PILDORAS CIENTIFICAS

¿Qué dice el teorema de Gödel? ¿Demuestra que la verdad es inalcanzable?

Desde los tiempos de Euclides, hace ya dos mil doscientos años, los matemáticos han intentado partir de ciertos enunciados llamados «axiomas» y deducir luego de ellos toda clase de conclusiones útiles. En ciertos aspectos es casi como un juego, con dos reglas. En primer lugar, los axiomas tienen que ser los menos posibles. En segundo lugar, los axiomas tienen que ser consistentes. Tiene que ser imposible deducir dos conclusiones que se contradigan mutuamente.

Cualquier libro de geometría de bachillerato comienza con un conjunto de axiomas: por dos puntos cualesquiera sólo se puede trazar una recta; el total es la suma de las partes, etc. Durante mucho tiempo se supuso que los axiomas de Euclides eran los únicos que podían constituir una geometría consistente y que por eso eran «verdaderos». Pero en el siglo XIX se demostró que modificando de cierta manera los axiomas de Euclides se podían construir geometrías diferentes, «no euclidianas». Cada una de estas geometrías difería de las otras, pero todas ellas eran consistentes.

A partir de entonces no tenía ya sentido preguntar cuál de ellas era «verdadera». En lugar de ello había que preguntar cuál era útil. De hecho, son muchos los conjuntos de axiomas a partir de los cuales se podría construir un sistema matemático consistente: todos ellos distintos y todos ellos consistentes. En ninguno de esos sistemas matemáticos tendría que ser posible deducir, a partir de sus axiomas, que algo es a la vez así y no así, porque entonces las matemáticas no serían consistentes, habría que desecharlas.

¿Pero qué ocurre si establecemos un enunciado y comprobamos que no podemos demostrar que es o así o no así? Supongamos que digo: «El enunciado que estoy haciendo es falso.» ¿Es falso? Si es falso, entonces es falso que esté diciendo algo falso y tengo que estar diciendo algo verdadero. Pero si estoy diciendo algo verdadero, entonces es cierto que estoy diciendo algo falso y sería verdad que estoy diciendo algo falso.

Podría estar yendo de un lado para otro indefinidamente. Es imposible demostrar que lo que he dicho es o así o no así. Supongamos que ajustamos los axiomas de la lógica a fin de eliminar la posibilidad de hacer enunciados de ese tipo. ¿Podríamos encontrar otro modo de hacer enunciados del tipo «ni así ni no así»?

En 1931 el matemático austriaco Kurt Gödel presentó una demostración válida de que para cualquier conjunto de axiomas siempre es posible hacer enunciados que, a partir de esos axiomas, no puede demostrarse ni que son así ni que no son así. En ese sentido, es imposible elaborar jamás un conjunto de axiomas a partir de los cuales se pueda deducir un sistema matemático completo. ¿Quiere decir esto que nunca podremos encontrar la «verdad»? ¡Ni hablar!

Primero: el que un sistema matemático no sea completo no quiere decir que lo que contiene sea «falso». El sistema puede seguir siendo muy útil, siempre que no intentemos utilizarlo más allá de sus límites.

Segundo: el teorema de Gödel sólo se aplica a sistemas deductivos del tipo que se utiliza en matemáticas. Pero la deducción no es el único modo de descubrir la «verdad». No hay axiomas que nos permitan deducir las dimensiones del sistema solar. Estas últimas fueron obtenidas mediante observaciones y medidas, otro camino hacia la «verdad».


¿Quién fue, en su opinión, el científico más grande que jamás existió?

Si la pregunta fuese «¿Quién fue el segundo científico más grande?» sería imposible de contestar. Hay por lo menos una docena de hombres que, en mi opinión, podrían aspirar a esa segunda plaza. Entre ellos figurarían, por ejemplo, Albert Einstein, Ernest Rutherford, Niels Bohr, Louis Pasteur,Charles Darwin, Galileo Galilei, Clerk Maxwell, Arquímedes y otros.

Incluso es muy probable que ni siquiera exista eso que hemos llamado el segundo científico más grande. Las credenciales de tantos y tantos son tan buenas y la dificultad de distinguir niveles de mérito es tan grande, que al final quizá tendríamos que declarar un empate entre diez o doce. Pero como la pregunta es «¿Quién es el más grande?», no hay problema alguno. En mi opinión, la mayoría de los historiadores de la ciencia no dudarían en afirmar que Isaac Newton fue el talento científico más grande que jamás haya visto el mundo. Tenía sus faltas: era un mal conferenciante, tenía algo de cobarde moral y de llorón autocompasivo y de vez en cuando era víctima de serias depresiones. Pero como científico no tenía igual.

Fundó las matemáticas superiores después de elaborar el cálculo. Fundó la óptica moderna mediante sus experimentos de descomponer la luz blanca en los colores del espectro. Fundó la física moderna al establecer las leyes del movimiento y deducir sus consecuencias. Fundó la astronomía moderna estableciendo la ley de la gravitación universal.

Cualquiera de estas cuatro hazañas habría bastado por sí sola para distinguirle como científico de importancia capital. Las cuatro juntas le colocan en primer lugar de modo incuestionable. Pero no son sólo sus descubrimientos lo que hay que destacar en la figura de Newton. Más importante aún fue su manera de presentarlos. Los antiguos griegos habían reunido una cantidad ingente de pensamiento científico y filosófico. Los nombres de Platón, Aristóteles, Euclides, Arquímedes y Ptolomeo habían descollado durante dos mil años como gigantes sobre las generaciones siguientes. Los grandes pensadores árabes y europeos echaron mano de los griegos y apenas osaron exponer una idea propia sin refrendarla con alguna referencia a los antiguos.

Aristóteles, en particular, fue el «maestro de aquellos que saben».  Durante los siglos XVI y XVII, una serie de experimentadores, como Galileo y Robert Boyle, demostraron que los antiguos griegos no siempre dieron con la respuesta correcta. Galileo, por ejemplo, tiró abajo las ideas de Aristóteles acerca de la física, efectuando el trabajo que Newton resumió más tarde en sus tres leyes del movimiento. No obstante, los intelectuales europeos siguieron sin atreverse a romper con los durante tanto tiempo idolatrados griegos.

Luego, en 1687 publicó Newton sus Principia Mathematica, en latín (el libro científico más grande jamás escrito, según la mayoría de los científicos). Allí presentó sus leyes del movimiento, su teoría de la gravitación y muchas otras cosas, utilizando las matemáticas en el estilo estrictamente griego y organizando todo de manera impecablemente elegante. Quienes leyeron el libro tuvieron que admitir que al fin se hallaban ante una mente igual o superior a cualquiera de las de la Antigüedad, y que la visión del mundo que presentaba era hermosa, completa e infinitamente superior en racionalidad e inevitabilidad a todo lo que contenían los libros griegos.

Ese hombre y ese libro destruyeron la influencia paralizante de los antiguos y rompieron para siempre el complejo de inferioridad intelectual del hombre moderno. Tras la muerte de Newton, Alexander Pope lo resumió todo en dos líneas:

«La Naturaleza y sus leyes permanecían ocultas en la noche. Dijo Dios: ¡Sea Newton! Y todo fue luz.»


¿Por qué dos o más científicos, independientemente, dan a menudo con la misma teoría?

La manera más simple de contestar a esto es decir que los científicos no trabajan en el vacío. Están inmersos, por así decirlo, en la estructura y progreso evolutivo de la ciencia, y todos ellos encaran los mismos problemas en cada momento. Así, en la primera mitad del siglo XIX el problema de la evolución de las especies estaba «en el candelero». Algunos biólogos se oponían acaloradamente a la idea misma, mientras que otros especulaban ávidamente con sus consecuencias y trataban de encontrar pruebas que la apoyaran. Pero lo cierto es que, cada uno a su manera, casi todos los biólogos pensaban sobre la misma cuestión. La clave del problema era ésta: Si la evolución es un hecho, ¿qué es lo que la motiva?

En Gran Bretaña, Charles Darwin pensaba sobre ello. En las Indias Orientales, Alfred Wallace, inglés también, pensaba sobre el mismo problema. Ambos habían viajado por todo el mundo; ambos habían hecho observaciones similares; y sucedió que ambos, en un punto crucial de su pensamiento, leyeron un libro de Thomas Malthus que describía los efectos de la presión demográfica sobre los seres humanos. Tanto Darwin como Wallace empezaron a pensar sobre la presión demográfica en todas las especies. ¿Qué individuos sobrevivirían y cuáles no?

Ambos llegaron a la teoría de la evolución por selección natural. Lo cual no tiene en realidad nada de sorprendente. Dos hombres que trabajan sobre el mismo problema y con los mismos métodos, encarados con los mismos hechos a observar y disponiendo de los mismos libros de consulta, es muy probable que lleguen a las mismas soluciones. Lo que ya me sorprende más es que el segundo nombre de Darwin, Wallace y Malthus empezase en los tres casos por R.

A finales del siglo XIX eran muchos los biólogos que trataban de poner en claro la mecánica de la genética. Tres hombres, trabajando los tres en el mismo problema, al mismo tiempo y de la misma manera, pero en diferentes países, llegaron a las mismas conclusiones. Pero entonces los tres, repasando la literatura, descubrieron que otro, Gregor Mendel, había obtenido treinta y cuatro años antes las leyes de la herencia y había pasado inadvertido.

Una de las aspiraciones más ambiciosas de los años 1880-1889 era la producción barata de aluminio. Se conocían los usos y la naturaleza del metal, pero resultaba difícil prepararlo a partir de sus minerales. Millones de dólares dependían literalmente de la obtención de una técnica sencilla. Es difícil precisar el número de químicos que se hallaban trabajando en el mismo problema, apoyándose en las mismas experiencias de otros científicos. Dos de ellos: Charles Hall en los Estados Unidos y Paul Héroult en Francia, obtuvieron la misma respuesta en el mismo año de 1886. Nada más natural. Pero ¿y esto?: los apellidos de ambos empezaban por H, ambos nacieron en 1863 y ambos murieron en 1914.

Hoy día son muchos los que tratan de idear teorías que expliquen el comportamiento de las partículas subatómicas. Murray Gell-Man y Yuval Ne'emen, uno en América y otro en Israel, llegaron simultáneamente a teorías parecidas. El principio del máser se obtuvo simultáneamente en Estados Unidos y en la Unión Soviética. Y estoy casi seguro de que el proceso clave para el aprovechamiento futuro de la potencia de la fusión nuclear será obtenido independiente y simultáneamente por dos o más personas, más bien por dos o más equipos.

Naturalmente, hay veces en que el rayo brilla una sola vez. Gregor Mendel no tuvo competidores, ni tampoco Newton ni Einstein. Sus grandes ideas sólo se les ocurrieron a ellos y el resto del mundo les siguió.

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