MIGUEL HERNANDEZ

BIOGRAFIA

(Orihuela (Alicante) 1910 - Alicante 1942). Nació en el seno de una familia muy humilde, razón por la que no pudo estudiar y desde niño desempeñó distintos trabajos, como el de pastor de cabras. Su formación fue totalmente autodidacta y se formó a sí mismo a través de abundantes lecturas. En Orihuela participaba en las tertulias literarias de orientaci¢n católica, y allí conoció a la que sería más tarde su mujer, Josefina Manresa. En 1924 se trasladó a Madrid donde entró en contacto con los miembros del Grupo del 27 y empezó a colaborar en la obra de José María de Cossío, "Los Toros".  Decisiva para su evolución ideológica fue su amistad con Pablo Neruda. Aunque influido por su generación, se puede decir que su obra permaneció al margen de tendencias poéticas, pero su expresión poética tiene un acento inconfundible. Al triunfar el Frente Popular, se alistó en las "Misiones pedagógicas" por tierras salmantinas y en 1936 se alistó como voluntario en el ejército republicano, trabajando como corresponsal de guerra. Al finalizar la guerra fue hecho prisionero y tras un juicio sumarísimo condenado a muerte, condena que le fue conmutada por la de cadena perpetua. Tras pasar por diferentes prisiones, murió víctima de la tuberculosis en la de Alicante. Su primer libro fue PERITO EN LUNAS, de línea gongorina. Su poemario central de preguerra es EL RAYO QUE NO CESA; en esta obra el poeta se muestra como dueño absoluto de su universo poético. Otras obras suyas son: VIENTO DEL PUEBLO, EL HOMBRE ACECHA, CANCIONERO Y ROMANCERO DE AUSENCIAS. En 1992, coincidiendo con el cincuentenario de su muerte, se editaron sus OBRAS COMPLETAS.


POEMAS ESCOGIDOS

 

TRES HERIDAS

 

Llegó con tres heridas:

la del amor,

la de la muerte,

la de la vida.

 

Con tres heridas viene:

la de la vida,

la del amor,

la de la muerte.

 

Con tres heridas yo:

la de la vida,

la de la muerte,

la del amor.

NANAS DE LA CEBOLLA

 

La cebolla es escarcha

cerrada y pobre

Escarcha de tus días

y de mis noches.

Hambre y cebolla,

hielo negro y escarcha

grande y redonda.

 

En la cuna del hambre

mi niño estaba.

Con sangre de cebolla

se amamantaba.

Pero tu sangre,

escarchada de azúcar,

cebolla y hambre.

 

Una mujer morena

resuelta en luna

se derrama hiló a hilo

sobre la cuna.

Ríete, niño,

que te tragas la luna

cuando es preciso.

 

Álondra de mi casa,

ríete mucho.

Es tu risa en los ojos

la luz del mundo.

Ríete tanto

que mi alma al oírte

bata el espacio.

 

Tu risa me hace libre,

me pone alas.

Soledades me quita,

cárcel me arranca.

Boca que vuela,

corazón que en tus labios

relampaguea.

 

Es tu risa la espada

más victoriosa,

vencedor de las flores

y las alondras.

Rival del sol.

Porvenir de mis huesos

y de mi amor.

 

La carne aleteante,

súbito el párpado,

el vivir como nunca,

coloreado.

¡Cuánto jilguero

se remonta, aletea,

desde tu cuerpo!

 

Desperté de ser niño.

nunca despiertes.

Triste llevo la boca,

ríete siempre.

Siempre en la cuna,

defendiendo la risa

pluma por pluma.

 

Ser de vuelo tan alto,

tan extendido,

que tu carne es el cielo

recién nacido.

¡Si yo pudiera

remontarme al origen

de tu carrera!

 

Al octavo mes ríe!

con cinco azahares.

Con cinco diminutas

ferocidades.

Con cinco dientes

como cinco jazmines

adolescentes.

 

Frontera de los besos

serán mañana,

cuando en la dentadura

sientas un arma.

Sientas un fuego

correr dientes abajo

buscando el centro.

 

Vuela, niño, en la doble

luna del pecho;

él, triste de cebolla,

tú, satisfecho.

No te derrumbes,

No sepas lo que pasa

ni lo que ocurre.

PARA LA LIBERTAD

 

Para la libertad sangro, lucho, pervivo.

Para la libertad, mis ojos y mis manos,

como un árbol carnal, generoso cautivo,

doy a los cirujanos.

 

Para la libertad siento más corazones

que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,

y entro en los hospitales, y entro en los algodones

como en las azucenas.

 

Para la libertad me desprendo a balazos

de los que han revolcado su estatua por el lodo,

y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos,

de mi casa, de todo.

 

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,

ella pondrá dos piedras de futura mirada

y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan

en la carne talada.

 

Retoñarán aladas de savia sin otoño

reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida.

Porque soy como el árbol talado, que retoño

porque aún tengo la vida.

ELEGÍA PRIMERA (A FEDERICO GARCÍA LORCA, POETA)

 

Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas,

y en traje de cañón, las parameras

donde cultiva el hombre raíces y esperanzas,

y llueve sal, y esparce calaveras.

 

Verdura de las eras,

¿qué tiempo prevalece la alegría?

El sol pudre la sangre, la cubre de asechanzas

y hace brotar la sombra más sombría.

 

El dolor y su manto

vienen una vez más a nuestro encuentro.

Y una vez más al callejón del llanto

lluviosamente entro.

 

Siempre me veo dentro

de esta sombra de acíbar revocada,

amasada con ojos y bordones,

que un candil de agonía tiene puesto a la entrada

y un rabioso collar de corazones.

 

Llorar dentro de un pozo,

en la misma raíz desconsolada

del agua, del sollozo,

del corazón quisiera:

donde nadie me viera la voz ni la mirada,

ni restos de mis lágrimas me viera.

 

Entro despacio, se me cae la frente

despacio, el corazón se me desgarra

despacio, y despacioso y negramente

vuelvo a llorar al pie de una guitarra.

 

Entre todos los muertos de elegía,

sin olvidar el eco de ninguno,

por haber resonado más en el alma mía,

la mano de mi llanto escoge uno.

 

Federico García

hasta ayer se llamó: polvo se llama.

Ayer tuvo un espacio bajo el día

que hoy el hoyo le da bajo la grama.

 

¡Tanto fue! ¡Tanto fuiste y ya no eres!

Tu agitada alegría,

que agitaba columnas y alfileres,

de tus dientes arrancas y sacudes,

y ya te pones triste, y sólo quieres

ya el paraíso de los ataúdes.

 

Vestido de esqueleto,

durmiéndote de plomo,

de indiferencia armado y de respeto,

te veo entre tus cejas si me asomo.

 

Se ha llevado tu vida de palomo,

que ceñía de espuma

y de arrullos el cielo y las ventanas,

como un raudal de pluma

el viento que se lleva las semanas.

 

Primo de las manzanas,

no podrá con tu savia la carcoma,

no podrá con tu muerte la lengua del gusano,

y para dar salud fiera a su poma

elegirá tus huesos el manzano.

 

Cegado el manantial de tu saliva,

hijo de la paloma,

nieto del ruiseñor y de la oliva:

serás, mientras la tierra vaya y vuelva,

esposo siempre de la siempreviva,

estiércol padre de la madreselva.

 

¡Qué sencilla es la muerte: qué sencilla,

pero qué injustamente arrebatada!

No sabe andar despacio, y acuchilla

cuando menos se espera su turbia cuchillada.

 

Tú, el más firme edificio, destruido,

tú, el gavilán más alto, desplomado,

tú, el más grande rugido,

callado, y más callado, y más callado.

 

Caiga tu alegre sangre de granado,

como un derrumbamiento de martillos feroces,

sobre quien te detuvo mortalmente.

Salivazos y hoces

caigan sobre la mancha de su frente.

 

Muere un poeta y la creación se siente

herida y moribunda en las entrañas.

Un cósmico temblor de escalofríos

mueve temiblemente las montañas,

un resplandor de muerte la matriz de los ríos.

 

Oigo pueblos de ayes y valles de lamentos,

veo un bosque de ojos nunca enjutos,

avenidas de lágrimas y mantos:

y en torbellinos de hojas y de vientos,

lutos tras otros lutos y otros lutos,

llantos tras otros llantos y otros llantos.

 

No aventarán, no arrastrarán tus huesos,

volcán de arrope, trueno de panales,

poeta entretejido, dulce, amargo,

que al calor de los besos

sentiste, entre dos largas hileras de puñales,

largo amor, muerte larga, fuego largo.

 

Por hacer a tu muerte compañía,

vienen poblando todos los rincones

del cielo y de la tierra bandadas de armonía,

relámpagos de azules vibraciones.

Crótalos granizados a montones,

batallones de flautas, panderos y gitanos,

ráfagas de abejorros y violines,

tormentas de guitarras y pianos,

irrupciones de trompas y clarines.

 

Pero el silencio puede más que tanto instrumento.

 

Silencioso, desierto, polvoriento

en la muerte desierta,

parece que tu lengua, que tu aliento,

los ha cerrado el golpe de una puerta.

 

Como si paseara con tu sombra,

paseo con la mía

por una tierra que el silencio alfombra,

que el ciprés apetece más sombría.

 

Rodea mi garganta tu agonía

como un hierro de horca

y pruebo una bebida funeraria.

Tú sabes, Federico García Lorca,

que soy de los que gozan una muerte diaria.

 

SENTADO SOBRE LOS MUERTOS

 

Sentado sobre los muertos

que se han callado en dos meses,

beso zapatos vacíos

y empuño rabiosamente

la mano del corazón

y el alma que lo mantiene.

 

Que mi voz suba a los montes

y baje a la tierra y truene,

eso pide mi garganta

desde ahora y desde siempre.

 

Acércate a mi clamor,

pueblo de mi misma leche,

árbol que con tus raíces

encarcelado me tienes,

que aquí estoy yo para amarte

y estoy para defenderte

con la sangre y con la boca

como dos fusiles fieles.

 

Si yo salí de la tierra,

si yo he nacido de un vientre

desdichado y con pobreza,

no fue sino para hacerme

ruiseñor de las desdichas,

eco de la mala suerte,

y cantar y repetir

a quien escucharme debe

cuanto a penas, cuanto a pobres,

cuanto a tierra se refiere.

 

Ayer amaneció el pueblo

desnudo y sin qué ponerse,

hambriento y sin qué comer,

y el día de hoy amanece

justamente aborrascado

y sangriento justamente.

En su mano los fusiles

leones quieren volverse

para acabar con las fieras

que lo han sido tantas veces.

 

Aunque te falten las armas,

pueblo de cien mil poderes,

no desfallezcan tus huesos,

castiga a quien te malhiere

mientras que te queden puños,

uñas, saliva, y te queden

corazón, entrañas, tripas,

cosas de varón y dientes.

Bravo como el viento bravo

leve como el aire leve

asesina al que asesina,

aborrece al que aborrece

la paz de tu corazón

y el vientre de tus mujeres.

No te hieran por la espalda,

vive cara a cara y muere

con el pecho ante las balas,

ancho como las paredes.

 

Canto con la voz de luto,

pueblo de mí, por tus héroes:

tus ansias como las mias,

tus desventuras que tienen

del mismo metal el llanto,

las penas del mismo temple,

y de la misma madera

tu pensamiento y mi frente,

tu corazón y mi sangre,

tu dolor y mis laureles.

Antemuro de la nada

esta vid me parece.

 

Aquí estoy para vivir

mientras el alma me suene,

y aquí estoy para morir

cuando la hora me llegue,

en los veneros del pueblo

desde ahora y desde siempre.

Varios tragos es la vida

y un solo trago es la muerte.

 

VIENTOS DEL PUEBLO ME LLEVAN

 

Vientos del pueblo me llevan,

vientos del pueblo me arrastran,

me esparcen el corazón

y me aventan la garganta.

 

Los bueyes doblan la frente

impotentemente mansa

delante de los castigos:

los leones se levantan

y al mismo tiempo castigan

con su clamorosa zarpa.

 

No soy un de pueblo de bueyes,

que soy de un pueblo que embargan

yacimientos de leones,

desfiladeros de águilas

y cordilleras de toros

con el orgullo en el asta.

Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.

 

¿Quién habló de echar un yugo

sobre el cuello de esta raza?

¿Quién ha puesto al huracán

jamás ni yugos ni trabas,

ni quién al rayo detuvo

prisionero en una jaula?

 

Asturianos de braveza,

vascos de piedra blindada,

valencianos de alegría

y castellanos de alma,

labrados como la tierra

y airosos como las alas;

andaluces de relámpagos,

nacidos entre guitarras

y forjados en los yunques

torrenciales de las lágrimas;

extremeños de centeno,

gallegos de lluvia y calma,

catalanes de firmeza,

aragoneses de casta,

murcianos de dinamita

frutalmente propagada,

leoneses, navarros, dueños

del hambre, el sudor y el hacha,

reyes de la minería,

señores de la labranza,

hombres que entre las raíces,

como raíces gallardas,

vais de la vida a la muerte,

vais de la nada a la nada:

yugos os quieren poner

gentes de la hierba mala,

yugos que habéis de dejar

rotos sobre sus espaldas.

 

Crepúsculo de los bueyes

está despuntando el alba.

 

Los bueyes mueren vestidos

de humildad y olor de cuadra:

las águilas, los leones

y los toros de arrogancia,

y detrás de ellos, el cielo

ni se enturbia ni se acaba.

La agonía de los bueyes

tiene pequeña la cara,

la del animal varón

toda la creación agranda.

 

Si me muero, que me muera

con la cabeza muy alta.

Muerto y veinte veces muerto,

la boca contra la grama,

tendré apretados los dientes

y decidida la barba.

 

Cantando espero a la muerte,

que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas.

 

EL NIÑO YUNTERO

 

Carne de yugo, ha nacido

más humillado que bello,

con el cuello perseguido

por el yugo para el cuello.

 

Nace, como la herramienta,

a los golpes destinado,

de una tierra descontenta

y un insatisfecho arado.

 

Entre estiércol puro y vivo

de vacas, trae a la vida

un alma color de olivo

vieja ya y encallecido.

 

Empieza a vivir, y empieza

a morir de punta a punta

levantando la corteza

de su madre con la yunta.

 

Empieza a sentir, y siente

la vida como una guerra,

y a dar fatigosamente

en los huesos de la tierra.

 

Contar sus años no sabe,

y ya sabe que el sudor

es una corona grave

de sal para el labrador.

 

Trabaja, y mientras trabaja

masculinamente serio,

se unge de lluvia y se alhaja

de carne de cementerio.

 

A fuerza de golpes, fuerte,

y a fuerza de sol, bruñido,

con una ambición de muerte

despedaza un pan reñido.

 

Cada nuevo día es

más raíz, menos criatura,

que escucha bajo sus pies

la voz de la sepultura.

 

Y como raíz se hunde

en la tierra lentamente

para que la tierra inunde

de paz y panes su frente.

 

Me duele este niño hambriento

como una grandiosa espina,

y su vivir ceniciento

revuelve mi alma de encina.

 

 

Lo veo arar los rastrojos,

y devorar un mendrugo,

y declarar con los ojos

que por qué es carne de yugo.

 

Me da su arado en el pecho,

y su vida en la garganta,

y sufro viendo el barbecho

tan grande bajo su planta.

 

¿Quién salvará este chiquillo

menor que un grano de avena?

¿De dónde saldrá el martillo

verdugo de esta cadena?

 

Que salga del corazón

de los hombres jornaleros,

que antes de ser hombres son

y han sido niños yunteros.

LOS COBARDES

 

Hombres veo que de hombres

sólo tienen, sólo gastan

el parecer y el cigarro,

el pantalón y la barba.

 

En el corazón son liebres,

gallinas en las entrañas,

galgos de rápido vientre,

que en épocas de paz ladran

y en épocas de cañones

desaparecen del mapa.

 

Estos hombres, estas liebres,

comisarios de la alarma,

cuando escuchan a cien leguas

el estruendo de las balas,

con singular heroísmo

a la carrera se lanzan,

se les alborota el ano,

el pelo se les espanta.

Valientemente se esconden,

gallardamente se escapan

del campo de los peligros

estas fugitivas cacas,

que me duelen hace tiempo

en los cojones del alma.

 

¿Dónde iréis que no vayáis

a la muerte, liebres pálidas,

podencos de poca fe

y de demasiadas patas?

¿No os avergüenza mirar

en tanto lugar de Espaiía

a tanta mujer serena

bajo tantas amenazas?

Un tiro por cada diente

vuestra existencia reclama,

cobardes de piel cobarde

y de corazón de caña.

Tembláis como poseídos

de todo un siglo de escarcha

y vais del sol a la sombra

llenos de desconfianza.

Halláis los sótanos poco

defendidos por las casas.

 

Vuestro miedo exige al mundo

batallones de murallas,

barreras de plomo a orillas

de precipicios y zanjas

para vuestra pobre vida,

mezquina de sangre y ansias.

No os basta estar defendidos

por lluvias de sangre hidalga,

que no cesa de caer,

generosamente cálida,

un día tras otro día

a la gleba castellana.

No sentís el llamamiento

de las vidas derramadas.

Para salvar vuestra piel

las madrigueras no os bastan,

no os bastan los agujeros,

ni los retretes, ni nada.

Huís y huís, dando al pueblo,

mientras bebéis la distancia,

motivos para mataros

por las corridas espaldas.

 

Solos se quedan los hombres

al calor de las batallas,

y vosotros lejos de ellas,

queréis ocultar la infamia,

pero el color de cobardes

no se os irá de la cara.

 

Ocupad los tristes puestos

de la triste telaraña.

Sustituid a la escoba,

y barred con vuestras nalgas

la mierda que vais dejando

donde colocáis la planta.

 

ELEGÍA SEGUNDA (A PABLO DE LA TORRIENTE, COMISARIO POLÍTICO)

 

«Me quedaré en España compañero»,

me dijiste con gesto enamorado.

Y al fin sin tu edificio tronante de guerrero

en la hierba de España te has quedado.

 

Nadie llora a tu lado:

desde el soldado al duro comandante,

todos te ven, te cercan y te atienden

con ojos de granito amenazante,

con cejas incendiadas que todo el cielo encienden.

 

Valentín el volcán, que si llora algún día

será con unas lágrimas de hierro,

se viste emocionado de alegría

para robustecer el río de tu entierro.

 

Como el yunque que pierde su martillo,

Manuel Moral se calla

colérico y sencillo.

 

Y hay muchos capitanes y muchos comisarios

quitándote pedazos de metralla,

poniéndote trofeos funerarios.

 

Ya no hablarás de vivos y de muertos,

ya disfrutas la muerte del héroe, ya la vida

no te verá en las calles ni en los puertos

pasar como una ráfaga garrida.

 

Pablo de la Torriente,

has quedado en España

y en mi alma caído:

nunca se pondrá el sol sobre tu frente,

heredará tu altura la montaña

y tu valor el toro del bramido.

 

De una forma vestida de preclara

has perdido las plumas y los besos,

con el sol español puesto en la cara

y el de Cuba en los huesos.

 

Pasad ante el cubano generoso,

hombres de su Brigada,

con el fusil furioso,

las botas iracundas y la mano crispada.

 

Miradlo sonriendo a los terrones

y exigiendo venganza bajo sus dientes mudos

a nuestros más floridos batallones

y a sus varones como rayos rudos.

 

Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan.

No temáis que se extinga su sangre sin objeto,

porque éste es de los muertos que crecen y se agrandan

aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.

 

NUESTRA JUVENTUD NO MUERE

 

Caídos sí, no muertos, ya postrados titanes,

están los hombres de resuelto pecho

sobre las más gloriosas sepulturas:

las eras de las hierbas y los panes,

el frondoso barbecho,

las trincheras oscuras.

 

Siempre serán famosas

estas sangres cubiertas de abriles y de mayos,

que hacen vibrar las dilatadas fosas

con su vigor que se decide en rayos.

 

Han muerto como mueren los leones:

peleando y rugiendo,

espumosa la boca de canciones,

de ímpetu las cabezas y las venas de estruendo.

 

Héroes a borbotones,

no han conocido el rostro a la derrota,

y victoriosamente sonriendo

se han desplomado en la besana umbría,

sobre el cimiento errante de la bota

y el firmamento de la gallardía.

 

Una gota de pura valentía

vale más que un océano cobarde.

 

Bajo el gran resplandor de un mediodía

sin mañana y sin tarde,

unos caballos que parecen claros,

aunque son tenebrosos y funestos,

se llevan a estos hombres vestidos de disparos

a sus inacabables y entretejidos puestos.

 

No hay nada negro en estas muertes claras.

Pasiones y tambores detengan los sollozos.

Mirad, madres y novias, sus transparentes caras:

la juventud verdea para siempre en sus bozos.

 

LLAMO A LA JUVENTUD

 

Los quince y los dieciocho,

los dieciocho y los veinte...

Me voy a cumplir los años

al fuego que me requiere,

y si resuena mi hora

antes de los doce meses,

los cumpliré bajo tierra.

Yo trato que de mí queden

una memoria de sol

y un sonido de valiente.

 

Si cada boca de España,

de su juventud, pusiese

estas palabras, mordiéndolas,

en lo mejor de sus dientes:

si la juventud de España,

de un impulso solo y verde,

alzara su gallardía,

sus músculos extendiese

contra los desenfrenados

que apropiarse España quieren,

sería el mar arrojando

a la arena muda siempre

varios caballos de estiércol

de sus pueblos transparentes,

con un brazo inacabable

de perpetua espuma fuerte.

 

Si el Cid volviera a clavar

aquellos huesos que aún hieren

el polvo y el pensamiento,

aquel cerro de su frente,

aquel trueno de su alma

y aquella espada indeleble,

sin rival, sobre su sombra

de entrelazados laureles:

al mirar lo que de España

los alemanes pretenden,

los italianos procuran,

los moros, los portugueses,

que han grabado en nuestro cielo

constelaciones crueles

de crímenes empapados

en una sangre inocente,

subiera en su airado potro

y en su cólera celeste

a derribar trimotores

como quien derriba mieses.

 

Bajo una zarpa de lluvia,

y un racimo de relente,

y un ejército de sol,

campan los cuerpos rebeldes

de los españoles dignos

que al yugo no se someten,

y la claridad los sigue,

y los robles los refieren.

Entre graves camilleros

hay heridos que se mueren

con el rostro rodeado

de tan diáfanos ponientes,

que son auroras sembradas

alrededor de sus sienes.

Parecen plata dormida

y oro en reposo parecen.

 

Llegaron a las trincheras

y dijeron firmemente:

¡Aquí echaremos raíces

antes que nadie nos eche!

Y la muerte se sintió

orgullosa de tenerles.

Pero en los negros rincones,

en los más negros, se tienden

a llorar por los caídos

madres que les dieron leche,

hermanas que los lavaron,

novias que han sido de nieve

y que se han vuelto de luto

y que se han vuelto de fiebre;

desconcertadas viudas,

desparramadas mujeres,

cartas y fotografías

que los expresan fielmente,

donde los ojos se rompen

de tanto ver y no verles,

de tanta lágrima muda,

de tanta hermosura ausente.

 

Juventud solar de España:

que pase el tiempo y se quede

con un murmullo de huesos

heroicos en su corriente.

Echa tus huesos al campo,

echa las fuerzas que tienes

a las cordilleras foscas

y al olivo del aceite.

Reluce por los collados,

y apaga la mala gente,

y atrévete con el plomo,

y el hombro y la pierna extiende.

 

Sangre que no se desborda,

juventud que no se atreve,

ni es sangre, ni es juventud,

ni relucen, ni florecen.

Cuerpos que nacen vencidos,

vencidos y grises mueren:

vienen con la edad de un siglo,

y son viejos cuando vienen.

 

La juventud siempre empuja,

la juventud siempre vence,

y la salvación de España

de su juventud depende.

 

La muerte junto al fusil,

antes que se nos destierre,

antes que se nos escupa,

antes que se nos afrente

y antes que entre las cenizas

que de nuestro pueblo queden,

arrastrados sin remedio

gritemos amargamente:

¡Ay España de mi vida,

ay España de mi muerte!

 

RECOGED ESTA VOZ

 

Naciones de la tierra, patrias del mar, hermanos

del mundo y de la nada:

habitantes perdidos y lejanos,

más que del corazón, de la mirada.

 

Aquí tengo una voz enardecida,

aquí tengo una vida combatida y airada,

aquí tengo un rumor, aquí tengo una vida.

 

Abierto estoy, mirad, corno una herida.

Hundido estoy, mirad, estoy hundido

en medio de mi pueblo y de sus males.

Herido voy, herido y malherido,

sangrando por trincheras y hospitales.

 

Hombres, mundos, naciones,

atended, escuchad mi sangrante sonido,

recoged mis latidos de quebranto

en vuestros espaciosos corazones,

porque yo empuño el alma cuando canto.

 

Cantando me defiendo

y defiendo mi pueblo cuando en mi pueblo imprimen

su herradura de pólvora y estruendo

los bárbaros del crimen.

 

Esta es su obra, ésta:

pasan, arrasan como torbellinos,

y son ante su cólera funesta

armas los horizontes y muerte los caminos.

 

El llanto que por valles y balcones se vierte,

en las piedras diluvia y en las piedras trabaja,

y no hay espacio para tanta muerte,

y no hay madera para tanta caja.

 

Caravanas de cuerpos abatidos.

Todo vendajes, penas y pañuelos:

todo camillas donde a los heridos

se les quiebran las fuerzas y los vuelos.

 

Sangre, sangre por árboles y suelos,

sangre por aguas, sangre por paredes,

y un temor de que España se desplome

del peso de la sangre que moja entre sus redes

hasta el pan que se come.

 

Recoged este viento,

naciones, hombres, mundos,

que parte de las bocas de conmovido aliento

y de los hospitales moribundos.

 

Aplicad las orejas

a mi clamor de pueblo atropellado,

al ¡ay! de tantas madres, a las quejas

de tanto ser luciente que el luto ha devorado.

 

Los pechos que empujaban y herían las montañas,

vedlos desfallecidos sin leche ni hermosura,

y ved las blancas novias y las negras pestañas

caídas y sumidas en una siesta oscura.

 

Aplicad la pasión de las entrañas

a este pueblo que muere con un gesto invencible

sembrado por los labios y la frente,

bajo los implacables aeroplanos

que arrebatan terrible,

terrible, ignominiosa, diariamente,

a las madres los hijos de las manos.

 

Ciudades de trabajo y de inocencia,

juventudes que brotan de la encina,

troncos de bronce, cuerpos de potencia

yacen precipitados en la ruina.

 

Un porvenir de polvo se avecina,

se avecina un suceso

en que no quedará ninguna cosa:

ni piedra sobre piedra ni hueso sobre hueso.

 

España no es España, que es una inmensa fosa,

que es un gran cementerio rojo y bombardeado:

los bárbaros la quieren de este modo.

 

Será la tierra un denso corazón desolado,

si vosotros, naciones, hombres, mundos,

con mi pueblo del todo

y vuestro pueblo encima del costado,

no quebráis los colmillos iracundos.

 

Pero no lo será: que un mar piafante,

triunfante siempre, siempre decidido,

hecho para la luz, para la hazaña,

agita su cabeza de rebelde diamante,

bate su pie calzado en el sonido

por todos los cadáveres de España.

 

Es una juventud: recoged este viento.

Su sangre es el cristal que no se empaña,

su sombrero el laurel y el pedernal su aliento.

Donde clava la fuerza de sus dientes

brota un volcán de diáfanas espadas,

y sus hombros batientes,

y sus talones guían llamaradas.

 

Está compuesta de hombres del trabajo:

de herreros rojos, de albos albañiles,

de yunteros con rostro de cosechas.

Oceánicamente transcurren por debajo

de un fragor de sirenas y herramientas fabriles

y de gigantes arcos alumbrados con flechas.

 

A pesar de la muerte, estos varones

con metal y relámpagos igual que los escudos,

hacen retroceder a los cañones

acobardados, temblorosos, mudos.

 

El polvo no los puede y hacen del polvo fuego,

savia, explosión, verdura repentina:

con su poder de abril apasionado

precipitan el alma del espliego.

el parto de la mina,

el fértil movimiento del arado.

 

Ellos harán de cada ruina un prado,

de cada pena un fruto de alegría,

de España un firmamento de hermosura.

Vedlos agigantar el mediodía,

y hermosearlo todo con su joven bravura.

 

Se merecen la espuma de los truenos,

se merecen la vida y el olor del olivo,

los españoles amplios y serenos

que mueven la mirada como un pájaro altivo.

 

Naciones, hombres, mundos, esto escribo:

la juventud de España saldrá de las trincheras

de pie, invencible como la semilla,

pues tiene un alma llena de banderas

que jamás se somete ni arrodilla.

 

Allá van por los yermos de Castilla

los cuerpos que parecen potros batalladores,

toros de victorioso desenlace,

diciéndose en su sangre de generosas flores

que morir es la cosa más grande que se hace.

 

Quedarán en el tiempo vencedores,

siempre de sol y majestad cubiertos,

los guerreros de huesos tan gallardos

que si son muertos son gallardos muertos:

la juventud que a España salvará, aunque tuviera

que combatir con un fusil de nardos

y una espada de cera.

 

ROSARIO, DINAMITERA

 

Rosario, dinamitera,

sobre tu mano bonita

celaba la dinamita

sus atributos de fiera.

Nadie al mirarla creyera

que había en su corazón

una desesperación,

de cristales, de metralla

ansiosa de una batalla,

sedienta de una explosión.

 

Era tu mano derecha,

capaz de fundir leones,

la flor de las municiones

y el anhelo de la mecha.

Rosario, buena cosecha,

alta como un campanario,

sembrabas al adversario

de dinamita furiosa

y era tu mano una rosa

enfurecida, Rosario.

 

Buitrago ha sido testigo

de la condición de rayo

de las hazañas que callo

y de la mano que digo.

¡Bien conoció el enemigo

la mano de esta doncella,

que hoy no es mano porque de ella,

que ni un solo dedo agita,

se prendó la dinamita

y la convirtió en estrella!

 

Rosario, dinamitera,

puedes ser varón y eres

la nata de las mujeres,

la espuma de la trinchera.

Digna como una bandera

de triunfos y resplandores,

dinamiteros pastores,

vedla agitando su aliento

y dad las bombas al viento

del alma de los traidores.

 

JORNALEROS

 

Jornaleros que habéis cobrado en plomo

sufrimientos, trabajos y dineros.

Cuerpos de sometido y alto lomo:

jornaleros.

 

Españoles que España habéis ganado

labrándola entre lluvias y entre soles.

Rabadanes del hambre y el arado:

españoles.

 

Esta España que, nunca satisfecha

de malograr la flor de la cizaña,

de una cosecha pasa a otra cosecha:

esta España.

 

Poderoso homenaje a las encinas,

homenaje del toro y el coloso,

homenaje de páramos y minas

poderoso.

 

Esta España que habéis amamantado

con sudores y empujes de montaña,

codician los que nunca han cultivado

esta España.

 

¿Dejaremos llevar cobardemente

riquezas que han forjado nuestros remos?

¿Campos que ha humedecido nuestra frente

dejaremos?

 

Adelanta, español, una tormenta

de martillos y hoces: ruge y canta.

Tu porvenir, tu orgullo, tu herramienta

adelanta.

 

Los verdugos, ejemplo de tiranos,

Hitler y Mussolini labran yugos.

Sumid en un retrete de gusanos

los verdugos.

 

Ellos, ellos nos traen una cadena

de cárceles, miserias y atropellos.

¿Quién España destruye y desordena?

¡Ellos! ¡Ellos!

 

Fuera, fuera, ladrones de naciones,

guardianes de la cúpula banquera,

cluecas del capital y sus doblones:

¡fuera, fuera!.

 

Arrojados seréis como basura

de todas partes y de todos lados.

No habrá para vosotros sepultura,

arrojados.

 

La saliva será vuestra mortaja,

vuestro final la bota vengativa,

y sólo os dará sombra, paz y caja

la saliva.

 

Jornaleros: España, loma a loma,

es de gañanes, pobres y braceros.

¡No permitáis que el rico se la coma,

jornaleros!

 

AL SOLDADO INTERNACIONAL CAÍDO EN ESPAÑA

 

Si hay hombres que contienen un alma sin fronteras,

una esparcida frente de mundiales cabellos,

cubierta de horizontes, barcos y cordilleras,

con arena y con nieve, tú eres uno de aquéllos.

 

Las patrias te llamaron con todas sus banderas,

que tu aliento llenara de movimientos bellos.

Quisiste apaciguar la sed de las panteras,

y flameaste henchido contra sus atropellos.

 

Con un sabor a todos los soles y los mares,

España te recoge porque en ella realices

tu majestad de árbol que abarca un continente.

 

A través de tus huesos irán los olivares

desplegando en la tierra sus más férreas raíces,

abrazando a los hombres universal, fielmente.

 

ACEITUNEROS

 

Andaluces de Jaén,

aceituneros altivos,

decidme en el alma: ¿quién,

quién levantó los olivos?

 

No los levantó la nada,

ni el dinero, ni el señor,

sino la tierra callada,

el trabajo y el sudor.

 

Unidos al agua pura

y a los planetas unidos,

los tres dieron la hermosura

de los troncos retorcidos.

 

Levántate, olivo, cano,

dijeron al pie del viento.

Y el olivo alzó una mano

poderosa de cimiento.

 

Andaluces de Jaén,

aceituneros altivos,

decidme en el alma: ¿quién

amamantó los olivos?

 

Vuestra sangre, vuestra vida,

no la del explotador

que se enriqueció en la herida

generosa del sudor.

 

No la del terrateniente

que os sepultó en la pobreza,

que os pisoteó la frente,

que os redujo la cabeza.

 

Árboles que vuestro afán

consagró al centro del día

eran principio de un pan

que sólo el otro comía.

 

¡Cuántos siglos de aceituna,

los pies y las manos presos,

sol a sol y luna a luna,

pesan sobre vuestros huesos!

 

Andaluces de Jaén,

aceituneros altivos,

pregunta mi alma: ¿de quién,

de quién son estos olivos?.

 

Jaén, levántate brava

sobre tus piedras lunares,

no vayas a ser esclava

con todos tus olivares.

 

Dentro de la claridad

del aceite y sus aromas,

indican tu libertad

la libertad de tus lomas.

 

VISIÓN DE SEVILLA

 

¿Quién te vera, ciudad de manzanilla,

amorosa ciudad, la ciudad más esbelta,

que encima de una torre llevas puesto: Sevilla?

 

Dolor a rienda suelta:

la ciudad de cristal se empaña, cruje.

Un tormentoso toro da una vuelta

al horizonte y al silencio, y muge.

 

Detrás del toro, al borde de su ruina,

la ciudad que viviera

bajo una cabellera de mujer soleada,

sobre una perfumada cabellera,

la ciudad cristalina

yace pisoteada.

 

Una bota terrible de alemanes poblada

hunde su marca en el jazmín ligero,

pesa sobre el naranjo aleteante:

y pesa y hunde su talón grosero

un general de vino desgarrado,

de lengua pegajosa y vacilante,

de bigotes de alambre groseramente astado.

 

Mirad, oíd: mordiscos en las rejas,

cepos contra las manos,

horrores reluciendo por las cejas,

luto en las azoteas, muerte en los sevillanos.

 

Cólera contenida por los gestos,

carne despedazada ante la soga,

y lágrimas ocultas en los tiestos,

en las roncas guitarras donde un pueblo se ahoga.

 

Un clamor de oprimidos,

de huesos que exaspera la cadena,

de tendones talados, demolidos

por un cuchillo siervo de una hiena.

 

Se nubló la azucena,

la airosa maravilla:

patíbulos y cárceles degüellan los gemidos,

la juventud, el aire de Sevilla.

 

Amordazado el ruiseñor, desierto

el arrayán, el día deshonrado,

tembloroso el cancel, el patio muerto

y el surtidor, en medio, degollado.

 

¿Qué son las sevillanas

de claridad radiante y penumbrosa?

Mantillas mustias, mustias porcelanas

violadas a la orilla de la fosa.

 

Con angustia y claveles oprime sus ventanas

la población de abril. La cal se altera

eclipsada con rojo zumo humano.

 

Guadalquivir, Guadalquivir, espera:

¡no te lleves a tanto sevillano!

 

A la ciudad del toro sólo va el buey sombrío,

en la ciudad de mayo sólo hay grises inviernos,

en la ciudad del río

sólo hay podrida sangre que resbala:

sólo hay innobles cuernos

en la ciudad del ala.

 

Espadas impotentes y borrachas,

junto a bueyes borrachos,

se arrastran por la eterna ciudad de las muchachas,

por la airosa ciudad de los muchachos.

 

¿Quién te verá, ciudad de manzanilla,

amorosa ciudad, la ciudad más esbelta,

que encima de una torre llevas puesto: Sevilla?

 

Yo te veré: vendré desde Castilla,

vengo desde la tierra castellana,

llego a la Andalucía olivarera,

llamado por la sangre sevillana

fundida ya en claveles por esta primavera.

 

Vengo con una ráfaga guerrera

de jinetes y potros populares,

que están cavando al monstruo la agonía

entre cortijos, torres y olivares.

 

Avanza, Andalucía,

a Sevilla, y desgarra las criminales botas:

que el pueblo sevillano recobre su alegría

entre un estruendo de botellas rotas.

 

CENICIENTO MUSSOLINI

 

Ven a Guadalajara, dictador de cadenas,

carcelaria mandíbula de canto:

verás la retirada miedosa de tus hienas,

verás el apogeo del espanto.

 

Rumorosa provincia de colmenas,

la patria del panal estremecido,

la dulce Alcarria, amarga como el llanto,

amarga te ha sabido.

 

Ven y verás, mortífero bandido,

ruedas de tus cañones,

banderas de tu ejército, carne de tus soldados,

huesos de tus legiones,

trajes y corazones destrozados.

 

Una extensión de muertos humeantes:

muertos que humean ante la colina,

muertos bajo la nieve,

muertos sobre los páramos gigantes,

muertos junto a la encina,

muertos dentro del agua que les llueve.

 

Sangre que no se mueve

de convertida en hielo.

 

Vuela sin pluma un ala numerosa,

roja y audaz, que abarca todo el cielo

y abre a cada italiano la explosión de una fosa.

 

Un titánico vuelo

de aeroplanos de España

te vence, te tritura,

ansiosa telaraña,

con su majestuosa dentadura.

 

Ven y verás sobre la gleba oscura

alzarse como fósforo glorioso,

sobreponerse al hambre, levantarse del barro,

desprenderse del barro con emoción y brío

vívidas esculturas sin reposo,

españoles del bronce mas bizarro,

con el cabello blanco de rocío.

 

Los verás rebelarse contra el frío,

de no beber la boca dilatada,

mas vencida la sed con la sonrisa:

de no dormir extensa la mirada,

y destrozada a tiros la camisa.

 

Manda plomo y acero

en grandes emisiones combativas,

con esa voluntad del carnicero

digna de que la entierren las más sucias salivas.

 

 

Agota las riquezas italianas,

la cantidad preciosa de sus seres,

deja exhaustas sus minas, sin nadie sus ventanas,

desiertos sus arados y mudos sus talleres.

 

Enviuda y desangra sus mujeres:

nada podrás contra este pueblo mío,

tan sólido y tan alto de cabeza,

que hasta sobre la muerte mueve su poderío,

que hasta del junco saca fortaleza.

 

Pueblo de Italia, un hombre te destroza:

repudia su dictamen con un gesto infinito.

Sangre unánime viertes que ni roza,

ni da en su corazón de teatro y granito.

Tus muertos callan clamorosamente

y te indican un grito

liberador, valiente.

 

Dictador de patíbulos, morirás bajo el diente

de tu pueblo y de miles.

Ya tus mismos cañones van contra tus soldados,

y alargan hacia ti su hierro los fusiles

que contra España tienes vomitados.

 

Tus muertos a escupirnos se levanten:

a escupirnos el alma se levanten los nuestros

de no lograr que nuestros vivos canten

la destrucción de tantos eslabones siniestros.

 

LAS MANOS

 

Dos especies de manos se enfrentan en la vida,

brotan del corazón, irrumpen por los brazos,

saltan, y desembocan sobre la luz herida

a golpes, a zarpazos.

 

La mano es la herramienta del alma, su mensaje,

y el cuerpo tiene en ella su rama combatiente.

Alzad, moved las manos en un gran oleaje,

hombres de mi simiente.

 

Ante la aurora veo surgir las manos puras

de los trabajadores terrestres y marinos,

como una primavera de alegres dentaduras,

de dedos matutinos.

 

Endurecidamente pobladas de sudores,

retumbantes las venas desde las uñas rotas,

constelan los espacios de andamios y clamores,

relámpagos y gotas.

 

Conducen herrerías, azadas y telares,

muerden metales, montes, raptan hachas, encinas,

y construyen, si quieren, hasta en los mismos mares

fábricas, pueblos, minas.

 

Estas sonoras manos oscuras y lucientes

las reviste una piel de invencible corteza,

y son inagotables y generosas fuentes

de vida y de riqueza.

 

Como si con los astros el polvo peleara,

como si los planetas lucharan con gusanos,

la especie de las manos trabajadora y clara

lucha con otras manos.

 

Feroces y reunidas en un bando sangriento,

avanzan al hundirse los cielos vespertinos

unas manos de hueso lívido y avariento,

paisaje de asesinos.

 

No han sonado: no cantan. Sus dedos vagan roncos,

mudamente aletean, se ciernen, se propagan.

Ni tejieron la pana, ni mecieron los troncos,

y blandas de ocio vagan.

 

Empuñan crucifijos y acaparan tesoros

que a nadie corresponden sino a quien los labora,

y sus mudos crepúsculos absorben los sonoros

caudales de la aurora.

 

Orgullo de puñales, arma de bombardeos

con un cáliz, un crimen y un muerto en cada uña:

ejecutaras pálidas de los negros deseos

que la avaricia empuña.

 

 

¿Quién lavará estas manos fangosas que se extienden

al agua y la deshonran, enrojecen y estragan?

Nadie lavará manos que en el puñal se encienden

y en el amor se apagan.

 

Las laboriosas manos de los trabajadores

caerán sobre vosotras con dientes y cuchillas.

Y las verán cortadas tantos explotadores

en sus mismas rodillas.

 

EL SUDOR

 

En el mar halla el agua su paraíso ansiado

y el sudor su horizonte, su fragor, su plumaje.

El sudor es un árbol desbordante y salado,

un voraz oleaje.

 

Llega desde la edad del mundo más remota

a ofrecer a la tierra su copa sacudida,

a sustentar la sed y la sal gota a gota,

a iluminar la vida.

 

Hijo del movimiento, primo del sol, hermano

de la lágrima, deja rodando por las eras,

del abril al octubre, del invierno al verano,

áureas enredaderas.

 

Cuando los campesinos van por la madrugada

a favor de la esteva removiendo el reposo,

se visten una blusa silenciosa y dorada

de sudor silencioso.

 

Vestidura de oro de los trabajadores,

adorno de las manos como de las pupilas.

Por la atmósfera esparce sus fecundos olores

una lluvia de axilas.

 

El sabor de la tierra se enriquece y madura:

caen los copos del llanto laborioso y oliente,

maná de los varones y de la agricultura,

bebida de mi frente.

 

Los que no habéis sudado jamás, los que andáis yertos

en el ocio sin brazos, sin música, sin poros,

no usaréis la corona de los poros abiertos

ni el poder de los toros.

 

Viviréis maloliendo, moriréis apagados:

la encendida hermosura reside en los talones

de los cuerpos que mueven sus miembros trabajados

como constelaciones.

 

Entregad al trabajo, compañeros, las frentes:

que el sudor, con su espada de sabrosos cristales,

con sus lentos diluvios, os hará transparentes,

venturosos, iguales.

 

JURAMENTO DE LA ALEGRÍA

 

Sobre la roja España blanca y roja,

blanca y fosforescente,

una historia de polvo se deshoja,

irrumpe un sol unánime, batiente.

 

Es un pleno de abriles,

una primaveral caballería,

que inunda de galopes los perfiles

de España: es el ejército del sol, de la alegría.

 

Desaparece la tristeza, el día

devorador, el marchitado tallo,

cuando, avasalladora llamarada,

galopa la alegría en un caballo

igual que una bandera desbocada.

 

A su paso se paran los relojes,

las abejas, los niños se alborotan,

los vientres son más fértiles, más profusas las trojes,

saltan las piedras, los lagartos trotan.

 

Se hacen las carreteras de diamantes,

el horizonte lo perturban mieses

y otras visiones relampagueantes,

y se sienten felices los cipreses.

 

Avanza la alegría derrumbando montañas

y las bocas avanzan como escudos.

Se levanta la risa, se caen las telarañas

ante el chorro potente de los dientes desnudos.

 

La alegría es un huerto del corazón con mares

que a los hombres invaden de rugidos,

que a las mujeres muerden de collares

y a la piel de relámpagos transidos.

 

Alegraos por fin los carcomidos,

los desplomados bajo la tristeza:

salid de los vivientes ataúdes,

sacad de entre las piernas la cabeza,

caed en la alegría como grandes taludes.

 

Alegres animales,

la cabra, el gamo, el potro, las yeguadas,

se desposan delante de los hombres contentos.

Y paren las mujeres lanzando carcajadas,

desplegando en su carne firmamentos.

 

Todo son jubilosos juramentos.

Cigarras, viñas, gallos incendiados,

los árboles del Sur: naranjos y nopales,

higueras y palmeras y granados,

y encima el mediodía curtiendo cereales.

 

Se despedaza el agua en los zarzales:

las lágrimas no arrasan,

no duelen las espinas ni las flechas.

Y se grita ¡Salud! a todos los que pasan

con la boca anegada de cosechas.

 

Tiene el mundo otra cara. Se acerca lo remoto

en una muchedumbre de bocas y de brazos.

Se ve la muerte como un mueble roto,

como una blanca silla hecha pedazos.

 

Salí del llanto, me encontré en España,

en una plaza de hombres de fuego imperativo.

Supe que la tristeza corrompe, enturbia, daña...

Me alegré seriamente lo mismo que el olivo.

 

1º DE MAYO DE 1937

 

No sé que sepultada artillería

dispara desde abajo los claveles,

ni qué caballería

cruza tronando y hace que huelan los laureles.

 

Sementales corceles,

toros emocionados,

como una fundición de bronce y hierro,

surgen tras una crin de todos lados,

tras un rendido y pálido cencerro.

 

Mayo los animales pone airados:

la guerra más se aíra,

y detrás de las armas los arados

braman, hierven las flores, el sol gira.

 

Hasta el cadaver secular delira.

 

Los trabajos de mayo:

escala su cenit la agricultura.

Aparece la hoz igual que un rayo

inacabable en una mano oscura.

 

A pesar de la guerra delirante,

no amordazan los picos sus canciones,

y el rosal da su olor emocionante,

porque el rosal no teme a los cañones.

 

Mayo es hoy más colérico y potente:

lo alimenta la sangre derramada,

la juventud que convirtió en torrente

su ejecución de lumbre entrelazada.

 

Deseo a España un mayo ejecutivo,

vestido con la eterna plenitud de la era.

El primer árbol es su abierto olivo

y no va a ser su sangre la postrera.

 

La España que hoy se ara, se arará toda entera.

 

EL INCENDIO

 

Europa se ha prendido, se ha incendiado:

de Rusia a España va, de extremo a extremo,

el incendio que lleva enarbolado,

con un furor, un ímpetu supremo.

 

Cabalgan sus hogueras,

trota su lumbre arrolladoramente,

arroja sus flotantes y cálidas banderas,

sus victoriosas llamas sobre el triste occidente.

 

Purifica, penetra en las ciudades,

alumbra, sopla, da en los rascacielos,

empuja las estatuas, muerde, aventa:

arden inmensidades

de edificios podridos como leves pañuelos,

cesa la noche, el día se acrecienta.

 

Cruza una gran tormenta

de aeroplanos y anhelos.

Se propaga la sombra de Lenin, se propaga,

avanza enrojecida por los hielos,

inunda estepas, salta serranías,

recoge, cierra, besa toda llaga,

aplasta las miserias y las melancolías.

 

Es como un sol que eclipsa las tinieblas lunares,

es como un corazón que se extiende y absorbe,

que se despliega igual que el coral de los mares

en bandadas de sangre a todo el orbe.

 

Es un olor que alegra los olfatos

y una canción que halla sus ecos en las minas.

 

España suena llena de retratos

de Lenín entre hogueras matutinas.

 

Bajo un diluvio de hombres extinguidos,

España se defiende

con un soldado ardiendo de toda podredumbre.

Y por los Pirineos ofendidos

alza sus llamas, sus hogueras tiende

para estrechar con Rusia los cercos de la lumbre.

 

CAMPESINO DE ESPAÑA

 

Traspasada por junio,

por España y la sangre,

se levanta mi lengua

con clamor a llamarte.

 

Campesino que mueres,

campesino que yaces

en la tierra que siente

no tragar alemanes,

no morder italianos:

español que te abates

con la nuca marcada

por un yugo infamante,

que traicionas al pueblo

defensor de los panes:

campesino, despierta,

español, que no es tarde.

 

Calabozos y hierros,

calabozos y cárceles,

desventuras, presidios,

atropellos y hambres,

eso estás defendiendo,

no otra cosa más grande.

Perdición de tus hijos,

maldición de tus padres,

que doblegas tus huesos

al verdugo sangrante,

que deshonras tu trigo,

que tu tierra deshaces,

campesino, despierta,

español, que no es tarde.

 

Retroceden al hoyo

que se cierra y se abre,

por la fuerza del pueblo

forjador de verdades,

escuadrones del crimen,

corazones brutales,

dictadores de polvo,

soberanos voraces.

 

Con la prisa del fuego,

en un mágico avance,

un ejército férreo

que cosecha gigantes

los arrastra hasta el polvo,

hasta el polvo los barre.

 

No hay quien sitie la vida,

no hay quien cerque la sangre

cuando empuña sus alas

y las clava en el aire.

 

La alegría y la fuerza

de estos músculos parte

como un hondo y sonoro

manantial de volcanes.

 

Vencedores seremos,

porque somos titanes

sonriendo a las balas

y gritando: ¡Adelante!

La salud de los trigos

sólo aquí huele y arde.

 

De la muerte y la muerte

sois: de nadie y de nadie.

De la vida nosotros,

del sabor de los árboles.

 

Victoriosos saldremos

de las fúnebres fauces,

remontándonos libres

sobre tantos plumajes,

dominantes las frentes,

el mirar dominante,

y vosotros vencidos

como aquellos cadáveres.

 

Campesino, despierta,

español, que no es tarde.

A este lado de España

esperamos que pases:

que tu tierra y tu cuerpo

la invasión no se trague.

 

PASIONARIA

 

Moriré como el pájaro: cantando,

penetrado de pluma y entereza,

sobre la duradera claridad de las cosas.

Cantando ha de cogerme el hoyo blando,

tendida el alma, vuelta la cabeza

hacia las hermosuras más hermosas.

 

Una mujer que es una estepa sola

habitada de aceros y criaturas,

sube de espuma y atraviesa de ola

por este municipio de hermosuras.

 

Dan ganas de besar los pies y la sonrisa

a esta herida española,

y aquel gesto que lleva de nación enlutada,

y aquella tierra que de pronto pisa

como si contuviera la tierra en la pisada.

 

Fuego la enciende, fuego la alimenta:

fuego que crece, quema y apasiona

desde el almendro en flor de su osamenta.

 

A sus pies, la ceniza más helada se encona.

 

Vasca de generosos yacimientos:

encina, piedra, vida, hierba noble,

naciste para dar dirección a los vientos,

naciste para ser esposa de algún roble.

 

Sólo los montes pueden sostenerte,

grabada estás en tronco sensitivo,

esculpida en el sol de los viñedos.

El minero descubre por oírte y por verte

las sordas galerías del mineral cautivo,

y a través de la tierra las lleva hasta tus dedos.

 

Tus dedos y tus uñas fulgen como carbones,

amenazando fuego hasta a los astros

porque en mitad de la palabra pones

una sangre que deja fósforo entre sus rastros.

 

Claman tus brazos que hacen hasta espuma

al chocar contra el viento:

se desbordan tu pecho y tus arterias

porque tanta maleza se consuma,

porque tanto tormento,

porque tantas miserias.

 

Los herreros te cantan al son de la herrería,

Pasionaria el pastor escribe en la cayada

y el pescador a besos te dibuja en las velas.

 

Oscuro el mediodía,

la mujer redimida y agrandada,

naufragadas y heridas las gacelas

se reconocen al fulgor que envía

tu voz incandescente, manantial de candelas.

 

Quemando con el fuego de la cal abrasada,

hablando con la boca de los pozos mineros,

mujer, España, madre en infinito,

eres capaz de producir luceros,

eres capaz de arder de un solo grito.

 

Pierden maldad y sombra tigres y carceleros.

 

Por tu voz habla España la de las cordilleras,

la de los brazos pobres y explotados,

crecen los héroes llenos de palmeras

y mueren saludándote pilotos y soldados.

 

Oyéndote batir como cubierta

de meridianos, yunques y cigarras,

el varón español sale a su puerta

a sufrir recorriendo llanuras de guitarras.

 

Ardiendo quedarás enardecida

sobre el arco nublado del olvido,

sobre el tiempo que teme sobrepasar tu vida

y toca como un ciego, bajo un puente

de ceño envejecido,

un violín lastimado e impotente.

 

Tu cincelada fuerza lucirá eternamente,

fogosamente plena de destellos.

Y aquel que de la cárcel fue mordido

terminará su llanto en tus cabellos.

                                                      © Javier de Lucas