EL LEGADO DE DARWIN

 

Veintitrés años después de publicar el libro que le hizo famoso, Darwin moría en su casa a los setenta y tres años. Fue enterrado en la abadía de Westminster, donde habitualmente se celebraban los funerales de Estado, las bodas de la realeza y las fiestas nacionales. En muchos aspectos resultaba irónico enterrar al autor de "El origen de las especies" en semejante sitio, puesto que todo el país era absolutamente consciente de la fama que atesoraba Darwin por haber menoscabado la autoridad de la Iglesia. No obstante, en el momento de su muerte, Darwin fue agasajado como una gran celebridad científica, como un magnífico anciano de la Ciencia, como alguien que se había asomado más allá y había visto más que los demás, de un rango intelectual tan fabuloso como el de Newton, y que sin duda merecía recibir las honras en el principal escenario conmemorativo del país.

Profesores, dignatarios eclesiásticos, políticos, lumbreras de la medicina, aristócratas y público en general abarrotaron la abadía para ver cómo le enterraban.«Dichoso el hombre que ha encontrado la sabiduría», cantaba elcoro. En la actualidad, apenas nos resulta posible averiguar si Darwin murió feliz, pero fue sin duda venerado por sus logros y por su temperamento personal, por haber sido el auténtico modelo de lo que debía ser un hombre de Ciencia. Sin embargo, pese a toda aquella veneración, el mundo de la cultura estaba ingresando en una nueva etapa caracterizada por un espíritu visiblemente más moderno. Las feroces polémicas religiosas de los primeros tiempos estaban amainando. Al considerar que la Biblia era un texto alegórico repleto de significado espiritual, se tornó posible que los cristianos preservaran su fe en la verdad del mensaje de Dios al tiempo que valoraban también los hallazgos científicos como una verdad de una naturaleza diferente.

Además, el poder de la propia Iglesia estaba declinando. Muchos de aquellos cambios se atribuyeron retrospectivamente a "El origen de las especies". Los honores rendidos a Darwin en su funeral reconocían con un talante liberal el importante papel que había desempeñado en la construcción de la mentalidad moderna. Con todo, su legado científico no estaba ni mucho menos tan garantizado. A medida que se inauguraron nuevas áreas de investigación en las Ciencias biológicas y que nuevas variedades de profesionales asumieron un espectro de problemas más amplio con unas técnicas más avanzadas, la tesis original de la selección natural fue modificándose hasta quedar casi irreconocible. Se discutió acerca de los conceptos fundamentales de competencia, éxito y «aptitud», sobre todo en el sentido en que se entrelazaban con ideologías políticas contemporáneas. Hicieron su aparición sistemas evolucionistas alternativos basados en las respuestas directas al entorno. De hecho, suele decirse que a finales del siglo XIX el darwinismo quedó eclipsado por otros sistemas de pensamiento evolucionista y que no se restableció hasta que en la década de 1940 se presentó una «nueva síntesis».

Gran parte del eclipse se debía a nuevas críticas a los principales pilares de las propuestas originales de Darwin. En torno al año 1900 se criticó al darwinismo social cuando ascendió a una posición preponderante en el pensamiento político. El naturalista y antropólogo británico Alfred R.Wallace acabó por rechazar los aspectos competitivos de la biología darwiniana en su aplicación a la sociedad humana y defendió principios del socialismo utópico. En otros ámbitos, J. Keir Hardy sostenía que el progreso se producía mediante la selección de grupos, según la cual los individuos simpatizaban entre sí. En Rusia, la ideología dominante consistía en que la principal lucha por la existencia no se daba entre las especies, sino entre las especies y el entorno. El príncipe ruso emigrado Peter Kropotkin llevó esta idea al extremo en "El apoyo mutuo" (1902), donde sostenía que la principal fuerza motriz de la evolución era la cooperación, justamente lo contrario que la competencia. Los pensadores socialistas como George Bernard Shaw insistían en la superioridad moral de las ideas lamarckianas, según las cuales se pensaba que las condiciones del entorno eran más importantes que los rasgos biológicos innatos para conformar el carácter humano. J. B. S. Haldane proclamó confiado que «el darwinismo ha muerto».

También se criticó el mecanismo de actuación de la selección, iniciativa favorecida por la labor del joven crítico y escritor Samuel Butler (1835-1902). La obra de Butler "Evolution Old and New" (1879) minimizaba la propuesta de Charles Darwin en beneficio de las del doctor Erasmus Darwin y Lamarck. Butler planteaba que Charles Darwin era uno más de una larga relación de pensadores evolucionistas, y que "El origen de las especies" confundía a los biólogos al animarles a indagar en la lucha y en las respuestas mecánicas, cuando otras propuestas anteriores tenían mucho más que ofrecer porque reconocían que los organismos podían responder al entorno adaptándose a él. Butler y Darwin habían discutido ferozmente durante los últimos años de la vida del último acerca del texto de una biografía del doctor Erasmus Darwin, una disputa que se había iniciado en una desafortunada infracción del protocolo por parte de Darwin y que enseguida acabó representando un choque entre generaciones y sistemas explicativosdel mundo, puesto que Darwin fue incapaz de controlar a Butler como solía hacerlo con sus demás discípulos. Todo ello desembocó en un distanciamiento personal absoluto. Aquella disputa intriga todavía a los historiadores por el modo en que revela las grietas que se estaban abriendo en el edificio darwiniano.

Los puntos de vista de Butler sintonizaban claramente con el creciente debate en torno a los papeles relativos que desempeñaban la herencia y el entorno, no solo en la teoría biológica, sino también en la comprensión del desarrollo mental humano desde la infancia hasta la edad adulta y en la estructura de la sociedad. La divisa de Galton, «naturaleza o educación» (biología o entorno), se convirtió en una cuestión de preocupación creciente. Es más, aun cuando se despertó gran entusiasmo entre los naturalistas por reconstruir la historia de la vida sobre la tierra, pronto resultó que las sendas de una evolución no darwiniana y prefijada se volvieron más atractivas. En este terreno llevaron la batuta los paleontólogos, debido probablemente a los espectaculares hallazgos fósiles de finales del siglo XIX y principios del XX en el oeste de Estados Unidos. El paleontólogo estadounidense Theodore Eimer afirmaba que la historia de la evolución no había adoptado la forma de un árbol darwiniano ramificado, sino que avanzaba en línea recta. A su juicio, la selección natural carecía de poder salvo para eliminar tendencias obviamente nocivas.

Un ejemplo muy discutido fue el del alce irlandés, que se consideraba extinguido a causa del desarrollo espectacular y excesivo de su cornamenta: lo que se sugería era que la cornamenta había adquirido un impulso propio y finalmente se convirtió en un lastre, no en una ventaja. Alpheus Hyatt, otro célebre experto en fósiles, sostenía de manera similar que las tendencias adaptativas casi siempre perduraban más allá de su utilidad. En última instancia, decía, una especie se vería impulsada hacia la «senilidad racial» y la extinción. Su colega Edward Drinker Cope opinaba, por el contrario, que la evolución seguía en términos generales el mismo curso que el embrión de un individuo, a veces de forma acelerada y otras rezagándose.

Henry Fairfield Osborn, darwinista confeso y director del American Museum of Natural History, uno de los museos de historia natural más importantes del mundo, creía que todos los grupos de organismos experimentaban un período de diversificación rápida al principio de su existencia, el cual se asentaba a continuación en diversas líneas de desarrollo más estables. Al igual que Eimer y Cope, no veía en los registros fósiles nada de la ramificación múltiple descrita por Darwin. De hecho, afirmaba que había grupos de animales completamente diferentes que podrían avanzar a través de sendas más o menos similares, como, por ejemplo, en la evolución de los cuernos.

Este tipo de historias evolutivas en línea recta, con sus subtextos de senectud o muerte incorporados a partir de la sobre especialización, otorgaban un acreditado respaldo a las perspectivas cada vez más pesimistas sobre el futuro de la humanidad. Ahora podía considerarse que las culturas primitivas se encontraban en la «infancia» de su desarrollo. Las sociedades más avanzadas se encontrarían en líneas de desarrollo que las conducían, a través de las cumbres de la civilización, hasta la corrupción o la decadencia.

Quienes transgredían las convenciones de la sociedad, como los delincuentes, los homosexuales o los trastornados, podían ser calificados de «retornos» hacia algún antepasado racial. A medida que fue desapareciendo el optimismo en el progreso sostenido, este tipo de preocupaciones fueron manifestándose con mayor vivacidad en la ficción del siglo XIX. "La máquina del tiempo" (1895), de H. G. Wells, trasladaba a un viajero hasta un futuro en el que los seres humanos se habían degradado en dos especies, los atroces y subterráneos Morlock y los decadentes y terrestres Eloi, una parábola de las divisiones políticas y sociales que Wells percibió en su tiempo. La obra de Bulwer Lytton "La raza venidera" (1871), la de Samuel Butler "Erewhon" (1872) y "El mundo perdido" (1912), de Arthur Conan Doyle, articulaban en buena medida esos mismos temas, mientras que Emile Zola y Thomas Hardy recurrieron con energía a la idea de degeneración hereditaria y al inflexible tirón que las fuerzas biológicas ejercían sobre la humanidad.

A principios del siglo XX, gran parte del mundo desarrollado quedó atrapado en sistemas de pensamiento eugenésicos y hereditarios a gran escala. Los movimientos eugenésicos alcanzaron su momento cumbre en 1912 con el I Congreso Internacional de Eugenesia, celebrado en Londres. Mucho antes de aquel momento, Francis Galton y algunos otros en Gran Bretaña recogieron el pesimismo de los tiempos y apuntaron la mala calidad de los reclutas de la guerra de los Boers para ilustrar el declive de la aptitud biológica de la nación. A juicio de las élites, parecían abundar otros indicios de «degeneración»: el incremento de las conductas delictivas, la relajación de los valores con el consiguiente auge de la prostitución y las enfermedades venéreas, la creciente agitación política entre los trabajadores, la sindicalización y la amenaza de huelgas o manifestaciones. El proceso judicial por homosexualidad contra Oscar Wilde fue muy publicitado.

Hasta la causa del sufragio femenino y la preponderancia política de la «nueva mujer» (las mujeres que trabajaban, deseaban recibir educación y votar, y que quizá incluso montaban ya en bicicleta o fumaban) se entendían como síntomas de la decadencia de una nación. Mientras que en la época de Darwin la eugenesia se manifestaba principalmente en los temores acerca del mantenimiento de la aptitud biológica, a principios del siglo XX se extendió por toda Europa y América hasta convertirse en movimientos políticos de relevancia que trataban de modificar las políticas gubernamentales imponiendo medidas de salud pública, control de la natalidad y restricciones a la reproducción para las masas. En el fondo, el viejo sistema de frenos maltusianos que Darwin había aplicado a la biología se estaba volviendo a aplicar a la economía política con un persuasivo respaldo biológico. Los pobres, los trastornados, los débiles y los enfermos acabaron por ser considerados cargas biológicas para la sociedad. Por el bien del país, se decía, debían introducirse políticas que impidieran reproducirse a este tipo de seres.

Muchas de estas iniciativas adoptaron forma institucional. En el University College de Londres se creó el Laboratorio Nacional de Eugenesia con un legado de Galton para investigar en líneas de descendencia familiar deterioradas debido a la incidencia de trastornos mentales hereditarios. Su director era Karl Pearson, un eugenista idealista y biólogo darwinista con marcadas tendencias socialistas. Los psiquiatras identificaron «tipos» degenerativos entre sus internos sirviéndose del nuevo instrumento de la fotografía, y los criminólogos, como el escritor italiano Cesare Lombroso, sugerían que podían apreciarse estigmas físicos en los individuos desviados. En ocasiones se vinculaban dichos estigmas de forma explícita con rasgos corporales simiescos. Fue él quien popularizó también la palabra «atavismo» para significar una regresión a algún tipo de antepasado con aspecto de primate. Enfermedades como la epilepsia o las deformidades graves marcaban de nuevo a otros como indeseables. Se pensaba que se podía identificar a aquellos individuos no aptos mediante «signos», para después ser eliminados de la sociedad.

En 1888, el detective parisiense Alphonse Bertillon hizo precisamente esto, introduciendo un sistema de rasgos y mediciones físicas concebidos para identificar a todos los individuos fichados en el sistema policial francés, incluida la técnica de tomar huellas dactilares que hoy día es el fundamento de todos los procedimientos de identificación modernos. Esa misma amenaza de degeneración física y moral fue abordada de un modo deslumbrante en "El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde" (1886), de Robert Louis Stevenson, donde el otro «yo» de Jekyll, el malvado Hyde, adquiría un aspecto cada vez más simiesco a medida que sus fechorías iban acrecentándose.

La decadencia de las ciudades, la miseria industrial y cierto deseo de que se aplicaran medidas de salud pública intervencionistas, como las vacunaciones o la regulación de la prostitución, inundaban las publicaciones periódicas. Los temores de las clases altas británicas por verse superadas por una subclase depravada y delictiva (el «populacho») se propagaron. La Eugenics Education Society, que pronto se convertiría en la Eugenics Society, se fundó en Gran Bretaña en 1907, y rápidamente se abarrotó de profesionales concienzudos que deseaban cultivar y controlar a las masas. Su presidente entre 1911 y 1925 fue Leonard Darwin, uno de los hijos de Charles Darwin. En Gran Bretaña, una consecuencia importante fue la aprobación en 1913 de la Ley sobre la Deficiencia Mental para identificar a los individuos con trastornos mentales y aislarlos en una institución o manicomio donde se les impidiera reproducirse.

Otros gobiernos europeos, particularmente los escandinavos, tomaron medidas decisivas en ese mismo terreno, si bien algunas de esas leyes jamás se aplicaron en la práctica. Con demasiada frecuencia sucedía que los segmentos más pobres de la sociedad albergaban la mayor proporción de individuos no aptos. Los procedimientos fueron expeditivos. Los manicomios, los orfanatos y las prisiones se convirtieron en vertederos de indeseables. En Estados Unidos también floreció la eugenesia a principios del siglo XX. En 1910 se fundó la Eugenics Record Office de Cold spring Harbor para recopilar los archivos eugenésicos y se hicieron esfuerzos para rastrear rasgos como la locura, el retraso mental o la delincuencia en varias generaciones de antepasados. La primera labor consistió en identificar a aquellos que no debían reproducirse.

Las formas hereditarias de trastornos mentales se convirtieron en el objetivo principal. Entre los eugenistas más destacados, el doctor Henry H. Goddard, de Vineland, en Nueva Jersey, adoptó el sistema de evaluación de la inteligencia para calcular la edad mental y la capacidad de los niños retrasados mentales, lo cual se convirtió con rapidez en las pruebas de CI (coeficiente intelectual). Goddard acuñó los términos «retrasado mental», «imbécil» y «tarado» para describir grados concretos de deterioro, y propuso que se apartara permanentemente a esas personas del resto de la población. No realizó esterilizaciones, aunque algunas instituciones médicas recomendaron que se realizaran. Sin embargo, sí proporcionó al gobierno un marco cuantitativo, una prueba, para identificar a los individuos biológicamente no aptos de la sociedad. Posteriormente, Robert Yerkes evaluó a la población masculina adulta llamada a servir a filas en la Primera Guerra Mundial (unos diecinueve mil reclutas). Estimó que la edad mental de la mayor parte de ellos era de trece años. Sus pruebas de CI indicaron después que la edad mental de los afroamericanos y de otros individuos de origen europeo reciente era incluso inferior. Las prostitutas y los polacos fueron los que arrojaron los resultados más bajos.

Evidentemente, esas pruebas estaban sesgadas en favor de los blancos alfabetizados de clase media que estaban familiarizados con la cultura norteamericana, un hecho que quedó patente más adelante en la isla de Ellis. Agotados, traumatizados y a menudo incapaces de hablar inglés coloquial, muchos esperanzados inmigrantes recién llegados a Estados Unidos fueron calificados incorrectamente como imbéciles y expulsados. Las estadísticas de Goddard impresionaron profundamente al gobierno estadounidense. Charles Davenport, director del Eugenics Record Office, defendía la implantación de programas estatales para limitar el matrimonio e imponer la segregación y la esterilización obligatoria.

Durante el período comprendido entre 1900 y 1935, al menos treinta y dos estados de Estados Unidos aprobaron leyes de esterilización. La mayoría de las sesenta mil personas que se sabe que fueron esterilizadas según dichas leyes eran internos de sanatorios mentales o presos. No se disponen de datos acerca de cuántos de ellos eran de origen africano.

Alrededor de 1900, las doctrinas eugenésicas iban siempre de la mano de otras ampliaciones ideológicas del darwinismo. Algunos biólogos y eugenistas que trabajaban en el marco del sistema darwiniano prestaron su apoyo a la aseveración hecha por Alemania de que era la principal nación de Europa, y de manera muy singular Haeckel, que propuso una filosofía de vida materialista denominada «monismo» según la cual la materia y el espíritu eran diferentes vertientes de una misma sustancia subyacente. Su Liga Monista promovió la supremacía alemana en la década anterior a la Primera Guerra Mundial y contribuyó indirectamente al auge del fascismo posterior. Engarzado en estos aspectos biologizados de la sociedad y en los planteamientos de la supremacía nacional, los gobernantes de Alemania alcanzaron su extremo más radical con su ley eugenésica para la prevención de progenie con afecciones genéticas (1933). Bajo este decreto se esterilizó a unas trescientas mil personas hasta 1939, momento en que dicha práctica fue sustituida por el programa de «eutanasia» para el exterminio de los judíos llevado a cabo durante la Segunda Guerra Mundial.

La Ciencia de la raza, conocida a veces como «Ciencia racial», reflejaba los prejuicios más extremos de la época y también se inspiraba en el darwinismo. Debo decir, no obstante, que el racismo y el genocidio eran anteriores a Darwin, y que tampoco se circunscribían exclusivamente a Occidente. Sin embargo, los planteamientos evolucionistas, y luego la nueva Ciencia de la genética, proporcionaron un poderoso respaldo biológico a aquellos que deseaban dividir la sociedad según diferencias étnicas o defender la supremacía blanca. El autor estadounidense Joseph Le Conte representaba la opinión de muchos cuando justificaba el sometimiento de los negros en el sur estadounidense posterior a la guerra civil diciendo que «la raza negra todavía está en su infancia ... todavía no ha aprendido a caminar sola por la senda de la civilización».

Algunos científicos raciales creían que los diferentes grupos étnicos correspondían a especies absolutamente independientes, si bien esta fue siempre una opinión minoritaria. La teoría de Carl Vogt, por ejemplo, consistía en que cada raza había evolucionado a partir de un simio diferente: los blancos, del chimpancé; los negros, del gorila y los orientales, del orangután. En Europa y Norteamérica estos y otros científicos raciales discutían acerca de la reproducción interracial humana, realizaron investigaciones etnológicas obscenas acerca de la conducta sexual e iniciaron estudios de reproducción mixta en regiones donde antiguamente estaba vigente el régimen de tenencia de esclavos.

Las universidades y los museos atesoraban colecciones de cráneos procedentes de todo el mundo con el fin de que los científicos midieran la capacidad craneal (considerada un indicador de inteligencia) y la desviación con respecto a un presunto tipo ideal caucasiano. Aquellas colecciones, reliquias de teorías superadas hace mucho tiempo, suponen en la actualidad una vergüenza para instituciones nacionales y no se exhiben jamás. Armados con los conceptos del naturalista Gregor Mendel sobre la transmisión de caracteres de una generación a la siguiente, una nueva generación de teóricos convirtió el estudio de la evolución humana en una Ciencia del inmovilismo racial que legitimaba los prejuicios de la época.

Para los estadounidenses, la cuestión racial no solo subrayaba los problemas ocasionados por la esclavitud y las dificultades derivadas de la emancipación tras la guerra civil, sino que también precipitó una contienda académica entre los científicos sociales y los biólogos, en la que los primeros propugnaban explicaciones culturales de las diferencias raciales y los últimos primaban parámetros físicos y biológicos innatos. Franz Boas, uno de los fundadores de la antropología, que defendía la naturaleza única e igual de todas las culturas, fue víctima durante la década de 1920 de un poderoso grupo de presión racista en el ámbito de la biología estadounidense que suscribía la existencia de estadios a través de los cuales toda sociedad debe pasar en el transcurso de su desarrollo.

Al otro lado del Atlántico, en gran medida al mismo tiempo, los nazis afirmaban que los arios constituían una forma de humanidad diferente y superior destinada a gobernar a los individuos «subhumanos ». El horror suscitado posteriormente por la campaña de los nazis para exterminar a los judíos cuestionó la ideología de la Ciencia racial, pero todavía pervive gran parte de ella.

Los paleoantropólogos de principios del siglo XX también emplearon otras teorías raciales de menor calado para empezar a sugerir que había habido una multiplicidad de líneas de evolución humana, algunas de las cuales, incluida la de los hombres de Neanderthal, se vieron abocadas a la extinción por otras razas más aptas que se encontraban en estadios diferentes del proceso. A medida que comenzaron a aparecer rastros de fósiles humanos, los especialistas acabaron por convencerse de que debía de haber existido una serie de formas intermedias entre el animal y el ser humano.

En retrospectiva, resulta inquietante comprobar cuántos naturalistas estaban dispuestos a otorgar forma y rasgos de primate a estos seres intermedios, sobre todo insistiendo en el reducido tamaño de su capacidad craneal. Se consideraba que los rasgos denominados «humanos» aparecieron en una época bastante reciente de la historia de la geología, casi todos a la vez y de forma precipitada con la aparición del Homo sapiens. Eugene Dubois fue célebre por su emocionante descubrimiento del «hombre de Java» en 1891, un hombre mono al que bautizó como Pithecanthropus. En la década de 1920 se descubrió a otra especie que sería bautizada como «hombre de Pekín». Y el «niño de Taung» de Raymond Dart incorporó a una especie sudafricana denominada Australopithecus. El precio de adquirir fama como cuna de la humanidad dio lugar a agrias rivalidades nacionales que se prolongaron durante cincuenta años o más. Muy pronto, una exposición en el American Museum of Natural History exhibía reconstrucciones de tres tipos de hombres ya extinguidos: Pithecanthropus, Neanderthal y Cromagnon (muy próximos a los seres humanos actuales), dispuestos en una serie progresiva que avanzaba hacia la forma blanca y civilizada de nuestros días.

Quizá aquella fascinación por los hombres mono explique la facilidad con que la comunidad académica aceptó un famoso fraude. Un arqueólogo aficionado, Charles Dawson, halló los restos de un cráneo y una mandíbula humana primigenios en una cantera cercana a Piltdown, en East Sussex, en 1912, y los catalogó como correspondientes a una nueva especie de homínido intermedio, el Eoanthropus dawsonii (el «hombre del amanecer de Dawson»). Aquellos huesos se ajustaban bien a la hipotética línea de evolución humana predilecta en aquel entonces. Sin ir más lejos, sir Arthur Keith, uno de los investigadores más sobresalientes de los primeros pasos de la humanidad en Gran Bretaña, consideró que los restos pertenecían a una variedad inferior y que no guardaban una relación estrecha con los demás seres humanos que habían vivido en la misma época.

Keith albergaba pocas dudas acerca de lo que sucedió cuando aquellas formas de vida superior e inferior entraron en contacto: se declaró una contienda entre razas, afirmaba con seguridad, que era connatural a la prehistoria de la evolución humana y que había desembocado en la victoria de los británicos, en la supervivencia de los más aptos, del mismo modo que sucedió en la terrible guerra de los años 1914-1918 de su época. Sin embargo, poco a poco el cráneo de Piltdown acabó por ser considerado cada vez más anómalo. En la década de 1950 se expuso como una farsa: se había incorporado a un cráneo humano antiguo una mandíbula de simio con los dientes alineados para conformar un patrón humano. Quizá Dawson no fuera el principal culpable. Se habló de otros aficionados inculpados, todos ellos con algún resentimiento hacia el estamento científico dominante.

En todo el planeta se estaban produciendo transformaciones fundamentales acerca del modo en que los especialistas veían el mundo natural. El modernismo avanzaba. Cada vez más científicos del campo de la biología empezaban a apartar la mirada del problema de cómo subsistían las especies en el mundo salvaje o de la historia del árbol evolutivo para dirigir su atención hacia el cuerpo vivo, en busca de los mecanismos de la herencia, la hibridación, la mutación y las variaciones. En el momento en que murió Darwin, muchos creían ya que la herencia encerraba la llave de la vida. En la última década del siglo XIX su objetivo no era catalogar animales y plantas muertos sino comprender el funcionamiento íntimo de la vida, de los cuerpos vivos; aquello significaba una deliberada ruptura conceptual con el pasado. Esta nueva actitud hacia la biología reflejaba un alejamiento de índole superior de la historia natural centrada en la observación hacia una forma de investigación más experimental, más centrada en el laboratorio; desplazamiento este que puede percibirse en casi todas las Ciencias de la época.

La historia natural tradicional, claro está, no se detuvo; fue marginada, considerada en ocasiones un territorio de los naturalistas aficionados, o refundada, por el contrario, como nuevas Ciencias de la conducta animal, la ecología o el medio ambiente. Al igual que la física y la química, la biología se estaba convirtiendo en algo que fundamentalmente se practicaba en espacios interiores, en un laboratorio, en condiciones controladas y, cada vez más, con la ayuda económica de organismos gubernamentales.

Aquellos nuevos biólogos experimentales realizaron muchos descubrimientos asombrosos en un período de tiempo relativamente breve. Algunos incidían en los abismos de los bloques de construcción del cuerpo vivo e investigaban las células y las primeras fases del desarrollo embrionario. Otros exploraban lagunas que habían quedado en las teorías de Darwin estudiando las variaciones y la herencia. Las especulaciones de Galton acerca de la existencia de caracteres innatos heredados parecían responder a algunas de las preguntas que Darwin había dejado sin contestar. Pero las propuestas de Galton eran ideas completamente abstractas que difícilmente podrían realizarse jamás en el escenario de un laboratorio. Un grupo de discípulos suyos, reunidos en torno a Karl Pearson en el laboratorio de eugenesia del University Collegede Londres, comenzó a estudiar a continuación cómo la herencia y las variaciones actuaban en la práctica. Aquellos hombres (y unas cuantas mujeres científicas pioneras), que se autodenominaron «biometristas», midieron la variabilidad de los seres vivos, como, por ejemplo, las dimensiones de los caparazones de cangrejo,y concibieron muchos de los procedimientos estadísticos más habituales en la actualidad destinados a calcular las desviaciones con respecto a la norma con el fin de mostrar pequeños cambios adaptativos en determinadas especies escogidas.

En 1900 quizá fueran los últimos darwinianos auténticamente comprometidos que había, puesto que insistían en el sistema original de Darwin de cambios lentos y graduales en las poblaciones. En otros ámbitos de la vida, los biometristas las cazaban al vuelo. Durante unos cinco años, discutieron violentamente con un grupo de biólogos rivales de la Universidad de Cambridge bajo la supervisión de William Bateson (1861-1926), que era un excelente naturalista de campo e hibridador experimental. El grupo de Cambridge defendía con rotundidad que la evolución operaba mediante saltos e interrupciones, y que las columnas de datos estadísticos elaboradas en Londres no iban a aportar nada a nadie acerca de cómo variaban los animales y plantas ni de cómo transmitían los caracteres a su descendencia.

Esta polémica suele considerarse fundadora de la genética moderna, puesto que aportó el contexto en el que se redescubrieron los trabajos de Mendel con los guisantes. Tres afamados experimentalistas europeos, Hugo de Vries, Carl Correns y Erich von Tschermak, quienes trabajaban de forma independiente sobre las variaciones de las plantas y se aplicaron por separado a refutar los argumentos de los biometristas, descubrieron cada uno por separado el artículo de Mendel en los primeros meses de 1900 y llamaron la atención pública sobre él. A su juicio, la esencia de los experimentos de Mendel consistía en mostrar que los rasgos hereditarios eran independientes y no se podían mezclar; según la investigación de Mendel, los guisantes de las vainas eran verdes o amarillos, lisos o rugosos, pero jamás una mezcla de ambas cosas.

Estos caracteres independientes solían reorganizarse durante el proceso reproductivo y aparecían en determinadas proporciones en las generaciones posteriores; por ejemplo, tres guisantes rugosos por cada guisante liso. Es más, los caracteres podían ser dominantes o bien recesivos: es decir, algunos eran visibles en el organismo de la descendencia, mientras que otros permanecían ocultos. Mendel no disponía del concepto moderno de «gen», y aun así su obra anticipaba asombrosamente el concepto fundamental de la genética del siglo XX según el cual la mayoría de los rasgos físicos, cada par de ojos castaños, por ejemplo, podían relacionarse con una única entidad particular que se ordenaba y se transmitía de manera independiente de una generación a la siguiente.

Tampoco Mendel pudo haber previsto cómo se emplearían sus conclusiones. Bateson se apropió con entusiasmo de los hallazgos de Mendel, con lo cual convirtió a su grupo de Cambridge en el primer grupo de mendelianos del mundo. Su enfoque era decididamente no darwiniano, en el sentido de que pensaba que las conclusiones de Mendel avalaban la idea de que la evolución actuaba mediante saltos que descansaban sobre variaciones o «mutaciones» relativamente súbitas de los organismos. En opinión de aquel grupo, los cambios diminutos y continuos establecidos por Darwin y minuciosamente medidos por los biometristas de Londres eran irrelevantes, un despilfarro del tan valioso tiempo científico. Al cabo de unos meses, la transformación era completa. Bateson bautizó su nueva Ciencia como «genética» (el estudio de la herencia) y afirmó que la teoría de la mutación proporcionaba la respuesta al origen de nuevas especies.

En realidad, la genética como Ciencia fue al principio un tanto antidarwiniana. Durante más de veinte años, sus estudiosos propusieron que las mutaciones eran la fuente de nuevas variedades favorecidas de organismos, afortunados accidentes que introducirían un tipo de ser completamente distinto en el mundo natural. Aquellos primeros genetistas no tenían necesidad de la selección natural. En las décadas de 1930 y 1940 supuso muchísimo esfuerzo comprender cómo podrían conciliarse el mendelismo y el darwinismo.

Entretanto, se prestaba mucha atención a la identificación del material hereditario y a cómo se transmitía de una generación a la siguiente. En aquella época, no estaba nada claro cómo intervenían los cromosomas. En 1893, August Weismann postuló la existencia de una sustancia invisible que transportaba la información hereditaria de padres a hijos. Denominó a esa sustancia «plasma germinal» y aseguró que no podía verse alterada por el entorno. Aquel plasma germinal desempeñó una función interpretativa muy valiosa hasta que en 1911 fuera ampliada por la definición de «gen» de Wilhelm Johannsen. Ni siquiera Johannsen estaba seguro de que los genes existieran realmente, hasta que Thomas Hunt Morgan, el sobresaliente genetista de la Universidad de Columbia, en Nueva York, demostró que los genes eran, por así decirlo, entidades reales enhebradas en los cromosomascomo las perlas de un collar y que, definitivamente, contenían el material hereditario. Los famosos experimentos de Morgan se basaban en un organismo experimental concreto, la mosca de la fruta Drosophila melanogaster, que resultaba que tenía cromosomas grandes y visibles con facilidad. Descomponiendo o manipulando de algún otro modo los cromosomas, el equipo del laboratorio de Morgan creó una serie de moscas mutantes; por ejemplo, con los ojos rojos o los élitros fusionados. El trabajo se desarrolló con tal sofisticación que el equipo consiguió localizar qué parte del cromosoma correspondía específicamente a cada mutación.

Las conclusiones se hicieron públicas en The Mechanism of Mendelian Heredity (1915), que en la actualidad se considera un hito de la genética moderna y por el que Morgan recibió el premio Nobel. Su libro era absolutamente no darwiniano. Una vez que, para responder a todas las preguntas, Morgan dispuso de una flamante teoría nueva de las mutaciones cromosómicas y de los genes, desechó las ideas de variación, adaptación y selección de Darwin.

La influencia de "El origen de las especies" estaba disminuyendo también en otros ámbitos. Otros genetistas primaban la idea de la herencia medioambiental. En el siglo xx los gobiernos comunistas soviéticos solían mostrar hostilidad hacia las implicaciones capitalistas de la teoría darwiniana, y suscribieron una forma actualizada de ambientalismo convertida en política estatal por Trofim Lysenko a lo largo de la década de 1920. El logro de Lysenko había consistido en demostrar cómo el trigo conseguía adaptarse a las condiciones climáticas imperantes (la «vernalización», según la cual se exponía a las semillas al frío con el fin de que al año siguiente germinaran antes). Lysenko afirmaba que esta propiedad podía heredarse y que, por tanto, se podían crear nuevas variedades de trigo que se adaptaran a la corta estación de crecimiento de Rusia.

Stalin adoptó los hallazgos de Lysenko, prohibió toda investigación genética alternativa y promovió la purga de genetistas importantes, concretamente de Sergei Chetverikov y Nikolai Vavilov. Algunos huyeron a Occidente, como N. W. Timoffeef-Ressovsky o Theodore Dobzhansky, y allí contribuyeron ampliamente al auge de nuevas formas de pensamiento genético. Otros simplemente desaparecieron. Bajo aquel régimen se publicaron informes sobre éxitos agrícolas asombrosos (e imposibles) que se prolongaron hasta mediados del mandato de Jrushchov, cuando el físico Andrei Sajarov denunció a Lysenko. Hubo que esperar a mediados de la década de 1960 para que la Ciencia rusa se abriera paulatinamente a las ideas darwinianas de evolución y a la nueva genética.

De hecho, en la década de 1930 era difícil entender exactamente para qué podía ser todavía relevante la teoría de Darwin. La biología molecular daba sus primeros pasos, cada vez más se utilizaban la química y la física para explorar la estructura interna de la materia viva, y las técnicas de laboratorio estaban realizando avances sustanciales en la comprensión del funcionamiento de la célula y en la cartografía de los fundamentos genéticos de la herencia. Los naturalistas de campo se sintieron abandonados en los concursos científicos de la gran biología. Desde la perspectiva actual, resulta casi inimaginable concebir un mundo de investigación biológica sin los conceptos de adaptación y selección natural, aquellas herramientas intelectuales que tanto contribuyeron a apuntalar la biomedicina moderna, las Ciencias medioambientales, las teorías de la conducta humana y la psicología. Así pues, ¿qué podría haber incentivado una recuperación masiva del darwinismo a mediados del siglo?

Los historiadores coinciden en que un grupo de jóvenes inspirados aglutinó de forma convincente en la década de 1940 tres líneas de investigación divergentes; aquel grupo estaba formado por el escritory biólogo Julian Huxley (nieto de Thomas Henry Huxley), Ernst Mayr, un naturalista de campo, filósofo y biólogo emigrado de Alemania, el genetista estadounidense Sewell Wright, el paleontólogoespecialista en vertebrados George Gaylord Simpson y G. Ledyard Stebbins, un prometedor botánico y genetista. La historia del darwinismo del siglo XX está ligada a estas figuras que se esforzaron por dotarlo de un significado nuevo e integrarlo en otras disciplinas experimentales de vanguardia. Planteada de un modo un tanto descarnada, la situación de los naturalistas de campo dedicados a la observación que continuaron sintiéndose vinculados directamente a la labor del propio Darwin tuvieron que reinventarse a sí mismos.

Aunque en modo alguno se plantearon que ello coincidiera con ningún otro acontecimiento, la «síntesis moderna» estuvo lista justamente en el momento de las fastuosas celebraciones en Chicago del centenario de la publicación de "El origen de las especies", en 1959. Un primer paso importante fue la reconciliación de las propuestas originales de Darwin con la genética de principios del siglo xx. En efecto, era necesario convertir el proceso externo de evolución animal y vegetal en cambios acaecidos en la frecuencia de los genes. Así, se reinterpretó que las pequeñas mutaciones reiteradas en los cromosomas eran responsables del cúmulo de variabilidad necesaria para la selección de materia prima. Cada rasgo, se descubrió entonces, exhibía un intervalo continuo de variación, de tal modo que en una población numerosa habría infinidad de diferencias distribuidas por todo el código genético sobre el que actuaba la selección.

Una de las figuras destacadas de este movimiento fue el estadístico de Cambridge Ronald Aylmer Fisher, que estableció un modelo matemático para explicar cómo se incrementaba en una población la frecuencia de un gen favorecido. Fisher dedicó una parte importante del manual alumbrado por sus investigaciones a analizar las consecuencias para los seres humanos: inspirado por Pearson, fue un eugenista fervoroso, además de cristiano liberal, que afirmaba ver la mano de Dios en el progreso biológico. Otra figura relevante fue J. B. S. Haldane, un individuo desbordante que contribuyó notablemente a la educación pública británica en el período de entreguerras. Al igual que otras personas de aquella época, Haldane contemplaba con entusiasmo el marxismo. Hizo campaña contra Fisher y la eugenesia. Haldane renunció en última instancia a su cátedra del University College de Londres en protesta por el militarismo de la Segunda Guerra Mundial y se marchó a impartir clases a la India.

El hombre que convirtió todo aquello en una teoría de la genética de poblaciones fue Sewell Wright, de la Universidad de Chicago. En 1920, Wright había elaborado un procedimiento matemático muy potente para explorar el flujo de genes en poblaciones reducidas de cobayas y ratas de laboratorio. En la década de 1930 realizó investigaciones en poblaciones en libertad y propuso que, de un modo similar, los pequeños grupos que vivían en estado salvaje debían de estar sometidos a lo que él denominó «deriva genética». Las metáforas de Wright sobre un paisaje de adaptación con cumbres montañosas y valles se reveló como un  modo eficaz de pensar en la extensión o contracción de pequeños nichos de variantes determinadas en el seno de una población más numerosa, cada uno de los cuales podía aumentar o descender en número de acuerdo con la variabilidad de las condiciones.

El trabajo de Wright se difundió más ampliamente con las sucesivas ediciones del manual de referencia de Theodore Dobzhansky, Genérica y el origen de las especies (1937). Inspirándose en las nuevas ideas de la biología de poblaciones, Ernst Mayr se estableció en la Universidad de Harvard para integrar en la genética sus estudios ornitológicos de campo. De todos los teóricos de la biología del siglo XX, Mayr fue quizá único por su comprensión tanto de los detalles prácticos como de la perspectiva filosófica. Al igual que Darwin, concluyó que podía desarrollarse una nueva especie si de algún modo un grupo de organismos variable se encontraba aislado desde el punto de vista geográfico de su población progenitora. Dobzhansky se sumó a las propuestas de Mayr sugiriendo que probablemente existían también otros mecanismos independientes, como rasgos de conducta o épocas de cría diferentes, todos los cuales impedirían que dos o más poblaciones se mezclaran.

En la misma época, G. G. Simpson reinterpretó los registros fósiles y suavizó sus discontinuidades y arranques para dar cabida a la idea de variación continua. Sostenía que las formas de transición serían raras y que, por tanto, pocas veces se conservarían, lo cual confería a los registros fósiles una falsa apariencia de cambios importantes y súbitos. A continuación, Stebbins demostró cómo la duplicación y triplicación ocasional de los cromosomas de una planta podían explicar la aparición repentina de especies del mundo vegetal espectacularmente diferentes. Los tres consiguieron unificar las aparentes discontinuidades del mundo de los seres vivos mediante una reinterpretación actualizada desde el punto de vista genético de la idea de Darwin de pequeños cambios graduales. Julián Huxley las reunió en un popular libro publicado en 1942 bajo el título de "La evolución: síntesis moderna".

Lo único de lo que no disponía este grupo era de pruebas. Siempre ingeniosos, y en buena medida del mismo modo que Morgan había encontrado un premio Nobel en las moscas de la fruta, los recién constituidos darwinianos volvieron la vista encantados a los pinzones de las Galápagos, y a continuación a la polilla geómetra del abedul o Biston hemiaria. Los pinzones de las Galápagos se convirtieron a partir de entonces en el ejemplo mejor conocido de la evolución en el mundo, no por la renovada atención a los escritos de Darwin, sino gracias a la obra de David Lack, un maestro y ornitólogo aficionado. Lack había llamado la atención de Julián Huxley en 1938 y había visitado poco después las islas Galápagos para observar la conducta de los pinzones durante una estación de cría completa.

Después de una investigación posterior en museos que se prolongó diez años, concluyó que en sus picos se encontraba la clave de su evolución. Cada una de las especies se había adaptado a un alimento concreto, lo cual permitió que se diversificaran en nichos muy diferentes. Su libro "Darwin's Finches" (1947) describía aquellas aves como un ejemplo de evolución en marcha. Como aparecieron en innumerables manuales de biología documentales sobre la naturaleza y explicaciones evolucionistas populares, los «pinzones de Darwin» se convirtieron rápidamente en sinónimos del nuevo darwinismo. El trabajo desarrollado por Peter y Rose Mary Grant a partir de la década de 1970 en la Estación de Investigación de las islas Galápagos, representa todavía el estudio de campo sobre la evolución más influyente que jamás se haya realizado.

La polilla geómetra del abedul tuvo un éxito similar. Se convirtió en un ejemplo irónico de selección natural justo a tiempo para las celebraciones del centenario de "El origen de las especies" de 1959, si bien posteriormente el caso se vio envuelto en acusaciones de fraude infundadas. El estudio fue llevado a cabo en GranBretaña por Bernard Kettlewell bajo la supervisión del biólogo de poblaciones pionero de la Universidad de Oxford Henry Ford. La propia polilla difícilmente pudo haber parecido mejor organismo de prueba. En la naturaleza se da en dos formas; una de ellas, moteada en blanco y negro, y la otra en forma de mutación negra, denominada «melánica». En los robles comunes, la primera variedad es casi invisible. Esta ventaja se invirtió en las zonas industriales contaminadas, donde la variante negra se camufla mejor en los troncos sucios de los árboles. Kettlewell soltó grandes cantidades de ambas variedades de polillas en dos lugares boscosos, uno de ellos próximo a Manchester, donde los árboles se habían ennegrecido por el hollín, y la otra en un lugar de la campiña de Dorset. Demostró que los pájaros se comían la forma más visible, con lo cual existía una presión selectiva darwiniana que permitía que una variedad de polilla sobreviviera e incrementara su número a expensas de la otra. Aquello demostraba categóricamente que la selección natural podía alterar una frecuencia de genes concreta en una población (en este caso, el gen de la melanina).

Un verano, el famoso etólogo Niko Tinbergen pasó unos cuantos días con Kettlewell filmando cómo las aves silvestres capturaban las polillas en el tronco de un árbol. Aquella película antigua en blanco y negro, que hoy día constituye un clásico del cine documental sobre la naturaleza, se emitió en las primeras pantallas de televisión, lo cual era un medio perfecto para presentar las polillas blancas y negras sobre el fondo blanco y negro. En los últimos años, la disminución de la contaminación gracias a las gestiones del gobierno ha reducido en Gran Bretaña la variedad negra hasta el punto de que en la actualidad a los biólogos les resulta difícil repetir las observaciones de Kettlewell.

Se había dado un gran paso en la unificación de las Ciencias biológicas. La síntesis moderna transformó los antiguos conceptos de selección y cambio adaptativo e insufló nueva vida en las ideas de Darwin. Los biólogos también se interesaron por otros temas darwinistas que ponían énfasis en la observación y en los estudios de campo prácticos. Muchos biólogos de aquel interesante período volvieron la vista directamente hacia el propio Darwin. El centenariode la publicación de "El origen de las especies", que por casualidad suponía también el 150 aniversario del nacimiento de Darwin, fue un gran motivo de celebración y recuperación en medio de la retórica de los progresos científicos del futuro. Algunos biólogos escribían biografías de Darwin, otros preparaban ediciones de sus diarios y cuadernos del Beagle, y algunos otros tomaron la iniciativa para preservar su casa como monumento y museo donde se apreciara y expusiera la relevancia de la moderna Ciencia evolucionista.

A juicio de todos ellos, la biología evolucionista era por fin una disciplina científica reconocible. Darwin fue ascendido a la categoría de padre fundador de la misma. La nueva generación de darwinianos también abordó la cuestión de la ética humana. La mayoría de ellos estaban convencidos de que la Ciencia confirmaba la ausencia en el Universo de todo plan o propósito divino subyacente incorporado. G. G. Simpson, uno de los arquitectos de la síntesis moderna, señalaba que era imposible considerar que la especie humana fuera un objetivo prefijado en los cambios aleatorios acaecidos en las frecuencias genéticas. Curiosamente, decía que la humanidad era consecuencia de un proceso que nunca tuvo al hombre en mente. De hecho, la  síntesis moderna era mucho menos compatible con las creencias espirituales que cualquier otra teoría evolucionista anterior, más flexible y teísta.

A partir de la década de 1950, aumentó entre los científicos la tendencia a ser incrédulos, al menos cuando estaban en sus laboratorios. Según solía decirse, la esencia de la Ciencia moderna era buscar respuestas en el mundo de las pruebas y las demostraciones, y no apelar a la divinidad ni a ningún otro factor sobrenatural. Algunos hallaron consuelo espiritual en las ideas de progreso social ininterrumpido. El naturalismo científico pudo revestirse con el manto de algo así como una religión, como la que en otro tiempo predicara Thomas Henry Huxley en sus «sermones laicos» o articularan filósofos como William James o Charles S. Peirce.

El misticismo evolucionista que exhibía la obra "El fenómeno humano" (1959), de Pierre Teilhard de Chardin, se popularizó también entre quienes buscaban orientación espiritual en procesos evolucionistas. El mundo de los seres vivos, sugería Chardin, estaba encerrado en una esfera de unidad mental denominada «noosfera». Esto se adelantaba a la idea de ciberespacio en aproximadamente veinte años, y hoy día se recuerda sobre todo a Teilhard de Chardin por haber influido a los ingenieros de Silicon Valley. En líneas generales, Julian Huxley simpatizaba con estos puntos de vista y postuló una filosofía del humanismo que rechazaba la idea de un creador trascendente, pero se inspiraba en un idealismo decimonónico anterior para subrayar la responsabilidad de promover el progreso moral que tenía la especie humana.

Según parecía, la mayoría de los biólogos estaban dispuestos a creer que los seres humanos son no obstante especiales. La inteligencia humana, la capacidad de adaptación y los rasgos sociales todavía se consideraban indicadores de un grado de desarrollo superior al de los animales. A los humanistas les parecía que la especie humana era capaz, partiendo de la biología, de avanzar para construir un mundo mejor fundado en políticas sociales pacifistas y altruistas. No obstante, tras la brutalidad de la Segunda Guerra Mundial, parecía que tenía poco sentido disimular la cara más cruda de la conducta animal. El fundador de la etología moderna, Konrad Lorenz, demostró la existencia de conductas agresivas innatas en los animales y advirtió de que los seres humanos también estaban provistos de instintos primarios igualmente destructivos. Robert Ardrey reiteró ese mismo mensaje en sus trabajos sobre el «imperativo territorial», y Desmond Morris lo hizo en un texto famoso: "El mono desnudo" (1967).

Muy pronto la terminología de los estudios sobre primates se propagó desde la Ciencia para ingresar en el uso público habitual. Los magnates de la publicidad gozaron de una época particularmente ingeniosa con sus eslóganes sobre los «machos alfa». Parecía que ser humano significaba ser salvaje. Aquella imagen de la naturaleza humana entendida como algo esencialmente egoísta y agresivo no quedó incontestada durante las concentraciones pacifistas y las manifestaciones de amor libre de la década de 1960. El venerable anciano de la paleoantropología, Louis Leakey, animó a tres científicas a llevar a cabo observaciones reales de primates en estado salvaje; era la primera vez que se conseguía una cosa semejante en el ámbito de los parámetros científicos modernos. Desplazó a Jane Goodall a la reserva del río Gombe, próxima al lago Tanganika, en el África oriental, para que observara a los chimpancés, y a Biruté Galdikas a Sumatra para que hiciera lo mismo con los orangutanes. Por último, encargó a Dian Fossey que trabajara en una reserva de gorilas de Ruanda a partir de 1967. Aquellos estudios de primates en su hábitat natural revelaron que por lo general exhibían tendencias familiares, de lealtad a su manada y no agresivas a menos que estuvieran asustados.

Como consecuencia de ello, surgió una voluntad renovada de tomarse en serio la existencia de una relación mental y emocional más estrecha entre los primates y los seres humanos. Aquellos atentos observadores científicos con amplios contactos con el público a través de revistas como National Geographic también fueron de los primeros que fomentaron una mayor conciencia política sobre el conservacionismo.

La tensión entre este tipo de conceptos nunca ha remitido. La discusión sobre las delgadas líneas fronterizas que existen entre los animales y los seres humanos, entre la Ciencia y los valores humanos, ha tenido su ejemplo más reciente en la obra de Edward O. Wilson "Sociobiología: la nueva síntesis" (1975), en la que las pautas de conducta animales y humanas se sitúan en el marco genético de cada una de las especies. Wilson sostenía que todos los organismos están programados genéticamente para asegurarse los mayores beneficios reproductivos: los machos tienden por naturaleza a propagar su abundante semen lo más lejos posible, mientras que las hembras tienden a preservar sus valiosos huevos. Los machos no se quedan para cuidar de las crías, y las hembras buscan al padre mejor y más comprometido. Todas las pautas de conducta podían retrotraerse más o menos al instinto de supervivencia de los genes. Con esta afirmación, Wilson no pretendía sugerir de forma deliberada que las vidas de los seres humanos sean absolutamente biológicas, si bien sí decía que «los genes mantienen a raya a la cultura». Tampoco proponía que los seres humanos sean poco más que un manojo de genes. Aceptaba que las sociedades están constreñidas sobre todo por las instituciones políticas, las limitaciones económicas y las convenciones sociales.

Pese a los críticos, resulta difícil diferenciar este enfoque determinista, arraigado implacablemente en una Ciencia de los genes, de los peligrosos usos ideológicos de la genética. La sociobiología podía utilizarse fácilmente para respaldar la reivindicación de la existencia de diferencias innatas de capacidad intelectual, etnia o rol de género. A los autores religiosos les ofendía la idea de que los valores morales emanaran aparentemente de la utilidad biológica: que una madre atendiera a su hijo con el fin de garantizar que sus genes fueran transmitidos a la siguiente generación. Los izquierdistas pensaban que la derecha política se apropiaba de estas ideas para justificar convenciones como la de la familia nuclear, o para evitarla implantación de mejoras ciudadanas y atención médica porque parecía más fácil (y más barato) creer en la existencia de rasgos biológicos hereditarios e inalterables. Las personas vinculadas a las humanidades condenan la reiterada reducción de los atributos humanos a la mera biología.

Esta discusión cultural y científica se prolongó con toda su furia hasta el siglo XXI. En 1976, un texto de Richard Dawkins leído con profusión y titulado "El gen egoísta" llevó a un primer plano muchas de estas cuestiones. Dawkins explicaba el mundo de los genes de forma metafórica, como si todos los organismos vivos, ya fueran pájaros cantores o chimpancés, fueran simplemente el modo que tenían los genes de producir más genes. Las pautas de conducta eran poco más que recursos útiles para garantizar la reproducción y propagar los genes en una población. La agilidad de su terminología cautivó la imaginación. Al igual que Wilson, Dawkins ha sido a menudo objeto de críticas. Azuzado por los titulares sensacionalistas de los medios de comunicación, el público suele pensar en la actualidad que la Ciencia propone la existencia de un gen para cada uno de los rasgos humanos (el gen de la «inteligencia», el gen «homosexual» o el gen «adúltero»), del mismo modo que podría existir un gen para la fibrosis quística. Por consiguiente, a los genetistas les resulta difícil dejar claro que jamás ha existido un gen único para nada, y que las personalidades individuales o las condiciones de salud descansan en la interacción y la expresión de muchos genes a través de las proteínas de las células y de la relación con las condiciones del entorno local, las estructuras sociales y la educación.

No obstante, pocos de estos debates modernos sobre gorilas, genes egoístas o pautas de conducta programadas biológicamente han causado controversia religiosa sobre la veracidad del conocimiento real que se estaba construyendo. Hasta el papa Juan Pablo II dirigió en 1996 un mensaje a los cristianos en el que reconocía que el resultado de los trabajos científicos desarrollados de forma independiente en todo el planeta «nos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis». Así pues, de todos los desarrollos recientes, el más inesperado es el resurgir de la literatura creacionista y la proliferación en Occidente de todo un nuevo espectro de teologías antidarwinianas. Quizá ésta sea una expresión más, entre otras muchas, de una reacción cultural ante la relajación de los códigos morales acaecida desde las décadas de 1960 y 1970.

Los nuevos creacionistas tal vez culpen de la decadencia moderna y de la desaparición de los valores familiares tradicionales al auge de las ideas seculares. Atacar la teoría evolucionista sería, así, atacar tanto un símbolo como la supuesta causa de la podredumbre. Visto desde el exterior, el tono de este movimiento es prescriptivo y conservador. Mientras que los antidarwinistas del siglo XIX jamás consiguieron alinearse en frentes de batalla unificados y, como consecuencia de ello, perdieron gran parte de su efectividad, los fundamentalistas estadounidenses de finales del siglo xx han adquirido una impresionante voz unificada y una relevancia pública considerable.

Muchos de estos movimientos actuales se hacen eco de temas surgidos en el juicio de Scopes celebrado en Tennessee en 1925, en el que políticos y teólogos trataron de apartar el darwinismo de la educación pública. Las asambleas legislativas de seis estados del sur ya habían propuesto promulgar leyes antievolucionistas en 1923, cuando se aprobaron dos normativas menores. En 1925 la Cámara de Representantes de Tennessee aprobó una ley que convertía en un delito «enseñar cualquier tipo de teoría que niegue la historia de la creación divina del hombre tal como se enseña en la Biblia, y contrariamente a ella enseñar que el hombre ha evolucionado a partir de un orden animal inferior». Cuando la American Civil Liberties Union hizo público que defendería a todos los maestros de Tennessee que estuvieran dispuestos a desafiar la ley, John Scopes, un joven profesor de Ciencias de Dayton, aceptó el reto. El propio juicio se inició como un truco publicitario, pero muy pronto concedió al abogado Clarence Darrow la oportunidad de mostrar que el literalismo bíblico era absurdo y nocivo, fundamentalmente a través de las respuestas que extraía de William Jennings Bryan, un defensor de los valores cristianos y oponente destacado de que la evolución estuviera presente en las escuelas.

Los observadores más neutrales consideraron que el juicio había finalizado en empate. En 1960 el juicio de Scopes se convirtió en una película famosa, "La herencia del viento", tras la cual millones de estadounidenses abandonaron la oposición religiosa a la teoría evolucionista. El auge de este tipo de ideas creacionistas en la actualidad quizá puede explicarse en parte por las garantías que ofrece en un mundo cada vez más turbulento, alimentado por la frustración ante la creciente escisión entre los expertos y el pueblo, y por cierta insatisfacción ante la Ciencia que se lleva a cabo a puerta cerrada. Derivados en su mayor parte de los prolíficos escritos de la década de 1930 del profesor de Ciencias y adventista del séptimo día George McCready Price, y revitalizados en la década de 1960 por Henry Morris, un predicador baptista sureño, los creacionistas de la «Tierra Joven», los «geólogos del diluvio» y demás creyentes en la verdad literal de la Biblia afirman que la Tierra tiene menos de diez mil años de antigüedad y que los registros fósiles se originaron todos a la vez durante el diluvio. Según señalaba Morris en su obra Genesis Flood (1961), la Biblia concede poco tiempo para que haya habido algún tipo de evolución. Los puntos de vista de Morris son defendidos en la actualidad por el Institute for Creation Research de San Diego, desde donde él y sus seguidores denuncian a Darwin y ofrecen una alternativa con apariencia científica denominada «Ciencia de la creación», que se difunde ampliamente a través de manuales escolares, folletos y reuniones nostálgicas, y que está aparentemente respaldada por «datos» científicos como el hallazgo de fragmentos del arca de Noé. Gran parte de la difusión de la información se realiza hoy día de forma electrónica, por lo que los creacionistas se han aprovechado del poder de internet para beneficiarse de los pretendidos fallos de la argumentación de Darwin y debilitar el darwinismo moderno; recurso promocional éste que llega a mucha más gente que las densas publicaciones de la profesión académica.

Aun cuando la instrucción religiosa esté prohibida en la mayoría de escuelas públicas occidentales, los creacionistas han convertido en una batalla constitucional la inclusión de la "Ciencia de la creación" en el curriculum científico. La teoría de Darwin solo es una teoría, dicen. Se reivindica que la teoría de la creación es igualmente válida. En la actualidad, los debates acalorados y los pleitos reflejan el creciente apoyo cosechado en el sistema educativo oficial por la elaboración de alternativas a la evolución. Por ejemplo, el Consejo de Educación de Kansas decidió en agosto de 1999 convertir la evolución en una asignatura optativa de acuerdo con los criterios que establece para la enseñanza de las Ciencias. Por tanto, la evolución ha dejado de estar incluida en las pruebas normalizadas de los escolares de Kansas. Kentucky ha suprimido la palabra «evolución» y la ha sustituido por la expresión «cambio a lo largo del tiempo». Estos desplazamientos de la opinión pública preocupan profundamente a los científicos.

Sin duda, muchos científicos sienten que comprender las tradiciones religiosas ocupa un lugar relevante en la educación de todos los niños, en no menor medida que las lecciones de historia o la evolución de diferentes sociedades modernas. Sin embargo, todo esto es muy distinto de defender en las clases de Ciencias un punto de vista piadoso como si se tratara de una verdad real. Aun cuando el concepto de separación entre Iglesia y Estado subyace, algunos países, como Estados Unidos, es un país singularmente protestante en el que la Biblia continúa desempeñando un papel crucial. Los partidarios de una nueva variante, denominada «diseño inteligente», argumentan de forma muy persuasiva para presentarla en las aulas como una alternativa al darwinismo. El diseño inteligente no suele refutar la evolución en términos generales, pero sugiere que algunos procesos biológicos son demasiado complejos para haberse originado del modo escalonado propuesto por Darwin.

Recordando muchas de las polémicas desatadas inmediatamente después de la publicación de "El origen de las especies", el bioquímico Michael J. Behe propone en su libro "La caja negra de Darwin: el reto de la bioquímica a la evolución" (1997) que las reacciones proteínicas deben de haber sido concebidas por una inteligencia superior. Este es en esencia el viejo argumento tal como lo exponían William Paley o Asa Gray, actualizado y con ejemplos nuevos.

El nuevo milenio se ha iniciado, por tanto, con los occidentales más divididos que nunca acerca de las implicaciones de un origen natural de las especies. Pese a estos retos, la síntesis moderna se mantiene firme en el núcleo de las Ciencias biológicas. A ningún biólogo se le ocurriría hacer caso omiso de la evidencia. Como dijo Theodore Dobzhansky en la década de 1960, «en biología nada tiene sentido si no es a la luz de la evolución». Pocas veces la historia habla de avances sencillos, pero sí puede hablar del extraordinario efecto de un único libro. Aunque muchas de las ideas y temas abordados por Darwin en 1859 no eran nuevos, y aunque su estilo era en extremo afable, "El origen de las especies" fue sin duda un acontecimiento editorial de primer orden que alteró de manera espectacular la naturaleza del debate sobre la cuestión de los orígenes.

Esta interacción entre un hombre, un libro y las diversas circunstancias sociales, religiosas, intelectuales y nacionales de su público y las corrientes más amplias del cambio histórico es lo que convirtió a "El origen de las especies" de Darwin en un fenómeno tan asombroso en su época y lo que continúa atrapando e instruyendo a los lectores modernos. Los textos antiguos suelen reinventarse mediante las nuevas formas de atención que se les presta, y parece que "El origen de las especies" de Darwin fue al mismo tiempo elástico para sobrevivir a sus propias propuestas y maleable en manos de sus fieles. Así pues, su libro puede considerarse no una voz solitaria que desafiaba deliberadamente las tradiciones de la Iglesia o los valores morales de la sociedad, sino uno de los ejes de la transformación del pensamiento occidental.

                                                                                                                                                            

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