A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
CAPÍTULO CUARTO
EN EL QUE SE CONOCE LIGERAMENTE A FRANK GRISSOM,
NUMERO UNO DE NUEVO MEJICO
Harry Shanto se quedó
inmóvil, como una roca y sus ojos se centraron en la ventana de la habitación,
que estaba entreabierta.
Luego avanzó, sigilosamente,
y descorriendo la cortina miró a la calle.
Allí, en el centro,
completamente solo, estaba el hombre que mató a Larry Conway, el más famoso
pistolero de Nuevo Méjico que llegaba un día antes, con su proverbial
exactitud, a saldar la cuenta pendiente que tenía con Johnny Torres.
Frank Grissom, con su negro y
característico atuendo, su revólver “Smith & Wesson” de cacha blanca
nacarada, y su mirada fría, distante y profunda a la vez, estaba allí abajo, y
su sola presencia había bastado para despejar la calle.
La mano de Harry Shanto dejó
la cortina, y echó a andar en dirección a la puerta, Marge le detuvo.
-
¿Qué quiere? -preguntó.
-
No lo sé. Supongo que
nada bueno. Quédate aquí, Marge, y no cometas imprudencias. Recuerda que Frank
Grissom no es un cualquiera.
-
Ten cuidado, Harry –susurró.
Él sonrió torvamente. Sus
ojos grises parecían ahora tristes y apagados.
-
No temas, Marge. No
ocurrirá nada, pero de todas formas no daré ocasión a que Grissom saque su
revólver. Así no tendrás que presenciar la muerte de Harry Shanto, un hombre
viejo y lento en comparación con Frank Grissom…
Ella no contestó, pero se
acercó a él y le dio un rápido beso. El hombre no se inmutó lo más mínimo y
Marge Collins tuvo la sensación de haber besado una estatua.
Cuando él salió, corrió hacia
la ventana y desvió las cortinas de sus ojos. Por los cristales distinguió sin
esfuerzo la enlutada figura del gun-man de Nuevo Méjico, y sin querer sintió un
escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Una angustia casi, cuando la puerta del
Hotel se abrió y un hombre alto salió a la calle.
Un hombre de tez tostada,
ojos grises y revólver “colt” 45 en la cadera izquierda.
Un hombre que fue famoso en
el Sudoeste seis años atrás.
El único hombre que Marge
Collins había amado en su vida.
Harry Shanto.
Las noches de Tumba Crook
eran frías, y un viento procedente del este azotó el rostro del ex-pistolero.
Un viento quizá menos frío de lo que a Shanto le pareció, pero su piel
acostumbrada a todos los rigores ni siquiera tembló un solo instante.
Andaba lento, con esa
lentitud tranquila que exhibiese adonde quiera que iba. Se quedó plantado en
medio de la calle, mirando hacia delante, hacia el típico aspecto del gun-man
de Nuevo Méjico.
En los porches se agrupaban
curiosos, gente de Azcom y mejicanos asustados que veían por vez primera hombres
extraños en el pueblo. Ni siquiera sabían quién era Frank Alda Grissom, un tipo
casi célebre, y mucho menos aquel hombre alto de cabellos grises que parecía llevar marcado en los ojos el
signo de la amargura.
El gun-man tenía las manos
sobre la hebilla de plata del cinturón y habló con voz grave, profunda, de modo
que todos le oyeron.
-
Harry Shanto… ¡cuánto
tiempo!
-
Sí Frank, mucho tiempo.
Siete años atrás, en San Jacinto.
Grissom sonrió entonces,
entre dientes, sin dejar de observar a su contrario.
-
Aquel sheriff temible,
el que limpió el pueblo en un solo día, matando nada menos que tres hombres. El
mismo que desapareció sin dejar rastro, que se apartó del mundo del revólver
cuando estaba en su mejor momento… ¡qué lástima! Steve Lawrence dijo que Tejas perdía
uno de sus mejores hombres, uno de los más rápidos.
Harry Shanto descubrió
enseguida el tono de burla del pistolero, con solo distinguir el brillo
divertido de sus ojos.
-
Recuerdo una noche
–siguió Grissom- parecida a esta, cuando un sheriff me desarmó por la espalda y
me metió en la cárcel por el solo motivo de llevar un arma en el cinto. Me
cogió por sorpresa, no dio ocasión a que me defendiera y me encerró como a un
perro…
-
Tienes buena memoria,
Frank. Hace siete años de aquello.
-
El mismo sheriff que
otra noche realizó la acción más cobarde que se recuerda en la frontera
–escupió las palabras-. Una estrella al pecho da seguridad ¿eh Shanto? ¿Qué tal
te sienta ahora no llevarla?
Harry Shanto miraba
tristemente hacia delante, con esos ojos que a veces parecían duros y fuertes y
a veces cansados y sin brillo. Miró al gun-man de Nuevo Méjico con la sensación
de ser una materialización de su propia amargura.
-
Ahora no llevo la
estrella. La perdí una vez y ya es tarde para recuperarla.
-
Demasiado tarde, amigo.
Es peligroso ser sheriff, porque crea enemistades que los hombres rencorosos no
olvidan fácilmente. Aunque aquel sheriff se haya convertido en un viejo
pistolero sin oficio.
Harry Shanto sintió un dolor,
una sensación de malestar que le hizo volver la cabeza y mirar hacia la ventana donde Marge veía y
escuchaba el desarrollo de la entrevista. Sintió lo mismo que otras veces, lo
de siempre quizá, una náusea de sí mismo cebada a lo largo de seis años.
Miró a Grissom, un buen
pistolero que veía un fácil blanco y una oportunidad de cobrar la vieja cuenta,
y miro su revólver, aquel “Smith & Wesson” que liquidó a Conway en Nuevo
Méjico. Quizá lo único que sintió ahora fueron los ojos verdes, maravillosos de
Marge Collins clavados en su espalda.
Los ojos que esperaban ver en
acción la mano izquierda que causó sensación seis años antes. Que esperaron el
gesto duro, el brillo terrible, la rapidez diabólica del hombre que la había
perdido quizá, que se había transformado por un recuerdo que nunca dejó de
perseguirle.
Que esperaron lo que había
hecho famoso al ex-sheriff de San Jacinto.
Harry Shanto se estaba
preguntando por qué hombres como Grissom sentían placer en matar, solo por eso,
poniendo razones absurdas para hacerlo o simplemente “sacando” el revólver.
Se preguntó porqué Alda
Grissom quería matarle por algo tan lejano que ya lo había olvidado, y de
repente miró con odio al enlutado gun-man. Miró con odio a un hombre rápido que
fiado de su fuerza se permitía insultarle y hacerle daño en lo más honde de sus
ser, y el brillo que sus ojos pintaron fue distinto, fue terrible cuando
deslumbraron al pistolero.
Frank Grissom se echó hacia
atrás y dejó la mano izquierda colgando, mientras la derecha acariciaba la
culata de su revólver.
Harry Shanto no se movió,
pero su rostro parecía ahora esculpido en piedra.
Cuando Marge Collins vio la
mano izquierda de Shanto abrirse y cerrarse repetidamente, supo que después de
seis años aquel hombre iba de nuevo a “sacar” su revólver.
Vio la mueca complacida en el
rostro de Grissom, satisfecho de haber logrado su objetivo, y de pronto se dio
cuenta que ya no era Harry Shanto quien estaba delante del gun-man de Nuevo
Méjico. Ya no era el pistolero temible, el hombre de la mano izquierda más
rápida que el rayo, sino el hombre cansado, triste, que está de vuelta de todo.
Le vio tan inferior a Frank
Grissom que gritó, con fuerza, con desesperación:
-
¡Harry, no…!
Sin embargo nadie pareció
oírla. Ni siquiera la abigarrada concurrencia que llenaba la porchada de las
casas.
Fue en ese instante cuando
sonó una voz, sonora y burlona, que oyeron todos.
-
Si pretende “sacar” su
revólver es mejor que vaya desistiendo de esa idea, Frank Grissom. En este
pueblo solo dispara el sheriff, el señor Queenan y el hijo tonto de mamá Wayne…
Doug, -con las manos sobre el cinturón y apoyado en una columna del porchado
remató-: Que soy yo, claro.
Grissom vio la estrella de
cinco puntas sobre el pecho del hombre que había hablado, y miró hacia la
dirección opuesta, donde Clyde Queenan jugueteaba con un revólver “Colt”. No
supo a ciencia cierta qué hacer, pero Phil Ramsey, el sheriff de Tumba Crook,
le iba a sacar de dudas inmediatamente.
Avanzó por la calle, con el
rifle en la mano derecha, y se situó en medio de ambos contendientes.
Hizo una señal y Doug se
apresuró a colocarse detrás del gun-man de Nuevo Méjico.
Marge Collins cerró los ojos,
y su expresión tomó una enorme sensación de alivio. Se apoyó en la pared de la
habitación, intentando serenarse, y luego volvió a la ventana para ver y
escuchar lo que el sheriff iba a decir.
Ramsey tenía enfrente a uno
de los primeros gatillos de Nuevo Méjico, y aunque su mano estaba firme sobre
el rifle, sentía una ligera sensación de inferioridad. Se dijo que si Grissom
intentaba llegar a las armas, por muy rápido que fuese, le metería una bala en
la cabeza sin más movimiento que tensar el dedo corazón de su diestra.
-
Alda Grissom –su voz
sonó fuerte y autoritaria-. Mañana al amanecer saldrás de Tumba tanto si te
gusta como si no. Es norma de mis muchachos y mía que se niegue la entrada de
matarifes en este pueblo, y como no hay nadie que nos pueda llevar la
contraria, esa norma es ley ¿De acuerdo?
Amartilló el rifle y el
chasquido fue lo suficientemente persuasivo para que Grissom se estuviese
quieto.
Harry Shanto, casi sin ser
prestado atención, estaba detrás, mudo y expectante.
Frank Grissom contestó:
-
¿Y Torres? ¿Qué piensa
hacer con Johnny Torres, valiente sheriff?
-
Lo mismo que contigo,
Grissom. Echarle de aquí en cuanto ponga los pies.
-
¿Echarle? ¿Echar a
Johnny Torres de un pueblo? –el gun-man se echó a reír, con una risa nerviosa y
aguda- ¿Está loco, sheriff? ¿Sabe quién es el “Chico loco”?
Doug, desde su posición,
contestó:
-
Es posible que no se
deje, pero hay formas muy seguras de convencer a la gente. Mis amigos Smith y
Wesson son de lo más persuasivos…
Se tocó su par de revólveres
y sonrió burlonamente.
Harry Shanto se estaba
preguntando cuántas muertes se habían producido y seguirían produciéndose por
falta de sentido.
-
Sheriff, si piensa
enfrentarse a Johnny Torres está loco de remate –decía en ese momento Frank
Alda-. Sus hombres se echarán sobre usted y le matarán de todas formas y sin
posibilidad de error ¿comprende? No tiene ni una sola probabilidad de salir con
vida.
-
Gracias por el consejo,
amigo, pero eso es asunto nuestro. Ocúpate de tu revólver y deja los nuestros
en paz, a menos que quieras unirte a nosotros. ¡Y ahora, lárgate!
Frank Grissom, por un
momento, pareció sorprendido por el trato del sheriff, y luego un brillo
colérico, el mismo que lució cuando mató a Conway, se pintó en sus ojos. Sin
embargo, el pistolero era un hombre curtido y con experiencia, sabedor de
cuándo se está en condición de luchar y cuándo no. Su brillo decreció, pero
Shanto supo que desde entonces Ramsey tenía un peligroso enemigo.
-
Usted manda, sheriff
–contestó-. Es posible que ese hombre que tiene detrás esté bendiciéndole por
su intervención.
Dio media vuelta y
desapareció, abriéndose paso por la hilera de curiosos.
Harry Shanto se quedó allí
plantado, con expresión indefinible y la sensación de que el sheriff y sus
hombres le habían salvado la vida.
Por un momento, y mientras la
gente comenzaba a desfilar en todas direcciones, pareció una estatua, de rostro
amargado y triste, y en su mente empezó a tomar forma la angustia que no había
dejado de atormentarle en los últimos tiempos.
Su cabeza se empezó a llenar
de las cavilaciones que siempre le
asaltaban, de un mar enfebrecido de pensamientos que amenazaban volverle loco.
El brillo de sus ojos comenzó
a hacerse vítreo, y fue en ese instante cuando una voz juvenil sonó detrás de
él, a su espalda:
-
Tuvo suerte, viejo.
Grissom le hubiese llenado de plomo antes de que usted “sacase” su revólver.
Harry Shanto, de repente, se
volvió y sus ojos se clavaron en el que hablara. Sus grises ojos que contemplaron
frenéticos al muchacho, un tipo delgado y risueño, de cabello pajizo y sonrisa
amplia. Se fijó en los revólveres, perfectamente engrasados, que le pendían muy
bajos a ambos lados de la cintura y que sujetaba por correíllas de cuero. No
supo apreciar de qué eran.
Ya no quedaba en la calle más
que ellos dos, y ni siquiera los hombres de la ley habían esperado mucho. El
joven volvió a hablar, al parecer divertido mientras apoyaba las manos sobre
las culatas de sus novísimos revólveres.
-
Debería dar las gracias
al sheriff, abuelo. Le salvó la vida hace un momento.
El cerebro de Shanto empezó
ya a bullir fantásticamente. Sus nervios se destensaron y sintió una fuerza
irresistible que le obligaba a beber. La misma fuerza que le asaltó después de
aquella noche, en San Jacinto, y que desde entonces esporádicamente le
embriagaba, haciéndole perder casi el sentido, la noción de las cosas.
Se olvidó del chico, de Frank
Grissom, de todo. Lo único que en esos momentos tenía presente en sus ojos era
una botella llena de licor, y se abalanzó, casi tambaleándose, al Saloon de
Shermann.
Abrió los batientes, de un
brusco empellón, buscando casi a tientas la barra y la fila multicolor de
botellas alineadas detrás del mostrador.
Una larga hilera de cristal
que hirió los ojos del hombre, como si una fuerza invisible le atrajese,
incitándole a borrar con el líquido toda una vida de sufrimiento y huída.
Era como si en todo el Saloon
solo hubiese la botella y Harry Shanto.
El alto ex-pistolero se hizo
sitio entre los bebedores y sus manos, temblorosas ahora, buscaron con afán el
whisky. Se llevó la botella a los labios y comenzó a tragar, sin un solo
respiro, su contenido, sin paladear aquello que solo olvido significaba.
Los tipos que había en el
Saloon se había echado atrás, contemplando la brusca entrada del hombre que
poco antes había estado a punto de morir bajo el revólver de Frank Alda
Grissom. El hombre alto de la tez tostada y los cabellos grises, del único y
tremendo “Colt” de máximo calibre que parecía demasiado grande para ser
“sacado” con rapidez, se aferraba a la botella con auténtico frenesí, y ni
siquiera Sherman, tras la barra, se atrevió a decir nada.
La algarabía que los chicos
del rancho Azcom formaban los sábados por la noche se había convertido esta vez
en un ronco murmullo. Todos miraban al forastero con ojos extraviados mientras
vaciaba, sin parar siquiera una vez, todo el contenido de whisky.
La escena duró tan solo un
minuto. Al cabo del cual, Harry Shanto apoyó los codos en la barra y se quedó
agarrado a ella, como si quisiera mantener el equilibrio que ahora le fallaba.
Sentía las nubes vaporosas
del alcohol borrar de su frente toda imagen, todo recuerdo, y se sentía feliz
en el oscuro abismo que se había apoderado de él. Eran manchas blancas, de
algodón, las que llenaban su cerebro, y solo una especie de cansancio le
embargaba, un cansancio que le incitaba a penetrar en ese abismo que tenía
frente a sus ojos.
No sintió a Marge Collins
entrar en el local, buscarle y abrazarse a él, intentando llevárselo de allí.
Ni escuchó a Wilhem, el pianista, que a una señal de Sherman tocaba con ambas
manos para intentar, de ese modo, serenar a la concurrencia.
No sentía nada. El pasado
había dejado de existir para él, y eso era un descanso tremendo para su vida.
Harry Shanto miraba ahora el
cielo blanco de Tejas, el sol más amarillo que nunca y una casa pequeña, allá
en la lejanía, que parecía brillar, y con su brillo deslumbrarle.
Había fresnos a cada lado del
camino, rosas rojas en el porche y una fila de violetas en la entrada de la
casa, arriba de la puerta, como una multicolor bienvenida.
Entonces vio a Bessy.
Estaba enfrente de él, casi a
su alcance, y sus ojos le miraban con amor, con dulzura, y la sensación de
saberse junto a ella llenó al hombre de una brutal felicidad.
Gritó su nombre, se despojó
ciegamente de los brazos que le enlazaban, que le impedían moverse y salir a su
encuentro. Luchó un instante con alguien que le sujetaba, y se abrazó a ella
que seguía mirándole con amor, con dulzura, dándose por entero a él como si
nada hubiese cambiado.
Allí estaba Harry Shanto,
borracho y visionario, perdido y casi viejo, luchando contra sí mismo, contra
su propia vida que tan duramente le trataba.
Allí estaba Harry Shanto,
loco y ebrio, abrazado a alguien que no conocía y gritando un nombre que era
obsesión, que era delirio y tortura.
Pero nadie hizo nada. Todos
miraban extrañados, absortos, la acción del alto forastero, y nadie, sin
embargo, actuó.
Fue un joven rubio, delgado,
de formidable y novísima artillería el que lo hizo. Despojó a Shanto de la
mujer y luego lanzó su diestra, en un buen directo, que alcanzó en pleno rostro
al ex-pistolero.
Harry Shanto se tambaleó, y
su larga figura arrolló una mesa en su caída. Instintivamente, en un acto
reflejo, su mano izquierda buscó torpemente el arma, el gigantesco revólver
“Colt” 45 que llevaba en la cadera.
No llegó a apretar el limado
gatillo. Cuando su zurda agarró la culata, y sus turbios ojos buscaron la
estampa, clásica a la vez, del joven pistolero, ya curvaba éste el dedo sobre
el disparador, sin necesidad de levantar el percutor, que automáticamente, se
había elevado.
La bala salió certera,
envuelta en fuego y en humo, y el disparo fue magnífico.
Más de un espectador quedó
asombrado cuando vio el revólver de Harry Shanto brincar en el aire, como
dotado de propia vida, arrancado limpiamente de su mano por el formidable tiro.
Pero todos pudieron comprobar que aquel joven forastero, tranquilo y risueño,
era muy bueno con el revólver, y la prueba que de ello había dado era lo
suficientemente concluyente como para no admitir dudas.
Harry Shanto, quieto y
vencido, tirado en el suelo y sin conocimiento, parecía más viejo que nunca.
CAPÍTULO QUINTO
DONDE SE PRUEBA QUE A
VECES VALE MÁS QUE DOS UN SOLO REVÓLVER
El “Palace”, quizá el más
lujoso Saloon de Amarillo, tenía unas luces brillantes, multicolores, que
invitaban a empujar sus puertas.
Aquel hombre, de pelo negro y
liso y un solo revólver en la izquierda, empujó los batientes con mano firme y
se metió en el local, cuyo cargado ambiente era mezcla de olor a buen vino, mal
whisky y grandes cigarros.
El individuo contempló con
indiferencia el largo mostrador, el gran espejo ribeteado, la enorme araña
colgada del techo, las mesas y la abigarrada concurrencia, en la que se veían
personas de las más dispares clases sociales.
Pero no pareció interesarle.
Sus ojos se habían clavado en el hombrecillo que hablaba, rodeado de oyentes,
en un ángulo del Saloon, y sus labios esbozaron una corta sonrisa.
Jeremy Welch había cambiado
mucho, y eso fue lo primero que notó el hombre del revólver a la izquierda.
Pero seguía manteniendo su eterna costumbre de hablar por los codos, y su
expresión satisfecha al hacerlo era la misma que seis años atrás.
Su pelo era aún más escaso
ahora, las bolsas debajo de sus ojos habían aumentado y sus manos parecían
temblorosas, como su piel, que se había arrugado por la parte del cuello.
Tenía la virtud de interesar
a quién le escuchaba, y eso era obvio sin más que ver el nutrido auditorio que
en esos momentos le rodeaba.
El tipo moreno cruzó el
Saloon y se acodó en la gran barra, aprovechando un hueco entre la fila de
bebedores. El barman se apresuró a servirle.
-
Whisky –dijo, y luego,
acercándose al otro, susurró-: me llamo Lawrence.
El del mostrador fijó sus
ojos en los negros y fríos del hombre que tenía enfrente.
-
¿Steve Lawrence? Me
suena ese nombre… pero no sé de qué
-
Da lo mismo. Busco a un
hombre llamado Everitt, Sam Everitt. Lleva pantalón negro, camisa blanca,
chaleco negro sin mangas y una cadena de reloj de oro en el bolsillo ¿le ha
visto?
El barman puso cara de
asombro y luego intentó esbozar una sonrisa.
-
Amigo, es como si me
pregunta si he visto a Abraham Lincoln. Ese Everitt ¿no fue el hombre que mató
a dos alguaciles en una sola noche en Tonopah? No le he visto por aquí, pero
tenga usted presente que tengo su cabeza reproducida en un millar de pasquines…
en cuanto apareciese por esa puerta le reconocería: ¿Sabe lo que dicen de él?
Pues que es uno de los revólveres más rápidos de la frontera.
Steve Lawrence apreció no oír
las últimas palabras del barman, y se volvió de espaldas a él, apoyando los
codos en el mostrador. Desde allí podía oír perfectamente lo que, con voz un
tanto engolada, decía en esos momentos Jeremy Welch.
Ahora Steve se echó el sombreo
sobre los ojos y apoyó los índices de ambas manos en el cinturón de cuero negro
del que colgaba la pistolera. Le pareció retroceder en el tiempo, al oír las
palabras del viejo Welch. Las palabras que ya conocía, que había oído más de
cien veces de los mismos labios y de las que podía dar su versión más
autorizada después de la de Jeremy.
-
Yo lo vi, amigos, yo lo
vi –decía el viejo- y creedme al principio me pareció imposible. Harry Shanto
se tiró de costado, como un gato, y en el aire “sacó” su revólver “Colt” 45 en
un movimiento fantástico. Recuerdo que muchos decían que era un revólver
demasiado grande para “sacarlo” con rapidez, y eso mismo debió pensar Jeff
Hellys, que con su par de “Colt” del 38 y su bien ganada fama en Arizona se
creyó más bueno. El primer disparo de Shanto le dio en el pecho, y del golpazo
debido al grueso calibre rompió el espejo de Saloon al chocar Hellys contra él
–hizo una pausa y bebió un trago de whisky- ¡Aquellos sí que eran tiempos,
muchachos! Aquel hombre era bueno, condenadamente bueno con el revólver. Si
alguno de vosotros va a San Jacinto y entra en el Saloon de Pops Fowler verá el
gran espejo roto casi en el centro y si preguntáis quién lo hizo os contestará
“fue un hombre llamado Shanto, Harry Shanto. Hace seis años, desde el Crazy
Women a las Rocosas, no hubo hombre más rápido que él con un revólver en la
mano.
Steve Lawrence achicó los
ojos y se echó el sombrero más a la cara, mientras, sin volverse, cogía un vaso
de licor. Desde allí oyó cómo uno de los oyentes preguntaba:
-
¿Usted cree que ese
Harry Shanto, en sus buenos tiempos, sería capaz de enfrentarse a uno de los
primeros gatillos de hoy? ¿A Everitt, a Skinner, a Rassendean, a Grissom…?
Welch se apresuró a servirse
otro trago antes de contestar. La botella se había quedado vacía y la boca de
Jeremy quedó quieta, mientas se encogía de hombros y miraba al suelo.
El que había preguntado se
llegó a la barra, pagó una botella y se la puso a Welch delante de las narices,
gesto que debió agradar al viejo porque su lengua se desató y siguió hablando:
-
Harry Shanto fue un
gran tirador, pero los tiempos cambian y cada vez se exige más al buen
pistolero. Los “ases” jóvenes de hoy quizá resulten más rápidos, aunque en su
época fuese sin discusión el número uno. Recuerdo que en una ocasión oí decir a
un pistolero que antes se precisaba más el disparo, y ahora está subordinado a
la rapidez. Tal vez eso es debido a que en el 99 por ciento de las veces gana
el que antes “saca” su revólver.
Una voz cantarina, de un niño
casi, sonó entonces con la avidez propia de los pocos años.
-
¿Quién se acuerda ya de
esos tiempos tan antiguos? Hablemos de las pistolas de hoy, de los que hacen
furor hoy en día en Tejas, California, Nevada… de Sam Everitt por ejemplo…
El viejo charlatán se dispuso
a “trabajar” de nuevo, relatando o inventando nuevas maravillas que el whisky
parecía dar a luz, cuando sus ojos se cruzaron con los de Lawrence. Fue un
corto intervalo de tiempo, pero suficiente para que Welch dejase a sus oyentes
un tanto decepcionados.
-
Lo siento, amigos, otro
día será –dijo levantándose de la mesa- Ya sabéis que el viejo Welch está a
vuestra disposición con solo ponerle delante un vaso de licor.
Algunos gruñeron algo por lo
bajo, desencantados por la marcha del eterno hablador. El tipo que había pagado
la última botella no pareció muy conforme.
-
Eh, amigo –dijo
agarrando suavemente la camisa de Welch y obligándole a sentarse de nuevo-
Tengo derecho a oír más cosas, con que ya puedes seguir dándole a la lengua
¿entendido? Una botella de whisky vale más que eso que nos has contado. Anda,
sigue, viejo…
-
Bueno, bueno, sin
avasallar –contestó chillonamente Jeremy-. Miró hacia Lawrence y dijo:
-
¿Por qué no continuamos
mañana? El caso es que es un poco tarde y…
Pero el otro no estaba
dispuesto a dejarlo para luego. Apremió:
-
Lo siento, viejo. Habla
por las buenas o por las malas.
Parecía algo bebido y eso
puso nervioso a Welch. Era peligroso llevar la contraria a alguien que busca
armar jaleo para divertirse, y aquel tipo lo buscaba sin más averiguaciones que
mirar sus ojos. Welch, sin embargo, insistió:
-
Perdone, pero tengo que
irme. Tome –depositó un par de dólares en la mesa- lo que le costó su botella.
Los anteriores oyentes se
habían apartado de la mesa a una distancia prudencial, pero no se perdían
detalle de lo que estaba ocurriendo. A más de uno le brillaba en los ojos el
placer e una diversión a base de violencia.
El casi borracho miraba entre
serio y risueño al viejo, y de un manotazo tiró el par de monedas, que rodaron
por el suelo. Luego apoyó la mano en la botella y la esgrimió. Tomándola por el
cuello.
Jeremy miró atónito la
botella, y sus puntiagudas formas cuando quien la tenía la hizo chocar con el
borde de la mesa.
Ahora todo el Saloon
contemplaba la escena deseoso de presenciar en qué terminaba todo aquello, y
sin que la intención de poner fin a la escena asomase a sus ojos. Esperaban ver
correr al viejo perseguido por el vidrio cortante, y ante tal espectáculo más
de uno sonrió de excitación.
Sin embargo, hubo algo fuera
de programa. Una voz sureña, quizá de Tejas, que sonó desde la barra, con un
timbre enérgico capaz de sorprender al más tranquilo.
La voz de un tipo moreno, de
pelo negro y liso, y un magnífico revólver “Colt” en la izquierda.
-
Se podría cortar con
eso, amigo. Es mejor que lo deje o su mamá le regañará.
El borracho se quedó parado,
y el momento lo aprovechó Welch para, a una señal de Lawrence, situarse tras
él. Luego, lentamente, se deslizaron hacia la puerta.
Los espectadores se sintieron
defraudados, pero inmediatamente recobraron su alegría. Fue cuando el borracho,
reaccionando, tiró la botella y apoyó sus manos en las culatas de sus
revólveres.
-
No me gustó eso que
dijo. Así que ya puede ir retirándolo si en algo aprecia su vida.
El barman se apresuró a
esconderse tras el mostrador, y ante la eventualidad de un duelo se abrió un
pasillo entre ambos contendientes, Welch, por su parte, se había apresurado a
salir del Saloon.
-
No sea tonto, hijo
–exclamó Steve Lawrence con duro acento-. No quiero hacerle daño y no se lo
haré si no me obliga.
Era evidente que el
desconocido no tenía ganas de lucha, pero fue eso precisamente lo que aumentó
las de su contrario. Ni siquiera ver la forma de “llevar” el revólver pareció
impresionarle. Sonrió:
-
Retire sus palabras o
lo mato.
El Saloon parecía una tumba.
Alguien, sin embargo, habló detrás:
-
¡Cuidado Climb! ¡Ese
tipo lleva el signo de Lawrence en la culata!
Eso pareció aumentar, si
cabe, la emoción existente. Los ojos se clavaron en el arma del forastero, y en
al muesca nacarada que se dibujaba sobre el pavonado del revólver.
El llamado Climb se excitó
aun más y nerviosamente preguntó:
-
¿Steve Lawrence?
Pero estaba demasiado bebido
para razonar. Había llegado muy lejos, y ya no podía volverse atrás sabiéndose
observado por más de cien pares de ojos.
Maldijo en voz baja,
destellaron sus pupilas y bajaron sus manos.
Luego “sacó”.
Rabiosamente, tiró de sus
armas, y los revólveres saltaron a la luz dispuestos a entonar su fúnebre
concierto. Las manos de Climb buscaron su objetivo, poniendo toda su rapidez.
Toda su ciencia, en servicio de la muerte.
Steve Lawrence siempre había
dicho que dos revólveres eran muchos para un solo hombre.
Jeremy Welch, escondido tras
los batientes recordó eso cuando vio los dos “Colt” en las manos del hombre que
a punto estuvo de herirle. Recordó eso y también el vértigo que había en la
mano izquierda de Lawrence, quizá el pistolero zurdo más completo de aquella
región.
Ahora pudo refrescar ese
vértigo, pudo observar su movimiento y encontrar inspiración real y magnífica
para sus historias.
La mano izquierda de Lawrence
se movió frenéticamente, casi imposible de seguir con la vista y de pronto se
vio armada de un revólver pavonado cuya muesca nacarada muchos conocían.
La mano derecha golpeó el
percutor dos veces, llenando el ambiente de olor a pólvora y a tragedia. Dos
fogonazos que salieron de aquel revólver, envueltos en una estela de fuego, y
que se hundieron en la carne de Climb con una fría y matemática precisión.
El signo de Lawrence quedó
allí, flotando en el aire, y quien lo hizo
famoso repuso las dos balas gastadas en el tambor.
Ni uno solo de los
espectadores se movió, y sus ojos recorrieron desde el cuerpo maltrecho de
Climb, tirado sobre una mesa, a la figura del pistolero, tranquila y fuerte.
Había admiración en su
expresión, y ni siquiera pareció importarle si Climb estaba muerto.
Fue Lawrence quien habló:
-
No morirá. Estará listo
en tres días si ahora mismo le atiende un médico.
La gente siguió estática,
contemplando al hombre que había baleado a Climb con una facilidad
sorprendente.
Steve Lawrence devolvió el
“Colt” a la funda con una habilidad característica y dirigió una última mirada
al herido, que ya estaba siendo examinado por un individuo, al parecer médico,
que había salido de la multitud.
El tabernero, entonces,
pareció angustiado y preguntó en alta voz:
-
Forastero… ¿qué diré
cuando venga el sheriff?
Lawrence sonrió. Se estaba
preguntando a sí mismo que contestaría en su lugar uno de los “gallitos” del
revólver, tan de moda en todo el Sudoeste.
Una voz infantil casi,
asustada y admirativa, proveniente de un muchacho de esos que tanto admiraban a
los hombres rápidos de la frontera sonó entonces:
-
Dile que Steve Lawrence
lo hizo. Dile que lo hizo el más rápido “Colt” de todo Tejas.
Ahora, sin embargo, Lawrence
se puso serio. Miró al chico con expresión dura y dijo:
-
Algún día te darás
cuenta que matar es el oficio más repulsivo que existe, y el pistolero el ser
más despreciable.
Steve Lawrence dio media
vuelta, girando sobre los altos tacones, y desapareció por los batientes del
Saloon. Fuera, con expresión preocupada, estaba Jeremy Welch, que al ver a
Lawrence pareció aliviarse.
-
Estás en forma, Steve.
Mejor aún que en San Jacinto.
Echaron a andar rápidamente
hacia las caballerizas. Mientras lo hacían, Welch hablaba.
-
Se llama Tumba Crook, y
está en la frontera mejicana, amuchas millas de Salt-Lake. Quizá cien. Hay un
sheriff y dos comisarios, un solo rancho donde trabaja toda la población
masculina, un almacén y un Saloon. Pocos habitantes, entre mejicanos y nuestros,
y muy pacíficos. Creo que no han tenido preocupaciones desde su fundación.
-
¿Quién es el sheriff?
-
Se llama Ramsey, y es
buen tirador de rifle. Los otros dos no pasan de mediocres.
-
Es bastante –dijo
Lawrence, mientras cruzaba el umbral de las cuadras-. Hay que darse prisa si
queremos estar allí antes de la puesta de sol de mañana.
Miró a Welch y dijo:
-
Amigo, si esta noche
fallo nos hubiésemos quedado sin viaje. Ha sido una estupidez exponerse por
nada con riesgo de perder mucho.
Se dirigió a su caballo, un
alazán de largas crines y comenzó a ponerle la silla. A su espalda sonó la voz
de Welch.
-
Steve… ¿qué vamos a
hacer en Tumba Crook?
Steve Lawrence, el pistolero,
volvió el rostro y sus ojos negros brillaron en la noche. Su voz adquirió un
duro tono cuando dijo:
-
Matar a un hombre.
Alguien que ya conocemos, que se cruzó en nuestro camino hace seis años.
¿Recuerdas, Jeremy? Vamos a Tumba a matar a Johnny Torres.
CAPÍTULO SEXTO
EN EL CUAL APARECE AL FIN,
EL MÁS FAMOSO BANDIDO DE LA FRONTERA
La habitación estaba casi a
oscuras, y en la penumbra solo un rayo de luz proveniente de la ventana rompía
la negrura, estrellándose contra el metal de la cama y arrancando un plateado
reflejo.
Era ya tarde, cerca de la
puesta de sol, y Harry Shanto seguía inconsciente sobre el lecho, abatido cuan
largo era, mientras Marge Collins permanecía a su lado.
Marge esperaba el momento de
que abriese los ojos, y miraba preocupada el gran reloj de pared que señalaba
las seis. Faltaba poco para que alguien que tanto supuso en la vida del hombre
arribase al pueblo, y Harry Shanto seguía allí, inconsciente, con la mano
izquierda vendada y la expresión ausente.
Tarde y despacio. Tarde para
volver atrás, para recordar la vida y la leyenda del hombre abatido y frágil
ahora, y despacio en la acción que se necesitaba y que parecía imposible de
realizar. Era muy tarde para volver a empezar, para enfrentar a un hombre con
un pasado que le atormenta, y por eso Marge no decía nada, mientras Harry
Shanto soñaba en la cama y su tostada piel se llenaba de sudor.
Marge se levantó y su mano
descorrió en la ventana el débil visillo, mirando hacia la calle.
Estaba solitaria,
completamente vacía y silenciosa, dando el aspecto de que algo terrible iba a
ocurrir. Descubrió, casi tapado en un porche, la sólida figura del sheriff
Ramsey, y un poco más allá la de Doug Wayne.
Estaba pensando qué es lo que
iba a pasar allí, y el solo pensamiento de que Johnny Torres iba a aparecer la
estremeció.
Fue en ese instante cuando
algo se movió detrás de ella. Un leve roce que la puso en guardia, crispando
sus facciones a la vez que una voz cantarina sonó:
-
Encantado, señorita. Mi
nombre es Cleve Velsant, aunque algunos me dicen Cleve “Vanidad”.
Marge Collins se volvió
lentamente, y se enfrentó con el chico que poco antes había desarmado a Harry
Shanto en el Saloon.
Llevaba pantalón tejano y
camisa a cuadros, y un magnífico par de revólveres atados por correíllas de
cuero. El pelo rubio, pajizo, le caía hacia la cara y los ojos azules e
infantiles la miraban candorosamente.
-
No, no creo que me
conozca –sonrió-, pero la aseguro que no tardará en oír hablar de mí. ¿vio
usted lo del Saloon? Le pegué al viejo grandullón en su revólver, y juraría que
ni le toqué la mano.
Avanzó unos pasos y echó un
vistazo a la cama. Dijo:
-
¿Su marido?
Marge pasó del sobresalto a
la ira. Miró colérica al joven y contestó:
-
Márchese inmediatamente
de aquí o se arrepentirá.
Cleve “Vanidad” achicó los
ojos cuando miró a la mujer.
-
¿Ha oído usted hablar
de San Everitt? ¿De Clint Rassendean? ¿Del “Blanco Missouri”? Yo llegaré a ser tan famoso como ellos, señorita, y
entonces todo el que pronuncie mi nombre lo hará con temor y respeto.
Marge Collins le miró ahora
con desprecio, y entreabrió los labios en una tenue sonrisa.
-
Usted delira. Debería
decir a su niñera que no le deje jugar con armas de fuego. Podría quemarse.
El joven no pareció ofendido,
y cerró los ojos mientras andaba lentamente en dirección a la ventana. Sin
embargo, al llegar junto a Marge se movió velozmente, tomándola entre sus
brazos y besándola con fuerza.
Luego se echó hacia atrás y
se pasó una mano por el rubio cabello, mientras parecía reír con sus ojos.
-
¿Decía? –preguntó.
Marge Collins se había
quedado sorprendida por la rápida acción, y estaba visiblemente excitada aun
cuando se repuso enseguida. Miró hacia la puerta de la habitación y llamó.
-
¡Chris!
Estaba furiosa, pero al mismo
tiempo interesada en saber quién era aquel joven que tan fulgurantemente había
desarmado a Harry Shanto en el Saloon. Quería saber hasta donde era capaz de
llegar con el revólver, y su innato instinto al decía que aquel no era, ni
mucho menos, un cualquiera. En aquellas circunstancias un buen gatillo podía
significar mucho para ella.
El tipo alto, desgarbado,
fino de artillería “Colt” del 44 estaba allí, en el dintel de la puerta, con
las manos no lejos de los revólveres. Chris Kovacs era la fiel estampa de un
gun-man, y no era él, precisamente, quien tratase de disimularlo.
Miraba fríamente, con ese
mirar impersonal y ausente del pistolero, cansado y aburrido, pero tenso y
dispuesto a entrar en combate.
-
Lárgate, chico –dijo
simplemente.
Cleve no pareció inmutarse, y
siguió mirando a la dama sin darse por enterado. Marge Collins se retiró de la
línea recta que unía a ambos y se quedó expectante.
-
No lo diré otra vez,
muchacho. Si no te vas ahora mismo te mataré.
Marge se fijó en que las
palabras de Kovacs no habían producido efecto alguno en el joven. Por el
contrario, sin dejar de mirarla, susurró:
-
Amigo, está en un
apuro. Quítese de la puerta o yo lo quitaré a balazos.
Ahora se volvió y se encaró
con su oponente. Sus ojos brillaron, se endurecieron, y sus facciones tomaron
una durísima expresión.
-
No tires a matar Chris
–advirtió Marge Collins desde un rincón- Pero hazle daño para que no vuelva a
gallear.
Cleve Velsant sonrió
dulcemente, pero no dejó de observar al pistolero que tenía delante. Cuando sus
músculos se tensaron al máximo y sus manos se dispusieron a buscar los
revólveres, algo sucedió. Fue el trote de un caballo sonido que en el enorme
silencio de la tarde subió hasta la ventana. Pero acompañado de algo especial,
algo que heló la sangre en las venas a Marge Collins.
Fue el tintineo de unas
campanitas, sonando al compás de las patas del caballo. Las campanitas de plata
en las espuelas, usadas tan solo por un hombre cuya sola presencia ponía
espanto en los ojos.
En toda la frontera se
conocía aquel sonido que acompañaba al hombre a donde quiera que fuese. Y en
toda la frontera se tenía aquel sonido, como si solo muerte anunciase y solo a
muerte invitase.
Marge Collins se precipitó
hacia la ventana y Cleve la imitó. Kovacs desapareció por el umbral de la
puerta.
No necesitaba mirar, no
necesitaba ver la estampa inconfundible, morena y nerviosa, del hombre más
rápido con el revólver que jamás había visto. Alto y nervudo, de fieros ojos y
nariz de halcón, de piel de bronce y largo pelo negro, de extraordinarios
revólveres “Colt” modelo Frontier, de doble acción y plagados de muescas.
Johnny Torres, el más
tremendo pistolero que había conocido estaba allá abajo, solo y tranquilo, y el
tintineo de sus espuelas pareció llenar la calle cuando, de un ágil salto,
desmontó.
Marge reprimió un ahogado
sollozo, impresionada, y volvió rápidamente el rostro hacia atrás, donde Harry
Shanto permanecía dormido. Sus grandes ojos verdes, endurecidos por la vida,
llevaban sin menosprecio a la lucha y al dolor, parecieron velarse, y se
centraron de nuevo sobre la inconfundible estampa del mejicano que, como una
fiera tensa y dispuesta a la violencia, permanecía estático en el centro de la
calle.
Ni al sheriff ni sus
ayudantes parecieron actuar. Por un momento se quedaron rígidos, aunque
enseguida se oyeron los fuertes pasos de Doug Wayne, que a una señal de Ramsey
se acercaba al mejicano.
Cleve Velsant, aquel
jovenzuelo sin miedo a nada al parecer y de suma habilidad con el revólver no
perdía detalle de lo que estaba ocurriendo en la calle. Sus ojos celestes
seguían con fijeza el desarrollo de la escena cuando ya Wayne, manos sobre las
culatas, se enfrentaba al famoso bandido.
El silencio era
impresionante, y sin embargo más de un centenar de ojos seguían con avidez
aquel encuentro. Sabiéndose protagonista del más grande suceso de su vida, Doug
Wayne se paró en seco, alzó la voz y a sí habló a Johnny Torres.
-
Fuera de Tumba, Torres.
Vuélvete hacia donde has venido, y no se te ocurra volver a pisar este suelo.
En el porche vecino se oyó el
chasquido del rifle de Ramsey al ser amartillado, y su posición, casi
casualmente como tantas veces, era una recta hacia el corazón del mejicano. Si
de algo podría presumir Tumba Crook de aquel momento en adelante, era de haber
sido el único pueblo que viese a Johnny Torres enfrentarse a la ley sin su
famosa cuadrilla.
Centenares de ojos escrutaron
las facciones, graníticas del pistolero, y la postura característica, echado
hacia atrás con los brazos colgando, del hombre cuya risa sonaba ahora al reto
del comisario.
Johnny Torres, el “Chico
loco”, miró el corazón de Doug Wayne como si pensase colocar en aquel sitio una
de sus preciosas balas. Luego habló, por vez primera en aquel pueblo, y por
enésima a los oídos de Marge:
-
Quita de en medio,
monigote. No me hagas perder el tiempo.
El comisario estaba lo
suficientemente nervioso como para engallarse con el mismísimo Johnny Torres.
Aún así, necesitó mirar atrás
y ver el rifle de Ramsey para decir:
-
Tienes un minuto para
salir del pueblo. Frank Grissom ya lo hizo anoche.
Johnny Torres, por encima del
hombreo de Wayne miraba al sheriff y a Clyde Queenan. En un segundo se había
dado cuenta de que aquello era una ratonera, pero tan débil que casi sintió
deseos de reír. Marge Collins, junto al joven Velsant creyó que lo haría, a ver
el gesto burlón, atrevido y despótico del mejicano. Lo que la alarmó
profundamente fue la presencia de un tercero en la misma ventana.
Harry Shanto estaba allí,
desencajado, pálido y febril, mirando ávidamente la calle y en ella la estampa
fiera del bandido. Estaba allí, absorto como una estatua, fijando los grises
ojos, como metal fundido, en aquel personaje casi legendario.
En su mortal enemigo.
Marge no supo qué hacer. Por
un momento pensó echarse hacia él, impedir que Torres le viera. Pero no lo
hizo. Solo pudo contemplar la imagen férrea, esculpida en hielo, los ojos
diabólicos que parecían pedir sangre, la expresión indefinible, tremendamente
violenta y fiera.
¿Qué pasaba en esos momentos,
por la mente de Harry Shanto?
El hombre que fue famoso años
atrás, que hizo furor con el revólver, estaba consumido por una fiebre física,
que ardía en su frente, y otra más dura, más intensa que le ardía en los ojos,
en el pecho y le llegaba hasta el alma. Harry Shanto pensaba mil cosas,
recordaba entre el muro gris, nebuloso
de la fiebre, y la visión del “Chico loco” allá abajo, al alcance de sus manos,
le trastornó.
Allí estaba el hombre que
había destrozado su vida, y no solo la sangre sino su propio cerebro pidió
matar, olvidando el miedo, la obsesión terrible que el solo nombre de Johnny
Torres significaba.
Allí abajo estaba el demonio
que pudo con el Shanto, que marcó a fuego su vida con el signo de la ruina, la
huida, el desprecio y la nada. A través de la bruma de la fiebre, sin
raciocinio, sin voluntad, sin inteligencia, actuando como un animal herido que
la venganza, tan solo, inspira y da vida. Harry Shanto, el legendario matador de
Jeff Hellys, el más famoso pistolero de los viejos tiempos, quiso matar. Por
encima de aquella trágica obsesión, de aquella eterna huida, estaba el odio, el
salvaje y despiadado odio actuando a impulsos de su sangre.
Harry Shanto, como un
vendaval, alcanzó su revólver y lo ciñó a su cintura.
Harry Shanto, el
ex-pistolero, se fue a la calle en busca de la muerte.
© Javier de Lucas