PENSAMIENTO CRITICO

 

Las personas cuya inteligencia parece obvia a veces provocan asombro cuando expresan con toda seriedad ideas infundadas, o adoptan teorías descabelladas. Es cierto que ninguna definición de inteligencia es aceptada de forma unánime. Esto se debe probablemente a que la palabra se refiere a una variedad de habilidades. Así, la historia nos da muchos ejemplos de personas que son unánimemente consideradas inteligentes en campos tan diversos como la ciencia, la tecnología, las artes o la filosofía.

Basándose en una definición de la inteligencia como «la capacidad de razonar, planear, resolver problemas, pensar de manera abstracta, comprender ideas complejas, aprender rápidamente y aprender de la experiencia», un metaanálisis de 63 estudios concluyó que las personas inteligentes son menos propensas a creer que los demás. Así pues, parece lógico pensar que las personas de mayor inteligencia tienen más posibilidades de protegerse de las creencias. Para definir un nivel de inteligencia muy alto, hay que mencionar la asombrosa capacidad de algunos individuos para pensar fuera de los caminos trillados y de los modelos dominantes de su época, su capacidad de innovar y de no conformarse con lo que parece darse por hecho en un momento dado: Galileo, Darwin, Einstein e incluso Kant o Descartes fueron capaces de pensar de manera diferente acomo se pensaba en su época. Cuestionaron el pensamiento de la mayoría y las explicaciones simplistas. La inteligencia, en su caso, va de la mano del pensamiento crítico, la capacidad de resistir intelectualmente a un discurso dominante, un intento de adoctrinamiento y, de manera más general, cualquier forma de dogmatismo.

Las personas inteligentes pueden decir y hacer cosas estúpidas y creer en cosas absurdas. Aunque a menudo se confunde con la inteligencia, el pensamiento crítico no es inteligencia. Es un conjunto de habilidades cognitivas que nos permiten pensar racionalmente en función de un objetivo, y la disposición de utilizar esas habilidades cuando sea apropiado. Los pensadores críticos son pensadores flexibles que necesitan pruebas para respaldar sus creencias y reconocer los intentos falaces de persuadirlos. El pensamiento crítico supone la capacidad de superar todo tipo de sesgos cognitivos (por ejemplo, el sesgo retrospectivo, el sesgo de confirmación).

Así, es más fácil entender por qué incluso la gente muy inteligente a veces puede creer en cosas extrañas. El sociólogo Gérald Bronner dice que él era milenarista en sus inicios: «Sé que se puede creer en cosas locas sin estar loco», y agrega que fue una «serie de coincidencias» y de «pequeños detalles» lo que lo llevó a cuestionar esa creencia. Pero no todos aprovechan esta oportunidad.

Jimmy Carter y su carta a los extraterrestres

Jimmy Carter, presidente de Estados Unidos de 1977 a 1981, declaró durante su campaña electoral: «Si me eligen presidente, pondré a disposición del público y de los científicos toda la información que posee este país sobre los avistamientos de ovnis». Luego agregó esa sorprendente frase, buen ejemplo de sesgo de confirmación: «Estoy convencido de que existen los ovnis porque yo vi uno».

Siguiendo esas mismas convicciones, Jimmy Carter envió una carta a los extraterrestres en la sonda Voyager 1, el 5 de septiembre de 1977. Después de presentar la sonda espacial y el planeta Tierra, Jimmy Carter se dirige a ellos de esta manera: «Este es un regalo de un mundo pequeño y distante, un testimonio de nuestros sonidos, ciencia, imágenes, música, pensamientos y sentimientos. Estamos tratando de sobrevivir a nuestra época para poder vivir en la suya. Esperamos que un día, después de resolver los problemas que enfrentamos, nos unamos en una comunidad de civilizaciones galácticas. Esta grabación representa nuestra esperanza y determinación, así como nuestra buena voluntad en este universo tan vasto y maravilloso».

Deja mucho qué pensar que Jimmy Carter, Premio Nobel de la Paz en 2002 y autor de diversos libros de política, haya tenido la ingenuidad de enviar mensajes a los extraterrestres, siendo que estos no llegarían antes de cuarenta mil años y que de todos modos no sabremos nada al respecto, pues la sonda dejará de transmitir datos a partir de 2025.

Lo cierto es que Carter no es el único que ha enviado mensajes a los extraterrestres. El 19 de noviembre de 2017, Science Post anunció que un equipo de astrónomos del SETI(Search for Extra-Terrestrial Intelligence) había enviado un mensaje por ondas de radio con información sobre los planetas de nuestro sistema solar, la estructura del ADN, un dibujo del ser humano y otros datos básicos sobre la Tierra y sus habitantes a un sistema cercano, uno de los más próximos que se conocen y que puede albergar un planeta potencialmente habitable, lo suficientemente cerca como para que pudiéramos recibir una respuesta en menos de 25 años, un plazo mucho más razonable, hay que admitirlo, aunque no sea para mañana.

Asombroso: científicos como el físico Stephen Hawking o el astrónomo Dan Werthimer, investigador del SETI de la Universidad de California en Berkeley, advirtieron a las autoridades acerca de las posibles repercusiones de comunicarse con extraterrestres cuya «civilización capaz de recibir y comprender estos mensajes sería sin duda mucho más antigua y tecnológicamente más avanzada que la nuestra». Dan Werthimer señaló: «Es como gritar en un bosque antes de saber si en él hay tigres, osos, leones u otros animales peligrosos». Suficiente para dejarnos perplejos…

Por otra parte, los individuos muy inteligentes pueden estar tan cegados por sus creencias que son capaces de renunciar a su libertad crítica, sacrificar su felicidad y hasta su vida.

Steve Jobs, un genio visionario pero cegado por sus creencias

Apodado «iGod», el dios de la tecnología, a menudo hacía referencia al «pensamiento mágico», la idea de que podía moldear el mundo a su voluntad. Esta creencia dio frutos cuando Jobs llevó a cabo sus brillantes ideas, pero demostró ser impotente contra el cáncer. Desde el punto de vista de sus biógrafos y en vista de todos los avances de los que fue precursor, Steve Jobs fue muy inteligente e incluso un genio. Daniel Ichbiah, periodista y autor de Las cuatro vidas de Steve Jobs, lo describió así: «Atormentado, perfeccionista, invadido por el genio y dotado de un sentido innato de la belleza, Jobs fue capaz de grandes sueños y, sobre todo, de tener el talento de compartirlos con los demás. No fue un consejero delegado, sino un verdadero artista en busca de un perpetuo grial, un esteta animado por la única voluntad de cambiar el mundo».

El escritor Walter Isaacson, autor de las biografías de Albert Einstein, Henry Kissinger y Benjamin Franklin, cita en el epígrafe de la biografía de Steve Jobs la frase: «Las personas lo suficientemente locas como para pensar que pueden cambiar el mundo son las que lo cambian». El padre biológico de Steve Jobs era sirio. Su madre, estadounidense. Siendo estudiante y soltera, al nacer su hijo, lo dio en adopción a la pareja Jobs con la condición de que le dieran una carrera universitaria. Eran personas muy modestas. Les dieron su palabra. Poco después se mudaron a Silicon Valley. Steve Jobs se sintió atraído por la India y el budismo. Tras una adolescencia hippie y una larga estancia en la India con un amigo, regresó a su casa, inició sus estudios universitarios y los abandonó al cabo de tres meses. Luego tomó un curso de caligrafía como alumno externo, lo que reforzó su gusto por la estética. Se quedó en un huerto durante todo el verano y solo se alimentó de manzanas.

Un tiempo después, cofundó Apple con su amigo Steve Wozniak, y a los 25 años se convirtió en el millonario estadounidense más joven. Se rodeó de genios de los que supo extraer la quintaesencia y revelar sus talentos, gracias a su carisma. Tuvo brillantes ideas como la Apple I, Apple II, Pixar, iMac, iPod, iTunes, iPhone, iPad, por nombrar algunas, pero su vida estuvo salpicada de obstáculos que siempre superaba para ir más lejos. Excepto la última etapa, el cáncer de páncreas.

Cuando le diagnosticaron un tumor en el páncreas, en octubre de 2003, los doctores se conmovieron hasta las lágrimas al descubrir que era operable. Sin embargo, Steve Jobs se rehusó a que lo operaran. Siendo budista y vegetariano, era escéptico respecto a la medicina y creía firmemente en métodos alternativos, cada uno más descabellado que el anterior. Consultó curanderos, naturópatas, acupunturistas, ingirió cápsulas de hierbas, bebió jugos de fruta e hizo largos periodos de ayuno. En 2004, los nuevos estudios mostraron el poco efecto que habían tenido las ensaladas de diente de león sobre las células cancerígenas: el tumor se había extendido fuera del páncreas. Entonces aceptó la operación, pero ya era demasiado tarde. En abril de 2009, se sometió a un trasplante de hígado en el Methodist University Hospital Transplant Institute de Memphis, Tennessee. Siguió trabajando en Apple hasta su muerte, en octubre de 2011, a los 56 años.

Sus biógrafos y amigos se han cuestionado la ambivalencia de su personalidad. Genio inventor capaz de mover montañas, pero incapaz de desprenderse de los desatinos que precipitaron su fin. Tal vez fue la idea obsesiva de haber sido abandonado por sus padres biológicos la que lo llevó a llenar ese vacío con búsquedas esotéricas. A los siete años, estaba desconsolado por lo que le había dicho una niña a la que le había confiado que lo habían abandonado y luego adoptado: «¿Entonces tus padres no te querían?». Sus padres adoptivos lo consolaron con la inteligencia emocional que siempre le habían demostrado: la influencia de la contracultura hippie de Silicon Valley de los años setenta probablemente también forjó su deseo de ir a buscar más allá, en la India, la «iluminación».

Las creencias irracionales podrían ser peligrosas solo para quien las tiene, pero no siempre es así. A través de la influencia, la sugestión, el proselitismo y quizás incluso sin creer en lo que ellos mismos dicen, algunos utilizan toda su inteligencia para persuadir a las mentes propensas a creer. La cuarta parte de los europeos cree que la Tierra es el centro y que todo gira alrededor de ella. Hace años, el 6 de noviembre de 2010, en un hotel Indiana, a 150 km de Chicago, se celebró un congreso supuestamente científico que se titulaba: «Galileo estaba equivocado: la Iglesia tenía razón», en el que diez conferencistas se presentaron como «expertos». Habían tratado de probar que el Sol gira alrededor de la Tierra, según el sistema geocéntrico, a pesar de que, desde Copérnico, Galileo, Kepler y Newton, la ciencia ha demostrado que la Tierra y los demás planetas giran alrededor del Sol, según el sistema heliocéntrico. El subtítulo era prometedor: esta será la «primera» conferencia católica anual sobre geocentrismo. El doctor Robert Sungenis abrió el congreso con una ponencia que se titulaba: «El geocentrismo: lo saben, pero lo ocultan», retomando el tema recurrente de la teoría de la conspiración.

Otros expositores, como el doctor Robert Bennet y el doctor John Salza, anunciaron temas igual de desconcertantes: «Prueba científica: la Tierra es el centro del universo», «Introducción a la mecánica del geocentrismo» o incluso «Los experimentos científicos demuestran que la Tierra está inmóvil al centro del universo». Sus grados académicos eran de lo más vagos: doctorados, profesores… Por ejemplo, Robert J. Bennett, coorganizador del congreso, anunció que tenía un doctorado en Relatividad general. Por su parte, Robert Sungenis era presidente de Catholic Apologetics International y autor de varios libros y artículos sobre teología, ciencia, cultura y política. Durante muchos años dio clases de Física y Matemáticas en diversas instituciones. Predicó que físicos como Albert Einstein, Ernst Mach, Edwin Hubble, Fred Hoyle «y muchos otros» habían demostrado que, como dice la Biblia, el Sol y todos los planetas giran alrededor de la Tierra, que está fija en el espacio, inmóvil e inmutable, todo esto con la esperanza de que la gente le dé a las Sagradas Escrituras su justo lugar y comprenda que la ciencia no es en absoluto lo que se dice.

Y, sin embargo, cada descubrimiento científico aporta nuevas pruebas de que el geocentrismo no es una representación que corresponda a la realidad. Los adeptos del geocentrismo solo pueden remitirse a la Biblia. Por eso, a cada argumento científico responden: «En la Biblia dice que…». Emprenderla contra Galileo no solo empaña la imagen de uno de los fundadores de la ciencia moderna, que aportó una de las primeras pruebas del heliocentrismo de Copérnico, sino que también permite borrar lo que algunos consideran una ofensa sufrida durante el arrepentimiento de la Iglesia en 1992 por la condena de Galileo.

Ha pasado mucha agua bajo el puente desde Galileo. La ciencia copernicana se enfrentaba a las Escrituras y a la creencia en una verdad revelada y tuvo que luchar contra lo irracional. Los eruditos fueron perseguidos. Actualmente, los intransigentes y los absurdos intentan manipular las mentes para transmitir sus nebulosas teorías: es siempre la misma batalla del oscurantismo contra la verdad.

¿Qué poder hay contra el oscurantismo?

Si bien es poco probable aumentar la inteligencia, se puede aprender a desarrollar el pensamiento crítico de manera sistemática. No todas las creencias son estúpidas, absurdas o peligrosas. Algunas de ellas son constructivas, como creer en uno mismo, en sus propias habilidades, en su valía, en la vida o en los demás. El riesgo de dejarse influenciar por creencias peligrosas al grado de perder la razón proviene de la necesidad de encontrarle significado a la vida a toda costa. Si otros nos dan una explicación que concuerda con nuestra visión del mundo o que nos dispensa de buscarla nosotros mismos, resulta fácil adoptarla. Sin embargo, el mayor poder de las creencias irracionales es que tienden a ajustarse a nuestras intuiciones y expectativas.

Desde siempre, mucha gente cree en cosas extrañas y muchos otros tratan de luchar contra esas creencias. Esto crea un equilibrio que, con el tiempo, no cambia realmente. Así es como se puede luchar por el racionalismo con la idea de que simplemente eres parte de un equilibrio. Por más inteligente, culto y crítico que uno sea, ningún ser humano está a salvo de creer en algo absurdo, principalmente porque es difícil aceptar el azar. Buscar el destino, la fatalidad, la conspiración, el complot o la intención, buena o mala, detrás del azar es un sesgo universal. «No hay dos sin tres», «donde hay humo hay fuego»,«quien ríe el viernes llora el domingo», etcétera, son todasexpresiones que manifiestan nuestra necesidad de causalidad y de sentido. Ni los más grandes eruditos se escapan.

Así escribió Einstein en su correspondencia sobre la enfermedad de su esposa Mileva y la de su hijo: «Castigo que tengo bien merecido por haber realizado el acto más importante de mi vida sin pensar: tuve hijos con una persona moral y físicamente inferior…». La madre de Albert Einstein había tratado de disuadirlo de casarse con Mileva, que cojeaba, prediciendo que sus descendientes se verían afectados. ¡Uno esperaría que el autor de la teoría de la relatividad tuviera mayor amplitud de miras! Pero, como dicen dos de sus biógrafos, Roger Highfield y Paul Carter, Einstein «fue un hombre cuya combinación de claridad intelectual y miopía emocional causó muchos reveses en las vidas de los que lo rodeaban».

A fin de cuentas, tal vez nuestro poder no radique en hacer que haya menos gente que crea en cosas extrañas o locuras, sino en asegurarnos de que no haya más. Es muy raro que podamos cambiar la opinión de los que ya están convencidos. Por el contrario, el riesgo sería reforzar sus creencias.

La Neolengua

A veces hacemos estupideces, pero es mucho más común que las digamos. Así que la mayoría de las veces pasan a través del lenguaje. ¿No será que esos discursos que consideramos idiotas reflejan un déficit, al menos momentáneo, de inteligencia, siendo solo una de sus múltiples manifestaciones posibles? ¿No hay más bien una estupidez vinculada específicamente al lenguaje que encontraría su lugar natural en los comentarios irreflexivos? Esa hipótesis nos acercaría entonces a la estupidez de la neolengua orwelliana, cuyo uso ideal, que el autor de 1984 llamó «hablapato», no involucra «en absoluto a los centros del cerebro». A primera vista, puede parecer extraño asociar esta estupidez lingüística con la neolengua, el modelo canónico de todas las lenguas inconsistentes. Sin embargo, están vinculadas por su propia naturaleza: ambas se definen como un uso inadecuado e inconsciente del lenguaje.

Las palabras o expresiones estúpidas, como las de la neolengua, resultan incapaces de reflejar apropiadamente la realidad, así como el pensamiento de quien las utiliza. Si bien una se inscribe en una dimensión política e ideológica y la otra es más espontánea, la neolengua y la estupidez lingüística pueden considerarse cercanas: ambas surgen como perversiones del uso normal y legítimo del lenguaje y de las palabras. Asimismo, se plantea la hipótesis de que estos dos fenómenos cercanos, inicialmente distintos, se acercan ahora por lo menos a través de dos fenómenos concomitantes. Por un lado, las ideologías (feminismo de la diferencia, antiespecismo, teoría de género…), evolucionan cada vez más en contra del sentido común. Por otro lado, hay una estupidez que irrumpe repentinamente en la esfera pública, sobre todo gracias a internet y a las redes sociales, que le proporcionan una formidable cámara de eco.

No hay mejor ejemplo de la unión actual entre estupidez y neolengua que el mensaje publicado en Facebook en marzo de 2018 por una activista vegana tras el atentado islamista de Trèbes, en el cual fue asesinado un carnicero:«¡Eso qué! ¿Te impacta que a un asesino lo mate un terrorista? A mí no, yo siento cero compasión por él, hay algo de justicia». Aquí encontramos un sedimento de todo lo que caracteriza a esta neolengua contemporánea y que precisamente la convierte en una estupidez.

Deriva referencial: cuando las palabras se descuelgan

En ese mensaje, lo que choca más con el sentido común es, por supuesto, la caracterización de ese carnicero como asesino. El término parece a la vez inapropiado, hiperbólico, insultante y, al final, estúpido, al igual que la palabra "putos" que un comentarista deportivo utilizó recientemente fuera del aire para referirse a los futbolistas del Real Madrid que acababan de jugar contra el Barcelona. Por lo tanto, la estupidez que se pronuncia es, en primer lugar, una especie de falsedad, que a menudo se deriva de la exageración. Las palabras utilizadas no corresponden ni a su significado habitual ni al referente que se supone que designan. Sin embargo, se distingue de la mentira porque quien dice estupideces realmente no tiene intención de engañar a sus interlocutores. Más bien está diciendo lo que se le ocurre. Desde luego, sin una mínima preocupación por la verdad, pero también sin la menor intención de que lo tomen en serio; es decir, de que le tomen la palabra.

Este último punto, a primera vista, parece diferenciar a quien dice estupideces, del que usa la neolengua, y para quien, por el contrario, cada palabra es importante, pues revela la ortodoxia. Veamos cómo es esto. Al llamar «asesino» a este carnicero víctima de un terrorista, la activista vegana ciertamente no se da cuenta de que está diciendo una estupidez. Al contrario. Usa ese término perfectamente consciente de que va más allá de su significado común. Reivindica en forma clara ese reajuste léxico que, según ella, hace al lenguaje más apto para decir la verdad, para dar cuenta de la realidad. Desde su perspectiva, matar animales es, objetivamente, un asesinato, y, por lo tanto, llamar «asesino» a quien mata animales es usar la palabra precisa, aunque esa precisión no sea percibida de inmediato por todos. Hay que reconocer que semejante reajuste del sentido de las palabras no es en sí mismo absurdo.

Para sustentar este enfoque, se podría argumentar, por ejemplo, que, durante la época de la esclavitud, matar a un esclavo tampoco se consideraba homicidio. Así, este uso aparentemente desmesurado de la palabraasesino solo sería un adelanto del significado que después se acordará por unanimidad. La hipótesis es plausible: como una transformación del lenguaje antiguo y en particular del significado de sus palabras, la neolengua se presenta en muchos casos como un progreso; pero ¿realmente es este el caso? Es evidente que no. Para empezar, por la sencilla razón de que los carniceros hoy en día no matan animales (eso se hace en los mataderos), solo cortan sus cadáveres en bistecs o en filetes, etcétera. Por lo tanto, el calificativo asesino carece de precisión y no deja de ser una falta de propiedad léxica.

Aquí tocamos un primer punto que acerca el lenguaje de la ideología al de la estupidez; a saber, la deriva referencial que hace que las palabras se descuelguen, por así decirlo, de la realidad, sin que sea posible equiparar estos usos impropios del lenguaje con las mentiras. El idiota no cree realmente que los oponentes de su equipo favorito sean todos homosexuales. En cuanto a nuestra exaltada activista, ella simplemente no pensó que el carnicero que ella cree estar denunciando tal vez nunca ha sacrificado a un solo animal. En este tipo de discurso, las palabras solo se refieren a ellas mismas, convirtiéndose así en sus propios referentes. Transmiten una especie de fantasía, como fetiches cuyo significado supera su sentido real.

Inconsistencia del significado: ¿un asesino es siempre un asesino?

Sin embargo, recurrir a la función referencial del lenguaje no es suficiente para agotar la disputa del uso adecuado del vocabulario; es decir, para separar el grano de las palabras justas de la cizaña de las que no lo son. Todavía tenemos que preguntarnos sobre los significados de las palabras en cuestión, sobre sus definiciones, porque las palabras se utilizan menos para designar el mundo que nos rodea que para analizarlo, para darle un significado con ayuda de los conceptos que definimos.

Ahora bien, podríamos señalarle a aquella que utiliza la palabra asesino que, si el acto de matar fuera en efecto un asesinato, entonces también se debería llamar «asesino» al gato que atrapa y mata un ratón, a la ballena exterminadora de krill y al guepardo que, para cenar, mata a un antílope. El uso correcto de las palabras ciertamente requiere que el significado tenga una definición estable que permita designar diferentes referentes que posean la misma cualidad. Si, por lo tanto, matar un animal es criminal por parte de un ser humano, se deduce lógicamente que el mismo acto es también criminal por parte de otro animal. De una u otra manera, nuestra defensora de los derechos de los animales debería aplaudir entonces la idea de la desaparición de todos los carnívoros, al menos como resultado de esta «justicia» providencial que ella invoca al final de un mensaje cuyas consecuencias no es seguro que haya medido.

Es obvio que esta inconsecuencia y la irreflexión de la que es fruto, lo que constituye los principales puntos en común entre la neolengua y la estupidez, pues tanto una como la otra a veces nos hacen decir imprudencias y cometer desatinos. Pero eso no es todo. En efecto, estas palabras que se emancipan de su referente, así como de su propio concepto, de alguna manera se escapan de la condición ordinaria de las palabras. Porque una palabra siempre parece ser esencialmente problemática: su significado se queda abierto y puede ser objeto de negociación entre dos interlocutores, quienes a su vez se apoyarán en su más o menos buena adecuación al referente o en su coherencia conceptual para validar o invalidar que en tal o cual caso se utiliza correctamente y que es la palabra adecuada.

Desde este punto de vista, el lenguaje es una realidad tanto dialéctica como dialógica, y solo un individuo tiránico (tipo Pedro Sánchez) puede declarar «en un tono más bien arrogante»: «Cuando yo uso una palabra, […] significa justo lo que yo quiero que signifique… ni más ni menos». Es exactamente lo que hacen los idiotas y los ideólogos. Sus palabras, definidas arbitrariamente y ahora sin relación con nada que no sean ellas mismas, ya no están abiertas a la más mínima discusión. Es la máxima perversión del lenguaje, pues solo puede hacerse más común.

De la misma manera que el propio idiota, al igual que el ideólogo, ya no es sensible por definición a la diversidad de la realidad ni a la pluralidad de puntos de vista,⁹ también sus palabras llevan anteojeras. Significan «ni más ni menos» que aquello que quien las usa ha decidido imperiosamente que signifiquen, sin una mínima consideración por los demás hablantes, ni siquiera por la tradición, tal como se refleja en el diccionario. Si esta persona (que, recordémoslo, presume de tener «cero compasión») decide que la palabra asesino es la que más le conviene para definir el oficio de carnicero, pues bien, eso es lo que significará esa palabra, que se ha vuelto autorreferencial a causa de la inconsistencia de su definición.

Sin embargo, por una extraña paradoja, esas palabras-señales que buscan imponerse autoritariamente en la conversación, pues ya no pueden ser discutidas, se vuelven de facto indiscutibles. Así que ya solo puedes adoptarlas sin discusión o… confrontarlas, pero por tu cuenta y riesgo.

Palabras eslogan: el grito de guerra del grupo

Estas palabras-señales son también eslóganes, en el sentido etimológico del término (la palabra viene del gaélico escocés y designa el grito de guerra que soltaban al unísono los miembros de un mismo clan). Se utilizan no tanto para decir algo, que en general podría decirse mejor de otra manera, sino para destacar a quien los emplea dentro de un grupo más o menos formal. (A la inversa, una persona que no usa estos términos, o peor aún, que los rechaza, se autoexcluye del grupo en cuestión y se perfila irremediablemente como enemigo del sujeto que habla.) Así, llamar putos a los futbolistas es una manera de reafirmarse como seguidor del segundo, como patriota, hombre orgulloso de su heterosexualidad, etcétera. De la misma forma, el mensaje publicado en Facebook por esa activista denota a la vez un deseo de complicidad que se percibe en la interpelación coloquial que hace a sus interlocutores virtuales («¡Eso qué!») y una voluntad de distinguirse que se manifiesta en esa pose de mente fuerte que pretende oponerse a la opinión de la mayoría.

Este aparente pensamiento crítico, un tanto provocador, pero que no va más allá de lo tolerado por el grupo al cual se pertenece, es común también entre el idiota y el ideólogo. A pesar de su retórica simplista (o, más bien, gracias a ella), ambos consiguen el sentimiento de superioridad de quien lo ha entendido todo. Ese sentimiento es el origen de gran parte de la estupidez lingüística, así como del deslumbrante éxito, nunca negado, de todas las lenguas citadas. Estas, al igual que aquella, tienen la insigne cualidad de autorizar a sus usuarios a emitir juicios sobre casi todo, los cuales, si bien pueden ser burdos, son tajantes, seguros y, por lo tanto, en esencia, tranquilizadores. Por el contrario, la duda, la inquietud intelectual, se opone a la estupidez y destaca entre los preciados antídotos contra los delirios de la ideología.

La pérdida del sentido común

La fragmentación ideológica actual, fomentada entre otras cosas por los algoritmos y las redes sociales que crean una cultura de nicho y relacionan a los miembros de diversos grupos entre sí, facilita la difusión de jergas cada vez más ajenas al lenguaje común. Al mismo tiempo, estas mismas redes hacen porosos los límites de dichos grupos de afinidad, creando confusión entre lo que es privado o semiprivado y lo que se hace público, y, por lo tanto, entre lo que puede o no puede decirse públicamente.

Así, tan pronto como su mensaje, ofensivo para la mayoría de las personas, fue denunciado por otros usuarios que no compartían su vocabulario ni su a priori ideológico, la primera reacción de esta joven fue protestar que «este mensaje era solo para [sus] amigos», y luego apelar a la «L 214», la asociación de defensa de los derechos de los animales con la que se identificaba. De hecho se lo tomaron a mal, pues esta asociación se deslindó enseguida de su comentario por medio de un comunicado. En cuanto a la desagradable observación del comentarista deportivo, nunca se habría hecho pública de no ser por la malicia de un tercero.

Estas dos anécdotas son indicativas de un discurso público en crisis, ahora rodeado por todas partes por dos formas de abuso del lenguaje que, si bien son diferentes, coinciden en lo esencial; es decir, en la pérdida del sentido común. Por un lado, nos enfrentamos a idiotismos conceptuales que a menudo surgen de las ciencias humanas, pero siguen siendo más o menos abstrusos y escandalosos para el común de los hablantes (cultura de la violación, género, racismo de Estado, etcétera); por otro lado, lidiamos con una vulgaridad desafiante que interviene en la esfera pública de manera involuntaria (en el caso del cronista deportivo) o voluntaria (como se manifiesta, por ejemplo, en los tweets de tantos políticos, periodistas, tertulianos, inluencers y demás faunas).

El uso público de la razón lucha por frenar estas dos formas de abuso en favor de un sentido común sin el cual las palabras y los discursos no pueden, ni siquiera mínimamente, lograr un consenso. El debate público se reduce entonces al choque de eslóganes que los antagonistas, en lugar de contradecir, desafían denunciando su insensatez. Puesto que los estudios de campo sobre el tema de la estupidez han demostrado que uno siempre es estúpido para alguien, podemos intuir la esterilidad de tales confrontaciones ideológicas. Lo peor de todo es que, siendo la estupidez tan contagiosa, todos salimos perdiendo cuando desaparece el sentido común. Los magistrados condenaron a la activista vegana por hacer apología del terrorismo, y los usuarios se escandalizaron ante la evidente homofobia que vieron en este comentarista deportivo. Uno se pregunta si, al tomarle la palabra a estos dos alborotadores, cuyos excesos del lenguaje no exigían tanto, ellos también mostraron una particular falta de apertura mental hacia unos comentarios que tal vez solo debieron haberse tomado como lo que eran: puras estupideces. 

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