A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
EL JINETE DEL ARCO IRIS
PRÓLOGO
Con mucha frecuencia el
hombre del Oeste se veía impulsado a cometer una acción violenta que le salvase
de la muerte. En todas sus facetas, la muerte acechaba escondida en cualquier
lugar, disfrazada de hombres cuya destreza con el revólver les dio una fama y
les creó un nombre.
Cuando los primeros colonos
ingleses se lanzaron a la difícil empresa de labrar un puñado de tierra,
estableciendo allí su hogar, surgieron los indios que se lo impidieron.
Entonces, aquellos hombres cometieron una acción violenta para salvar sus
vidas; descolgaron los rifles de un solo tiro y vendieron caras sus
existencias. Más adelante, con el incremento de población y los nacientes
pueblos fronterizos, el hombre tuvo la completa necesidad de velar por su vida
y por su hacienda. Los innumerables peligros que corría, como la llegada de un
equipo de vaqueros, los fanfarrones, las luchas de dos bandas rivales, los
gun-men, etc., les llevaron a adiestrarse en el empleo de las armas, y por ello
pudo decirse que en el Oeste todos sus moradores sabían manejar un revólver, un
rifle o un cuchillo.
Al avanzar el tiempo,
cambió mucho el panorama. Con la implantación del sheriff en casi todas las
ciudades y pueblos del territorio, los alguaciles, los rangers y los
“pacificadores” del Estado, los primitivos ciudadanos se fueron sintiendo más y
más tranquillos. Cambiaron sus armas de lucha por la comodidad de sus suntuosas
casas, y se olvidaron por completo de cómo se manejaba un “Colt” de cualquier
calibre. Los nacientes pueblos fronterizos en donde en otro tiempo imperó la
violencia, se convirtieron en espléndidas ciudades, y sus pacíficos ciudadanos
se olvidaron rápidamente de sus anteriores luchas.
Unas veces, el refinamiento
llegaba a tal extremo, que se adoptaba el gusto francés de la época, y sucedía
por ejemplo en New Orleáns: se oía a muchos decir: “Olalá”, “Oui”, “Monsieur”,
o cosas por el estilo, siendo a veces estos mismos hombres los que no mucho
tiempo antes sostuvieran violentas batallas con los iroqueses del Este.
Las bandas de asesinos se
vieron arrinconadas, desmembradas, descuartizadas por la labor de los
servidores de la Justicia y los caza recompensas, pistoleros que seguían a los
forajidos allí donde se encontrasen para matarlos o llevarlos hasta la oficina
del sheriff del pueblo más cercano, por un puñado de dólares.
¿Se resignaron estos
outlaws, estos fuera de la ley a pasar
el resto de sus vidas perdidos en el anonimato de una existencia oscura y sin
alicientes?
No. Y la solución la
encontraron emigrando más al Oeste, a los vastísimos terrenos que se extendían
por los nuevos territorios colonizados y pronto incorporados a la Unión. Las
bandas de pistoleros se lanzaron sobre los nacientes pueblos y la ley del Oeste
cobró de nuevo vida. Los gun-men se disputaban el honor de ser los más rápidos,
y por eso el Oeste cobró su fama de salvaje, cruel y despiadado.
La diferencia entre un
habitante del Este y otro del Oeste era tan radical que bien podía decirse que
aquella tierra no era para él, que aquella extensión no admitía hombres sin un
espíritu de lucha firmemente arraigado.
Los pequeños pueblos, los
más grandes, todos, vivieron las jornadas más violentas de su historia.
Una mañana llegaba un
desconocido. Desafiaba al primer gatillo de la comarca y le mataba. Entonces
aquel hombre ya nunca sería desconocido, porque al verle en todas partes
dirían:
-
Mirad, ese es el
matador de…
El caso de Old Gold City,
aunque semejante a los demás, tuvo una tajante faceta que lo hizo distinto.
Porque el hombre que un día llegó a él no era un pistolero, nadie le conocía ni
nadie supo jamás de dónde vino, ni adónde se fue. Todo lo que allí pasó comenzó
una mañana de 1878, con sol, con bruma
y con Arco Iris y terminó una tarde también lluviosa y con sol, con bruma y con
Arco Iris.
UNO
- Vamos -la voz del hombre era burlona-. Repite eso Simpson. Me encanta oír tu vocecita.
Bud
Simpson, un modesto granjero de Old Gold City, sintió resbalar por su frente
gruesas gotas de sudor helado. Tenía miedo, y ahora se arrepentía de lo que
minutos antes acababa de decir, cuando intentara enfrentarse a aquellos
hombres. Miró hacia atrás. Le estaba observando el sheriff y un grupo de
personas, por lo que se sintió apoyado.
-
No puedo pagar, Jer
–balbució-. De sobra sabes que no puedo pagar.
Jer, el
más corpulento de los dos hombres que le acosaban, miró despreciativamente al
granjero. Enseñó los dientes en una sonrisa de lobo.
-
Pagarás, Simpson,
pagarás. Te lo garantiza Jer Makley, y ¡ya se me acabó la paciencia!
El puño
derecho del gigante trazó un círculo en el aire, y se estrelló acto seguido
contra la frente del granjero.
-
Pagarás Simpson,
pagarás –se acercó a él que gemía en el suelo- ¿Verdad que sí?
Lo izó
como el que levanta una almohada de plumas, y lo despidió al suelo de un
terrible golpe de izquierda que hizo crujir los huesos del infortunado.
Entre el
grupo de silenciosos espectadores, una voz rasgó el silencio.
-
¡Sheriff, detenga
eso! ¡Esa bestia salvaje va a matar a Simpson!
Lee Baxter
sabía, como sheriff, que lo que en aquel momento estaba ocurriendo en la calle
principal de Old Gold City era un delito. Pero sentía demasiado miedo para
detenerlo.
-
Bueno –intentó
mostrarse amable- déjale ya Jer. Ya te pagará cuando pueda.
-
Calla la boca, viejo
inútil –la voz del forajido resonó como un trallazo- ¿O es que quieres que sea
a ti el que acaricie, en vez de a Simpson?
-
No Jer –el miedo
latía en las palabras del sheriff-. Yo no tengo asuntos pendientes con
Delonney.
-
¡Pues entonces
cállate!
-
¡Si él se calla es un
cobarde, pero todavía queda mucha gente honrada en el pueblo que pueda insultar
a Rich Delonney y a su pandilla de asesinos!
La voz que
sonó fue la misma que había advertido al sheriff de la brutalidad del forajido.
Salió al lugar en donde Simpson gemía lastimeramente.
-
Diantre, si es Jane
Hobson –esta vez el que habló fue el compañero de Jer- ¿Qué quieres muñeca?
-
Que os vayáis de aquí
cuanto antes, y os llevéis a la rata que tenéis por jefe lo más lejos posible.
-
¡Ea! No te embales
preciosa. Sabes que Rich te mataría si te oyera decir eso.
-
Sí, sería capaz,
porque además de ser una rata, es un cobarde como todos vosotros.
El amigo
de Jer dio un paso hacia la muchacha, pero éste le paró.
-
Quieto Slim. Oye,
bombón, aunque seas una mujer, y una mujer muy guapa, en cuanto se me ocurra te
quito de en medio. Así que ya sabes.
Jane
Hobson se quedó rígida. Sabía que aquellos criminales la matarían en el momento
que se lo propusieran. Dio media vuelta y desapareció entre las casas del
pueblo, impotente de hacer algo por remediar la agobiante situación. No era
algo nuevo, sino algo muy corriente entre los ignotos pueblos del Oeste. Un
rufián que poco a poco se iba rodeando de una buena cuadrilla de gun-men, de
pistoleros a sueldo, y con los cuales se había adueñado del territorio,
explotando miserablemente a sus conciudadanos. Este era el caso de Rich
Delonney, y de sus camaradas Jer Maxwell, Slim Burton, Don Gellod, el tahúr
“Wiskhy” Damons, los hermanos Fred y Nico Plata y Jimmy “Lento” Swasson, un gun-man cuyo apodo difería terriblemente con
la rapidísima velocidad de sus manos al “sacar”.
Y apoyado
por tan buena compañía, Rich Delonney había hecho fortuna en poco tiempo,
expoliando, robando o simplemente “protegiendo” a los habitantes de Old Gold
City, gente honrada y cobarde para echar del pueblo a semejante banda de
desalmados.
DOS
-
Ya lo sé, Kinsby
–decía Yago Rogers, el único propietario de un almacén del pueblo-. Pero no
somos fuertes y ellos sí. Son asesinos, luchadores de ventaja, están dispuestos
a matar en cualquier momento.
-
Puede ser, ahora fue
John Triumpp el que hablaba-. Es más, se da esa circunstancia. Pero no por eso
vamos a quedarnos con los brazos cruzados. Ellos son más poderosos, de acuerdo,
pero en el Oeste hay muchos excelentes tiradores, que bien pagados, podrían
aniquilar a la banda de Rich Delonney.
-
¿Y la ley? ¿No se
puede avisar a la ley? –terció Jane Hobson.
-
Imposible. Tendríamos
que avisar al gobierno de Washington, que cursaran la orden del Estado al
gobierno, y mientras llegaba el inspector, veía la cuestión, volvía a
Washington (si es que Rich Delonney le dejaba, que lo dudo) y daba su informe,
transcurrirían meses, tal vez más, años incluso.
-
No queda más remedio
que avisar a un “pacificador” y aún así, los pistoleros de Delonney son muchos
y valiosos.
-
Nuestra situación es
terriblemente apurada, señores- resumió John Triumpp, con una frialdad que
sobrecogió a sus interlocutores.
TRES
Entonces
llegó. Iba montado en un caballo blanco, de bella estampa, y su silueta
recortada contra el cielo multicolor le daba el aspecto de una aparición. Will
Dufty dejó caer el vaso que sostenía en las manos, produciendo un sonido
vibrante al estrellarse contra el entarimado del poco distinguido Saloon que
regentaba. Alzó mucho la vista y así pudo ver la cara del hombre que acababa de
entrar. Era muy alto, y aún parecía más debido al traje que llevaba. Consistía
en un pantalón negro, una camisa de igual color, chaleco y sombrero gris. No
era corpulento, sino largo, y llevaba un solo revólver “Colt” del modelo 38,
algo pasado de moda, de cachas gastadísimas. Se quitó el sombreo, y dijo esta
extraña frase:
-
Vengo a matar un
hombre.
Will Dufty
se quedó de una pieza. En aquel momento, el Saloon estaba vacío, exceptuando la
presencia de “Wiskhy” Damon, el jugador. Dufty preguntó:
-
Señor ¿cómo se llama
ese hombre?
-
Rich Delonney.
Lo dijo
despacio, muy despacio, con un inconfundible acento del Sur. “Wiskhy” Damon
alzó su mirada de buitre en la dirección del forastero. Se levantó y dijo:
-
Cuidado, amigo. Matar
a Rich Delonney es muy difícil, extraordinariamente peligroso.
-
Tal vez –rió
cansadamente el forastero- pero me gusta el peligro y amo la lucha. Supongo que
usted será uno de sus esbirros.
-
¿Y si así fuera?
-
Tendría que matarle
también.
“Wiskhy”
Damon no era un gun-man, pero no manejaba el revólver como un novato. Hizo una
seña imperceptible a Dufty, mientras avanzaba lentamente.
-
Nunca pierdo, -dijo-
ni a las cartas ni a nada. Dígame su nombre antes de morir…
-
Me “llamaban” Max.
-
¡Tira Dufty!
“Wiskhy”
Damon llevó las manos a las fundas, mientras Will Dufty, desde el mostrador,
hacía lo propio. El alto y enlutado forastero no se movió apenas. Movió la mano
izquierda y en ella brotó como por arte de magia un pesado “colt” del 38. Hizo
fuego una vez, y luego giró el brazo y disparó de nuevo. Will Dufty no
asesinaría nunca ya a nadie por la espalda. En cuanto a “Wiskhy” Damon, había
hecho su última trampa.
Solo dos
disparos había hecho aquel hombre. Los justos para acabar con la vida de dos
secuaces de Delonney.
Pegados a
las puertas del Saloon, Jane Hobson y su padre habían sido testigos de la
escena. Un hombre que decía venir a matar a Delonney, y que de manera tan prodigiosa
había empezado la limpieza del pueblo, podía ser la salvación ¿Quién sería el
forastero, que él mismo decía llamarse Max?
CUATRO
-
Jane…
-
¿Cómo sabe mi nombre?
-
Dejemos eso ahora.
Solo la tenía que decir que he venido porque sé lo que ocurre en este pueblo.
Sé que puedo confiar en usted, Jane, y por eso le digo que si ellos me matan,
envíe esto a Philadelphia.
Jane
Hobson contempló de nuevo al forastero. La tendía un pequeño sobre dentro del
cual había un pequeño amuleto.
-
Cuando “él” lo
reciba, sabrá lo que ocurrió. ¿Lo enviará, Jane?
-
Sí –titubeó- sí Max…
El extraño
jinete dio media vuelta. Los porches de las casas vecinas estaban repletos de
gente que escudriñaba con avidez al forastero. No era para menos, pues si aquel
hombre estaba dispuesto a acabar con Delonney, allí estaban los hombres de
éste, Jer y Slim, cerrándole el paso.
-
Alto, amigo –el que
habló fue Slim-. Mataste a “Wiskhy” Damon y a Hill Dufty, y eso no le gustó al
jefe. Así que ya estás empezando a correr calle arriba antes de que cuente
tres, o éste y yo te agujerearemos sin contemplaciones.
Los dos
hombres que Max tenía delante eran buenos pistoleros, pero no miraba entonces a
aquella dirección
Vio
fugazmente a otros dos hombres apostados en las ventanas del Saloon, con un
rifle cada uno. Sabía que en aquella situación poco podría hacer.
-
Uno.
Jane
estaba a pocos pasos de él. Solo en ella podía confiar en aquellos momentos,
pues la demás gente del pueblo era lo suficientemente cobarde como para
quedarse inactiva ante el desigual duelo que se iba a desarrollar.
Ella
llevaba un rifle en las manos. La hizo
una seña imperceptible.
-
Dos.
Jane
Hobson apuntó el Winchister y disparó hacia las ventanas. En ese momento, Max
pegó un brinco y cayó al suelo rodando, mientras de su mano izquierda parecía
tomar vida un enorme “Colt” del 38. Jer sintió el balazo en el pecho, como un
taponazo, mientras en su corazón se dibujaba una mancha roja. Slim se llevó
ambas manos a la cara, al recibir el plomo candente abrasándole el rostro.
Max sabía
que aunque la muchacha hubiera tumbado a uno de los emboscados en las ventanas,
el otro conseguiría disparar. Jane hizo blanco, efectivamente, en uno de ellos,
pero el otro, disparó. Max rodó vertiginosamente por la calzada, mientras su
mano izquierda enmendaba la posición de disparo. Los dos tiros sonaron al unísono, pero solo uno llegó a su
destino. Nico Plata el emboscado tirador en unión de su hermano Fred, abrió los
brazos en una trágica pirueta. Después cayó a la calle.
Los
atemorizados habitantes de Old Gold City no daban crédito a lo que en aquellos
momentos habían presenciado sus ojos. Max se dirigió hacia Jane, cuyo rifle aún
humeaba.
-
Gracias –dijo- De no
ser por usted ahora estaría muerto.
-
No diga eso. Tira
usted como un verdadero demonio. Nunca vi nada igual. ¡Eh! ¿Dónde va?
Pero el
forastero no la oía ya. Caminaba cansadamente hacia el fondo de la calle.
-
¡Estamos con el
forastero! –gritó John Triumpp. Hay que acabar con Delonney ahora que su banda
está materialmente deshecha.
-
Hay que ir deprisa.
Max fue al rancho de Delonny hace ya mucho rato –dijo Jane.
Más de
cuarenta personas se pusieron en movimiento. Había que secundar la labor que
aquella exhalación de forastero había emprendido. Rich Delonney, Don Gellod y
Jimmy “Lento” Swasson eran los más peligrosos de todos. Y en ese momento, el
jinete se iba a enfrentar con ellos.
CINCO
Delante de
él estaban Delonny y Gellod. Rich dijo:
-
No sé quién demonios
es usted ni me importa, pero si cree que va a salir vivo de aquí se equivoca.
Ha cometido una soberana estupidez metiéndose en la boca del lobo, pero ya es
tarde para volverse atrás.
-
No lo pretendo, pero
le repito que se largue de Old Gold City cuanto antes. Un hombre como usted que
siempre juega sucio es un estorbo para la población. Primero fue Will Dufty,
luego Fred y Nico Plata.
-
Ahora no será sucio,
amigo. Yo no le mataré por la espalda.
El que
había hablado era “Lento” Swasson.
-
¿Ah, no?
-
Me voy al pueblo,
jefe, Para matar a esta rata se sobra usted o Don Gellod.
Swasson
espoleó a su montura que se alejó rumbo a la población.
-
Bien –dijo Gellod- Ya
oyó lo que dijo “Lento”. Somos dos contra uno, y ahora no recibirá ayuda de su
amiguita Jane Hobson. Además somos muy superiores a los hombres que usted mató…
No terminó
la frase. Por enfrente del rancho, avanzaba un tropel de hombres armados. Rich
Delonney comprendió como buen jugador que era, que esta vez la partida estaba
completamente perdida. Su banda casi totalmente aniquilada había hecho
reaccionar a los habitantes de Old Gold City, y ahora venían dispuestos a todo,
a lincharle tal vez. Pero antes de morir se llevaría por delante a aquel
demonio de pistolero que había aniquilado a casi toda su cuadrilla. Movió las
manos a un ritmo frenético y sus dedos llegaron a tocar los revólveres.
Max vio
demasiado tarde la maniobra. Sorprendido por el tumulto de los que llegaban,
dejó por un segundo la atención a Delonney. Enmendó su error cuando en su mano
izquierda brillaba opacamente el gigantesco cañón de su “Colt” del 38. Los dos
disparos sonaron a un tiempo, pero el de Max una milésima antes. Delonney tiró
el arma y se tronchó por la mitad en un loco deseo de no caer. El forastero se
llevó la mano al costado por donde fluía la sangre. Entonces fue la ocasión de
Don Gellod. Tiró de las fundas con rabia disponiéndose a matar a su herido
enemigo.
Fue lo
último que hizo.
Un
verdadero enjambre de proyectiles salieron de los rifles de los habitantes del
pueblo. Gellod babeó al recibir más de veinte disparos en el cuerpo. Se
retorció epilépticamente durante unos segundos y luego se desplomó inerte,
cosido materialmente a balazos.
La
altísima figura del hombre que apareciese una tarde de Arco Iris se irguió. Su
enlutada figura contrastaba con el manchón rojo de su cadera.
La
muchedumbre llegó hasta él.
-
¡Ahorquemos a
“Lento”!
-
Alto. Me propuse
acabar con la banda de Rich Delonney y seré yo quien lo haga.
-
Pero ¡está herido!
–gritó Jane.
-
Es un rasguño. Iré al
pueblo y me enfrentaré a “Lento” Swasson.
SEIS
Era tarde,
y el sol iniciaba su ocaso. Aún así, empezaba a caer una frágil lluvia, mansa,
que refrescaba la ardiente tierra del suelo tejano.
“El” ya
estaba allí. Como una estatua esculpida en mármol, dejando caer los brazos a lo
largo del cuerpo.
Llevaba
vendada la cadera, pero no por eso su figura perdía un ápice de su temible
apariencia.
Era como
si aquel hombre, aquel misterioso personaje de demoledora potencia con un
“Colt” del 38 encerrase en su interior un secreto imposible de revelar a nadie.
La fama de los grandes gun-men de la época recorría entonces todo el Oeste como
un reguero de pólvora, lanzando los nombres a todas partes de los gigantes del
“Colt”. Sin embargo, aquel hombre no venía precedido de ninguna fama, nadie le
conocía, ni nadie sabía cuál era su verdadero nombre.
Jimmy
“Lento” Swasson pertenecía al grupo de los primeros. Su destreza en el manejo
del arma de seis tiros era muy superior a la de los componentes de la banda de
Rich Delonney. Swasson no llegó al pueblo por casualidad simplemente para
servir a las órdenes del magnate. Su fama en el estado de Colorado ratificaba
en todo momento su habilidad con el revólver. Perteneció a la banda de Budd
Fletcher, actuó por su cuenta en muchas ocasiones, y mató en duelos a conocidos
gun-men. Por eso, la cotización de “Lento” subió muchos enteros y Rich Delonney
lo sabía. Le contrató personalmente, le otorgó una respetable suma de dinero, y
el falso “Lento” hizo todo lo demás. En un año desafió en duelo legal,
provocando primero, a dos rangers venidos a investigar lo sucedido en el
pueblo. La rapidez de sus manos fue lo que más intimidó a los habitantes del
pueblo, aunque por si acaso, Rich se rodeó de rufianes, malhechores, o futuros
“ases del Colt”, como Freddy y Nico Plata.
¿Sabía
todo esto el forastero? ¿O simplemente creía que “Lento” era un vulgar truhán
como los demás?
Es lo que
en ese momento se estaban preguntando los ciudadanos de Old Gold City, mientras
escrutaban la calle situados en los porches, esperando ver aparecer de un
momento a otro la figura inconfundible del gran Jimmy “Lento” Swasson.
Y
apareció.
Alguien le
había avisado de lo que había hecho el forastero. Swasson no era de los tipos
que se aprovechan de los errores del enemigo, o de los que hacen juego sucio
para aumentar así la peligrosidad de su acción.
Confiado
en sus propias fuerzas, sin menospreciar nunca al enemigo, el gun-man
encontraba en sí mismo la fuerza para vencer.
Estaban
frente a frente. La distancia que los separaba era de quince pasos, distancia
ideal para el disparo con arma corta. La tensión del momento era máxima. Nadie
parecía respirar, siendo el silencio completo, dramático, precursor de algo
inevitable.
En medio
de ese silencio, una voz habló. Y en medio de él, rasgándole sin romperle, una
voz cálida, de un marcado acento del sur, dijo:
-
Vengo a matarte, Jim
“Lento” Swasson.
La sombra
de duda que pesaba anteriormente sobre los silenciosos espectadores cesó de
repente. El hombre aquel sabía quién era “Lento”, no le temía y venía a
matarle.
-
Ya. Te di poca
importancia cuando vi que el jefe y Don Gellod iban a liquidarte.
-
Fue al revés.
-
Sí, eso parece –había
tranquilidad en las palabras de Swasson- pero tú debes saber que a Don Gellod y
al propio Rich Delonney les hubiese matado yo dándoles ventaja al “sacar”.
-
Tal vez sí. Como
mataste a “Nene” Hampton en Missouri, a Lee Mitchell en Dakota del Sur o a
“Fingers” Cullb en Arizona.
-
No te falla la memoria,
amigo –la respuesta de Swasson carecía de un átomo de emoción. Ni siquiera la
tuvo cuando dijo:
-
Ahora lo haré contigo
aquí mismo, en este sucio poblacho. Pero antes quisiera saber tu nombre.
El
silencio, por momentos, era más cortante, más tenso, más absoluto. Fue cuando
dijo:
-
Yo no tengo nombre.
Me “llamaban” Max.
Y entonces
empezó todo. O mejor dicho, acabó lo que con tanta expectación se estaba
desencadenando.
“Lento”
Swasson bajó las manos con increíble velocidad y aferraron los revólveres,
mientras se dejaba caer al suelo cuando “sacaba”.
El hombre
enlutado no hizo nada de eso. Solo su mano izquierda se movió, pero no pareció
tocar su arma.
Pues los
ojos de los expectantes ciudadanos pudieron ver, lograron contemplar, cómo
aparecía en su zurda la terrible silueta de un pesado “Colt” del 38, que
saltaba en su mano, que brotaba de sus dedos, en un movimiento imposible de
seguir con la mirada.
“Lento”
Swasson sabía que había perdido antes de recibir en el pecho los insectos de
plomo que aquel “Colt” le envió. Porque un pistolero sabe cuándo, y él era un
buen pistolero. Por inercia disparó cuando la bala le partió el corazón. Dio un
paso adelante, luego otro, abrió la boca en un último estertor, y cayó a
tierra, segada su vida con una bala, solo una, disfraz de la muerte que la
envolvía.
SIETE
Llovía.
Pero la
lluvia no era impedimento para que el sol, ya en la cúspide de su ocaso,
brillase tímidamente.
Y entonces
apareció. El Arco Iris brillando en la lejanía, con sus mil luces cambiadas
derramando un chorro de belleza en el pedregoso suelo de Old Gold City .
El hombre
de negro avanzó unos pasos en dirección a su caballo. Nadie se movió de su
sitio, clavados materialmente en sus posiciones, incapaces de reaccionar,
hechizados por la tensión del momento.
Montó. La
estampa del blanco bayo resaltó contra la negra de su dueño.
Jane le
vio marchar. Le vio montado en su corcel, bañado por la lluvia que fluía
dulcemente del cielo.
Aquel
hombre que un día, parecía ya un día lejano, llegó al pueblo de Old Gold,
enmarcado en la belleza del Arco Iris. Era como si fuese el Arco Iris el que le
hubiese traído de la inmensidad del espacio, y ahora volvía a envolverlo en los
lienzos multicolores de su transparente luz .
Y aquel
jinete, el jinete del Arco Iris, con su delgada figura enlutada, su acento
cálido del sur, su mortífero “Colt” del 38, se esfumaba por momentos, penetrando
más y más hasta confundirse, hasta unirse y hasta traspasar el color del Arco
celestial.
© Javier de Lucas