A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

 

 

CAPÍTULO CUARTO

EN EL QUE SE CONOCE LIGERAMENTE A FRANK GRISSOM,

NUMERO UNO DE NUEVO MEJICO

 

Harry Shanto se quedó inmóvil, como una roca y sus ojos se centraron en la ventana de la habitación, que estaba entreabierta.

Luego avanzó, sigilosamente, y descorriendo la cortina miró a la calle.

Allí, en el centro, completamente solo, estaba el hombre que mató a Larry Conway, el más famoso pistolero de Nuevo Méjico que llegaba un día antes, con su proverbial exactitud, a saldar la cuenta pendiente que tenía con Johnny Torres.

Frank Grissom, con su negro y característico atuendo, su revólver “Smith & Wesson” de cacha blanca nacarada, y su mirada fría, distante y profunda a la vez, estaba allí abajo, y su sola presencia había bastado para despejar la calle.

La mano de Harry Shanto dejó la cortina, y echó a andar en dirección a la puerta, Marge le detuvo.

-            ¿Qué quiere? -preguntó.

-            No lo sé. Supongo que nada bueno. Quédate aquí, Marge, y no cometas imprudencias. Recuerda que Frank Grissom no es un cualquiera.

-            Ten cuidado, Harry –susurró.

Él sonrió torvamente. Sus ojos grises parecían ahora tristes y apagados.

-            No temas, Marge. No ocurrirá nada, pero de todas formas no daré ocasión a que Grissom saque su revólver. Así no tendrás que presenciar la muerte de Harry Shanto, un hombre viejo y lento en comparación con Frank Grissom…

Ella no contestó, pero se acercó a él y le dio un rápido beso. El hombre no se inmutó lo más mínimo y Marge Collins tuvo la sensación de haber besado una estatua.

Cuando él salió, corrió hacia la ventana y desvió las cortinas de sus ojos. Por los cristales distinguió sin esfuerzo la enlutada figura del gun-man de Nuevo Méjico, y sin querer sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Una angustia casi, cuando la puerta del Hotel se abrió y un hombre alto salió a la calle.

Un hombre de tez tostada, ojos grises y revólver “colt” 45 en la cadera izquierda.

Un hombre que fue famoso en el Sudoeste seis años atrás.

El único hombre que Marge Collins había amado en su vida.

Harry Shanto.

Las noches de Tumba Crook eran frías, y un viento procedente del este azotó el rostro del ex-pistolero. Un viento quizá menos frío de lo que a Shanto le pareció, pero su piel acostumbrada a todos los rigores ni siquiera tembló un solo instante.

Andaba lento, con esa lentitud tranquila que exhibiese adonde quiera que iba. Se quedó plantado en medio de la calle, mirando hacia delante, hacia el típico aspecto del gun-man de Nuevo Méjico.

En los porches se agrupaban curiosos, gente de Azcom y mejicanos asustados que veían por vez primera hombres extraños en el pueblo. Ni siquiera sabían quién era Frank Alda Grissom, un tipo casi célebre, y mucho menos aquel hombre alto de cabellos grises  que parecía llevar marcado en los ojos el signo de la amargura.

El gun-man tenía las manos sobre la hebilla de plata del cinturón y habló con voz grave, profunda, de modo que todos le oyeron.

-            Harry Shanto… ¡cuánto tiempo!

-            Sí Frank, mucho tiempo. Siete años atrás, en San Jacinto.

Grissom sonrió entonces, entre dientes, sin dejar de observar a su contrario.

-            Aquel sheriff temible, el que limpió el pueblo en un solo día, matando nada menos que tres hombres. El mismo que desapareció sin dejar rastro, que se apartó del mundo del revólver cuando estaba en su mejor momento… ¡qué lástima! Steve Lawrence dijo que Tejas perdía uno de sus mejores hombres, uno de los más rápidos.

Harry Shanto descubrió enseguida el tono de burla del pistolero, con solo distinguir el brillo divertido de sus ojos.

-            Recuerdo una noche –siguió Grissom- parecida a esta, cuando un sheriff me desarmó por la espalda y me metió en la cárcel por el solo motivo de llevar un arma en el cinto. Me cogió por sorpresa, no dio ocasión a que me defendiera y me encerró como a un perro…

-            Tienes buena memoria, Frank. Hace siete años de aquello.

-            El mismo sheriff que otra noche realizó la acción más cobarde que se recuerda en la frontera –escupió las palabras-. Una estrella al pecho da seguridad ¿eh Shanto? ¿Qué tal te sienta ahora no llevarla?

Harry Shanto miraba tristemente hacia delante, con esos ojos que a veces parecían duros y fuertes y a veces cansados y sin brillo. Miró al gun-man de Nuevo Méjico con la sensación de ser una materialización de su propia amargura.

-            Ahora no llevo la estrella. La perdí una vez y ya es tarde para recuperarla.

-            Demasiado tarde, amigo. Es peligroso ser sheriff, porque crea enemistades que los hombres rencorosos no olvidan fácilmente. Aunque aquel sheriff se haya convertido en un viejo pistolero sin oficio.

Harry Shanto sintió un dolor, una sensación de malestar que le hizo volver la cabeza y  mirar hacia la ventana donde Marge veía y escuchaba el desarrollo de la entrevista. Sintió lo mismo que otras veces, lo de siempre quizá, una náusea de sí mismo cebada a lo largo de seis años.

Miró a Grissom, un buen pistolero que veía un fácil blanco y una oportunidad de cobrar la vieja cuenta, y miro su revólver, aquel “Smith & Wesson” que liquidó a Conway en Nuevo Méjico. Quizá lo único que sintió ahora fueron los ojos verdes, maravillosos de Marge Collins clavados en su espalda.

Los ojos que esperaban ver en acción la mano izquierda que causó sensación seis años antes. Que esperaron el gesto duro, el brillo terrible, la rapidez diabólica del hombre que la había perdido quizá, que se había transformado por un recuerdo que nunca dejó de perseguirle.

Que esperaron lo que había hecho famoso al ex-sheriff de San Jacinto.

Harry Shanto se estaba preguntando por qué hombres como Grissom sentían placer en matar, solo por eso, poniendo razones absurdas para hacerlo o simplemente “sacando” el revólver.

Se preguntó porqué Alda Grissom quería matarle por algo tan lejano que ya lo había olvidado, y de repente miró con odio al enlutado gun-man. Miró con odio a un hombre rápido que fiado de su fuerza se permitía insultarle y hacerle daño en lo más honde de sus ser, y el brillo que sus ojos pintaron fue distinto, fue terrible cuando deslumbraron al pistolero.

Frank Grissom se echó hacia atrás y dejó la mano izquierda colgando, mientras la derecha acariciaba la culata de su revólver.

Harry Shanto no se movió, pero su rostro parecía ahora esculpido en piedra.

Cuando Marge Collins vio la mano izquierda de Shanto abrirse y cerrarse repetidamente, supo que después de seis años aquel hombre iba de nuevo a “sacar” su revólver.

Vio la mueca complacida en el rostro de Grissom, satisfecho de haber logrado su objetivo, y de pronto se dio cuenta que ya no era Harry Shanto quien estaba delante del gun-man de Nuevo Méjico. Ya no era el pistolero temible, el hombre de la mano izquierda más rápida que el rayo, sino el hombre cansado, triste, que está de vuelta de todo.

Le vio tan inferior a Frank Grissom que gritó, con fuerza, con desesperación:

-            ¡Harry, no…!

Sin embargo nadie pareció oírla. Ni siquiera la abigarrada concurrencia que llenaba la porchada de las casas.

Fue en ese instante cuando sonó una voz, sonora y burlona, que oyeron todos.

-            Si pretende “sacar” su revólver es mejor que vaya desistiendo de esa idea, Frank Grissom. En este pueblo solo dispara el sheriff, el señor Queenan y el hijo tonto de mamá Wayne… Doug, -con las manos sobre el cinturón y apoyado en una columna del porchado remató-: Que soy yo, claro.

Grissom vio la estrella de cinco puntas sobre el pecho del hombre que había hablado, y miró hacia la dirección opuesta, donde Clyde Queenan jugueteaba con un revólver “Colt”. No supo a ciencia cierta qué hacer, pero Phil Ramsey, el sheriff de Tumba Crook, le iba a sacar de dudas inmediatamente.

Avanzó por la calle, con el rifle en la mano derecha, y se situó en medio de ambos contendientes.

Hizo una señal y Doug se apresuró a colocarse detrás del gun-man de Nuevo Méjico.

Marge Collins cerró los ojos, y su expresión tomó una enorme sensación de alivio. Se apoyó en la pared de la habitación, intentando serenarse, y luego volvió a la ventana para ver y escuchar lo que el sheriff iba a decir.

Ramsey tenía enfrente a uno de los primeros gatillos de Nuevo Méjico, y aunque su mano estaba firme sobre el rifle, sentía una ligera sensación de inferioridad. Se dijo que si Grissom intentaba llegar a las armas, por muy rápido que fuese, le metería una bala en la cabeza sin más movimiento que tensar el dedo corazón de su diestra.

-            Alda Grissom –su voz sonó fuerte y autoritaria-. Mañana al amanecer saldrás de Tumba tanto si te gusta como si no. Es norma de mis muchachos y mía que se niegue la entrada de matarifes en este pueblo, y como no hay nadie que nos pueda llevar la contraria, esa norma es ley ¿De acuerdo?

Amartilló el rifle y el chasquido fue lo suficientemente persuasivo para que Grissom se estuviese quieto.

Harry Shanto, casi sin ser prestado atención, estaba detrás, mudo y expectante.

Frank Grissom contestó:

-            ¿Y Torres? ¿Qué piensa hacer con Johnny Torres, valiente sheriff?

-            Lo mismo que contigo, Grissom. Echarle de aquí en cuanto ponga los pies.

-            ¿Echarle? ¿Echar a Johnny Torres de un pueblo? –el gun-man se echó a reír, con una risa nerviosa y aguda- ¿Está loco, sheriff? ¿Sabe quién es el “Chico loco”?

Doug, desde su posición, contestó:

-            Es posible que no se deje, pero hay formas muy seguras de convencer a la gente. Mis amigos Smith y Wesson son de lo más persuasivos…

Se tocó su par de revólveres y sonrió burlonamente.

Harry Shanto se estaba preguntando cuántas muertes se habían producido y seguirían produciéndose por falta de sentido.

-            Sheriff, si piensa enfrentarse a Johnny Torres está loco de remate –decía en ese momento Frank Alda-. Sus hombres se echarán sobre usted y le matarán de todas formas y sin posibilidad de error ¿comprende? No tiene ni una sola probabilidad de salir con vida.

-            Gracias por el consejo, amigo, pero eso es asunto nuestro. Ocúpate de tu revólver y deja los nuestros en paz, a menos que quieras unirte a nosotros. ¡Y ahora, lárgate!

Frank Grissom, por un momento, pareció sorprendido por el trato del sheriff, y luego un brillo colérico, el mismo que lució cuando mató a Conway, se pintó en sus ojos. Sin embargo, el pistolero era un hombre curtido y con experiencia, sabedor de cuándo se está en condición de luchar y cuándo no. Su brillo decreció, pero Shanto supo que desde entonces Ramsey tenía un peligroso enemigo.

-            Usted manda, sheriff –contestó-. Es posible que ese hombre que tiene detrás esté bendiciéndole por su intervención.

Dio media vuelta y desapareció, abriéndose paso por la hilera de curiosos.

Harry Shanto se quedó allí plantado, con expresión indefinible y la sensación de que el sheriff y sus hombres le habían salvado la vida.

Por un momento, y mientras la gente comenzaba a desfilar en todas direcciones, pareció una estatua, de rostro amargado y triste, y en su mente empezó a tomar forma la angustia que no había dejado de atormentarle en los últimos tiempos.

Su cabeza se empezó a llenar de las cavilaciones que siempre  le asaltaban, de un mar enfebrecido de pensamientos que amenazaban volverle loco.

El brillo de sus ojos comenzó a hacerse vítreo, y fue en ese instante cuando una voz juvenil sonó detrás de él, a su espalda:

-            Tuvo suerte, viejo. Grissom le hubiese llenado de plomo antes de que usted “sacase” su revólver.

Harry Shanto, de repente, se volvió y sus ojos se clavaron en el que hablara. Sus grises ojos que contemplaron frenéticos al muchacho, un tipo delgado y risueño, de cabello pajizo y sonrisa amplia. Se fijó en los revólveres, perfectamente engrasados, que le pendían muy bajos a ambos lados de la cintura y que sujetaba por correíllas de cuero. No supo apreciar de qué eran.

Ya no quedaba en la calle más que ellos dos, y ni siquiera los hombres de la ley habían esperado mucho. El joven volvió a hablar, al parecer divertido mientras apoyaba las manos sobre las culatas de sus novísimos revólveres.

-            Debería dar las gracias al sheriff, abuelo. Le salvó la vida hace un momento.

El cerebro de Shanto empezó ya a bullir fantásticamente. Sus nervios se destensaron y sintió una fuerza irresistible que le obligaba a beber. La misma fuerza que le asaltó después de aquella noche, en San Jacinto, y que desde entonces esporádicamente le embriagaba, haciéndole perder casi el sentido, la noción de las cosas.

Se olvidó del chico, de Frank Grissom, de todo. Lo único que en esos momentos tenía presente en sus ojos era una botella llena de licor, y se abalanzó, casi tambaleándose, al Saloon de Shermann.

Abrió los batientes, de un brusco empellón, buscando casi a tientas la barra y la fila multicolor de botellas alineadas detrás del mostrador.

Una larga hilera de cristal que hirió los ojos del hombre, como si una fuerza invisible le atrajese, incitándole a borrar con el líquido toda una vida de sufrimiento y huída.

Era como si en todo el Saloon solo hubiese la botella y Harry Shanto.

El alto ex-pistolero se hizo sitio entre los bebedores y sus manos, temblorosas ahora, buscaron con afán el whisky. Se llevó la botella a los labios y comenzó a tragar, sin un solo respiro, su contenido, sin paladear aquello que solo olvido significaba.

Los tipos que había en el Saloon se había echado atrás, contemplando la brusca entrada del hombre que poco antes había estado a punto de morir bajo el revólver de Frank Alda Grissom. El hombre alto de la tez tostada y los cabellos grises, del único y tremendo “Colt” de máximo calibre que parecía demasiado grande para ser “sacado” con rapidez, se aferraba a la botella con auténtico frenesí, y ni siquiera Sherman, tras la barra, se atrevió a decir nada.

La algarabía que los chicos del rancho Azcom formaban los sábados por la noche se había convertido esta vez en un ronco murmullo. Todos miraban al forastero con ojos extraviados mientras vaciaba, sin parar siquiera una vez, todo el contenido de whisky.

La escena duró tan solo un minuto. Al cabo del cual, Harry Shanto apoyó los codos en la barra y se quedó agarrado a ella, como si quisiera mantener el equilibrio que ahora le fallaba.

Sentía las nubes vaporosas del alcohol borrar de su frente toda imagen, todo recuerdo, y se sentía feliz en el oscuro abismo que se había apoderado de él. Eran manchas blancas, de algodón, las que llenaban su cerebro, y solo una especie de cansancio le embargaba, un cansancio que le incitaba a penetrar en ese abismo que tenía frente a sus ojos.

No sintió a Marge Collins entrar en el local, buscarle y abrazarse a él, intentando llevárselo de allí. Ni escuchó a Wilhem, el pianista, que a una señal de Sherman tocaba con ambas manos para intentar, de ese modo, serenar a la concurrencia.

No sentía nada. El pasado había dejado de existir para él, y eso era un descanso tremendo para su vida.

Harry Shanto miraba ahora el cielo blanco de Tejas, el sol más amarillo que nunca y una casa pequeña, allá en la lejanía, que parecía brillar, y con su brillo deslumbrarle.

Había fresnos a cada lado del camino, rosas rojas en el porche y una fila de violetas en la entrada de la casa, arriba de la puerta, como una multicolor bienvenida.

Entonces vio a Bessy.

Estaba enfrente de él, casi a su alcance, y sus ojos le miraban con amor, con dulzura, y la sensación de saberse junto a ella llenó al hombre de una brutal felicidad.

Gritó su nombre, se despojó ciegamente de los brazos que le enlazaban, que le impedían moverse y salir a su encuentro. Luchó un instante con alguien que le sujetaba, y se abrazó a ella que seguía mirándole con amor, con dulzura, dándose por entero a él como si nada hubiese cambiado.

Allí estaba Harry Shanto, borracho y visionario, perdido y casi viejo, luchando contra sí mismo, contra su propia vida que tan duramente le trataba.

Allí estaba Harry Shanto, loco y ebrio, abrazado a alguien que no conocía y gritando un nombre que era obsesión, que era delirio y tortura.

Pero nadie hizo nada. Todos miraban extrañados, absortos, la acción del alto forastero, y nadie, sin embargo, actuó.

Fue un joven rubio, delgado, de formidable y novísima artillería el que lo hizo. Despojó a Shanto de la mujer y luego lanzó su diestra, en un buen directo, que alcanzó en pleno rostro al ex-pistolero.

Harry Shanto se tambaleó, y su larga figura arrolló una mesa en su caída. Instintivamente, en un acto reflejo, su mano izquierda buscó torpemente el arma, el gigantesco revólver “Colt” 45 que llevaba en la cadera.

No llegó a apretar el limado gatillo. Cuando su zurda agarró la culata, y sus turbios ojos buscaron la estampa, clásica a la vez, del joven pistolero, ya curvaba éste el dedo sobre el disparador, sin necesidad de levantar el percutor, que automáticamente, se había elevado.

La bala salió certera, envuelta en fuego y en humo, y el disparo fue magnífico.

Más de un espectador quedó asombrado cuando vio el revólver de Harry Shanto brincar en el aire, como dotado de propia vida, arrancado limpiamente de su mano por el formidable tiro. Pero todos pudieron comprobar que aquel joven forastero, tranquilo y risueño, era muy bueno con el revólver, y la prueba que de ello había dado era lo suficientemente concluyente como para no admitir dudas.

Harry Shanto, quieto y vencido, tirado en el suelo y sin conocimiento, parecía más viejo que nunca.

CAPÍTULO QUINTO

DONDE SE PRUEBA QUE A VECES VALE MÁS QUE DOS UN SOLO REVÓLVER

 

El “Palace”, quizá el más lujoso Saloon de Amarillo, tenía unas luces brillantes, multicolores, que invitaban a empujar sus puertas.

Aquel hombre, de pelo negro y liso y un solo revólver en la izquierda, empujó los batientes con mano firme y se metió en el local, cuyo cargado ambiente era mezcla de olor a buen vino, mal whisky y grandes cigarros.

El individuo contempló con indiferencia el largo mostrador, el gran espejo ribeteado, la enorme araña colgada del techo, las mesas y la abigarrada concurrencia, en la que se veían personas de las más dispares clases sociales.

Pero no pareció interesarle. Sus ojos se habían clavado en el hombrecillo que hablaba, rodeado de oyentes, en un ángulo del Saloon, y sus labios esbozaron una corta sonrisa.

Jeremy Welch había cambiado mucho, y eso fue lo primero que notó el hombre del revólver a la izquierda. Pero seguía manteniendo su eterna costumbre de hablar por los codos, y su expresión satisfecha al hacerlo era la misma que seis años atrás.

Su pelo era aún más escaso ahora, las bolsas debajo de sus ojos habían aumentado y sus manos parecían temblorosas, como su piel, que se había arrugado por la parte del cuello.

Tenía la virtud de interesar a quién le escuchaba, y eso era obvio sin más que ver el nutrido auditorio que en esos momentos le rodeaba.

El tipo moreno cruzó el Saloon y se acodó en la gran barra, aprovechando un hueco entre la fila de bebedores. El barman se apresuró a servirle.

-            Whisky –dijo, y luego, acercándose al otro, susurró-: me llamo Lawrence.

El del mostrador fijó sus ojos en los negros y fríos del hombre que tenía enfrente.

-            ¿Steve Lawrence? Me suena ese nombre… pero no sé de qué

-            Da lo mismo. Busco a un hombre llamado Everitt, Sam Everitt. Lleva pantalón negro, camisa blanca, chaleco negro sin mangas y una cadena de reloj de oro en el bolsillo ¿le ha visto?

El barman puso cara de asombro y luego intentó esbozar una sonrisa.

-            Amigo, es como si me pregunta si he visto a Abraham Lincoln. Ese Everitt ¿no fue el hombre que mató a dos alguaciles en una sola noche en Tonopah? No le he visto por aquí, pero tenga usted presente que tengo su cabeza reproducida en un millar de pasquines… en cuanto apareciese por esa puerta le reconocería: ¿Sabe lo que dicen de él? Pues que es uno de los revólveres más rápidos de la frontera.

Steve Lawrence apreció no oír las últimas palabras del barman, y se volvió de espaldas a él, apoyando los codos en el mostrador. Desde allí podía oír perfectamente lo que, con voz un tanto engolada, decía en esos momentos Jeremy Welch.

Ahora Steve se echó el sombreo sobre los ojos y apoyó los índices de ambas manos en el cinturón de cuero negro del que colgaba la pistolera. Le pareció retroceder en el tiempo, al oír las palabras del viejo Welch. Las palabras que ya conocía, que había oído más de cien veces de los mismos labios y de las que podía dar su versión más autorizada después de la de Jeremy.

-            Yo lo vi, amigos, yo lo vi –decía el viejo- y creedme al principio me pareció imposible. Harry Shanto se tiró de costado, como un gato, y en el aire “sacó” su revólver “Colt” 45 en un movimiento fantástico. Recuerdo que muchos decían que era un revólver demasiado grande para “sacarlo” con rapidez, y eso mismo debió pensar Jeff Hellys, que con su par de “Colt” del 38 y su bien ganada fama en Arizona se creyó más bueno. El primer disparo de Shanto le dio en el pecho, y del golpazo debido al grueso calibre rompió el espejo de Saloon al chocar Hellys contra él –hizo una pausa y bebió un trago de whisky- ¡Aquellos sí que eran tiempos, muchachos! Aquel hombre era bueno, condenadamente bueno con el revólver. Si alguno de vosotros va a San Jacinto y entra en el Saloon de Pops Fowler verá el gran espejo roto casi en el centro y si preguntáis quién lo hizo os contestará “fue un hombre llamado Shanto, Harry Shanto. Hace seis años, desde el Crazy Women a las Rocosas, no hubo hombre más rápido que él con un revólver en la mano.

Steve Lawrence achicó los ojos y se echó el sombrero más a la cara, mientras, sin volverse, cogía un vaso de licor. Desde allí oyó cómo uno de los oyentes preguntaba:

-            ¿Usted cree que ese Harry Shanto, en sus buenos tiempos, sería capaz de enfrentarse a uno de los primeros gatillos de hoy? ¿A Everitt, a Skinner, a Rassendean, a Grissom…?

Welch se apresuró a servirse otro trago antes de contestar. La botella se había quedado vacía y la boca de Jeremy quedó quieta, mientas se encogía de hombros y miraba al suelo.

El que había preguntado se llegó a la barra, pagó una botella y se la puso a Welch delante de las narices, gesto que debió agradar al viejo porque su lengua se desató y siguió hablando:

-            Harry Shanto fue un gran tirador, pero los tiempos cambian y cada vez se exige más al buen pistolero. Los “ases” jóvenes de hoy quizá resulten más rápidos, aunque en su época fuese sin discusión el número uno. Recuerdo que en una ocasión oí decir a un pistolero que antes se precisaba más el disparo, y ahora está subordinado a la rapidez. Tal vez eso es debido a que en el 99 por ciento de las veces gana el que antes “saca” su revólver.

Una voz cantarina, de un niño casi, sonó entonces con la avidez propia de los pocos años.

-            ¿Quién se acuerda ya de esos tiempos tan antiguos? Hablemos de las pistolas de hoy, de los que hacen furor hoy en día en Tejas, California, Nevada… de Sam Everitt por ejemplo…

El viejo charlatán se dispuso a “trabajar” de nuevo, relatando o inventando nuevas maravillas que el whisky parecía dar a luz, cuando sus ojos se cruzaron con los de Lawrence. Fue un corto intervalo de tiempo, pero suficiente para que Welch dejase a sus oyentes un tanto decepcionados.

-            Lo siento, amigos, otro día será –dijo levantándose de la mesa- Ya sabéis que el viejo Welch está a vuestra disposición con solo ponerle delante un vaso de licor.

Algunos gruñeron algo por lo bajo, desencantados por la marcha del eterno hablador. El tipo que había pagado la última botella no pareció muy conforme.

-            Eh, amigo –dijo agarrando suavemente la camisa de Welch y obligándole a sentarse de nuevo- Tengo derecho a oír más cosas, con que ya puedes seguir dándole a la lengua ¿entendido? Una botella de whisky vale más que eso que nos has contado. Anda, sigue, viejo…

-            Bueno, bueno, sin avasallar –contestó chillonamente Jeremy-. Miró hacia Lawrence y dijo:

-            ¿Por qué no continuamos mañana? El caso es que es un poco tarde y…

Pero el otro no estaba dispuesto a dejarlo para luego. Apremió:

-            Lo siento, viejo. Habla por las buenas o por las malas.

Parecía algo bebido y eso puso nervioso a Welch. Era peligroso llevar la contraria a alguien que busca armar jaleo para divertirse, y aquel tipo lo buscaba sin más averiguaciones que mirar sus ojos. Welch, sin embargo, insistió:

-            Perdone, pero tengo que irme. Tome –depositó un par de dólares en la mesa- lo que le costó su botella.

Los anteriores oyentes se habían apartado de la mesa a una distancia prudencial, pero no se perdían detalle de lo que estaba ocurriendo. A más de uno le brillaba en los ojos el placer e una diversión a base de violencia.

El casi borracho miraba entre serio y risueño al viejo, y de un manotazo tiró el par de monedas, que rodaron por el suelo. Luego apoyó la mano en la botella y la esgrimió. Tomándola por el cuello.

Jeremy miró atónito la botella, y sus puntiagudas formas cuando quien la tenía la hizo chocar con el borde de la mesa.

Ahora todo el Saloon contemplaba la escena deseoso de presenciar en qué terminaba todo aquello, y sin que la intención de poner fin a la escena asomase a sus ojos. Esperaban ver correr al viejo perseguido por el vidrio cortante, y ante tal espectáculo más de uno sonrió de excitación.

Sin embargo, hubo algo fuera de programa. Una voz sureña, quizá de Tejas, que sonó desde la barra, con un timbre enérgico capaz de sorprender al más tranquilo.

La voz de un tipo moreno, de pelo negro y liso, y un magnífico revólver “Colt” en la izquierda.

-            Se podría cortar con eso, amigo. Es mejor que lo deje o su mamá le regañará.

El borracho se quedó parado, y el momento lo aprovechó Welch para, a una señal de Lawrence, situarse tras él. Luego, lentamente, se deslizaron hacia la puerta.

Los espectadores se sintieron defraudados, pero inmediatamente recobraron su alegría. Fue cuando el borracho, reaccionando, tiró la botella y apoyó sus manos en las culatas de sus revólveres.

-            No me gustó eso que dijo. Así que ya puede ir retirándolo si en algo aprecia su vida.

El barman se apresuró a esconderse tras el mostrador, y ante la eventualidad de un duelo se abrió un pasillo entre ambos contendientes, Welch, por su parte, se había apresurado a salir del Saloon.

-            No sea tonto, hijo –exclamó Steve Lawrence con duro acento-. No quiero hacerle daño y no se lo haré si no me obliga.

Era evidente que el desconocido no tenía ganas de lucha, pero fue eso precisamente lo que aumentó las de su contrario. Ni siquiera ver la forma de “llevar” el revólver pareció impresionarle. Sonrió:

-            Retire sus palabras o lo mato.

El Saloon parecía una tumba. Alguien, sin embargo, habló detrás:

-            ¡Cuidado Climb! ¡Ese tipo lleva el signo de Lawrence en la culata!

Eso pareció aumentar, si cabe, la emoción existente. Los ojos se clavaron en el arma del forastero, y en al muesca nacarada que se dibujaba sobre el pavonado del revólver.

El llamado Climb se excitó aun más y nerviosamente preguntó:

-            ¿Steve Lawrence?

Pero estaba demasiado bebido para razonar. Había llegado muy lejos, y ya no podía volverse atrás sabiéndose observado por más de cien pares de ojos.

Maldijo en voz baja, destellaron sus pupilas y bajaron sus manos.

Luego “sacó”.

Rabiosamente, tiró de sus armas, y los revólveres saltaron a la luz dispuestos a entonar su fúnebre concierto. Las manos de Climb buscaron su objetivo, poniendo toda su rapidez. Toda su ciencia, en servicio de la muerte.

Steve Lawrence siempre había dicho que dos revólveres eran muchos para un solo hombre.

Jeremy Welch, escondido tras los batientes recordó eso cuando vio los dos “Colt” en las manos del hombre que a punto estuvo de herirle. Recordó eso y también el vértigo que había en la mano izquierda de Lawrence, quizá el pistolero zurdo más completo de aquella región.

Ahora pudo refrescar ese vértigo, pudo observar su movimiento y encontrar inspiración real y magnífica para sus historias.

La mano izquierda de Lawrence se movió frenéticamente, casi imposible de seguir con la vista y de pronto se vio armada de un revólver pavonado cuya muesca nacarada muchos conocían.

La mano derecha golpeó el percutor dos veces, llenando el ambiente de olor a pólvora y a tragedia. Dos fogonazos que salieron de aquel revólver, envueltos en una estela de fuego, y que se hundieron en la carne de Climb con una fría y matemática precisión.

El signo de Lawrence quedó allí, flotando en el aire, y quien lo hizo  famoso repuso las dos balas gastadas en el tambor.

Ni uno solo de los espectadores se movió, y sus ojos recorrieron desde el cuerpo maltrecho de Climb, tirado sobre una mesa, a la figura del pistolero, tranquila y fuerte.

Había admiración en su expresión, y ni siquiera pareció importarle si Climb estaba muerto.

Fue Lawrence quien habló:

-            No morirá. Estará listo en tres días si ahora mismo le atiende un médico.

La gente siguió estática, contemplando al hombre que había baleado a Climb con una facilidad sorprendente.

Steve Lawrence devolvió el “Colt” a la funda con una habilidad característica y dirigió una última mirada al herido, que ya estaba siendo examinado por un individuo, al parecer médico, que había salido de la multitud.

El tabernero, entonces, pareció angustiado y preguntó en alta voz:

-            Forastero… ¿qué diré cuando venga el sheriff?

Lawrence sonrió. Se estaba preguntando a sí mismo que contestaría en su lugar uno de los “gallitos” del revólver, tan de moda en todo el Sudoeste.

Una voz infantil casi, asustada y admirativa, proveniente de un muchacho de esos que tanto admiraban a los hombres rápidos de la frontera sonó entonces:

-            Dile que Steve Lawrence lo hizo. Dile que lo hizo el más rápido “Colt” de todo Tejas.

Ahora, sin embargo, Lawrence se puso serio. Miró al chico con expresión dura y dijo:

-            Algún día te darás cuenta que matar es el oficio más repulsivo que existe, y el pistolero el ser más despreciable.

Steve Lawrence dio media vuelta, girando sobre los altos tacones, y desapareció por los batientes del Saloon. Fuera, con expresión preocupada, estaba Jeremy Welch, que al ver a Lawrence pareció aliviarse.

-            Estás en forma, Steve. Mejor aún que en San Jacinto.

Echaron a andar rápidamente hacia las caballerizas. Mientras lo hacían, Welch hablaba.

-            Se llama Tumba Crook, y está en la frontera mejicana, amuchas millas de Salt-Lake. Quizá cien. Hay un sheriff y dos comisarios, un solo rancho donde trabaja toda la población masculina, un almacén y un Saloon. Pocos habitantes, entre mejicanos y nuestros, y muy pacíficos. Creo que no han tenido preocupaciones desde su fundación.

-            ¿Quién es el sheriff?

-            Se llama Ramsey, y es buen tirador de rifle. Los otros dos no pasan de mediocres.

-            Es bastante –dijo Lawrence, mientras cruzaba el umbral de las cuadras-. Hay que darse prisa si queremos estar allí antes de la puesta de sol de mañana.

Miró a Welch y dijo:

-            Amigo, si esta noche fallo nos hubiésemos quedado sin viaje. Ha sido una estupidez exponerse por nada con riesgo de perder mucho.

Se dirigió a su caballo, un alazán de largas crines y comenzó a ponerle la silla. A su espalda sonó la voz de Welch.

-            Steve… ¿qué vamos a hacer en Tumba Crook?

Steve Lawrence, el pistolero, volvió el rostro y sus ojos negros brillaron en la noche. Su voz adquirió un duro tono cuando dijo:

-            Matar a un hombre. Alguien que ya conocemos, que se cruzó en nuestro camino hace seis años. ¿Recuerdas, Jeremy? Vamos a Tumba a matar a Johnny Torres.

 

CAPÍTULO SEXTO

EN EL CUAL APARECE AL FIN, EL MÁS FAMOSO BANDIDO DE LA FRONTERA

 

La habitación estaba casi a oscuras, y en la penumbra solo un rayo de luz proveniente de la ventana rompía la negrura, estrellándose contra el metal de la cama y arrancando un plateado reflejo.

Era ya tarde, cerca de la puesta de sol, y Harry Shanto seguía inconsciente sobre el lecho, abatido cuan largo era, mientras Marge Collins permanecía a su lado.

Marge esperaba el momento de que abriese los ojos, y miraba preocupada el gran reloj de pared que señalaba las seis. Faltaba poco para que alguien que tanto supuso en la vida del hombre arribase al pueblo, y Harry Shanto seguía allí, inconsciente, con la mano izquierda vendada y la expresión ausente.

Tarde y despacio. Tarde para volver atrás, para recordar la vida y la leyenda del hombre abatido y frágil ahora, y despacio en la acción que se necesitaba y que parecía imposible de realizar. Era muy tarde para volver a empezar, para enfrentar a un hombre con un pasado que le atormenta, y por eso Marge no decía nada, mientras Harry Shanto soñaba en la cama y su tostada piel se llenaba de sudor.

Marge se levantó y su mano descorrió en la ventana el débil visillo, mirando hacia la calle.

Estaba solitaria, completamente vacía y silenciosa, dando el aspecto de que algo terrible iba a ocurrir. Descubrió, casi tapado en un porche, la sólida figura del sheriff Ramsey, y un poco más allá la de Doug Wayne.

Estaba pensando qué es lo que iba a pasar allí, y el solo pensamiento de que Johnny Torres iba a aparecer la estremeció.

Fue en ese instante cuando algo se movió detrás de ella. Un leve roce que la puso en guardia, crispando sus facciones a la vez que una voz cantarina sonó:

-            Encantado, señorita. Mi nombre es Cleve Velsant, aunque algunos me dicen Cleve “Vanidad”.

Marge Collins se volvió lentamente, y se enfrentó con el chico que poco antes había desarmado a Harry Shanto en el Saloon.

Llevaba pantalón tejano y camisa a cuadros, y un magnífico par de revólveres atados por correíllas de cuero. El pelo rubio, pajizo, le caía hacia la cara y los ojos azules e infantiles la miraban candorosamente.

-            No, no creo que me conozca –sonrió-, pero la aseguro que no tardará en oír hablar de mí. ¿vio usted lo del Saloon? Le pegué al viejo grandullón en su revólver, y juraría que ni le toqué la mano.

Avanzó unos pasos y echó un vistazo a la cama. Dijo:

-            ¿Su marido?

Marge pasó del sobresalto a la ira. Miró colérica al joven y contestó:

-            Márchese inmediatamente de aquí o se arrepentirá.

Cleve “Vanidad” achicó los ojos cuando miró a la mujer.

-            ¿Ha oído usted hablar de San Everitt? ¿De Clint Rassendean? ¿Del “Blanco Missouri”? Yo llegaré a ser tan famoso como ellos, señorita, y entonces todo el que pronuncie mi nombre lo hará con temor y respeto.

Marge Collins le miró ahora con desprecio, y entreabrió los labios en una tenue sonrisa.

-            Usted delira. Debería decir a su niñera que no le deje jugar con armas de fuego. Podría quemarse.

El joven no pareció ofendido, y cerró los ojos mientras andaba lentamente en dirección a la ventana. Sin embargo, al llegar junto a Marge se movió velozmente, tomándola entre sus brazos y besándola con fuerza.

Luego se echó hacia atrás y se pasó una mano por el rubio cabello, mientras parecía reír con sus ojos.

-            ¿Decía? –preguntó.

Marge Collins se había quedado sorprendida por la rápida acción, y estaba visiblemente excitada aun cuando se repuso enseguida. Miró hacia la puerta de la habitación y llamó.

-            ¡Chris!

Estaba furiosa, pero al mismo tiempo interesada en saber quién era aquel joven que tan fulgurantemente había desarmado a Harry Shanto en el Saloon. Quería saber hasta donde era capaz de llegar con el revólver, y su innato instinto al decía que aquel no era, ni mucho menos, un cualquiera. En aquellas circunstancias un buen gatillo podía significar mucho para ella.

El tipo alto, desgarbado, fino de artillería “Colt” del 44 estaba allí, en el dintel de la puerta, con las manos no lejos de los revólveres. Chris Kovacs era la fiel estampa de un gun-man, y no era él, precisamente, quien tratase de disimularlo.

Miraba fríamente, con ese mirar impersonal y ausente del pistolero, cansado y aburrido, pero tenso y dispuesto a entrar en combate.

-            Lárgate, chico –dijo simplemente.

Cleve no pareció inmutarse, y siguió mirando a la dama sin darse por enterado. Marge Collins se retiró de la línea recta que unía a ambos y se quedó expectante.

-            No lo diré otra vez, muchacho. Si no te vas ahora mismo te mataré.

Marge se fijó en que las palabras de Kovacs no habían producido efecto alguno en el joven. Por el contrario, sin dejar de mirarla, susurró:

-            Amigo, está en un apuro. Quítese de la puerta o yo lo quitaré a balazos.

Ahora se volvió y se encaró con su oponente. Sus ojos brillaron, se endurecieron, y sus facciones tomaron una durísima expresión.

-            No tires a matar Chris –advirtió Marge Collins desde un rincón- Pero hazle daño para que no vuelva a gallear.

Cleve Velsant sonrió dulcemente, pero no dejó de observar al pistolero que tenía delante. Cuando sus músculos se tensaron al máximo y sus manos se dispusieron a buscar los revólveres, algo sucedió. Fue el trote de un caballo sonido que en el enorme silencio de la tarde subió hasta la ventana. Pero acompañado de algo especial, algo que heló la sangre en las venas a Marge Collins.

Fue el tintineo de unas campanitas, sonando al compás de las patas del caballo. Las campanitas de plata en las espuelas, usadas tan solo por un hombre cuya sola presencia ponía espanto en los ojos.

En toda la frontera se conocía aquel sonido que acompañaba al hombre a donde quiera que fuese. Y en toda la frontera se tenía aquel sonido, como si solo muerte anunciase y solo a muerte invitase.

Marge Collins se precipitó hacia la ventana y Cleve la imitó. Kovacs desapareció por el umbral de la puerta.

No necesitaba mirar, no necesitaba ver la estampa inconfundible, morena y nerviosa, del hombre más rápido con el revólver que jamás había visto. Alto y nervudo, de fieros ojos y nariz de halcón, de piel de bronce y largo pelo negro, de extraordinarios revólveres “Colt” modelo Frontier, de doble acción y plagados de muescas.

Johnny Torres, el más tremendo pistolero que había conocido estaba allá abajo, solo y tranquilo, y el tintineo de sus espuelas pareció llenar la calle cuando, de un ágil salto, desmontó.

Marge reprimió un ahogado sollozo, impresionada, y volvió rápidamente el rostro hacia atrás, donde Harry Shanto permanecía dormido. Sus grandes ojos verdes, endurecidos por la vida, llevaban sin menosprecio a la lucha y al dolor, parecieron velarse, y se centraron de nuevo sobre la inconfundible estampa del mejicano que, como una fiera tensa y dispuesta a la violencia, permanecía estático en el centro de la calle.

Ni al sheriff ni sus ayudantes parecieron actuar. Por un momento se quedaron rígidos, aunque enseguida se oyeron los fuertes pasos de Doug Wayne, que a una señal de Ramsey se acercaba al mejicano.

Cleve Velsant, aquel jovenzuelo sin miedo a nada al parecer y de suma habilidad con el revólver no perdía detalle de lo que estaba ocurriendo en la calle. Sus ojos celestes seguían con fijeza el desarrollo de la escena cuando ya Wayne, manos sobre las culatas, se enfrentaba al famoso bandido.

El silencio era impresionante, y sin embargo más de un centenar de ojos seguían con avidez aquel encuentro. Sabiéndose protagonista del más grande suceso de su vida, Doug Wayne se paró en seco, alzó la voz y a sí habló a Johnny Torres.

-            Fuera de Tumba, Torres. Vuélvete hacia donde has venido, y no se te ocurra volver a pisar este suelo.

En el porche vecino se oyó el chasquido del rifle de Ramsey al ser amartillado, y su posición, casi casualmente como tantas veces, era una recta hacia el corazón del mejicano. Si de algo podría presumir Tumba Crook de aquel momento en adelante, era de haber sido el único pueblo que viese a Johnny Torres enfrentarse a la ley sin su famosa cuadrilla.

Centenares de ojos escrutaron las facciones, graníticas del pistolero, y la postura característica, echado hacia atrás con los brazos colgando, del hombre cuya risa sonaba ahora al reto del comisario.

Johnny Torres, el “Chico loco”, miró el corazón de Doug Wayne como si pensase colocar en aquel sitio una de sus preciosas balas. Luego habló, por vez primera en aquel pueblo, y por enésima a los oídos de Marge:

-            Quita de en medio, monigote. No me hagas perder el tiempo.

El comisario estaba lo suficientemente nervioso como para engallarse con el mismísimo Johnny Torres.

Aún así, necesitó mirar atrás y ver el rifle de Ramsey para decir:

-            Tienes un minuto para salir del pueblo. Frank Grissom ya lo hizo anoche.

Johnny Torres, por encima del hombreo de Wayne miraba al sheriff y a Clyde Queenan. En un segundo se había dado cuenta de que aquello era una ratonera, pero tan débil que casi sintió deseos de reír. Marge Collins, junto al joven Velsant creyó que lo haría, a ver el gesto burlón, atrevido y despótico del mejicano. Lo que la alarmó profundamente fue la presencia de un tercero en la misma ventana.

Harry Shanto estaba allí, desencajado, pálido y febril, mirando ávidamente la calle y en ella la estampa fiera del bandido. Estaba allí, absorto como una estatua, fijando los grises ojos, como metal fundido, en aquel personaje casi legendario.

En su mortal enemigo.

Marge no supo qué hacer. Por un momento pensó echarse hacia él, impedir que Torres le viera. Pero no lo hizo. Solo pudo contemplar la imagen férrea, esculpida en hielo, los ojos diabólicos que parecían pedir sangre, la expresión indefinible, tremendamente violenta y fiera.

¿Qué pasaba en esos momentos, por la mente de Harry Shanto?

El hombre que fue famoso años atrás, que hizo furor con el revólver, estaba consumido por una fiebre física, que ardía en su frente, y otra más dura, más intensa que le ardía en los ojos, en el pecho y le llegaba hasta el alma. Harry Shanto pensaba mil cosas, recordaba entre el muro gris,  nebuloso de la fiebre, y la visión del “Chico loco” allá abajo, al alcance de sus manos, le trastornó.

Allí estaba el hombre que había destrozado su vida, y no solo la sangre sino su propio cerebro pidió matar, olvidando el miedo, la obsesión terrible que el solo nombre de Johnny Torres significaba.

Allí abajo estaba el demonio que pudo con el Shanto, que marcó a fuego su vida con el signo de la ruina, la huida, el desprecio y la nada. A través de la bruma de la fiebre, sin raciocinio, sin voluntad, sin inteligencia, actuando como un animal herido que la venganza, tan solo, inspira y da vida. Harry Shanto, el legendario matador de Jeff Hellys, el más famoso pistolero de los viejos tiempos, quiso matar. Por encima de aquella trágica obsesión, de aquella eterna huida, estaba el odio, el salvaje y despiadado odio actuando a impulsos de su sangre.

Harry Shanto, como un vendaval, alcanzó su revólver y lo ciñó a su cintura.

Harry Shanto, el ex-pistolero, se fue a la calle en busca de la muerte.

                                                                                                                                                                      © Javier de Lucas