A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
LA VENGANZA
Amanecía. Era un día más
en aquellas salvajes tierras, en donde el que volviera a ver la luz del día
podía darse por satisfecho. Waco, Texas, pueblo fugaz y maldito. De luchas sin
fin. Con las manos crispadas sobre los revólveres, un hombre maduro, de unos
cuarenta años, irrumpía en la pradera. Se encorvó sobre la silla para leer:
Waco 6 millas. El jinete picó espuelas a su caballo. Unas prematuras canas
teñían de blanco sus sienes. Desmontó para liar un cigarrillo. Se acercó a una
pequeña fuente, donde aplacó su sed el magnífico bayo. Después se irguió sobre
el corcel y siguió la marcha. Con la mirada puesta siempre en un punto lejano:
Waco.
.................................................................................................................
-
¡Fuera!
No me vales. ¡Otro!
Un pistolero avanzó
hacia un hombre que se hallaba sentado en una mesa.
-
¡Prueba
tú!
El interpelado
desenfundó el arma y disparó hacia una diana.
-
Así se
hace, acompáñales Stanley.
Philip Timmey y su cuadrilla habían caído sobre Waco como plaga de langosta muchos años atrás. Y nadie había sido capaz de expulsarles del territorio sino, al contrario, cada vez era mayor su poder y su crueldad.
Timmey se levantó de su
asiento.
-
Bueno,
basta por hoy. Se acabó el adiestramiento.
-
Timmey,
Vera te busca.
-
¿Qué
querrá esa muchacha? -preguntó el bandido con gesto de desagrado.
-
No
hace falta que diga que no está, Timmey -dijo una vigorosa voz femenina. ¡Ha
llegado usted a un límite! ¡Basta ya!
-
Vamos,
vamos, -dijo Timmey con voz de borrachín. -¿Qué te ocurre pequeña?¿Estás
enferma?
-
No lo
estoy y usted lo sabe -continuó la muchacha, -pero tenemos que aclarar ciertos
puntos. ¿No le basta con el ganado que ha robado ya? ¿No le basta con haberse
apoderado de varios ranchos de la región y ser dueño de todos los saloons? ¿Es
que quiere acabar usted con Waco?
Esto último lo pronunció
entre sollozos. Vera O’Kane era hija de Filler O’Kane, saboteado por las
huestes de Timmey. Su rancho estaba hipotecado, pues Filles, al verse
desprovisto de reses, buscó algo con que poder ir resistiendo para que el
rancho seguiera adelante. La
hipoteca había vencido y cuando se
disponían a depositar el dinero en manos de Timmey, unos bandidos encabezados
por un encapuchado se lo arrebató. Por la forma de montar, Vera comprobó que se
trataba de mismísimo Timmey.
-
Échala
de aquí, Stanley, -ordenó Timmey. Si no paga la hipoteca mañana, confiscaremos
el rancho.
Vera salió confusa y
rabiosa del local. Deseaba acabar con la tiranía de Timmey, pero ¿cómo?.
La gente honrada de Waco
no se atrevía a competir con la cuadrilla de Timmey, que después de asesinar a
sangre fría a Texel, el sheriff de la comarca, había colocado la estrella de
cinco puntas en el pecho de uno de sus secuaces.
Vera O’Kane caminaba
lentamente por las calles de Waco. Tenía que hacer “algo”. Un “algo” que la
condujese a la desaparición de Timmey y los suyos.
-
Fundas
muy bajas Simpson, -advirtió un transeúnte, al ver cómo el jinete desconocido
atravesaba la calle mayor. -¿Gun-man?
-
Quien
sabe, contestó John Farrel, alguacil de
Waco.
-
Hay
tantos que bien podría ser, -prosiguió Farrel.
El jinete desmontó de su
cabalgadura, y se dirigió al saloon “Wind Fast”.
No fue al mostrador sino
que se dirigió hacia una mesa de juego, en donde los tahúres de Timmey
exprimían a un incauto.
-
Hola
muchachos, ¿echamos unas manos?
La voz fue proferida por
el desconocido.
-
Bien,
no hay inconveniente.
Se sentó y dio cartas.
Tex Ritter era el que
tenía enfrente de sí. No era un gran jugador, pero era habilidoso en las
trampas.
-
200
-comenzó Ritter.
-
Voy -asintió el forastero.
-
Trío
de jotas.
-
Full
de ases reyes.
El desconocido arrampló
con el dinero.
-
Esta
vez 500 -avanzó Ritter.
-
1.000
-comentó impasible el desconocido.
-
Subo a
1.500 -rió sarcástico el pistolero.
-
Descubre
-acortó su interlocutor
-
Esta
vez perdiste, amigo, -dijo Ritter, mostrando un full de jotas y nueves.
-
Ases
reyes, -dijo el hombre arramplando de nuevo con el dinero.
“Esa cara, esa jugada…”
pensó Ritter.
-
¡¡Rex
Howard!! ¡seguro!
La exclamación dejó
atónitos a más de una decena de bebedores.
La esperanza de los
hombres honrados de Waco,que conocían a Howard sobradamente, sabían que
volvería. Su corazonada se vio hecha realidad. Aunque ya maduro, rayando los
cuarenta, al cabo de quince años Howard había vuelto dispuesto a hacer
justicia, a hacer una venganza tan necesaria…
Ritter y otros dos se
pusieron en pie. Howard les imitó. El local se iba desalojando.
-
No nos
gustas Howard, -dijo Ritter sarcástico, -la otra vez nos contentamos con darte
una paliza, ahora es distinto…
Ritter llevó las manos a
las caderas. Los otros le imitaron.
Howard tenía los ojos
inyectados en sangre y odio, dispuesto a dar su vida para acabar con aquellos
pistoleros bravucones y cobardes. Sus manos aprisionaron sus culatas, y los
revólveres vomitaron plomo casi al unísono. En el pecho de Ritter se dibujó una
gran mancha roja. Los otros dos habían sido alcanzados en el corazón y abdomen
respectivamente. Howard había aprendido muchísimo en aquellos últimos años. Ya
no era el muchacho de antaño, alegre y despreocupado. Se había convertido en un
hombre peligrosos… tal vez demasiado. Sin hacer caso de nadie salió del saloon.
No se fijó en nadie, ni tan solo en una jovencita que le miraba llena de
admiración. Se trataba de Vera O’Kane.
Avanzaba solo, sin nadie
que le protegiera, vista vigilante y manos y brazos caídos hacia los
revólveres. Andaba con paso firme, sigiloso, dispuesto a disparar a la primera
ocasión.
Esta no tardó en
producirse. Avisado, Timmey dispuso de todos sus hombres. Billy negro, Stanley,
Jou Martin y Rock Douglas. Una excelente cuadrilla de pistoleros sin
escrúpulos.
El chasquido de un rifle
le hizo tirarse al suelo, al tiempo que una bala silbaba sobre su cabeza. De un
gran salto, se parapetó tras una carreta. Billy descubrió su cabeza para
disparar, pero la certera puntería de Rex acabó con el pistolero.
Timmey animaba a sus
hombres. Rock Douglas y Martin saltaron de su refugio. Martin cubría a Douglas
mientras que éste avanzaba sigilosamente. Dos proyectiles salieron de los revólveres
de Howard. Douglas y Martin yacían sin vida.
-
Ahora
tú, Stanley, -gritó Howard.
Stanley se agachó al
momento en que tres balas se incrustaran en la pared. La tercera fue más
certera. El cuerpo de Stanley se dobló hacia delante muerto.
Timmey salió al centro
de la calle.
-
¡Vamos
Howard!. Si tienes valor te desafío a una pelea con los puños.
Rex salió de su
escondite. Pero cuando se dio cuenta del engaño fue tarde. Sintió un agudo
dolor en el vientre. En un supremo esfuerzo disparó sus revólveres. Las balas
se estrellaron en el cráneo de Timmey. Vio caer Rex a su adversario. Con las
dos manos intentó en vano taponarse la herida. La vista se le nubló y cayó
muerto al centro de la calle. Nunca podrá la población de Waco rendir homenaje
a Rex Howard que sacrificó su vida por un causa justa, muriendo al intentar
terminar su obra.
© Javier de Lucas