A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
DE LA LLEGADA DE MAGDE COLLINS AL PUEBLO
Y LAS SIESTAS DEL SEÑOR QUEENNAN
Doug Wayne, con el sucio sombrero
tapándole hasta la nariz bendijo aquel par de agujeros que providencialmente le
daban ocasión de mirar a la dama.
La camisa estaba manchada
hasta parecer multicolor y la estrella de cinco puntas prendida en ella era lo
único que brillaba en su indumentaria.
-
Preciosa -dijo,
despacio, mascullando casi o quizá mascando las palabras-. Apuesto que no se
quedará en Tumba Crook ni siquiera cinco días. ¿No opinas igual que yo,
Queennan?
-
¿Eh? -el otro estaba
dormido pero el codazo de su compañero le reanimó-. -¿Qué dices, Doug? ¿Esa
chica?
Miró largamente y gruñó un par de veces. Contestó:
-
Quizá menos. Si no la
enamoras antes de una hora es muy posible que no tengas ocasión de verla más el
pelo… ¡qué bonito pelo, Doug!
-
¡Bah! Los he visto
mejores. En El Paso salí con una chica que tenía el pelo más verde que he visto
en mi vida.
Queennan no dio importancia a la observación del de
la estrella. Contestó:
-
No me gusta el pelo
verde. ¿Comprendes? Los lagartos son verdes y tampoco me gustan. Tú tienes la
cara verde y por eso no puedo ni verte.
Se
arrellanó en la hamaca, sobre el porche del Saloon, y dejó de mirar la
diligencia.
-
¡Pelo verde! -dijo
solamente.
Doug Wayne, el ayudante del
sheriff seguía observando fijamente los movimientos de aquella mujer que
acababa de llegar en la diligencia. El tipo que la acompañaba era alto, fino, y
llevaba un par de excelentes revólveres “Colt” del calibre 44.
-
¡Qué interesante! –dijo
Doug Wayne entornando los ojos-. Esa chica se ha traído un gallo para
custodiarla, aquí, en Tumba Crook, como si esto no fuese un lugar pacífico.
¿Qué opinas de eso, Queennan?
La chica parecía cansada e
hizo un mohín perezoso. Los ojos de Doug Wayne no perdían un solo detalle.
-
Guapa, guapísima
–susurró, casi para sí, aunque luego lo pensó mejor y gritó: ¡Guapa!
Ello tuvo la virtud de hacer
que Clyde Queennan abriese los ojos, pero más importante fue lograr que aquella
preciosidad se volviera.
Le miró un segundo solamente,
y hasta le sonrió vagamente enseñando unos dientes blanquísimos y perfectos.
Doug se fijó en su frente, en su nariz respingona, en sus labios, en su figura,
pero a pesar que esa observación casi le dejó sin respiración hubo algo que le
maravilló.
Sus ojos.
Era lo más hermoso que Doug Wayne
había visto en toda su vida. Los ojos verdes, rasgados, maravillosos, como dos
lagos, que parecían llorar en cada instante. Los ojos verdes que llenaron a
Doug de una extraña sensación de felicidad.
“Cuando esos ojos miren con
amor es posible que el sujeto a quien miren se derrita” pensó.
Sonrió lo mejor que pudo y se
quitó el sombrero, agitándolo al aire y pegando un codazo que hizo tambalearse
a su compañero.
-
¿Has visto, Queenn? ¡Me
ha sonreído…! Ya te dije yo que las mujeres se me habían dado siempre
estupendamente… ¿has visto? Anda, apúntalo en tu libreta: Doug enamora con la
mirada a la más bella forastera que jamás pisó el pueblo de Tumba Crook. ¿Lo
apuntarás, Queenn? ¿Lo juras?
-
Sí, hombre, sí.
Tranquilízate. Si me dejas dormir un rato también escribiré que te besó un par
de veces sin que tú pudieras impedirlo. ¿Satisfecho?
Gruñó
otra vez y cerró los ojos, apretujándose contra la hamaca con verdadera
ansiedad.
La
chica, seguida del alto individuo, acababa de desaparecer por la puerta del
Hotel de Pedro Rey.
Doug
Wayne se puso en pie, cansinamente, y echó a andar, calle abajo, hasta
detenerse frente a la puerta del Hotel. Se estaba preguntando que podía querer
una mujer como aquella en un pueblo compuesto por un Saloon, un almacén, una
cárcel, un Hotel y no más allá del centenar de habitantes, más de la mitad
mejicanos o mestizos.
“Tumba
Crook es el rincón más abyecto, es el agujero más sucio de todo el Sur de las
Rousas” pensó.
“Cuatro
casas de adobe debajo de una montaña, y cincuenta o quizá más mejicanos con muy
malas pulgas. Un sheriff y medio centenar de ciudadanos que cultivan la tierra,
pobre y árida, que ni siquiera vale para pastos”.
-
¡Bah! -escupió Doug
Wayne, y habló en voz alta-. ¿Qué pinta un individuo de categoría como yo en
esta pocilga? ¡Ah! Pregunten a mi inseparable, el señor Queennan… ¡diablo!
Se rascó la cabeza, apoyó las
manos en las culatas de su pareja de revólveres “Smith & Wesson” y pegó una
patada a la puerta del Hotel, abriéndola de par en par.
-
¡Señor Doug! -un
mejicano bajito y ratonil le miró enfadado- No es preciso que tire abaja mi
puerta cada vez que viene a darse una vuelta por aquí.
Doug no reparó en eso, sino
solo en la presencia de la chica que estaba firmando el libro registro. El tipo
que la acompañaba miró aviesamente al ayudante.
-
Mi nombre es Doug
Martin –dijo, sonriendo abiertamente-. Soy el ayudante del sheriff de Tumba
Crook, Phil Ramsey. ¿Qué tal está usted?
Avanzó unos pasos y tendió la mano. Ella, al
principio, le miró despectivamente, pero fue un segundo y nadie lo notó. Sonrió
también:
-
Yo soy Marge Collins, y
este caballero es el señor Kovacs. Celebro conocerle, señor Wayne. Y espero que
nos llevaremos muy bien con la ley de ahora en adelante.
Sonrió encantadoramente y dio media vuelta.
La voz de Doug la detuvo en la escalera.
-
Señorita Collins ¿qué
la trae por aquí? ¿Ha venido a pasar sus vacaciones en compañía de ese señor
tan feo? ¿Cómo dijo que se llama, amigo?
El tipo en cuestión parecía
nervioso de manos, porque éstas habían bajado vertiginosamente a las
pistoleras.
La voz, suave, dulce y dura a
la vez de Marge Collins le detuvo en seco.
-
Quieto, Crhis. Señor
Wayne, venimos a Tumba en viaje de negocios. Estoy cansada del viaje y quisiera
dormir. ¿Le molesta a usted?
Doug se quedó cortado y
Carlos Flores, el del Hotel, se apresuró a subir las maletas. Sin embargo, el
comisario no se dio por satisfecho.
-
Muy bien, señorita.
Puede usted dormir todo lo que quiera, pero conviene que advierta a su amiguito
que sea más tranquilo. Con los tipos nerviosos me contagio, y a veces es
peligros. ¿Comprende?
Crhis Kovacs no dijo nada y siguió a Marge.
Cuando los dos desaparecieron por el corredor Doug
Wayne puso mala cara.
-
Ese tipo me irrita…
¡Luis, acércame una cerveza! Ya te la pagará el gobierno cualquier día.
Había amanecido un día
espléndido, y hacía un vientecillo agradable que rizaba el pelo.
Clyde Queennan, cuya estrella
de latón estaba tan sucia como su dueño, miraba la única calle a través de sus
ojos semicerrados en la hamaca del porche de la oficina del sheriff.
García, el de la cantina, se
estaba preguntando si acaso Queenn nació dormido, o si tal vez fue picado
alguna vez por la mosca del sueño.
¿Dormía Clyde Queennan? En
absoluto. Estaba respirando aquel aire mañanero con una satisfacción tal que
parecía en el mejor de los mundos.
-
Tumba Crook –musitó-
Cuando me entierren te llamarás Tumba Queennan…
“El viento traerá tu canción,
y sabrás lo que te quiero, que me importa tu color, si por abrazarte muero…” la
vieja canción mejicana estaba en el ambiente, en la mañana, refrescado el alma
de Clyde Queennan, el alguacil. Por encima de su figura, ya no joven y poco
ágil, ese viento que soplaba siempre suave y fresco, trayendo hasta sus oídos
la melodía parecía rejuvenecerle, o quizá adormecerle con el sabor del recuerdo.
La niña mejicana de los ojos
grandes, de los ojos negros, cantaba con la voz dulce que Queenn conocía tan
bien. Y el oírla era algo por lo que el alguacil no lo hubiese cambiado en toda
su vida.
“Cuando sea mayor esa chica
va a ser una preciosidad” había comentado más de una vez Doug Wayne. “No tendré
más remedio que beber tequila en la taberna de García, para que la familia me
mire con buenos ojos…”
La niña morena, de los
grandes ojos, de la voz suave y dulce, cantarina, significaba para Queenn
aquellas mañanas, tranquilas y frescas, aquel período de su vida que
transcurría casi sin darse cuenta.
Clyde Queennan sabía apreciar
lo bueno, y por eso allí sentado era feliz.
Miraba la montaña, aquella
gigantesca mole que los mejicanos llamaban del fuego, pues antiguamente había
sido un volcán en erupción.
Aquel gigante de piedra, como
un símbolo, alzándose enfrente del pueblo parecía querer tragárselo, indignado
de su ínfima presencia.
Y las mañanas de verano, como
aquella, traía viento y recuerdos, las perlas de la vida, que sembraban
sentimiento y paz en el alma de Queen.
El chico llegó corriendo y su
brusca aparición sobresaltó a Queennan. Sus ojos denotaban susto y su piel
morena parecía temblar.
-
Señor Clyde, el sheriff
lo busca. Dice que tiene algo muy importante que decirle… y al señor Doug
también.
-
José, sabes de sobra
que no me gusta que me molesten cuando estoy pensando –gruñó el alguacil- ¿Qué
quiere Phil? ¿Lo sabes tú?
El chico estaba pálido y negó con la cabeza.
-
Bueno, muchacho, no te
preocupes. Vamos a ver qué le pasa al sheriff. Estaría bueno que quisiera que
le ayudase a limpiar su viejo revólver…
Se levantó pesadamente y
siguió a José hasta el almacén. Allí estaba Phil Ransey, el sheriff de Tumba
Crook, un hombre fuerte como un roble, el dueño del almacén, Martin y su mujer.
Recostado en la pared estaba Doug Martin, con su par de revólveres
impecablemente limpios.
En lo primero que reparó
Queennan fue en el papel escrito junto a la mesa, y lo segundo en la expresión
ceñuda del sheriff.
-
¿Qué ocurre, Phil?
.preguntó-. ¿Hay novedades?
El sheriff miró a su ayudante y luego a Doug.
Dijo:
-
Chicos, si no se os han
oxidado los revólveres de tanto hacer el vago, es mejor que los vayáis
adecentando. Vamos a tener que justificar los veinte dólares que cobramos
dentro de muy poco.
-
¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Va a
haber tiros, Phil?
La respuesta llegó de un ángulo del almacén.
-
Yo te lo diré, viejo
–dijo Doug, adelantándose- Johnny Torres y Frank Grisson han decidido balearse
y han escogido Tumba Crook como escenario. El mejicano llamó “gringo cochino” a
Grisson en El Paso y a éste le hizo tan poca gracia que juró matarle como hizo
con Larry Conway, en Nuevo Méjico. Claro que nosotros pintamos poco, pero lo
suficiente para que no nos tomen por inútiles. Aquí el único que puede disparar
un arma es el sheriff, el señor Queennan y el hijo único y tonto de mamá Wayne.
¿Eh, Phil?
Queennan se había quedado
mudo y Martin y Doug Wayne sostuvieron impávidos, uno a uno, sus miradas.
-
Johnny Torres, “el
chico loco” como le dicen en la frontera… ¿y eso qué nos importa?
Lo más lógico en este caso es
lavarnos las manos mientras esos dos gallitos se pican…
Doug dio un palmetazo a las cachas pavonadas de sus
revólveres. Dijo:
-
Te estás haciendo
viejo, Queenn. De tanto dormitar en esa sucia hamaca tus manos han echado
raíces y las cuesta bajar a las armas.
-
¡Cállate Doug! –cortó secamente Phil Ramsey-. Se volvió hacia Clyde y dijo:
-
Tumba Crook es un lugar
pacífico, pero los precedentes pueden cambiarlo. Si mantenemos la paz desde el
principio aunque se trate de un simple duelo habremos conseguido algo muy
importante. En cambio, si dejamos que Torres y Grisson se baleen, es muy
posible que esto se llene de “amigos del Colt” dispuestos a lucir sus
habilidades.
Queen asintió con la cabeza y quedó callado.
Sonó entonces la voz de Martin.
-
Señor Phil, ya sabe que
puede contar con nosotros para lo que sea… “Chico loco” tiene amigos, y si lo
encarcela puede que no les siente bien.
El sheriff sonrió y miro a Wayne.
-
Gracias Martin, pero no
necesito ayuda. Además de que seríais blancos apetitosos a las armas de Torres
¿qué falta hacéis si defiende la ley un tipo como Doug Wayne, tirador de
primera?
El aludido levantó los ojos,
sorprendido, y miró a Ramsey. Como le viera serio respondió:
-
Sí… eso es cierto. Ya
sabéis todos que soy muy bueno con el revólver.
Clyde Queennan se había indignado.
-
Y muy malo para
enfrentarte a Torres ¿eh chico?
¿Sabes quién es “Chico loco”? ¿No? Pues yo te lo
diré.
Avanzó hasta el centro de la
pieza y los demás le hicieron corro. Doug le miraba atentamente.
-
Johnny Torres nació tan
pobre y tan mal que su madre se murió en la miseria y a su padre le lincharon
por robar una mula. Como era mejicano nadie le ayudó, y el despreció que sintió
por los gringos fue tal que a los dieciocho años mató su primer hombre, solo
porque le llamó perro mestizo. Nos odia y odia la pobreza, por eso se unió a
tres mejicanos más, y se salió de la ley para imponer la suya. Johnny Torres es
peligrosísimo, hábil y rápido como la centella. Cuídate de sus armas y procura
ponerte siempre a buena distancia de sus revólveres.
Doug le miró escéptico. Nunca se había dejado
impresionar fácilmente.
-
Exageras. Queenn. Mi
debilidad son los tipos que se creen demasiado listos… pondré una flor en su
tumba. ¿Cómo la quieres, Queenn?
El
otro cerró los puños y bajó los ojos. Solo dijo:
-
Cabezota…
-
Está bien, chicos –dijo
en alta voz el sheriff Ramsey-. Impediremos que esos dos hombres se baleen sea
como sea. Es mañana, a la puesta de sol, y vendrán solos. Mark Charter, el
alguacil de Yuma me mandó el mensaje; así que podéis ir recordando todo lo que
habéis aprendido a hacer con un revólver, porque os va a hacer falta.
Dio
media vuelta y salió del local. A Doug Wayne le brillaban los ojos.
CAPÍTULO SEGUNDO
DONDE SE EXPLICA LA FACILIDAD QUE
TIENE EL HOMBRE PARA EQUIVOCARSE
-
En este pueblo solo hay
una persona rica, el señor Azzcom, que tiene un rancho. Los demás trabajan en
él, tanto blancos como mestizos. Y luego están Martin, el del almacén, Rey y
los Flores en el Hotel, Sherman en el Saloon y algún oro más que no recuerdo…
esto es pequeño y pobre, señorita.
Doug
Wayne caminaba al lado de Magde Collins por la calle principal y hablaba por
los codos, desde el porche. Queenn le veía gesticular embutido en su camisa
nueva, y asombrosamente blanca.
-
La montaña de fuego ¿es
también propiedad del señor Azzcom? –preguntó Magde, señalando con el dedo la
gigantesca mole.
Doug Wayne sonrió.
-
No. Azzcom tiene su
rancho al otro lado, cruzando el río llamado “Trunco”. Esa montaña es la
herencia más indecente que nadie pueda esperar.
¿Se ha fijado usted? Roca y
arenisca. Meterse ahí un día de viento es romperse la cabeza.
Pero eso no pareció impresionar a la muchacha.
-
¿Herencia? ¿Qué dijo de
herencia, señor Wayne?
Queenn, que no perdía detalle, vio adoptar a Doug un
aire de superioridad.
-
No lo creerá pero es
cierto. Antes de morir un viejo mejicano acaudalado compró no sé por qué esa
montaña en la capital del Estado. La compró y nada más hacerlo hizo testamento
a favor de su nieto, Fernando, creo que se llama. En realidad nunca hemos visto
por aquí ese tipo, ni creo que lo veamos ¡hace falta estar loco como para venir
a la montaña de fuego de vacaciones!
Rió pero a ella pareció no hacerle gracia. Estaba
seria e interesada.
-
¿O sea que la montaña
es legalmente suya? Yo creí que no dejaban ser propietarios a mestizos en este
país…
Lo había dicho despectivamente y Doug lo notó. Dijo:
-
Es posible que en otros
lugares se odien los hombres porque el color de su piel sea distinto, que se
lleguen a matar incluso, pero eso aquí no existe, señorita Collins. Si algo
bueno hemos conseguido aquí es que mejicanos y americanos nos llevemos
perfectamente. ¿Lo considera extraño tal vez?
-
Extraño, esa es la
palabra. Pero muy conmovedor. En fin, eso es asunto suyo. Cada cual tiene sus
propias ideas. A propósito, señor Wayne ¿sabe usted si hay en el pueblo alguien
que tenga poderes o relación con la montaña de fuego?
Doug se sorprendió por la pregunta. Contestó:
-
Nadie. El sheriff tiene
los papeles de propiedad. Si el dueño no aparece dentro de un mes, podrá ser
subastada, -recapacitó un momento- No me haga mucho caso. Si quiere enterarse
bien hable con el sheriff, el señor Ramsey. Él la atenderá.
La miró fijamente, a los ojos
verdes que parecían llorar en cada instante, y se preguntó qué estaría
pensando. También se preguntó quién era Magde Collins y qué hacía en Tumba
Crook. Doug Wayne era de los que quieren saber todo y bien, pero se dijo que ya
tenía suficientes problemas para meterse en más jaleos. Un feo problema llamado
Torres.
Habían llegado a la puerta del Hotel y Pedro Rey se
adelantó hacia ellos.
-
Señorita Collins ¿qué
tal su paseo? ¿Qué tal su primer día en Tumba Crook? Permita que la advierta
sobre la compañía del señor Doug:
¡No es de fiar!
Rió con una risotada fuerte y
sonora, que Doug Wayne trató de estrepitosa y de mal gusto.
Hasta aquel momento no se
había fijado en lo mal que se reía Pedro Rey.
-
Sé defenderme. Y además
considero al señor Wayne de toda confianza.
Sonrió y subió al porche. Allí despidió con un ademán
al ayudante.
Doug Wayne se quedó plantado
en medio de la calle, y a allí oyó la risita sardónica que llegó del otro
extremo, en el porche de la oficina del sheriff.
-
Ríete viejo –contestó
sin volverse- Pero ya verás cómo no te dura mucho.
Se
acercó lentamente hacia Pedro Rey.
-
Pedro, no dejes que
esta tarde la señorita salga del Hotel. Y advierte a los muchachos que estén
tranquilos y en sus casitas. ¿De acuerdo? Ya conoces a Johnny Torres.
El mejicano asintió
repetidamente con la cabeza, y abrió las manos, levantándolas.
-
Sí, sí señor Doug. No
se preocupe. Y tengan cuidado… y suerte.
Ahora
todo parecía más extraño, casi nuevo. Y Clyde Queennan se preguntaba por qué.
La única calle se la hacía inédita y encontraba a su hamaca, solitaria y vieja,
demasiado distante.
Estaba
en pie, tras de una columna, y se había quitado la chaqueta dejando al
descubierto el canana con la artillería a ambos lados.
Doug
estaba un poco más allá, fumando, y Phil Ramsey, con un Winchister en la mano,
era el único que estaba sentado a la puerta de su oficina.
Veía
a Martin, el del almacén, asomar las narices por una ventana, y a Sherman, el
del Saloon, levantando la cabeza por encima de los batientes. También vio a
García, a Luis Flores, a la señora Neill, mirando fijamente la calle dese lugar
seguro. La noticia, en un pueblo tan pequeño había corrido rápidamente, y sus
habitantes cumplían sin rechistar las órdenes del sheriff Ramsey.
“Vosotros
no os mováis ni deis trabajo. Arreglaremos esto, pero no nos compliquéis la
vida”.
Con
la puesta de sol, que iba llegando lentamente, se estaba levantando un ramalazo
de aire frío.
Queenn
sintió un estremecimiento y sus manos tocaron las culatas pavonadas de sus
revólveres. Ahora estaba mirando hacia arriba, hacia el cielo, y el silencio
tan absoluto que reinaba le hizo contemplar las nubes con más atención que
nunca.
Se
iban tiñendo de rojo, de un rojo sangre con que el sol, casi en el ocaso,
perfilaba sus bordes.
Lentamente
se coloreaban, primero vivamente, reflejando la luz como el fuego, y luego
tornando naranja el rojo sangre, difuminando su perfil hasta hacerse gris, y
luego casi negra. El viento parecía jugar con ellas, traerlas de aquí para allá
y arrastrarlas unas sobre otras sin tocarse, traspasándose una y otra vez sin
nunca romperse.
Era
un marco extraño para algo que iba a aparecer y era un pueblo expectante
esperando la llegada de un peligro eminente.
A
Clyde Queennan no le sonaban ya en los oídos las notas de aquella dulce canción
mejicana, y se sorprendió al pensar que era posible que nunca más volviese a
escucharla sentado en su hamaca.
Era
poco, bien poco lo que tenía el alguacil, y menos aún lo que esperaba de la
vida. Sin embargo, el pensamiento de poder perderlo le produjo un escalofrío,
un malestar general que le hizo fijar los ojos en la calle desierta, el cielo
plomizo, y beber casi el aire silencioso y triste de la tarde.
Veía
las culatas pavonadas de los revólveres de Doug, un color mate que no despedía
ningún brillo, y veía sus manos fumar sin el menor temblor.
“Chico
tranquilo” pensó, y se fijó ahora en el Winchister de repetición del sheriff
Ramsey.
Phil
Ramsey era un tipo robusto, de tez tersa y curtida y grandes manos. No era muy
rápido con el revólver, pero infeliz de aquel que le encontrase con un rifle en
la diestra. Lo manejaba como un juguete, con una sola mano, y con tal precisión
que le hacía verdaderamente temible.
Queennan
fijó los ojos en la entrada del pueblo y ahora, realmente, oyó un lento pisar
de caballo y una canción silbada que parecía acercarse.
Doug
Wayne se echó hacia atrás, tapándose por la columna, y Ramsey volteó el rifle
hasta tenerlo preparado.
Quien
fuese venía despacio, muy lento, silbando una vieja tonada vaquera y
acercándose por el nacimiento de la calle.
Los
ojos de los habitantes de Tumba, cuyos oídos en el silencio impresionante
habían captado el ruido, se volvieron hacia el punto donde alguien iba a
aparecer. Se fijaron estáticos y asustados sobre el comienzo de la calle
esperando la aparición de algo que significaba peligro.
La
silueta de un jinete se dibujó en ese instante. Un jinete que apareció al final
de las casas avanzando lenta y pausadamente, al compás del tranco cansino de un
viejo animal todo de finas patas.
Doug
Wayne situó las manos de tal manera que un ligero movimiento las vería armadas
y en acción. Phil Ramsey achicó los ojos intentando reconocer al recién llegado
y su mano derecha oprimió con fuerza el Winchister.
Sin
embargo aquel tipo no era Frank Grissom, y mucho menos Torres o alguno de los
suyos. Aquel hombre que en circunstancias tan especiales arribaba al pueblo era
un desconocido, y eso era extraño que ocurriese en Tumba Crook.
Alto,
enjuto, piel tostada por el aire y el sol, sombrero negro, abarquillado,
cazadora larga, viejas botas y una enorme cantidad de polvo. Pelo largo, casi
gris y ojos grises casi cerrados.
La
silla iba desprovista de rifle y las alforjas llenas denotando un largo viaje.
Guantes negros y un tremendo revólver “Colt” del máximo calibre, sin doble
acción, a la izquierda, dibujándose por debajo de la gruesa chaqueta.
Un
forastero que venía de lejos y que no se podía figurar, ni mucho menos, que en
aquel momento era el blanco de todas las miradas.
Doug
Wayne recobró su anterior serenidad y Clyde Queenan destensó los músculos que ya
estaban esperando una muda orden de Ramsey para moverse. No dejó de mirar al
forastero mientras el sheriff, rifle en mano y lentamente, salía a su
encuentro.
-
¡Hará bien desmontando
de su caballo! –gritó Phil Ramsey de manera que todo el pueblo le oyó-. ¡Échese
a un lado, quítese de en medio, amigo!
Movió el rifle hacia un lado,
indicando al jinete que se apartara. Queenn se fijó en la expresión cansada del
forastero.
Sin embargo no replicó nada.
Movió las riendas y el caballo, lentamente, se arrimó a las tablas de la
calzada para pararse después.
Había advertido algo porque
una arruga le había surgido de repente y se había puesto en guardia. Descabalgó
pesadamente, y al golpearse las ropas pareció salir de él una nube de polvo.
Se llevó el pañuelo a la cara,
limpiando el sudor que le caía por la barba de varios días, sobre la tez casi
cobriza de los ojos grises medios tapados por el negro sombrero.
Miró largamente al sheriff y
dijo:
-
¿Complicaciones?
Voz sureña, de arrastrar de
palabras. Aquel tipo era e Tejas o le andaba muy cerca.
Doug Wayne estaba algo
desconcertado, mirando cómo los dos hombres se acercaban a un lado de la calle.
Miró nerviosamente a Clyde Queennan que miraba fríamente, sin inmutarse, la
puesta de sol.
-
Suba a porche y quédese
quieto. Así se evitará disgustos.
El forastero parecía poco
preocupado por saber qué es lo que pasaba en aquel pueblo. Se quitó el
sombrero, dejando al descubierto la abundante cabellera grisácea, y lo sacudió
contra una de sus piernas. Preguntó:
-
¿Hay algún sitio donde
se pueda beber?
Phil Ramsey, con los ojos
clavados en la entrada del pueblo, pareció impacientarse.
-
¡Apártese de una vez!
Si quiere beber algo vaya a la cantina de García, ahí al fondo. Pero muévase
rápido y quítese de la calle.
Al otro pareció traerle sin
cuidado la prisa de la estrella, pero se limitó a obedecer. Ató las riendas del
caballo en un poste y subió lentamente, con fatiga, las escaleras de madera que
le situaban en el largo porche que limitaba la única calle.
Phil Ramsey pareció más
tranquilo y avanzó hacia atrás, sin dejar de mirar el final de las casas, y
sosteniendo el rifle con el brazo y el pecho. Doug y Queenn, desde sus
posiciones, parecieron aliviados.
El tipo aquel, el alto
forastero de la larga chaqueta y el sombrero negro, cubierto de polvo, avanzaba
lentamente por la acera e tablas, y el sonido de sus pasos sonaba ruidosos, y
parecía que todo el pueblo los escuchaba. Andaba con pereza. Mirando hacia la
calle a través de los ojos grises enmarcados por ojeras que el tiempo, implacablemente,
había trazado.
Desde la ventana del Hotel,
Marge Collins miraba asustada la escena, la calle desierta, el silencio total y
la aparición del alto forastero.
Solo eso.
El sol ya estaba en su ocaso.
Se escondía por poniente dejando una mancha roja, gigantesca, con que despedía
al mundo y anunciaba la noche.
Fue entonces cuando el hombre
de la chaqueta se paró en seco y susurró:
-
Cuidado sheriff. Tiene
un hombre a su espalda.
Phil Ramsey no era un novato,
ni mucho menos. Simuló no oír nada, tensó los músculos y se dispuso a girar
sobre sí mismo, voltear el rifle y ponerlo en posición de tiro.
Sin embargo no llegó a hacer
nada de eso. Le paró en seco una voz enérgica, que habló en español como un
latigazo.
-
¡Quieto Ramsey! ¿Va a
balear a un hombre desarmado?
Ni Doug y Clyde Queennan
habían advertido la presencia del mejicano, y su brusca aparición los había
consternado. Doug Wayne tenía ya su para de “Smith & Wesson” en las manos
cuando el sheriff se volvió lentamente y se encaró con la sólida figura de Tino
Golás.
El aparecido sonreía por
debajo de lacio bigote, echado hacia atrás, arqueando las piernas y descansando
las manos sobre el cinturón desnudo de armas. Vestía a la manera mejicana, y
llevaba sombrero a la espalda sujeto por una cinta de cuero.
-
Hola, sheriff. Parece
que sus chicos son novatos y que usted ha perdido su antiguo ojo de águila…
-sonrió-. Si hubiese querido estaría frito, amigo.
Phil Ramsey estaba furioso
consigo mismo, y se maldijo de haber sido el blanco más fácil del mundo. El
hombre de Johnny torres le había cogido por sorpresa y eso le malhumoraba.
-
¿Qué buscas, tino? No
queremos en Tumba gente de tu ralea, así que ya puedes ir diciendo a Torres que
se mate con Grissom en cualquier otro sitio. Aquí, desde luego no.
Había
colocado el rifle en posición de tiro y el cañón apuntaba directamente al
corazón del mejicano. Se dijo que si Torres estaba oculto por allí, el primero
en caer sería su mano derecha.
-
Mire sheriff –dijo Tino
Golás, calmosamente- Usted es un tipo simpático, y Johnny dice que le cae bien…
no sea tonto y déjele hacer a él. Si le gusta Tumba ¿por qué negarle el derecho
de balear a Grissom aquí mismito? Ni a usted ni a sus nenes les va nada en
ello.
El
forastero, que había permanecido en el porche, no era visible para Golás. Doug
Wayne seguía con los revólveres en las manos, y aunque vigilaba a Tino tampoco
descuidaba la calle, esperando ver aparecer de un momento a otro la estampa del
“Chico loco” y su pandilla.
Phil
Ramsey hizo sonar significativamente su rifle. Apuró:
-
Lárgate, Tino. Y dile a
Torres que si viene por aquí y saca su quita vidas, aunque solo sea para
limpiarlo, le meto en la cárcel hasta que se pudra. A él, a ti, y a vuestro par
de coyotes.
El
forastero seguía inactivo en el porche, escuchando atentamente la conversación.
Desde allí oyó la risa hueca, desagradable del mejicano.
-
¡Bravo, sheriff! Usted
me gusta… -levantó el dedo índice y apuntó a Ramsey, poniéndose repentinamente
serio- no juegue a ser hombre, amigo. Si Johnny Torres se enfada, usted lo
pasará muy mal. Si quiere un consejo, deje que Johnny balee a Grissom mañana en
este pueblo y no se meta con él… si tiene mujer e hijos, me agradecerán el
consejo en lo que vale.
“Charter
se equivocó en un día” pensó Phil Ramsey rápidamente”. Torres y su pandilla
vendrán mañana y Tino me viene a advertir… muy bien”.
-
¡Fuera! Vete antes de
que me canse y te balee, Tino.
Golás,
la mano derecha de Johnny Torres, el famoso “Chico loco” oyó el “clic” de los
revólveres de Doug al ser amartillados.
Miró
con odio al representante de la ley pero casi inmediatamente su expresión se
volvió risueña, y a la vez burlona y sarcástica.
Se
volvió lentamente y su mirada se cruzó con las de Doug y Queenn que le miraban
sin inmutarse hostilmente y dispuestos a actuar.
-
Valientes… -susurró-. Sheriff,
no haga locuras mañana. Es la última vez que se lo digo. Johnny no quiere líos
con la justicia, sino solo liquidar a Frank Grissom ¿comprende? Déjele en paz y
tendrá nietos…
-
¡Basta ya, Tino!
¡Muévete!
Phil
Ramsey accionó el Winchister de manera que la bala subió a la recámara. El
chasquido fue lo suficientemente elocuente para que Tino Golás jurara por lo
bajo y echase a andar calle abajo. Tenía el caballo al final, pero antes se
volvió y gritó, mirando al terceto que se había agrupado y permanecía en el
centro de la calle:
-
¡Nos volveremos a ver,
sheriff! ¡Y esa vez será en otras circunstancias!
Subió
de un brinco sobre el potro color café y desapareció espoleándole duramente.
Allá a
lo lejos quedó flotando en el aire la nubecilla de polvo levantada por los
cascos del caballo, y en la calle, quizá ahora más nerviosos, los tres hombres
de la ley se miraron.
Doug
Wayne enfundó hábilmente, desde lejos, su par de revólveres, y Phil Ramsey bajó
el rifle llevándose una mano a la cara. Los tres estaban mudos, preocupados, y
la presencia del mejicano los había trastornado.
Clyde
Queennan dijo algo por lo bajo y empezó a ver cómo, de distintos puntos, iban
saliendo hombres con la expresión asustada. Las mujeres no lo hacían todavía, y
mucho menos los niños, aunque fuesen estos los que más hubiesen dado por ver de
cerca la inconfundible silueta de Johnny Torres, el “Chico loco”.
Pedro
Rey llegó corriendo y cogió del brazo al sheriff.
-
Estuvo muy bien, señor
Phil. Así sabrá Torres quién es el sheriff de Tumba Crook… Torres y sus
hombres…
La
expresión de sheriff era dura como pocas veces.
-
¿Tú crees, Pedro?
El otro
no contestó nada. Clyde Queennan, sin embargo, lo hizo:
-
Nos hemos puesto
delante de Torres, Phil, y eso es muy peligroso. Sabes que Torres no te
obedecerá, y tendremos que obligarle… ¿crees que merece la pena, Phil?
Ramsey
pareció atacado en lo más hondo de su ser. Se volvió velozmente y su rostro
reflejó indignación. Iba a hablar, iba a contestar duramente a su ayudante,
pero no lo hizo. Fue una voz sureña, de arrastrar de palabras, la que dijo:
-
No, no la merece.
Treinta dólares al mes no es lo bastante como para medirse al primer gatillo de
la frontera. ¿O es que no conocen ustedes qué es Johnny Torres con un revólver
en la mano?
El
sheriff se quedó perplejo, y fue Queennan quien terminó la frase:
-
Un diablo. Un verdadero
diablo.
El
forastero seguía allí, en el porche, mientras la gente hacía corro al grupo
formado por los representantes de la ley. Se oían voces de “¡Bien Phil!” “¡Así
se habla!” “¡Torres no se atreverá contigo!”, y el hombre de la larga chaqueta
sonrió. Sonrió con cansancio, duramente, casi una mueca, y esperó a que el
sheriff contestase. Es posible que ya supiese lo que iba a decir.
-
Yo soy el sheriff,
amigo, le guste a usted o no. Estas gentes me pagan 30 dólares, y eso les
cuesta porque son pobres… pero también son débiles, y depositan en mí toda su
confianza, toda su amistad. Yo soy el responsable de ellos, yo tengo la
obligación de defenderles, de balearme por ellos ¿comprende? ¿Sabe usted que
sería de este pueblo si cayese en manos de Torres y sus hombres?
Se
calló un instante y contempló al grupo que le rodeaba.
-
No, no lo sabe, pero yo
se lo diré. Un día el “Chico loco” cayó sobre un pueblecito de Tejas. El
sheriff no actuó como debiera: fue cobarde, y lo dejó hacer. Él y sus hombres
se adueñaron del pueblo, hicieron cuantas barbaridades les vino en gana y
terminaron incendiando varias casas. ¿Qué ocurrió después? Nada. Johnny Torres
se marchó y no hubo nadie que se lo impidiera.
Phil
Ramsey escupió al suelo y levantó la mirada hasta la del forastero. Se encontró
con dos luces metálicas, brillantes, y un rostro crispado que se había quedado
pálido. Y una gota de sudor que le bajaba lentamente por la sien de cabellos
casi grises.
-
No estoy dispuesto a
consentir eso, -continuó el sheriff-. Yo y
mis hombres lo impediremos aunque nos dejemos aquí la piel, pero
sabiendo que Torres, Golás y los Gil también se la dejan. ¿Entiende, señor…?
El alto
forastero de la piel tostada y los ojos grises pareció calmarse y su expresión
cobró su natural indolencia. Por un momento su semblante había cambiado, se
había transformado, y Clyde Queennan, un observador nato, se preguntó por qué.
Y también se preguntó por qué se había hecho invisible a los ojos de Tino
Golás.
-
Mi nombre es Harry
Shanto, -contestó-. Nos veremos luego, sheriff.
Echó a
andar hacia el Hotel, observado por los curiosos que habían salido tras la
marcha de Golás. Andaba lento, cansinamente, el hombre que acababa de llegar a
Tumba Crook sin más equipaje que un enorme revólver “Colt” del máximo calibre.
Su alta figura se perdió tras la puerta del Hotel, bajo la ventana donde unos
ojos verdes no habían dejado de mirarle.
CAPÍTULO TERCERO
DONDE SE DESCUBRE A MEDIAS EL PASADO
DE UN TAL HARRY SHANTO
Tenía que llegar a su
revólver.
Lo sentía muy cerca, pero la
mano le pesaba, como si fuese de hierro, y el brazo se le agarrotaba
impidiéndole moverse.
Hacía calor, un calor casi
asfixiante que le ahogaba, y fuera Johnny torres lo incendiaba todo, como un
ángel vengador, como un torbellino de destrucción, matando a quien se
enfrentaba, luciendo en sus manos la más fantástica máquina de matar que se
había visto.
El humo ahora parecía
cegarle, pero un miedo casi desesperado le mantenía quieto, estático, mientras
Johnny Torres disparaba sus armas, los revólveres más rápidos que jamás se
vieron en la frontera.
¡“Sheriff”! gritaba,
¡”Sheriff”! gritaba, y el pueblo ardía como una gigantesca pavesa, mientras él
permanecía allí, arrinconado, huido, escondido de aquel diablo que le buscaba.
El fuego crecía, arrasaba todo, envolvía con furia el cielo, amenazando
destruir lo que se le interpusiese a su fiero camino. Y sus manos temblaban, su
mente se oscurecía por el miedo, y las llamas le quemaban, le quemaban…
-
¡¡Bessy!!
Harry Shanto se había quedado
semi-incorporado en la cama de la habitación, y un sudor frío, casi helado, le
empapaba el rostro y el pecho, dejando la camisa completamente inundada.
Los ojos parecían ahora más
brillantes, surcados de líneas rojas, y la frente le ardía, produciéndole un
tremendo dolor de cabeza.
Tenía los ojos abiertos, y
sin embargo casi no veía. La boca, completamente seca, le producía una
sensación ardiente, y todo su cuerpo temblaba esporádicamente.
A pesar de todo intentó
levantarse, pero algo se lo impidió. Una mano fría, suave, que le tocó la
frente y le obligó a echarse.
-
Cálmate, Harry. No te
muevas ahora.
Había muy poca luz en la
habitación, pero eso no importaba. La voz que le había hablado la reconocería
en cualquier circunstancia.
-
Marge –dijo lentamente,
dejándose hacer-.
-
No hables, Harry –dijo
ella, pasándole la mano por los secos labios. –Luego lo harás, Harry.
Le paso un pañuelo húmedo por
el rostro, por la frente, produciéndole una sensación de bienestar. Lo hizo
varias veces, mojándolo en un pequeño recipiente, y luego sacó una pastilla de
un frasco de cristal.
-
Toma, Harry –sus ojos
verdes parecían dos lagos maravillosos-. Te hará bien.
Se quedó tumbado, con los
ojos fijos en el techo, sin hablar. Ella le miraba en silencio, la piel tostada
por el aire y el sol, el pelo gris, los ojos fríos, duros, cansados.
-
¿Te acuerdas –susurró-
de los buenos tiempos?
Todo ha cambiado mucho
últimamente, Harry.
Él no contestó.
-
Cuando te vi venir allá
a lo lejos supe que eras tú. Eres el mismo aunque el tiempo haya pasado…
La expresión, la dura
expresión de Harry Shanto se contrajo un instante en una mueca sarcástica.
-
Más viejo, Marge. He
cambiado, como todos lo hemos hecho.
Las huellas de sus ojos
parecían ahora más hondas, más profundas. Y sin embargo su mirada poseía un
brillo joven y agudo.
-
¿Te acuerdas de San
Jacinto, Harry? –continuó Marge Collins, quedamente-. Sus casitas de adobe, sus
calles pequeñas, su fuente en la plaza principal… el Saloon “Out West” donde te
conocí… A veces, durante estos últimos tiempos he pensado en todo aquello, y me
preguntaba qué habría sido de ti. Cuando supe lo que pasó te busqué, recorrí
casi todo Tejas y no pude encontrarte. ¿Dónde estuviste, Harry?
El hombre parecía recordar,
porque una sombra se había apoderado de sus ojos.
-
Por ahí…
-
Huyendo de ti mismo
¿verdad? Te creíste despreciable por algo que en realidad era lo más natural
que le ocurriese a cualquier hombre.
Harry Shanto no contestó.
Seguía mirando al techo, fríamente, como recordando en silencio a la par que
Marge hablaba.
-
En Amarillo me dijeron
que te habían visto en compañía de Steve Lawrence, el pistolero, y te seguí la
pista hasta San Antonio. Allí la perdí, Harry, y decidí dejarlo…
Harry Shanto parecía una
estatua, un hombre de hielo al que nada importa.
-
Te olvidas de algo,
Marge. En Amarillo te dirían que salí huyendo porque alguien venía tras de mi…
porque el hombre que había destrozado mi vida me perseguía, y Harry Shanto no
era los suficientemente rápido, ni valiente, para enfrentarse a Johnny Torres.
Lo dijo quedamente, casi en
un susurro, sin cambiar para nada el timbre de su voz, aunque las palabras que
había pronunciado eran sin duda las que producían aquella arruga en la frente
que marcaba al hombre con el signo del desprecio.
-
Mi pista era muy fácil de seguir. En el pueblo
donde se presentase Torres y los suyos había salido yo días antes. Creí haberle
perdido y mira ahora: llegará mañana, a matar a Frank Grissom, al día siguiente
de mi llegada.
Marge le miraba en silencio,
atentamente, y de vez en cuando mesaba sus cabellos con dulzura.
-
Pregunta a quien sea,
hasta a un niño, y te dirá quién es Harry Shanto: un cobarde, un hombre que
hizo del revólver su vida y que no supo usarlo cuando debía… un hombre que
huye, que se esconde.
-
Cállate Harry –Marge
parecía disgustada- Eso no es cierto, y tú lo sabes… si disfrutas hiriéndote a
ti mismo hazlo cuando estés solo, y no esperes a tenerme a mí delante. ¿Quieres
saber lo que me dijeron cuando pregunté en San Jacinto quién era Harry Shanto?
Pues Pops Fowler, el cantinero, me dijo: “Desde el Crazy Women hasta las Rousas
no hay un hombre que sea más rápido con el revólver, señorita. Cuando mató a
Jeff Hellys sacó el “Colt” con tanta rapidez que ninguno vimos su mano… y hay
quien asegura que Jeff no llegó siquiera a amartillar su revólver”.
Harry Shanto seguía mirando
al techo, impasible y ausente, ignorando la presencia de la encantadora mujer.
Habló despacio:
-
Hace tanto tiempo de
eso que ya lo había olvidado, Marge. Había olvidado cómo era antes, quien era y
cómo disparaba antes de aquella noche…
Marge Collins sonrió.
-
¿Te acuerdas de Jeremy
Welch, el barbero? Me dijo: “Puede que ahora ya nadie crea en Harry Shanto, y
es posible que nadie vuelva a valorar su revólver; pero la vida de un hombre,
su valor, no puede ser juzgado por un solo hecho, yo apostaría un hijo mío a
que Harry Shanto, desde el Crazy Women a las Rousas, es el tipo más rápido
disparando un “Colt”.
La sombra de frialdad, de
impenetrabilidad que tenía la expresión del hombre pareció desmoronarse
entonces. Fue cuando sus ojos brillaron, sus labios temblaron y dijeron:
-
Bessy también lo creía.
Pero murió sintiendo que su marido era un cobarde. Eso, Marge, es algo que
nunca, en toda mi vida podré olvidar ¿y sabes por qué? Más de un hombre, vaquero
o pistolero me ha echado en cara lo de aquella noche en San Jacinto. Y sin
embargo, nunca he vuelto a usar mi revólver dese entonces, y eso hace ya mucho
tiempo. ¿Tú crees que antes hubiese consentido eso? Sabes que no, y fue desde
que Bessy murió creyendo eso de mí, que ya nadie pudo importarme. Ella solo.
Ella siempre, sobre mí, sin dejarme un solo instante.
Calló y la habitación pareció
más sombría. Marge se levantó, abriendo la ventana, y un sordo griterío inundo
la estancia.
-
Son los hombres de Fred
Azcon, el ranchero, que como es sábado se divierten. ¿Recuerdas Harry?
En San Jacinto, hace seis
años, cuando Luky Hamond, también un sábado en el Saloon quiso besarme por la
fuerza, casi borracho. Tú dijiste “muévete hacia la puerta, Luky, y no te ocurrirá
nada…”, pero Luky Hamond era hábil con el revólver, y pensó que matar a Harry
Shanto elevaría mucho su valoración como pistolero. Se fue hacia la puerta
tranquilamente, pero de repente cayó de rodillas hacia adelante cuando tú
disparaste a su cabeza. Todos nos quedamos petrificados, y más de uno dijo que
el sheriff de San Jacinto había cometido un asesinato. Luego, cuando volvieron
el cuerpo de Hamond y vieron su revólver en la mano derecha, amartillado,
pensaron otra cosa.
-
Siempre admiraste a un
hombre rápido con el revólver, Marge, -dijo Harry a Shanto- Admiraste a un buen
pistolero y despreciaste al mediocre. Y siempre tuviste buena vista para
distinguir quién era bueno y quien no con las armas.
Marge no contestó y Harry
siguió hablando.
-
Cuando viste por
primera vez a Sam Everitt me dijiste: cuidado, Harry. Ese hombre es peligroso.
Entonces nadie conocía a Everitt, y él no hizo nada que delatase su “clase” en
San Jacinto. Sin embargo, ahora es famoso, y dicen que es más rápido que Steve
Lawrence… -levantó la cabeza y miró fijamente a Marge- Aquella noche, junto a
la tumba de Bessy me prometí a mi mismo no utilizar más el revólver. Y lo he
cumplido. Hace seis años que no he vuelto a disparar, Marge. Hace seis años que
no he vuelto a poner la mano sobre el “Colt”, que me he ganado la vida de las
maneras más dispares que puedas imaginar. Fui vaquero en Salt Lake, vendí
caballos en Appomatox, fui transportador de oro desde California a Tejas… y ya
hace mucho tiempo que me di cuenta que no hacía nada bien. A veces me quemaba
el revólver en la funda… estuve a punto de usarlo varias veces, y más de uno me
llamó cobarde por no hacerlo. Hace ya tiempo comprendí que lo único que hacia
bien era disparar un revólver. ¿Mucha herencia, verdad? Un revólver que ya no valía
nada, que había perdido su fama y había sido olvidado por aquellos que incluso
algún día le habían admirado. Un revólver que de alquilarlo hubiese dado poco
dinero.
Marge Collins apretó los
labios, mientras afuera el bullicio aumentaba y se oían las notas de una
pianola que salían del Saloon de Shermann. Unas notas alegres, movidas, que
penetraron en la estancia y en los oídos de Harry Shanto.
-
Para mí sigue valiendo
dinero –contestó Marge, acercándose-. Te necesito, Harry. Necesito un hombre
como tú para llevar adelante algo que nos hará ricos…
Harry Shanto se había puesto
en pie, y se estaba abrochando una camisa blanca que había cogido de una silla.
Sus ojos grises miraron los verdes de Marge Collins, y luego se fijaron en el
cinto canana, la pistolera y el gran revólver “Colt” calibre 45. Avanzó hacia
él, lo cogió y lo ajustó a su cintura, atando a la pierna la correílla de cuero
que pendía de la funda. Sus ojos se volvieron a fijar en los bellos de Marge.
-
¿Me necesitas? Eso es
lo más estúpido que he oído hace seis años.
-
Escúchame, Harry –dijo
ella, acercándose-. Tú mismo me has dicho que necesitas dinero, que no tienes
trabajo… pues bien, yo te lo doy. Únete a mí y seremos ricos, te lo prometo.
Estoy segura que tú eres el hombre que necesito, y yo creo en ti. ¿Te acuerdas
que una vez te dije que algún día tendría todo el dinero que jamás soñé? Ahora
es posible, si tú me ayudas.
Le había cogido del brazo y
le miraba ansiosamente. Harry Shanto contestó duramente.
-
No quiero tu compasión,
Marge. No quiero la compasión de nadie. Cuando un hombre se hunde es mejor
dejarle, ver cómo desparece, sin pretender echarle una mano, que de nada
serviría. Olvídame, Marge. Mañana mismo saldré de Tumba Crook.
La mujer se quedó quieta, y
ni una sola de sus facciones se movió. Contempló la alta figura del hombre, sus
manos que antes fueron famosas.
Su expresión cambió entonces.
Su dulzura se vino abajo y una sombra de desprecio cruzó sus ojos.
-
Eso es, Harry. Huye.
Sal de Tumba antes del atardecer de mañana, antes de que Johnny Torres te vea y
tengas que esconderte, como un cobarde, igual que aquella noche en San Jacinto.
Los ojos de Harry Shanto
parecieron destellar, y el brillo que en ellos se pintó fue el mismo que seis
años atrás. Su piel tostada se tensó, y su expresión adquirió un tono de
tremenda dureza.
El Harry Shanto de antaño,
por un momento, estaba allí, frente a Marge.
Y fue en ese preciso instante
cuando una voz conocida subió de la calle. Una voz famosa en Nuevo Méjico.
-
¡Shanto! ¡Harry Shanto! ¡Frank
Grissom te está buscando!
© Javier de Lucas