EL HOMBRE DIGITAL

 

A menudo, cuando se aborda el tema del uso de los dispositivos digitales, los discursos que recibe la opinión pública son contradictorios. Sin embargo, por muy molesta que sea esta disonancia, no debe sorprendernos. En realidad, no es más que el reflejo de una realidad dual. Por un lado, están los intereses económicos: la historia reciente nos ha enseñado que, en el terreno de la información, el afán de lucro y la honestidad no suelen hacer buena pareja. El tabaco, los medicamentos, la alimentación, el cambio climático, el amianto, la lluvia ácida... La lista de precedentes ilustrativos es extensa.

Por otro lado, hay que tener en cuenta la naturaleza «no selectiva» de este tema: para hablar de pantallas no es necesario tener conocimientos muy profundos, así que es habitual que se califique de «experto» al primer comentarista que llegue, sobre todo si cuenta con un título académico convincente, que lo habilite, por ejemplo, como psicólogo, psiquiatra, psicoanalista, médico, profesor, investigador, etc. En este contexto, la incoherencia que parece caracterizar el discurso mediático en torno a las pantallas se debe no tanto a una supuesta heterogeneidad de las conclusiones científicas en esta materia como a la escasa fiabilidad de los especialistas a los que se consulta. El objetivo de este artículo es demostrarlo.

EL «NIÑO MUTANTE» DE LOS EJÉRCITOS DE LA PROPAGANDA

Al principio apareció el homo habilis , el humano hábil: un competente bípedo, primer maestro de las herramientas. Después, como coetáneo tardío de habilis , surgió el ergaster , el hombre artesano: cazador, recolector, conquistador del fuego y frenético migrante. Por último, apareció el sapiens , el humano sabio: agricultor, ganadero, edificador, inventor de la escritura, de los números, del cálculo y de las matemáticas, padre de la Ilustración, visitante de la Luna, señor del átomo, tallador de la Pietà , redactor de la Declaración Universal de Derechos Humanos y creador del globo aerostático, de los pañales desechables y del bolígrafo.

Para los paleontólogos, la evolución se ha detenido, de momento, en este punto. «Si ustedes quieren conocer a algún sucesor del sapiens , vuelvan dentro de unos cuantos millones de años», nos dicen estos señores. ¡Qué ignominia! Menos mal que aún quedan algunas mentes preclaras y críticas: sin esos faros visionarios, viviríamos engañados y nuestros ojos distraídos habrían pasado por alto «una de las rupturas históricas más importantes desde el Neolítico»; nos habríamos perdido «una verdadera mutación antropológica» o, más aún, «una revolución a escala de toda la humanidad». En definitiva, habríamos permanecido ciegos ante el fulgurante advenimiento de digitalis , el humano digital.

En la abundante literatura que existe ya sobre el tema, este prodigio de la evolución aparece bajo diferentes denominaciones. Algunas de ellas, nombres vernáculos, son hermosamente evocadoras: «millenials », «digital natives », «e-generation », «app generation », «net generation », «touch-screen generation » o, incluso, «Google generation ». Otras, más abstractas, resultan menos transparentes: se habla en un tono casi místico de las generaciones «X», «Y», «Z», «C», «alfa» o «lol». Por favor, absténganse los aguafiestas de lanzar sus sombrías pullas. Hay que ser sumamente mezquino para ver en esta ingente variedad léxica la prueba de una debilidad conceptual.

La disparidad del vocabulario en este caso no es más que un reflejo de la fabulosa sutileza de los conceptos analizados. Podemos estar seguros: las pruebas de que está apareciendo una nueva especie en el árbol genealógico de los homínidos son ya irrefutables. Se necesitaron millones de años para llegar hasta el sapiens , pero hoy, por obra y gracia de un verdadero «tsunami digital», el ritmo de la evolución se ha acelerado endiabladamente. Así, nuestros descendientes se encuentran ya a las puertas de un nuevo horizonte. «Probablemente, como nos explican los especialistas en esta materia, nunca antes, desde que el primer ser humano descubrió cómo utilizar una herramienta, el cerebro de nuestra especie se había modificado con tanta rapidez y de un modo tan amplio. El hecho de que el cerebro humano haya requerido de tanto tiempo para desarrollar semejante complejidad convierte a la actual evolución cerebral —que se está produciendo en una sola generación, como consecuencia de la alta tecnología— en algo absolutamente excepcional.» ¡Así es!

Debemos saber que «en este preciso instante nuestros cerebros están evolucionando a una velocidad nunca antes vista». Además, no nos equivoquemos, nuestros hijos, nuestros nietos, ya no son puramente humanos: se han convertido en «extraterrestres», en «mutantes»: «con una cabeza diferente, no viven en el mismo espacio, no hablan la misma lengua». «Piensan y procesan la información de un modo esencialmente diferente al de sus predecesores.» «Han nacido con un ratón en una mano y un smartphone en la otra, son multitarea, saben hacer de todo y pasan con genialidad de una cosa a otra.» Sus «circuitos neuronales están especialmente cableados para las ciberbúsquedas de fuego rápido».

Gracias al efecto beneficioso de todo tipo de pantallas, su cerebro «se desarrolla de un modo diferente». «Ya no tiene la misma arquitectura» , y en estos momentos está siendo «mejorado, aumentado, perfeccionado, amplificado (y liberado) gracias a la tecnología». Estos cambios son tan profundos y esenciales «que ya no hay vuelta atrás posible». Por supuesto, las polvorientas herramientas educativas del pasado no pueden ni de lejos competir con la potencia del demiurgo digital. Así nos lo recuerdan los medios de comunicación a través de artículos, reportajes y entrevistas. Ahora que «se ha desmentido la peligrosidad de las pantallas», la verdad puede, al fin, salir a la luz. «Las pantallas son buenas para los niños»; «los videojuegos de disparos son buenos para el cerebro»; «jugar con la tableta es bueno para los bebés»; los videojuegos, incluso los más violentos, «mejoran el pensamiento crítico y la comprensión lectora»; para los más pequeños, la televisión es «una ventana manifiestamente abierta al mundo y una aliada de la imaginación»; en el terreno escolar, «gracias a los recursos digitales, nuestros niños ganarán en confianza y aprenderán a valorar la solidaridad y el trabajo en equipo. Saldrán del colegio con sed de aprendizaje y conocimiento, lo cual debería ser uno de los objetivos prioritarios de nuestro sistema educativo». En las aldeas más remotas de Etiopía, unos niños analfabetos a los que se ha proporcionado tabletas «consiguen aprender a leer sin pisar el colegio, mientras que otros en Nueva York, que sí van a la escuela, no alcanzan este nivel».

Podría continuar encadenando estos enfáticos ditirambos durante centenares de páginas. La lista sería especialmente sencilla de realizar, considerando que ningún rincón de este planeta está libre de este torrente de elogios. De Europa a América, pasando por Asia u Oceanía, el discurso es siempre el mismo: para nuestros pequeños, el advenimiento de los dispositivos digitales es una bendición casi divina. Dado que «las pruebas apuntan, en su conjunto, a que esta generación es la más inteligente de todos los tiempos», quien aún albergue dudas al respecto es un negacionista, debe de tener, por fuerza, una mente enferma y perniciosa.

LAS VOCES DE LA DISCORDIA

Sin embargo, todavía hay espíritus amargados que, por desgracia, y contra toda lógica aparente, insisten en rechazar los mandamientos hagiográficos del nuevo evangelio digital. De forma inexplicable, este despreciable grupo contestatario encuentra partidarios no solo entre los ciudadanos descerebrados. De hecho, incluye en su seno numerosas almas ilustradas: premios Nobel de literatura, periodistas, profesores de universidad, psiquiatras, doctores en psicología, investigadores de neuroCiencia, y personal sanitario que trabaja sobre el terreno (médicos, logopedas, psicólogos, etc.). Estas personas, que en su mayoría han estudiado atentamente la literatura disponible, nos explican que la juventud actual es, a todas luces, la generación «más estúpida»; que la actual «locura digital es un veneno para los niños»; que las pantallas resultan «nocivas para el desarrollo del cerebro»; que «las nuevas tecnologías nos contaminan» y «colocan al cerebro en una situación permanente de multitarea para la que no está diseñado»; que los adeptos de Internet «saben más y comprenden menos»; que «no, los niños etíopes no aprenden solos a leer con sus tabletas»; que no, que el frenético reparto de ordenadores portátiles entre los chiquillos de los países en desarrollo «no mejora sus competencias en lectura o matemáticas»; que sí, que la introducción de dispositivos digitales en el colegio es un «desastre», «una broma que ha salido por sesenta mil millones de dólares», pero «no mejora los resultados de los alumnos», y que «las nuevas tecnologías generan un optimismo y una exuberancia que acaban por derrumbarse ante la decepcionante realidad».

Ante estas observaciones, algunos ciudadanos de a pie y ciertos actores institucionales han decidido adoptar medidas profilácticas. Así, por ejemplo, en el Reino Unido los directores de varios centros de educación secundaria han amenazado recientemente con enviar a la policía y a los servicios sociales a aquellas familias que permitan a sus niños practicar videojuegos violentos. En Taiwán, país cuyos estudiantes están entre los de mayor rendimiento académico del planeta, existe una ley que prevé importantes multas para aquellos padres que dejen a sus bebés de menos de veinticuatro meses utilizar aplicaciones digitales o que no limiten adecuadamente el tiempo de uso permitido para los menores de entre dos y dieciocho años (el objetivo que se perseguía con esta medida es que no se superaran los treinta minutos seguidos). En Estados Unidos, los colegios que estuvieron a la vanguardia en el reparto de ordenadores entre sus alumnos decidieron, hace ya diez años, dar un giro de ciento ochenta grados, en vista de la ausencia de resultados concluyentes.

Así, por ejemplo, como explicaba el presidente del consejo de centros de un distrito educativo que se había lanzado muy pronto a la aventura digital, «después de siete años no había ni una sola prueba de que se estuviese produciendo algún impacto en los resultados académicos. Ni una sola. Es una distracción en el proceso educativo». También en Estados Unidos numerosos directivos de las industrias digitales ponen mucho cuidado en mantener a sus hijos lejos de las diferentes «herramientas digitales» que ellos mismos venden y desarrollan. Muchos de estos  mismos "geeks" también matriculan a sus niños en caros colegios privados en los que no existen pantallas. Como explica uno de esos visionarios de Silicon Valley, «mis hijos [de seis y diecisiete años] nos acusan, a mi mujer y a mí, de ser unos fascistas y de estar excesivamente preocupados con las tecnologías. Además, nos dicen que ninguno de sus amigos tiene que seguir las reglas que les imponemos a ellos. Pero nosotros conocemos de primera mano los peligros de la tecnología. No quiero que mis hijos pasen por eso».

Conclusión del periodista y doctor en Sociología Guillaume Erner en Le Huffington Post : «He aquí la moraleja de la historia: confiad vuestros hijos a las pantallas y, mientras tanto, los fabricantes de pantallas seguirán confiando sus hijos a los libros».

LA ESTRATEGIA DE LA DUDA

Entonces ¿a quién debemos creer? ¿De quién debemos fiarnos? ¿Hay que dar crédito a las molestas advertencias de los «alarmistas digitales» o escuchar los discursos tranquilizadores de los «viajantes de la industria digital»? Esta incertidumbre resulta aún más dolorosa si tenemos en cuenta que hay varios factores que confluyen para impedir que el ciudadano de a pie se forme fácilmente su propia opinión fundada sobre este tema. Señalaré cuatro, que están entre los más importantes: en primer lugar, los recursos metodológicos y estadísticos que se utilizan en este ámbito de investigación no son, ni mucho menos, sencillos; en segundo lugar, la cantidad de estudios publicados sobre el tema (estaríamos hablando de, como mínimo, varios miles) es lo suficientemente elevada como para enfriar el entusiasmo más vehemente; en tercer lugar, la mayoría de los estudios dignos de ese nombre se han publicado en revistas internacionales anglófonas especializadas en investigación, así que para acceder a esta información es imprescindible dominar el inglés; en cuarto y último lugar, la literatura científica no es barata, pese a esa leyenda que asegura que, por obra y gracia de Internet, «ahora todo el saber está al alcance de cualquier persona».

Es esta dificultad extrema para reunir, entender y sintetizar el conocimiento científico disponible lo que determina que la credibilidad de las fuentes de información sea una cuestión crucial para el ciudadano o el progenitor medio. Evidentemente, podemos dar por zanjado este asunto argumentando que la Ciencia no tiene nada que decir aquí, que los estudios se contradicen entre sí, que todos los científicos están vendidos en mayor o menor medida a diferentes intereses económicos y que las cifras son algo que, como ya se sabe, se puede manipular como se desee.

Tomemos por ejemplo a Vanessa Lalo, una «psicóloga de lo digital» muy popular en Francia, apologista apasionada de las virtudes de los videojuegos y asidua de los debates en los medios de comunicación. Para esta autodenominada «investigadora», «la relación del menor con las pantallas es, ante todo, una cuestión de sentido común», sobre todo porque, según ella, las investigaciones académicas y científicas en este terreno dan risa o pena. De hecho, dejó muy clara su posición al final de cierta conferencia, cuando respondió a las perplejas preguntas de un oyente que, cita científica en mano, confesaba su preocupación al constatar cierta divergencia entre el tono cuanto menos tranquilizador del discurso que acababa de escuchar y la oscura realidad de los datos académicos disponibles. Lalo contestó entonces lo siguiente: «¿Sabe usted? He trabajado bastante en la investigación, sé que se puede hacer decir a una investigación lo que se quiera, se puede hacer decir a los números lo que se quiera. A partir del momento en que alguien nos paga y hacemos un protocolo, podemos saber ya de antemano cuál será el resultado de nuestra investigación. Personalmente, he dejado de leer  las investigaciones. Me hacen reír; a veces me dan pena, a menudo me dan pena. Creo que hay que dejar de guiarse por el exterior. Hay que pensar por sí mismo».

La verdad es que esta respuesta no está nada mal, para venir de una persona que asegura ser una «investigadora». Probablemente los comentarios de Vanessa Lalo acerca de la naturaleza del conocimiento científico son lo suficientemente lamentables como para no merecer más que silencio e indiferencia. El problema es que, a fuerza de ser ignoradas, este tipo de tonterías las encontraremos en muchos otros «expertos», acaban por rebasar ampliamente las fronteras de su espacio inicial y, poco a poco, debido a la exacerbación de la repetición, lo que en un principio no debía ser más que una idiotez puntual acaba convirtiéndose en una ideología muy extendida.

Veamos por ejemplo el tema del azúcar. Durante años, los fabricantes han «pagado a científicos para que ocultaran el papel que desempeña el azúcar en las patologías cardíacas» y, en caso de necesidad, no han vacilado a la hora de acabar, sin escrúpulo alguno, con la reputación de los primeros investigadores que se atrevieron a denunciar el problema. Y la farsa continúa. Desde 2010, Coca-Cola ha gastado en Europa millones y millones de euros para que los «profesionales de la salud e investigadores olviden los riesgos asociados a sus bebidas». El protocolo sigue prácticamente la misma secuencia en todos los casos: primero, se niega la mayor; más tarde, cuando continuar con esta estrategia es ya verdaderamente demasiado difícil, se minimizan los datos, se lanza la voz de alarma contra la culpabilización que se está haciendo de los usuarios, se apela a la libertad de los consumidores, se ensalza el sentido común (ese supuesto muro de contención que nos salva del reduccionismo científico), se denuncia el carácter exagerado, alarmista, reaccionario, moralizante o totalitario de las campañas y, sobre todo, y en último término, se suscitan dudas sobre la validez, la honestidad y la coherencia de los resultados molestos. Al fin y al cabo, a los mastodontes de la industria les importa poco el volumen de infracciones que sea necesario cometer: lo único que cuenta es la multiplicación de sus beneficios.

Como han puesto en evidencia recientemente varios procesos judiciales, los expertos y los periodistas desempeñan un papel fundamental en esta carrera de cinismo. Hay una obra de Naomi Oreskes y Erik Conway que no deja sombra de duda en este sentido. Para estos historiadores de la Ciencia, «está claro que los medios de comunicación presentaron el debate científico sobre el tabaco como no resuelto mucho después de que los científicos hubiesen llegado a la conclusión de que sí lo estaba. Un fenómeno similar sucedió con la lluvia ácida en los años noventa, cuando los medios de comunicación se hicieron eco de la idea de que aún no se había demostrado cuál era su causa —más de una década después de que eso ya no fuese cierto— . Hasta fecha reciente, los medios de comunicación presentaron el calentamiento global como un debate en marcha… doce años después de que el presidente Bush hubiese firmado el Marco de la Convención del Cambio Climático de Naciones Unidas y veinticinco años después de que la Academia Nacional de Ciencias anunciase que no había ninguna razón para dudar de que el cambio climático se producía por el uso humano de combustibles fósiles».

Evidentemente, esto no significa que todos los periodistas estén vendidos o sean tendenciosos. Muchos de ellos se equivocan de buena fe, engañados por unos dudosos especialistas que, aunque provistos de unos títulos académicos que inspiran confianza, tienen una honradez titubeante. No hay tarea más difícil para un lego —por muy riguroso que sea— que distinguir entre una persona honesta y un vasallo hipócrita.

Tampoco sería justo olvidar que a menudo los medios de comunicación han contribuido de un modo decisivo a denunciar escándalos de salud pública incipientes o manifiestos (como ha ocurrido en Francia con el caso de la píldora adelgazante Mediator, con efectos letales, o del contagio de personas sanas a través de transfusiones de sangre). Un ejemplo claro es el reciente caso de los implantes de uso sanitario, en el que más de doscientos cincuenta periodistas de treinta y seis países lograron demostrar, a base de muchísimo esfuerzo, la inusitada ligereza con la que las autoridades competentes concedieron permisos de comercialización a este tipo de dispositivos (prótesis mamarias, bombas de insulina, mallas vaginales, etc.); una ligereza que acabó siendo desastrosa para la salud de sus usuarios.

NO ES LO MISMO CIENCIA QUE OPINIÓN

Como es obvio, independientemente de nuestro nivel concreto de conocimientos científicos, todos nosotros tendemos —con todo el derecho del mundo, además— a tener «opiniones». Por su propia naturaleza, estas opiniones nacen de nuestra experiencia personal. Reflejan la inclinación esencial del cerebro humano a organizar sus vivencias ordinarias de acuerdo con un sistema de creencias ordenadas. El problema aparece cuando algunas personas acaban viendo en sus creencias un sello de sabiduría. No en vano existe una «ruptura entre conocimiento común y conocimiento científico». El primero se basa en sensaciones subjetivas, mientras que el segundo se apoya en hechos controlados. Por ejemplo, yo mismo tengo opiniones acerca de todo: el cambio climático, los beneficios de la homeopatía, las visiones del Palmar de Troya, las apariciones de la virgen en Fátima, la Inmaculada Concepción o las implicaciones fenomenológicas de la teoría cuántica. Seguramente estas opiniones sean muy oportunas, pero no tienen cabida alguna en el espacio de la información pública ni en el terreno de las decisiones políticas. ¿Hay datos? ¿De dónde proceden? ¿Son fiables? ¿Qué indican? ¿Cuál es su nivel de coherencia? ¿Cuáles son sus límites?... El verdadero experto es aquel que, a partir de su conocimiento del estado actual de la investigación científica, es capaz  de responder a estas preguntas.

Por tanto, hay que contemplar a los coristas de discursos vacíos como lo que realmente son: vendedores de humo. Esta afirmación no es arrogante. Arrogante es presentarse a sí mismo como «experto» cuando en el propio bagaje intelectual no se tiene más que algunos juicios incompletos y parciales. Arrogante, por ejemplo, es afirmar pedantemente que «la dimensión liberadora y catártica de los videojuegos es muy importante para los jóvenes», pese a que hace decenios que centenares de estudios sobre el tema están desmintiendo esta hipótesis de la catarsis. Arrogante (o despectivo, me atrevería incluso a decir) es sostener, cuando un periodista te pregunta si la televisión es nociva para el sueño, «que no hay ningún estudio que lo demuestre realmente», para acabar firmando dieciocho meses más tarde, junto con otros autores, un informe académico que indica justo lo contrario (y que, por cierto, se ha elaborado a partir de otros estudios que ya estaban disponibles en el momento en que se negó ese efecto). Arrogante, en el fondo, es envolverse en un halo de sabiduría y autoridad sin tener en cuenta el avance de las investigaciones en una materia dada. Arrogante, en suma, es presentar como conocimiento un mero puñado de opiniones personales.

Evidentemente, en muchos casos el «especialista» mediático preferirá decir que lo suyo, más que «opinión», es «sentido común». Por desgracia, esta variante léxica no cambia lo más mínimo el problema. De hecho, el sentido común adolece de las mismas carencias crónicas que la opinión. Es de sus cenizas, precisamente, de donde nació la Ciencia. El sentido común es lo que nos dice que la Tierra es plana e inmóvil. Se trata de la inteligencia del ignorante; una inteligencia que actúa como un recurso de primera línea y que necesariamente lleva a engaños y es incompleta. Decir lo contrario es pasar por alto tanto la complejidad del mundo como la tosca parcialidad que caracteriza a las percepciones individuales. El sentido común no nos dirá, por ejemplo, que consumir productos light aumenta el riesgo de padecer obesidad. Tampoco nos señalará que el agua caliente se congela a veces más rápidamente que el agua fría.

En el caso de las pantallas que aquí nos ocupa, el sentido común no nos permitirá darnos cuenta de que dedicarse a los videojuegos después de haber hecho los deberes del colegio interfiere en el proceso de memorización, como también ocurre con la exposición repetida a las radiofrecuencias que emiten los teléfonos móviles. Y, por poner un último ejemplo, nuestro querido sentido común se olvidará igualmente de indicarnos que la omnipresencia de los contenidos violentos en la televisión no es consecuencia de una supuesta ansia de dolor y amargura por parte del espectador, sino de una voluntad comercial deliberada: este tipo de escenas estresan el cerebro y, de ese modo, lo ayudan en buena medida a memorizar las pausas publicitarias que se insertan en los programas que vemos.

Aludir al sentido común para dar una fachada de credibilidad a lo que no son más que opiniones intuitivas constituye una estafa intelectual pura y dura. Insisto: es totalmente legítimo tener opiniones y debatir acerca de ellas con quien nos parezca. Lo inadmisible es confundir opinión, sentido común y saber. Les guste o no a los demagogos y a los detractores del elitismo, el experto es aquel que domina los conocimientos esenciales de su ámbito. Antes de revolucionar sus respectivos ámbitos, Picasso, Newton, Einstein, Kepler, Darwin o Wegener se pasaron decenios digiriendo el trabajo de sus predecesores. Fue esa paciente labor, y solo ella, la que permitió a todos estos autores pensar, primero, pensar por sí mismos, después, y, finalmente, pensar de un modo distinto. ¿Acaso no decía Newton que si había podido ver más allá que sus contemporáneos era precisamente porque se había subido a los hombros de los gigantes que lo habían precedido?

¡VALE YA !

Pues sí, ya estoy harto de estos autoproclamados especialistas que saturan el espacio mediático con su inepta verborrea. Estoy harto de esos despreciables lobistas disfrazados de expertos que serían capaces hasta de negar que la Tierra es redonda si eso fuese útil para impulsar su carrera y engordar sus beneficios. Estoy harto de esos periodistas insensatos que ponen sus plumas y sus micrófonos a disposición del primer fanfarrón que pasa, sin preguntarse si de verdad conoce el tema del que está hablando. Estoy harto de los contertulios de los programas de televisión que saben de todo, lo mismo da que se hable de política, de historia, de Ciencia, de avistamientos OVNI o del futuro cercano y lejano. Estoy harto de la estructura mental del perverso narcisista, del potencial cancerígeno de las líneas de alta tensión, de la llegada de los contadores eléctricos «inteligentes», del impacto del divorcio sobre la población infantil, del trauma que provoca en los adolescentes el acné en estos tiempos de redes sociales, de la influencia que ejerce sobre el apetito el cambio de hora en verano, de la reforma de los horarios escolares...

Pues sí, ¡ya estoy harto! Harto de ver cómo se pisotean constantemente los intereses de los menores por pura codicia. Harto de que el afán de lucro prime tanto sobre el interés colectivo. Harto de que se les niegue a los padres el derecho fundamental de acceder a una información exacta y honesta. Harto de que el eco que los medios brindan a los portavoces del entusiasmo de los grupos de presión empañe hasta ese punto la nitidez del mensaje científico. Por favor, no quisiera que el lector viera en estas palabras el fruto de cualquier delirio negacionista, persecutorio o paranoia relacionada con alguna teoría de la conspiración. Sería demasiado simple. De hecho, en muchos de los asuntos sensibles que ya he expuesto hemos tenido ocasión de comprobar cómo la brecha entre el discurso de los medios de comunicación y el conocimiento científico crece brutalmente en cuanto aparecen las primeras investigaciones que pueden servir de base a los legisladores para tomar cartas en el asunto.

Entonces ¿qué podemos hacer? No se trata de abogar aquí por que se limite la libertad a los periódicos, a los medios de comunicación en general o a los productores de contenidos (películas, dibujos animados, etc.): cada cual escribe, piensa y crea lo que quiere (o lo que puede), aunque, eso sí, seguramente sería deseable que los periodistas examinasen un poco mejor la integridad y las competencias de sus «expertos». Tampoco se trata de apelar a los legisladores para que prohíban o restrinjan el uso de la televisión, las tabletas, los videojuegos y demás dispositivos digitales. Cada cual cría a sus hijos con los métodos que le parecen más pertinentes. No obstante, hay que reconocer que esta posición de partida también es discutible: por ejemplo, Taiwan ha optado por la vía legislativa para proteger a sus menores de edad y, aunque podemos dudar de la eficacia de este planteamiento, lo que es indudable es que tiene un potente valor simbólico.

Por último, no se trata de exigir que se procese a los actores de la industria digital con el argumento de que algunos de ellos comercializan productos a sabiendas de que son perjudiciales, aun cuando esta simpática idea ya se haya propuesto en televisión y algunos ciudadanos la hayan aplicado en ciertos casos particulares. Hay anécdotas muy reveladora en este sentido. A veces los padres creen de verdad que estos vídeos son buenos para sus hijos o, al menos, que en el fondo no son malos».Y eso es precisamente lo escandaloso... ¿Cómo es posible que, después de cincuenta años de coincidencia de resultados en las investigaciones, los padres sigan pensando que este tipo de productos tienen efectos positivos en el desarrollo de los niños?

Esta última pregunta abre las puertas a una otra propuesta, que me parece más prometedora: ¡informar! La idea, pues, ya no es controlar, legislar, prohibir o amenazar, sino alertar y comunicar. Hay que denunciar abiertamente los discursos falaces de los lobistas corruptos. Hay que explicarles a los padres, a los periodistas, a los políticos y a los ciudadanos en general qué es lo que se sabe exactamente en la actualidad; exponerles, por supuesto, las cuestiones aún dudosas, pero también los espacios de certeza (que son más amplios de lo que se cree). Evidentemente, algunos se negarán —por convicción, obstinación, intereses o falta de honradez— a aceptar los hechos que se les presenten, pero quiero pensar que no serán la mayoría. Me atrevo a confiar en que el cuerpo social, en su conjunto, y por encima de las diferencias que lo recorren, se preocupa por el futuro de sus hijos.

Porque, como decía de un modo muy hermoso Neil Postman, «los niños son el mensaje vivo que enviamos a un futuro que no podremos ver». Pero es posible que al confiar así esté siendo algo ingenuo. Todos los estudios demuestran una importante reducción de las competencias cognitivas de estos jóvenes, desde el lenguaje hasta la capacidad de atención, pasando por los conocimientos culturales y fundamentales más básicos. Y, como ya sabemos, sobre todo gracias a los informes PISA, la digitalización de los colegios no hace más que empeorar la situación. Se habla de la economía del conocimiento, pero se trata de algo minoritario. En el futuro, más del 90 % de los empleos serán de escasa cualificación, en los sectores de ayuda a las personas dependientes, servicios, transporte, limpieza del hogar... Para estos puestos tampoco hacen falta personas muy formadas.

¿Y entonces para qué hacer que todos estudien una carrera universitaria, si van a terminar como dependientes en El Corte Inglés, Carrefour o en cualquier franquicia de supermercados? Pues porque un estudiante sale más barato que un parado y está más aceptado socialmente. Todos conocemos ya el nivel de esos títulos. Son solo de cara a la galería. No hay que ser ingenuos. Además, cuanto más tiempo estén en la universidad, más nos ahorraremos en pensiones. Quiero pensar que todo esto no es más que una estúpida bravuconada. Sí, lo confieso: me cuesta creer que exista una voluntad deliberada de idiotizar a las masas. Pero ¿por qué no habría de ser cierto? Después de todo, como sostenía Jean-Paul Marat, «para encadenar a los pueblos, hay que empezar por adormecerlos»...Y qué mejor somnífero que esta orgía de pantallas lúdicas que va corroyendo poco a poco el desarrollo más íntimo del lenguaje y del pensamiento. Aun así, he de decir que, personalmente, la hipótesis económica a la que aludía arriba cuando hablaba de determinados escándalos monumentales de salud pública que estallaron en el pasado, me parece mucho más plausible en este caso que la teoría política de un embrutecimiento planificado.

Que cada cual juzgue por sí mismo. 

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