HISTORIA DE LA VIDA

 

Origen e historia de la vida

¿Cómo surgió la vida en la Tierra? Una vida que terminaría produciendo seres que se preguntan sobre el porqué de ellos mismos. Los primeros tiempos de la historia de la Tierra (cuyo origen se remonta a unos 4.500 M. a.) debieron de ser bastante convulsos. Junto a una intensa actividad de tipo volcánico, es seguro que fueron muy frecuentes los impactos sobre la superficie planetaria de algunos de los numerosos cuerpos —como meteoritos o cometas— que circulaban por entonces, más o menos caóticamente, a lo largo y ancho del Sistema Solar. Esta actividad iría disminuyendo al reducirse la presencia de esos cuerpos en los entornos de los grandes planetas, una vez que estos hubiesen ido captando o atrapando un gran número de ellos. Para darnos cuenta de lo que significó aquella época, basta recordar que se cree que la Luna no es sino un «trozo» de la Tierra primigenia, desgajado cuando chocó contra ella un objeto de grandes dimensiones.

La temperatura terrestre en aquellos tiempos —seguramente durante los cien primeros millones de años de vida de la Tierra— tuvo que ser bastante elevada, desde luego lo suficiente como para que no pudiese formarse aún agua, y esta es un componente esencial para el tipo de vida que conocemos. Se cree que la primera atmósfera de la Tierra, la que surgió como consecuencia de los procesos geodinámicos que tuvieron lugar en su interior y en su superficie, estuvo compuesta sobre todo por amoniaco (NH3), metano (CH4) e hidrógeno (H2). No se pudo formar agua (forma líquida) debido a las altas temperaturas de entonces; sólo existía como vapor a muy alta temperatura, una parte del cual se condensó más tarde, convirtiéndose en agua propiamente dicha cuando disminuyó lo suficiente la temperatura, alcanzando (dependiendo de la presión) los 100 ºC, momento en el que se formarían los primeros océanos.

Los objetos que impactaban contra la superficie terrestre, algunos procedentes de estructuras planetarias ya formadas, debieron de aportar muchos elementos que enriquecieron la composición de la superficie y la atmósfera terrestres. Agua, sustancias volátiles e incluso sustancias orgánicas que acaso luego contribuyeron a la aparición de vida son algunas de esas posibles aportaciones procedentes del exterior, que entre otras consecuencias ocasionaron la pérdida del dominio del metano, el amoniaco y el hidrógeno. La cuestión de si constituyentes básicos de  la vida pudieron llegar a la Tierra en meteoritos u otros cuerpos celestes queda abierta y, por supuesto, posee grandes implicaciones. En mayo de 2016 la revista Science Advances publicó un artículo firmado por 32 científicos, encabezados por Kathrin Altwegg, titulado «Elementos químicos prebióticos —aminoácidos y fosforo— en la cola del cometa 67P/Churiumov-Guerasimenko», en el que se presentaban resultados obtenidos por la sonda espacial de la Agencia Espacial Europea Rosetta, lanzada el 2 de marzo de 2004 con la doble misión de orbitar alrededor del cometa 67P/Churiumov-Guerasimenko, entre 2014 y 2015, y lanzar un módulo, Philae, para que aterrizase en la superficie, lo que hizo el 12 de noviembre de 2014. En el artículo en cuestión se anunciaba que uno de los aparatos de Rosetta, un espectrómetro de masas, había detectado, en la tenue atmósfera del cometa, la presencia de un aminoácido, el más pequeño, la glicina, y también de fósforo, un componente esencial del ADN y de las membranas celulares.

Se cree que, hace aproximadamente entre 4.400 y 3.800 M. a., la atmósfera terrestre, primitiva pero ya no primera, estaba dominada por la presencia de dióxido de carbono (CO2) y monóxido de carbono (CO) que de manera creciente se fueron concentrando en los alrededores de zonas volcánicas e hidrotermales. En conjunto, era una atmósfera similar, pero mucho menos densa, a la que existe en la actualidad en Venus. En aquel ambiente atmosférico no podían florecer seres consumidores de oxígeno libre, sí plantas, que poseen mecanismos que les permiten consumir dióxido de carbono. Si la atmósfera no hubiese cambiado, la Tierra tendría vida, pero probablemente sería un planeta lleno únicamente de vida vegetal. El que la atmósfera primitiva se modificase para contener oxígeno libre se debió a la aparición, hace unos 2.000 M. a., de uno o varios linajes de bacterias que eran capaces de liberar el oxígeno y el carbono del dióxido de carbono. De esta manera, se fue liberando oxígeno en forma gaseosa, que pasó a la atmósfera, mientras que el carbono era una de las fuentes de alimentación de las plantas.

Parece que, fuese cual fuese el origen de la vida sobre la Tierra, ésta debió de comenzar hace alrededor de algo menos de 4.000 M. a., fecha obtenida a partir de la datación de los fósiles más antiguos con el tamaño y forma de bacterias encontrados en rocas terrestres. Si tenemos en cuenta que la Tierra tiene 4.500 M. a., entonces hay que concluir que, en una escala planetaria, la vida no tardó demasiado en surgir. Y no sólo surgió, sino que se afincó y diversificó con bastante rapidez: en rocas sedimentarias de Australia se han hallado estructuras fósiles, denominadas «estromatolitos», aparentemente restos de aglomeraciones de organismos unicelulares posiblemente emparentados con bacterias o con algas, con una edad de 3.500 M. a.

Sabemos, por tanto, algo del «cuándo», pero ¿y del «cómo»? Uno de los primeros que se planteó esta pregunta de una manera científica, esto es, buscando una respuesta a partir de lo que la química y la física permiten, fue el bioquímico ruso Aleksandr Ivanovich Oparin (1894-1980), autor de un libro de referencia: "El origen de la vida" (1924). Aunque las propuestas de Oparin —ideas similares fueron también planteadas por el inglés John Haldane (1892-1964)— resultarían superadas más tarde (en 1934 se desconocía el papel y estructura del ADN en la vida terrestre), es interesante recordarlas. Dichas propuestas se basaban en la suposición de que en la atmósfera de la Tierra primitiva, que como ya sabemos estaba formada mayoritariamente por amoniaco, metano, hidrógeno y vapor de agua, se habrían producido una serie de reacciones químicas estimuladas por la energía procedente del Sol (en particular, la radiación ultravioleta), las erupciones volcánicas o los rayos producidos en tormentas. Y que en tales reacciones químicas se habrían generado compuestos orgánicos sencillos, precursores de tipos de vida primitiva. De hecho, Oparin especuló con que los primeros organismos vivos debieron de aparecer, a partir de una solución de un coagulado no vivo, semejante a un gel, en los océanos antiguos hace entre 4.700 y 3.200 M. a.

La Tierra primitiva

Tuvieron que pasar treinta años antes de que nuevos experimentos pudieran ir más allá de las ideas de Oparin. Fue Stanley Lloyd Miller quien, en 1956, siendo un estudiante posgraduado en la Universidad de Chicago bajo la dirección de Harold Urey, simuló el efecto de la radiación ultravioleta en la «sopa primigenia» existente en la Tierra primitiva, haciendo pasar una descarga eléctrica de alto voltaje a través de una mezcla de amoniaco, metano, hidrógeno y agua. El resultado de semejante operación fue la aparición de diversos productos químicos entre los que se encontraban varios aminoácidos. Tan sólo tres meses y medio después de haber iniciado su proyecto, que había suscitado recelos en Urey, porque pensaba que era demasiado difícil e incierto para que un estudiante de doctorado se dedicase a él, Miller publicó sus resultados en un artículo que tituló «Una producción de aminoácidos bajo condiciones posibles de la Tierra primitiva». Y obtener aminoácidos es muy importante: las proteínas, las sustancias básicas para la vida, son, recordemos, cadenas muy largas de aminoácidos.

Para que seamos conscientes de la complejidad de los procesos implicados, hay que tener en cuenta, por un lado, que las proteínas están constituidas por muchos aminoácidos (cualquiera poco compleja puede tener un centenar de ellos) ordenados en secuencias determinadas y, por otro, que los 20 aminoácidos básicos se pueden combinar de muchas maneras. El número que surge de estas posibles combinaciones es extremadamente alto, y, naturalmente, no todas las combinaciones resultantes —proteínas potenciales — son útiles desde el punto de vista biológico. En otras palabras, el «laboratorio de producción de proteínas para la vida» de la Tierra temprana debió de trabajar muy intensamente durante bastante tiempo, si bien si algo hubo fue precisamente mucho tiempo, y, por otra parte, no hay que olvidar que las reacciones químicas pueden ser muy rápidas.

En su experimento, Miller únicamente obtuvo 13 aminoácidos, cuando son 20 los utilizados en la vida terrestre, pero esto no constituyó necesariamente un problema. En primer lugar, porque las primeras formas de vida acaso no utilizaban tantos aminoácidos, y en segundo, porque hay que contar con la posible «ayuda» procedente del espacio; esto es, con lo que aportaban a la Tierra los cometas y meteoritos que llegaban: en uno de ellos, el meteorito Murchison, que se estrelló contra nuestro planeta en Australia, en septiembre de 1969, se encontraron más de 70 aminoácidos diferentes, 8 de los cuales figuran entre los componentes de la vida terrestre.

Los seguidores de Miller introdujeron nuevos métodos y fuentes energéticas. Así, por ejemplo, el estadounidense Melvin Calvin, que obtuvo el Premio Nobel de Química en 1961 por sus trabajos sobre la asimilación del dióxido de carbono por las plantas, obtuvo aminoácidos, azúcares, urea y otras sustancias orgánicas utilizando electrones acelerados en un ciclotrón que lazó contra una mezcla de metano, amoniaco, hidrógeno y vapor de agua.

En 1960, el español instalado en Estados Unidos Juan Oró combinó algunas moléculas orgánicas, como cianuro de hidrógeno (HCN) y amoniaco, sustancias que han sido detectadas en algunos cometas, en una solución de agua que calentó durante 24 horas a 90 oC, y encontró que había sintetizado adenina (H5C5N5), uno de los nucleótidos que componen el ADN y el ARN. Claro que también está la posibilidad de que cinco moléculas de HCN se combinen produciendo H5C5N5, con lo cual, y como ya apuntamos, realmente no se sabe en qué medida algunos elementos necesarios para la vida pudieron proceder del cosmos o fabricarse en la Tierra. (Asimismo, se han encontrado moléculas orgánicas en nubes de polvo interestelar, cometas y meteoritos; por ejemplo, alcohol etílico, CH3-CH2-OH. Probablemente estas moléculas fueron sintetizadas durante la condensación de planetas o en la nebulosa solar de la que terminaría surgiendo también la Tierra).

Otras investigaciones han mostrado que CH4 y NH3, elementos de la atmósfera primitiva, pueden producir HCN, que, como vimos, puede generar adenina; también, la combinación de metano y moléculas de agua puede dar lugar a formaldehído, CH2O, que con el cianuro de hidrógeno puede producir diversas moléculas orgánicas.

La demostración de que esto era así llegó tras más experimentos. En la década de 1980, el químico de origen ceilandés Cyril Ponnamperuma, discípulo de Calvin, expuso una solución de HCN a la acción de lámparas ultravioletas; después de una semana encontró adenina, guanina y urea. Los gases calientes y materiales incandescentes emitidos por los volcanes debieron de ser otra fuente energética disponible en la Tierra primitiva. En 1964, mientras trabajaban en la Universidad de Miami, Sidney Fox y Kaoru Harada simularon este escenario calentando a 1.000 oC una mezcla prebiótica de agua, metano y amoniaco, y obtuvieron todos los aminoácidos existentes, salvo dos.

Sin embargo, y a pesar de todos estos avances, estamos todavía lejos de dar el salto que va de los materiales básicos que forman la vida a los organismos vivos más elementales, que, no obstante su aparente simplicidad, son notablemente complicados. En la actualidad sabemos, por ejemplo, que la bacteria intestinal Escherichia coli, un diminuto microorganismo apenas visible al microscopio, ocupante habitual e inocuo de nuestro colon, como venimos de comentar, contiene un complejo sistema de moléculas de proteínas y ácidos nucleicos que almacenan una cantidad enorme de información biológica altamente específica. Algunos científicos, como Lynn Margulis, una de las investigadoras más destacadas en el campo del origen de la vida, piensan que los varios miles de genes de Escherichia coli parecen ser el número mínimo de genes que ha de poseer incluso el microorganismo más simple para llevar una existencia autónoma.

No sabemos aún cómo construir estos organismos, ni siquiera el ARN, más simple que el ADN, pero acaso más básico y que bien pudiera haber aparecido antes que éste. Es probable, de hecho, que los sistemas bioquímicos actuales, aquellos con los que estamos ya bastante familiarizados, sólo sean una pequeña muestra de todos los que se ensayaron durante la etapa prebiótica. En última instancia, no debemos olvidar que el camino que estamos intentando recorrer será, sin duda, muy largo. Una molécula normal puede estar formada por 10 átomos, pero una célula tiene del orden de 1010 (diez mil millones) de átomos, y un organismo 1020. Sí sabemos, desde luego, que los elementos químicos carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre fueron fundamentales: todas las moléculas biológicas que existen en la Tierra son combinaciones de estos elementos. No es una hipótesis aventurada suponer que durante los primeros tiempos de la historia del planeta tuvieron lugar múltiples combinaciones de esos elementos bajo condiciones físicas diversas; que se produjeron reacciones químicas de todo tipo, algunas de las cuales generaron moléculas simples (monómeros), que a su vez reaccionaron entre sí formando moléculas más grandes (polímeros). En algún momento de este caos —un caos dirigido por las leyes químicas, en el que los procesos sinérgicos se ven favorecidos—se formaron las moléculas que llamamos «nucleótidos» (combinaciones de ácido fosfórico y desoxirribosa, junto con unos compuestos de C, N, O, H y P, bases nitrogenadas denominadas adenina, A, guanina, G, citosina, C, y timina, T), que a su vez se combinaron para formar estructuras llamadas «ribosomas», constituidas básicamente por moléculas de un tipo de ácido nucleico, el mencionado ARN, capaz de transportar información.

Modificaciones subsiguientes dieron lugar a la aparición del ADN. El «descubrimiento», esto es, la producción, del ARN y del ADN constituyó un momento clave, singular, en la historia de la vida sobre la Tierra: el ADN es la molécula informacional de todos los seres vivos, y desde el punto de vista químico los ADN de, por ejemplo, una bacteria, una planta y un humano son indistinguibles. Una vez que los procesos de prueba y error dieron lugar al ARN, pudo ocurrir que la evolución del ADN como código genético tuviese lugar con bastante rapidez. Es asimismo posible, como ya hemos apuntado, que se diesen otras formas (macromoléculas) capaces de transmitir información genética, pero que éstas no pudiesen competir con las basadas en ARN y ADN, más adecuadas al medio en el que se encontraban.

Nada ha llegado a suplantar en la Tierra esta forma de codificar la información genética. El ARN y el ADN constituyen, como vemos, piezas («inventos» de la naturaleza) esenciales en la historia del origen de la vida, pero esa historia no termina ahí, ni mucho menos; necesitó de otros ingredientes, porque ARN y ADN están inmersos en unas estructuras biológicas que les resultan esenciales para, por ejemplo, distinguirlos y salvaguardarlos del entorno o para proporcionarles sistemas de producción de energía con los que funcionar, así como de eliminación de desechos: las células, de las que ya nos ocupamos en otro capítulo. Todas las formas de vida conocidas en nuestro planeta, desde la bacteria más diminuta hasta la secuoya más imponente, pasando por la pequeña lombriz o el inmenso elefante, están formadas por células.

Las primeras células que aparecieron no tenían núcleo, es decir, eran procariotas, poco más que «sacos» rellenos de agua a los que se añadieron ácidos grasos que se fueron ensamblando entre sí espontáneamente para generar membranas. Aparecieron unos 1.000 M. a. después de la formación de la Tierra, ocupándola en exclusiva durante otros 2.000 millones más. Sólo existen dos tipos de procariotas: las bacterias (como las cianobacterias) y las arqueas. Es importante resaltar que las primeras células procariotas debieron ser obligatoriamente anaeróbicas; esto es, tuvieron que ser capaces de sobrevivir en ausencia de cantidades significativas de oxígeno.

De las procariotas, hace unos 1.500 M. a., surgieron, probablemente mediante interacciones simbióticas, las eucariotas, células ya provistas de un núcleo en el que se encuentra el ADN. Los eucariotas poseen una ventaja sobre los procariotas en lo que a la carga genética se refiere: el núcleo es más favorable para esta carga que el medio citoplasmático. Orgánulos que se encuentran dentro de las células eucariotas, como las mitocondrias, tal vez surgieron a partir de bacterias que la célula ingirió como alimento y que terminaron evolucionando hasta convertirse en las unidades procesadoras de energía, aunque también es posible que las eucariotas se originasen a partir de procariotas con estructuras diferentes.

Si las mitocondrias fueron al principio un tipo de bacteria, es posible que su función inicial al introducirse en una célula eucariota fuese la de ayudar a liberar a ésta del oxígeno. Y es que el oxígeno no es necesariamente beneficioso: químicamente es muy activo y cualquier sustancia química muy activa es también muy destructiva; esto es, puede perder fácilmente su identidad al combinarse con otras.

Reuniéndose en grupos que colaboran entre sí, las células eucariotas dieron paso a otras organizaciones, organismos más complejos, pluricelulares. Estos megaeucariotas terminaron dando lugar a cinco tipos de grupos o reinos: plantas, animales, hongos y dos tipos de algas. Y de ahí a formas superiores de vida, como la nuestra, sólo hay un paso. Aunque darlo llevase mucho tiempo.

Qué es la vida

He aquí una gran pregunta. Según la definición que aprendí en el colegio, los organismos vivos se mueven, respiran, sienten, crecen, se reproducen, excretan y se nutren. Es un resumen claro del tipo de cosas que hacen los seres vivos, pero no explica bien qué es la vida. De los peldaños que hemos subido para comprender las ideas de la biología, voy a extraer un conjunto de principios básicos que nos pueden servir para definir la vida. Nos ayudarán a tener una visión más profunda de cómo funciona, de cómocomenzó y también de cuál es la naturaleza de las relaciones que unen a todo lo vivo en nuestro planeta.

Muchos han sido los que han intentado responder a esta pregunta. Erwin Schrödinger, en su perspicaz libro ¿Qué es la vida? (1944), hace hincapié en la herencia y la información. Propone una «secuencia de códigos» para la vida, que hoy sabemos que está escrita en el ADN. Pero en las últimas páginas hace una sugerencia casi vitalista: sostiene que, para explicar cómo funciona la vida en realidad, tal vez necesitemos un nuevo tipo de ley física aún por descubrir.

Años más tarde, el radical biólogo angloindio J. B. S. Haldane escribió un libro con el mismo título en el que decía: «No voy a responder a esta pregunta. De hecho, dudo que alguna vez se pueda dar una respuesta completa». Haldane comparó la sensación de estar vivo con la percepción del color, el dolor o el esfuerzo, sugiriendo que «no podemos explicarlos». El genetista Hermann J. Muller, galardonado con el Premio Nobel, lo tenía mucho más claro. En 1966 dio una definición de ser vivo reducida a la mínima expresión: «Es aquello que tiene la capacidad de evolucionar». Muller entendió que la genial idea de la evolución por selección natural de Darwin era esencial para describir la vida. Es un mecanismo –de hecho, el único que conocemos– que puede generar entidades vivas diversas, organizadas y con un propósito sin recurrir a un creador sobrenatural.

La capacidad de evolucionar por selección natural es el primer principio que usaré para definir la vida. Los organismos vivos necesitan cumplir tres características para evolucionar: reproducirse, tener un sistema hereditario y que este muestre variabilidad. Cualquier ser con estos rasgos puede evolucionar, y así lo hará. Las formas de vida son entidades físicas discretas. Es decir, están separadas del ambiente en el que viven, si bien se comunican con él. Este principio deriva de la noción de célula, la entidad más sencilla que presenta las tres características propias de un organismo vivo. E implica que la vida es física, lo que excluye de la definición a los programas informáticos y a los entes culturales, por mucho que parezcan evolucionar. Las entidades vivas son máquinas químicas, físicas y de información. Construyen su propio metabolismo, con el que se mantienen, crecen y se reproducen. Estas máquinas vivas se coordinan y se regulan manejando información, lo que les permite operar como un todo con un propósito. Estos principios definen la vida. Cualquier entidad que los cumpla puede considerarse viva.

ADN y ARN

La extraordinaria química en la que se basa la vida precisa de una explicación más extensa para entender bien cómo funciona lo vivo. Un rasgo fundamental de esa química es que se construye en torno a grandes moléculas de polímeros, formadas sobre todo por átomos de carbono unidos. El ADN es una de ellas y su propósito principal es almacenar la información a largo plazo y de manera altamente fiable. Para ello, la hélice de ADN alberga en su núcleo, bien protegidos, a los elementos que contienen información (las bases de nucleótidos). Hasta tal punto están protegidos que se ha podido secuenciar el ADN de organismos tan antiguos como un caballo que pasó alrededor de un millón de años congelado en el permafrost.

La información guardada en la secuencia de ADN de los genes no puede seguir oculta e inerte. Debe entrar en acción para dar lugar a las actividades metabólicas y las estructuras que sustentan la vida. La información contenida en el químicamente estable pero más bien carente de interés ADN debe traducirse en moléculas químicamente activas: las proteínas. Las proteínas también son polímeros de carbono, pero a diferencia del ADN, la mayoría de sus partes químicamente variables se encuentran en el exterior de la molécula. Esto significa que influyen en la forma tridimensional de la proteína y que también interactúan con el mundo. Esto es, en última instancia, lo que les permite cumplir sus múltiples funciones: construir, mantener y reproducir la máquina química. En contraste con el ADN, si se dañan o se destruyen, la célula solo tiene que reemplazarlas construyendo una nueva proteína.

No puedo imaginar una solución más elegante: distintas configuraciones de polímeros de carbono lineales crean dispositivos de almacenamiento de la información químicamente estables y propician actividades químicas muy diversas. Me parece absolutamente sencillo y extraordinario al mismo tiempo. La forma de combinar la química compleja de los polímeros con el almacenamiento lineal de la información es un principio tan cautivador que me lleva a suponer que es esencial para la vida en la Tierra y, probablemente, en cualquier otro lugar del universo donde pueda existir. Aunque todas las formas de vida conocidas dependen de los polímeros de carbono, no hay por qué limitar las especulaciones a nuestra experiencia con la química de la vida en la Tierra. Podemos imaginar que en otra parte del cosmos la vida emplee el carbono de otras formas, o que no lo utilice.

En la década de 1960, el químico y biólogo molecular británico Graham Cairns-Smith propuso una forma de vida primitiva consistente en partículas autorreplicantes de cristales de arcilla. Sus partículas de arcilla imaginarias se basaban en el silicio, una elección habitual de los escritores de ciencia ficción cuando crean formas de vida de otros mundos. Como el carbono, los átomos de silicio permiten hasta cuatro enlaces químicos, y sabemos que también pueden formar polímeros. Son la base de los selladores de silicio, los adhesivos, los lubricantes y los utensilios de cocina. Los polímeros de silicio pueden ser lo bastante grandes y variados para contener información biológica. Y aunque en la Tierra el silicio es mucho más abundante que el carbono, la vida aquí se basa en este último. La razón podría ser que, en las condiciones de la superficie del planeta, el silicio no forma enlaces químicos tan fácilmente como el carbono y, por tanto, no da lugar a suficiente diversidad química. Sin embargo, sería absurdo descartar que la vida basada en el silicio o en otras químicas pueda prosperar en diferentes condiciones en otras partes del universo.

Al preguntarse qué es la vida, uno tiene la tentación de trazar una línea divisoria entre lo vivo y lo inerte. Las células están claramente vivas, como todos los organismos creados a partir de conjuntos de células. Pero hay otras formas parecidas a lo vivo que se encuentran en un estado intermedio. Los virus son el mejor ejemplo. Se trata de entidades químicas con genomas, algunos basados en el ADN y otros en el ARN, que poseen los genes necesarios para crear la cubierta proteica que los encapsula. Evolucionan por selección natural (pasan la prueba de Muller), pero el resto no está tan claro. Estrictamente hablando, los virus no pueden reproducirse. Solo se multiplican cuando infectan a las células de un organismo vivo y se apropian de su metabolismo.

Cuando nos resfriamos, los virus entran en las células que recubren el interior de la nariz y usan sus enzimas y materias primas para reproducirse muchas veces. De hecho, se crean tantos virus del resfriado que la célula infectada se rompe y libera miles de ellos, que infectan a las células cercanas y llegan al torrente sanguíneo para infectar a nuevas células en otros lugares del cuerpo. Es una estrategia de perpetuación muy eficaz, pero significa que los virus no puede funcionar en ausencia del ambiente celular de su huésped. O sea, que dependen por completo de otra entidad viva. Casi podríamos decir que están vivos cuando se encuentran químicamente activos y se reproducen en las células huésped, y que no lo están cuando son químicamente inertes fuera de la célula. Algunos biólogos creen que su total dependencia de otra entidad viva significa que no están vivos. Pero es importante recordar que casi todas las formas de vida, incluidos los seres humanos, también dependen de otros seres vivos.

De hecho, el cuerpo es un ecosistema compuesto por una mezcla de células humanas y no humanas. Nuestros 30 billones de células son poca cosa en comparación con el número de células de las diversas comunidades de bacterias, arqueas, hongos y eucariotas unicelulares que viven en nuestro cuerpo. Hay quien transporta animales más grandes, como gusanos intestinales o los pequeños ácaros de ocho patas que viven en la piel y ponen sus huevos en los folículos pilosos. Muchos de estos compañeros íntimos no humanos dependen de nuestras células y cuerpos, pero nosotros también dependemos de algunos de ellos. Por ejemplo, las bacterias intestinales producen ciertos aminoácidos o vitaminas que nuestras células  son incapaces de producir. Y recordemos que cada bocado de alimento que tomamos lo producen otros organismos vivos. Incluso numerosos microbios, como la levadura , dependen por completo de las moléculas que producen otros organismos. Entre estas se cuentan la glucosa y el amoníaco, necesarios para crear macromoléculas que contienen carbono y nitrógeno.

Las plantas parecen más independientes. Extraen el dióxido de carbono del aire y el agua de la tierra. La energía del sol les permite sintetizar muchas de las moléculas más complejas que precisan, entre ellas los polímeros de carbono. Pero hasta las plantas dependen para capturar el nitrógeno de la atmósfera de bacterias que se hallan en el interior de sus raíces o cerca de estas. Sin ellas no podrían crear las macromoléculas de la vida. Es más, por lo que sabemos, ningún organismo eucariota puede hacerlo solo. Es decir, no existe ninguna especie conocida de animal, planta u hongo capaz de crear su propia química celular partiendo de cero.

Quizá las únicas formas de vida verdaderamente independientes y de «vida libre» sean algunas bastante primitivas en apariencia. Las cianobacterias microscópicas, a menudo llamadas «algas verdeazuladas», realizan la fotosíntesis y fijan su propio nitrógeno, y las arqueas obtienen toda su energía y materia prima química de fuentes hidrotermales volcánicamente activas en las profundidades del mar. Llama la atención que estos organismos relativamente simples hayan sobrevivido mucho más tiempo que nosotros y sean más autosuficientes. La gran interdependencia de las diferentes formas de vida también se refleja en la composición de nuestras células. Las mitocondrias que generan la energía necesaria para el cuerpo fueron una vez bacterias separadas capaces de producir ATP. Por algún accidente del destino ocurrido hace unos 1500 millones de años, algunas de estas bacterias se instalaron dentro de otro tipo de célula. Con el tiempo, las células anfitrionas se volvieron tan dependientes del ATP de sus huéspedes bacterianos que las mitocondrias se convirtieron en un elemento permanente. La consolidación de esta relación mutuamente beneficiosa pudo marcar el inicio del linaje eucariota. Este suministro fiable de energía permitió a las células eucariotas crecer y hacerse más complejas. Esto precipitó a su vez la evolución de la exuberante diversidad actual de animales, plantas y hongos.

Todo lo anterior demuestra que existe un espectro de organismos vivos que abarca desde virus totalmente dependientes hasta cianobacterias, arqueas y plantas mucho más autosuficientes. Yo diría que todas estas formas diferentes están vivas. Se trata de entidades físicas autodirigidas que pueden evolucionar por selección natural, aunque dependan en mayor o menor grado de otros organismos vivos.

Esta perspectiva más amplia de la vida nos aporta una visión más rica del mundo vivo. La vida en la Tierra pertenece a un ecosistema único vastamente interconectado que comprende a todos los organismos. Esta conexión fundamental no solo se explica por su gran interdependencia, sino también porque todo lo vivo está genéticamente conectado a través de raíces evolutivas compartidas. Los ecologistas defienden a ultranza esta perspectiva de honda relación e interconexión entre todos los seres vivos. Se remonta al pensamiento del explorador y naturalista del siglo XIX Alexander von Humboldt, quien sostenía que toda la vida está unida por una red holística de conexiones. Por sorprendente que resulte, esta interconectividad esencial debería darnos una buena razón para tomarnos un respiro y pensar con detenimiento en el impacto que la actividad humana tiene sobre el resto del mundo vivo.

Los organismos que se distribuyen por las numerosas ramas del árbol genealógico compartido de la vida son extraordinariamente variados. Pero sus similitudes son mucho mayores y más fundamentales. Los detalles básicos de su funcionamiento como máquinas químicas, físicas y de información son los mismos. Por ejemplo, usan la misma molécula pequeña, ATP, como moneda de energía; se basan en las mismas relaciones entre ADN, ARN y proteínas, y usan ribosomas para crear sus proteínas. Para Francis Crick, el flujo de información ADN-ARN-proteína era tan fundamental para la vida que lo llamó el «dogma central» de la biología molecular. Desde entonces, algunos han señalado pequeñas excepciones a la regla, pero el punto clave de Crick sigue vigente.

Estas profundas semejanzas en los cimientos químicos de la vida apuntan a una conclusión extraordinaria: la vida tal como la conocemos hoy en la Tierra comenzó una sola vez. Si diferentes formas de vida hubieran surgido independientemente varias veces y hubieran sobrevivido, sería improbable que sus descendientes siguieran un funcionamiento básico similar. Si toda la vida es parte del mismo gran árbol genealógico, ¿de qué tipo de semilla creció ese árbol? En algún lugar, hace mucho, productos químicos inorgánicos y en desorden se organizaron en formas ordenadas capaces de perpetuarse y copiarse. Al final, desarrollaron la capacidad sumamente importante de evolucionar mediante la selección natural. Pero ¿cómo comenzó realmente esta historia, que también es la nuestra?

La Tierra se formó hace unos 4500 millones de años, en los albores de nuestro sistema solar. Durante los primeros 500 millones de años, su superficie era demasiado caliente e inestable para permitir la aparición de la vida que conocemos. Los fósiles más antiguos y mejor identificados vivieron hace 3500 millones de años. Esta datación ofrece un lapso de unos pocos cientos de millones de años en los que la vida surgió y empezó a funcionar. Es un período mayor de lo que nuestras mentes pueden llegar a concebir, pero en realidad es una pequeña parte de la historia de la vida en la Tierra. Para Crick era muy improbable que la vida comenzara en la Tierra en aquel momento. De ahí que, a su juicio, apareciera en otras partes del universo y llegara aquí en un estado parcial o totalmente formado. Sin embargo, esta idea soslaya la pregunta crucial de cómo pudo comenzar la vida a partir de formas más humildes. Hoy podemos ofrecer un relato creíble de esa historia, aunque aún no sea posible verificarlo.

Los fósiles más antiguos se parecen mucho a ciertas bacterias actuales

Esta semejanza apunta a que la vida podría haberse establecido entonces, a partir de células con membranas envolventes, un sistema hereditario basado en el ADN y un metabolismo fundamentado en proteínas. Pero ¿qué fue primero? ¿La réplica de genes basados en el ADN, el metabolismo fundamentado en proteínas o las membranas envolventes? En los organismos vivos de la actualidad, estos sistemas son interdependientes y solo funcionan bien como un todo. Los genes basados en el ADN solo se replican con la ayuda de enzimas proteicas. Y estas únicamente se construyen a partir de instrucciones del ADN. No se puede tener a uno sin el otro. Además, tanto los genes como el metabolismo dependen de la membrana externa de la célula para concentrar los químicos necesarios, capturar energía y protegerlos del exterior. Pero las células vivas usan genes y enzimas para construir sus complejas membranas. Es difícil imaginar cómo podría haber aparecido por sí solo cualquiera de los elementos de esta tríada crucial constituida por genes, proteínas y membranas. Si se quita un elemento, todo el sistema se desmorona al instante.

La formación de membranas podría ser lo más fácil de explicar. Sabemos que las moléculas de lípidos que forman las membranas pueden proceder de reacciones químicas espontáneas que requieren sustancias y condiciones que al parecer existían en la Tierra joven. Y cuando se pone a estos lípidos en el agua, hacen algo sorprendente: se ensamblan espontáneamente en esferas huecas, encerradas en una membrana, cuyo tamaño y forma son similares a los de algunas células bacterianas. Con un mecanismo creíble que explica cómo se formaron entidades dotadas de membrana, la siguiente pregunta es qué llegó primero, si los genes de ADN o las proteínas. La mejor respuesta que se ha dado hasta ahora a este dilema del huevo y la gallina es que ninguno de ellos llegó primero. De hecho, el primero pudo ser el primo químico del ADN, el ARN.

Al igual que las moléculas de ADN, las de ARN pueden almacenar información. Y se copian con errores que introducen variabilidad. Esto significa que el ARN actúa como una molécula hereditaria capaz de evolucionar. Es lo que hacen los virus basados en el ARN. La otra propiedad crucial de las moléculas de ARN es que se pliegan y forman estructuras tridimensionales más complicadas que funcionan como enzimas. Las enzimas de ARN no son tan complejas ni versátiles como las de proteínas, pero pueden catalizar ciertas reacciones químicas. Por ejemplo, algunas enzimas esenciales para la función de los ribosomas están hechas de ARN. Estas dos propiedades del ARN combinadas pudieron producir moléculas de ARN que funcionaran como gen y como enzima: un sistema hereditario y un metabolismo primitivo en el mismo paquete. Esto equivaldría a una máquina viva autónoma a base de ARN.

Algunos científicos creen que estas máquinas de ARN se formaron dentro de las rocas que rodean las fuentes hidrotermales en las profundidades del océano. Los pequeños poros de la roca son un ambiente protegido y la actividad volcánica que emerge de la corteza terrestre ofrece un flujo constante de energía y materias primas químicas. En estas circunstancias, tal vez los nucleótidos necesarios para fabricar polímeros de ARN se crearon de cero a partir del ensamblaje de moléculas más sencillas. Al principio, los átomos de metal incrustados en la roca debieron de actuar como catalizadores químicos, permitiendo que las reacciones ocurrieran sin la ayuda de enzimas biológicas. Con el tiempo, tras miles de pruebas y errores, esto pudo llevar a la formación de máquinas de ARN vivas, autónomas y autorreplicantes, que más tarde se incorporaron a entidades envueltas en membranas. Fue un hito en la aparición de la vida: la creación de las primeras células auténticas.

Esta historia es verosímil, pero hay que tener en cuenta su alto grado de especulación. Las primeras formas de vida no dejaron rastro, por lo que es muy difícil saber qué ocurrió en los albores de la vida, incluso cuál era el estado de la Tierra hace más de 3500 millones de años. Una vez formadas las primeras células, es más fácil imaginar qué sucedió. Primero, los microbios unicelulares se extendieron gradualmente, colonizando el mar, la tierra y el aire. Dos mil millones de años después se les unieron los eucariotas, más grandes y complejos, aunque por mucho tiempo todavía unicelulares. Los eucariotas pluricelulares llegaron bastante más tarde, al cabo de otros 1000 millones de años. Es decir, la vida pluricelular lleva aquí unos 600 millones de años, solo una sexta parte de la historia de la vida. Le ha bastado ese tiempo para dar lugar a las formas vivas más grandes y visibles que existen: los imponentes bosques, las colonias de hormigas, las enormes redes de hongos subterráneos, las manadas de mamíferos de la sabana africana y, desde hace relativamente poco, los seres humanos modernos.

Todo esto ha sucedido a través del proceso de evolución por selección natural, a ciegas y sin dirección, pero con una creatividad extraordinaria. Al pensar en los logros de la vida, debemos recordar que el cambio evolutivo solo se da eficientemente cuando algunos miembros de una población fracasan en su intento de sobrevivir y reproducirse. Aunque la vida en su conjunto demuestra ser tenaz, duradera y muy adaptable, las formas de vida individuales suelen vivir durante períodos limitados y tener una capacidad restringida para adaptarse a entornos cambiantes. Aquí es donde interviene la selección natural, eliminando viejos métodos y, si existen variantes más adecuadas en una población, dando paso a otros nuevos. Parece que solo puede haber vida gracias a la muerte.

El proceso implacable de la selección natural ha propiciado creaciones insólitas. Una de las más extraordinarias es el cerebro humano. Por lo que sabemos, no hay otros seres vivos que compartan con nosotros la conciencia de su propia existencia. Nuestras mentes conscientes de sí mismas deben haber evolucionado, al menos en parte, para darnos más margen de maniobra y que corrijamos nuestra conducta cuando nuestro entorno cambia. A diferencia de las mariposas, y quizá del resto de los organismos, podemos elegir conscientemente y reflexionar sobre los propósitos que nos mueven.

El cerebro funciona con la misma química y física que todos los demás sistemas vivos. Pero, de alguna forma, con las mismas moléculas relativamente simples y las mismas fuerzas implícitas, emerge nuestra capacidad de pensar, debatir, imaginar, crear y sufrir. Explicar cómo aparece todo ello a partir de la húmeda química del cerebro suscita un montón de preguntas extraordinariamente difíciles. Nuestro sistema nervioso se basa en interacciones muy complejas entre miles de millones de células nerviosas (neuronas) que crean trillones de conexiones entre sí (sinapsis). Juntas, estas redes de neuronas interconectadas, tremendamente minuciosas y en constante cambio, establecen vías de señalización que transmiten y procesan corrientes de abundante información eléctrica.

Como suele ocurrir en biología, casi todo esto lo descubrimos estudiando organismos «modelo» más sencillos, como gusanos, moscas y ratones. Sabemos cómo estos sistemas nerviosos recogen información del entorno con sus órganos sensoriales. Se ha investigado minuciosamente el recorrido de las señales visuales, sonoras, táctiles, olfativas y gustativas por el sistema nervioso. Y se han mapeado algunas de las conexiones neuronales que forman recuerdos, generan respuestas emocionales y provocan conductas de respuesta, como flexionar los músculos.

Es un trabajo de gran importancia, pero solo es un principio. Apenas hemos empezado a entender cómo se combinan las interacciones entre miles de millones de neuronas individuales para generar el pensamiento abstracto, la autoconciencia y nuestro aparente libre albedrío. Es probable que encontrar respuestas satisfactorias a estas preguntas nos ocupe, como poco, lo que resta del siglo XXI. Y aunque para lograrlo algunos científicos opinan que tendremos que recurrir a herramientas distintas de las ciencias, como la psicología, la filosofía y las humanidades en general, yo creo que bastarán la física, la biología y la química para conseguirlo. La informática también puede ser útil. Los programas de inteligencia artificial más potentes están diseñados para imitar de manera muy simplificada cómo manejan la información las redes neuronales de la vida.

Estas aplicaciones de procesamiento de datos son cada vez más impresionantes, pero no se parecen en absoluto al pensamiento abstracto o imaginativo, a la autoconciencia ni a la conciencia. Incluso definir qué queremos decir con estas cualidades mentales es muy difícil. En esto podrían ser útiles un novelista, un poeta o un artista que explicaran en qué se basa el pensamiento creativo, describieran los estados emocionales con más claridad o examinaran qué significa «ser» en realidad. Un lenguaje más común entre las humanidades y las ciencias, o al menos una mayor conexión intelectual, nos ayudaría a discutir estos fenómenos y a comprender cómo y por qué nos ha llevado la evolución a desarrollarnos en cuanto sistemas químicos y de información que, de alguna manera, se han vuelto conscientes de su propia existencia. Necesitaremos toda nuestra imaginación y creatividad para comprender cómo pueden surgir la imaginación y la creatividad.

El universo es de una inmensidad inconcebible. Según las leyes de la probabilidad, parece improbable que en todo este tiempo y espacio la vida sintiente solo haya florecido una sola vez, aquí en la Tierra. Que lleguemos a contactar con formas de vida extraterrestres es otro asunto. Pero, si alguna vez lo hacemos y que yo excluyo por diversas consideraciones que ya he expuesto en varios artículos, no dudo de que serán como nosotros, máquinas químicas y físicas autosuficientes, construidas a base de polímeros que codifican información y producto de la evolución por selección natural.

Nuestro planeta es el único del universo conocido donde sabemos que existe vida, una vida extraordinaria de la que formamos parte. Nunca deja de sorprendernos, pero, a pesar de su gran diversidad, los científicos están llegando a entenderla, y este conocimiento es una contribución fundamental a nuestra cultura y nuestra civilización. Comprender cada vez mejor qué es la vida puede ayudarnos muchísimo a mejorar la especie humana. Pero no solo eso. La química y la biología nos muestran que todos los organismos vivos conocidos están relacionados e interactúan estrechamente. Estamos unidos por una profunda conexión con el resto de la vida: con los escarabajos trepadores, con las bacterias infecciosas, con las levaduras que fermentan, con los curiosos gorilas de montaña y con las mariposas amarillas que revolotean y que nos han acompañado en el viaje que hemos hecho en este libro, sin olvidar a los demás miembros de la biosfera. Todas estas especies juntas son los grandes supervivientes de la existencia, los últimos descendientes de un único y vasto linaje familiar que se extiende a través de una cadena ininterrumpida de divisiones celulares hasta los confines del tiempo profundo.

Por lo que sabemos, los humanos somos las únicas formas de vida capaces de apreciar esta honda conectividad y de reflexionar sobre su significado. Esta circunstancia nos confiere una especial responsabilidad por la vida en este planeta, que es como es gracias a nuestros parientes próximos y lejanos. Debemos preocuparnos por ella, necesitamos cuidarla.

Y para eso hemos de entenderla.

                                                                                                      © 2025  JAVIER DE LUCAS

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