A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
CAPÍTULO SÉPTIMO
TUMBA CROOK, Y EN UNA
CALLE, LOS DEMONIOS SE ENFRENTAN CON EL SHANTO
Había un cielo brumoso,
gris de nubes bajas, y un olor a tierra mojada, a tormenta, como si de un
momento a otro fuese a descargar sobre el pueblo.
Un cielo apagado, triste,
que contemplaba cómo allá abajo, en la calle, un famoso pistolero y un hombre
de la ley se enfrentaban.
La voz de Doug Wayne sonaba
en ese instante, mientras sus manos tocaban las culatas y sus nervios se
tensaban hasta el límite.
-
Vete ya, Johnny. Voy
a “sacar” el revólver.
Claro que no hacía falta
que Doug lo hiciera, porque en el instante que el mejicano se moviera, el
sheriff y Queennan, que le apuntaban, no tendrían más que apretar el gatillo
para balearle. Pero aún así, el comisario tenía la rara impresión de la
derrota.
Una ráfaga de viento,
cargada de olor a lluvia, le dio en el rostro. Igual que al hombre alto, al
hombre acabado, que tuvo que agarrarse a la puerta del hotel para no caer.
La sombra de Harry Shanto,
la parodia, la burda imitación de lo que había sido, estaba allí enfermo y
débil, pero sus ojos eran como antes, como fuego, como luces de muerte
brillando a impulsos de su furia. Harry Shanto era violencia, era un vendaval
al que, sin embargo, faltaba fuerza. La fiebre le ardía en la frente, se sentía
perdido pero había algo que le mantenía en pie, que le daba vida, y era su loco
deseo de venganza. Allí quieto, sin ser visto, esperó a que Torres actuase.
Doug Wayne echó hacia
adelante una pierna, tensando el brazo derecho cuya mano se vería armada sin
más que subirla un centímetro.
Pero antes de eso, ante la
misma muerte que estaba enfrente, en forma palpable, Johnny Torres, tan solo,
sonrió.
Fue cuando un imperceptible
rumor sonó a espaldas de Wayne, y la ronca voz de Tino Golás sonó entonces,
electrizando a los hombres de la ley.
-
Abajo la artillería,
compadres. O les juro que aquí acabaron sus hazañas.
Clyde Queenan sintió el
férreo cañón de un “Colt” Frontier clavado en su espalda y sin volverse supo
que detrás estaba Tino Golás dispuesto a darle al gatillo. Y Phil Ramsey, en
ese mismo instante, también sintió algo duro a su espalda, y fue la reluciente
hoja de un cuchillo con que Charly Gil le tenía sujeto.
Doug Wayne se había vuelto,
y el color de su piel había cambiado de repente. Se dio cuenta que sus
camaradas estaban desarmados, y al enfrentarse a Johnny Torres un frío glacial
recorrió su cuerpo, dejándole casi sin fuerzas.
Johnny Torres era más
astuto que la misma muerte, y ahora Phil Ramsey se estaba preguntando qué iba a
hacer el famoso bandido. Allí en la calle, desarmados, dominados y vencidos sin
un solo disparo, los hombres de la ley eran inútil defensa de aquel pueblo a
los hombres de Torres.
¿Alguien iba a salir? ¿Iba
alguien a prestar su ayuda hacia el sheriff, sabiéndole en la más difícil
situación de toda su vida?
Ramsey supo que no, porque
aquello solo podía significar la muerte de quien lo intentase.
Por eso, por la seguridad
que significaba, Johnny Torres abrió las palmas de las manos, arqueó las
piernas y miró a Wayne.
Iba a “sacar”.
Doug Wayne se había creído
valiente hasta aquel mismo instante. Ahora sintió miedo. Auténtico, tremendo,
agarrotándole los músculos y privándole casi de la respiración.
“¿Qué eres? ¿Un cobarde?
Demuestra a la gente, a Torres, quién es el hijo tonto de mamá Wayne”
En ese momento se oyó un
trueno, luego un relámpago e inmediatamente el viento se hizo vendaval. Se
presagiaba tormenta, olía a lluvia, y Clyde Queenan, a quien Golán encañonaba,
vio a su compañero tan indefenso como un niño.
“Allá voy” pensó Doug. “O
muerto o famoso”.
Johnny Torres, tranquilo y
preparado, estaba a pocos metros. Y Doug Wayne, en el último momento, solo
miraba sus manos.
Entonces un relámpago
cegador iluminó el cielo, y un trueno terrible le sucedió. Fue como un símbolo.
Porque en ese mismo instante un hombre salió a la calle, tambaleándose, con los
ojos inyectados en sangre.
Era un hombre duro.
Era Harry Shanto.
Fue, en realidad, y a pesar
de lo difícil de la empresa, lo único que en aquel instante tuvo la virtud de desconcertar
a Johnny Torres.
El más grande hombre de
revólver de los viejos tiempos se echó a la calle, bajo el cielo tormentoso,
con las famosas manos a un palmo del “Colt”, con los ojos encendidos mirando,
taladrando, los del “Chico loco”.
Entonces Johnny Torres se
olvidó de todo. De Wayne, del pueblo, del motivo que le había llevado hasta
Tumba Crook. El bandido invencible borró todo de su mente, y puso su existencia
al servicio del más salvaje deseo de matar.
Le ardieron las manos, se
le nubló el cerebro, le quemó la sangre, y se puso en movimiento la más
perfecta máquina de destrucción que se conociese.
Johnny Torres “sacó”.
Más rápido que nadie.
-
¡Torres! ¡Aquel es
Johnny Torres, Steve!
Los caballos se lanzaron a
un fantástico galope, irrumpiendo como una exhalación en el pueblo. En un
ínfimo tiempo, Steve Lawrence, “la primera pistola de Tejas” se encontraba en
Tumba Crook con su famoso revólver en la izquierda.
La repentina aparición puso
en desventaja a los mejicanos, Johnny Torres, con los “Colts” en las manos,
chilló:
-
¡¡Es una trampa!!
Echó a correr hacia el
porchado, disparando en la carrera contra Lawrence. El caballo de éste rodó por
el suelo con la cabeza traspasada, y el jinete cayó de bruces levantando una
gran polvareda.
Charly Gil tuvo el justo
tiempo de zafarse de Ramsey y “sacar” su revólver, agazapándose, en el momento
que Welch, a caballo, le baleaba.
Golás hizo otro tanto.
Pero el mejicano no apuntó
a Lawrence, ni a Welch, sino a alguien mucho más ávido para sus armas. Los ojos
del mejicano parecieron brillar de regocijo cuando se clavaron en la espalda de
Shanto, y sus manos, rapidísimas, buscaron los revólveres con auténtica
ansiedad.
La voz de alarma llegó de
arriba. De la ventana. Marge Collins, horrorizada, gritó:
-
¡¡Harry!! ¡A tu espalda!
Fue en el mismo instante en
que Tino Golás “sacaba” sus “Colts”. En el mismo instante que Harry Shanto, el
ex-pistolero, llevó la mano hacia el revólver que causó sensación seis años
atrás.
Había una cortina de balas,
cuando el sheriff y sus hombres se pusieron junto a Lawerence y Welch
descargando sus armas contra los pistoleros. Pero entre la cortina pareció
abrirse un pasillo, una línea entre dos viejos enemigos que pusieron toda su
habilidad, toda su ciencia, al servicio de la muerte. Entre el tiroteo reinante
pareció surgir el duelo como si el destino quisiera que fuese así.
Harry Shanto se tiró de
costado, como un gato, y en el aire sacó su gran “Colt” 45, su viejo revólver.
El aire se llenó con sus disparos, con los disparos del Shanto, un segundo
antes que las balas de Golás se hundieran en su carne.
Tino Golás se troncó como
un junco, se quebró y rebotó contra el porche, animado por la fuerza del
proyectil de máximo calibre.
Eso lo vio Charly Gil y
tuvo miedo. Temió por su vida y perdió el control de los nervios, saliendo al
descubierto y trazando un anillo de fuego en torno a los de la ley, que les
impidió contraatacar por un instante.
Y en ese instante
sucedieron dos cosas.
La primera correspondió a
la “primera pistola de Tejas”. Steve Lawrence tan solo necesitó un instante
para matar. Su único revólver no desperdició, como nunca lo hizo, la solitaria
probabilidad que se le presentaba.
Charly Gil vio a Lawrence
moverse, encarársele, y al momento le baleó. Al momento, pero tarde.
“El signo de Lawrence” no
era un mito, y Gil lo sintió en el pecho, abrasándole el alma, quemándole por
dentro con insufrible dolor. Gritó, chilló incapaz de resistir, pero solo duró
el tiempo que el corazón se le paró en seco. Fue muy poco. El bandido boqueó
sangre., se cayó hacia adelante y se estrelló contra el polvo, que le cubrió en
tumba abierta.
La segunda le tocó al
monstruo del revólver. Al “Chico loco”.
Johnny Torres aprovechó
también su oportunidad cuando salió, corriendo velozmente en zig-zag,
disparando sus “Colts” Frontier como un diablo. Cuando Steve Lawrence y los
suyos dirigieron hacia él sus revólveres ya estaba con el herido Golás, a un
palmo de su caballo.
Entonces Clyde Quennan puso
de manifiesto su valentía. Corrió hacia Torres, llegó hasta ponerse en frente
de él, en línea de tiro, a encarársele en un terreno franco que los otros no
tenían.
Fue lo último.
Johnny Torres, mientras
montaba, disparó su revólver y la cabeza de Queennan se rompió
instantáneamente, sin darle tiempo de nada. Casi sin mirar, mientras colgaba a
Golás de la montura y subía él mismo, el famoso pistolero hizo fuego con una
mano y allí se acabó Clyde Queennan, el fiel defensor de la ley.
Murió tan rápidamente que
no sintió dolor. Murió con los “Colts” en la mano, como no quisiera hacerlo, en
el momento que Johnny Torres, el “Chico loco”, como un jinete endemoniado,
cabalgaba por la pradera, lejos ya de Tumba Crook.
CAPÍTULO OCTAVO
EN EL QUE SE CUENTA CÓMO
SE MUEVEN LAS MANOS DE “VANIDAD”
El doctor Bishop limpiaba
sus gafas, y sus ojos se abrían y cerraban intentando ver en la oscuridad de la
habitación. Aunque ya sabía quién estaba allí a la cabecera del enfermo,
cuidándole, velando su sueño con perseverancia.
-
Marita, a este paso
vas a enfermar tú también.
No tenía más allá de los 17
años. Al doctor Bishop, que la había visto nacer, le pareció la criatura más
encantadora de la tierra.
-
Si no hubiese sido
por ti, este hombre hubiese muerto hace ya mucho tiempo. El mismo día que le
balearon los hombres del “Chico loco”.
Lemvel Bishop se llegó
hasta el lecho, en el centro de la pequeña alcoba, y tomó asiento junto al
enfermo. Sus ojos, aquellos ojos que sabían, que penetraban, se posaron una vez
más en el rostro del hombre...
La faz broncínea, tostada,
de dura expresión, había pasado lo peor. Las horas de fiebre, interminables, el
continuo debatirse entre la vida y la muerte, aquellas dos balas que Bishop
tuvo que extraerle, las hemorragias.
Lem Bishop se estaba
preguntando si en realidad era un médico extraordinario o aquel hombre tenía carne
de acero.
-
Abrirá los ojos
dentro de poco, muchacha –dijo-. Lleva un mes delirando…
-
Doctor –la voz de la
niña sonó cantarina, dulce, como un susurro- ¿usted cree que cuando se
restablezca se marchará de Tumba Crook?
Bishop miró sus ojos.
Aquellos ojos grandes, negros, que miraban al herido con algo más que
compasión.
Se puso las gafas y habló
lentamente.
-
Marita, hace tiempo
que quería decirte algo. El día del tiroteo, cuando este hombre se quedó
tendido en la calle, tu padre y tú lo recogisteis y lo llevasteis a vuestra
casa. Eso me pareció muy bien. Pero en el momento en que pueda andar, valerse
por sí mismo, vuestro deber es que salga de aquí. ¿Quién es? ¿De dónde viene?
Nadie lo sabe. Lo único que sabemos es que cuando vino, la violencia vino con él.
Que trajo un revólver muy bajo, y que desde aquel día Tumba Crook está
cambiando a pasos agigantados. La gente que viene no es buena, Marita. Y este
hombre tampoco. Me has hecho una pregunta, y te la voy a contestar: no, no creo
que se vaya. A este paso, Tumba Crook va a necesitar tipos como él. De manos
veloces. Ya me entiendes.
Ella sonrió. Fue como si lo
único que oyese del doctor fueran sus últimas palabras. Y esa sonrisa llenó de
preocupación al viejo Bishop.
-
¡Ah, docto! No le vi
entrar. ¿Qué tal encuentra hoy a nuestro enfermo?
García, el cantinero,
jovial como siempre, entró en la oscura habitación. Su expresión feliz, siempre
feliz, era algo que no dejada de maravillar al médico.
-
“Vuestro” enfermo va
muy bien, amigo. Creo que dentro de poco le veréis engrasar ese chisme.
Señaló la pistolera colgada
de una silla, y el gran revólver “Colt” calibre 45, que pendía de ella. García
objetó:
-
El señor Lawrence, el
“Marshall”, me pregunta mucho por él. Y la señorita Collins, que siempre me da
dinero para que le atienda lo mejor posible.
Mara se puso en pie.
-
Y tú lo coges ¿verdad
padre? ¿Es que acaso no te da vergüenza aceptar las limosnas de esa gran señora? No creo que signifique mucho para
ella, cuando tiene una montaña de plata y una legión de trabajadores.
-
No debes decir eso,
Marita –dijo el doctor Bishop- La señorita Colins no trajo la plata: estaba en
la montaña ya, escondida. Ella tuvo la suerte de encontrarla, y no se porta mal
con el pueblo. Paga bien a los hombres, más que el señor Azzcom cuando trabajaban
en el rancho…
-
Pero ha traído otras
cosas. Usted mismo dijo que la gente que ha venido no es buena.
Bishop calló un instante.
No quería confesar abiertamente que aquel filón de plata descubierto en la
montaña iba a traer malos tiempos para Tumba Crook. En veinte días parecía
cambiado el pueblo, cuando tantos años no lo hizo, dormido en el sueño de su
soledad.
-
¡Ea, Marita! –dijo
García-. Ve a atender a la parroquia, que nos vamos a quedar sin ella si
seguimos así. Y a ver si atiendes más a tu novio José, que su padre me ha dicho
que le haces poco caso.
Cuando ella salió, la
risueña expresión del cantinero cambió por encanto.
Sus ojos buscaron los de
Bishop.
-
La Collins y su gente
han cambiado Tumba –dijo despacio el viejo doctor-. No sé dónde vamos a llegar
si esto sigue así. Los hombres están como locos, trabajando la mina, y cada día
llegan forasteros dispuestos a montar un Saloon, un Banco, o cualquier otra
cosa. Parece que la plata nos ha nublado el cerebro a todos.
García le escuchaba en
silencio, asintiendo las palabras del médico.
-
El pobre Queennan se
fue sin ver lo que está ocurriendo. Tal vez fuese una suerte para él… amaba
Tumba Crook como era antes, y no creo que soportase el cambio que ha realizado.
Es como un símbolo: el día que los hombres de Torres lo mataron, cambió nuestro
pueblo.
Ahora García intervino con
una mueca.
-
¡Dios! Johnny torres
lo baleó despreciando las balas del “Marshall”… pero volverá. No es de los que
dejan a un amigo enfriarse sin vengarle. Yo temo por la vida del señor Lawrence.
El doctor fue a responder
pero algo le contuvo. Fue el débil rumor que se escuchó en la habitación
proveniente de la cama.
-
¡Marita! –llamó
entonces el cantinero.
Harry Shanto había abierto
los ojos, y por primera vez en muchos días, estaba consciente. Lo primero que
vio fue el techo blanco, primorosamente blanco, y casi inmediatamente el rostro
moreno. Los ojos negrísimos, la expresión dulce y a la vez enérgica de la hija
de García.
-
Ustedes mejor se
vayan –dijo ella, dirigiéndose a su padre y al doctor Bishop-. Ahora su
conversación le puede molestar.
Bishop sonrió
beatíficamente pero nada dijo. Se llevó con él a García, cuyo gesto de
curiosidad no sirvió para nada. Hizo una mueca de impotencia y salió de la
estancia, ya casi en sombras bajo la débil luz de atardecer.
Cuando Harry Shanto abrió
de nuevo los ojos, le pareció estar en el cielo. Es posible que la sensación
que experimentó cuando se encontró frente a aquellos ojos se le quedase grabada
como una de las pocas cosas bonitas de su vida.
Los párpados de Sleepens se
cerraban, y el ambiente cargado del Saloon parecía pesar sobre ellos. Shermann,
tras el mostrador, lo estaba viendo y no le gustó.
-
Vete a casa, Billy.
Tienes mucho dinero para gastarte en whisky y no estás acostumbrado.
Era cierto. Tenía más
dinero que nunca, porque cobraba mucho trabajando en la mina, pero también era
verdad que su esfuerzo era doble al que hacía cuando estaba a las órdenes del
rancho Azzcom. Por eso Bill Sleepens tenía la convicción que debía gastarse sus
dólares de la manera más agradable.
El whisky le daba ánimos, y
sus manos, que en pocos días ellas solas habían sacado más plata de lo que
hubiera podido soñar, se aferraron a la botella con jovial ansiedad.
-
Vete a casa, Billy
–repitió monótonamente el de la barra-. Mañana has de trabajar.
Ahora, Bill Sleepens se
encaró con Shermann, y le miró estúpidamente, con sus pequeños ojos nublados
por el alcohol.
Levantó un dedo y apuntó
con él al barman.
-
Escucha esto, Shy. Si
no me tratas bien de ahora en adelante, dejaré de venir a tu miserable taberna.
Me iré al Saloon Velsant, que se inaugura mañana, y que a buen seguro es mil
veces mejor que el tuyo.
-
Es posible Billy.
Eres muy dueño de beber donde quieras, pero en veinte años no hubo un borracho
aquí, y la plata no es motivo para que los haya ahora. Vete a dormir, Billy.
-
¡O al Saloon
Bluemoon! –decía Sleepens, sin oír a Sherman-. Trabajaré por el día, y por la
noche recorreré uno a uno todos los garitos que se vayan abriendo… ¡incluso tu
viejo antro, Shery!
Shermann tenía fama de
hombre duro. En realidad lo era, y eso lo demostró inmediatamente, salió del
mostrador, se encaró con el nuevo minero y le tomó por la camisa.
-
Eres un imbécil. Un
condenado estúpido, Billy. El dinero te trastorna, te hace ser distinto, y eso
es malo a la larga. Precisamente ahora hay que conservar la calma, ser
juiciosos. Ahora que Tumba Crook cambia, que llega gente desconocida ante quien
nunca nos hemos visto, ni sabemos sus intenciones, su forma de actuar.
Bill Sleepens no estaba
para sermones, pero por fuerza debía oír aquel. Y Shermann hablaba lo
suficientemente alto para que todos le oyesen.
-
Conservar la calma
–continuó-. Eso es lo importante. El dinero es bueno si se sabe aprovechar, y
muy malo si no se sabe… antes solo estaba mi bar en el pueblo, y es posible que
dentro de un mes haya diez, está bien, ir si queréis a todos, pero pensad que
si reñís, si peleáis, no tendréis enfrente hombres que han trabajado siempre
con vosotros, que os aprecian, sino gente desconocida, venida al olor de la plata,
de recursos y habilidades no muy honestas.
Cuando soltó a Sleepens,
todos estaban mirándole, sorprendidos por la espontánea plática. Pero fue el
propio Bill Sleepens el que menos caso hizo.
-
¡No soy un niño, Shy!
¡Guárdate tus consejos para cuando te los pida!
Estaba ebrio. Y Shermann
sintió hacer aquello. Era la primera vez que lo hacía, pero juzgó prudente
callar al inconsciente.
Miró la cara de Sleepens,
su mandíbula, y en ella depositó un formidable puñetazo, tan certero que el
otro rodó vertiginosamente, en medio de un estruendo de sillas que arrastró en
la caída.
Se había hecho un repentino
silencio entre la numerosa concurrencia del local, y más que eso una súbita
sorpresa por la acción imprevista del pacífico hombre del Saloon. A más de uno
le pareció imposible que Shermann pegara a un hombre con el que había charlado
amigablemente todas las noches desde más de veinte años atrás.
Sin embargo, Tumba Crook no
estaba, en aquellos momentos, para tópicos. El imprevisto empezaba a aparecer
por todas partes, por la gente extraña que en el mismo Saloon miraban
escépticamente al dueño, por el clima distinto, vertiginoso que flotaba en el
aire, y que parecía cambiar lo que no consiguiera nunca antes. Incluso en los
ojos de Sleepens había algo distinto. Era un brillo nuevo, fulgurante, y una
mueca que se le pintó en el rostro contrayéndolo de desagradable manera.
Bill Sleepens se dispuso a
hacer algo increíble.
“Sacar” el revólver y
balear la espalda de su amigo.
El local estaba lleno, no
solo de forasteros, sino de conciudadanos de Sleepens, pero tanto a unos como a
otros pareció sumir en la inacción la súbita reacción del minero. Porque a la
indiferencia de algunos rostros se sumaba la sorpresa de otros, y lo único que
parecieron esperar fue el desenlace del enfado de Sleepens.
Sin embargo no todos
reaccionaron de igual modo. La voz de un adolescente, pero que tuvo la virtud
de frenar en seco la búsqueda de la mano hacia el revólver, sonó en ese preciso
instante:
-
Yo que tú no haría
eso, Billy. El “Marshall” te colgaría de una cuerda en mitad del pueblo.
Los ojos se volvieron hacia
el hombre que hablara, y que con el sombrero echado hacia los ojos acababa de
entrar por los batientes de Saloon, secundado por Chris Kovacs, el delgado,
fino pistolero.
Cleve Velsant, risueño como
siempre, tranquilo, infantil casi, apoyaba las manos en los revólveres,
mientras miraba la mano de Sleepens que se había quedado a 1 cm. de la culata.
El caído se puso en pie, de
un salto, crispado el rostro por una rabia sorda, y lo suficientemente ebrio
como para hacer locuras.
-
Ustedes me pagan por
trabajar- dijo torpemente, arrastrando las palabras- pero nada más. Yo haré lo
que quiera ¿eh? –apuntó con un dedo a Velsant- y le diré una cosa, no me gustan
los tipos como ustedes, que llevan el revólver tan bajo y no trabajan.
Cleve Velsant enseñó los
dientes, trocando en un momento su risueño semblante por otro duro y hosco.
Miró fríamente al que hablara y contestó:
-
Se acabó pagarte,
Billy. Desde este momento estás fuera de “Plata Collins”.
Se volvió a medias, sin
esperar a ver la indignación del despedido y abarcó a los demás trabajadores
con la mirada, entre extraña y dócil.
-
Amigos –dijo- se os
paga espléndidamente y por ello se os exige mucho. No solo queremos que
trabajéis la plata, sino que os comportéis en todo momento con absoluta
corrección, con gran disciplina. No aguanto borrachos, pendencieros ni
granujas.
A más de uno le sorprendió
el timbre poderoso, seguro, que el muchacho de los grandes revólveres
exhibiese. El que pareciese nueva mano derecha del “ama Collins” no era,
precisamente un tipo cualquiera.
-
Es una advertencia
–continuó- Echaré a la calle a todo aquel que cometa la más mínima imprudencia,
sin avisar antes ¿entendido? No queremos cuentas con la justicia, y por eso es
mejor cortar de raíz cualquier brote de violencia.
Bill Sleepens escuchaba
como en sueños la disertación del nuevo jefe, y aún no había llegado a
comprender que había dejado de pertenecer a la plantilla de la mina. Cuando al
fin se dio cuenta lanzó un juramento. Un juramento que tuvo la virtud, o el
defecto, de poner a Velsant sobre aviso.
Lo que pareció discutible
es que Cleve Vanidad estuviese distraído.
Las manos de Bill Sleepens
bajaron rápidas, veloces, sobre el cuero de las revolveras, mientras su cerebro
turbado por el alcohol tan solo pensaba en matar.
Todos lo vieron. Todos
vieron a Bill mover sus manos, y eso fue algo que agradó, y mucho, al hombre
blanco de sus iras.
Cleve Velsant se dejó caer.
Flexionó ágilmente las rodillas, clavándolas en el suelo, girando en el aire
para ponerse completamente frente al otro. Cuando estuvo en posición ya sonaba
un disparo, dos, tres, que salieron al unísono de ambos revólveres envueltos en
una nube de humo, envueltos en una nube de fuego.
Los revólveres nuevos,
espléndidos, de cuyos negros cañones salió el plomo que Bill Sleepens sintió
clavarse salvajemente en su pecho, morderle la carne y electrizarle, en un
momento, matarle sin posibilidad de error en el tenebroso cálculo.
Cayó hacia atrás,
tambaleándose, tropezando, dejándose caer contra las sillas sin haber
conseguido efectuar ni un solo disparo. Allí se quedo, tronchado, en medio del
Saloon y ante la asombrada mirada del nutrido grupo de espectadores.
-
Perfecto, hijo, ni yo
mismo lo hubiese hecho mejor. Ahora tira las herramientas y sigue al sheriff a
la cárcel.
La voz, la poderosa voz de
Steve Lawrence sonó en aquel momento, y la advertencia iba bien respaldada por
el magnífico revólver que el “marshall” lucía en la izquierda. Su intervención
tan rápida como efectista, cogió a Cleve Velsant totalmente desprevenido.
Phil Ramsey, tras de
Lawrence, esgrimía su rifle con una mano, mientras con la otra sostenía unas
relucientes esposas. Su expresión denotaba rabia, quizá una furia que a no ser
por la presencia del “marshall” hubiese desatado a puño limpio con el muchacho.
Steve Lawrence, tan tranquilo como siempre, tan estático, dijo:
-
En este pueblo no ha
habido ningún asesinato antes de mi llegada. Permitir que hubiera ahora sería
tanto como pregonar que mi mano izquierda ya no sirve. Y eso es malo. Andando,
hijo.
“Vanidad” seguía mirando,
satisfecho e incrédulo a la vez, el cadáver del minero.
Parecía que sus ojos se
habían clavado en su cuerpo, y que ería imposible alejarlos de allí. Sin
embargo, levantó la cabeza y miró a Lawrence con expresión divertida.
-
Mi primer hombre
–dijo-. Mi primera muesca. La recordaré toda mi vida, agente.
Ramsey se había acercado y
de un seco golpe puso las esposas a Velsant. Después le empujó contra la
puerta, seguidos por la mirada de los curiosos.
-
¡Todos éstos le
podrán decir que él “saco” primero! ¡Yo solo me defendí!
El chico gritaba
cómicamente. En realidad, nadie ignoraba que el “ama Collins” le sacaría de la
cárcel al día siguiente, porque aquel tipo de agradable aspecto era peligroso.
Hombres como él eran los que dentro de poco regirían los destinos del pueblo, y
eso era algo que comenzaban ya a comprender sus habitantes.
EN DONDE HAY UNA BREVE
CONVERSACIÓN ENTRE TEJANOS
Marge Collins abrió
aquellos ojos tan prodigiosos que a Lawrence no dejaban de impresionarle.
-
Usted es el
“marshall”. Decida usted.
Doug Wayne estaba cambiado.
Su expresión risueña de antes se había trocado en un hosco mutismo, y el
sheriff Ramsey permanecía también silencioso.
Lawrence habló a media voz.
-
Yo creo a Shermman.
Si él dice que el chico es inocente, lo libertaré.
La oficina del sheriff
parecía distinta, agrandada por aquel apartamento contiguo con su mesa de
roble, donde se leía “marshall”. Chris Kovocs miraba todo con ausente e
indefinible expresión, situado en un ángulo de la estancia.
-
Sleepens era buen
chico, pero estaba borracho. En ese estado buscó su arma, y es seguro que si
Velsant no responde lo hubiese matado. Eso es lo que yo creo.
Shermman estaba sentado en
una silla, mientras los demás le hacían corro. Lawrence asintió.
-
Ya le han oído. Ese
chico puede salir a la calle. ¿Qué opina, sheriff?
Phil Ramsey parecía
dispuesto a callar. Parecía haber querido adoptar un aire de segundón que
evidentemente no le iba.
En realidad, Phil Ramsey no
podía limitarse a asentir a todo lo que dijese un hombre rápido con el
revólver, que le ponía precio del lado de la ley. Se sentía incómodo consigo
mismo.
-
Yo echaría hoy mismo
a ese tipo del pueblo. Le echaría a él, a Kovocs, a usted, y luego me iría a
cerrar la mina tranquilamente. Entonces le aseguro que no volvería a ocurrir lo
de esta tarde.
Marge Collins se
encolerizó.
-
Puede usted dejar la
estrella cuando quiera. Nadie le obliga a llevarla y muchos quisieran su
puesto.
Ramsey rió suavemente.
-
Eso no lo haré, mal
que le pese, señora. Y le aseguro que en cuanto tenga un motivo meteré entre
barrotes a sus niñeras, tanto si le gusta al “marshall” como si no.
Doug Wayne asintió
levemente, y Shermman pareció desconcertado. Fue Lawrence el que respondió:
-
No sea estúpido,
sheriff. Vengo a ayudarle, la mina le traerá complicaciones que no puede eludir
y necesitará un revólver. Soy “marshall” del territorio, no del pueblo. Podría
escoger otro más pacífico, y mi sueldo sería el mismo, pero sé que es aquí
donde me necesitan. Y el Estado me paga para trabajar.
Phil Ramsey no contestó, y
lo que hizo fue salir de la oficina sin ninguna prisa. Doug Wayne paseó la
vista por los presentes y añadió:
-
Buenas tardes,
señores. Adió señorita Collins. Cuando hubo salido Marge Collins miró
interrogativamente a Lawrence.
-
¿Y bien?
-
Se lo devolveré esta
noche. Pero adviértale una cosa: la próxima vez que dispare le será mucho más
difícil salir de la cárcel ¿Entendido? Y eso va también por usted, Kovacs.
Collins se levantó,
altivamente.
-
Vámonos, Chris.
Shermman también salió. En
la oficina solo se quedó el nuevo “marshall”.
Steve Lawrence siguió por
la cristalera el andar de la bellísima propietaria, y se preguntó que
pensamientos se esconderían en aquella rubia cabeza. Sabía que era ella la
causa principal de sus futuras problemas en Tumba Crook.
Había llegado para matar a
Johnny Torres, y al día siguiente se había descubierto una mina de plata que
iba a convertir el pueblo en un hervidero. Pero su autonomía le daba derecho a
perseguir a Torres por donde quisiera, y sin embargo, no lo hizo ¿Por qué?
Ahora sentado tras su mesa,
con los pies en ella, y en agradable soledad, estaba sopesando las
consecuencias de su decisión.
Tumba Crook era cada día
más peligros, y su misión era exclusivamente cazar a Torres. ¿Llegaría pronto,
o tendría que jugarse la vida allí hasta que el “chico loco” se decidiese a
regresar?
Eso no lo sabía. Pero de lo
que estaba seguro, y por eso se quedó en el pueblo, era que Johnny Torres
volvería.
Matar a Harry Shanto era la
obsesión del mejicano, y después de la muerte de Gil sus deseos habrían
aumentado. Lo único que tenía que hacer Steve Lawrence era esperar, esperar a
que Torres y sus hombres cayesen como aves de presa sobre el pueblo. Y para eso
necesitaba a Harry Shanto. Era su cebo.
Estaba mirando por las
cristaleras cómo unos cuantos sujetos martilleaban sin cesar sobre una
construcción de madera, mientras otros colocaban un gran cartelón que con
gruesos caracteres en rojo, rezaba: “Saloon Velsant” “Mañana inauguración, con
la presentación de Lena Simon, la reina de Missisipi”.
Steve Lawrence había vivido
mucho tiempo metido en jaleos, y sabía que aquel pueblo era un característico
ejemplo de ellos. Lo que no acertaba a comprender era cómo Marge Collins había
comprado una montaña sin valor aparente, sabiendo que en ella había una fortuna
en plata, y quién la habría informado de ello. Pensó qué había entre Velsant y
la chica, pensó hasta dónde llegaría y lo que sería capaz de hacer. Estaba
convencido que en Marge Collins tenía un problema muy difícil.
Steve Lawrence se puso en
pie, lentamente, y avanzó hacia dentro de la estancia, a una percha de la que
descolgó su revólver pavonado y la negra cartuchera. Lo ciñó cuidadosamente a
su cintura, y salió despacio a la calle.
Las gentes de Tumba Crook
no sabían cómo debían mirarle. Eso lo notó el “marshall” nada más llegar,
porque su forma de saludar a la población había sido bastante ruidosa.
Un hombre que llega
disparando no debe causar buena impresión a nadie, aunque lleve una bonita
chapa redonda en el pecho.
Ya se lo dijo su jefe, el
coronel Haddok cuando se inscribió: “Usted ha vivido del revólver hasta ahora,
y vivirá de él en adelante pero del lado de la justicia. Por eso no será
simpático a nadie”.
Las últimas palabras que
oyó de él, antes de salir para Amarillo, fueron: “Cace a Johnny Torres. El
mundo se lo agradecerá”.
Steve Lawrence, vividor del
gatillo, sabía que liquidar al “Chico loco” era empresa definitiva, y por eso
estaba dispuesto a poner sobre el tapete sus mejores triunfos. Los que le
habían llevado a ser la primera pistola de Tejas.
En ese momento pasaba por
delante de la Oficina de “Plata Collins”, donde Chris Kovacs extendía sin mucho
entusiasmo contratos de trabajo. Un poco más abajo un grupo de forasteros
entraba en el Saloon de Shermman, y detrás, Martin, el del almacén, se
apresuraba a terminar de instalar un nuevo escaparate con vistoso género en su
interior. Una gran casa, hecha totalmente de ladrillo, estaba siendo construida
a toda prisa al lado del hotel de Pedro Rey, y enfrente se daban los últimos
toques al Bluemoon, otro Saloon idéntico al Velsant.
Le preocupaba seriamente la
fortuna que estaba haciendo en tan poco tiempo una sola mujer, y en qué se
convertiría todo aquello.
Era la primera vez que a
Lawrence se le presentaba un asunto de faldas de aquellas características,
Ella misma dirigía la
construcción de la casa de ladrillo. Sabía que Kovacs, Velsant y ella pasaban
casi todo el tiempo en la mina, y al acabar la jornada se afanaban cada uno en
otro cometido. Vio organización e inteligencia, y ambición.
Se desvió de la calle y
entró en la cantina de García.
Harry Shanto tenía los ojos
semicerrados, pero le había visto. Era la primera vez que le veía desde el
tiroteo, y su expresión se hizo más velada aún.
Steve Lawrence sonrió lo
justo, hizo una mueca a Marita indicando que se marchara y se sentó junto al
enfermo. Ella le miró con sus ojos negrísimos, y dijo antes de irse:
-
No le moleste mucho.
Luego depositó un beso en
la frente de Harry Shanto y salió de la habitación, ante la atónita mirada del
“marshall”.
No dijo nada. Esperó a que
hablara su viejo camarada.
Harry Shanto estaba pálido,
pero se veía que se había recuperado casi totalmente. Hacía cincuenta días que
estaba allí, y eso era bien poco para un hombre que había recibido en su cuerpo
el plomo de Tino Golás, el rápido bandido de Johnny Torres.
-
Te ves bien, Steve.
Las palabras le salieron
huecas, muy roncas. Lawrence hizo un gesto resignado.
-
Un agente ha de
cuidarse, viejo. Quizás más que en los buenos tiempos.
Harry Shanto se incorporó
ligeramente. Lo hizo sin esfuerzo y eso le dejó satisfecho.
-
Dime, Steve ¿Qué
sabes de Marge Collins?
-
Cuando tú caíste se
produjo un cambio radical aquí. Se descubrió plata en la montaña y esa chica es
la dueña de todo. Dentro de poco tendrá tanto dinero que podrá sobornarme.
Harry Shanto estaba
meditando las palabras del “marshall” y era obvio que le habían causado
impresión. Lawrence continuó:
-
Ya sabes. Lo de
siempre en estos casos. El pueblo miserable se transforma con la plata de la
noche a la mañana. Cuando salgas por esa puerta no la vas a conocer.
Shanto se echó hacia atrás.
Habló consigo mismo:
-
Marge lo consiguió.
Lo único que ella quería.
-
¿Eh, Harry?
-
Ella estuvo en San
Jacinto, hace seis años. Lo sabe todo. Nos conocemos bien.
Steve Lawrence no hacía
nunca preguntas. Dijo:
-
Este lugar se va a
poner magnífico. Corre la plata, se
levantan “Saloons” y un revólver rápido tiene lo que quiere. Lo mismo que en
San Jacinto pero con un solo cambio: Steve Lawrence por Harry Shanto ¿Qué te
parece?
Los ojos del postrado
bajaron y se hundieron en la blanca almohada. Respondió con otra pregunta:
-
¿Qué quieres, Steve?
-
Creía que lo sabías
–la pregunta no pareció coger a Lawrence de sorpresa- Solo tengo un objetivo: cazarle.
Matarle como sea. Lo demás no importa.
Los ojos del “marshall” se
habían encendido. Hablaba más rápido que de costumbre en un hombre de Tejas.
-
Esta vez es distinto.
Yo no iré a Torres, sino que él vendrá a mí; le esperaré aquí, en Tumba Crook,
le tenderé una trampa y le destruiré –cerró con fuerza las manos, produciendo
un chasquido- Charly Gil, muerto, le está llamando…
-
Tú sabes quién le
atrae con más fuerza.
-
Te necesito, Harry.
Los dos acabaremos con Torres. Créeme.
-
No –la expresión del
Shanto fue cansada-. Tú no quieres un revólver, sino un blanco. Sabes que
vendrá por mí.
Steve Lawrence se puso en
pie y dio una vuelta por la habitación. Se quedó mirando el “Colt” 45 colgado
de la silla y luego se volvió, perplejo:
-
Estás loco. Creo en
ti. No soy un estúpido y sé de lo que aún eres capaz. Eso de que está acabado
es una patraña que nadie puede tomar en serio.
Harry Shanto hizo una mueca
amarga.
-
No –dijo simplemente.
-
Entonces tendré que
repetirte algo, Harry –la faz de Lawrence cambió repentinamente- Me debes algo,
desde el día en que dos hombres borrachos intentaron matarte. Te acorralaron y
tú no quisiste “sacar”. Estabas borracho también ¿recuerdas?
-
No es preciso. Lo sé
de memoria.
-
Bien. Te lo pido
ahora. Devuélveme ese favor, Harry. Quédate en Tumba Crook hasta que venga
Johnny Torres y estaremos en paz.
No esperó ninguna
respuesta. Giró sobre sus talones y salió de la estancia, mientras Harry Shanto
le seguía con la mirada.
La tarde, cuando salió de
la cantina, estaba declinando. Pero eso no era obstáculo para que el ritmo
febril que en la calle había hubiese bajado de intensidad. A la luz de los
faroles de petróleo, Lawrence vio a los hombres trabajando con el afán de
antes.
Al poco de andar se le unió
Doug Wayne.
-
¿Suelto al chico,
jefe?
Lawrence se estaba fijando
en el anuncio del Saloon Velsant, donde el nombre de Lena Simon se leía a gran
distancia. Sus pensamientos giraron rápidamente de Harry Shanto y Torres a la
anunciada cantante.
-
Mañana llega Lena
Simon –contestó-. Con ella va un tipo llamado Barbier, un francés según él.
Diles que al primer escándalo les echo de aquí ¿Entendido? Al chico le sacaré
yo ahora.
Doug Wayne asintió con la
cabeza, pero siguió al “marshall”. Su voz sonó distinta, metálica, cuando dijo:
-
Solo le pido una
cosa, Lawrence. Cuando vuelva Johnny Torres, déjemelo a mí. Es preciso que lo
haga o enloqueceré.
Steve Lawrence no se
sorprendió lo más mínimo. Contestó:
-
¿Cómo sabes que
volverá?
-
Querrá vengar a Gil
Querrá matarle a usted, y entonces yo le balearé. Lo he jurado.
-
Eso no basta. Pero
podrás intentarlo. No seré yo quien te lo impida.
Doug Wayne dejó de seguirle
y se plantó en la calle, satisfecho. Steve Lawrence subió las escaleras del
porche y entró en la oficina del sheriff, pensando quién era Doug Wayne y no
sabiendo la respuesta.
Solo calculó mentalmente la
distancia abismal que separaba la calidad de sus revólveres, el peligro de sus
acciones. Pero necesitaba gente a su lado con ansia de matar, con desprecio de
sus vidas, y Wayne era un buen elemento. El sheriff, quizá no tanto.
Estaba en la oficina,
masticando un grueso cigarro y contemplando unos pasquines. Lawrence dijo a
manera de saludo:
-
Voy a libertar al
chico.
Se fue a la mesa y de un
cajón sacó un gran manojo de llaves. Luego se dirigió hacia las celdas, pero la
voz de Ramsey le detuvo:
-
Riff Barbier acompaña
a la Simon. Y le reclaman en Tejas por no sé qué delito. Si quiere oír mi
opinión le diré que me enteraría qué hizo, y si no me gustaría les mandaría al
Missisipi, para que lo conociesen...
Steve Lawrence se volvió a medias. Hizo
oscilar el manojo de llaves con su famosa mano izquierda, produciendo un sonido
agudo.
-
Bien, le diré qué
hizo. Fue en Beaumont hace un par de años. Mató a dos hombres la misma noche
porque estimaron que Lena Simon cantaba como un ganso. Es un tipo peligroso,
pero solo si se meten con él. Mientras no haga ruido le dejaremos estar
¿Comprendido?
El sheriff no contestó.
Entonces Lawrence se metió en la puerta que daba a las celdas, abrió una de
ellas y se quedó mirando a Cleve Velsant, que dormitaba plácidamente sobre un
camastro. Aún oyó la voz malhumorada de Ramsey:
-
¡Esto se llenará de
víboras! Cuando quiera darse cuenta le devorarán.
El muchacho no parecía
extrañar la dureza del lecho, porque su expresión denotaba las delicias de un
sueño profundo. Una vez más volvió a preguntarse qué había entre Velsant y
Marge Colllins.
Le zarandeó bruscamente.
-
Despierta, ángel.
El otro no reaccionó. Solo
al cabo de unos segundos suspiró pausadamente y sin abrir los ojos se puso boca
arriba. Entonces dijo:
-
Me llamo Cleve
Velsant, amigo. Conviene que lo vaya recordando.
La celda era pequeña,
blanca, y hasta acogedora, con aquellas cortinitas de rayas que tapaban los
barrotes de la ventana. Daba la impresión de ser una morada agradable, sobre
todo para el que no tuviese dinero para pagarse el alojamiento.
Steve Lawrence se acercó
más al camastro y susurró:
-
Vamos, nene.
Sin duda, hasta el catre
era cómodo, porque Cleve Velsant pareció incapaz de dejarlo. Tal vez fuese eso
o tal vez que las palabras del “marshall” le habían molestado, el caso es que
“Vanidad” siguió sin abrir los ojos, emitiendo un ligero bufido.
Steve Lawrence agarró su
camisa y le puso en pie de un salto. Luego movió la mano izquierda y golpeó con
fuerza la cara del chico.
Aquello le despejó
completamente. En sus ojos había aparecido de repente un brillo colérico que
iluminó al “marshall”.
-
Mira, hijo –dijo
lentamente Lawrence, arrastrando las palabras-. No seas tonto. No conseguirás
nada poniéndote gallo conmigo. Anda, sal de aquí y no vuelvas a repetir lo de
esta tarde ¿entendido?
Velsant le miraba ahora de
forma distinta. De nuevo una expresión divertida bailaba en sus ojos.
-
Aún no me conoce,
Lawrence –dijo-. Me parece que se ha equivocado conmigo. Usted oirá hablar de
mi revólver muy pronto y no querrá creerlo.
Cruzó por delante de él,
cogiendo sus revolveras que estaban en la oficina del sheriff. Se las ciñó
rápidamente, jugueteó con los dos “Colts” modelo Frontier de doble acción,
magníficos, y añadió:
-
Y procure tratarme
con más consideración de ahora en adelante. Soy el que más manda en “Plata
Collins”, después de Collins, naturalmente.
Sonrió antes de abandonar
la oficina, y cuando lo hizo Phil Ramsey lanzó una maldición.
-
Es ambidextro –dijo-.
Ese chico llegará muy lejos si no ponemos remedio…
Steve Lawrence había
asentido, en silencio.
DONDE PROSIGUE EL
REINADO DE STEVE LAWRENCE
Ella le había llevado hasta
la puerta, sujetándole lo mejor que pudo. La gigantesca estatura del hombre
contrastaba con la menuda de Marita.
Harry Shanto abrió con
dificultad la puerta de la casa y el sol que entró a raudales le cegó por un
momento, teniendo que cubrirse el rostro. Luego sus duras facciones se
contrajeron en una mueca que quiso ser amable.
-
Bueno, niña –dijo-.
Vamos a ver si me puedo valer por mí mismo.
Ella sonrió y se apartó.
Entonces, Shanto empezó a andar, torpemente, hacia la calle mientras hacía
considerables esfuerzos, para mantenerse erguido.
El sol caía sobre el pueblo
con tremenda fuerza, calcinando la calzada convertida en una fila multicolor de
toda clase de personas y objetos. El ruido fue lo primero que llamó la atención
del tejano, acostumbrado al silencio permanente de la habitación.
Había martillos golpeando
los clavos a la madera, hachas perfilando tablones, pinceles que corrían por
las fachadas inundándolas de los más atrevidos colores.
Los hombres que manejaban
tales herramientas parecían tan absortos en su trabajo que para nada se fijaban
en los continuos forasteros que llegaban al pueblo. Desde allí mismo se divisaba
el hormiguero humano de la montaña, convertida ahora en espléndida fuente de
riqueza.
Harry Shanto se había
parado en mitad de la calle, y sus ojos se detuvieron en la gran casa de
ladrillo que estaban construyendo junto al Hotel. Después, frente a la oficina
del sheriff se fijó en el nuevo Saloon totalmente terminado cuya inauguración
se anunciaba para esa misma noche.
Más allá vio la oficina
“Plata Collins”, y eso fue lo que más llamó su atención. El mismo chico que
viera el día de su llegada estaba allí, muy atareado en despachar a una
considerable fila de hombres, que sin duda pedirían trabajo.
Harry Shanto se pasó una
mano por el rostro y entonces se dio cuenta que tenía una pobladísima barba, de
todo el tiempo que había estado postrado en la cama.
Unos alegres colorines le
avisaron desde lejos de la existencia de una barbería al final de la calle. Más
firme ahora, con paso más seguro, el tejano echó a andar calle abajo, mientras
el bullicio crecía en todas direcciones.
El hombre pequeño, calvo,
de abultadas bolsas bajo los ojos salió en ese instante de la barbería y se
quedó quieto. Luego gritó:
-
¡Harry Shanto! ¡Harry
Shanto en persona!
Jeremy Welch echo a correr,
con su blanca bata y la navaja de afeitar en la mano, hasta ponerse a la altura
del ex-pistolero.
-
¡Harry Shanto!
–repitió- ¡el primer revólver de todo el Crazy Women!
El alto tejano no sabía de
la llegada del viejo barbero de San Jacinto, y su encuentro le sorprendió.
Jeremy Welch pintaba en su rostro una ancha sonrisa.
-
Necesito un buen afeitado,
Jem. Mientras lo haces puedes hablarme de lo que quieras.
Ambos se dirigieron al
local, evidentemente recién estrenado y pintado, y en donde se notaba quizá
demasiado la rapidez de su construcción. Harry Shanto, perezosamente, se dejó
caer en la gran butaca y estiró con lentitud sus interminables piernas.
-
¡Cuánto tiempo! –
decía en ese instante Welch mientras afilaba la navaja-. El día que llegamos a
Tumba te encontré disparando, lo mismo que hace seis años, cuando te vi por
última vez.
-
¿Sigues con Lawrence?
-
Sí. Pero como
siempre. Nadie lo sabe. Aquí eso es muy importante. Steve está solo.
Miró satisfecho la navaja y
sonrió:
-
Te vi balear a Tino
Golás como en los viejos tiempos… pura nata, sí señor. Si yo hubiese tenido tu
revólver…
-
Deja eso, Jem ¿Qué sabes
de Torres?
-
¡Bah! Lo que sabe
todo el mundo, que volverá para matar a Lawrence, y que para conseguirlo
pactará con el diablo si es preciso.
-
¿Con Clint Mendoza,
tal vez?
Welch se detuvo bruscamente
en su tarea. Se había quedado pálido, y sus ojos buscaros los del Shanto.
-
¿Qué sabes de eso?
Harry Shanto ni siquiera se
había molestado en abrir los ojos.
-
Los buitres se
juntan, los demonios se buscan… ¿conoces algo peor que Mendoza? Welch
carraspeó.
-
Pensé en Clint, es
cierto. Por la posición de Tumba en la frontera mejicana, por el río de plata
que hay aquí y porque esto es fácil y buen bocado para un ave de presa como él.
Pero nunca imaginé que pudiera…
-
¿Aliarse con Torres?
Todo es posible. Fíjate en una cosa, Jem. Si continúas aquí, te llevarán al
sepulcro con mucho plomo en el cuerpo, y quizá con la marca de Mendoza en el
rostro.
Jeremy Welch alzó el mango
de la navaja y se quedó pensativo. Dijo:
-
Steve está solo.
Quiere cazar a Torres como sea, y ya sabes lo tozudo que es. Se enfrentará con
la misma muerte si es preciso.
-
Y la encontrará. No
lo dudes, Jem.
Se acabará Steve Lawrence y
todo su mito. Y tú con él.
Welch reaccionó entonces.
Siempre había reaccionado cuando alguien se metía con Lawrence. Cuando contestó
llevaba en el rostro una expresión de adhesión, de fidelidad, que ya el Shanto
conocía.
-
Mucho hay que
disparar para batir a Steve Lawrence. Está en su mejor momento. Ahora nadie
“saca” como él.
Harry Shanto, el
ex-pistolero, cerró los ojos cuando la navaja de Welch entraba en acción. Los
años que habían pasado por él le daban quizá el secreto de las cosas, pero no
la virtud de convencer a los demás. Dijo:
-
Bien. Tú sabrás lo
que haces. Pero sigue un consejo: cuando veas a Mendoza, mátalo. Es una
serpiente. Si no lo haces, él te morderá y Steve se quedará solo, Clint Mendoza
vendrá a Tumba Crook, y ya sabes a qué, así que no dudes un momento.
Los ojos de Welch se
removieron, inquietos:
-
¿Steve te habló?
–dijo-. El quería que tú estuvieses con nosotros.
Harry Shanto no contestó.
-
…él te necesita,
Harry. Aquí podrías demostrar que tu revólver aún vale. Formaríamos un gran
equipo, y dejaríamos esto tan limpio que hasta reflejaría los rayos del sol.
¿Ya no te acuerdas de los buenos
tiempos? Lawrence y Shanto, los dos primeros gatillos de Tejas, juntos otra vez…
únete a nosotros. Vuelve a usar tus armas Harry.
El tejano miraba a través
de la cristalera en donde el desfile de gente seguí con el mismo ritmo de
siempre. Quizá hubiese disminuido algo con el atardecer.
-
Seis años no es mucho
tiempo –seguía incansable Jeremy Welch mientras movía con seguros dedos la
navaja-. Ed Krahe volvió en ese tiempo y siguió siendo el número uno de
Arizona. Y cuando tú mataste e Jeff Hellys nadie puso en duda tu ventaja sobre
Krahe.
Harry Shanto pensaba, sabía
que ya nadie creía en su revólver, y que lo único que buscaban en él era un
refuerzo en la lucha que se avecinaba. El cebo que Steve Lawrence, en realidad,
quería. No, en absoluto le importaba lo que los demás pensasen de él, lo que
valorasen su habilidad. No había nada en el mundo que mereciese la atención del
tejano, y mucho menos su preocupación. En aquel instante, Johnny Torres había
dejado de ser una obsesión para él.
-
Johnny Torres –dijo-.
Es curioso, pero creo que ahora todo es distinto. Me siento otro, Jem.
-
¿Eh?
El barbero esperaba una
respuesta que Shanto no dio. Esperaba mucho de aquel sheriff de San Jacinto al
que la vida había tratado de tan mal manera. En realidad nunca había visto nada
igual a aquel disparo con que se acabó la vida de Jeff Hellys. Lástima que los
hombres se vuelven viejos, incluso los más extraordinarios, incluso Harry
Shanto, el mejor pistolero que conociese el Sudoeste seis años atrás.
Pero el tiempo pasa sin
respetar a nadie, y las manos que antes fueron famosas habían perdido su
velocidad. Era el caso triste del ocaso de un hombre de revólver.
-
Me iré hacia el Norte
–decía en ese instante el tejano-. Hacia Oregón, probablemente, y me olvidaré
para siempre del infierno de la frontera. A un sitio donde nadie haya oído
nombrar a Johnny Torres, donde nadie lleve revólver, donde todo sea distinto.
Jeremy Welch, por un
momento, creyó escuchar al sheriff de San Jacinto. A aquel pistolero que causó
estupor seis años antes.
-
Entonces pudiste
matarlo, Harry –dijo-. Aquella noche el duelo no hubiese tenido favorito: tú
estabas a la par con él.
Lo que contestó el tejano,
mientras se levantaba de la butaca, mientras salía de la barbería, fue algo que
llenó de sorpresa al viejo:
-
Te equivocas, Jem.
Entonces yo hubiese matado a Torres, sin ninguna duda.
-
No volverá a dispara
–dijo secamente Welch mientras cogía un cigarro-. Se olvidará de Johnny Torres
y de todo lo que le hizo como si tal cosa.
La oficina del sheriff
estaba en penumbra, iluminada tan solo por la luz proveniente de la calle, del
Saloon Velsant, cuya fachada presentaba un gran aspecto.
Steve Lawrence, que fumaba
con parsimonia un gran cigarro y mantenía los pies encima de la mesa, contestó:
-
Eso no es posible.
Nunca olvidará aquello.
Fue entonces cuando el
“marshall” se puso en pie de un salto y gruñó:
-
¡Wayne!
Los que estaban allí,
Welch, Wayne y Ramsey, además de Lawrence, se levantaron también, extrañados, y
salieron detrás de su jefe. Cuando ya estaban en la calle, el Saloon que dentro
de poco se iba a inaugurar les dio con su luz el por qué de la rápida salida
del “marshall”.
Entre la algarabía
nocturna, se había hecho un pequeño silencio. Sin duda lo producían las
palabras bien moduladas, cadentes, del hombre elegante del fino bigote.
-
No he oído nada,
amigo. Pero la próxima vez hable aún más bajo, porque si le oigo, le mataré.
Riff Barbier no había
perdido un ápice de su aplomo, de su prestancia, de su seguridad en sí mismo.
No había perdido nada, excepto una cosa: Lena Simon.
Lawrence se preguntó cómo
aquella mujer no había cambiado nada en todos los años que pasaban por ella.
Tan guapa, tan llamativa, tan causante de alborotos.
Pero había algo que llamaba
mucho más la atención del “marshall” que la pareja a la cual conocía ya
demasiado bien.
Era aquel mejicano, el que
parecía encararse con Barbier, y que estaba borracho a ciencia cierta.
-
¡Yo tengo ojos,
señor! –decía en ese instante el mejicano-. ¡No voy a cerrarlos cuando pase una
mujer bonita!
Riff Barbier, que ya había
hecho ademán de irse, cogió el brazo e Lena y se volvió a medias:
-
Cuando vea esta mujer,
cierre los ojos o mire hacia otra parte, porque de lo contrario es posible que
se los cierre yo.
Doug Wayne estaba tras de
Lawrence, con los nervios en tensión. Dijo:
-
¿Disparará?
-
Depende. Si el
mejicano habla de ella, sí. Tú vigila a Barbier ¡Ramsey!
El sheriff se puso a su
altura.
-
Ese mejicano es de la
pandilla de Mendoza. Se llama, o le llaman “Carmen”. Cuando yo baje, apúntele.
Pero no dispare.
-
Oiga, señor –decía
“Carmen” en aquel momento- la ciudad no es suya. Yo puedo mirar sin que nadie
me lo impida.
Riff Barbier contestó:
-
Hágalo.
Ahora, Lena Simon entró en
escena con un gesto de impaciencia y cansancio:
-
Rayos Riff, no seas
niño. Tenemos que actuar dentro de poco. ¿O es que lo has olvidado?
Una vez más Lawrence
descubrió en la cara del jugador una mueca de despecho.
-
¡Hágalo!
Se había formado un grupo
de gente que miraba con curiosidad el desarrollo de la discusión. El llamado
“Carmen” enseñó unos dientes rotos cuando, sonriendo, dijo:
-
Claro que lo haré. Y
la besaré después.
Ahora Riff Barbier se había
quedado pálido.
Ahora Riff Barbier puso la
mano a la altura del revólver que asomaba por debajo de la levita.
Ahora Lawrence bajó
despacio las escaleras del porche de su oficina y habló despacio, arrastrando
las palabras, con su inconfundible acento sureño:
-
Tú no harás nada de
eso, “pelao”. Tú solo besarás a tu mamá.
El revólver que llevaba el
mejicano, atado al muslo por una correa de cuero, estaba tan cerca de su mano
que la rozaba. Y él estaba lo suficientemente borracho como para no ver la
estrecha del “marshall” y como para sentir en aquel momento un deseo inminente
de “sacar”.
Steve Lawrence, enfrente,
contuvo con un gesto la admirada reacción de Barbier.
-
¡Lawrence! –exclamó
el “francés”.
Pero su expresión había
cambiado. El ramalazo de ira que cruzó sus ojos se había trocado de repente en
su característica expresión.
Sin embargo, al mejicano no
le había gustado en absoluto la forma del “marshall” de dirigirse a él. Se veía
en sus pequeños ojos semicerrados y en la mueca de odio que curvaba su boca.
A Lawrence le gustaba
actuar solo. Había dejado quietos a sus hombres, y se enfrentaba al pistolero
de Mendoza con una calma absoluta, mientras entre ambos hombres se abría un
espacio despejado.
Steve Lawrence, el famoso
hombre de revólver, dejó oír de nuevo su voz:
-
Date preso, “Carmen”. Prometí
llevaros a la cárcel a todos los “pelaos” de Mendoza y tú vas a ser el primero.
¡Andando!
Pero “Carmen” no anduvo. Se
había quedado donde estaba, balanceando ligeramente la pistolera, y en la
clásica actitud del gunman para “sacar”.
Phil Ramsey no comprendía
por qué Lawrence se metía en complicaciones con tan alegre falta de
responsabilidad. Mendoza no estaba reclamado en aquel territorio y era un
formidable enemigo con quien tendrían que enfrentarse sin necesidad.
-
Déjele Lawrence,
“Carmen” se irá y…
-
¡Andando!
El brillo colérico que
iluminó los ojos del “marshall” con la advertencia de subordinado no consiguió,
sin embargo, disminuir su serenidad. Pero su mano, aquella famosa izquierda
célebre en toda Tejas, estaba nerviosa, y a un solo palmo de su revólver.
“Carmen” mantenía su
repulsiva sonrisa mientras seguía balanceando, estúpidamente en su borrachera,
la doble canana.
A pesar de todo, parecía
dispuesto a “sacar” porque sus músculos en tensión habían desertado de su
alcoholizado cerebro.
-
¿Vienes, “mujer"[1]?
Evidentemente, Lawrence
provocaba al mejicano para que éste disparase. El “marshall” parecía tener sumo
interés en que hubiese duelo.
“Carmen” dejó de sonreír.
Su sonrisa dio paso a una mueca de odio, sus ojos se entrecerraron y taladraron
con afán los fríos, inalterables e impasibles del “as” de Tejas.
Más de un espectador, entre
los que se encontraban Ramsey y Doug Wayne se admiraron de la sangre fría ,de
la tremenda serenidad de Steve Lawrence, que a cada momento demostraba, quizá
demasiada, quizá poniéndose a prueba un tanto alocadamente, poniendo su vida en
peligro como para halagar una vanidad demasiado infantil.
-
Te vas a quemar, “pelao”.
No, Steve Lawrence tenía
mucha experiencia y siempre, en cualquier momento, dominaba la situación y
sabía perfectamente lo que iba a hacer. Eso lo sabía Jeremy Welch, que ya
curvaba el dedo sobre el gatillo de su Derringer, bajo la levita, por si el
“maestro” necesitaba una ayuda.
Las manos del “marshall”
estaban quietas, y su famosa izquierda parecía muerta. Cuando en los ojos de
“Carmen” apareció un brillo fugaz, inapreciable, pero visible a los ojos del
pistolero, Lawrence demostró que su zurda era todo lo contrario que eso.
Lawrence demostró en un
momento por qué era la primera pistola de Tejas, por qué era temido en todo el
territorio y por qué se le consideraba como uno de los primeros revólveres de
todo el Sudoeste.
Su mano izquierda se movió
a ritmo frenético. En instante, en uno solo, se vio armada con aquel revólver
pavonado cuya muesca nacarada tantos conocían.
En un solo instante el
percutor golpeó, con seco chasquido, y la bala salió envuelta en fuego buscando
la carne, el blanco que aquel “Colt” la asignó.
Sus ojos, sin embargo,
fríos y distantes, parecían ausentes de sus manos, de aquella máquina de matar
que manejaba con la destreza y la habilidad de un artista. Pero sus ojos no
parecían seguir ese disparo, que salvajemente atronó la calle y llenó a todos
de temor con su tétrico sonido.
A “Carmen” el proyectil se
le clavó en la frente en el momento que sus pulgares levantaban los percutores
de sus armas, que ya enfilaban hacia el corazón de Lawrence. La bala le
destrozó la cabeza y se llevó su vida, de manera tan rápida que nada pudo
pensar antes de morir. Se cubrió de sangre, se derrumbó pesadamente al suelo y
todo se acabó. Para él tan solo. Y para los ojos del “marshall” tal vez.
Porque los ojos de Steve
Lawrence, tras de aquello, habían dejado de ser fríos y ausentes. Había algo
distinto en ellos. Parecían muertos.
© Javier de Lucas