A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
LA MUERTE RESPETA AL RAPIDO
Steve Waya miraba ahora, con
ojos en los que se leía la desesperación, el patíbulo situado en el patio de la
cárcel de Río Frontera, en Kansas.
Miraba con angustia la horca
que dentro de pocas horas acabaría con su vida y maldijo una y mil veces su
loca insensatez cuando le cogieron el sheriff y su ayudante. Había tenido en su
mano, por un momento, la victoria, que se le escapó cuando aquel maldito
sheriff le atrapó. Y con ello echó a rodar el plan de su banda para el golpe
que se disponían a dar el día siguiente.
Río Frontera era una pequeña
población, cuyas casas estaban hechas de adobe, al estilo mejicano. Contaba con
una escuela, un saloon, un juzgado, una cárcel y siete cementerios, uno a cada
punto estratégico del pueblo. Río Frontera nunca había sido importante, pero
desde el momento que la banda de “Pantera negra” Dawsson pensó atacar el
pueblo, Joop Robson, el sheriff local, creyó otra cosa. Porque una banda de la
importancia de la de Dawsson, una de las más famosas de todo el Oeste, mil veces
perseguida por la justicia sin éxito, era, sin lugar a dudas, un hecho sin
precedentes en la historia de aquel lugar.
Joop Robson pensaba eso
mientras daba chupadas parsimoniosas a su aromático cigarro, y miraba con ojos
graves e inteligentes al preso. Sabía muy bien que Steve Waya era de la banda
de “Pantera negra”, y que fue mandado al pueblo con la única intención de
inspeccionar el sitio y ver la fuerza de la ley con que contaba. Pero Robson no
se contentó con verle la cara lampiña, de jovenzuelo, a Waya, y esperar el
asalto del día siguiente. El sheriff y su ayudante, Jack Rimbly, consiguieron
detener al bandido y encerrarle.
Robson sabía muy bien todo
esto y la reacción de “Pantera negra” y sus hombres ante tamaño acto de osadía.
Al día siguiente estarían allí más de veinte pistoleros armados, algunos de
ellos excelentes, cuyos revólveres eran considerados como los mejores de
Nevada, y todos hombres rápidos, astutos, cuya vida la ponían al servicio de un
“Colt” que jamás fallaba en su tarea.
Pero Joop Robson no fue nunca
un cobarde. Y cuando la banda del famoso gun-man entrase a degüello en la
población, Steve Waya colgaría de lo alto de un árbol y sería precisamente él,
el sheriff de Río Frontera, el que se lo mostrase a Dawsson y sus forajidos.
CAPÍTULO
I
EL
SHERIFF DE RÍO FRONTERA
-
¡Sheriff!-, gritó Waya
desde su celda. Temblaba como un poseído–. Quiero fumar. ¿Tiene un cigarrillo?
Robson se puso en pie, abrió
un armario y sacó de él un paquete de cigarrillos. Después, avanzó hacia la
celda. Waya estaba en un rincón de esta, y tenía los pies y las manos atadas.
Por ello, Robson desenfundó el revólver y abrió la puerta del calabozo.
-
Cuidado con las
jugarretas, amigo, -dijo.
Se acercó poco a poco al
preso. Llevaba el revólver amartillado con la izquierda, mientras con la
derecha sacó un cigarrillo que se lo puso a Waya en la boca.
-
¿No me das fuego,
sheriff?
Robson se llevó la mano
armada al bolsillo de la camisa. Fue el momento: Steve Waya pegó un salto de
frente y sus manos, aparentemente atadas, atraparon al sheriff por la cintura,
derribándole. La acción fue tan rápida, que el revólver de Robson saltó por los
aires.
Waya lanzó su derecha y el
puñetazo derribó de nuevo al sheriff. Entonces, Steve intento huir. Pero al
pasar junto al sheriff, éste le atrapó de las piernas, y ambos hombres rodaron
por el suelo. Sin embargo, Robson puso enseguida de manifiesto su mayor
corpulencia. Con la derecha golpeó el vientre de Steve, mientras con la
izquierda disparó un formidable gancho al mentón que explotó como una bomba en
la cara del forajido. Aun así, Waya lanzó un directo que Robson esquivó con la
mayor facilidad, y volvió a disparar ambos puños, en un 1-2 seguido y
contundente, al rostro del bandido.
Casi sin fuerzas, Steve Waya
se llevó las manos al sangrante rostro y, en un último esfuerzo, estiró ambos
puños hacia Robson. Pero el sheriff ya lo había visto venir, y se limitó a
pararlo y a disparar su puño izquierdo hacia Waya.
Este, jadeante, casi sin
respiración, se tambaleó y cayó, al fin, sobre el suelo de la celda.
Robson lo ató de nuevo. Miró
el reloj, faltaba muy poco para la ejecución. Fue a su armario, y extrajo de él
su winchister de repetición. Comprobó sus revólveres en las fundas, cogió una
caja de balas para rifle y salió, despacio, a la calle principal.
CAPÍTULO
II
ESPERA ANGUSTIOSA
Había seis hombres en la
oficina del sheriff.
Joop Robson estaba en pie, y
miraba enérgicamente a los cinco que, sentados alrededor suyo, le escrutaban
con ojos ansiosos. Además de Jack Rimbey, su comisario, había allí cuatro
hombres civiles, ciudadanos honrados de Río Frontera, que lucían en su pecho
unas nuevas y relucientes estrellas de latón, y que habían sido reclutados por
Robson para el momento en que la famosa banda de “Pantera negra” Dawsson
llegase al pueblo.
Joop Robson, muy tranquilo,
metió los dedos entre el pantalón y el cinto-canana, y dijo:
-
Ya lo sé. Es muy
difícil. Tal vez imposible. Pero en Río frontera hay una ley, y esa ley
perdurará aunque una caterva de asesinos trate de impedirlo.
Butch Wilcox le miró
nerviosamente.
-
¿Has visto alguna vez a
la banda de “Pantera negra”? –dijo-. ¿Has luchado contra sus hombres, contra los magos del “Colt” de
Slim Dawsson? Contra “Cristal” Sullivan, o “Nevada” Coleman, o Ben Morgan, o
Clint Wilson o…
-
¡Basta ya! –sonó
virulenta la voz del sheriff-. Me sé de memoria las hazañas de esos canallas
para que tú me des la murga ahora.
-
Ya -Wilcox no se
inmutó-. Pero ellos son invencibles, Robson. Y nos exterminarán como ratas
antes de que logremos tocar las armas.
-
Pareces un niño, Wilcox
–Robson habló glacialmente-. Somos seis, pero tenemos de nuestra parte la
sorpresa, y esto es una ventaja que tenemos que aprovechar. Yo me situaré en el
patíbulo, junto a Rimbey y Steve Waya, para ejecutarle a la hora que se
estipuló: las ocho de la mañana. Tú, Burton, Sconglund y Harvey os esconderéis,
con los rifles preparados, en cuatro ventanas diferentes, dominando el patio de
la cárcel. A una señal mía, disparad. Pero bien entendida una cosa: apuntad a
Dawsson. Muerto “Pantera negra”, la banda se desmembrará.
Los cinco hombres asintieron,
y su mirada se dirigió ahora hacia Steve Waya, que dormitaba plácidamente en el
fondo de la celda, con un semblante risueño del hombre que sabe que le guardan
las espaldas.
Joop Robson salió a la calle,
y los otros le imitaron después de haber cogido todos los rifles que estaban
alineados en un armario.
En la calle, Robson dio las
órdenes oportunas a sus hombres, que se dispersaron. Luego, volvió a la oficina
donde cogió las llaves de la celda.
-
Bueno, amiguito
–gruñó-. Ha sonado la hora. La corbata de cáñamo te espera impaciente ahí
fuera.
Waya pegó un brinco en el
camastro cuando Joop le sepultó el cañón del revólver en el estómago y a
continuación le cortó con el cuchillo las ligaduras que le ataban.
No osó hacer nada. Se levantó
y echó a andar hacia la calle, con el sheriff detrás empuñando un revólver
“Colt” de sinuoso y negro cañón.
VEDETTES
DEL “COLT”
Al principio fue un lejano
sonido de cascos golpeando la tierra, que se fue agrandando por momentos.
Después, una polvareda
anunció a aquellos seis hombres que esperaban ansiosamente, que la banda, la
famosa banda de pistoleros de Slim “Pantera negra” Dawsson, iba a llegar de un
momento a otro.
Joop Robson mantenía en una
mano la soga con la que ahorcaría a Waya, el cual, maniatado de pies y manos,
sudaba copiosamente.
Jack Rimbey, junto al
sheriff, en el pequeño patíbulo de la cárcel del condado, tenía las manos
descansando sobre las pistoleras. Sin embargo, y pese a la tensión del momento,
el alguacil no estaba nervioso. Un gran chico, pensó Robson. “Si salimos de
esta, le subiré el sueldo.”
Wilcox, Burton, Sconglund y
Harvey tenían los rifles preparados. Semiocultos en cuatro ventanas diferentes,
estratégicamente dispuestas, dominaban por completo el patio. Contenían la
respiración. Dentro de poco tendrían a su alcance los pistoleros más rápidos de
Nevada.
Tenían que llegar, y
llegaron. Al mando de “Pantera Negra” Dawsson, la fabulosa banda de pistoleros
entró en avalancha al escenario del patíbulo.
Joop Robson se había quedado
lívido. Por un momento, su aplomo de sabueso se derrumbó. Se sintió solo e
indefenso ante quince hombres dispuestos a todo, pistoleros de centella que
escondían en sus “Colts” el tétrico mensaje de la muerte. Pero eso duró poco.
Se sobrepuso, su mano asió con fuerza la soga y escuchó la voz sureña del jefe
de los bandidos.
-
Está loco, sheriff.
Suelte inmediatamente a ese hombre o le coseremos a balazos en un segundo.
Robson no respondió. Estaba
mirando hacia el grupo y reconoció enseguida a los rostros más famosos de
Nevada. “Cristal” Sullivan sonreía. Parecía un papel de fumar, por su débil y
enfermiza constitución física. Pero Joop Robson sabía que Sullivan había matado
a doce hombres en duelo abierto, y que su rapidez al “sacar” le hizo famoso más
allá de las fronteras del Estado.
Vio las siluetas de “Nevada”
Coleman, uno de los primeros gatillos del Sudoeste, de Ben Morgan, el célebre
“Colt Cimarrón”, de Clint Wilson, con su enlutada y larga figura, contrastando
con el rubio, casi albino cabello.
Pensó en el alcance de unas
armas puestas al servicio de las manos más rápidas de la frontera. Pero
vislumbró el destello del rifle de uno de sus comisarios, y esto le infundió
valor.
Jack Rimbey, casi sin
respiración, tenía las manos muy cerca de los revólveres. Y Robson, la diestra
junto a la soga, se preparó.
Pegó un chillido, se tiró de
espaldas, y cuatro rifles “Sharp” vomitaron muerte desde su escondite.
Rimbey se puso de rodillas
para “sacar”. No lo hizo nunca, porque la fabulosa banda de “Pantera negra”
Dawsson necesitó tan solo una décima de segundo para entender la situación. Una
décima que costó la vida a tres hombres, pero que puso en movimiento a la más
feroz, a la más certera y a la más infalible máquina de matar que vieron los
tiempos.
“Cristal” Sullivan “sacó” sin
bajar las manos. Se vio armado en un prodigio de infinita celeridad, y disparó
mientras caía del caballo.
Ben Morgan, el “Colt
Cimarrón” pegó un brinco en el caballo cuando de sus manos brotaron, trágicas
como la misma muerte, la terrible pesadilla de sus enormes revólveres “Colt”
del máximo calibre.
Clint Wilson, el hombre
enlutado del cabello albino, disparó sin “sacar”. ¿Cómo? Nadie lo supo nunca.
El caso es que hizo fuego sin que temblara ni uno solo de sus músculos de
hielo.
Jack Rimbey, asombrado, vio
primero la soga que sostenía a Steve Waya romperse por el limpio y certero
disparo de uno de los gun-man de Dawsson.
No vio más. La muerte,
piadosa, reemplazó a una vida valiente, porque el comisario sabía que iba a
morir cuando, delante de él, en una espeluznante visión, contemplara la banda
completa más famosa de la frontera
No le valió a Robson su
rápida acción. El sheriff sabía que tenía pocas probabilidades de éxito al
enfrentarse a Dawson. Pero, aun cuando seis balas se clavaran salvajemente en
su pecho, cuando sintió en su carne el mordisco candente de una muerte en forma
caprichosa, sonrió. Porque el sheriff de Río Frontera, aun vencido, aun
sabiendo a sus hombres cosidos a balazos por aquellos gun-men sincronizados
como un reloj, en los que el error era un ente desconocido, vio caer de su
caballo a “Pantera Negra” Dawsson, víctima de los disparos que sus hombres
pudieran hacer. Murió. Pero feliz porque su treta acabó con el jefe de la muerte.
CAPÍTULO
IV
MISTERIO
EN VALLE CALIENTE
Un hombre apareció muerto en
Valle Caliente la mañana del 28 de septiembre. La cosa no hubiera tenido mayor
trascendencia a no ser que el citado individuo fuese el sheriff del condado, y
que los disparos que le ocasionaron la muerte le atravesaran por la espalda.
Britt Douglas, primer
comisario del sheriff, quedó estupefacto al conocer el asesinato, no solo
porque hasta el momento Valle Caliente había sido una población pacífica, sino
porque las muertes no naturales acaecidas hasta la fecha en el lugar, habían
sido consecuencia de duelos abiertos y sin ninguna evidencia de traición.
Glenn Fallstaff, juez,
abogado y fiscal del distrito, así como el alcalde Wilt MacKay y el banquero
Stewart Hatter se reunieron en la oficina del sheriff, en presencia de los
comisarios Douglas, Clayton y Benson.
-
La muerte de Munro
-dijo el juez Fallstaff- no es solo el problema que en estos instantes se
cierne sobre la población. Hasta el momento nos habíamos visto libres de la
desagradable compañía de esos hombres, que viven del revólver. Es la primera
vez que veo en Valle Caliente a pistoleros de la talla de “Gélido” Walcott y
“Largo” Reynolds.
-
Es verdad –terció Britt
Douglas–. Esos dos tipos están reclamados en Texas, Oklahoma y Kansas.
-
Y eso no es todo, -dijo
ahora el alcalde MacKay-. Un hombre que vino anoche de un poblado a menos de
cuarenta millas de acá, dijo que había visto a Jimmy Guajiro y a sus hombres
por los alrededores.
Britt Douglas palideció. El
sanguinario bandido bastaba para impresionar a cualquiera.
-
Resumamos -dijo
gravemente Fallstaff-. La situación es muy delicada. Se necesita un hombre
hábil con las armas para poner remedio a la situación, así como varios y
expertos servidores de la justicia.
-
Britt Douglas es nuestro
hombre –dijo Hatter-. Y sus comisarios Benson, Clayton, Forrester y Ringo.
-
¿Qué sugiere usted que
haga, juez? –dijo Douglas.
-
Por el momento, prender
a esos dos pistoleros. Estoy firmemente convencido que fueron ellos los
asesinos de Munro. Además, están reclamados y su cabeza puesta a precio.
Britt Douglas se puso de pie.
El juez le impuso la estrella de cinco puntas, después de las palabras de
ritual.
-
¿Dónde están “ellos”
ahora?
-
En el saloon de Murray.
Llévate a Benson y a Clayton. Forrester y Ringo no llegarán hasta dentro de
tres días.
Britt Douglas se ajustó el
cinto canana. Tentó su par de revólveres “Colt” del 38 y salió a la calle.
Hacía frío. Un frío glacial
que penetraba hasta los huesos.
Como la misma muerte, pensó
Douglas. Y la muerte, esa sombra escondida tras de cada esquina, acechaba.
Britt Douglas lo sabía, pero confiaba.
¿En su suerte? ¿En su valor?
No. En la certera puntería de
un par de negros revólveres “Colt” de estampa fantástica y terrible.
CAPÍTULO
V
LA
MUERTE RESPETA AL RÁPIDO
“Gélido” Walcott, acodado en
el mostrador, paladeaba con deleite un vaso de ginebra. El par de revólveres
que sinuosamente le colgaban de las caderas, confirmaban la ya indudable
“carrera” del pistolero.
“Largo” Reynolds, extendidas
las interminables piernas al sentarse, hacia solitarios en una mesa
arrinconada. ¿Qué hacían allí dos pistoleros famosos? ¿Qué buscaban
precisamente el día que fue asesinado el sheriff Munro?
Britt Douglas sabía
positivamente que la relación entre los dos hechos era evidente, y seguido de
Clayton y Benson empujó los batientes del Saloon.
“Gélido” le estaba viendo por
el espejo. “Largo” no se inmutó. Su mano no tembló y siguió haciendo
solitarios.
-
Daos presos en nombre
de la ley –dijo-. Estáis reclamados en varios estados y yo os acuso del
asesinato del sheriff Munro.
“Gélido” Walcott permanecía
sin volverse. Habló en esta postura:
-
Me aburre, sheriff. Lárguese.
Douglas amartilló su
revólver. Después dijo:
-
No es una broma,
Walcott. Date preso o te agujereo así como estás.
¿Una treta? El caso es que el
sheriff descuidó a “Largo” Reynolds.
El gun-man pegó un empellón a
la mesa y “sacó” mientras su silla se volcaba. Clayton, elegido blanco del
pistolero recibió el plomo en la frente. Benson disparó pero Reynolds ya no
estaba allí. Le mató el plomo que le envió Walcott parapetado tras el
mostrador.
Britt Douglas, escondido tras una mesa, aguardó.
Tenía dos profesionales del
“Colt” a sus costados, pero no tenía miedo. Sabía que Reynolds estaba a su
izquierda, y que Walcott se escondía tras el mostrador. La estancia se había
quedado sin luz como consecuencia de los disparos.
Douglas oía el agitado
respirar de “Gélido” Walcott. Y se dijo que solo la sorpresa le daría la
victoria.
Se desplazó hacia la
izquierda, sabiendo que por allí debía estar Reynolds. Le buscó en la
oscuridad, pero las sombras eran demasiado densas. El sudor caía por su frente,
y sus ojos no conseguían vislumbrar nada.
Se puso en pie. Estaba al
lado de la pared y su mano tentó el espejo del lateral.
Fue el último de sus errores
o su primer gran error. El espejo destelló al recibir la imagen del reluciente
revólver, y los expertos y agudos ojos de los pistoleros hicieron lo demás.
Seis estrías anaranjadas
partieron de dos lugares distintos. Douglas no tuvo tiempo de repeler la
agresión. El pecho se le hundió, y salió despedido hacia atrás, estrellándose
en el espejo que le delató. Una vida peligrosa que acabó en un viejo y
destartalado saloon. Douglas tuvo fama de hombre minucioso, pero en su
profesión el más pequeño error se paga a muy alto precio.
Britt Douglas, el novísimo
sheriff de Valle Caliente, murió. Y el misterio se hizo más sorprendente cuando
el tiempo siguió su rítmica marcha.
LA
MUERTE Y “NEVADA” COLEMAN
La verdad era que aquel
“pacificador”, el famoso Bess Milligan, no estaba allí de paso. Un hombre de la
categoría de Milligan, fuera de la ley pero defendiendo a la ley de forajidos,
no vagaba de un lado para otro sin un objetivo fijo. Todo el mundo sabía que
Jimmy Guajiro y su peligrosa banda, una de las más poderosas después del
desmembramiento de la de “Pantera Negra” Dawsson, se había adueñado de Last
Country, a pocas millas de allí, y a cincuenta de Valle Caliente. Bess Milligan
era un hombre metódico, frío, calculador, que había nacido con un “Colt” entre
los dedos, y no se había desprendido de él hasta entonces. Pacificó El Corral,
pueblecito mexicano infestado de pistoleros, y desde entonces adquirió tal fama
que se le llegó a comparar a ”Peacemaker”, el hombre de las pistolas con
cañones de catorce pulgadas. Contratado para matar a un famoso pistolero de
Abilene, le clavó un disparo entre los ojos, que mientras unos aseguraron fue
un tiro de suerte, los más se inclinaron porque se hallaban ante un hombre de
una rapidez asombrosa.
Su orgullo le llevó a decir
que era el número uno del Sudoeste, y nadie
negó que Bess Milligan era “pacificador” porque le convenía más que
cazarrecompensas, pero que sus métodos y sus pocos escrúpulos le situaban más
al lado de los forajidos.
Bess, de camino para Last
Country, frisaba los cuarenta y su aspecto era extraño con su levita y su lazo
en el cuello.
Por eso, cuando aquel
forastero, largo y enlutado se acodó en la barra, más de uno se dio cuenta de
que “Nevada” Coleman, uno de los más famosos gun-men del Sudoeste, estaba casi
junto a Bess Milligan, y si bien no existía nada entre ellos, la
incompatibilidad de éste con los pistoleros era incuestionable.
“Nevada” Coleman, que
perteneció a la banda de “Pantera Negra” Dawsson, rayaba ya en lo mítico. Y
también el pistolero del cabello pajizo estaba allí de paso, porque Coleman iba
al encuentro de Ben Morgan, en Oregón.
Bess Milligan, que se
autoproclamaba el nombre de “número uno con el “Colt”, dio un respingo cuando
reparó en la presencia de Coleman. Se abrió su boca en una sonrisa cruel, que
presagiaba tormenta, y bebió de un sorbo el pequeño y achatado vaso de whisky
que permanecía ante él.
“Nevada” Coleman no reparó en
Milligan. Hombre de vida fácil al contar con el don de su extraordinaria
rapidez, quedó sin trabajo cuando se deshizo la banda de “Pantera Negra”
Dawsson. “Nevada” tuvo pocos amigos, y por eso iba al encuentro de Morgan, en
Oregón. El famoso pistolero le había llamado, porque necesitaba a alguien que
manejase los revólveres con la facilidad asombrosa y certera seguridad de
“Nevada” Coleman, o de algún otro tan rápido como él.
Y si bien es verdad que el
enlutado gun-man tenía en su haber un sinfín de muertes con el “Colt”, pensaba
con frecuencia en una vida mejor, que sus manos rápidas le habían negado.
Entonces vio a Milligan.
Le estaba mirando fijamente y
esto le puso sobre aviso.
Sus ojos, acostumbrados a
“ver” más de lo corriente, buscaron las pupilas del pacificador. Y leyó en
ellas el desprecio de un hombre soberbio, seguro, peligroso como pocos en su
macabra pero imponente carrera.
Había más de un curioso que
captó la escena. A primera vista se trataba de dos hombres que bebían
plácidamente en el mostrador de aquel destartalado Saloon. Pero aquellos dos
hombres, sin saber por qué, habían nacido para matarse.
En los ojos de Milligan se
leía la muerte. En los de Coleman, ese brillo violento de la fiera antes de
saltar.
¿Por qué se volvieron, se
quedaron rígidos con las manos tan próximas a los revólveres? Nadie lo supo
nunca. Lo cierto es que cuatro manos, inverosímilmente rápidas, bajaron a los
revólveres. Y a la luz del pequeño candil de petróleo, brillaron, destellaron
magnéticamente las siluetas de cuatro revólveres “Colt” de máximo calibre.
¿Quién lo hizo antes? ¿Quién superó a quién? Tampoco nadie lo supo. Porque en
aquellos hombres, la rapidez se medía en décimas de segundo.
No dispararon. Pero Milligan
pareció decepcionado. Sus manos, ávidas de muerte, llevaron los “Colt” a las
fundas, y su expresión, antes cruel del hombre invencible, se trocó en ira y
estupidez, mezcladas en ridículo gesto.
¡ATENCIÓN
GUAJIRO: ESE TIPO ES BESS MILLIGAN!
Last Country, pueblo calcado
de tantos y tantos como se asentaban en la parte oeste del Continente
Americano, se dormía bañado en el tibio sol del atardecer. Un cuadro conmovedor
para un poeta romántico. Pero los tiempos no estaban para juglares. Uno de las
excepciones fue Marcus Benton, pero sus poesías eran algo difíciles: las
escribía sobre las tumbas de los que poco antes había cosido a balazos con su
“Colt”.
Abel Davis sudaba
copiosamente aunque el tiempo era benigno. Veía desde la ventana de su casa a
Ronny Slater, uno de los pistoleros de Jimmy Guajiro, y lo que antes era
seguridad se transformó ahora en incertidumbre. Miró su reloj, las cinco y
cuarto. Estaba esperando que de un momento a otro apareciera Bess Milligan,
pero su miedo le impedía salir a la calle.
Cuando Slater viese que él
había hablado con Milligan, se daría cuenta que fue él quien lo llamó. Y se
maldecía por haber confiado en un solo hombre contra la fuerza conjunta de más
de veinte pistoleros a sueldo.
Se pegó a la ventana. Vio,
como una aparición contra el crepúsculo, recortada la figura de un hombre
indolentemente sentado sobre un bello potro manchado, las largas piernas caídas
a ambos lados del bayo. No, no era Milligan. Pero tampoco un desconocido. Aquel
hombre era “Nevada” Coleman, un gun-man temible, y Abel Davis no supo si
alegrarse o entristecerse. La llegada de Coleman, en aquella crítica situación,
no se podía considerar como casualidad. Y su inclusión en uno u otro bando
podía ser decisivo en la contienda.
“Nevada” Coleman supo nada
más pisar Last Country que allí pasaba algo. Porque vio a Louis Ragg y a Ronny
Slater, y la presencia de estos dos forajidos, tan conocidos de antaño, en
plena y absoluta displicencia, era señal evidente de que las cosas no marchaban
normalmente. Reflexionó. ¿Qué hacía un tipo como Bess Milligan en un pueblo
cercano a Last Country, en donde la situación parecía, inequívocamente, incierta?
Sabía positivamente que Milligan, cuando viajaba, no lo hacía nunca por
capricho, y muy bien pudiese ser Last Country el escenario de una de sus
sangrientas “masacres”.
Tenía ganas de ver actuar al
famoso “pacificador”. “Nevada” Coleman admiraba el valor, como admiraba la
rapidez con el “Colt”. Dotado de una celeridad asombrosa, Coleman nunca tuvo
amigos. Era un lobo solitario, un gun-man sin trabajo que vagaba sin destino
por los infinitos pueblos del Oeste americano. Jamás se vio a “Nevada”
acompañado, o en colaboración con alguien. La única vez que trabajó asociado lo
hizo para la famosa banda de “Pantera Negra” Dawsson, y fue porque el jefe
quiso reunir una banda excepcional, invencible en su fortaleza. Por eso, cuando
Ben Morgan le escribió pidiendo ayuda, “Nevada” Coleman no lo pensó ni un
segundo. Su corazón de viejo luchador, de “mago del revólver”, de “as” del
Colt, latió más deprisa, porque supo que Morgan era un amigo suyo. Una amistad
en el Oeste valía mucho más que en otra parte cualquiera. Y “Nevada” Coleman,
solicitado por un amigo en peligro, se pondría a su disposición, y con él, sus
armas y su vida, lo único que tenía de valor aquel famoso, pero humano, gun-man
del Sudoeste. Iba a Oregón. Y se detuvo en Last Country.
Ronny Slater le estaba
viendo, sentado cómodamente en su hamaca. Un indeseable, un pillo que acabaría
muerto en el anonimato. Louis Ragg se paró en seco cuando vio a Coleman. No
supo si sonreír o preocuparse. Porque conocía a “Nevada” y sabía hasta donde
podía llegar su rápido, infalible “Colt”.
Iba, por momentos,
oscureciendo. El sol de Kansas, luminoso como una esfera de reloj, pero sin
fuerzas, se iba ocultando poco a poco, triste, por el horizonte. El aire se
volvía cercano y se llenaba de un agradable sopor. Un mejicano, acurrucado en
una esquina, rasgaba lastimeramente su sucia guitarra, mientras entonaba una
balada vaquera.
Y “Nevada” Coleman, el hombre
que siempre vivió por y para el “Colt”, se sintió vencido, cansado de una vida
turbulenta en sus fantásticas manos centellantes.
Abel Davis salió a la calle.
Parecía más tranquilo que antes, y miraba atentamente la entrada del pueblo.
“Nevada” Coleman sabía quién
iba a venir. Lentamente bajó de su cabalgadura y ató las riendas a un poste de
madera. Con andar pausado, subió las escalerillas hasta situarse en el porche
de una fila de casas. Se sentó en una hamaca, desde donde divisaba
perfectamente la Calle Mayor. Cruzó con parsimonia sus interminables piernas y
encendió un cigarro de Virgina. Entonces le vio. Apareció como un puntito negro
a la entrada del pueblo, que se acercaba al ligero trote de su corcel. Ronny
Slater experimentó una sacudida cuando vio a Milligan. Sabía lo del Corral, y
como todo buen granuja, conocía sobradamente al pacificador. Corrió a zancadas
y se metió en una casa, pasando por delante de Coleman.
Guajiro debía saber aquello.
Bess Milligan era un tipo peligroso; un tipo peligrosísimo, a juicio de
“Nevada”. Abel Davis, sudoroso su rostro abotargado, se dirigió al encuentro
del comisario, sonreía flácidamente, pero ni él mismo sentía esa sonrisa. Ante
él, un hombre dispuesto a matar por un puñado de dólares. Un hombre que
adquirió fama por la facilidad con que mataba pistoleros. Un hombre que, a
pesar de todo su orgullo, no sería nunca feliz, porque cifraba su vida en la
rapidez de sus manos, su certera puntería y el brillo nacarado, casi plata, de
sus largos y temibles revólveres.
CAPÍTULO
VIII
UNO
CONTRA TODOS
Un hombre entró en el Saloon.
“Nevada” Coleman le vio a través de sus entrecerrados ojos y el ala de su
sombrero “Stetson”. Bess Milligan se acodó en la barra y canturreó, más que
dijo:
-
Whisky.
El del mostrador no se hizo
de rogar. Veía detrás de Milligan dos hombres de Guajiro, e imaginó lo que iba
a suceder. Dejó la botella con un vaso y se perdió en una puerta de
dependencias.
Bess Milligan estaba mirando
por el espejo de las estanterías a Sammy Warren y Dixy Bronson, dos hombres y
dos caras tan conocidas para él como la de Abraham Lincoln. Ahora estaban al
servicio de Guajiro: tanto mejor.
Tenía el rostro contraído por
una mueca de placer, lo sentía cada vez que iba a matar a alguien y en aquellos
momentos pensaba en ello.
Los dos hombres clavaban la
vista en su espalda. Dixy Bronson apuró el vaso de whisky que mantenía entre
los dedos y dilató extraordinariamente los ojos.
-
Bess Milligan…
-susurró-. Ese tipo es Bess Milligan.
Fue lo último que dijo en su
vida. El pacificador, un hombre aparentemente raro, inactivo, cobró vida de una
manera fantástica. Se contorsionó en una pirueta circense y “sacó” cuando caía,
en una velocidad tan vertiginosa que petrificó a sus adversarios.
Sammy Warren bajó las manos a
las fundas cuando ya era demasiado tarde. Dos balas se le hundieron
materialmente en el pecho, y lanzó un chillido, el de un animal herido de muerte.
Dixy Branson disparó cuando Milligan ya no estaba. Desde el suelo, en posición
forzadísima, el hombre pacificador hizo honor a su fama. Disparó y su bala le
atinó a Branson en la cara, deshaciéndosela al instante, barrida por el grueso
calibre de su “Colt”. Solo tres disparos. Dos hombres muertos. Bess Milligan no
era un mito. Era un gigante del arma de seis tiros.
Ronny Slater corrió a la
puerta del “Saloon” con los revólveres preparados. Louis Ragg con los “Colts”
en las manos pasó por delante de Coleman a toda velocidad.
Fue en el momento en que
Milligan salió del local. Los vio venir uno por cada calzada de la calle,
esgrimiendo en sus manos las armas relucientes.
Milligan no era un novato.
“Sacó” en una fracción de
segundo mientras se cubría en un poste del porche. Sin apuntar, a la altura del
cinto-canana baleó a Louis Ragg. Slater ya se había parapetado y disparó al
poste. Ragg no. Dos disparos le alcanzaron, y uno le fue fatal. Le dio en el
vientre y le abrió un boquete por donde se le escapó la vida casi
instantáneamente.
Slater, valiente aun después
de su infamia, salió al descubierto. Casi no tuvo tiempo Milligan de
defenderse. Casi.
Por centésimas de segundo le
superó. Disparó con ambas manos, al tiempo, en una sincronización perfecta.
Slater también. Pero cuando lo hizo tenía tres proyectiles hincados a la altura
del corazón. Se movía. Había perdido la partida. Y en ella se jugaba la vida.
Bess Milligan, con los
revólveres humeantes en las manos, la sonrisa cruel, el rostro crispado, parecía
un demonio exterminador. “Nevada” Coleman le estaba contemplando desde su
hamaca, con expresión abstraída.
Estaba avanzando hacia él. Se
había guardado las armas y caminaba lentamente hacia donde él se encontraba.
¿Qué quería? ¿Matarle? Se
paró. Estaba a una distancia ideal para el disparo con arma corta.
Impresionante en toda su fortaleza, aquel “as” del Colt podía impresionar a
cualquier hombre. No a “Nevada” Coleman.
El pistolero no dijo nada.
Esperó a que hablara Milligan. Y éste lo hizo con la voz agria, extraña,
cantarina, que Coleman conocía:
-
Ahora tú, “Nevada”, y
esta vez dispara cuando saques.
Coleman no se inmutó. Estaba algo perplejo y no comprendía la actitud de Milligan.
-
Vamos –siguió
Milligan-. No tiembles como un sucio pistolero a sueldo, cobarde.
“Nevada” Coleman se irguió.
Un hombre y una vida al servicio de un “Colt” extraordinario. Un duelo
legendario en una ciudad envuelta por la muerte.
Estaban en el centro de la
calle. Dos hombres famosos en un duelo a muerte. Cuatro revólveres rápidos en
una contienda de gigantes.
Había poca luz, pero
suficiente.
Bess Milligan nunca llegó a
comprenderlo. Ni trampa, ni traición, ni juego sucio.
“Nevada” Coleman fue más
rápido que él. Le cosió a balazos como se mata a un hombre de inferior rapidez.
Le había vencido. Y Bess
Milligan, el “mago”, no lo comprendió. En sus ojos no había odio, no había
desesperación, no había venganza. Había estupor. Había sorpresa. Había
lágrimas.
CAPÍTULO
IX
UN
GUN-MAN EN OREGON
Glenn Flastaff estaba nervioso. No
quería pensar aquello, pero sus pensamientos se agolpaban en su cabeza con
ritmo frenético. No, no podía ser. Desechó aquel burdo pensamiento y salió a la
calle.
Estaba nublado, y el cielo
plomizo daba un aspecto tétrico a Valle Caliente. Vio a “Largo” Reynolds paseando
impunemente por el pueblo, y apretó los puños en un mudo gesto de impotencia.
Un pistolero que había matado al sheriff y a dos comisarios, y que paseaba
tranquilamente como un honrado ciudadano. Bien era verdad que Forrester y
Ringo, dos comisarios llegados esa mañana, podían intentar echar de allí a los
dos forajidos, bien a rastras o con los pies por delante, pero no quería lanzar
a la muerte a dos hombres valientes, sí, pero muy inferiores a dos gum-men cuya
profesión era alquilar su revólver.
Aquí se paró.
Alquilar su revólver ¿A
quién? Otra vez se agolparon en su mente los pensamientos, y esta vez no le
parecieron tan absurdos. Estaba muy nervioso. Tenía miedo. Y entonces le vio.
Un gun-man. Un “as” del Colt. Un “mago” del revólver. “Nevada” Coleman.
Le conocía. Falstaff había
sido juez en un proceso en que declaró inocente a Clint Wilson, otro
superhombre del “Colt” amigo de Coleman. Estaba asustado y se dirigió al
gun-man con paso rápido, sin pensar casi en sus actos.
–
Coleman -dijo. El
gun-man pareció sorprendido–. “Largo” Reynolds y “Gélido” Walcott están en el
pueblo.
-
¿Y qué? –Coleman no
entendía.
-
Una vez salvé de la
horca a Clint Wilson, cuando tú sabías que otro juez un poco menos escrupuloso
le hubiera mandado al patíbulo. Devuélveme el favor: echa de aquí a esos dos
hombres.
-
Un momento -el gun-man
hizo un gesto con las manos-, no se confunda conmigo, juez. No alquilo el arma
a nadie y a ningún precio. Trabajo solo.
Falstaff estaba muy nervioso.
Dijo:
-
No es un sueldo,
Coleman. Es un favor. Esos hombres han matado al sheriff Munro, y a tres
comisarios. La población no está tranquila con su presencia aquí.
-
¿Y con la mía? -sonrió
triste el pistolero.
-
Vamos, “Nevada” ¡tú
puedes echarlos de aquí!
“Nevada” Coleman bajó del
caballo. Le ató junto a un poste y se encaró con el juez.
-
Está muy nervioso,
juez. Hay algo más que lo que me ha dicho.
Falstaff estaba confuso.
-
Échalos, Coleman. Luego
te explicaré todo. Pero echa a esos hombres de Valle Caliente. Es un favor que
te pido, un favor de amigo.
A Coleman le brillaron los
ojos. El brillo de un niño cuando se siente protegido. Habló despacio:
-
De acuerdo, juez. Y
luego me contará esa historia. ¿Dónde están?
-
En el Saloon de Murray.
Creo que “Largo” ha entrado y Walcott ya estaba allí.
“Nevada” Coleman no dijo
nada. Giró sobre sus talones y dio la espalda al juez, cruzando la ancha calle
Mayor. Enfrente, los batientes del “Murray’s”, y sus grandes y viejos
cartelones.
Estaba casi vacío, y la
presencia de aquellos dos pistoleros contribuía a su aspecto. “Largo” Reynolds,
extendidas las gigantescas piernas, fumaba mientras hacía un solitario. “Gélido” Walcott
bebía. Los dos estaban esperando algo, y
“Nevada” sabía que dos matarifes a sueldo no pierden el tiempo en un pueblo
olvidado de Oregón.
Walcott, imperturbable su
rostro, miró a Coleman. Ni un solo músculo de su cara se alteró. Siguió
bebiendo y esperó a que hablase el hombre de Nevada.
-
Estáis sobrando aquí,
muchachos. Opino que debéis marcharos en la primera diligencia con rumbo al
Este.
Reynolds soltó una carcajada.
Miró a Coleman entre extrañado y divertido:
-
¿Has oído, Walcott? Ese tipo
quiere…
-
Cállate imbécil –sonó
dura la voz de “Gélido”-. Ese tipo es “Nevada” Coleman.
La risita de Reynolds se heló
a flor de labios. Destellaron sus ojos peligrosamente y se sintió menos seguro
ante la probable pelea.
-
¿Qué quieres?- dijo
“Gélido” Walcott.
-
Que os larguéis. Valle
Caliente no es un sitio agradable para dos tipos como vosotros.
Walcott seguía inmutable.
Hablaba como una máquina y parecía un robot más que un hombre.
-
¿Quién te manda? –
dijo-.¿Acaso Hatter o el juez Falstaff?
“Nevada” Coleman se aburría.
Solo dijo:
-
Os doy un minuto.
Abandonad el pueblo antes de un minuto.
-
¿Y si no? -sonó glacial
la voz de Walcott.
-
Os mataré -no había
presunción en sus palabras.
La situación era tirante, los
tres hombres estaban dispuestos para “sacar”.
El brillo en los ojos de
Reynolds se hizo más intenso. Eso le delató.
“Nevada” Coleman, un
verdadero artista del revólver, pegó un brinco de costado y sus manos,
prodigiosamente rápidas, se vieron armadas en una exhibición difícilmente
igualable.
“Largo” Reynolds sintió el
plomo candente tan solo un segundo, porque le arrancó la vida tan fácilmente
como el viento troncha una flor marchita. Le pareció que ardía su pecho, y solo
pensó en un trago de whisky. Después, sus enormes piernas se negaron a
sostenerle, y su cuerpo, inconfundible y típico de pistolero, se derrumbó entre
una lluvia de naipes.
“Gélido” Walcott hizo fuego
con ambas manos buscando el cuerpo de Coleman, que con su quiebro había
desconcertado al pistolero. Buscó la figura de un hombre tan peligroso como la
muerte misma, de un hombre o de un prodigio hecho “Colt”, que disparaba desde
el suelo en la posición más inverosímil.
“Gélido” Walcott hizo honor a
su apodo. No se inmutó cuando tres balas de máximo calibre le desgarraron, le
empujaron violentamente hacia atrás.
No se inmutó. Murió con la
misma expresión que siempre tuvo, incapaz de distinguir si aún vivía.
Tres balas que segaron su
vida con la rapidez de un relámpago y la fuerza de un huracán.
Murió inmutable.
CAPÍTULO
X
EL TESTAMENTO DE LOS CINCO
Glen Falstaff estaba
asombrado. Vio salir a Coleman del Saloon con los revólveres aun humeantes y su
largo aspecto cobró proporciones gigantescas a la luz del crepúsculo.
Entraron en la desierta
oficina del sheriff, y allí el juez Falstaff relató a Coleman una asombrosa
historia:
-
Hace veinte años,
llegamos aquí cuatro hombres y un muchacho, y fundamos Valle Caliente. Esos
cinco hombres eran Stewart Hatter, Bill Douglas, Wilt Mackay, Munro y yo.
Escribimos una especie de testamento, en el cual se indicaba que al cabo de
veinte años toda la parte norte y este del Valle pasaría a nuestra propiedad,
como colonos y fundadores del pueblo. Todo marchó bien durante muchos años, hasta
que, hace muy poco tiempo, la amenaza se centró sobre nosotros cinco. Hatter
estuvo a punto de ser asesinado hace cinco meses, y MacKay sufrió un profundo
corte en el brazo derecho en una pelea que sostuvo en Lats Country con Lex
Farrow “Cherokee Bowie”. El sheriff Munro murió asesinado por la espalda y
Britt Douglas cosido a balazos por dos indeseables que están aquí sin saber por
qué. ¿Qué opina de todo esto, Coleman?
El pistolero estaba pensando.
Habló despacio:
-
Está usted ciego, juez.
Un hombre de los cinco, al ver que va a vencer el testamento, quiere eliminar a
los otros cuatro, y para ello intenta asesinarlos. Pero se da cuenta que eso es
difícil y decide alquilar dos tipos para que despachen el asunto. Ellos
liquidan al sheriff y a su ayudante, y acabarán con los otros dos, a menos que
alguien lo impida. Muertos esos dos pistoleros, el asesino volverá a matar
porque tiene miedo, está nervioso y quiere acabar cuanto antes. Un hombre que
no duda en mutilarse para quitarse sospechas.
Falstaff estaba blanco.
Balbució:
-
¿Y ese hombre es…?
“Nevada” Coleman sonrió:
-
Wilt MacKay. Él
contrató a esos dos hombres y se hizo un corte en el brazo. ¿Qué por qué lo sé?
Conozco a “Cherokke Bowie” de toda la vida y sé que un hombre como él no hiere
en un brazo. Ese tipo mata siempre. De los veintitantos duelos a cuchillo que
ha disputado ha ganado otros tantos, y sus enemigos están ahora debajo de
tierra con una cuchillada similar, que sube desde el estómago hasta el pecho,
trazando una especie de C, inicial de “Cherokee”.
Falstaff estaba ahora
perplejo. Dijo:
-
Son pocas pruebas,
Coleman. Necesitamos más.
-
“Gélido” Walcott me dio
la última. Me dijo: ¿Quién te envía, Falstaff o Hatter? Un absurdo error. Pero
muy significativo.
Falstaff iba a responder
cuando la puerta de la oficina se abrió. Forrester, el comisario, estaba muy
asustado, las palabras le salieron a borbotones:
-
El banquero Hatter… ha…
ha muerto. Una cuchillada… en la espalda.
-
Ahí lo tiene -había
mucha energía en la voz de Coleman-. Wilt MacKay es el asesino, y yo voy a
impedir que le mate también a usted.
Levantó toda su larga
estatura y salió a la calle.
Una brisa húmeda, de un olor
característico a tierra mojada, le golpeó en el rostro.
-
¡Ese es! –gritó,
detrás, la voz del juez.
“Nevada” Coleman vio enfrente
de él a un hombre. Era alto, vestía levita negra y pantalones rayados, y
sostenía en la mano derecha un pequeño revólver de chato cañón.
-
No des un paso más,
Coleman –dijo con voz grave-. No des un paso más o te agujereo la piel sin
contemplaciones.
“Nevada” miraba al hombre. Un
loco, un maníaco que había matado por ambición. Pero ahora estaba vencido.
-
No -Mackay pareció
adivinar sus pensamientos. -No estoy solo –su voz se hizo taladrante. -Jimmy
Guajiro y sus hombres se dirigen hacia aquí, dispuestos a matar a todo aquel
que no acate mis órdenes. ¡Desde ahora Valle Caliente será el Valle de Wilt
Mackay!
La sorpresa fue terrible para
todos los presentes. Guajiro y su veintena de hombres a la carga en Valle
Caliente anunciaba el principio de tiempos sangrientos.
La sorpresa fue total. Para
todos.
Menos para “Nevada” Coleman.
Aprovechó el momento de
estupor, el momento en que Mackay miraba triunfal a sus oponentes.
Entonces “sacó”.
Se llevó las manos a las
pistoleras con una celeridad tan impresionante que nadie lo vio. Lo único que
contemplaron fue que en sus manos, como en un conjuro de magia, aparecieron,
bailoteando al compás de los disparos, las siluetas de dos formidables
revólveres “Colt” del máximo calibre, que parecían haber cobrado vida,
jugueteando macabros en la danza alucinante de la muerte.
Wilt MacKay no tuvo tiempo de
apretar el gatillo. No tuvo tiempo de nada. Abrió los brazos en una pirueta
grotesca, intentando aferrarse a la vida que se le escapaba por momentos y
boqueó, con la imagen de la muerte pintada en el rostro. Cuando llegó al suelo
pareció abrazarlo. Debió querer mucho aquella tierra para matar con tan loco
frenesí.
Pobre hombre. Cuando tuvo
enfrente a Coleman, el destino supo que iba a morir, que iba a encontrar la
muerte en las armas del famoso pistolero.
CAPÍTULO XI
LOS
AMIGOS NO TE OLVIDAN
Oregón no era Tejas. El plomo
derretido que era el sol en la tierra fronteriza se hacía luminoso y tibio en
las verdes praderas de Oregón. Había entrado el invierno, y una atmósfera
melancólica, suave, dulce, parecía envolver Valle Caliente. Un ligero viento
del norte robaba sin fuerza el ambiente, y la tarde, declinada ya, daba al
lugar un raro, ausente aspecto.
El pueblo estaba vacío.
No había nadie en el Saloon.
No había nadie en la oficina del sheriff. Las puertas y las ventanas de las
casas estaban cerradas, los establecimientos sellados, escondiendo hombres,
mujeres y niños, aterrorizados por una palabra, un hombre, un hombre poderoso y
cruel con una impresionante cuadrilla: Jimmy Guajiro.
Sabían que iba a venir porque
alguien dio la voz y desde aquel momento Valle Caliente pareció convertirse en
un pueblo fantasma. Hasta los comisarios Forrester y Ringo, encargados de
mantener la ley y el orden en el condado, habían huido, abandonando cobardemente
un puesto ingrato, incompatible con Guajiro.
Un éxodo total. Una población
que se esfuma al conjuro de un hombre. Con una sola excepción: “Nevada
Coleman”.
¿Es que ese hombre no tenía
nervios?
Quizá los hubiese perdido en
su continuo vagabundear por lo más remotos lugares de Oeste americano. Quizá se
le heló la sangre en tantos duelos y peleas, en una lucha constante al filo de
las armas.
Pero aquel hombre, sentado en
una hamaca del porche de la oficina del sheriff, extendidas cuan largas eras
las interminables piernas, no era una máquina de matar. No era un cobarde que
huye cuando presiente que alguien puede acabar con él. No era un tipo
traicionero, no hacía trampas con el “Colt”. Era un hombre que el destino marcó
desde su nacimiento, y le dotó de una virtud o de un vicio inusual, de un
don, de una facultad mortífera. De unas
manos rápidas como el pensamiento. Un hombre que nunca pudo vivir en paz porque
siempre le perseguía su propio “Colt” y su fama por todo el Sudoeste. Y su
ilusión, la ilusión de un pistolero, era tener amigos, hombres en quien confiar
y no contrarios dispuestos a matarle en cuanto la ocasión se presentara.
Los hombres de Guajiro no
tardarían en llegar. El gun-man comprobó la cilindrada de sus revólveres, y con
paso cansino, de un hombre a quien la muerte, de alguna manera, admira, se
plantó en el centro de la calle, arqueadas las larguísimas piernas.
Oyó el rumor de una pandilla
de caballos acercarse al pueblo, y suspiró. La muerte llegaba en forma de
tropel, bajo un cielo plomizo y el suelo llano, fértil de Oregón.
Eran veinte hombres.
Una cuadrilla rufianesca, con
abundancia de mejicanos y mestizos. Al frente de ellos, un hombre sin
escrúpulos, que manejaba a sus hombres con facilidad notable.
Jimmy Guajiro dio el alto. A
unos treinta pasos, veinte jinetes contemplaron a un gun-man.
Descabalgaron. Estaban en
abanico, cerrando la calle en un cinturón infranqueable, con las manos cerca de
los revólveres.
Jimmy Guajiro no entendía de
inferioridad numérica. Era como si la tumba de “Nevada” Coleman se abriese
enfrente de él, y la muerte le observase desde treinta pasos de distancia.
No tuvo miedo.
El que dijese que “Nevada”
Coleman tuvo alguna vez miedo mentía como un condenado.
Solo pensó, con una triste
sonrisa, si alguien pondría alguna flor a su tumba. Y entonces, a la velada luz
del atardecer, “Nevada” Coleman “sacó”. Antes, mucho antes que aquellos
hombres, superándolos infinitamente en un alarde fulgurante, como su vida
misma. Unas manos rápidas que se movieron a increíble velocidad, que se
alargaron en las figuras de dos tremendos “Colt” del 45, que se agitaron,
bailando al rítmico compás de la muerte en forma de plomo candente, en estría
anaranjada, en seco, mortífero disparo.
Sí. “Nevada” Coleman
disparaba cuando ni uno solo de sus oponentes había logrado “sacar”. Se llevó
por delante cinco hombres aún después de sentir en su carne los mensajes de
plomo de sus enemigos.
Más de quince disparos se le
clavaron brutalmente en el cuerpo, le hundieron el pecho, cosido materialmente
a balazos. Y la vida, azarosa de un hombre o un gigante del “colt”, se le
escapaba dulcemente, sin dolor alguno.
Pensó un momento en su tumba,
y lloró su cadáver solitario. Se le marchaba la vida sin causarle daño, pero le
dolía esa muerte anónima a manos de una cuadrilla de asesinos.
Y entonces, en aquel mágico
momento, cuando la vida parecía flotar en el espacio, elevarse hacia un lugar
desconocido, aparecieron como en una alucinación más de quince hombres armados,
más de quince ases del revólver que disparaban a dos manos y barrían
mortalmente las huestes de Jim Guajiro.
Allí estaba “Cristal”
Sullivan, disparando como un demonio sus mortíferos y espeluznantes revólveres.
Allí estaba Ben Morgan, el famoso “Colt Cimarrón”. Allí estaba Clint Wilson, el
casi albino gun-man de Massachusetts. Allí estaban sus amigos. Bajados del
cielo para reprimir un dolor superior a la muerte, combatir al lado recordando
viejos tiempos pasados.
Y “Nevada” Coleman, el hombre
enlutado del pelo pajizo, el artista inmutable del “Colt”, el profesional y
mago del revólver, murió feliz. Dijo adiós a la vida con la mirada clavada en
aquellos hombres, se despidió de un mundo cruel y amargo pensando en una tumba
florida, un recuerdo constante y una verdadera y sentida oración del adiós.
No se dio ni cuenta que había
muerto. Allá, en la distancia, en el pasado, en el tiempo, “Nevada” Coleman
encontró la felicidad que la vida le negó. Se vio rodeado de sus camaradas, se
vio feliz por primera vez en su existencia, se vio dichoso el hombre que siempre
buscó sin conseguirlo, la comprensión, la amistad, la felicidad.
Como un centauro en el
infinito, “Nevada” Coleman “sacó”. Pues en sus manos, en las manos más rápidas
del momento, brotaron mágicamente los “Colts” que le dieron fama, que le dieron
tristeza y le dieron la muerte. Aparecieron dos gigantescos revólveres como por
arte diabólico, que tabletearon cuando disparaban a las estrellas.
Pero no era plomo lo que
vomitaban sus armas.
Era una vida nueva y radiante. Era una existencia distinta de un hombre que siempre
la buscó. Era una recompensa a una vida rasgada por dos mortíferos revólveres.
Era un ser distinto que encontró la paz, la felicidad y la vida.
Era “Nevada” Coleman. La
muerte le respetó.
© Javier de Lucas