos de maquillar los resultados son superiores en un país donde el pago a los participantes en los ensayos es muy superior al salario normal. Hay igualmente obstáculos frente a los requisitos reguladores que pueden afectar a dos países o a dos idiomas, así como dificultades de traducción en los informes sobre pacientes, en particular en el caso de efectos secundarios inesperados. Las inspecciones de supervisión local son de muy diversa calidad, y el nivel de corrupción habitual varía según los países. Existe también en esos países un menor conocimiento de los requisitos administrativos relativos a la integridad de datos (objeto de controversia en Occidente entre la industria y los organismos reguladores).

Que quede claro que esto no es más que un esbozo de los problemas que se plantean con los datos. Ha habido casos en que ensayos realizados en un país subdesarrollado han dado resultados positivos, mientras que en los ensayos realizados en otros lugares no se observó beneficio alguno, pero —que yo sepa— se ha llevado a cabo muy poca investigación cuantitativa para comparar los resultados de ensayos realizados en países más pobres con los de los llevados a cabo en Estados Unidos o Europa occidental. Esto significa que no podemos llegar a conclusiones firmes en cuanto a la integridad de los datos, y que —me atrevo a sugerir— es un campo fértil para publicaciones de calidad que puedan aportar los lectores de este artículo, aunque uno de los obstáculos a una investigación de este tenor será el acceso a la información más básica. En una revisión de artículos de las principales revistas médicas que notificaban ensayos realizados simultáneamente en varios centros, se llegó a la conclusión de que menos del 5% facilitaba información sobre el número de pacientes reclutados en cada uno de los respectivos países.

Debe tenerse en cuenta también el sesgo en las publicaciones, por efecto del cual desaparecen ensayos enteros. Los datos desfavorables son "bajas en combate". Los investigadores europeos y estadounidenses con un cargo académico estable, para hacer valer su derecho a publicar, han tropezado con dificultades que en ocasiones les han llevado a encarnizados enfrentamientos con las farmacéuticas. No creo que quepa pensar que estos problemas no vayan a ir exacerbándose en el marco de los países desarrollados, donde la investigación comercializada ha supuesto inversiones sin precedentes en personal, instituciones y comunidades. Es un terreno muy problemático porque los registros de ensayos clínicos, destino de los protocolos previos al inicio de las pruebas, suelen funcionar mal en todo el mundo; y los ensayos realizados en países en vías de desarrollo —o los simples datos de nuevos lugares— tal vez no lleguen a alcanzar atención universal hasta que se hayan completado.

Pero el hecho de realizar ensayos clínicos entre tan diverso muestreo de población, en países donde la gente, y la medicina, son distintas al resto del mundo, encierra un problema de mayor entidad. Se sabe que los ensayos suelen realizarse con pacientes «ideales» muy poco representativos, que muchas veces no están tan enfermos como los del mundo real y que si toman otros medicamentos lo hacen en mucha menor cantidad, y son problemas que se acentúan en los ensayos llevados a cabo en países en vías de desarrollo. Un paciente típico de Madrid o de Seattle con hipertensión puede haber estado varios años tomando diversos medicamentos. Si se recogen datos sobre efectos beneficiosos de un nuevo fármaco en Rumanía o en la India, donde los pacientes quizá no toman ningún medicamento porque allí no está tan generalizado el acceso a lo que en Occidente se considera tratamiento médico normal, ¿son esos resultados realmente extrapolables y relevantes para los pacientes estadounidenses que toman tantas pastillas?

Aparte de las diferencias en los tratamientos rutinarios, se dará igualmente un contexto social distinto. ¿Son los pacientes diagnosticados con depresión en China realmente iguales que los pacientes con diagnóstico de depresión en California? Hay, además, diferencias genéticas. Quizá hayan comprobado que muchas personas orientales metabolizan las drogas, sobre todo el alcohol, de modo distinto a los occidentales: si en Botswana un fármaco ejerce pocos efectos secundarios en determinada dosis, ¿se puede realmente extrapolar ese dato para pacientes de Tokio?

Intervienen igualmente otras consideraciones culturales. Los ensayos clínicos no agotan en sí las alternativas, sino que son igualmente un vehículo para abrir mercados en países como Brasil, por ejemplo, mediante la reestructuración de normas en la práctica clínica y la modificación de expectativas en los pacientes. Esto a veces es bueno, pero los ensayos clínicos crean igualmente expectativas sobre medicamentos no asequibles. Y llegan, incluso, a distorsionar mercados laborales y a alejar de la práctica clínica en sus comunidades a buenos médicos que van a buscar empleo en la investigación (del mismo modo que Europa ha acogido una emigración de médicos y enfermeras de otros países en vías de desarrollo, cuya formación ha sido costosa, como el caso de España, donde se está produciendo un éxodo preocupante).

Pero, por encima de todo, estos ensayos plantean grandes interrogantes en cuanto a la ética en investigación y un consentimiento informado coherente. Los incentivos que se ofrecen a los participantes en países en vías de desarrollo exceden al salario anual medio. Hay países con una cultura de «el doctor es quien más sabe» en que los pacientes están más predispuestos a aceptar tratamientos experimentales poco corrientes por el simple hecho de proponerlos un médico (un médico con notable interés económico en ello, todo hay que decirlo, ya que le pagan por cada paciente que recluta). Quizá no se notifiquen debidamente a los participantes los antecedentes y el riesgo —un medicamento nuevo, la posibilidad de que se les administre un placebo—, o no se supervise adecuadamente el consentimiento informado. Del mismo modo, pueden variar los parámetros de supervisión ética.

En una encuesta sobre investigadores en países en vías de desarrollo, la mitad de ellos manifestaron que su investigación no fue supervisada en absoluto por un comité deontológico institucional. En una revisión de las publicaciones sobre ensayos clínicos en China se comprobó que solo en un 11% se mencionaba la «aprobación ética», y solo en un 18% se hablaba del «consentimiento informado». Se trata de un contexto ético para la investigación muy distinto al de Europa y Estados Unidos, y, aunque los organismos reguladores internacionales han tratado de mantener ese nivel, no está claro qué gestiones han hecho para obtener buenos resultados. Y, además, la supervisión es particularmente problemática porque esos ensayos se utilizan muchas veces para reforzar la situación de un medicamento en el mercado después de su lanzamiento, y no forman parte de la documentación presentada al organismo regulador para su autorización comercial, lo que implica que son pruebas menos sujetas al sistema regulador occidental.

Los ensayos realizados por las CRO en países en vías de desarrollo presentan, además, la cuestión de imparcialidad que señalamos al hablar de la fase 1: se supone que los participantes en un ensayo provienen de un sector de la población que puede esperar razonablemente beneficiarse de los resultados. En varios casos irrefutables, sobre todo en África, está muy claro que no fue así. Y hay algunos casos aún más horribles en los que parece que se omitió la aplicación del tratamiento eficaz por imposición de la farmacéutica que lo dirigía. El caso más conocido es el del ensayo clínico del antibiótico Trovan organizado por Pfizer en Kano, Nigeria, durante una epidemia de meningitis, en el que se comparó un nuevo antibiótico en un estudio con controles de distribución aleatoria en el que se administró una dosis baja de un antibiótico de la competencia de reconocida eficacia. Murieron 11 niños, en términos generales el mismo número en cada grupo, pero lo trascendental es que, por lo visto, no se informó a los participantes sobre la índole experimental del tratamiento y, además, tampoco se les notificó que tenían a su disposición un tratamiento de probada eficacia suministrado por "Médicos sin Fronteras" justo allí en las mismas dependencias.

Pfizer alegó ante el tribunal —y con éxito— que no existía una norma internacional que exigiera establecer el consentimiento informado en ensayos experimentales de fármacos en África, por lo que los casos relativos al ensayo en cuestión solo podían ser juzgados en Nigeria. Aterra oír que una farmacéutica recurra a semejante razonamiento para un ensayo clínico experimental, alegación que fue refutada en 2006 cuando el ministro nigeriano de Sanidad dictaminó que Pfizer había violado la ley nigeriana, la Convención de la ONU sobre Derechos de los Niños y la Declaración de Helsinki. Todo esto ocurrió en 1996, y sirvió de inspiración a John Le Carré para su novela "El jardinero fiel". Quizá piensen que 1996 queda muy lejos, pero, en estos asuntos, los hechos siempre se conocen tarde, y en el caso de contenciosos o querellas la verdad a veces se abre paso muy lentamente. De hecho, Pfizer resolvió el caso al margen de los tribunales en 2009, y en los telegramas diplomáticos publicados por WikiLeaks en 2010 afloraron nuevos elementos inquietantes de la historia.

En uno de ellos se describe una reunión de 2009 en la embajada de Estados Unidos en Abuja, entre el director regional de Pfizer y funcionarios estadounidenses, en la que se hace referencia de pasada a la implicación en el litigio de un funcionario nigeriano. Según el director regional de Pfizer, la farmacéutica contrató a unos investigadores para averiguar los vínculos de corrupción con el Fiscal Federal, general Michael Aondoakaa, con el fin de ponerlo en evidencia y presionarle para que abandonase la instrucción de las querellas. Dijo que los investigadores de Pfizer filtraban esa información a los medios de comunicación locales. Una serie de artículos perjudiciales relativos a los «presuntos» vínculos de corrupción fueron publicados en febrero y marzo. Liggeri sostuvo que Pfizer disponía de mucha más información perjudicial sobre Aondoakaa y que los compinches de este le presionaban para que abandonara la querella por temor a la aparición de más artículos negativos. Pfizer negó cualquier mala acción en los ensayos del Trovan, y alegó que cuanto se decía en el telegrama era falso. Los 75 millones de dólares de la indemnización quedaron recogidos en una cláusula confidencial.

Estos casos son de por sí inquietantes, pero han de enmarcarse dentro del contexto más amplio de ensayos clínicos en países en vía de desarrollo con fármacos que no están disponibles en ellos para uso clínico. Es un clásico dilema ético pero frecuente en la vida real. Suponga que vive en un país que no puede comprar los nuevos medicamentos para el sida. ¿Es razonable llevar a cabo en él un ensayo sobre un costoso fármaco innovador contra el sida? ¿Aun habiéndose demostrado que es seguro? ¿Y si al grupo de control del ensayo solo se le administra pastillas placebo, que, por su efecto nulo equivalen a no tomar nada? En Estados Unidos no se administrarían pastillas placebo a ningún paciente de sida, pero es posible que en ese país africano «nada» sea el tratamiento habitual.

Estamos en un terreno confuso y turbio, enredado además por un complicado marco de normas reguladoras que empiezan a modificarse en una dirección inquietante. En 2013, tres investigadores escribieron un artículo en el Lancet llamando la atención sobre una modificación de calado. En el artículo explicaban que hacía años que la FDA había insistido en que cuando una empresa solicitase licencia comercial para un medicamento en Estados Unidos, debía demostrar que los ensayos realizados en el extranjero entregados como prueba cumplían con la Declaración de Helsinki. En 2008 cambió este requisito, solo para el caso de los ensayos realizados en el extranjero, y la FDA señaló en su lugar, como referentes, la Conferencia Internacional de Armonización (ICH, por sus siglas en inglés) y las Buenas Prácticas Clínicas (GCP, por sus siglas en inglés), que son normativas pasables que solo votan la UE, Estados Unidos y Japón, y que se centran más en los procedimientos, al contrario de lo que hace la normativa de Helsinki, que articula claramente principios morales. Pero lo más preocupante son las diferencias de detalle, si se tiene en cuenta que la GCP es actualmente la principal normativa ética vigente para ensayos practicados en los países en vías de desarrollo.

La Declaración de Helsinki estipula que la investigación debe redundar en beneficio de las necesidades sanitarias de la población del país en que se realice. La GCP no hace referencia a ello. La primera señala la obligación moral del acceso al tratamiento una vez finalizado el ensayo. La GCP no dice nada al respecto. La Declaración de Helsinki restringe el empleo de pastillas placebo en los ensayos si existen tratamientos eficaces. La GCP, no. La Declaración de Helsinki anima, además, a los investigadores a declarar el origen de la financiación y sus promotores, y a comunicar con exactitud los resultados. La GCP no dice nada de eso. Por consiguiente, no fue un cambio de normativa tranquilizador, en particular en el caso de ensayos realizados fuera de Estados Unidos, y menos en 2008, una fecha en la que los ensayos comenzaban a realizarse fuera de Estados Unidos y de la UE a un ritmo creciente.

Vale la pena mencionar también que la industria farmacéutica juega en los países en vías de desarrollo con el precio de los medicamentos. Como casi todo lo que venimos hablando, este hecho merecería de por sí un artículo, pero me limitaré a citar una historia esclarecedora. En 2007, Tailandia intentó parar los pies a la farmacéutica Abbott en el caso del medicamento Kaletra. En Tailandia hay más de medio millón de personas infectadas por el VIH (muchas de ellas gracias al turismo sexual occidental), y 120.000 son enfermos de sida. El país solo puede adquirir fármacos de primera generación contra el sida, pero muchos resultan ineficaces al cabo de un tiempo debido a la resistencia adquirida. Abbott cobra en Tailandia por el tratamiento de un año con Kaletra 2200 dólares, que —por morbosa coincidencia— equivale aproximadamente al IPC del país.

Se concede a las empresas farmacéuticas derechos exclusivos por un plazo determinado —generalmente de unos dieciocho años— para la fabricación de tratamientos que ellas han descubierto, para incentivar la innovación, pero es muy probable que los ingresos por venta de fármacos en países pobres diste mucho de ser un incentivo para la innovación en tratamientos (lo refleja claramente el hecho de que muchas de las enfermedades que se dan sobre todo en países en vías de desarrollo no merecen ninguna atención de las farmacéuticas). Debido a esto, hay diversos tratados internacionales, como la Declaración de Doha de 2001, en virtud de los cuales cualquier gobierno puede declarar una emergencia sanitaria y comenzar a fabricar un fármaco bajo patente o comprar imitaciones del mismo. Una aplicación memorable de esas «licencias obligatorias» se dio cuando el gobierno estadounidense se empeñó tras los ataques del 11S en que se autorizase la compra de grandes cantidades de ciprofloxacina en previsión del peligro de que los terroristas hicieran envíos de esporas de ántrax a políticos.

Volviendo a Tailandia, el gobierno anunció en 2010 que iba a copiar el fármaco de Abbott, solo para los más pobres del país, para salvar vidas. La reacción de Abbott es digna de mención: como represalia retiró del mercado tailandés la última versión del Kaletra estable al calor y otros seis medicamentos nuevos, anunciando a continuación que no volvería a reintegrar esos fármacos en el mercado tailandés hasta que el gobierno se comprometiera a no volver a aplicar la «licencia obligatoria» a sus medicamentos. Difícilmente cabe imaginar algo más opuesto a la Declaración de Doha. Si necesitan más contexto moral, recordaré que la OMS calcula que la mitad de los contagios de VIH en Tailandia los causan los contactos entre los trabajadores del sexo y los clientes, y se dice que en el sector del comercio sexual en Tailandia hay dos millones de mujeres y 800.000 niños menores de 18 años, y la mayoría de ellos atienden a hombres occidentales, a algunos de los cuales tal vez conozcan usted personalmente.

Así pues, en esto consisten los ensayos clínicos de fase 1, 2 y 3, tanto en su aspecto científico como en ciertos rasgos variopintos —espero—de su realidad más allá de los protocolos, en la clínica y en la calle. No sé si no los habrá puestos nerviosos. A partir de ahí la historia es sencilla: los organismos reguladores, sean la FDA o la EMA —u otras agencias gubernamentales— observan los resultados de estos ensayos de fase 1, 2 y 3; dictaminan si el fármaco es eficaz y si los efectos secundarios son aceptables; a continuación, exigen unos cuantos ensayos más y dicen a la empresa que tire el fármaco a la basura o autorizan su salida al mercado para que lo prescriban los médicos. Esa es la teoría.

Pero en la realidad las cosas son mucho más nebulosas.

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