GUERRAS DE MARRUECOS-2

LA GUERRA DEL RIF (I): DE LOS ANTECEDENTES AL DESASTRE DE ANNUAL

Marruecos en los primeros años del siglo XX

Al comenzar el siglo XX, Marruecos se hallaba sometido a un sistema de gobierno plenamente comprensible desde una mentalidad islámica pero, sin duda, chocante para una occidental. En teoría el país se hallaba regido por un sultán que gozaba de la facultad de designar a su sucesor; en la práctica eran los ulemas de Fez y Marrakech los que refrendaban o vetaban semejante nombramiento. A pesar de ello, incluso este refrendo islámico distaba mucho de garantizar una transmisión del poder que pudiera calificarse de pacífica. Aunque el sultán siempre era elegido entre los jerifes —es decir, los miembros de familias cuyo linaje teóricamente se remontaba en línea directa hasta Mahoma—, lo cierto es que no pocas veces la elección solía ser el pistoletazo de salida para una guerra civil, ya que los pretendientes al trono por lo común eran varios. Cuando finalmente se asentaba la autoridad del nuevo sultán sobre la base del derramamiento de sangre, su jefatura espiritual era reconocida por los marroquíes, pero la política quedaba limitada a aquellas áreas donde podía  imponerse el control real de sus tropas.

Al iniciarse el siglo XX, el sultán ejercía su dominio sobre dos zonas irregulares que constituían el denominado Blad el-Majzen. La primera estaba limitada por Tánger, al norte, Fez, al este, y Rabat, al sur; la segunda por Rabat, al norte, Marrakech, al este, y Mogador, al sur. No deja de ser significativo que, en bloque, ambas áreas apenas cubrieran el 20 por ciento de la superficie del país y que sus habitantes fueran bereberes ya muy arabizados. El resto, poblado por musulmanes escasamente arabizados, constituía el territorio disidente o Blad as- Siba. Partiendo de un precedente histórico semejante puede comprenderse la endeblez de las reivindicaciones del monarca de Marruecos no sólo para con territorios que nunca formaron parte de su dominio, sino incluso para con otros que décadas después se vería atribuidos tan sólo por la decisión favorable de las potencias europeas.

En 1900, el sultán de Marruecos era un joven de veinte años llamado Abd el-Aziz. Al parecer era un muchacho despierto, pero Ba Ahmed, su antiguo regente, se había ocupado de apartarle de las tareas del reinado mediante el socorrido recurso de proporcionarle diversos juguetes mecánicos —entre ellos un tren de oro para recorrer sus palacios de Fez—que lo mantuvieran entretenido. Una forma de vida tan extravagante no dejaba de ser costosa, y para mantenerla, y de paso perpetuar su poder, Ba Ahmed inició una política de expansión real del gobierno marroquí. El resultado inmediato fue que en 1902 estalló en el noroeste la sublevación de Bu Hamara. Con una rapidez fulminante, los alzados pasaron a controlar todo el territorio situado entre la frontera de Argelia y Fez, a excepción del Rif.

La nueva situación implicaba serios problemas para Abd el -Aziz. No sólo resultaba obvio que su reinado quedaba en precario por la acción de unas tribus levantiscas, sino que además las potencias europeas se convencieron —con toda razón, por otra parte— de que Marruecos no era sino un conglomerado inestable, y por ello peligroso, de cabilas. Por razones de seguridad internacional se imponía una intervención en la zona. Cuestión aparte era quién iba a llevarla a cabo.

En 1902, Delcassé, el ministro de asuntos exteriores francés, visitó Madrid con la intención de unir a España a un futuro reparto de Marruecos. De acuerdo con este ofrecimiento, España recibiría el territorio situado al norte del río Sebú, incluyendo Agadir, Fez y Taza. España rechazó el acuerdo porque no tenía apetencias territoriales y porque, por añadidura, tampoco deseaba iniciar un conflicto con el Reino Unido. Francia ansiaba mantener a los británicos al margen de Marruecos, y en 1903 inició tratos con Italia, que cristalizaron en un tratado en virtud del cual Francia garantizaba la prioridad italiana en Libia y a cambio obtenía que se le dejaran las manos libres en Marruecos.

A pesar de todo, subsistía un problema para su política expansionista que había puesto de manifiesto claramente España, y era que la potencia colonial que había mantenido unas relaciones más estrechas —y benévolas— con Marruecos en los últimos tiempos había sido precisamente el Reino Unido. Como solía ser habitual en su trato con este tipo de gobiernos, los británicos habían aportado ayuda técnica —como la de los ingenieros que elaboraron el proyecto del ferrocarril Mequinez-Fez— e intentado abrir las puertas al comercio y a la predicación del Evangelio. Los resultados no podía decirse que hubieran sido óptimos. Si el proyecto de ferrocarril transcurrió acompañado por furiosas reacciones de un populacho al que los jefes religiosos habían convencido de que se iba a enajenar el sagrado territorio del islam a los infieles, la evangelización tropezó con dramas como el del asesinato de un misionero llamado Cooper en Fez.

A pesar de las dificultades, el Reino Unido habría insistido en su plan de penetración en Marruecos de no ser por el delicado panorama internacional en el que se veía inmerso. Por un lado, la guerra de los Bóers —que concluiría con una victoria británica— había puesto en entredicho su potencia militar, ya que un reducido grupo de colonos surafricanos había mantenido en jaque durante un tiempo considerable al ejército más poderoso del orbe. Por otro, Alemania estaba comenzando a configurarse como una potencia militar de primer orden que se distanciaba del orden bismarckiano, un orden que, no debe olvidarse, a pesar de su violencia inicial, había mantenido a Europa en paz durante más de tres décadas.

Frente al peligro germánico, el Reino Unido necesitaba el apoyo francés, y decidió aprovechar la situación con que contaba a la sazón en Marruecos para garantizar esa baza. En abril de 1904, ambas potencias suscribieron un tratado en virtud del cual Londres no sólo lograba un acercamiento a Francia, sino también libertad de acción en Egipto. A cambio, Francia asumía sin interferencias la responsabilidad de la seguridad en Marruecos. El tratado hacía una referencia expresa al respeto por las posesiones españolas en el norte de África y en un texto adicional secreto se concedía a Francia la potestad absoluta para ocuparse de esa cuestión. En octubre de aquel mismo año, España concluyó a su vez un tratado con Francia. Esta vez la potencia vecina se mostró menos generosa, dado que nada tenía que temer de una intervención británica. Según los términos del tratado —que sería mantenido en secreto hasta 1911— España sólo recibiría una pequeña porción del reino de Marruecos que se extendía desde el Mediterráneo hasta unos 40 kilómetros al norte del río Werga, por encima de Fez, y entre el río Muluya , al este, y el Atlántico, al oeste.

Se trataba de una zona muy reducida, especialmente si se comparaba con la que se adjudicaba la otra potencia signataria del tratado, y además únicamente podía ser ocupada previo permiso de Francia. El tratado con España representaba un éxito enorme para Francia, ya que no sólo conseguía adjudicarse un importante territorio en el norte de África que era limítrofe con Argelia, sino que además lograba una alianza con el Reino Unido precisamente en la época en que Alemania aparecía como una potencia militar pujante. Fue precisamente esta nación la que estuvo a punto de amargar a Francia las mieles del triunfo.

A finales de marzo de 1905, el káiser realizó una visita sorpresa a Tánger en el curso de la cual pronunció un discurso afirmando su disposición a proteger la soberanía marroquí y recordando los intereses comerciales de Alemania en la zona. La visita provocó la caída de Delcassé en Francia y, por añadidura, tuvo como resultado directo la convocatoria de una conferencia internacional para tratar el tema de Marruecos. La conferencia, convocada por el sultán Abd el-Aziz a instancias del káiser, se celebró en Algeciras en 1906. A ella asistieron Francia, España, Reino Unido, Italia, Alemania, Austria-Hungría, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo, Dinamarca, Portugal, Rusia, Estados Unidos y, por supuesto, Marruecos. Contra lo esperado por el kaiser, el resultado fue un debilitamiento de la posición alemana, fundamentalmente a causa del acercamiento entre Francia y el Reino Unido que venía forjándose desde hacía algún tiempo.

Entre los resultados prácticos de la conferencia se incluyó la formación de una policía especial destinada a mantener el inestable orden de Marruecos y que sería entrenada por oficiales franceses y españoles. La conferencia de Algeciras difícilmente establecía o legitimaba una intervención de Francia en Marruecos, pero tal era el objetivo de la citada potencia, que sólo contemplaba como obstáculo para sus propósitos a Abd el-Aziz. En 1906, tras el asesinato de un erudito francés llevado a cabo por un fanático musulmán, las tropas francesas ocuparon Marrakech y al año siguiente desembarcaron en Casablanca, esta vez para proteger a la colonia europea de una sublevación popular. Si Francia esperaba reducir a la docilidad a Marruecos mediante estas medidas, no tardaría en descubrir lo equivocado de su suposición.

En enero de 1908 los ulemas (comunidad de estudiosos de la ley islámica), reunidos en la mezquita de Mulay Idris de Fez, decidieron designar un sucesor para Abd el-Aziz que se encargara de declarar la guerra santa a los franceses y liberara de extranjeros el interior del país. El elegido fue su hermano Hafiz, que en noviembre obtuvo la abdicación de Abd el-Aziz, impotente para reprimir a las cabilas alzadas contra él y a los seguidores de los ulemas. La tesitura en que se hallaba Hafiz no era fácil, en la medida en que sabía que tenía que garantizar los derechos de los europeos a la vez que sobre él pesaba la tarea de expulsar a los extranjeros de Marruecos. Quizá por eso no resulta extraño que se entregara al consumo de drogas y que en marzo de 1911 solicitara la ayuda de Francia para poder mantener en pie su reino. Un año después suscribía el denominado tratado de Fez, en virtud del cual se concedía a Francia el protectorado perpetuo sobre Marruecos.

Ciertamente, Francia se comprometía a respetar el islam y el prestigio del sultán, cuyo poder garantizaría al igual que el de sus herederos. Con todo,nadie podía negar que la independencia del reino había concluido. La reacción popular fue fulminante, y en Fez las masas marroquíes se dedicaron a asesinar a cualquier extranjero que tuviera la desgracia de encontrarse en esos momentos en la ciudad. Las fuerzas francesas restablecieron el orden, pero hasta el año 1934 no llegaron a consumar la pacificación completa de Marruecos, y eso sólo tras someter una tras otra a las diferentes cabilas. Por lo que se refiere a Hafiz, tampoco pudo conservar el trono tras la firma del tratado. El 17 de julio de 1912 abdicó en favor de su hermano menor Yusuf.

Nace el protectorado español

En noviembre de ese mismo año, Francia firmaba con España un acuerdo relativo a Marruecos. El texto —que emanaba directamente del tratado de Fez— otorgaba a España un protectorado en Marruecos, aunque las relaciones del mismo con el extranjero debían pasar por el residente general francés afincado en Rabat. Por otro lado, el territorio reconocido a España era menor que el pactado en 1904. Amenazado con el alzamiento de mayores barreras aduaneras, el gobierno español acabó conformándose con lo que Antonio Azpeitua calificaría como «el hueso del Yebala y la espina del Rif». No eran sólo esos los aspectos discutibles del acuerdo. Como sucedería repetidamente en la historia colonial, los límites no se trazaron teniendo en cuenta a los diferentes grupos indígenas —en este caso las cabilas —, sino de manera absolutamente arbitraria. Así, el Marruecos español iba a establecerse desde el bajo río Muluya en el este hasta el río Lucus, a 35° de latitud oeste, dividiendo el territorio de cabilas como los Beni Bu Yahi. Esta circunstancia se veía agravada por las especiales características de la población.

Los 19.900 kilómetros cuadrados del protectorado español en Marruecos eran en su mayor parte territorios abruptos y de cultivo extremadamente difícil, que contrastaban con los 400.000 kilómetros cuadrados del protectorado francés. En aquella zona, prácticamente sin cartografía, habitaban unos 760.000 indígenas de origen beréber. Ni racial, ni lingüística, ni siquiera culturalmente podía considerárseles plenamente arabizados. En los cinco territorios del protectorado español (el Yebala, el Lucus, el Gomara, el Rif y el Kert) la mayor concentración de beréberes se daba entre los Beni Urriaguel, Beni Ammart y Gueznaya, en el Rif central. De hecho, su mayor conexión con los árabes estaba en su fe islámica.

Desconocedores de una estructura política mínimamente avanzada, los habitantes del protectorado contaban con una organización tribal en la que cada cabila o tribu recibía el nombre de un antepasado varón o de un supuesto lugar de origen. A partir de la cabila, se iba descendiendo en una serie de capas de carácter familiar —clan, subclan, linaje...— hasta alcanzar la familia formada por los padres y los hijos solteros. Teóricamente, el sultán nombraba caídes para gobernar estas cabilas, pero la realidad histórica era que normalmente el Rif se mantenía fuera del territorio controlado por el sultán y tales nombramientos no tenían ningún efecto.

La inexistencia de una estructura social más avanzada, la dureza de las condiciones económicas y la educación reducida prácticamente al Corán y limitada a los hombres habían convertido a los rifeños en un pueblo extraordinariamente duro. A estos factores además se unían la existencia de un universo exclusivamente masculino en el que las mujeres eran consideradas, de acuerdo con la enseñanza islámica, inferiores; en el que la poligamia, de conformidad con el Corán, era legal; y en el que se producía la identificación de la dureza despiadada con la excelencia. De este último hecho derivaba, por ejemplo, que no se considerara hombre al rifeño que, antes de contraer matrimonio, no hubiera matado a alguien; que la traición, el engaño y la crueldad fueran corrientes; o que se celebrara el primer homicidio cometido por un joven. Las muertes, por regla general, se producían entre los propios rifeños ferozmente divididos por enemistades tribales.

Dentro de esa forma de vida caracterizada por el islam, el derramamiento de sangre y la cabila existían dos instituciones de enorme importancia. La primera era el lif o alianza entre distintos segmentos familiares con la finalidad de poder enfrentarse a las agresiones violentas fie los demás grupos, y el urf o código consuetudinario del  Rif. Basado en una aplicación rudimentaria y estricta de la ley del talión, el urf excluía la cárcel pero no los castigos físicos. De hecho, en el Yebala el robo podía ser castigado con la ceguera ocasionada mediante un hierro candente o la mutilación de la mano derecha. Entre los Beni Urriaguel, por el contrario, la sangre podía ser vengada o pagada mediante una compensación económica. Con todo, la norma no era similar en todas las cabilas. Un ejemplo de ello lo constituye el tratamiento dispensado a la homosexualidad. Mientras que los rifeños la castigaban con la muerte —por ejemplo, rociando con gasolina a los homosexuales y prendiéndoles fuego—, otros cabileños se proveían de efebos en mercados destinados a esa finalidad.

Considerados todos estos aspectos, cabe preguntarse por las razones que llevaron a España a iniciar el protectorado en Marruecos. La referencia a la codicia —bien socorrida desde las críticas de la izquierda— no se corresponde, desde luego, con la realidad histórica. A diferencia de otras potencias coloniales, España no iba a obtener nada de Marruecos, y esa seguridad explica, por ejemplo, la impopularidad que la presencia en el norte del sultanato tuvo desde el principio entre buena parte de la población. No se discutía la empresa imperial en calidad de tal —eso quedaba para minorías insignificantes, como los anarquistas y los aún más reducidos socialistas—, sino la ausencia de beneficios que habría de reportar. La razón de la empresa en Marruecos estuvo más relacionada con la amargura de la derrota sufrida en la guerra de Cuba y Filipinas pero, sobre todo, con la necesidad de garantizar la seguridad de Ceuta y Melilla frente a la agresividad marroquí y el expansionismo francés. Para entender este último aspecto debemos detenernos en un episodio relacionado con un personaje de cierta relevancia conocido como El Roghí.

La derrota de un personaje antaño tan poderoso como El Roghí llevó a los rifeños a reflexionar sobre las enormes potencialidades que existían en caso de unirse contra sus adversarios. Si habían derrotado a alguien que había humillado a las fuerzas del sultán, ¿acaso no podrían también expulsar a los infieles? Así, antes de la captura de El Roghí, en julio de 1909, procedieron a atacar a los obreros que construían un puente para la Compañía Española de Minas, cerca de monte Uixan. Siete de los trabajadores fueron asesinados y el resto se vio obligado a huir para escapar de la muerte. Como había sucedido en casos anteriores, las autoridades de Melilla pidieron refuerzos a la Península. Quizá hubiera sido lógico esperar, también como en ocasiones previas, que una oleada de cólera conmoviera a la opinión pública española. Lo que sucedió fue algo muy distinto. En Barcelona, un sector de la población se manifestó en contra de la marcha de las fuerzas de reemplazo y, convenientemente impulsada por la acción de agitadores, desbordó el orden público y se entregó a la quema de iglesias y conventos, así como a la comisión de todo tipo de desmanes.

En el curso de lo que sería denominado la Semana Trágica murieron ciento treinta y seis personas, resultando finalmente imprescindible recurrir al ejército para acabar con los disturbios. La responsabilidad de aquellos hechos se achacaría a Francisco Ferrer Guardia, un anarquista partidario del terrorismo, que unos años antes había sido el cerebro de un atentado contra Alfonso XIII y su esposa en el que murieron varias personas. En aquel entonces, a pesar de las pruebas en su contra, sin excluir la confesión de alguno de sus cómplices, Ferrer logró escaparse por presiones de la masonería. Ahora, sin embargo, fue juzgado y fusilado en medio de una campaña internacional que pedía, una vez más, su puesta en libertad.

La Semana Trágica puso de manifiesto uno de los problemas que, al fin y a la postre, iba a liquidar la monarquía parlamentaria vigente. Me refiero a la existencia de grupos llevados por el pensamiento utópico que, a pesar de ser muy minoritarios en aquella época, tenían claramente desarrollado un plan de aniquilación del sistema como paso imprescindible para implantar su particular utopía. Si en el caso del anarquismo España llevaba padeciendo desde hacía años un trágico rosario de cruentos atentados terroristas, el enfoque político de otras fuerzas como el PSOE no era más sensato. Las tácticas seguidas por los socialistas fueron diversas. En primer lugar, y siguiendo las consignas del Congreso Internacional Socialista de Stuttgart, el Partido Socialista incluyó en su programa el abandono de las posiciones españolas en Marruecos. Desde luego, no deja de ser reveladora la insistencia del fundador del partido, Pablo Iglesias, en el «respeto a la independencia del imperio mogrebino», a la vez que atacaba cualquier acción del muy capitidisminuido imperio español.

Si en julio se produjo en Barcelona la denominada Semana Trágica, surgida de una multitud caldeada peligrosamente por la demagogia, en octubre, tuvo lugar la renuncia de Maura a las labores de gobierno y el final de su programa regenerador. Como consecuencia final de aquel acoso y derribo, los liberales buscaron en Canalejas un remedio a una situación ciertamente difícil, mientras republicanos y socialistas creaban una conjunción encaminada a perpetuar en el futuro aquella capacidad de maniobra extrainstitucional y, en el fondo, antiparlamentaria y anticonstitucional que tan bien había funcionado a la hora de aniquilar el propósito reformador de Maura. La conjunción quedó establecida el 7 de noviembre de 1909 en el frontón de Jai-Alai, y entre los que hablaron en el acto estuvo naturalmente Iglesias. Unos meses después, el 12 de julio de 1910, Iglesias expresaría con toda sinceridad lo que esperaba de aquella conjunción: «... estamos en esta conjunción; y en ella seguiremos hasta cumplir la misión que nos hemos propuesto, y que ya he dicho que es, y no lo repito porque os desagrade, sino porque es la verdad, la de derribar al régimen». La meridiana afirmación que acabamos de leer la haría Iglesias en el recinto del Congreso, a donde había llegado precisamente gracias a la existencia de la conjunción.

Lo que esto significaba no era baladí. Mientras la nación se veía obligada a un esfuerzo bélico esencial para defender sus posiciones en África y evitar verse sofocada por las grandes potencias, la oposición de izquierdas no sólo no iba a actuar siguiendo una política de Estado, sino que aprovecharía la coyuntura para intentar derribar la monarquía parlamentaria. Lo que vendría después sería la implantación de una utopía —en el caso del PSOE, la dictadura del proletariado— que, entre otras metas, tendría la de aniquilar a la Iglesia católica y al ejército. No puede resultar extraño que algunos sectores de la vida nacional, no sólo militares, consideraran que semejante posición política era un delito de lesa patria, ya que implicaba atacar a los combatientes por la espalda con la única intención de liquidar con más facilidad el sistema constitucional.

Lo cierto, desde luego, es que si la situación pedía algo no era el repliegue frente a los ataques islámicos, sino la defensa enérgica contra ellos. De hecho, el ininterrumpido diluvio de peticiones de la población de las áreas de Tetuán y de Alcazarquivir para que el ejército español la protegiera de los ataques de Raysuli, sumado a la entrada de tropas francesas en el territorio, tuvo como consecuencia que infantes de marina desembarcaran en Larache. Con todo, a pesar de las agresiones previas y del peligro de una extensión del dominio francés más allá de lo pactado internacionalmente, España intentó solventar la situación por la vía diplomática.

En agosto de 1911 el teniente coronel Silvestre y su plana mayor se entrevistaron con Raysuli. Los españoles tuvieron que contemplar horrorizados como Raysuli mantenía recluidos en mazmorras rebosantes de suciedad y excrementos a los presos encadenados. Sin embargo, Silvestre señaló que no estaba dispuesto a tolerar maltratos de ese tipo, aunque no consideraron prudente desencadenar una guerra en la zona. En marzo de 1912, Francia estableció su protectorado en Marruecos y España se vio obligada a considerar la posibilidad de actuar de la misma manera.

El protectorado español (1912-1921)

Al final, no por deseo sino por necesidad, se produjo la creación del protectorado español en Marruecos. Silvestre, ascendido a coronel, recomendó entonces a sus superiores el nombramiento de Raysuli como primer jalifa de la zona española. Sin embargo, las cosas no iban a resultar tan fáciles. A inicios de 1913, el general Felipe Alfau, primer alto comisario del Marruecos español, se vio obligado a responder a las peticiones de ayuda de los habitantes de Tetuán, víctimas de los ataques de Raysuli. El 19 de febrero el ejército español entraba en la plaza tras una serie de escaramuzas que conjuraron el peligro y que además propiciaron el tendido de una carretera —antes de 1921 España construiría poco menos de 500 kilómetros de carreteras en el protectorado— y de líneas telegráficas y telefónicas. De momento el problema quedaba solventado, pero persistía el de establecer una política futura para el protectorado.

Mientras que Alfau, el alto comisario, era partidario de una penetración pacífica que propiciara el captarse las voluntades de los cabileños, Silvestre abogaba por una guerra que eliminara el peligro armado que significaba el Raysuli. Ciertamente no resultaba fácil tomar una decisión, porque Raysuli estaba tan convencido de su propia superioridad que ni siquiera las lisonjas de Alfonso XIII le habrían impresionado. Por otro lado, la manera de actuar del dirigente moro chocaba con lo que los españoles consideraban mínimas reglas de la civilización. Así, en marzo de 1913, Raysuli procedió a secuestrar a algunos vecinos del poblado de Jaldien y a continuación exigió un cuarto de millón de pesetas a cambio de devolverles la libertad. La respuesta de Silvestre fue marchar sobre Asilah, la capital de Raysuli, y no sólo impedir el pago del rescate, sino también obligarle a liberar a los desdichados.

Que la conducta de Silvestre era moralmente intachable ofrece pocas dudas, sobre todo si España, en su calidad de potencia protectora, pretendía llevar los beneficios de la civilización a aquellas gentes. Sin embargo, el gobierno no deseaba el estallido de un conflicto armado y optó por relevar a Silvestre de su cargo. La respuesta de Raysuli fue desaparecer, no sin anunciar antes que combatiría a los españoles. El vacío de poder dejado por Raysuli fue cubierto mediante la designación de un nuevo jalifa que contaba además con el respaldo del sultán. Se trataba de su nieto Mulay el-Mehdí, que había combatido contra España en 1860, y desde abril de 1913 comenzó a ejercer sus funciones en Tetuán. Los españoles confiaban en que el nuevo jalifa no sería tan corrupto como Raysuli, a algunas de cuyas prácticas ya nos hemos referido, y además garantizaría una convivencia pacífica.

No fue así. A lo largo del verano de 1913, tanto Asilah como Alcazarquivir, al igual que cualquier campamento español, fueron objeto de ataques desencadenados por los moros. El descontento que esta situación creó acabó teniendo como consecuencia en agosto el relevo del general Alfau por el general José Marina y Vega, comandante general de Melilla. Por su parte, Silvestre fue devuelto a la situación activa en África, ascendido a general. Semejantes medidas implicaban que España no estaba dispuesta a dejarse agredir, pero no se trató de la asunción de una respuesta meramente militar. En paralelo se procedió a la construcción de caminos, escuelas y graneros y se intentó, una vez más, llegar a un acuerdo con Raysuli. No resultó una tarea fácil y más teniendo en cuenta que el estallido de la Primera Guerra Mundial —en la que España permaneció neutral—introducía nuevas variables en la zona como fue, por ejemplo, la recepción de dinero alemán por parte del cabecilla moro. A pesar de todo, a finales de septiembre de 1915 el nuevo alto comisario, Francisco Gómez Jordana, y Raysuli llegaron a un acuerdo secreto que concedía a este último cierta autoridad política a cambio de ayuda en el mantenimiento del orden en la zona.

Pronto quedaría de manifiesto por enésima vez que Raysuli no era de fiar. Utilizando gas tóxico —uno de los pavorosos adelantos bélicos nacidos de la Gran Guerra librada en Europa— el moro atacó a una columna española en Wad-Ras, cerca de Tánger. Mientras los españoles se ahogaban por el efecto de la nueva arma, los moros, provistos de caretas antigás, procedieron a apuñalarlos sin sufrir una sola baja. La matanza provocó un aluvión de protestas contra Gómez Jordana en la prensa. Tanto en los medios como en las instancias oficiales se consideraba preferible atribuir al militar la culpa de lo sucedido que reconocer que los males derivaban de la duplicidad del Raysuli en el que, a la vista estaba, no se podía confiar.

Tras solicitar infructuosamente que se le permitiera actuar contra el cabecilla moro, Gómez Jordana murió en su despacho mientras redactaba un parte para sus superiores. Le sustituyó en agosto de 1919 el general Dámaso Berenguer, un militar con un brillante expediente y amplia experiencia en el trato con los moros. A finales de diciembre de 1918 las tres comandancias de Marruecos fueron refundidas en las de Ceuta y Melilla, nombrándose para ocupar la primera al general Manuel Fernández Silvestre. El punto de vista mantenido por Berenguer y Silvestre sobre el gobierno del protectorado era dispar lo que, ciertamente, complicaba la situación. Mientras que Berenguer abogaba por un avance paulatino siguiendo el ejemplo establecido por el general Hubert Lyautey en el Marruecos francés, Silvestre era  partidario de una acción militar que concluyera de una vez por todas con la ocupación del territorio del protectorado. La diferencia de opiniones seguramente no habría tenido mayor relevancia de no ser porque en 1918 concluyó la Primera Guerra Mundial y Francia, libre de compromisos bélicos en Europa, comenzó a exigir, por encima de tratados previamente suscritos, el dominio sobre todo Marruecos.

Ante semejante tesitura, a España sólo se le ofrecían dos posibilidades: o bien se retiraba de Marruecos y cedía su lugar a Francia, poniendo en peligro la situación de dos ciudades españolas como eran Ceuta y Melilla, o bien, amparándose en los convenios internacionales, concluía la ocupación del territorio asignado a su protectorado. Optó —y resulta más que comprensible— por la segunda posibilidad. En 1919 las tropas españolas restablecieron la paz en Anjera, Wad-Ras y Hauz cortando las rutas de abastecimiento de Raysuli, de Tánger a Harrub, y a inicios de 1920 ocuparon, a las órdenes de Berenguer, los altos de las Gorgues, al sur de Tetuán. Aquel año de 1920 iba a revestir también una enorme importancia porque se procedió a la creación de la Legión, denominada también el Tercio en recuerdo de las invencibles unidades españolas de los siglos XVI y XVII. Su fundador y primer comandante, el teniente coronel Millán Astray, era un militar con una experiencia notable y un valor verdaderamente temerario que le haría perder diversas partes de su cuerpo en acciones de combate. Basada en una combinación de principios extraídos de la tradición militar española y del código japonés del Bushido, la Legión se convertiría con toda justicia en una legendaria unidad de elite. Entre sus jefes más distinguidos, la unidad recientemente creada iba a contar con un joven comandante también de valentía extraordinaria llamado Francisco Franco Bahamonde, cuya carrera militar iba a despegar en África de manera fulgurante.

Los planes de Berenguer para aquel año de 1920 culminaban con la ocupación de Xauen, un enclave situado a unos 74 kilómetros al sur de Tetuán. De este objetivo debían desprenderse de manera lógica la penetración en el corazón de Marruecos y el aislamiento militar de Raysuli. Xauen contaba con una historia extraordinaria, incluyendo episodios de una especial crueldad contra los no musulmanes. Allí, por ejemplo, había sido asesinado en 1892 el misionero estadounidense William Summers, y existía una calle, el camino de los quemados, donde se había abrasado a unos prisioneros cristianos hasta provocarles la muerte.

El 19 de septiembre de 1920, Berenguer abandonó Tetuán con destino a Xauen. A finales de septiembre las fuerzas españolas entraban en Zoco al-Arbá, un enclave situado a mitad de camino, y a inicios de octubre alcanzaban Dar Koba. El 15 del mismo mes, la bandera española ondeabasobre Xauen tras una conquista en la que no se disparó un solo tiro ni se derramó una gota de sangre. El día 21 se produjo un violento contraataque de los moros, que causó la muerte de ciento veinte soldados y once oficiales españoles, sin lograr desalojarlos del lugar. Sin embargo, en un gesto de buena voluntad, un médico español operó a veinte cabileños de cataratas. Una vez más se intentaba dejar de manifiesto que España deseaba ejercer un protectorado que extendiera las conquistas de la civilización a tierras desprovistas no sólo de adelantos, sino también de las normas de convivencia que caracterizaban a las naciones occidentales. Pasaba así por alto que la sanidad, las comunicaciones o la educación carecían de valor especial para una cultura asentada sustancialmente en la creencia de una superioridad propia derivada del islam.

Por lo que se refiere a la comandancia de Melilla, su objetivo era un avance hacia la bahía de Alhucemas, en territorio de los Beni Urriaguel. Silvestre había avanzado considerablemente durante el verano de 1920 y, tras apoderarse de Dar Drius,Tafersit, Azur, Azib de Midar, Isen Lassen y Buhafora, había llegado casi a duplicar el territorio efectivamente ocupado por España desde 1909. En enero de 1921, Silvestre ocupaba Annual, una aldea situada en una cañada de Beni Ulishek, y la convertía en su principal base de operaciones. A esas alturas, los logros de Silvestre parecían verdaderamente espectaculares, y más si se tiene en cuenta la pobreza de medios con que actuaba, la falta de coherencia de los distintos gobiernos y la política, contraria, demagógica y pertinaz, de las fuerzas opuestas a la monarquía liberal que habían convertido el protectorado de Marruecos en uno de los caballos de batalla que les permitiría, supuestamente, derribar el régimen.

Durante la primavera de 1921 Silvestre continuó avanzando —causando la inquietud de Berenguer por considerarlo escasamente prudente— y, para el mes de mayo, se planteaba invadir el territorio de las tribus de los Temsaman, Beni Tuzin y Beni Urriaguel— con lo que, prácticamente, podría darse por concluida la ocupación del territorio. Precisamente entonces se produjo un desastre que marcaría a sangre y fuego la historia de España. Pero antes de abordar su historia debemos detenernos en el personaje que lo hizo posible.

Abd el Krim

Históricamente, Marruecos ha carecido de coherencia nacional y territorial hasta la segunda parte del siglo XX, y desde entonces incluso con importantes matices. El carácter tribal de su sociedad que anteponía la lealtad a la cabila o a la familia por encima de cualquier consideración nacional explica esta circunstancia. A ella deben añadirse las diferencias culturales, sociales y lingüísticas entre las distintas zonas territoriales, hasta el punto de que casi puede afirmarse que el único vínculo común es la aceptación del islam como única religión. Estas circunstancias explican que la única rebelión dotada de una organización central y que se extendió a la práctica totalidad del territorio fuera la capitaneada por los hermanos Mohamed y Mhamed ben Abd el Krim. Hijos de un alfaquí de una mezquita de la comunidad de Axdir, cerca de la bahía de Alhucemas, no eran árabes ni jerifes, sino bereberes puros. Con todo, su enseñanza giró desde la más tierna infancia en torno al estudio exclusivo del Corán.

A finales del siglo XIX, el padre, que deseaba un porvenir para sus hijos, los envió a las escuelas españolas de Melilla. Allí recibieron una educación muy superior a la de sus correligionarios, pero que no les desvió de la impronta islámica inicial. Una vez que se graduó en Melilla, Abd el Krim fue a estudiar a una escuela musulmana en Fez, donde junto con el Corán se adiestró en el manejo de las armas y la equitación, según sus propias declaraciones. De allí saldría para ejercer el cargo de juez musulmán mientras su hermano era becado por el gobierno español para estudiar en Madrid la carrera de ingeniero de minas. Durante los años siguientes, Abd el Krim no dejó de ir  escalando peldaños en la sociedad gracias al respaldo explícito de las autoridades españolas. Así, fue director del suplemento árabe del periódico español El Telegrama del Rif, secretario en la Oficina de Asuntos Indígenas, asesor de la misma oficina y cadí en jefe de la zona de Melilla. A lo largo de esa época, que duró algo más de una década, de 1906 a 1917, no parece haber sentido ninguna animadversión hacia los españoles que tantos privilegios le habían ido concediendo.

La situación cambió a raíz de sus  contactos con un nacionalista llamado Dris ben Said —que le convenció de la necesidad de combatir a los infieles—, y a partir de la política española de impedir a los rifeños colaborar con Alemania. Este paso estaba totalmente justificado no sólo por las protestas de Francia, sino también porque hacía peligrar la política de neutralidad de España. Sin embargo, irritó a Abd el Krim, que era consciente del negocio que hacían algunos de sus correligionarios con Alemania y que no se retrajo de expresar sus opiniones totalmente contrarias a España y Francia. Finalmente, en agosto de  1917, las autoridades españolas lo encarcelaron en Rostrogordo, al norte de Melilla. Durante su reclusión, Abd el Krim intentó fugarse y, al llevar a cabo un intento de evasión, se fracturó la pierna izquierda, de lo que derivó una cojera que arrastraría toda su vida.

A pesar de todo, las autoridades del protectorado español no deseaban ser rigurosas con un joven hacia el que habían manifestado durante años un profundo aprecio. Puesto en libertad al término de la Primera Guerra Mundial —cuando la causa de la neutralidad española no podía ser perjudicada—Abd el Krim fue reintegrado a su trabajo de El Telegrama del Rif. No permanecería mucho tiempo en ese puesto. En enero de 1919 solicitó veinte días de vacaciones pero no regresó. En la primavera de ese año, Abd el Krim se había reunido ya con su hermano, al que había urgido para que abandonara su carrera en Madrid, que se desarrollaba muy bien. Junto con su padre, planeaban el levantamiento en armas contra España. La muerte del padre de la familia, envenenado por un moro que le había insistido en su amistad, no detuvo los propósitos de los hermanos. Por el contrario, al cabo de un año Abd el Krim había articulado una poderosísima arma de guerra que iba a lanzar directamente contra las fuerzas españolas. Muy pronto haría sentir su eficacia de manera especialmente trágica.

Annual

En mayo de 1921 habría podido considerarse, mediante el expediente de examinar un mapa militar, que España controlaba la totalidad de su protectorado en Marruecos. No sólo eso. La ocupación había sido relativamente rápida y casi incruenta. Algunos territorios, como la bahía de Alhucemas, escapaban a su control, pero en apariencia todo indicaba que por poco tiempo. Sin embargo, los errores cometidos por Silvestre no eran de escasa envergadura. No sólo no había desarmado a las tribus rifeñas considerándolas pacíficas y sometidas, sino que además, precisamente por confiar en los rifeños, sus líneas de abastecimientos y la disposición de los blocaos se habían llevado a cabo de manera deficiente y descuidada. Sin embargo, no toda la responsabilidad, a pesar de ser considerable, recaía en Silvestre. La tropa estaba mal pagada, mal alimentada, mal atendida sanitariamente y mal equipada, y la culpa correspondía a los políticos, que, por razones diversas, no estaban dispuestos a aumentar los gastos militares a pesar de la necesidad de adoptar esa medida por razones de seguridad y de fidelidad a los compromisos internacionales suscritos por España.

Finalmente, los propios rifeños no eran dignos de confianza y se regían por una escala de valores en la que la mentira, el desprecio por la palabra dada y el engaño se consideraban legítimos, especialmente si se dirigían contra los infieles. Así, cuando a finales de mayo de 1921 una delegación de los Temsamam compareció ante el cuartel general de Silvestre solicitándole que cruzara el río Amerkan y estableciera una posición en la colina de Abarran, en pleno territorio temsamamí, los moros no estaban intentando establecer buenas relaciones, sino conducir a los españoles a una celada fatal. El 1 de junio, un destacamento español llegó a Abarran, fiado en las palabras de los temsamamíes. Ese mismo día, los miembros de la policíanativa dirigieron sus armas contra los españoles y, en unión de otroscabileños, mataron a ciento setenta y nueve de los doscientos cincuenta que formaban el destacamento. Por si fuera poco, antes de concluir el día, los moros asaltaron Sidi Dris, una base costera española, causando un centenar de bajas antes de retirarse.

Las noticias de los dos ataques provocaron la alarma de Berenguer, que salió de Ceuta para reunirse con Silvestre. El 5 de junio, ambos mandos se entrevistaron, pero Silvestre insistió en que se trataba de episodios aislados que en nada debían afectar el ritmo de las operaciones. Berenguer era de opinión muy distinta, y dictó órdenes tajantes en el sentido de que no se prosiguiera el avance en el Rif hasta que el Yebala fuera sometido. Si el general Silvestre hubiera obedecido las órdenes aún se podría haber conjurado el desastre. Sin embargo, desoyéndolas, inició la construcción de una base de apoyo en las colinas de Igueriben, unos 5 kilómetros al sur de Annual, aquel mismo 5 de junio.

Por su parte, Abd el Krim no había permanecido pasivo durante estos días. Tras afirmar ante sus correligionarios que «España [...] sólo quiere ocupar nuestras tierras para arrebatarnos nuestras propiedades, nuestras mujeres y hacernos abandonar nuestra religión», lanzó un llamamiento a la guerra santa. A decir verdad, España no tenía la menor intención de privar a los rifeños ni de sus tierras, ni de sus esposas ni de su religión. Sin embargo, Abd el Krim, que sabía que ésa era la práctica habitual entre los musulmanes desde hacía siglos, posiblemente llegó a la conclusión de quelos españoles se comportarían de manera parecida y lo mismo sucedió con los que lo escuchaban. A éstos no se dirigió como miembros de una nación, sino como musulmanes, una circunstancia que, al fin y a la postre, los mantenía unidos por encima de cualquier otra consideración.

El 17 de julio de 1921, Abd el Krim, al mando de los Beni Urriaguel, y con el apoyo de los Temsamam, Ammart, Beni Tuzin, Gueznaya, Targuist y Ketama, lanzó un ataque sorpresa sobre la totalidad de las líneas españolas. Berenguer tardaría dos días en saber lo que estaba sucediendo, y aun entonces fue en forma de lacónicos telegramas de Silvestre en solicitud de ayuda. Igueriben no tardó en quedar sitiada, y a pesar de que era obvio que no podría resistir, el oficial al mando, el comandante Benítez, se negó a capitular ante los moros. Sin suministros ni agua, Benítez y sus hombres combatieron heroicamente llegando a beber vinagre, colonia, tinta y, al final, la propia orina endulzada con azúcar. Igueriben cayó finalmente y todos sus hombres fueron pasados a cuchillo por los musulmanes. A partir del día 21, el mismo Annual fue objeto del ataque de Abd el Krim. La caída de Igueriben, después de que una columna enviada en su socorro tuviera que retirarse tras perder ciento cincuenta y dos hombres en dos horas, y la preocupante ausencia de municiones, decidió a Silvestre a optar por el repliegue.

El 22, a las cinco menos cinco de la mañana, anunció por telegrama su intención de marchar hacia Ben Tieb y, acto seguido, ordenó la retirada general. Ésta no tardó en convertirse en una desbandada bajo el fuego de los moros, que diezmaron a los españoles. Silvestre, el coronel Morales y el resto de la plana mayor perecieron y Abd el Krim se complacería en lucir la cabeza del general durante todo el camino hasta Tetuán.

La noticia del desastre sufrido por las fuerzas españolas en Annual corrió como un reguero de pólvora y, de manera inmediata, las cabilas se sumaron a la guerra santa contra los infieles. Se produjo así una espantosa retirada en la que los escasos supervivientes intentaban llegar a Melilla mientras los moros pasaban a cuchillo y torturaban a los heridos, a los enfermos y a la población civil atrapada en aquella pesadilla. No había cuartel para los infieles, y así los ocupantes de las posiciones de Buy Meyan, Izumar, Yebel Uddia, Ulad Aisa, Dar Hacs Busian y Terbibin fueron asesinados. En Dar Quebdana, el comandante pactó la rendición con los musulmanes, pero en cuanto se vio reducido a cautividad, tanto él como sus hombres fueron descuartizados entre gritos de júbilo de los moros. No fue mejor el destino que esperaba a las fuerzas acantonadas en Timyast, Sidi Abadía, Kandusi, Buhafora, Azur, Isfahen o Yart el Bax. Ni siquiera las fuerzas marroquíes al servicio de España dejaron de participar en aquella carnicería de infieles.

El general Navarro, segundo de Silvestre, que se había trasladado a Dar Drius, intentó contener el desastre, pero no tardó en comprender que la única posibilidad de supervivencia estaba en retirarse hacia Melilla. El 23 de julio había logrado replegarse hasta Batel, y cuatro días después se hallaba en Tistutin. Aún tardaría dos jornadas más en alcanzar Monte Arruit. Pocos lograron imitarle. Entre ellos se hallaban los defensores de Afrau, rescatados por unidades navales el 26 de julio, y el destacamento de Zoco el-Metala de Metalsa, que logró enlazar con las fuerzas francesas de Hassi Ouenzga tras perder dos terceras partes de sus efectivos. El 2 de agosto caía Nador, un enclave situado a unos pocos kilómetros al sur de Melilla. De esa manera quedó sentenciado el destino de Zeluán y Monte Arruit. El día 3, los moros se apoderaban de Zeluán y asesinaban a más de quinientas personas. Previamente al asesinato en masa, los mandos, capitán Carrasco y teniente Fernández, fueron atados, disparados y quemados vivos entre los aullidos de alegría de los musulmanes.

El general Navarro habría podido salvarse evacuando Monte Arruit, pero no estaba dispuesto a condenar a los heridos a una horrible muerte y decidió resistir. Finalmente, el puesto fue tomado el 9 de agosto, después de que Navarro concertara una rendición formal, pero una vez más las fuerzas islámicas no cumplieron su palabra y, tras el alto el fuego, irrumpieron en Monte Arruit perpetrando una espantosa matanza y entregándose después a una verdadera orgía de pillaje y devastación. Aunque la resistencia española había resultado excepcionalmente encarnizada, no era menos cierto que la única unidad que había logrado retirarse en orden sin dejar de combatir habían sido los Cazadores de Alcántara, al mando del teniente coronel Fernando Primo de Rivera, primo del futuro dictador, Miguel Primo de Rivera. A esas alturas, los musulmanes estaban a escasos kilómetros de Melilla.

La situación de la ciudad española era realmente desesperada. Su defensa se limitaba a mil ochocientos soldados pobremente equipados y entrenados, y además las alturas del Gurugú, que dominaban Melilla, ya habían caído en manos de los musulmanes. Para colmo, el aluvión de refugiados que había llegado a la ciudad y que había sido testigo de las atrocidades cometidas por los moros no era el mejor aliciente para la moral. De hecho, la Legión, mandada por Millán Astray y Franco, se convirtió en el único baluarte efectivo para defender la ciudad, y a esas alturas estaba más que decidida a perder hasta el último de sus hombres antes de aceptar la derrota. A mediados de agosto, las fuerzas de Abd el Krim se hallaban en los arrabales de la ciudad, pero entonces, de manera inesperada, no atacaron Melilla. Las razones de esa decisión nunca han quedado aclaradas, pero es muy posible que Abd el Krim temiera que la suma de la valerosa voluntad de resistencia de los españoles con la ausencia del elemento sorpresa pudiera resultarle desastrosa. Decidió, por lo tanto, reagrupar a sus fuerzas en el interior y antes de finales de agosto había abandonado las inmediaciones de la ciudad española.

La derrota de Annual había sido ciertamente terrible, aunque no puede ser calificada como el mayor desastre colonial de la historia europea como, con inexactitud, se afirma en ocasiones. El número de muertos, según el informe de las Cortes, fue de 13.192. A esas dolorosas pérdidas humanas se sumaban las de material militar —20.000 fusiles, 400 ametralladoras, 129 cañones...— y, muy especialmente, la aniquilación de toda la obra civilizadora de España en Marruecos. Escuelas, hospitales, dispensarios, líneas férreas, cultivos agrícolas establecidos con el sudor, la sangre y el dinero españoles a lo largo de doce años habían sido reducidos a cenizas en veinte días por las fuerzas musulmanas. Se trataba de un innegable y elocuente testimonio de lo que podría esperarse de aquella guerra santa del islam contra España. 

                                                                                                                                             

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