ESQUELETOS

 

CAPÍTULO PRIMERO

—Hace mucho calor, ¿verdad, Shirley?

—Sí, Tony. Hace un día horrible. Estoy deseando que se vaya el sol.

—Mientras se va, podríamos bañarnos.

—Creo que es una buena idea.

Shirley Lester y Tony Marcot eran novios. Vivían en Leicester, un pueblo de cinco mil habitantes del estado de Michigan.

Corría el mes de junio. Durante los primeros días de verano había llovido, pero, tras las lluvias, había aumentado mucho la temperatura.

Tony dejó que Shirley se pusiese el bañador en el coche y él fue tras unos arbustos.

Tony salió al cabo de un rato con su slip.

—¿Lista, nena?

Ella salió del coche con su bikini.

—No te había visto con ese dos piezas, Shirley.

—¿Estoy bien?

—Maravillosa. Dame un beso para celebrarlo.

—Te lo daré si me coges —rió Shirley y corrió a arrojarse al lago.

Tony admitió la broma y fue tras de ella.

Shirley braceó alejándose de la orilla y él fue detrás.

Logró pillarla.

—Dame un beso.

—Cuidado, Tony. Que nos ahogamos.

Sin embargo, el la besó y los dos se hundieron.

Al cabo de unos instantes, al reaparecer, Shirley dijo:

—Será mejor que vayamos a la orilla. Allí el señor será servido.

Nadaron hasta que hicieron pie.

Shirley salió del agua y se tendió en la hierba.

Tony acudió a su lado y trató de besarla. Pero Shirley lo apartó de sí.

—Tony, ¿cuándo nos vamos a casar?

—Un día de éstos.

—Dijiste que sería en febrero.

—No pude. Me despidieron de mi empleo.

—Pero te empleaste en marzo y hasta ahora no te han despedido.

—Oye, chica, ¿por qué no olvidas eso por unas semanas?

—No lo puedo olvidar. Ahora menos que nunca. Mi padre me quiere enviar a Los Ángeles con mi hermana.

—¿Por cuánto tiempo?

—Por seis meses.

—Muy bien. Te vas por seis meses y, cuando vuelvas, yo habré ahorrado dinero y nos podremos casar.

—No puedo marcharme ahora porque voy a tener un hijo.

—¿Qué es lo que has dicho?

—Voy a tener un hijo tuyo, Tony.

Tony Marcot se quedó con la boca abierta.

—Demonios, Shirley, pudiste darme esa noticia en otro momento.

Ella lo miró con asombro.

—¿En otro momento, Tony? ¿Cuándo? ¿Querías recibir un telegrama de Los Ángeles, quizá? Un telegrama que dijese: «Tuve un hijo tuyo. ¿Qué nombre le pongo?»

—No tomes así las cosas.

—¿Cómo debo tomarlas?

Tony se echó en la hierba. Arrancó un pequeño tallo y se puso a mordisquearlo.

Shirley tenía diecinueve años y Tony veintitrés. Los dos eran rubios, ella bonita, esbelta, de líneas armoniosas, él un muchacho de facciones varoniles.

—Tony, ¿qué me dices?

—Lo estoy pensando.

—Maldita sea, ¿qué es lo que tienes que pensar? Casémonos y se acabó.

—Tu padre me romperá la crisma.

—Mi padre tendrá que aceptar los hechos consumados.

—Querrá que vivamos con él.

—Tú y yo no lo consentiremos.

—Gano muy poco dinero, Shirley.

—Yo también trabajaré.

—¿Dónde?

—La señorita Harrison ha prometido darme un puesto en la Biblioteca. Con tu sueldo y el mío podremos defendernos.

—Una vida de miseria.

—Tú no vas a estar siempre en esa oficina de Bienes Raíces, Tony. Seguiste un curso de electrónica. Abrirás tu propio taller. Siempre te ha gustado arreglar averías de los televisores. Sólo te falta ser un poco más agradable con la gente.

—No quiero morirme de asco en un pueblo como Leicester.

—Muy bien, en cuanto tengamos un poco de dinero, nos vamos donde quieras, a Chicago, a Nueva York.

—Tengo una idea mejor.

—¿Cuál?

—Yo me iré a Nueva York.

—¿Tú? ¿Te refieres a irte solo?

—Sí, y será mañana mismo.

—Tony, yo voy contigo.

—No puedo llevarte conmigo ahora. Me reuniré con un amigo que tengo en Nueva York. Fabrica televisores, radios y otras cosas. Estoy seguro de que me dará un empleo. Hasta es posible que consiga un adelanto. Volveré en un par de semanas y nos casaremos.

Los ojos de Shirley se llenaron de lágrimas.

—Tony, sólo pretendes huir de mi lado.

—¿Quién dice eso?

La cogió por los brazos y trató de besarla, pero Shirley desvió la cara.

—No, Tony, no me beses ahora.

—Tienes que ser comprensiva, Shirley.

De pronto oyeron un ruido entre los arbustos.

Miraron hacia allí.

—¿Qué es eso, Tony?

—Algún imbécil que nos está espiando. Debe ser uno de esos mocosos que quiere ver más de la cuenta.

Se oyó otra vez el ruido en los arbustos.

Tony se levantó.

—Te voy a arreglar, mirón.

Fue hacia los arbustos.

Pero se detuvo al ver algo que le inquietó. Una mano muy extraña. La mano de un esqueleto. Sí, eso era. Huesos. Nada más que huesos. La mano estaba sosteniendo la rama de un arbusto.

—¿Qué pasa, Tony? —preguntó Shirley a sus espaldas.

Tony esbozó una sonrisa.

—Uno de esos pillos nos está gastando una broma. ¿Sabes lo que está usando para asustarnos? La mano de un esqueleto.

—Oh, no.

—Debe ser Max, ese pelirrojo. Es el mismo demonio. Seguro que se fue al osario del cementerio y cogió el brazo de un esqueleto... ¿Me estás escuchando, Max? ¡Te he descubierto! ¡Sal de ahí!

La mano del esqueleto se movió.

Al apartarse las hojas, Tony vio una calavera, y el cuello y el tórax con las costillas. No, no había ninguna carne sobre aquellos huesos.

—Max —dijo con voz ronca—, sé que estás ahí abajo, sosteniendo el esqueleto.

Shirley se puso en pie. También ella vio el esqueleto.

—¡Tony! ¿Qué es eso?

—Ya te lo he dicho. Una broma de Max. Pero es una broma muy pesada. Le voy a hacer tragar todos los huesos.

El esqueleto se movió. Sí, empezó a andar y se abrió paso entre los arbustos.

Y Tony y Shirley lo vieron salir.

Pero andaba solo. No, nadie lo movía.

—¡Tony!

Tony echó a correr hacia el auto. Estaba lleno de pánico.

—¡Corre, Shirley...! ¡Corre!

Ella fue detrás, pero metió el pie derecho en un agujero. Se torció el tobillo y cayó en la hierba.

Tony ya estaba abriendo la portezuela del coche.

—¡Tony, no me dejes! —gritó Shirley—. ¡Espera!

Tony se metió en el coche y miró hacia la orilla del lago.

El esqueleto caminaba hacia Shirley.

—¿Qué te pasa, Shirley? ¡Ven aquí!

—¡Me torcí el tobillo! ¡Ayúdame, Tony! ¡Ven!

Tony miró el esqueleto. Estaba sobrecogido. El esqueleto se acercaba, cada vez con más rapidez, al lugar donde estaba Shirley. Dio la vuelta a la llave de contacto para poner el vehículo en marcha.

—¡Tony, no me dejes!

Tony puso la primera, apretó el acelerador y el coche salió disparado.

—¡Tony! —gritó Shirley.

El coche desapareció entre los árboles, en busca del camino que conducía a Leicester.

Shirley miró al esqueleto. Estaba ya muy cerca de ella.

—¡No! ¡No!

Trató de levantarse, pero volvió a caer.

Corrió a gatas. Pero el esqueleto corrió más. Se puso delante de ella.

Shirley se cubrió la cara horrorizada.

—¡No, esto no es cierto! ¡Es una pesadilla!

Cerró los ojos y deseó despertar. Sintió algo duro como una garra que la cogía por el hombro.

Abrió los ojos y lanzó un grito de horror al ver delante de ella la cara del esqueleto, las cuencas vacías. Pero los maxilares conservaban sus dientes.

Shirley quiso gritar otra vez, pero sus cuerdas vocales se habían paralizado.

Una mano del esqueleto la cogió por el cuello y empezó a apretar.

El aire huyó de los pulmones de Shirley.

La joven forcejeó tratando de librarse de aquella mano huesuda.

—¡Tony! —murmuró.

El esqueleto le siguió apretando el cuello.

Y todo se oscureció ante los ojos de Shirley Lester.


CAPÍTULO II

 

El marshal de Leicester, Alan Russel, atrapó por las solapas de la chaqueta a Tony Marcot.

—¡Yo debería estrangularte como tú estrangulaste a Shirley Lester!

—¡Yo no lo hice! ¡Fue el esqueleto!

—¡Es la más sucia historia que he oído en mi vida! ¡Eres un canalla, Tony! ¡Un perfecto canalla! ¡Un asesino! ¡Y lo vas a pagar!

—Vine aquí directo, comisario. Le conté lo del esqueleto. A usted y al agente Casey.

—Casey y yo te acompañamos, de vuelta al lago. ¿Y qué fue lo que encontramos? A Shirley Lester que había sido estrangulada. Su padre te quiere matar. Bastaría con que te dejase suelto para que él acabase contigo.

—¡No la asesiné! ¡Juro que no la asesiné! ¡Sólo tuve miedo! ¡Miedo del esqueleto!

—¡Deja el esqueleto en paz!

—Era un esqueleto viviente.

El marshal Russel le soltó una bofetada.

—Tony, ¿por qué no aceptas las cosas de una vez? Tú y Shirley habéis pasado mucho tiempo juntos. El doctor Harris está haciendo la autopsia de Shirley. Y apuesto doble contra sencillo a que sé cuál va a ser su dictamen. Muerte por estrangulación. Pero habrá algo más. Ella iba a tener un hijo. ¿No es verdad, Tony?

—Sí, es cierto. Lo iba a tener.

—Lo imaginaba. Y eso lo explica todo. Shirley te dijo que iba a ser madre... Te pidió que te casases con ella. Pero tú no estabas dispuesto a casarte con ella. Discutisteis y perdiste la paciencia... Terminaste por estrangularla. Cometiste ese disparate. Admito que debiste excitarte mucho. ¡Pero eso no te salva!

Tony se puso a sollozar.

—¡No, marshal! ¡No la maté! ¡Juro que no la maté!

—Estás listo, muchacho. ¿Por qué no confiesas de una maldita vez? Elmer Welles te defenderá. Es un buen abogado. Con un poco de suerte, te pasarás diez años en la cárcel. Eso no es nada. Al menos salvarás el pellejo. Si de mi dependiese, te ahorcaría ahora mismo. Pero tienes una oportunidad. Aprovéchala.

Estaban en la celda. Tony sentado en el camastro, el marshal Russel de pie.

—¿Qué quiere que aproveche si le estoy diciendo la verdad?

—Un esqueleto apareció entre los arbustos.

—Sí.

—Y echaste a correr.

—¡Sí! ¡Fue lo que pasó!

—¿Sabes una cosa, Tony? Muy pronto estarás en el infierno y eso quiere decir que te enterrarán. ¡Y entonces tú también te convertirás en un esqueleto!

El marshal salió de la celda y pegó un portazo.

Caminó por un corredor y salió a la oficina.

El padre de Shirley Lester estaba pálido.

—¿Dónde está ese canalla, marshal?

—Donde debe estar. En una celda.

—¡Ha asesinado a mi hija, señor Russel! ¡Quiero su vida! ¡La quiero!

—Calma, John. Todo se hará de acuerdo con la ley.

—¿Por qué la mató? ¿Por qué?

—Dice que él no fue.

—Oh, sí, me lo ha contado Casey. Ese estúpido ha hablado de un esqueleto. Se quiere hacer el loco, ¿lo entiende, marshal? Tony Marcot se quiere hacer pasar por un perturbado. Conozco lo que dirán los médicos. Dirán que sufrió un arrebato de locura. Que no era dueño de sus actos cuando mató a mi hija. Lo meterán unos meses en una clínica de enfermos mentales y, en poco tiempo, lo echarán a la calle.

—No va a pasar nada de eso.

—¿Quién me lo asegura?

—Oye, John, siento mucho la muerte de tu hija. Me resultaba simpática. Siempre me lo fue. Estoy tratando de presionar a Tony para que confiese. Pero sigue aferrado a su historia del esqueleto.

—Déjeme a solas con él.

—No.

—¡Déjeme con Tony sólo cinco minutos y haré que confiese!

—Sabes que no puedo permitir eso. Anda, John, vuelve a tu casa. Yo me ocuparé de Tony Marcot. Es mi obligación.

John Lester fue a replicar, pero finalmente dio media vuelta y salió de la oficina con mucha rapidez.

El agente Barry Casey dio un suspiro. Estaba sentado en una silla.

—Ha sido duro para John Lester.

—Le comprendo... Sé lo que es perder una hija. La única que yo tuve se me murió cuando tenía siete años. Unas malditas fiebres me la arrebataron. Lo peor está por llegar cuando John Lester sepa que su hija iba a ser madre...

Casey encanutó los labios y lanzó un silbido.

—¿Tony?

—Tony.

—Está todo claro, jefe.

—Eso parece.

Se abrió la puerta de la comisaría y entró un hombre alto, de unos veintiocho años, cabello negro y ojos azules.

—Hola, jefe.

—¿Cómo está, abogado?

Era Rock Foster. Terminó con las más brillantes notas su carrera. Había recibido ofertas para trabajar en Nueva York, con importantes firmas legales, pero siempre las rechazó.

—¿Cuándo te vas al Este, Rock? —inquirió el marshal.

—Cuando en la Quinta Avenida de Nueva York se puedan pescár truchas.

—Me gustaría que fueses ambicioso.

—Mi única ambición en estos momentos es hablar con ese chico que tienes en la celda.

—No es un caso para ti.

—¿Y para quién es?

—Para Elmer Welles.

—El viejo zorro, ¿eh?

—El muchacho no tiene defensa, Rock.

—Yo creí que todos los acusados eran inocentes mientras no se demostrase su culpabilidad.

El marshal levantó las manos hacia el techo.

—¡Me faltaba eso! ¡Que tú me vinieses con los sagrados principios de la justicia!

—Sólo te he dicho uno, Alan.

—Agrega que es el más importante.

—Si tú lo dices —sonrió Rock.

—Muchacho, Shirley Lester iba a tener un hijo de Tony. Ella le pidió que se casase con él y Tony no quiso. Ha ocurrido muchas veces, y seguirá ocurriendo, Rock. Tony la estranguló.

Rock Foster sacudió la cabeza.

—No obstante, quiero verlo.

—Tony nunca fue amigo tuyo.

—Fue un chico rebelde. Y me gusta proteger a los chicos rebeldes.

—Allá tú. Puedes pasar. Háblale a través de la reja.

—Admitido, gran jefe.

Rock Foster sabía el camino de la celda.

Se detuvo ante la reja.

Tony estaba boca abajo, en el camastro.

—Hola, Tony.

El preso no le contestó.

—Soy Rock Foster.

—Ya sé quién es. ¡Lárguese!

Rock sacó su pipa y su bolsa de tabaco. Llenó pacientemente la pipa y encendió un fósforo.

—Tony —dijo apagando el fósforo en el suelo con el zapato—, me han contado tu historia.

—Ande, ríase.

—Lo que te ha pasado no es cosa para reírse. Siempre he pensado que eras listo. Pero esa historia del esqueleto no es muy buena. Me llamó la atención desde el principio. Debiste arreglar la muerte de Shirley de otra forma. Una mujer puede ser muerta por un desconocido. Hay vagabundos, gente que está de paso. Pudiste largarte del lago y esperar a que los acontecimientos se produjesen por sus pasos contados. Pero viniste aquí a la comisaría, a decir que, mientras tú estabas con Shirley, apareció un esqueleto andante.

Tony se levantó del camastro.

—¿Qué es lo que pretende, señor Foster?

—Ayudarte.

—¡Y un cuerno! Usted piensa como el marshal. Que no tengo escapatoria. Y que inventé lo del esqueleto porque pretendo hacerme pasar por loco. Ande, confiéselo ¿Es eso lo que usted tiene en la cabeza? Que estoy loco.

—¿No lo estás?

—¡Váyase! ¡Déjeme en paz!

—Me iré en cuanto me describas el esqueleto.

—¿Cómo quiere que le describa un esqueleto? Usted habrá visto un esqueleto muchas veces.

—Sería un hombre disfrazado.

—No, no era un disfraz. Era todo huesos...

—Y se movía.

—¡Claro que se movía!

Rock Foster dio una chupada a la pipa y exhaló el humo por los agujeros de la nariz mientras observaba el rostro de Tony.

—¿Qué ,espera, señor Foster? ¿Qué me ponga a saltar como un mono? Debo justificar mi locura, ¿verdad...? ¿Es lo que me aconseja? Cuando venga el comisario, me debo poner con la mano en el pecho como Napoleón. ¿O debo hacer el camello? Se admiten sugerencias, señor Foster...

Rock dio media vuelta y salió a la oficina. El marshal lo observó.

—¿Qué fue lo que adelantó el gran abogado? ¿Ya sabes por qué Tony mató a Shirley Lester?

—No, no lo sé.

—¡Yo sí lo sé! Por el hijo que iba a tener ella. Tony no se quiso casar con la muchacha.

—Me gustaría estar tan seguro como tú, jefe. Hasta luego.

Rock Foster salió de la comisaría.


 

CAPÍTULO III

 

Peggy Moore se había detenido en aquel lugar del lago para pintar el paisaje.

Vestía shorts y una blusa. Su coche estaba cerca.

Una hora antes había pasado por allí y le admiró el lugar, los sauces, el agua tranquila de un azul profundo, el cielo que parecía de plata en aquella hora del mediodía.

Peggy tenía veintitrés años y trabajaba como periodista en el Star de Chicago.

Había tomado sus vacaciones.

Uno de los accionistas del Star, Gene Perkins, un potentado, le había pedido que fuese su mujer. Gene Perkins a pesar de poseer una gran fortuna, era rubio, alto y guapo. Peggy le encontraba un defecto. Se había casado cuatro veces y se había divorciado otras cuatro. Y cuando Gene Perkins le hizo la petición de mano en el transcurso de una cena, ella le dijo: «¿Hasta cuántas esposas piensas llegar?» «Todavía no lo he decidido», le había contestado él.

Podía pasar por un chiste, pero a ella no le gustó y le dijo a Gene que se lo tenía que pensar. Por ello le sugirió al propio Gene Perkins que se tomaría sus vacaciones. Gene Perkins le contestó en seguida que podía tomar posesión inmediatamente de su casa en Miami, o de su apartamento en Las Vegas, o de su pequeño castillo en las riberas del Hudson. Pero Peggy rechazó todas las ofertas. Gene no sabría dónde encontrarla. Esa era la condición. De lo contrario, Gene se podría presentar en cualquier momento o bien telefonearle, y ella no quería estar sujeta a ninguna clase de presión. Pasadas dos semanas, regresaría a Chicago y le diría a Gene Perkins si aceptaba o no ser su mujer. Por el momento, se inclinaba por la aceptación.

El cuadro le estaba saliendo bien. Pero si hubiese vuelto la cabeza, la escena le hubiera parecido muy mal para reflejarla en su lienzo.

Una mano había apartado unos arbustos, una mano huesuda que pertenecía a un esqueleto.

La calavera, con sus cuencas vacías, parecía mirar, sin embargo, a Peggy.

Movió aquella mano e hizo ruido.

Peggy se sobresaltó.

—Debe ser un conejo.

Volvió a ocuparse de su cuadro. Un poco más azul en la derecha. Menos azul arriba.

El esqueleto había rodeado el arbusto y apareció por un lado.

Se deslizaba silenciosamente por la hierba, acercándose a Peggy por la espalda, para que ella no lo pudiera ver.

Y Peggy Moore seguía pintando, sin tener idea de la amenaza que se cernía sobre ella.

El esqueleto ya estaba a dos pasos de Peggy. Entonces alargó su brazo largo, huesudo. Una mano como una garra fue hacia el cuello de Peggy.

De pronto se oyó el ruido de un coche.

El esqueleto interrumpió su movimiento y encogió el brazo, dio media vuelta, y empezó a retroceder.

El automóvil se estaba, acercando.

El esqueleto desapareció por entre los arbustos.

Peggy no se había inmutado. Estaba absorta en su trabajo.

El automóvil rodaba por detrás de ella. Y de pronto pasó por encima de un charco y arrojó un chorro de agua sucia, embarrada, sobre el lienzo.

Peggy lanzó un grito al ver su hermosa pintura estropeada.

—¿Quién es el salvaje?

Se volvió como un rayo.

El hombre conducía el automóvil, un convertible, frenó bruscamente.

Peggy vio a un hombre joven con una pipa en la boca.

—¡Usted...! ¡Usted...! —empezó a decir la joven y era tanta su ira que no pudo agregar nada.

—Rock Foster, para servirla, señorita.

—¡Ya me sirvió! ¡Y de qué manera!

Rock Foster salió de su convertible.

—¿Es que no sabe por dónde va? —preguntó Peggy.

—Desde luego, señorita. Voy camino del laboratorio del doctor Boren. Quería hacerle unas preguntas acerca de una autopsia. Y vine por aquí porque adelanto un par de kilómetros.

—¿Qué me está contando? ¡Mire lo que ha hecho con mi cuadro!

Rock observó los efectos del agua sucia en el lienzo.

Sacó un pañuelo y se puso a limpiar el desperfecto,

—¿Qué está haciendo? —gritó Peggy.

—Trato de corregir su pintura. Me refiero a esta parte. La que tiene color tierra.

—¡Tiene color tierra porque es tierra con un poco de agua!

—Quedará mejor, ¿no cree?

—¿Mejor?

—Bueno, usted trataba de pintar el lago y no me negará que hay un trozo de orilla que tiene color de tierra.

—¿Ha dicho que se llama Foster?

—Sí, señorita... ¿Cuál es su nombre?

—¡Ah, no! ¡No se lo pienso decir!

—Sólo quería presentarle mis respetos.

—¡Presente sus respetos a su tía!

—No se enfade, señorita. Si no está conforme con la pintura tal como ha quedado ahora...

—¡Claro que no lo estoy!

—Quería decirle que si no está conforme con la pintura, según ha quedado, estoy dispuesto a indemnizarla. Le pagaré el valor del lienzo y el de las pinturas que desperdició.

—¿Quién se cree que es?

—Rock Foster, abogado.

—Abogado de pueblo, ¿verdad?

—Sí, tengo mi despacho en Leicester.

—Se nota.

Rock se miró a sí mismo los pies, el estómago y el pecho.

—¿Nota usted que tengo mi bufete en Leicester por mi aspecto?

—Es un abogado de pueblo.

—¿Se refiere a que prefiere a los abogados de las grandes ciudades?

—¡No prefiero ninguna clase de abogados! Nunca me han gustado. Son unos buscarruidos. ¡Eso es lo que son!

—A mí particularmente, no me gustan los ruidos. —Rock señaló el cuadro—. Esto fue casual. Le aseguro que no me dedico a arrojar agua embarrada en los lienzos que pintan las jóvenes tan lindas como usted.

—¡No empiece a requebrarme!

—Si es usted bonita, no me puede echar a mi la culpa. Y eso tampoco es un requiebro. ¿Sabe una cosa? Yo también soy aficionado a la pintura.

—Ya empezó.

—¿Empezar qué?

—Espera conquistarme.

—¿Quién, yo?

—Aquí, que yo sepa, sólo estamos usted y yo. ¿O es que hay alguien más?

Rock Foster miró a su alrededor.

—Desde luego —contestó mirándola a ella a los ojos—. Está claro que no hay nadie más.

—Y usted se ha detenido porque vio mis piernas.

Rock le miró las piernas.

—Me parecen perfectas. Palabra que no he visto unas piernas más hermosas desde que estuve en Chicago en un teatro. Salían coristas.

—¡Yo no soy corista, señor Foster!

—No, ¿eh?

—¡No, señor!

—¿Y qué es usted?

—¡A usted no le importa!

Rock se tironeó de una oreja.

—Creo que nuestro primer encuentro no ha sido muy afortunado.

Ella lo miró asombrada.

—Habla de un primer encuentro como si esperase un segundo.

—Quién sabe.

—No, señor Foster. Usted y yo no nos volveremos a encontrar. Estoy aquí de paso. Me detuve para pintar un paisaje que me gustó, y ya ve lo que conseguí. Una birria.

Peggy atrapó el lienzo y lo arrojó al suelo. Luego cogió su caja de pinturas y el caballete y se fue a su auto.

Rock aprovechó aquellos momentos para encender la pipa.

Peggy se sentó ante el volante y puso en marcha el motor.

—Que se divierta, señorita —se despidió Rock—.

hasta la vista.

—¿Hasta la vista? ¡Hasta nunca!

Peggy se alejó en su automóvil.

Rock sonrió.

Iba a dirigirse hacia su auto cuando vio el lienzo. Lo recogió y lo contempló entre sus manos.

Se dirigió hacia su convertible y puso, con mucha delicadeza, el cuadro en el asiento trasero.

Poco después, él también reanudaba su viaje.

El doctor Eddie Boren vivía a seis millas del pueblo, en una casa muy antigua que había pertenecido a su familia por cinco generaciones. Había sido construida en un estilo Victoriano. Algunas gentes decían que aquella casa resultaba demasiado lúgubre.

Rock Foster saltó del auto.

Poco después llamaba a la puerta.

Le abrió Deborah, la sobrina del doctor Boren, que se echó en sus brazos.

Se besaron en la boca.

—Hola, Rock.

—¿Cómo estás, Deborah?

—Muy bien.

Rock apartó de sí a la joven y chasqueó la lengua.

—Estás preciosa.

Deborah era rubia, de ojos muy claros. Tenía veintiocho años.

Rock sabía que en Leicester todos apostaban a que él terminaría casándose con Deborah. Habían salido juntos durante mucho tiempo. Él lo pasaba bien con ella y ella lo pasaba bien con él.

—Vengo a ver a tu tío.

Ella arrugó la nariz.

—¿Te saco los ojos ahora? Creí que venías por mí.

—De todas formas, hubiese venido por ti.

—Embustero.

Ella se colgó de su brazo.

—Anda, vamos a la terraza. Mi tío está allí.

Fueron a la parte trasera de la casa, donde estaba la terraza.

Eddie Boren estaba leyendo un periódico. Frisaba los cincuenta años y era de cabello rojizo como el azafrán.

Se levantó para dar la bienvenida a Foster.

—¿Whisky o café, Rock?

—Whisky.

Rock se sentó junto al doctor.

—Imagino que habrá hecho ya la autopsia de Shirley Lester.

—Muerte por estrangulación. Pobre chica. Iba a tener un hijo.

—Ya sabrá que Tony Marcot ha admitido ser el padre de ese hijo.

—Sí, y Tony fue quien la mató.

—¿Conoce la historia del esqueleto?

—Desde luego —sonrió Boren—. ¿Cómo no voy a conocerla. El marshal me lo contó.

—¿Qué opina de eso?

Boren se quedó muy serio.

—Tu whisky, Rock —dijo Deborah alargándole el vaso.

El abogado bebió un trago.

Boren carraspeó.

—Te gusta la psiquiatría, ¿verdad, Rock?

—Bastante. Especialmente cuando tengo que defender a un hombre acusado de un crimen.

—¿Vas a defender a Tony Marcot?

—Eso quise, pero él se negó.

Deborah intervino:

—No lo defiendas, Rock.

Foster sonrió a la joven.

—¿Por qué no, Deborah?

—Ha hecho algo horrible. Matar a esa chica.

—Suponiendo que la hubiese matado, me ha desconcertado la historia del esqueleto. Hablé con él. No me basta con las palabras del marshal. Tony se puso muy furioso ante la idea que podamos tener acerca de él y de su supuesta locura.

—No entiendo eso —dijo Deborah.

—Verás, Tony no quiere pasar por loco. Se obstina en que estaba cuerdo. El esqueleto mató a Shirley.

—Pero, Rock, tú no estarás hablando en serio.

—No, pero me gustaría escuchar una explicación psiquiátrica de la reacción de Tony. ¿Qué fue lo que le hizo ver el esqueleto?

—Estoy preparado para eso —contestó el doctor—. Tony sufrió una gran depresión nerviosa después de estrangular a Shirley. Se dio cuenta del mal que había hecho. Sufrió un tremendo shock... Se apartó del cadáver de Shirley y tuvo una alucinación. El esqueleto.

—Sí. Es un simbolismo universal y que se encuentra en todas las épocas.

—Ahí lo tienes explicado, Rock. Realmente, Tony vio el esqueleto con su mente, pero le pareció verlo, sin ninguna duda, con sus propios ojos.

—No está mal. Gracias por la ayuda. —Rock bebió otro trago de whisky y se levantó—. Gracias, doctor.

—No hay de qué, muchacho.

Rock salió de la terraza con la joven.

—¿No das un paseo conmigo por el jardín? —dijo Deborah.

—Lo siento. Pero ahora no puedo. Tengo que ventilar un asunto en el Juzgado.

En el vestíbulo, Deborah se puso de puntillas y le besó en la boca.

—¿Sabes que te he echado de menos, Rock?

—Eh, chica, no tengo abierta la ventanilla de proposiciones matrimoniales.

—Tenemos que repetir aquella merienda en la montaña. Te embriagaste. Y faltó poco para que me llevases ante el juez Parker. Te lo tuve que quitar de la cabeza: Pero la próxima vez que bebas un trago de más te seguiré la corriente.

—Quizá me convenga.

—Vuelve pronto.

—Sí, Deborah.

Rock viajó hasta el pueblo en su automóvil.

Iba a entrar en el Juzgado y antes quiso llenar la pipa. No le quedaba tabaco y decidió ir al almacén.

Saludó a unas cuantas personas y entró en el almacén.

Y justo entonces chocó con una mujer que salía.

Ella pegó un grito y cayó en el suelo. Y un bote de pintura que tenía en la mano se le desparramó por los shorts y las piernas.

Era la joven que Rock había conocido en la orilla del lago, a la que había estropeado el lienzo.


 

CAPÍTULO IV

 

—¡Usted! ¡Usted...! —exclamó Peggy.

—¿Lo ve? Hubo un segundo encuentro —le sonrió Foster.

—¿Cómo se atreve a burlarse de mí?

—Perdone, pero no me burlo.

Rock, un poco aturdido, se inclinó y le pasó la mano por una pierna para quitarle la pintura, pero lo que hizo fue extenderla más.

—¿Qué es lo que hace? ¡Apártese!

—Sí, señorita. No faltaba más, señorita. Lo que usted quiera, señorita.

—¡Deje de llamarme señorita!

—¿Está casada?

—No.

—Entonces es señorita.

Peggy se levantó y la pintura le corrió por las piernas.

—¡Ahora necesito un baño!

—Venga a mi casa.

—¿A su casa?

—Sí, tengo un buen baño. Y la ducha funciona muy bien.

—¿Es su nueva forma de conquistarme?

—Sólo pretendo ser amistoso.

—¡Señor Foster!

—Me alegra que recuerde mi nombre.

—¡A mí no me alegra nada recordarlo! Pero no tengo más remedio que decirle señor Foster.

—Dígalo otra vez.

—¿El qué?

—Señor Foster.

—Oiga, ¿es usted tonto?

—Es que mi nombre suena de distinta forma en sus labios. Eh, Pat.

Pat era el almacenista.

—¿Qué pasa, muchacho?

—¿Quieres decirme señor Foster?

—¿Por qué? Siempre te llamo Rock.

—Por favor, Pat. Quiero que digas señor Foster para que la señorita se convenza de que suena de distinta forma.

—Está bien, señor Foster.

Peggy estaba asombrada.

—¿Lo ve, señorita? —dijo Rock.

—¡Claro que suena distinto! ¡Él es un hombre y yo una mujer!

—No me refería a esa diferencia. Es que Foster suena en sus labios un poco musical, como un ángel lo pronunciaría en un coro.

—¿Qué ángel, ni qué coro, ni qué narices...? ¡Usted me ha puesto perdida!

—Creí que sólo pintaba lienzos.

—Iba a pintar mi coche porque estoy de vacaciones. ¿Tiene algún impedimento en que pinte mi coche?

—No, señorita. No tengo ningún impedimento.

—¡Pero me he pintado yo misma!

—Tiene buen gustó para elegir el color, señorita. Ese azul hubiese ido muy bien a su coche.

Ella apretó los menudos dientes.

—Le iba muy bien a mi coche, pero no le va nada bien a mis piernas.

—Creo que es demasiado modesta.

—Usted debe ser el chiflado del pueblo.

—No. Ese puesto ya está cubierto.

—Pues debían despedir al titular y dejárselo para usted.

Pat, el almacenista, se acercó.

—Señorita, ¿cómo se ha puesto así?

—¡No me he puesto así! ¡Ha sido Rock Foster!

—¿Puedo hacer algo por usted, señorita?

—Dígame en qué hotel me puedo alojar para quitarme esta pintura.

—Vaya al Dextry. Está un poco más arriba, saliendo a la izquierda.

—Gracias.

Rock interrumpió el paso de la joven.

—¿Se quiere apartar?

—Le propongo que enterremos el hacha de guerra.

—¿Qué es lo que dice?

—La invitó a cenar esta noche.

—Señor Foster, yo elijo siempre a mis amistades. ¿Quiere apartarse?

—Cómo no.

—Y si tengo que pasar la noche en Leicester, aléjese lo más posible del hotel Dextry.

Antes de que Rock pudiese responder, la joven salió del almacén.

Pat se rascó la cabellera.

—Caramba, qué chica.

—No está nada mal.

—¿Me das una pastilla de tabaco de mi marca?

—Desde luego, Rock.

Rock pagó la pastilla de tabaco y se despidió de Pat.

Cuando caminaba por la calle, vio a Peggy Moore que se metía en el hotel.

Demonios, aquella muchacha tenía un genio endiablado.

* * *

Peggy Moore estaba nerviosa. Pero no lo estaba por Rock Foster. Se había enterado del crimen cometido en Leicester. Fue el botones del hotel Dextry, un muchacho llamado Joe, quien le contó los detalles.

Ya se había quitado la pintura y estaba envuelta en una bata.

Llamó a la centralilla y pidió una conferencia con Chicago, con el número del Star.

Tuvo que esperar unos instantes antes de oír la voz de Chester Ferguson, el jefe de la redacción.

—Hola, Chester.

—Eh, Peggy, ¿dónde estás?

—En el lugar exacto para darte la gran noticia.

—Pintaste un cuadro y te confundieron con Picasso.

—Casi acertaste. Porque ni Picasso soñaría con un crimen como el que se ha cometido aquí. Y ya tengo el titular: «Mujer asesinada por un muerto viviente».

—Oye, chica, No Se oye bien.

—Dije muerto viviente.

—Eso creí oír.

—Chester, no es ninguna broma...

—¿De qué se trata concretamente?

—Una mujer fue estrangulada, una joven, cerca del lago donde yo me detuve a pintar.

—Entiendo, la mataste porque también era pintora y estabais pintando el mismo paisaje.

—No hagas chistes malos a costa del prójimo. Yo no descubrí nada. El crimen se cometió en otro lugar del lago, donde yo pintaba... Fue acusado un muchacho que sostenía relaciones con la víctima. Ella se llamaba Shirley Lester y él Tony Marcot.

—Y Tony Marcot había sido dado por muerto.

—No, Chester. Tony Marcot asegura que la chica fue asesinada por un esqueleto.

Peggy oyó que Chester exhalaba el aire de sus pulmones.

—Nena, ¿por qué no lo mezclas con un poco de agua?

—¡No he dicho que Tony Marcot esté diciendo la verdad! ¡Sólo lo que Tony Marcot aseguró!

—Y a Tony le han puesto la camisa de fuerza.

—No, está en una celda.

—¿Cómo se llama ese pueblo?

—Leicester.

—Nunca he oído hablar de él.

—Está junto al lago Minor.

—Tampoco sé nada del lago Minor.

—Oye, Chester, hay miles de lagos en el estado de Michigan.

—Me sabía el nombre de casi todos. ¿Por qué no continúas tus vacaciones? Ese crimen no tiene nada de particular. ¿Sabes cuántas mujeres son asesinadas cada día? Cada crimen tiene su detalle particular. Si dedicásemos el periódico a reseñar cada uno de ellos necesitaríamos triplicar el papel. ¿Por qué te estoy dando lecciones de periodismo, maldita sea? Tú antes no las necesitabas, Peggy. ¿O es que el amor por Gene Perkins te cegó los ojos?

—No sé si siento amor por Gene. Me tomé las vacaciones para salir de dudas.

—¿Y cuál es el resultado hasta ahora?

—Hoy conocí a un tipo y me resultó tan antipático que ya empecé a echar de menos a Gene. Imagínate, me llenó el lienzo de barro cuando pasó por el lugar donde yo pintaba. Y luego me arrojó un bote de pintura encima.

—¿Manía persecutoria?

—Es un abogaducho de pueblo. Un joven muy alto, ojos azules, nariz recta, boca a lo Paul Newman.

—¿Y dónde tiene el lunar?

—Chester, ahora comprendo por qué te odio tanto.

—¿Por qué no intentas divertirte sin odiar a nadie ni siquiera a ese vagabundo?

—Va a resultar un poco difícil. Pero, ¿de qué estamos hablando? ¡Te llamé para que publicases lo del crimen!

—No interesa.

—¿Cómo?

—¡Que no interesa!

—¡Chester!

—Mira, nena. Voy a cumplir los cincuenta y cinco años y me he pasado toda mi vida en el periódico. Entré aquí cuando tenía doce años.

—¿Y qué hacías, aparte de barrer?

—Servirle el café a todo el que me lo pedía. Pero sé de periodismo todo cuanto se puede saber.

—Oye, campeón. ¿No hueles la noticia sensacional?

—No, ya se acabó esta conferencia que cargarás en tu cuenta.

—El señor Perkins me dio carta blanca.

—El señor Perkins debería saber que, cuando un periodista está en vacaciones, ha de contar con su propio dinero para pagarse los lujos. ¡Y éste es un lujo!

Chester colgó en Chicago y Peggy lo hizo en Leicester.


 

CAPÍTULO V

El marshal Russel dijo:

—Prepara la comida a Tony, Barry.

—Ahora mismo, jefe.

—Yo iré a hablar con el fiscal.

—¿Qué quiere el fiscal?

—¿Qué va a querer, Barry? Una confesión de Tony. Me está presionando para que la consiga. Y dice que no le importan los medios. Pero a mí me importan. Y se lo pienso decir en su propia cara.

Russel salió de la comisaría.

Barry Casey preparó la comida en la cocina. Judías con patatas y un filete. Lo puso todo en la bandeja con el pan, el vaso de hojalata con agua y una cuchara.

Luego se entretuvo en cortar la carne en trozos.

El marshal había prohibido a Casey que agregase a la cuchara un tenedor. En una ocasión, un vagabundo se quiso suicidar clavándose el tenedor en la garganta. Lo pudieron salvar a tiempo. Con la cuchara era más difícil hacerse daño, aunque Barry pensaba que, si un hombre pensaba matarse, lo podría hacer de muchas formas, como pegándose cabezazos contra la pared.

Fue por el corredor hasta la celda.

Tony estaba durmiendo.

Oyó su respiración acompasada.

—Te traigo la comida, Tony.

El preso no se movió.

Barry puso la bandeja en el suelo y abrió la celda. Cogió otra vez la bandeja y se acercó al camastro, que estaba vacío, para dejar allí la comida.

Tony Marcot empezó a levantarse.

Casey oyó el gemido del camastro y se volvió sin soltar la bandeja.

Tony le soltó un tremendo puñetazo en la sien.

Barry lanzó un grito y cayó en el camastro, y de allí rebotó al suelo.

Tony vio a sus pies al ayudante del marshal, completamente inmóvil.

—Lo siento, muchacho. Pero no quiero que me matéis por algo que no hice.

Le quitó la pistola a Casey. Se acordó del marshal ¿Habría oído el ruido?

El corazón le golpeó contra las costillas mientras caminaba por el corredor, pistola en mano.

Asomó la cabeza y vio que la oficina estaba desierta.

Pero ahora tenía suerte. Y debía tenerla durante algún tiempo. No sabía cuánto.

Cruzó la oficina y abrió poco a poco la puerta de la calle.

Su coche estaba en el mismo lugar donde lo había dejado.

Demonios, no necesitaba robar el auto de nadie.

Allí estaba el suyo. No, la fortuna no le abandonaba porque podría viajar en su vehículo, cuyo manejo conocía.

Hundió la barbilla en el pecho y salió de la comisaría, encaminándose rápidamente hacia su coche.

Ya reinaba la oscuridad.

—¿Te soltaron, Tony? —oyó una voz a su espalda.

Era el viejo Isaías, el jubilado del Banco. Maldito fuese. ¿Por qué lo había visto?

No quiso contestarle. No podía.

Abrió la portezuela de su coche. Y entonces tuvo la sensación de que la sangre se helaba en sus venas. Las llaves no estaban en el contacto. Y recordaba haberlas dejado allí cuando llegó a la comisaría, desde el lago, para informar al marshal de su historia. De que un esqueleto había salido de unos arbustos para atacar a Shirley y a él.

Estaba claro que el marshal había cogido las llaves.

Oyó otra vez la voz de Isaías.

—Muchacho, te he preguntado si te soltaron.

Se volvió hacia el jubilado y lo vio apoyado en el bastón. Y al lado de la acera estaba el auto de Isaías, un «Ford» modelo cinco años atrás.

—Señor Gray, cuánto me alegra verle.

Isaías Gray parecía un pajarraco porque era delgado, con sesenta años, y la nariz recogida hacia abajo. Miró a Tony atentamente con aire de sospecha.

Tony tenía la mano en el bolsillo de la chaqueta manejando el revólver que escondía.

—¿Por qué te soltaron, Tony? —repitió una vez más el jubilado.

Miró el auto de Gray. No, tampoco tenía puestas las llaves de contacto.

—Señor Gray, deme las llaves de su coche.

—¿Cómo?

—Las llaves de su coche, rápido.

—Pero, ¿por qué?

—Me he escapado de la cárcel y tengo un revólver en el bolsillo. Démelas o lo mato.

El rostro de Isaías empalideció.

—No, muchacho. No dispares. El doctor ha dicho que me quedan pocos años de vida.

—¡Las llaves, de prisa! ¡O le quedarán segundos de vida!

—Ahora mismo te las doy.

Gray metió la diestra en el bolsillo y sacó un llavero.

—Señor Gray, empiece a alejarse... No se detenga... No grite. Si no me obedece, lo mato.

Gray movió la cabeza afirmativamente repetidas veces:

—Sí, muchacho, me voy... No gritaré.

—Basta. Lárguese.

Gray empezó a andar por la acera.

Tony abrió la portezuela del coche. Probó con una llave que no era la de contacto. Se puso nervioso. Metió la segunda y acertó.

El motor se puso en marcha.

Entonces embragó, metió la primera y apretó el acelerador.

El coche se apartó del bordillo de la acera y empezó a correr por la calle principal de Leicester.

Sonrió pensando que Barry Casey seguiría durmiendo en su celda.

Dejó atrás la ciudad. Sabía dónde tenía que ir. A Canadá. Conocía un buen camino por las montañas. No, no lo pillarían. Y, cuando llegase a Canadá estaría a salvo. Aquel país era inmenso, con grandes bosques, en donde un hombre podía vivir cazando o pescando.

Dejaría transcurrir el tiempo, hasta que se olvidasen de él.

Tenía que pasar justo por el lugar donde Shirley había sido asesinada.

Sonrió con amargura. Él no había matado a Shirley Había sido el esqueleto.

Tal recuerdo le produjo un escalofrío por el espinazo.

De pronto el motor empezó a fallar.

Se puso lívido al ver el indicador de gasolina. Estaba en el cero.

No, él, nunca llegaría a Canadá, a menos que echase gasolina en el tanque.

Ni siquiera se alejaría del lago.

El auto corrió una milla más y se paró.

Tony apretó los puños, lleno de furia, y empezó a golpear el volante.

* * *

Doris Harrison viajaba en bicicleta hacia su casa. Venía de Leicester.

Tenía veinticinco años y llevaba cuatro al frente de la Biblioteca Municipal. No se había casado. Vivía con sus abuelos en la granja de éstos, a unos ocho kilómetros del pueblo.

Hoy se había entretenido un poco en la biblioteca para hacer las fichas de los libros recibidos durante la última semana.

Había caído la noche.

De pronto se le reventó la rueda delantera.

Doris Harrison cayó en el suelo porque, instintivamente, frenó y la bicicleta se detuvo demasiado pronto.

La joven rodó por el suelo pegando un grito.

Notó que se hacía daño en la rodilla. La sangre le resbaló por la piel. Era un pequeño rasguño sin importancia. Se levantó limpiándose la falda y recogió su bolso.

Bien, no podía cambiar la rueda en aquella oscuridad. Sólo estaba a dos kilómetros de su casa. Dejaría la bicicleta a un lado del camino y seguiría a pie.

Oyó un ruido tras unos arbustos, pero no se asustó porque estaba acostumbrada a pasar por allí. Por la noche había mucha clase de aves. Tenía que ser una lechuza o un búho.

Dejo la bicicleta sobre la hierba y se incorporó.

Oyó otra vez aquel ruido y vio algo brillar entre las hojas. Una especie de luz fosforescente.

Era una mano esquelética.

Una mano sin carne.

Una mano toda huesuda.

Recordó la historia de Shirley Lester que estaba en boca de los ciudadanos. Tony aseguraba que él no había matado a Shirley. Que había sido obra de un esqueleto.

Oh, no, ella debía estar influenciada por aquella historia, y por eso veía algo que sólo existía en su imaginación. Pero allí estaba detenida, como si hubiese echado raíces.

«¿Qué te pasa, Doris? ¿Por qué no echas a correr? No puedes quedarte aquí. Él también está inmóvil. Pero, ¿quién es él?... Sólo ves su mano. No te hace falta ver el resto, ¿verdad, Doris? No, no te hace falta.»

Pero antes de que pudiese dar un paso, los arbustos se movieron otra vez.

Entonces vio la calavera.

Los ojos de Doris se agrandaron viendo aquella cosa horrible, la calavera con sus cuencas vacías, pero parecían estar mirándola, con dientes largos en las mandíbulas, y el cuello únicamente compuesto de vértebras, y las costillas al aire, por las que se podía ver la columna vertebral.

El esqueleto echó a andar hacia ella.

—¡No...! ¡No! —gritó Doris.

El esqueleto seguía avanzando.

Doris empezó a retroceder, pero el esqueleto avanzó más aprisa sobre ella y alargó los brazos huesudos.

—¡Socorro! ¡Auxilio!

Doris tropezó y cayó hacia atrás.

El esqueleto se inclinó sobre ella.

Doris vio la calavera avanzar y gritó otra vez.

—¡No me mate! ¡No me mate!

Unos dedos como garfios se apoderaron de su cuello y empezaron a apretar y a apretar.

Lo último que vio Doris fue las cuencas vacías de la calavera. Y un poco más allá, sobre un árbol, una lechuza lo contemplaba todo con sus grandes ojos. Al esqueleto inclinado sobre Doris Harrison, apretando la garganta de la joven con sus manos huesudas.

CAPÍTULO VI

 

Rock Foster dio una chupada a la pipa mientras contemplaba el cadáver de Doris Harrison.

Lo habían llevado a la funeraria de Spencer Kennedy.

El marshal estaba furioso.

—¿Qué dices ahora de tu defendido, Rock?

—No era mi cliente.

—Pero le propusiste que lo fuera.

—Sí.

—¡Ha vuelto a hacerlo! ¡Ha vuelto a asesinar a una mujer! ¡A Doris Harrison! Y antes estuvo a punto de matar a mi ayudante. Barry Casey tardó una hora en volver en sí. ¿Y qué fue lo que Tony hizo? Escaparse en el coche de Isaías. Pero ese imbécil no se dio cuenta de una cosa. Que el tanque de Isaías sólo tenía gasolina para recorrer unos kilómetros.

—¿Por qué mató a Doris Harrison?

—Está la mar de claro. Ella llevaba una bicicleta. Quizá Tony se la quería quitar para huir.

—He visto la bicicleta. Tiene una rueda reventada.

—Hay una explicación para eso. Tony sorprendió Doris sin saber que la rueda estaba reventada. Y también tengo otra teoría en la que no entra en juego la bicicleta ni el automóvil de Isaías Gray. Tony Marcot se ha convertido en un sádico. Mató a Shirley porque era su novia y ella iba a tener un hijo de él. Y mató a Doris Harrison porque da la casualidad de que Doris era una buena amiga de Shirley Lester.

Rock se acercó al cadáver y examinó las huellas en el cuello de Doris. La piel estaba desgarrada y las marcas eran trazos muy finos.

—Jefe, ¿por qué no miras esto?

—¿Qué cosa?

—¿Pueden dejar unos dedos estas marcas?

El marshal examinó el cuello de Doris Harrison.

—La arañó con sus uñas.

—Todas las marcas son iguales, y la piel está levantada.

—Muy bien. Los dedos de Tony resbalaron, y eso prueba que mi teoría puede ser cierta. Ese muchacho desgarra cuando aprieta.

—No vi el cuello de Shirley Lester. ¿Recuerdas si tenía las mismas huellas?

—Eran las mismas.

—¿La piel desgarrada?

—La piel desgarrada. ¿Adónde quieres ir a parar, Rock?... No me digas que sigues pensando en el esqueleto.

—De momento, sólo pienso en que esta mujer fue asesinada.

—Qué gran deducción. Yo tengo que pensar en otra cosa más importante. Tony Marcot está libre. ¿Cuántas víctimas puede ocasionar antes de que lo atrapemos?

—De acuerdo, Alan. Tiene que capturar a Tony Marcot.

En la puerta de la funeraria se armó un alboroto.

—¡Tengo que entrar!

Era una voz femenina que Rock conoció. La de la joven con la que había tropezado en dos ocasiones. Barry Casey decía con voz muy débil.

—No puede, señorita. Ahí dentro está mi jefe.

—Precisamente tengo que hablar con su jefe. Soy Peggy Moore, periodista del Star de Chicago, y aquí tiene mi credencial si sabe leer.

—No me importa lo que sea usted. A mí me han ordenado que no entre nadie.

—¿Y qué hace ahí el abogaducho que me encontré dos veces?

—¿El abogaducho?

—El picapleitos. Me han dicho que está dentro.

—Él puede estar.

—¿Por qué? ¿Porque es amigo del marshal?

Foster y Russel se miraron.

—¿Quién es la chica, Rock?

—Una polvorilla.

—Dice que os encontrasteis dos veces.

—Sí, y las dos veces fue catastrófico para ella. La primera le eché barro en un lienzo que estaba pintando en la orilla del lago. Y la segunda le volqué un bote de pintura en el almacén.

—No me interesa la publicidad de este asunto.

—¿Por qué no, Alan? ¿No lo tienes todo claro? ¿No mató Tony Marcot a las dos mujeres? En cuanto atrapes, puedes salir en todos los periódicos del país gracias a esa muchacha.

Alan sospesó aquellas palabras y, finalmente, se dirigió hacia la puerta que estaba entreabierta.

—Barry, deja pasar a la señorita Moore.

—Sí, jefe.

Peggy Moore entró en la funeraria.

—Gracias, marshal —dijo la joven.

—No hay de qué. Quiero ver su credencial.

Peggy se la mostró mientras observaba a Rock. Este hizo una inclinación con la cabeza.

Peggy se apartó del marshal y se acercó a la joven que yacía tendida en una mesa de mármol.

La joven se tambaleó.

Rock acudió en su ayuda y le pasó el brazo por la cintura.

—Creí que estaba acostumbrada a ver muertos, señorita.

—No, nunca me acostumbro.

—Entonces, será mejor que salga. Esto no es muy agradable.

—No necesito sus consejos. ¡Y quite la mano de donde la tiene!

—Como usted quiera, señorita Moore. Sólo trataba de impedir que cayese en el suelo si se desmayaba,

El marshal se volvió.

—Aquí tiene su credencial, señorita Moore. ¿Informó a su periódico del primer crimen?

—El periodista con el que hablé no quiso saber nada del asunto. Pero ahora lo haré cambiar de opinión...

—Espero que sea razonable.

—Sólo voy a ser objetiva.

—¿Qué quiere decir?

—El presunto asesino de Shirley Lester escapó de la cárcel. Y ha habido otro asesinato.

—Tal como lo plantea, me va a acusar de ser el responsable de la segunda muerte.

—Lo siento, marshal, pero ya le he dicho que sólo daré una información real. No soy una periodista en busca de sangre. Mi periódico es serio. El Star de Chicago nunca ha formado parte de la Prensa sensacionalista.

—De acuerdo, señorita Moore. Estamos en un país libre y puede informar a su periódico.

—Muy amable, jefe. Sólo quiero hacerle una pregunta.

—Hágala.

—¿Hasta cuándo estará suelto Tony Marcot?

—Pienso capturarlo esta misma noche.

—¿Lo conseguirá?

—Señorita Moore, yo no tengo una bola de cristal.

Peggy hizo un saludo y salió de la funeraria.

—Periodistas de la ciudad —-gruñó el marshal—. La peste.

En la calle se había reunido mucha gente ante la funeraria.

Cuando Peggy logró abrirse paso entre los curiosos y entrar en el hotel, una mano la cogió por el brazo.

AI volverse vio la cara del abogado.

—¿Qué quiere, señor Foster?

—Hablar con usted.

—¿Tiene algo que decirme de los crímenes?

—Sí.

—Es del único asunto que aceptaré discutir con usted, señor Foster. Y no vuelva a decir que su nombre en mis labios es como un ángel de un coro celestial.

—No, ahora no me suena así.

Peggy cruzó los brazos.

—Bien, señor Foster, Hable.

—No me gustaría que hiciese daño al marshal.

—¿Qué le preocupa? ¿Que haga saltar a las autoridades de su ciudad?

—Me preocupa que usted haga el ridículo.

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Mire, señorita. Alan Russel es un buen policía.

—Dejó escapar a Tony Marcot.

—No lo dejó escapar. Alan Russel no estaba en la oficina. Tony Marcot golpeó a Barry Casey cuando fue a la celda a llevarle la comida...

—Sólo tengo en cuenta una cosa, señor Foster. Que si Tony Marcot hubiese seguido en la celda, la joven que he visto en la funeraria estaría con vida.

—¿Y si no la hubiese matado Tony Marcot?

—¿Cómo dice?

—Es sólo una sugerencia.

—La más estúpida que he oído en mi vida. Oiga, señor Foster, ¿sabe cuál fue el titular que le di a mí jefe de redacción cuando se cometió el primer asesinato? «Mujer asesinada por un muerto viviente». Aceptaba como un símbolo la historia de Tony Marcot con, respecto a la muerte de su novia Shirley Lester. ¿O me va a decir que usted creyó la historia de Tony? ¿Fue un esqueleto quien asesinó a Shirley, y ahora el mismo esqueleto ha asesinado a Doris Harrison?

—No puedo afirmar nada.

—Ya lo imaginaba.

—Pero si yo estuviese en su lugar, sería prudente en mi información.

—Señor Foster, comprendo que trate de salvar al marshal. Es su amigo.

—No se trata de eso, señorita Moore. Si el marshal hubiese cometido un error y de él se hubiese derivado un crimen, yo sería el primero en exigirle responsabilidad.

—¿Y no se cometió tal error, señor Foster?

—No.

—Vemos de distinta forma las cosas, señor Foster. Pero eso es lógico. Usted y yo somos completamente distintos. Usted vive en una parte del planeta, y yo en el otro extremo.

—Me temo que se equivoca. Vivimos en el mismo país, Estados Unidos de América, y ahora estamos en el mismo lugar, en Leicester.

—Pura coincidencia física, señor Foster. Y si ya terminó, quisiera hablar con Chicago. ¿Me lo permite?

—Cómo no, señorita Moore. Usted juega la pelota.

—Y haré gol, señor Foster. Se lo aseguro.

Peggy se dirigió hacia la escalera. En el camino se detuvo y dijo a Bill, el telefonista:

—Prepárame una conferencia con Chicago. El número de antes.

Rock se quedó observando a Peggy mientras ella subía la escalera.
 

CAPÍTULO VII

 

El doctor Eddie Boren se lavó las manos.

Había terminado de hacer la autopsia de la segunda víctima.

Rock y el marshal se reunieron con él.

—Muerte por estrangulación. Lo mismo que Shirley Lester.

—¿Qué me dice de las huellas del cuello, doctor? —preguntó Rock.

—Son las marcas típicas de la presión. Arañazos producidos por las uñas del asesino.

—Yo diría más bien que se trata de una garra.

El doctor clavó sus ojos en los de Rock.

—¿Una garra?

—Una vez me encontré con Peter Francis, cuando fui a cazar al monte. Un águila le había atacado y le puso una garra en el cuello. Sus marcas eran muy parecidas a éstas.

El doctor sonrió.

—¿Un águila asesina, Rock?

—No, no lo creo. Sólo trataba de que usted me determinase el origen de las marcas.

—Ya te lo he dicho.

Rock miró al marshal.

—Alan, ¿examinaste las uñas de Tony cuando lo detuviste?

—Sí.

—¿Tenía huellas de sangre en sus uñas?

—Sus uñas eran largas, pero no tenían huellas.

El doctor intervino:

Marshal, ¿tomó usted muestras de las uñas de Tony para examinarlas al microscopio?

—No, señor.

—Eso habría sido importante.

—Lo siento. Vi las huellas en el cuello de la víctima y decidí que no era necesario. Ahora admito que me equivoqué.

Rock Foster dio un suspiro. Le había dicho a Peggy que la segunda muerte, la de Doris Harrison, no se debía a un error del marshal, pero el propio Russ admitía haber cometido un error. Si la joven se enteraba de eso, no vacilaría en informar a su periódico. Y entonces las cosas se pondrían muy feas para Russel.

El propio marshal estaba pensando lo mismo porque dijo:

—Era lo que le faltaba a la periodista para hundirme.

—¿La periodista? —repitió el doctor—. ¿A quién si refiere?

—A Peggy Moore. Trabaja en el Star de Chicago Está aquí, de paso. Disfruta de sus vacaciones.

—¿Está enterada de todo?

—Se informó del primer crimen y conoció el segundo.

El doctor emitió un gruñido.

—La publicidad no le hará ningún bien, señor Russel.

—Eso pienso yo. Pero no puedo detenerla.

El ayudante Barry Casey entró.

—Jefe, vengo del hotel Dextry. La chica está telefoneando a Chicago. Me lo dijo Bill.

—Ya suponía que llamaría en seguida.

—Bill está a la escucha y me ha dicho que ese periódico va a poner el asunto en primera página. Y hasta sé el titular.

—¿Cuál va a ser el titular? «¿El marshal de Leicester deja asesinar a sus ciudadanos?».

—No, jefe. El titular será: «Un muerto viviente siembra el pánico en Leicester».

—No tienen derecho a hacer eso —repuso Alan . ¿Qué muerto viviente ni qué rábanos? Ha sido Tony Marcot, y que yo sepa, es un ser de carne y hueso.

El doctor se puso la chaqueta.

—Si me necesitan para algo, estaré en mi casa. ¿Vienes conmigo, Rock?

—No, doctor. El marshal va a necesitar toda la ayuda para cazar a Tony Marcot. El fugitivo está armado y me gustaría que no ofreciese resistencia. Yo también iré con el marshal para tratar de cazarlo vivo.

—Buena suerte.

—Gracias, doctor. Salude a Deborah.

—Así lo haré.

* * *

—Enhorabuena, nena —dijo Chester Ferguson desde Chicago—. Confieso que has hecho un buen trabajo.

Llevaban un buen rato hablando por teléfono.

—¿Quién tenía razón, Chester? —preguntó Peggy.

—Eso del esqueleto viviente es bueno, pero me gustaría que hablases con Tony Marcot.

—¿Ah, sí? ¿No te gustaría también que hablase con el asesino del presidente Kennedy?

—Ya está muerto.

—¿Tú crees?

—Cariño, deja las ingeniosidades para el señor Perkins.

—No me vuelvas a repetir ese nombre.

—¿Ya te convenciste de que no estás enamorada de él?

—No me he convencido de nada. Estoy en acto de servicio y no me gusta que interfieras a Perkins en esto.

—Te fuiste de vacaciones para pensar si decidías ser la quinta esposa.

—Lo decidiré a su debido tiempo.

—Está bien, Peggy. Llámame en cuanto tengas algo más.

—Se preparan para cazar a Tony Marcot. Los estoy viendo desde la ventana. Yo también iré.

—Sería demasiado pedir que atrapases a Tony.

—Voy a hacer todo lo posible para que eso ocurra.

—¿Llevas pistola?

—La puse en la guantera del coche al salir de vacaciones. Hay demasiados gamberros.

—Asegúrate de que está cargada, por si te llegas a enfrentar con Tony Marcot.

—De acuerdo, Chester.

—Y no corras peligros innecesarios. De verdad, Peggy.

—Sí, abuelita.

Chester soltó una carcajada desde la otra parte antes de colgar.

Peggy abandonó su habitación.

Bill estaba ante la centralita. Apostó consigo misma a que el muchacho pecoso, y de abundante cabellera había estado escuchando. Naturalmente, en los pueblos pequeños, los encargados de las centralillas telefónicas de los hoteles, estaban al servicio de la policía local. Pero no le importaba.

Sacó un billete de a cinco dólares de su bolso.

—¿Qué tal, Bill?

Bill saltó de la silla y sonrió forzadamente mientras observaba el billete de a cinco dólares.

—Es para ti, Bill.

—¿Qué quiere, señorita Moore? Yo no sé nada acerca de los crímenes. He estado todo el tiempo aquí.

—Tony Marcot debe tener amigos íntimos.

—Tiene muy pocos. Es un tipo bastante antipático.

—Pero habrá alguno. ¿Cuál es el que se ha mostrado más amistoso con él?

—No vive en la ciudad. Se llama Leslie Summer y tiene una granja.

—¿Dónde está esa granja?

—¿Conoce la casa del doctor Boren?

—No.

—El doctor vive a seis kilómetros del pueblo yendo hacia el norte del lago. La granja de Leslie está a cuatro kilómetros de la casa del doctor.

—¿Cómo es Leslie Summer?

—Tiene diecinueve años. Estudia electrónica. Tony también la estudió, aunque no le ha servido para nada.

—Gracias, Bill. El billete es tuyo.

—Pero si no le he dicho nada.

—Has dicho bastante.

Peggy se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo y volvió la Cabeza.

—Bill, el marshal sabrá mi conferencia con Chicago,

—¡Sí! Digo, no!

Peggy le dirigió una sonrisa.

—Eso era todo.

Peggy salió del hotel y vio a Rock Foster apoyado en su coche.

—Buenas noches, señorita Moore —la saludó el abogado.

—¿Qué hace en mi coche?

—La estaba esperando.

—¿Para qué? Ya habló conmigo todo lo que tiene que hablar.

—Creí que la gustaría participar en la caza de Tony Marcot y como yo voy a formar parte de la jauría, pensé que podíamos ir juntos. En mi automóvil o en el suyo.

—No, gracias.

—¿No va a ir en busca de Tony Marcot?

—Sólo pasearé por los alrededores.

—¿A estas horas, señorita Moore?

—¿Hay alguna ley que lo prohíba?

—No, no la hay.

—Entonces, ¿quiere hacerme el favor de apartarse de la portezuela de mi auto para que pueda entrar?

Rock dio dos pasos.

—El auto es todo suyo, señorita Moore —ironizó.

—Es usted muy amable —ironizó también ella.

—Que tenga un buen paseo, señorita Moore.

Esta vez Peggy no contestó. Se puso al volante, y poco después abandonaba el pueblo por el camino del Norte.

A lo lejos vio luces. Debía ser la casa del doctor porque ya había recorrido seis kilómetros.

Pasó por la reja donde estaba el portón y siguió adelante.

Otra luz le indicó que estaba próxima a la granja de Leslie Summer.

No se había perdido porque el camino era fácil.

Detuvo el coche.

Vio los visillos de una persiana que se movían.

Cruzó un jardín, subió al porche y oprimió el timbre.

Le abrió un muchacho de unos dieciocho o diecinueve años, de cabello rubio. Llevaba una camisa a cuadros y pantalones vaqueros.

—Usted debe ser Leslie Summer.

—Sí, señorita. ¿Y usted?

—Una forastera.

—Eso ya lo sé. Nunca la he visto.

—Me llamo Peggy Moore, y soy periodista. ¿Dónde está Tony?

—¿Tony? ¿Qué Tony?

—Tú sabes a qué Tony me refiero. A Tony Marcot.

—No lo sé.

—Tony es amigo tuyo.

—Lo era.

—Mató a su novia.

—No, señorita Moore. Él no lo hizo.

—¿Sabes que ha matado a otra mujer?

—No lo entiendo.

—Ha vuelto a asesinar.

—¡Oh, no, señorita! Tony no es capaz de hacer una cosa como ésa. Le aseguro que no mató a Shirley Lester.

—¿Estás solo?

—Sí.

—¿No tienes padres?

—Desde luego. Pero mis padres se fueron a Chicago. Tengo una tía bastante grave. La van a operar de la vesícula. Tiene piedras. No se quería operar, ¿sabe? Pero ahora no tiene más remedio que hacerlo, si quieres seguir viviendo.

Peggy se dio cuenta de que Leslie Summer hablaba muy nervioso. Un poco más, y le contaría toda historia de su familia. Pero era una historia que no interesaba.

—¿Me das un poco de café, Leslie?

—Lo siento, pero no tengo.

—Bueno, muchacho, lo dejaremos en un trago de whisky.

—Perdone, pero nunca bebo.

—¿Puedo entrar a llamar por teléfono?

—¿Adónde quiere llamar por teléfono?

—A mi hotel. Me olvidé de hacer un encargo en la recepción. ¿O la línea está estropeada?

La puerta terminó de abrirse bruscamente.

Y Peggy vio aparecer al lado de Leslie a otro joven, más mayor que Leslie.

—¡Déjala entrar, Leslie! —rezongó.

—¡No debiste hacer eso!

—¿Es que no te has dado cuenta de que ella querría entrar aquí a cualquier precio? ¡Entre, señorita Foster!

—Hola, Tony Marcot —dijo Peggy.
 

CAPÍTULO VIII

 

Peggy entró en la casa.

Leslie Summer seguía muy nervioso.

—Tony, el trato era que siguieses escondido.

—¡Cállate ya, Leslie!

Tony atrapó a Peggy por el brazo y la atrajo hacia sí.

—¿Con quién ha venido?

—Sola.

—¿Espera que lo crea?

—Oye, Tony, pude ir con ellos en tu busca. Pero preferí arreglármelas a mi manera.

—¿Quién le dijo que yo estaba aquí?

—Nadie.

—Oh, sí, usted vino porque es una gran sabuesa.

—Pregunté a Bill, el del hotel, por tus amigos íntimos, y me dio el nombre de Leslie.

—¡A Bill le voy a romper la boca!

—Te va a resultar un poco difícil. ¿No crees?

Tony la soltó con la misma brusquedad que la había atrapado poco antes.

—¿Qué es lo que busca?

—La verdad, Tony.

—¡Ya la dije!

—¿Has oído que hubo una segunda víctima?

—Sí. Mataron a Doris Harrison. Y también ese crimen me lo han colgado a mí. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que no lo hice? ¿Me va usted a creer?

—Me gustaría creerte, pero me has de contar una historia que valga.

—Oiga, señorita Moore. Soy un cobarde. ¿Me oye? Soy un maldito cobarde. No debí dejar sola a Shirley. Pero aquel esqueleto apareció y el pánico se apoderó de mí.

—Reflexiona, Tony.

—Oh, sí. No continué. Yo no vi el esqueleto. Fue mi imaginación.

—He visto a la segunda víctima. También tenía unas marcas en el cuello.

—¡No se las hice yo!

—En las marcas, la piel está como arañada. ¿Quieres enseñarme tus manos, Tony?

—¡Váyase al infierno!

—¿Tienes miedo a que vea sangre en tus uñas?

—¡No tengo sangre en las uñas!

—Debo comprobarlo.

Tony levantó las manos.

—Mírelas todo lo que quiera.

Peggy miró las uñas de Tony. Eran largas y algunas de ellas estaban sucias, negras, pero otras estaban limpias.

—¿Ve sangre en ellas, señorita Moore?. —la desafió Tony.

—No, no parece que haya sangre. Pero teníamos que verlas al microscopio.

—¿Es usted periodista o investigadora criminal?

—Los periodistas tenemos algo de investigadores.

—¡Pues ya terminó su investigación aquí!

—No, todavía no. ¿Dónde te encontraste con Doris Harrison?

—¡No me encontré con Doris Harrison en ningún momento!

—Robaste el auto de un hombre llamado Isaías Gray.

—Sí.

—Y te paraste al quedarte sin gasolina.

—Así ocurrió.

—Te viste acorralado. Entonces viste llegar a Doris Harrison montada en la bicicleta.

—No vi a nadie. Estuve merodeando un rato por la carretera, a la espera de que pasase un coche. Pensaba detenerlo y apoderarme del vehículo. Pero me cansé de esperar y pensé en Leslie. No podía quedarme en el campo. Saldrían en mi persecución y me atraparían en seguida.

—Tienes una pistola, la del ayudante del marshal.

—Sí.

—Dámela.

—¡No!

—Tienes que dármela, Tony.

Tony se echó a reír.

—¿La oyes, Leslie? La periodista de la gran ciudad se cree muy lista. Yo le doy mi pistola y ella me detiene. ¡Qué gran noticia para su periódico! Sería el mejor éxito de su carrera. Pero yo no voy a hacer el primo con usted! ¡No, no piense que le voy a dar la pistola!

—Entrégate tú mismo.

—Está chiflada. Usted acaba de decir que me van a cargar el otro crimen. Me dijeron que, con la muerte de Shirley, me podría salir una condena de diez años si confesaba. Pero ahora ya no me valdría ninguna confesión. Me condenarían a muerte. ¡Y entérese, señorita Moore! ¡No cometí ninguno de los crímenes! ¡No maté a Shirley Lester ni a Doris Harrison!

Peggy dio media vuelta.

—Adiós, Tony.

—¿Adónde va?

—Regreso al pueblo.

—¡Usted no puede regresar al pueblo!

Peggy se volvió otra vez hacia Tony.

Leslie habló.

—Eh, Tony, ¿qué estás pensando? ¿No irás?...

—¿A matarla, Leslie?...

Summer tragó saliva.

—No, Tony, no lo harás.

—¿Qué piensa usted, señorita Moore?

—Si ya has cometido dos crímenes, ¿qué más te da cometer un tercero? Tú mismo lo has dicho. Te condenarán a muerte por los dos primeros.

Tony cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir.

—Nunca debió venir aquí, señorita Moore.

—Nadie puede elegir su destino.

—Una frase ridícula, ¿no le parece?

—Quizá lo sea.

Tony sacó la pistola del bolsillo.

Leslie gritó:

—¡No, Tony!

—¡Apártate, Leslie!

—¡No dispares, Tony!

Peggy sintió todo el miedo del mundo. De pronto se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Si Tony era culpable, y ella estaba dispuesta a apostar que lo era, le bastaría apretar el gatillo. No, esta vez no necesitaba estrangular.

Leslie gimió:

—Tony, por lo que más quieras. No la mates.

—No la voy a matar. Se quedará aquí contigo. Yo soy el que se va.

—¿Adónde, Tony?

—Trataré de conseguir un coche.

—Tendrás que matar al dueño.

—Puedo amenazarlo con la pistola y apoderarme del auto sin necesidad de matarlo.

Peggy estuvo a punto de dar un grito cuando vio aparecer por detrás de Tony a Rock Foster.

Tony vio los ojos de Peggy y se volvió bruscamente.

Rock Foster le pegó un mandoble con el filo de la mano en la muñeca. Y luego usó la zurda para alcanzarle en el maxilar inferior.

Tony rodó por el suelo después de haber perdido el arma.

Rock cogió la pistola y se enderezó.

Tony no había perdido el conocimiento.

Leslie se dejó caer en una silla.

—Dios mío, ¿por qué ha tenido que pasar todo esto?

—¿Se encuentra bien, señorita Moore? —inquirió Rock.

—Sí —contestó Peggy, aunque sintió que las piernas le temblaban—. ¿Vino siguiéndome?

—No. Yo también pensé en la casa de Leslie aunque no se lo dije al marshal. Pero, de todas formas, imaginé que usted se dirigía a un destino fijo y le pregunté a Bill, el del hotel. Así supe que usted se me había anticipado en llegar a la granja de Leslie.

Tony se pasó el dorso de la mano por la comisura de la boca donde le había brotado un poco de sangre. Dijo con sarcasmo a Foster:

—Enhorabuena, polizonte.

—Sigo siendo abogado.

—Pues ahora puede pedir una placa de policía. Su amigo es el marshal. Se la proporcionará con mucho gusto: «A Rock Foster, por haber contribuido en la captura de un peligroso asesino».

—Si me la dan, no la voy a rechazar.

—Ya supuse que a usted sólo le interesaba dejar bien al marshal.

—Supones mal, Tony.

—Son uña y carne, y usted no puede permitir que él haga el ridículo. Si hay dos víctimas, tiene que haber un idiota que pague por los crímenes. Y yo soy el candidato. ¡El idiota perfecto!

—Entré por la puerta trasera cuando vi el coche de la señorita Moore. Pero estuve un rato ahí fuera y escuché algunas cosas que estabas diciendo, Tony. Peggy te dijo que no te debería importar un tercer crimen después de haber cometido dos. Pero tú le dijiste que te ibas. Que la dejarías con Leslie. Y que intentarías atrapar un coche para seguir huyendo.

—Soy un buen chico, ¿verdad? ¿Por qué no me da un diploma? «A Tony Marcot, por su buena conducta».

—¡Deja de compadecerte a ti mismo!

—¿Qué dice?

—No mataste a Shirley Lester.

—¿Va a aceptar eso?

—Tengo que aceptarlo, si es que entiendo algo de psicología. Te consideras un cobarde por haber dejado a Shirley sola. Pero me gustaría saber si realmente viste el esqueleto.

—¿Qué voy a ganar con decirle que lo vi?

—¿Cómo era, Tony?

—Un esqueleto. No puedo decirle otra cosa. Era un esqueleto como esos que se ven en la Facultad de Medicina. Una vez fui con mi primo Richard a la Facultad. Está estudiando para médico y vi un montón de esqueletos. El que encontré en el lago es un esqueleto como si hubiese salido de una tumba o se hubiese escapado de una Facultad de Medicina. Pero había una diferencia entre él y los demás. El que yo vi, se movía como usted y como yo.

Hubo un silencio.

—Ande, señor Foster —prosiguió Tony—. Diga que no es posible. Que un esqueleto no puede andar. ¿No lo recuerda? Quería hacerme pasar por loco.

—No te haría pasar por loco si no lo estuvieses de verdad.

—Pero usted tiene sus dudas.

—¡Sí, maldita sea! ¡Tú también las tendrías si estuvieses en mi lugar y escuchases esa historia!

—¡No soy un asesino! ¡No lo soy!

—Té creo, Tony.

—Gracias.

—Pero vas a venir conmigo.

—¿Adonde?

—A la comisaría.

Tony agrandó los ojos e hizo un gesto feroz con la boca.

—¿Usted me cree?

—Sí.

—¿Y me va a llevar a la comisaría?

—Sí.

—¡Usted es un traidor!

—Oh, sí, ya sé cuál será su defensa. ¡Estoy chiflado! ¡Estoy loco! ¿Es eso lo que tiene en la cabeza?

Se abalanzó sobre Rock y le pegó un puñetazo en el estómago.

Rock retrocedió. Tenía la pistola en la mano, pero no la usó.

Tony quiso golpear otra vez a Rock, pero éste lo detuvo pegándole un izquierdazo en el plexo solar.

Tony cayó de espaldas. Se golpeó en la cabeza y esta vez quedó sin conocimiento.

—¡Está muerto! —exclamó Leslie.

Peggy se acercó a Tony y le tomó el pulso.

—No, no lo está. Sólo se desmayó.

—Ayúdame, Leslie —dijo Rock—. Vamos a llevarle a mi coche.

Lo transportaron al vehículo.

Peggy los siguió.

—¿Viene conmigo al pueblo, señorita Moore?

—Sí, iré detrás de usted, pero quiero preguntarle algo —Peggy hizo una pausa—. ¿De verdad cree que Tony no cometió esos crímenes?

—Eso creo, señorita Moore. Tony no mató a nadie.
 

CAPÍTULO IX

 

Habían entregado a Tony Marcot al marshal y el fugitivo volvió a la celda.

Russel pegó una palmada en el brazo de Foster.

—Buen trabajo, Rock —miró a la joven—. Usted, señorita Moore, se arriesgó demasiado.

Rock soltó un gruñido.

—Tengo que marcharme. Es demasiado tarde.

—Hasta mañana, Rock.

—Que descanses, Alan.

Peggy miró asombrada a Rock y lo siguió hasta la calle.

—¡Señor Foster!

Él se volvió.

—¿Qué pasa, señorita Moore?

—¡No le ha dicho nada al marshal respecto a la inocencia de Tony! Sólo vi que le entregó al preso y Tony estaba demasiado agotado para protestar. Sigue pensando que usted lo ha traicionado. ¿Es eso? ¿Todo fue un cuento?

—Oiga, Peggy, ya le dije, cuando íbamos a abandonar la granja, que creía en la inocencia de Tony.

—¿Por qué no se lo dijo al marshal?

—Porque sólo es mi opinión. No está basada en pruebas.

—¿Pretende engañarme a mí también?

El dio un paso hacia ella y la miró a los ojos.

—¿Yo engañarla a usted?

—Sí, eso he preguntado —dijo ella desafiante.

Rock la abarcó con sus brazos y la besó fuertemente en la boca.

La joven no hizo nada y, cuando Rock se apartó, siguió tan inmóvil como una estatua, pero en su bonito rostro reflejaba el mayor asombro del mundo.

—¡Señor Foster!

—Ahora suena mejor.

—¡Déjese de bromas! ¿Sabe lo que acaba de hacer?

—La he besado.

—¿Por qué?

—Porque estaba usted tentadora.

—¿Tenta... qué?

—Sugestiva, fascinante, seductora.

—¡Pare el carro, abogaducho!

Rock sacó la pipa.

—¿Qué va a hacer ahora, señor Foster?

—Fumar.

—¿Por qué?

—Imagino que su discurso va a ser muy largo. Le gusta hablar como al fiscal de Leicester. Nunca sabe cuándo va a terminar.

—¿Me llama cotorra?

—No ha sido mi intención.

—¡Pues no llene la apestosa pipa con su tabaco!

—¿No le gusta que fume en pipa?

—Si fuese mi marido, le prohibiría que fumase en pipa.

—No le he pedido que sea mi esposa, señorita Foster.

—¡Es usted el único hombre que me pone nerviosa con todas sus cosas!

—Conque la pongo nerviosa con mi pipa.

—Por algo más. Por su forma de ser.

—¿Qué le pasa a mi forma de ser?

—Nunca he visto a nadie tan seguro de sí mismo. Habla como Salomón.

—¿Conoció a Salomón?

—¡Ya está! ¡Ya ha vuelto a empezar! ¿Por qué no se calla? ¡Es mi discurso!

—Adelante, fiscal.

—¡No me llame fiscal!

Rock ya había llenado la pipa de tabaco y la encendió con un fósforo.

La joven apretó los puños contra los muslos.

—Cuando eche el humo, no apunte hacia mí.

—Sí, señorita —dijo él y exhaló el humo hacia la derecha.

—Le estaba diciendo que usted es...

—Salomón.

—¡Orgulloso y altivo!

—No lo sabía.

—Pues yo se lo digo para que lo sepa.

—Gracias. Conocerse a sí mismo no basta. Uno debe admitir las críticas. Continúe con la suya, señorita Moore. ¿Qué más defectos encuentra en mí?

—Muchísimos más.

—¿Por ejemplo?

—Es presuntuoso.

—Ajá.

—Y un perdonavidas.

—No está mal. Todo eso no le importará a ella.

—¿Ella? ¿Quién es ella?

—Deborah, la sobrina del doctor Boren.

Peggy entornó los ojos.

—¿Se va a casar con Deborah?

—Puede. Las apuestas están cuatro a uno a favor de nuestro matrimonio. Quiero decir que los ciudadanos de Leicester aseguran que Deborah y yo terminaremos casándonos. Y ella me encuentra aceptable. No como usted, que sólo ve mis defectos, si es que efectivamente tiene usted razón y tengo esos defectos.

—¿Cómo es Deborah?

—Más o menos de su talla.

—¿Bonita?

—Más o menos como usted.

—¿También es tentadora? ¡Y no repita más o menos como yo!

—Como usted quiera. No lo diré.

Rock se inclinó sobre la joven y la besó en los labios. Antes que Peggy pudiese escapar, él la atrapó contra sí.

Al fin él se apartó y se puso la pipa en la boca.

Peggy se había quedado con los labios entreabiertos.

—¡Esto... esto es increíble! ¿Cómo ha podido besarme por segunda vez?

—Quitándome la pipa de la boca y con una sola mano.

—Señor Foster, no sé cómo no le rompo la cabeza.

—No tiene ningunas ganas de rompérmela.

—¿Eh?

—Pienso que le ha ido demasiado bien.

—¿Supone que me ha gustado que me bese?

—Sí.

Ella se indignó más que nunca. Sus senos se agitaron tempestuosamente.

—¡Señor Foster, le dije antes que era un presuntuoso! ¡Ahora le voy a decir algo más!

Rock dio otra chupada a la pipa y exhaló el humo.

—Adelante, dígalo, señorita Moore.

—¡Es usted el más insoportable vanidoso que se ha cruzado en mi camino! ¡Y le aseguro que he conocido a muchos hombres!

—¿Alguno interesante?

—Sepa que tengo al más interesante de todos. Un hombre guapo y rico.

—Enhorabuena.

—¿Cree que bromeo? Se llama Gene Perkins y es un accionista del Star, entre otras cosas.

—Vaya, podría tener abrigo de visón, «Cadillac», joyas... Es el mejor partido para usted. ¿No le parece?

—Es lo que tenía que decidir durante mis vacaciones.

—¿Ya lo decidió?

—Sí, señor. Lo he decidido después de conocerlo a usted. ¡Me voy a casar con Gene Perkins!

—Espero que sean muy felices.

—¡Lo vamos a ser! —gritó Peggy—. ¡Ya acabé mi discurso, señor Foster!

Peggy se dirigió hacia el hotel.

—Señorita Moore, que sueñe con Gene Perkins.

La joven se detuvo y volvió la cabeza.

—¡Y usted que sueñe con Deborah!

—Si sueño con usted, la echaré de mi mente.

—Lo mismo le digo, si se le ocurre interponerse entre Gene Perkins y yo.

Peggy entró en el hotel.

Bill se levantó muy excitado de la centralilla.

—Han llamado dos veces desde Chicago preguntando por usted.

—Gracias, Bill. Hablaré desde mi habitación. Marca el número.

Cuando Peggy subía la escalera, Bill dijo:

—Enhorabuena, señorita Moore. Ya oí que, gracias a usted, capturaron a Tony Marcot.

—No lo hice yo sola. Me ayudó un poco el señor Foster.

Una vez en su alcoba, descolgó el teléfono.

Chester Ferguson le gritó desde la otra parte.

—¿Qué hay del asunto, Peggy? He estado llamando por si había más noticias.

—Las hay. Y son sensacionales. Fui derecha al lugar donde Tony Marcot se escondía. Una granja de un amigo suyo, Leslie Summer.

Peggy le contó lo que había pasado, con la intervención de Rock Foster, y lo que éste había dicho con respecto a la inocencia de Tony referente a los dos crímenes, e hizo resaltar, que el abogaducho parecía admitir la historia del esqueleto.

Chester escuchó sin interrumpir, pero al fin dejó oír su voz.

—Oye, Peggy, el tipo al que tú llamas abogaducho no hablará en serio. Que yo sepa, hasta ahora, los esqueletos no andan. Ni siquiera matan. Una vez le gasté una broma a un primo mío. Saqué un esqueleto del cementerio por dos dólares y lo hizo andar por medio de hilos. Mi primo se llevó un susto de muerte. Te aseguro que me he estado arrepintiendo de la broma toda mi vida.

—No sé, Chester, estoy confundida.

—Eh, Peggy, ¿también vas a creer lo del esqueleto?

—Oh, no.

—¿Qué te pasa?

—¿A mí?

—Tú siempre has estado muy segura en tus convicciones. Te estás enamorando del abogaducho.

—¿Yo enamorarme de ese buscarruidos?

—Dijiste que era alto, guapo, con ojos azules...

—¡Le odio! —dijo Peggy y se tocó los dedos con los labios, recordando los dos besos que Rock le había dado.

—Bien, chica. Es asunto tuyo. Por ciento, llamó Gene Perkins. Quería saber dónde estabas.

—¿Se lo dijiste?

—No tuve más remedio.

—¡Chester! El acuerdo fue que él no sabría dónde estaba yo.

—Pero tú estás haciendo un reportaje y, si Gene hubiese cogido el periódico mañana, me habría puesto de patitas en la calle si yo no le hubiese dicho dónde te encontrabas.

—Espero que respete nuestro acuerdo y no llame. Ahora me voy a dormir.

—Claro, todos tenemos derecho a descansar un poco. Pero pega fuerte mañana.

—No te preocupes, Chester. Seguiré pegando fuerte.

Peggy dejó el receptor en la horquilla.

Se desvistió y se fue al baño.

Dejó correr el agua sobre su piel. Se sintió confortada. Más tarde se secó y se puso el camisón. Tendióse en la cama y apagó la luz.

No, no podía dormir.

«Bien, chica. Ya ha llegado el momento. Gene Perkins será tu marido. Te vas a convertir en la quinta esposa. ¿Qué tiene eso de malo? Gene Perkins es educado, correcto y dice que te quiere. Es posible que tú seas la esposa definitiva, o quizá tu matrimonio acabe como los otros de él. Con el divorcio. De acuerdo. Te asignará una pensión y podrás seguir siendo periodista. Ahora a soñar con Gene Perkins.»

Dio un bostezo y pocos minutos después dormía. Pero no soñó con Gene Perkins. Soñó con Rock Foster. Estaban al lado del lago y él la rodeaba con sus fuertes brazos y la besaba.

Y sólo soñó con eso. Con los besos de Rock Foster. Una y otra vez, él la besaba.
 

CAPÍTULO X

 

El doctor Boren estaba desayunando con su sobrina Deborah.

—Rock Foster estaba besando anoche a esa periodista en la calle principal, delante de la comisaría.

Deborah iba a untarse una tostada con mantequilla y se interrumpió.

—Debes haber visto mal, tío Eddie.

—Yo pasaba por enfrente. Los vi muy bien. Rock fue el que llevó la iniciativa.

La hermosa Deborah palideció.

—Rock no me puede hacer una cosa así.

—Te lo ha hecho.

—¿Cómo es la chica?

—Por lo que vi, bastante atractiva.

—Sé que Rock no besaría a una mujer que no lo fuese.

—¿Quieres a Foster?

—Desde luego.

—Creo que debiste ser un poco más sugerente para él.

—Fui muy sugerente, pero Rock ha estado acostumbrado a vivir con independencia. Es de los hombres difíciles de cazar.

—No opinan así los ciudadanos de Leicester.

—Ya sé lo que han dicho. Que Rock y yo nos casaríamos. También lo tenía como una cosa segura.

—Podría no ser tan segura.

—De acuerdo, tío. Rock Foster tiene un flirt con una forastera. Sólo eso. Una aventurilla. Ella es una periodista, y esa clase de mujeres están acostumbradas a pasar de un hombre a otro con la misma facilidad que se cambian de zapatos.

—Hay zapatos que son muy duraderos.

—No me gusta nada tu chiste.

—Era sólo una advertencia.

Oyeron el motor de un coche.

El doctor Boren miró hacia la puerta.

—Ahí tienes a tu Rock.

Deborah se levantó.

—Sabré la verdad acerca de lo de él y la joven forastera.

—Te conviene.

Deborah acudió a abrir.

Rock salió del coche y le sonrió al subir la escalera.

—Buenos días, Deborah.

—Hola, Rock.

Deborah esperó que la besase. Pero él pasó por su lado sin que lo hiciese. Entonces ella cerró la puerta y, al volverse, se colgó de su cuello y lo besó con los labios entreabiertos.

Rock sonrió cuando ella apartó su boca.

—¿Es tu cumpleaños, Deborah?

—No.

—Estás repartiendo pastelillos.

—¿Te gustan? Ahí va otro —dijo ella y lo volvió a besar.

Deborah murmuró:

—¿Por qué no me abrazas, Rock?

—Es que estoy un poco distraído. Vine a hablar con tu tío sobre esos crímenes. Sabrás que capturamos al criminal.

—Me lo contó mi tío.

—No estoy seguro de que Tony Marcot sea el asesino.

—¿Te lo quitó de la cabeza la periodista?

—¿Quién?

—Esa chica que llegó ayer a la ciudad.

—Oh, sí, te refieres a Peggy Moore.

—¿Qué tal te llevas con ella?

Rock entornó los ojos.

—Ella dice que soy un vanidoso abogaducho lleno de presunción. Y el tipo más insoportable que ha conocido. Y me obsequió con otras lindezas.

Deborah se echó a reír. ¿Por qué había temido? Era lo que ella había supuesto. Un flirt. Algo sin importancia. Se colgó de su brazo y los dos se dirigieron a la terraza.

De pronto ella se detuvo.

—Rock, cásate conmigo.

Foster se tironeó de una oreja.

—Deborah, eso no es posible.

—Oh, sí, tienes mucho trabajo que atender. Pero puedo esperar una semana o dos.

—Prefiero ser sincero contigo. No me casaré contigo, Deborah.

—¿Dentro de seis meses?

—No.

—¿De un año?

—No.

—Entiendo. No te casarás nunca conmigo.

La joven forzó una sonrisa, pero en su interior se estaba llenando de furia.

—¿Puedo preguntarte por qué no te vas a casar conmigo, Rock?

—Creo que el matrimonio es un paso decisivo para la vida de una persona.

—¿Piensas que no serías feliz conmigo?

—Eres una gran chica, Deborah. Estoy seguro de que hallarás al hombre que te hará feliz. Y tú también lo harás feliz a él.

—Es una bonita forma de decirme que tú no lo podías ser conmigo.

—Es preferible que lo sepas.

—¿Te has enamorado de la periodista?

Rock sacó su pipa y la miró sin decir nada.

Deborah rió otra vez. Pero su risa era nerviosa.

—Ella te encuentra un vanidoso lleno de presunción y tú la quieres.

—Dejemos eso, Deborah.

—No, no lo podemos dejar. Hemos estado mucho tiempo juntos, Rock.

—Si te he hecho algún daño, lo siento.

—Está bien, Rock. No hay por qué enfadarse. Apuesto a que no has venido aquí para que discutamos. Querrás ver a mi tío.

—Sí.

—De acuerdo.

Fueron a la terraza.

—Buenos días, doctor.

—Hola, Rock. ¿Desayunas con nosotros?

—No, gracias. Ya lo he hecho.

—¿Qué te trae por aquí? —dijo Boren observando el rostro de cera que tenía su sobrina.

—Hablé con Tony Marcot.

—Enhorabuena. Supe que, gracias a ti, lo tiene el marshal de nuevo.

—Doctor, creo que es inocente. Tony no mató a Shirley Lester ni a Doris Harrison.

—¿Qué te hace suponer tal cosa?

—Le hice las pruebas de las uñas al microscopio. No encontré ni rastro de sangre en ellas. Bueno, sólo tenía sangre en la mano.

—Eso prueba que cuidó mucho de no ensuciarse las uñas al matar a sus víctimas.

—La sangre es suya. Yo le pegué un puñetazo en la boca. Y no había otra sangre en su piel, ni en sus uñas.

—¿Estás seguro de haber hecho la prueba bien?

—Desde luego.

—No eres médico, Rock. Sólo abogado.

—Pero tengo un buen microscopio y sé cómo realizar una prueba de esa clase.

—Tony se pudo lavar muy bien las manos.

—Aunque se las hubiese lavado cincuenta veces, habría retenido en sus uñas alguna partícula de la piel de Shirley Lester o de la de Doris Harrison. Y estoy seguro de que Tony estaba más preocupado de huir que de lavarse las manos. Lo demuestra que algunas de sus uñas estaban sucias, negras.

—Pero si no mató Tony a las dos muchachas, ¿quién las mató?

Rock guardó un silencio.

El doctor Boren esbozó una sonrisa.

—¿Has pensado en alguien ya, Rock?

—Sí, claro.

—¿En quién?

—En el esqueleto.

Boren se echó a reír y Deborah rió también.

—Perdona, tío —dijo la joven—. Rock está un poco confuso desde que conoció a cierta periodista.

Foster miró a la joven.

—Peggy Moore no tiene nada que ver con esto.

Boren dejó de reír y tabaleó los dedos en la mesa, clavando sus ojos en el bronceado rostro de su visitante.

—¿Crees de verdad que un esqueleto se puede mover?

—No.

—¿Entonces?

—Alguien los podría mover.

—No te entiendo..

—Hace tres años se publicó en los periódicos una noticia. Un sabio ruso y otro alemán se habían reunido para hacer experimentos en un lugar de Europa. Según ellos, habían encontrado el rayo de la vida.

—Fantasías.

—Ese rayo era capaz de producir radiaciones tan potentes que llegarían a servir para poner en marcha a un esqueleto. Su cerebro sería dirigido a distancia por control remoto.

—¿Qué cerebro, Rock? ¡Un esqueleto no puede tener cerebro!

—El cerebro estaría en el laboratorio. Sería un computador electrónico.

—Te repito que son tonterías. No me extrañaría que esa noticia hubiese aparecido en el verano, cuando los periódicos no saben qué publicar para vender.

—La noticia no había tenido la menor importancia y estaba arrinconada en una página. La habían considerado con muy poca validez.

—De acuerdo, voy a suponer que la noticia fuese cierta. Un sabio alemán y otro ruso hicieron esa clase de experimentos en Europa. ¿Qué quieres decir? ¿Que esos esqueletos han podido ser enviados a Leicester, un pueblo del estado de Michigan?
 

CAPÍTULO XI

 

Rock Foster contestó:

—Sí, doctor Boren. Los esqueletos han podido ser enviados a Leicester.

—¿Por qué?

—Me interesó el tema desde que lo leí en el periódico y lo estudié desde diversos ángulos.

—¿Qué ángulos, Rock?

—Por ejemplo, el científico.

—Continúa, Rock. ¿Cuál es el aspecto científico de la cuestión?

—Un esqueleto podría tener un cerebro transistorizado. Todos sus movimientos serían programados por una computadora. Podría ir de un lado a otro.

—Un esqueleto no tiene ojos.

—Podría tenerlos.

—Qué tontería.

—La persona que los condujese de un lado a otro, podría hacerlo perfectamente si el cerebro del esqueleto le mandase una imagen televisiva.

—¿Un circuito cerrado de televisión?

—Yo diría que muy cerrado, puesto que sólo el científico podría ver lo que estaría protagonizando el esqueleto.

—¿No te parece demasiado fantástico?

—No, teniendo en cuenta los adelantos electrónicos. Hace tiempo temí que estábamos en la época de la creación de monstruos. Algunos investigadores los están fabricando en su tubo de ensayo. Ellos están manejando los espermatozoides y los óvulos a su antojo, y hay quien transforma los genes acelerando la cadena de la evolución de cualquier especie. No todos esos científicos tienen en cuenta la ética. Para ellos, es mucho más importante sentirse como dioses, como creadores de una nueva vida.

—Te comprendo, Rock. Admito que se están produciendo hechos de esa clase en los países más adelantados.

—Y Estados Unidos de América es el que va a la cabeza, juntamente con Rusia.

—No, los rusos ya han quedado atrás.

—¿Usted cree?

—El sabio ruso a que te has referido tuvo que marcharse de su país para seguir los experimentos.

—¿Lo conocía, doctor?

Boren se mojó los labios con la lengua.

—Coincidí con él en una conferencia científica sobre evolución de la especie humana.

—¿Cuándo?

—Hace seis años.

—¿Dónde?

—En París.

—¿Recuerda su nombre?

—Se llamaba Zamenhoff.

—¿Se llamaba?

—Murió al comienzo de la década. Se suicidó en el lugar donde estaba haciendo sus experimentos. En Suiza. Por fortuna, Zamenhoff se arrepintió de lo que estaba haciendo.

—¿Cómo era?

—Desagradable.

—¿Le habló él de sus experimentos?

—Muy poco. Era un hombre reservado y poco amistoso. Veía en cada colega a un enemigo. Nunca estaba dispuesto a la comunicación. No sentí mucho su muerte. Te lo aseguro, Rock.

—¿Y qué me dice del sabio alemán?

—¿Eh?

—La noticia que yo leí decía que el ruso compartía sus experimentos con un doctor alemán.

Boren miró a Deborah, su sobrina.

—Vas a tener un marido preguntón, Deborah.

Los ojos de la hermosa Deborah brillaron fieramente.

—No me voy a casar con Rock Foster, tío.

Eddie Boren enarcó las cejas.

—¿Qué pasa entre vosotros? ¿Habéis reñido?

—Oh, no, tío. Rock y yo no reñimos nunca. Lo único que pasa es que no estamos de acuerdo respecto a nuestro futuro.

—Lo siento.

Rock carraspeó.

—Doctor Boren, aprecio mucho a Deborah, pero el matrimonio es un negocio muy serio para las dos partes que convienen en él.

Deborah dio media vuelta y salió de la terraza.

Rock y el doctor Boren guardaron silencio durante unos instantes.

—Para Deborah ha sido muy duro, Rock.

—Pensé que no le causaría demasiado dolor.

—Te equivocaste.

—Doctor, hace algún tiempo le propuse a Deborah el matrimonio.

—Te refieres a la vez que estabas ebrio.

—Deborah no quiso aprovechar esa circunstancia. Pero le pedí a Deborah que fuese mi mujer conociendo todas las consecuencias de mi acto.

—Muy bien. Pídele ahora que sea tu esposa.

—No puedo.

—¿Por qué no puedes?

—Quiero a otra mujer.

—¿Quién es ella? ¿Priscila Mortimer?

—No, no es Priscila.

—¿Quién, Rock?

—Peggy Moore, la periodista del Star que se encuentra en Leicester.

—Es la cosa más absurda que he oído en mi vida. La acabas de conocer.

—Sí.

—Eso es un capricho.

—No, doctor. Yo no lo llamaría así.

—¿Le pediste que fuese tu esposa?

—No se lo he pedido.

—Pero piensas hacerlo.

—Se lo pediré antes de que se marche de aquí.

Hubo una nueva pausa entre los dos hombres.

—Todo esto me contraría mucho, Rock.

—Lo siento, doctor. De verdad que lo siento. Y ahora quisiera seguir hablando con usted acerca de los experimentos del ruso Zamenhoff y de su colega, el alemán.

Boren estuvo pensativo, mirando a un punto indeterminado de la terraza, más allá de Rock.

—Su nombre es Helmut von Tripp.

—¿Vive?

—Sí.

—¿Dónde está?

—Abandonó su laboratorio de Suiza cuando Zamenhoff se suicidó.

—Pero habrá tenido noticias de Von Tripp.

—En absoluto, Rock. No las he tenido. ¿Por qué crees que habría de tenerlas? —La voz del doctor Boren se había tornado casi agresiva.

—Pensé que puesto que había conocido al doctor Zamenhoff, también sabría de Von Tripp. ¿Conoció al alemán en París en el transcurso de esa conferencia?

—Estaba allí también.

—¿Era tan poco comunicativo como Zamenhoff?

—Era tan duro como el granito. Un típico carácter de científico alemán. Son muy reservados en lo que se refiere a hablar de su trabajo, sobre todo cuando están realizando algo muy especial y Von Tripp y Zamenhoff estaban realizando la cosa más especial del mundo... Devolver la vida a los muertos.

—Estaban equivocados. No devolvían la vida. Los esqueletos están muertos, y bien muertos. El hecho de que se muevan mediante circuitos transistorizados no es darles vida.

—Según como se vea.

—¿Qué quiere decir, doctor?

—Hay seres de carne y hueso, personas con las que uno se encuentra todos los días. Y dime, Rock, ¿qué capacidad mental tienen? Son auténticos retrasados. ¿De qué les sirve el cerebro? Sólo tienen en la mente sucios pensamientos o los más vulgares. ¿Qué clase de vida es la de esos seres?... Valdría más que alguien les condujese la mente.

—Doctor, eso ya se hizo y fue precisamente en Alemania. Un dictador hizo mover a su pueblo con su propia mente. Y el resultado fue una catástrofe a escala mundial.

—No estamos hablando de la misma cosa —repuso Boren con acritud.

—Yo creo que sí, doctor.

—Rock, eres un hombre inteligente.

—Gracias.

—Pero me temo que no estás preparado para discutir un asunto de esta envergadura científica.

Con ello quería decir que había terminado la entrevista.

Rock sacudió la cabeza y se levantó.

—Adiós, Rock —dijo el doctor.

Pero Rock Foster no se movió.

—Doctor, le voy a hacer una pregunta. Y me gustaría que contestase con sinceridad.

—Me ofendes, Rock. Yo siempre te contesto con sinceridad.

—La pregunta es ésta: ¿Se encuentra Von Tripp en nuestro país?

—No.

—¿Está seguro?

—Ignoro su paradero. Eso es lo que debí contestarte.

—Eso quiere decir que puede estar en Estados Unidos.

—Puede estar en cualquier parte. Ya te he dicho que no conozco su residencia actual.

—Doctor Boren, he llegado a la conclusión de que usted se interesó mucho por los experimentos de Zamenhoff y Von Tripp. ¿Ha hecho algo a ese respecto? ¿Sigue interesado científicamente por esos esqueletos que tienen supuesta vida?

Boren sonrió.

—Rock, dijiste que ibas a hacer una pregunta. Y ya has hecho unas cuantas.

—Lo lamento. Pero me gustaría que me respondiese a la pregunta extra.

Boren se miró las uñas de la mano derecha y luego clavó sus ojos en los de Rock.

—De acuerdo, Rock. Voy a admitir que me interesaron los experimentos de Zamenhoff y Von Tripp. El objeto de su trabajo ha sido muy controvertido desde un punto de vista científico. En aquella conferencia de París, se habló de impedir ciertos trabajos de laboratorio. Se hizo una llamada a la ética profesional, a los valores humanos... Durante una de las sesiones, Zamenhoff estuvo a punto de ser agredido por tres colegas... Y yo fui de los que le defendí.

—¿Usted, doctor?

—Yo no he hecho experimentos de esa clase. Pero consideré que Zamenhoff era un verdadero científico y que debería tener libertad para hacer aquello que tuviese como fin el mejoramiento de la raza humana.

—¿Llama mejor la raza humana a dar supuesta vida a unos esqueletos?

—Esos esqueletos serían conducidos por un cerebro muy superior.

—¿Por el de Zamenhoff?

—Zamenhoff está muerto.

—¿Por el de Von Tripp?

—Tampoco Von Tripp es un cerebro excepcional. A través de las conversaciones que sostuve con él, pude cerciorarme de que era un hombre voluntarioso, pero nada más. Carecía de ingenio.

—¿A qué llamaría usted un cerebro superior?

—A aquel que posea inteligencia, inventiva, capacidad de superación para los obstáculos, capacidad de asimilación para aventajar a todos...

—¿Existe algún cerebro así?

Boren quedó unos instantes mudo. Finalmente, movió la cabeza en sentido afirmativo.

—Es posible que lo haya. Debe haberlo.

—Gracias por todo, doctor.

—De nada, Rock.

Foster abandonó la terraza y poco después la casa.

El doctor Boren quedó a solas ante la mesa, con aire preocupado.

Oyó que su sobrina volvía.

—Querida, Rock le va a pedir a Peggy Moore que sea su esposa.

—Pero tú no vas a consentir eso.

Boren entornó los ojos viendo cómo el coche de Foster se alejaba.

—No, querida. No voy a consentir que Rock Foster se case con Peggy Moore.
 

CAPÍTULO XII

 

Peggy Moore estaba desayunando en el restaurante del hotel. Tenía apetito. Lo tenía después de haber recibido aquella sesión de besos de Rock Foster. Naturalmente, había sido un sueño. Un despreciable sueño. Pero por fin se había librado de Rock dándole un empellón y mandándole a las aguas del lago. Luego ella, muy dignamente, había levantado la barbilla y le había dicho:

—«Abogaducho, así no se besa a una dama.»

—Buenos días.

Levantó los ojos y lo vio allí. Al hombre de sus sueños.

Rock Foster le sonreía con la pipa en la boca, aunque parecía estar apagada, y, al sonreír, se le formaba un hoyuelo en cada mejilla.

—¿Le contaron algo divertido, señor Foster?

—Bill, el telefonista, me acaba de decir que usted sufrió una pesadilla la noche pasada.

Peggy se quedó perpleja.

—¿Cómo sabe Bill eso?

—Llegó un huésped durante la noche y Bill le subió las maletas. Cuando pasaba por la puerta de su habitación, le oyó a usted gemir: «Más, por favor, sígalo haciendo».

Peggy dio un respingo. Dios mío, ¿eso había dicho ella? ¿Le había pedido a Rock Foster que le diese más besos? ¿Que la siguiese apretando entre sus brazos?

«Qué vergüenza, Peggy. Eso no es decente. No deberías soñar esas cosas, especialmente ahora que estás dispuesta a aceptar a Gene Perkins como esposo.»

Oyó a Rock.

—Espero que su pesadilla acabase pronto.

—¡Cuando lo tiré al lago!

—¿A quién tiró al lago?

—¡A usted no le importa!

—Entiendo, soñó conmigo y me tiró al lago.

—¡Le aseguro que estaba ridículo manoteando como un perrito!

—¿Y por qué me tiró al agua, señorita Moore?

—¡Por... por abusón!

—¿Ya decidió no casarse con Gene Perkins?

Ella se sintió más furiosa que nunca desde que conoció al abogado.

—¿Espera que rechace la petición de matrimonio de Gene, señor Foster?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque no lo quiere.

—¿Qué sabe usted de eso?

—Señorita Moore, usted se ha enamorado de mí.

—¿Cómo dice?

—Usted me quiere y, por tanto, no puede querer a Gene Perkins. Y en consecuencia, no puede aceptarle como esposo.

Ella agrandó los ojos.

—Le dije ayer muchas cosas. Le hablé de su presunción, de su vanidad. Carambolis, usted no tiene abuela.

—No, no la tengo.

—De modo que piensa que yo estoy loquita por usted.

—Tanto como yo por usted.

—¿Qué ha dicho?

—Creo que usted y yo lo podemos pasar muy bien.

—¡Ah, eso sí que no! ¡Usted y yo no lo pasaremos bien en ninguna parte! ¡Se lo dije, señor Foster! Le dije que usted vivía en una parte del planeta y yo en el otro extremo.

—Entonces, para variar, a partir de ahora, viviremos juntos.

—¿Se refiere a que...? —Peggy tartamudeó—. ¿A que usted y yo nos debemos casar?

—Yo diría que es lo más sensato. Usted quiso soñar con Gene Perkins, pero soñó conmigo. Yo quise soñar con Deborah, pero soñé con usted.

—¿Y qué pasó en su sueño, señor Foster?

—Será mejor que no se lo diga.

—¿Por qué no?

—Se sonrojaría, señorita Moore. Sólo puedo decirle que estuvo muy atrevida conmigo. Demonios, nunca una mujer estuvo tan atrevida conmigo.

—Señor Foster, no sé a qué llama ser atrevida. Pero conste que usted me vio en su sueño. ¡Y todo lo que yo hice en su sueño no me puede ser tenido en cuenta!

Rock dio un paso hacia ella, con la mayor naturalidad se quitó la pipa y le dio un beso en la boca.

—Ahora debo trabajar, Peggy. Tengo que ir al Juzgado. De paso, sacaré la licencia de matrimonio.

—¿Qué licencia?

—La que necesitamos para casarnos. La rellenaremos juntos esta noche.

—¡Usted y yo no vamos a rellenar nada! Y con respecto a esa licencia, usted se la come con mantequilla y rábanos.

—No me gustan los rábanos.

—¡Pues con pepinos!

—Me repiten los pepinos.

—¡Pues póngale... un demonio! No me casaré con usted, señor Foster. ¡Me casaré con Gene Perkins!

—¿Porque él le dará un abrigo de visón, el «Cadillac», joyas y todo lo demás?

—Porque me da la gana, señor Foster. ¿Lo oye? ¡Me casaré con Gene Perkins porque me da la gana!

—Siento pena de nuestros seis hijos.

—¿Qué?

—Se me olvidó decirle que mi sueño tuvo una continuación. Me vi con usted seis años después de casado.

—Con seis hijos.

—Sí.

—¿En seis años, seis hijos?

—Sí.

Peggy dio un bufido.

—Pues menos mal que no hubo mellizos. Se lo repito, señor Foster. Usted es un abusón. Y de ninguna manera pienso tener seis hijos, ni siquiera con usted. Y ahora, ¿me deja desayunar?

—Hasta luego, señorita Moore. Nos veremos a la hora de la licencia, digo de la cena.

Antes de que Peggy pudiese decir nada, Rock se marchó.

Peggy, distraída, empezó a untarse la palma de la mano con mantequilla.

Un camarero la vio y dijo:

—No se la coma, señorita Moore, o se quedará manca.

Peggy se vio la mano con mantequilla y gimió.

—Bruta, ¿qué haces?

* * *

Peggy Moore trabajó durante todo el día en el caso de los dos crímenes de Leicester.

Conversó con decenas de personas para trazar una semblanza biográfica de las víctimas y de Tony Marcot.

Encontró muy poca gente que simpatizase con Tony. Al parecer, el chico no era precisamente una celebridad popular en Leicester.

Logró la colaboración de un fotógrafo local, Alber Finney, el cual poseía un buen archivo.

Gracias a Finney, Peggy consiguió unas cuantas fotografías de Shirley Lester, de Doris Harrison y de Tony Marcot.

Tuvo que hacer un descanso al mediodía para el almuerzo y luego prosiguió su tarea.

Habló con el marshal. No, Tony no quería confesar sus crímenes. Insistía una y otra vez que Shirley había sido asesinada por el esqueleto. Y que no sabía absolutamente nada con respecto a la muerte de Doris Harrison.

Pero eso no cambiaba los planes del fiscal. Iba a pedir para Tony la máxima pena. De eso estaba seguro el marshal. Tal como estaban las cosas, difícilmente Tony se iba a librar de la condena.

Peggy no volvió a ver a Rock Foster durante el resto del día.

Ya estaba cenando en el restaurante.

—Buenas noches, chiquilla —dijo una voz.

Peggy vio estupefacta a Gene Perkins, el magnate de la Prensa y de otros negocios.

—Gene, ¿qué haces aquí?

Perkins era alto, de cabello muy rubio, tez bronceada, ojos azules.

Sonrió a Peggy. Se inclinó sobre ella y la besó en los labios.

Se sentó al lado de Peggy y dijo:

—Te he echado de menos, nena.

—Gene, llegamos a un acuerdo. Me dejarías en paz durante mis vacaciones.

—Tú rompiste esa paz al inmiscuirte en un caso de doble asesinato. Por tanto, dejaron de ser unas vacaciones. Decidí que no estaba obligado por mi parte tampoco a cumplir lo pactado. Y vine volando a Leicester en mi avioneta particular.

—¡Eso es juego sucio, Gene!

—Vamos a terminar en seguida con el juego —Gene sacó un papel del bolsillo.

—¿Qué es eso, Gene?

—La licencia de matrimonio. Servirá para casarnos en este pueblecito.

En aquel momento, Peggy vio a Rock Foster que se acercaba y el corazón le empezó a golpear en las costillas.

—Buenas noches, Peggy —saludó el abogado.

—Hola —dijo ella por decir algo.

Rock sacó un papel del bolsillo.

—Bien, Peggy. Aquí tengo la licencia matrimonial.

Al oír aquello, Gene levantó la mirada y vio a aquel hombre, y Rock también lo miró a él.

Peggy no miró a ninguno de los dos. Se dedicó a mirar el mantel. Y en esa posición, dijo:

—Gene, te presento a Rock Foster, un abogado de este pueblo. Señor Foster, le presento a Gene Perkins.

Gene se levantó y estrechó la mano de Rock.

—¿Cuándo le rompo la cara, señor Foster?

—Tenga cuidado. Puede resbalar y romperse la nariz.

Gene Perkins no perdió la sonrisa.

—¿Se quiere casar con ella?

—Sí —contestó Rock sonriendo a Peggy.

—Yo soy el que se va a casar con ella.

—Eso era antes.

—¿Antes de qué?

—Antes de que Peggy y yo nos conociésemos.

—Conque es abogado, ¿eh? Pues entérese de que puedo comprar este pueblo. Y entonces usted se vería obligado a emigrar para ejercer su profesión.

—El pueblo de Leicester no está en venta, señor Perkins. Y es demasiado grande incluso, para usted.

—Otras veces me han puesto dificultades cuando he querido comprar algo. Pero siempre me salí con la mía.

—Señor Perkins, ¿no cree que es ella quien debe decidir?

—¿Decidir, qué cosa?

—Con cuál de los dos se casa.

—Ya —dijo Gene y miró a Peggy—. Dile a este tonto con quién te vas a casar.

La joven levantó la cara y dijo con un gesto de lástima:

—No lo sé.

Gene borró la sonrisa.

—¿Cómo que no lo sabes? ¡Peggy, no te irás a casar con un picapleitos de este condenado pueblo que no está ni siquiera en el mapa!

—Está en el mapa, señor Perkins. Sólo tiene que mirar a la derecha del lago Minor.

—Oiga, miré el mapa mientras venía en mi avioneta particular. Y vi un puntito. Creí que había sido hecho por una mosca.

Peggy se levantó.

—Gene, no te consiento que insultes a este pueblo y sus habitantes. Y te voy a decir una cosa: me iré a dormir. Mañana por la mañana conocerán los dos mi respuesta.

—Nena, no sabes lo que dices —contestó Gene—. No tienes que consultar nada con la almohada. Yo soy tu hombre.

—Yo soy tu hombre, Peggy —dijo Rock.

Peggy miró a uno y a otro joven y, finalmente, arrojó la servilleta a la mesa.

—No diré nada ahora.

Y se marchó dejando a los dos hombres boquiabiertos.

Peggy entró en su habitación y tomó otra ducha, pero no se sintió mejor.

Fumó dos cigarrillos y continuó sopesando la balanza. En un platillo estaba Rock Foster y en el otro Gene Perkins. Pero ninguno de los platillos se vencía.

Tenía una solución. Dormiría. Soñaría con uno de los dos. Y se casaría con ése.

Pero no podía conciliar el sueño e ingirió dos pastillas de somnífero.

Al cabo de un rato, empezó a adormilarse.

Había dejado la ventana abierta porque se había encontrado muy calurosa, a pesar de la ducha.

Vio algo que entraba por la ventana. Un esqueleto.

Oh, no era absurdo. Aquellas dos pastillas de somnífero le hacían ver cosas absurdas.

El esqueleto ya estaba dentro de la habitación, y echó a andar hacia la cama donde se encontraba Peggy.


CAPÍTULO XIII

 

Caramba, había tomado las dos pastillas para dormir porque quería soñar con Gene Perkins o con Rock Foster.

¡Y estaba soñando con un esqueleto!

Eso tenía que ser. Un sueño.

El esqueleto se detuvo muy cerca de la cama.

Peggy vio sus cuencas vacías, sus costillas.

Y de pronto comprendió que estaba despierta.

El esqueleto alargó un brazo y la mano huesuda fue hacia el cuello de Peggy.

La joven lanzó un grito y se arrojó del lecho.

Cayó por la otra parte rodando.

El golpe no la aturdió. Por el contrario, la ayudó a despertarse. Pero estaba como atontada.

Oyó un ruido.

El esqueleto estaba rodeando la cama. Vio sus pies por abajo, andando.

¡Despierta, Peggy! ¡No te puedes estar pasando esto!

Vio al esqueleto otra vez de pies a cabeza.

Y qué pies y qué cabeza. Era puro hueso.

—¡Socorro!

Pero notó que su voz era muy débil. No la habrían podido oír ni en el otro extremo de la habitación.

El esqueleto movió los maxilares, unos maxilares que estaban provistos de unos dientes feos. No, aquel esqueleto no serviría para anunciar un dentífrico.

—¡Auxilio! —dijo Peggy, pero su voz seguía siendo débil.

Peggy se encogió junto a la pared.

El esqueleto avanzó hacia ella.

—¡Oiga, yo no quiero saber nada de usted!

El esqueleto siguió avanzando.

La puerta se abrió y Peggy oyó la voz de Gene Perkins.

—Peggy, ¿estás durmiendo?

—¡Eso es lo que quisiera!

—¿Qué es eso?

—¡Un esqueleto! ¿No lo ves?

Perkins estaba asombrado viendo el esqueleto que se había quedado inmóvil.

—Peggy, ¿de dónde lo sacaste?

—¡No lo saqué de ninguna parte! ¡Vino por sí solo aquí!

—Peggy, no me gusta el humor negro. Nunca me ha gustado. He expulsado a muchos periodistas del periódico por hacer esa clase de humor. Ahora mismo te pongo el esqueleto en el armario.

—Sí, por favor, Gene. Mételo en el armario o en el baño.

Gene se fue hacia el esqueleto, que parecía haber perdido su vida.

Pero de pronto se volvió hacia Gene y le pegó un manotazo con su mano huesuda.

Gene rodó por el suelo y se estrelló contra la pared. Perdió el conocimiento.

—¡Gene! —gritó Peggy.

Gene ya no le podía escuchar.

—¡Querido! ¡Me casaré contigo ahora mismo si te levantas!

El esqueleto olvidó a Gene porque éste había dejado de ser un enemigo y avanzó otra vez hacia Peggy.

La joven se sintió como un bloque de hielo. Helada hasta la medula.

—¡No! ¡No! —chilló.

Rock Foster entró en la habitación.

—¿Qué le pasa, señorita Moore?

—¿Es que no lo ve? ¡El esqueleto asesino! ¡Y quiere que yo sea su tercera víctima!

—¡Quédese quieta!

—¿Cree que me puedo mover? ¡Tengo las piernas como estacas!

—Él no me ha visto todavía.

—¡Claro! ¡Sólo me ha visto a mí! ¡Ojalá lo hubiese visto a usted!

—Voy a avanzar por su espalda.

El esqueleto se había quedado otra vez inmóvil, como si supiese que algo volvía a marchar mal en aquella habitación.

Rock cogió una silla, y avanzó hacia el esqueleto. Este empezó a volverse, pero Rock le descargó la silla en el cráneo. Se produjo un golpe sordo y el esqueleto se derrumbó.

Pero ocurrió algo más. Los huesos se esparcieron. Sí, lo que antes era un perfecto esqueleto, se convirtió en un conglomerado de huesos sueltos, unos aquí otros allá.

Y el cráneo estaba partido y de él salían unos hilillos y brotaba humo.

Rock se acercó a Peggy y la levantó.

La joven, bajo los efectos del somnífero, movía la cabeza como una marioneta manejada por hilos.

Rock le pegó una bofetada.

—No se desmaye, señorita Foster.

—¡Y un cuerno me voy a desmayar! ¡Es que me estoy durmiendo! Tomé unos comprimidos para soñar con usted o con Gene Perkins. Y entonces apareció el esqueleto.

Rock la llevó en brazos a la cama.

Peggy bostezó.

—Señor Foster, ¿está ahí?

—Sí, estoy aquí.

—No pasó nada, ¿verdad? Aquí no vino ningún esqueleto. Todo fueron imaginaciones mías.

Gene se levantó.

—¡Maldita sea! ¿Quién me ha pegado? ¿Usted, Foster? ¡Le dije que le iba a romper la cara!

—No diga tonterías, Gene. Usted llegó antes que yo a la habitación.

—Sí, y me encontré con un... un...

—Un esqueleto.

—¡Tuvo que ser usted!

—Mire el suelo, donde estaba Peggy.

Gene miró en aquella dirección y vio los huesos esparcidos.

—Demonios, ¿qué es eso?

—Lo que usted está pensando. Los huesos que formaban parte de un esqueleto.

—¿Qué piojosa broma me gastó, Foster? ¿Ha recurrido a una farsa para aparecer ante Peggy como un héroe?

—No diga tonterías, Gene. ¿O está todavía bajo los efectos del golpe que recibió?

—¿Quiere decir que me dio el golpe el esqueleto?

—Claro que fue él.

—Es cierto. Yo avancé sobre el esqueleto y me soltó un castañazo. Luego se acabó. Me vi en el limbo. ¿Qué significa todo esto, Foster?

—Permanezca al lado de Peggy. No la deje sola en un solo momento.

—¿Qué va a hacer usted?

—Voy en busca de la persona que mandó el esqueleto.

—Al cementerio.

—No, señor Perkins, no es precisamente al cementerio adonde me dirijo —dijo Rock saliendo de la habitación.

Viajó en su automóvil hasta la casa del doctor Boren.

La noche era oscura, como la anterior.

Subió al porche y pulsó el timbre.

Le abrió Deborah.

—Hola, querido.

—Buenas noches, Deborah.

—¿Alguna novedad.''

—Peggy Moore murió. Fue estrangulada.

Deborah parpadeó.

—Lo siento, Rock.

—¿No me vas a preguntar quién la estranguló?

—Imagino que ha sido Tony Marcot.

—No, Tony Marcot está en la celda.

—Entonces, ¿quién lo hizo?

—El esqueleto que le mandó tu tío.

—¿De qué me estás hablando, Rock?

—¿Dónde está el doctor?

—Será mejor que te marches.

—Te he preguntado dónde está tu tío.

—Se tuvo que marchar.

—¿Adonde?

—A hacer una visita urgente. Lo llamaron de Oswego.

Rock cogió por la muñeca a Deborah y tiró de ella.

—¿Estás de acuerdo con él?

—Ten cuidado con lo que dices.

—Sí, creo que sí. Tú y tu tío habéis permanecido siempre muy unidos. Llévame donde está él.

—No puedo llevarte a Oswego.

—Tu tío no está en Oswego. Está aquí. Vamos a ir juntos a su laboratorio. Por cierto, hace ya un par de años que no he entrado en él.

—Está como tú lo viste la última vez.

—Pienso que no.

—Nada ha cambiado.

—Quiero verlo con mis propios ojos.

Ella trató de pegarle un zarpazo, pero Rock lo evitó cogiéndole por la otra muñeca.

—Deborah, debo terminar con los experimentos que hace tu tío.

—Tú no harás nada.

—Obedece. Quiero verlo.

—De acuerdo. Te llevaré hasta el laboratorio.

—Camina delante de mí.

Rock la dejó libre. Ella echó a andar y Rock fue detrás.

Bajaron por una escalera de piedra.

Rock vio el resplandor de unos rayos.

Deborah se quedó junto a la pared.

Rock también se había detenido observando lo que estaba pasando allá abajo. Seis esqueletos estaban metidos en ataúdes de madera, colocados de pie, junto al muro. Los cráneos de los esqueletos estaban unidos por un cable conductor y el cable acababa en un extraño aparato que mandaba un poderoso rayo. La corriente se trasmitía por el cable descargando en el cráneo de los esqueletos.

El doctor Boren manejaba el extraño aparato, una especie de cañón que terminaba en una pieza de acero en forma de espiral.

—Tío Eddie, tienes visita —dijo Deborah.

Boren interrumpió el envío de cargas.

Vio a Rock y sus ojos se entornaron.

—¿Por qué lo has traído aquí, Deborah?

—Me obligó.

Boren sonrió.

—Bien, Rock, tenía que ocurrir tarde o temprano. Tú estabas ya sobre la pista.

—Sí, doctor Boren, pero necesitaba pruebas... Fracasó su tercer crimen. Peggy Moore está viva.

—Ya lo sé.

Deborah intervino:

—Tío, ¿no mataste a Peggy Moore?

—El esqueleto que tenía que matarla sufrió una avería.

—¡Maldita sea! —gritó Deborah—. Mataste a dos estúpidas. Esta vez no tenías que haber fallado.

—No te preocupes. Rectificaré mi fallo.

Rock intervino:

—Usted no tendrá oportunidad de rectificar nada, doctor Boren. Voy a acabar con sus experimentos.

—No son experimentos, Rock. Es ya una realidad. Tengo varios esqueletos en marcha. Y muy pronto tendré un ejército. Todos estarán a mis órdenes. Ellos harán lo que yo les ordene.

—Está loco, doctor. Completamente loco.

—¿Llamas loco a un hombre que quiere acabar con los retrasados mentales que hay en el mundo? ¿Qué quiere acabar con la mediocridad? Tú sabes que, de cada diez hombres, nueve son tontos, idiotas, o estúpidos. ¿Para qué les sirve su cerebro? Para nada. Pueden y deben ser sustituidos. Observa esos esqueletos. Ellos poseen un poderoso cerebro.

—No poseen nada. Su cerebro es usted mismo.

—De acuerdo. Soy yo mismo. Es mi cerebro el que los pone en marcha, pero yo soy el Gran Amo.

—¿Un Gran Amo? ¿Otro dictador?

—El Único.

—Ya le entiendo, doctor. Sus ansias de poder son tan grandes que se puede comparar solamente al odio que siente por los seres humanos. Sería capaz de acabar con la vida de la Tierra. Sí, convertiría la Tierra en un planeta de muertos vivientes.

Rock no se dio cuenta. Un esqueleto estaba bajando por la escalera. El doctor Boren seguía hablando para entretener a Rock.

—Foster, te ofrezco la oportunidad de unirte a nosotros. Tendremos el poder más grande que ha existido en el mundo.


CAPÍTULO XIV

 

El esqueleto seguía descendiendo la escalera sin que Rock se hubiese percatado de ello.

—No, doctor, no voy a aceptar. No quiero a Deborah, y tampoco deseo compartir su poder.

Rock observó unas computadoras, que había más allá, y cuyas ruedas estaban en marcha.

Entonces comprendió que algunos esqueletos estarían realizando un servicio, de acuerdo con una programación.

Se volvió a tiempo, cuando ya las manos sarmentosas del esqueleto le iban , a atrapar por el cuello.

Dio un salto y rodó por las baldosas.

Deborah lanzó una carcajada.

—Tío, será una cacería emocionante.

—Helmut se portará bien.

Rock, desde el suelo, miró el esqueleto.

—¿Es Helmut von Tripp, doctor Boren?

—Sí. Yo lo traje a Estados Unidos cuando maté a Zamenhoff.

—Así que no fue un suicidio.

—Yo maté a Zamenhoff. Se asustó de su propio descubrimiento. Quería destruirlo. Helmut me llamó. Yo volé a Suiza para impedir que el ruso destruyese una obra tan sensacional. Lo maté, y Helmut se vino conmigo a Estados Unidos, a Leicester. Juntos trabajamos hasta que conseguimos terminar los ensayos.

—Y entonces mató a Von Tripp.

—Ya no me hacía falta. Y también empezó a sentir remordimientos.

—¿No los sentirá usted, doctor?

—De ninguna manera. Yo soy fuerte, poderoso. Mi voluntad es inquebrantable. Seré el Gran Amo. El Unico.

El esqueleto de Helmut von Tripp comenzó a andar hacia Rock. Este retrocedió hacia el fondo del laboratorio donde estaban las programadoras. Justo a la derecha había un tablero de mandos.

—¡Doctor Boren, por última vez, destruya todo esto!

—Tú eres el único que va a ser destruido.

Rock bajó una palanca del tablero.

—¡No hagas eso, Rock! —chilló el doctor—. ¡Has aumentado la corriente!

Rock bajó otra palanca. ,

El extraño aparato, que tenía la pieza en forma de espiral, lanzó los rayos con más rapidez.

Los esqueletos sintieron aquellas descargas y empezaron a moverse. Seis programadoras, que habían permanecido inmóviles se pusieron en marcha. Los esqueletos rompieron los cables que les unían.

—¡Estúpido! —gritó Boren—. ¡Esos esqueletos están programados para acabar indistintamente con los seres humanos!

Uno de los esqueletos avanzó sobre Deborah con mucha rapidez.

—¡Tío!

Deborah trató de huir, pero el esqueleto la alcanzó.

El doctor Boren, corrió hacia el esqueleto, que había atrapado a su sobrina, pero dos esqueletos le cortaron el paso.

—¡Atrás! ¡A mí no! ¡Soy vuestro amo!

Pero aquellos dos esqueletos no parecieron entenderle porque uno de ellos lo atrapó por el brazo y el otro lo cogió por el cuello.

Rock comprendió que tenía que hacer algo y bajó palanca.

Pero no ocurrió nada.

Entonces cogió una gruesa pieza de acero y corrió hacia las programadoras, que se habían puesto en marcha.

Un esqueleto le salió al encuentro. Era Helmut von Tripp.

Rock le descargó un mazazo en el cráneo, como había hecho en el dormitorio de Peggy.

Logró un buen impacto y su enemigo se deshizo en pedazos.

Luego Rock continuó corriendo y descargó otro mazazo sobre una de las programadoras.

Oyó un grito y al volver la cabeza vio que dos de los cráneos saltaban.

Rock descargó su maza en la siguiente programadora.

Otros dos esqueletos se hicieron pedazos. Justo uno de ellos era el que había estrangulado a Deborah.

Pero los dos esqueletos que habían atacado al doctor Boren seguían moviéndose y el doctor estaba rígido porque las manos huesudas del asesino le habían seguido apretando el cuello.

Rock dio el golpe contra la última programadora y los dos esqueletos que se movían se desplomaron también.

Se acercó al doctor Boren y supo que ya era demasiado tarde.

El doctor Boren y su sobrina estaban muertos.

* * *

—Yo os declaro marido y mujer.

El novio y la novia se besaron.

El padrino sugirió:

—Ahora me toca a mí besar a la novia.

—De acuerdo, Gene —dijo el novio.

Gene Perkins besó a Peggy.

—Está bien, nena. Puedes continuar tus vacaciones.

—Serán unas vacaciones muy largas, Gene. No volveré al periódico.

—¡El abogaducho no tiene derecho a hacer esto conmigo! ¡Me quita a la novia y me quita a la colaboradora!

—Rock ha aceptado un puesto en una firma muy importante de Los Ángeles. Y según me acaban de decir, la mujer debe seguir al marido.

Gene estrechó la mano de Rock.

—Debí romperte la cara.

—Avísanos cuando te llegue la quinta esposa. Iremos a tu boda.

—Trato hecho —sonrió Gene—. Enhorabuena y felicidades.

Peggy Moore cayó en brazos de Rock Foster y ella dijo cuando él la apretó contra sí:

—Eh, Rock, cuidado, no me vayas a romper el esqueleto.

—¡No me lo nombres! —dijo Rock y aplastó su boca contra la de su mujer.

Rock Foster había terminado con el peligro que se había cernido sobre la Tierra. Un loco la había querido convertir en un planeta de esqueletos vivientes.

 

FIN

                                                                                                                                                                                    © Javier De Lucas 196y?