SILENCIO INQUIETANTE

SEGUNDA PARTE DE LA CIENCIA INEVITABLE

Los peligros de la estadística

Dado que nuestra galaxia contiene alrededor de cuatrocientos mil millones de estrellas, una estimación plausible del número de planetas como la Tierra alrededor de estrellas como el Sol podría ser de mil millones. Si Monod lleva razón, sólo uno de estos planetas tiene vida. Si De Duve tiene razón, la mayoría de ellos la tienen. ¿Qué tal una posición intermedia? ¿No podría ser que nuestra galaxia contuviera, por ejemplo, un millón de planetas con vida?

Existe un argumento convincente en contra de la posición intermedia. Las «otras tierras» no están ahí durante toda una eternidad esperando a que se produzca la biología; para que surja la vida hay una ventana de oportunidad limitada. La vida tal como la conocemos requiere una estrella estable como el Sol que proporcione energía y mantenga condiciones habitables en un planeta. Pero las estrellas no pueden brillar para siempre; tarde o temprano consumen su combustible y mueren. Con 4.500 millones de años de edad, el Sol se encuentra a medio camino de su ciclo de vida completo tras haber consumido ya una buena fracción de su combustible nuclear. Transcurridos otros mil millones de años, más o menos, empezarán a dejarse sentir los efectos de la escasez de combustible, a causa de la cual comenzará a hincharse y poco a poco acabará incinerando nuestro hogar (comenzará a transformarse en una estrella gigante roja, una fase que presagia su muerte por colapso en una enana blanca). Historias parecidas protagonizan todas las estrellas de la galaxia. Así que si la vida aparece en un planeta en órbita alrededor de una estrella como el Sol, tendrá que hacerlo durante la ventana de oportunidad de 5.000 a 10.000 millones de años que acota el nacimiento de una estrella y su muerte por agotamiento. Suponiendo que la biogénesis se produce al azar en los planetas habitables, se producirá una dispersión estadística, un abanico de valores para la cantidad de tiempo necesario para que ocurra. Pero centrémonos en el tiempo medio. Si el tiempo medio es corto, si la vida surge rápida y fácilmente, habrá muchas oportunidades de que surja en muchos planetas (el punto de vista de De Duve). En cambio, si el tiempo esperado para la biogénesis es mucho mayor de 10.000 millones de años, es muy probable que la vida nunca llegue a aparecer en un planeta como la Tierra. Si lo hiciera, sería en contra de todas las probabilidades, un hecho fortuito. Expresado de forma más científica, sería una rara fluctuación, un caso atípico en la distribución estadística. En ese caso es muy posible que haya ocurrido sólo en un planeta en toda la galaxia, que sería la Tierra (el punto de vista de Monod).

Si nos ocupamos ahora del caso intermedio de que la vida aparezca, por ejemplo, en un millón de planetas en una galaxia como la nuestra, el tiempo esperado para que se produzca la biogénesis no tendría que ser ni mucho más corto ni mucho más largo que la ventana de habitabilidad típica de un planeta, digamos entre una décima parte y diez veces. ¿Es eso razonable? Pensemos en lo que implica. La duración de la ventana de habitabilidad, que está acotada por la duración de la fase de una estrella en la que se quema de una forma estable (llamémosla T1), depende de diversos factores, como la tasa de reacciones nucleares en el núcleo de la estrella, la efiCiencia con la que el calor es transportado a su superficie y la masa global de la estrella. Consideremos ahora cuánto podría tardar la vida en aparecer en un planeta como la Tierra (llamémoslo T2). Por el momento considero únicamente la vida microbiana, no la vida inteligente. Por supuesto, no conocemos el número T2, pero si la posición intermedia de un millón de planetas con vida fuese correcta, el tiempo necesario para que se produzca la biogénesis sería de unos pocos miles de millones de años (es decir, comparable a T1, la vida media de la fase estable de una estrella media). Entonces la vida no llegaría a aparecer a tiempo en algunos planetas como la Tierra, en muchos surgiría cerca del punto medio de la ventana de oportunidad, mientras que en unos pocos comenzaría poco antes de que el planeta dejase de ser habitable. Este escenario, aunque indiscutiblemente posible, representaría sin embargo una coincidencia muy improbable. El tiempo necesario para que surja la vida a partir de la materia inerte no tiene nada que ver, a primera vista, con los factores que determinan la vida media de una estrella, como la tasa de reacciones nucleares. Por lo que vemos, la vida es un producto de procesos físicos (que implican física atómica y molecular, química y geología) muy distintos de los que tienen lugar en el interior de las estrellas. Entonces, ¿por qué habrían de poseer T1 y T2 los valores aproximadamente iguales que se necesitan para que un millón de planetas generen vida, cuando las dos escalas temporales no tienen ningún tipo de conexión causal? No hay ninguna razón obvia que impida que uno de esos números sea mucho mayor que el otro. Es posible que T1 y T2 tengan un valor parecido sólo por azar; en la Ciencia, las coincidencias están permitidas, pero como explicación deberían ser el último recurso. Si rechazamos las coincidencias, la conclusión tiene que ser que la duración esperada del tiempo necesario para que surja la vida es, con una gran probabilidad, mucho menor o mucho mayor que la duración de la vida de una estrella.

Pero ¿cuál de los dos casos? Sólo podemos apoyarnos para nuestro análisis en la vida en la Tierra. Sacar conclusiones estadísticas a partir de una muestra de uno es arriesgado, lo cual no ha impedido que se haga. Carl Sagan señaló que la vida comenzó en la Tierra bastante pronto, y concluyó: «El origen de la vida debe ser un evento muy probable; en cuanto las condiciones lo permiten, ¡aparece!». Sagan se refería al hecho de que la Tierra estuvo sometida a un intenso bombardeo hasta hace unos 3.800 millones de años, y de acuerdo con el registro fósil la vida ya se había establecido firmemente al cabo de unos 300 millones de años. Eso sugería a Sagan que, sea cual sea el proceso que dio lugar a la vida, fue rápido, así que podemos esperar que la vida surja con una rapidez comparable en otros planetas como la Tierra.

Puede que Sagan tuviera razón, pero por desgracia existe una grave complicación. La razón de que la vida en la Tierra se escoja como única muestra estadística es precisamente que nosotros somos un producto de ella. La Tierra no alberga sólo vida, sino vida inteligente, o por lo menos lo bastante inteligente para ingeniar argumentos sobre la biogénesis. Para alcanzar ese nivel de inteligencia, la vida tiene que evolucionar hasta un grado elevado de complejidad, y tiene que hacerlo dentro de la ventana de habitabilidad de unos pocos miles de millones de años, durante la cual la combustión del Sol es estable. Algunos de los pasos cruciales a lo largo del camino incluyen la emergencia de organismos multicelulares (lo que necesitó dos mil millones de años), la evolución del sexo, la formación de sistemas nerviosos y el desarrollo de cerebros de gran tamaño. En medio se produjo un enorme número de pequeños pasos, algunos difíciles, otros fáciles. Obviamente, de no haberse producido todos esos pasos en el curso de unos pocos miles de millones de años, los humanos (o animales de inteligencia comparable) nunca habrían evolucionado hasta un nivel de complejidad suficiente para deliberar sobre cuestiones científicas. En otras palabras, la vida sobre la Tierra tuvo que aparecer deprisa, o de lo contrario no hubiera habido tiempo suficiente para que unos observadores inteligentes como nosotros entraran en escena antes de que el Sol se convirtiera en una gigante roja. Así que al final la pronta aparición de la vida en la Tierra podría no ser indicativa de una situación general; quizá no sea más que un conjunto atípico de acontecimientos que ha sido seleccionado para la observación y el análisis por los propios observadores que creó.

El Gran Filtro

El argumento que acabo de esbozar fue elaborado sobre fundamentos matemáticos en 1980 por el cosmólogo británico Brandon Carter,[92] y refinado después por el economista Robin Hanson. Carter y Hanson imaginaron un gran conjunto de «experimentos» en los que la naturaleza tenía la oportunidad de producir vida inteligente, y observaron que si el tiempo esperado para que evolucione la inteligencia es mucho menor que la duración media de la vida de una estrella típica (digamos de apenas un millón de años), costaba entender por qué tardó miles de millones de años en recorrer todo su curso en la Tierra. Habría que defender entonces que si bien la vida inteligente es común en el Universo, por alguna razón peculiar la evolución de la inteligencia en la Tierra fue de una lentitud atípica. Por otro lado, supongamos que el tiempo esperado para la evolución de la inteligencia es mucho mayor que la vida media de una estrella típica, y que pese a unas probabilidades tan adversas, la inteligencia sí evoluciona (como hizo en la Tierra); entonces lo más probable sería que el tiempo que tardaría en completarse este suceso tan improbable se acercara a la duración total permitida, es decir, la longitud de la ventana de habitabilidad. Y eso es precisamente lo que observamos: la evolución de vida inteligente en la Tierra ha «consumido» alrededor de 4.000 millones de años de los 5.000 millones que tiene la ventana de oportunidad, antes de que la Tierra acabe su existencia al hincharse el Sol.

Carter y Hanson lograron cuantificar esta idea de forma precisa. Supongamos que en el camino hacia la inteligencia se suceden varios hitos esenciales, y que cada uno de estos hitos es tan improbable que, por sí mismo, cada uno tardaría en conseguirse mucho más tiempo por término medio que la duración de la vida de una estrella típica. Hanson llama a esta carrera de obstáculos hacia la vida «El Gran Filtro». Supongamos que hay N hitos y que, contra toda probabilidad, la vida inteligente acaba por surgir. Entonces las ecuaciones muestran que el tiempo esperado entre cada uno de los hitos altamente improbables es de alrededor de 1/N partes de la ventana de habitabilidad, dejando una fracción 1/N adicional antes de que la ventana se cierre. Curiosamente, los intervalos entre hitos son independientes de lo difíciles que puedan ser los hitos, con la condición de que todos sean muy difíciles. (La intuición podría decirnos que si el hito A tiene una probabilidad de uno entre un millón y el hito B, de uno entre mil millones, entonces, en el caso de que se hayan producido los dos hitos, A se produciría en torno a mil veces más rápido que B. No es así).

¿Qué podemos decir sobre el número N si aplicamos el argumento de Carter-Hanson a la situación de la Tierra? Si nuestro conocimiento de la evolución del Sol es correcto, entonces (de acuerdo con las mejores estimaciones) nos quedan unos 800 millones de años antes de que nuestro planeta sea demasiado caliente para albergar vida inteligente. Eso sugiere que N es alrededor de 6 (la duración total de la ventana, 5.000 millones de años, dividida por el tiempo restante esperado, 800 millones). Dicho de otro modo, hubo unos seis obstáculos cruciales pero altamente improbables que fue necesario superar en la senda hacia la vida inteligente, separados en el tiempo por unos 800 millones de años. ¿Cómo se compara eso con el registro fósil? Pues lo cierto es que bastante bien. Los principales hitos improbables pueden identificarse con, en primer lugar, el propio origen de la vida; en segundo lugar, la evolución de la fotosíntesis en bacterias hace 3.500 millones de años; en tercer lugar, la emergencia de los «eucariotas» (células grandes y complejas con núcleo) hace unos 2.500 millones de años; en cuarto lugar, la reproducción sexual hace aproximadamente 1.200 millones de años; en quinto lugar, la explosión de los organismos pluricelulares de gran tamaño hace unos 600 millones de años; y, por último, el desarrollo de los homínidos de cerebro complejo en el pasado reciente. Todo esto parece razonable, salvo por el primero de los hitos. Aun si consideramos que es una aproximación tosca, la vida no tardó para nada alrededor de 800 millones de años en aparecer, sino sólo unos 200-300 millones de años tras el fin del bombardeo cósmico, justo a lo que se refería Sagan cuando decía que la vida «aparecía» con una prisa casi indecente.

El Gran Filtro, en el caso de que hubiera seis hitos extremadamente improbables de camino a la vida inteligente, y suponiendo que, pese a lo improbable que es, la inteligencia surge antes de que se cierre la ventana de habitabilidad de varios miles de millones de años. El resultado clave, que se demuestra mediante la teoría de las probabilidades, es que las duraciones de los intervalos entre hitos son (aproximadamente) iguales, y más o menos iguales también al tiempo restante hasta el punto final, cuando se cierra la ventana de habitabilidad. Saber cuánto tiempo nos queda en la Tierra antes del fin nos sirve para fijar la duración de los intervalos y, por tanto, el número de hitos. Dejando 800 millones de años como tiempo restante, resultan seis hitos. Para cada uno de los hitos se puede encontrar una transición biológica improbable plausible. Los datos se ajustan mejor si el primer hito se produce en Marte y la vida es posteriormente transferida a la Tierra.

Entonces, ¿echa por tierra este hecho anómalo todo el argumento de Carter? No del todo. Carter ha replicado que no sabemos con seguridad que la vida se haya originado en la Tierra; podría haber comenzado en Marte y haber llegado a la Tierra en el interior de rocas marcianas eyectadas, comenzando a establecerse en nuestro planeta sólo cuando el bombardeo comenzó a amainar. De tener razón, la ventana de oportunidad para la vida podría hacerse retroceder de 3.800 a 4.000 millones de años o incluso antes, porque Marte estaba preparado para la vida antes que la Tierra. Todos los hitos del Gran Filtro, incluido el primero, quedarían separados entonces de manera aproximada por los 800 millones de años que predice la teoría.

Ya he comentado antes que el obstáculo de la inteligencia no fue fácil de superar en la Tierra: fueron necesarios más de 200 millones de años de evolución del cerebro en los animales terrestres antes de que evolucionaran los homínidos. Eso ya es bastante mal augurio. Pero el razonamiento de Carter sugiere una conclusión todavía más pesimista. Debemos recordar que el predicado de su argumento es que el tiempo promedio, o esperado, para que surja vida inteligente es muy superior incluso a los varios miles de millones de años de la ventana de habitabilidad que ofrece una estrella típica como el Sol. Así que el hecho de que la inteligencia haya tardado 200 millones de años en evolucionar en la Tierra, por lento que pueda parecernos, debe verse (según Carter) como un auténtico hecho fortuito, un caso estadísticamente atípico, un suceso que sólo con suerte ha llegado a producirse siquiera en una ventana tan corta. Lo que se sigue de esta conclusión sobre una «Tierra afortunada» es que la gran mayoría de las otras estrellas como el Sol no compartirán la buena suerte de nuestro planeta. No tendrán planetas con vida inteligente. De modo que si Carter tiene razón, la Tierra es una excepción muy rara, y la emergencia de seres inteligentes como los humanos es un suceso monstruoso, como defendía Monod.

Aunque el argumento de Carter parece despojar al SETI de toda sustancia, muchos astrónomos recelan del razonamiento en el que se basa. Una objeción habitual es que no podemos utilizar conjeturas sobre el futuro (por ejemplo, cuánto tiempo habrá de pasar antes de que la Tierra quede abrasada) para razonar sobre el pasado. Pero esta objeción es espuria: los argumentos probabilísticos son del todo válidos aplicados tanto a sucesos pasados como futuros siempre y cuando todos los otros factores se mantengan constantes en el tiempo. Pero supongamos que todos los otros factores no se mantienen constantes. Por ejemplo, ¿qué pasaría si catástrofes cósmicas, de la extensión de la galaxia, impidiesen la aparición de vida inteligente durante miles de millones de años, pero luego cesaran? Uno de los sucesos más violentos en el Universo es un brote de rayos gamma. Estos cataclismos probablemente tengan su causa en las implosiones de estrellas masivas para formar agujeros negros, cuando dispersan una gran cantidad de energía en forma de partículas con carga eléctrica dirigidas a lo largo de pares de haces estrechos de orientación opuesta. Las partículas cargadas generan a su vez una intensa radiación gamma (fotones de alta energía) que pintan arcos en la galaxia, cual rayos cósmicos de la muerte, a medida que giran los agujeros negros. Si uno de los haces de rayos gamma pasara por un planeta, podría aniquilar toda la vida compleja de su superficie.

Las explosiones de rayos gamma se observan con la ayuda de un satélite llamado Swift, que registra cientos de eventos cada año. Debieron de ser más frecuentes en el pasado, y es al menos concebible que pueden haber impedido la evolución de vida inteligente en cualquier otro lugar de la galaxia durante miles de millones de años. De ser así, quizá en condiciones ideales (es decir, sin la amenaza de rayos gamma) la vida no sea tan improbable después de todo. El hecho de que tardara tanto tiempo en evolucionar en la Tierra tendría una explicación física inmediata (nuestro planeta fue arrasado por rayos gamma), y la conclusión de Carter de que la inteligencia es extremadamente improbable incluso tras decenas de miles de millones de años se vería debilitada. Así que todavía no está claro lo que acabará siendo la línea de argumentación de Carter, una vez comprendamos mejor todos los factores que contribuyen a determinar lo que hace falta para que surja la vida.

¿Estamos condenados a un destino fatal?

Para acabar con la batalla de probabilidades, hay un último aspecto que debemos considerar. Si el inquietante silencio se toma como prueba de que estamos solos (en el sentido de que somos los únicos seres inteligentes del Universo), podría ser que los pasos que conducen a la vida inteligente sean tan improbables que sólo se hayan producido una vez. Pero hay una segunda explicación posible para el silencio. Tal vez la vida inteligente y las civilizaciones tecnológicas adolezcan de una inestabilidad inherente que hace que no sobrevivan el tiempo suficiente para establecer contacto unas con otras. Si ésa fuera la explicación correcta, sería un mal augurio para la humanidad, pues implicaría que si la Tierra es típica, podemos esperar acabar del mismo modo que los alienígenas, siguiendo a nuestros primos cósmicos al desierto del olvido bastante pronto o, al menos, antes de que podamos conquistar la galaxia. Desde luego no es difícil imaginar eventos potencialmente calamitosos que podrían aniquilarnos: guerra nuclear, pandemias mortíferas, impactos de cometas, desintegración social y económica…

¿Cómo podemos determinar cuál de las dos explicaciones del inquietante silencio es la más probable, la Tierra afortunada o el destino fatal? A falta de indicios en uno u otro sentido, ambos escenarios son igualmente plausibles. Pero nuestro estado de ignorancia podría cambiar pronto. Si el silencio es real, y no sólo el resultado de la mala suerte o de una mala estrategia de búsqueda, entonces hay algo que filtra y elimina a la mayoría de las civilizaciones tecnológicamente avanzadas, ya sea porque impide su formación o porque las aniquila poco después de que se establezcan. En el primer caso, el Gran Filtro se encuentra a nuestras espaldas, y los afortunados humanos hemos tenido la suerte de atravesarlo. En el segundo caso, el filtro se encuentra ante nosotros, como una sombra ominosa sobre nuestro futuro: quizá no tengamos tanta suerte con lo que nos espera, y seamos «filtrados» y eliminados.

Supongamos que descubrimos indicios de vida fuera de la Tierra, por ejemplo a partir del hallazgo de microbios en algún otro lugar del sistema solar o de oxígeno en la atmósfera de un planeta extrasolar. De ello se seguiría que el primer paso hacia la inteligencia y la civilización tecnológica, la génesis de vida a partir de lo inerte, no es en realidad un salto altísimo e improbable. Podríamos concluir entonces que el Gran Filtro debe encontrarse más tarde del primer hito, una conclusión que serviría para inclinar la balanza en el sentido de que se encuentra en el futuro de la emergencia de la inteligencia, aumentando las probabilidades de un apocalipsis humano inminente. La situación resultaría aun más sombría si descubriésemos no sólo vida primitiva fuera de la Tierra, sino formas de vida más complejas, pues entonces se revelarían como probables, en lugar de improbables, otros hitos en el camino hacia la inteligencia. Se debilitaría así aún más el caso a favor de que el Gran Filtro se encuentra en el pasado de la vida inteligente, y se vería reforzada la probabilidad de un futuro peligroso para la inteligencia. En resumen, si la vida es un imperativo cósmico, el gran silencio es sin duda un silencio inquietante, siniestro incluso por lo que respecta al futuro de la humanidad. Si ET no está ahí afuera, mejor será que tampoco haya vida ahí afuera. Nick Bostrom, un filósofo de la Universidad de Oxford, no se anda con chiquitas: «Sería una buena noticia que descubriéramos que Marte es completamente estéril. Las rocas muertas y las arenas sin vida me subirían la moral… Sería la promesa de que un gran futuro para la humanidad es posible».

Los argumentos que he expuesto en este artículo, por interesantes que parezcan, no son un sustituto de los datos empíricos. Mientras no dispongamos de indicios científicos concretos de la existencia de vida fuera de la Tierra, no podemos hacer mucho más. Pero SETI es fundamentalmente un programa basado en experimentos y observaciones, no un ejercicio de Física, filosofía y estadística. Un solo hallazgo, igual que un solo disparo de una flecha, puede tumbar en un instante siglos de presupuestos físicos y filosóficos. Un silencio inquietante no es razón suficiente para abandonar la búsqueda de vida inteligente. Al contrario, nos ofrece una razón convincente para ampliarla.

                                                                                                                                                       

                                                                                                                                                            © 2022  JAVIER DE LUCAS