EL LIBRE ALBEDRIO

 

La visión mecanicista del Universo no parece ser compatible con la consciencia de libertad de las personas. La Relatividad y la mecánica newtoniana son teorías donde el pasado determina todo el instante futuro; en cambio, la Mecánica Cuántica deja espacio a la aleatoriedad. ¿Somo simples autómatas con una ilusión de libertad o es la Física compatible con el libre albedrío? La idea de que el libre albedrío es imposible nace al mismo tiempo que la visión determinista del Universo. Si el mundo y las personas están hechos de partículas que obedecen una serie de leyes rígidas, su devenir está determinado. Según este paradigma, las personas no son más que máquinas orgánicas, una serie de mecanismos físicos y químicos que dan lugar a ciertos comportamientos. El libre albedrío no es más que una ilusión colectiva derivada de la enorme complejidad de los mecanismos que nos gobiernan.

Ante esta tesitura, existen diferentes opciones: la primera es aceptar que el libre albedrío es una ficción y aprender a vivir con ello. Por supuesto, esto tiene consecuencias directas en la convivencia entre personas. Si no tenemos libre albedrío, ¿existe la responsabilidad moral? ¿Es un psicópata culpable si solo actúa según lo que le mandan las leyes de la Física?

Se dice a menudo que el hombre tiene «libre albedrío» porque puede tomar elecciones. Eso no es correcto. Cualquier organismo toma decisiones constantemente, la cuestión es si éstas son absolutamente libres. El investigador estadounidense Joseph Price definió el libre albedrío como la posibilidad de elegir hacer o no hacer una cosa sin estar limitado por condicionantes internos o externos. ¿Habremos hecho alguna elección en libertad según esa definición? Darwin ya dijo en 1838 que la existencia del libre albedrío en los humanos era una ilusión, dado que las personas analizan pocas veces sus motivos y sus acciones suelen ser instintivas. En la filosofía no hay consenso sobre lo que significa en realidad el libre albedrío. En los debates sobre el tema suelen mencionarse tres condiciones. En primer lugar una acción es libre si existe también la posibilidad de no hacerla (es preciso que haya alternativas posibles). Un segundo punto es que la acción ha de ser intencional. La tercera característica del libre albedrío es que uno tiene la impresión de realizar la acción por sí mismo. Aunque eso, por supuesto, no es más que una impresión.

Nadie que recuerde la experiencia repentina e intensa de un enamoramiento clasificará la elección de pareja como una «decisión tomada libremente y bien ponderada». Sencillamente sucede y se acompaña de la euforia y de todas las reacciones físicas correspondientes, como palpitaciones, sudoración e insomnio así como una dependencia emocional, atención muy focalizada, pensamientos obsesivos y protección posesiva de la pareja, además de una sensación de energía desbordante. Platón también opinaba lo mismo. Consideraba que el impulso sexual era la cuarta forma del alma, situada debajo del ombligo, y afirmaba que esa alma era completamente irracional y que no aceptaba ninguna disciplina. Spinoza (1632-1677) tampoco creía en la existencia del libre albedrío, tal como lo ilustró en su Ética, con estos elocuentes ejemplos: «Así el niño cree que le apetece libremente la leche, el muchacho irritado, que quiere libremente la venganza, y el tímido, la fuga. […] Y asimismo el que delira, la charlatana, el niño y otros muchos creen hablar por libre decisión del alma, siendo así que no pueden reprimir el impulso que les hace hablar». De ese modo deja claro que esas características son inmutables. No pueden modificarse.

El conocimiento actual de la neurobiología demuestra que no puede hablarse de una completa libertad. El gran impacto que muchos factores hereditarios e influencias externas tienen en una fase temprana de nuestro desarrollo se encarga de fijar la estructura y la función del cerebro para el resto de nuestra vida. De ese modo no sólo tenemos muchas posibilidades y talentos, sino también muchas limitaciones, como la base congénita de la probabilidad de desarrollar una adicción, el grado de agresividad, nuestra identidad de género y orientación sexual así como una predisposición al TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) , a los trastornos límite de la personalidad, a la depresión y a la esquizofrenia. Eso deja claro que nuestro comportamiento está determinado en buena medida desde nuestro nacimiento. Esa visión radicalmente opuesta a la creencia de los años sesenta de que todo es moldeable se conoce como «neurocalvinismo». Se trata de un concepto que hace referencia a la doctrina de la predestinación que tanto ha condicionado la vida de los calvinistas. Los protestantes más estrictos siguen creyendo que Dios ya ha decidido desde antes del nacimiento qué clase de vida tendrá cada individuo, si será salvado o condenado y, por tanto, si irá al cielo o al infierno.

Que muchas cosas queden establecidas durante las etapas iniciales de nuestro desarrollo no afecta solamente a las enfermedades psiquiátricas, sino también a nuestra forma de ser cotidianamente. Vemos que en teoría podemos escoger entre tener una relación con alguien del otro sexo o de nuestro mismo sexo, pero nuestra orientación sexual establecida ya en el útero materno no nos da la posibilidad de hacer esa elección teórica con plena libertad. Asimismo, nacemos en un entorno lingüístico que determina en buena parte nuestra estructura y nuestra función cerebral sin que pueda hablarse de predisposición genética o de posibilidad de elegir nuestra lengua materna. El entorno religioso donde vayamos a parar después de nacer también determinará si canalizaremos el grado de espiritualidad que hemos recibido genéticamente hacia la fe, el materialismo o un gran interés por el medio ambiente.

Nuestra herencia genética y todos los factores que han ido influyendo de forma permanente a lo largo de nuestro desarrollo nos han llenado de «limitaciones internas» y, por lo tanto, no somos libres para decidir cambiar de identidad de género, orientación sexual, nivel de agresividad, carácter, religión o lengua materna. Como tampoco podemos elegir tener un determinado talento o no pensar en algo. También tenemos muy poca influencia sobre nuestras elecciones morales. Aprobamos o rechazamos las cosas, no porque las hayamos meditado detenidamente, sino porque no podemos obrar de otro modo. La ética es un resultado de nuestros ancestrales instintos sociales, que están orientados a hacer algo que no perjudique al grupo, como ya apuntó Darwin. Se impone la paradoja de que el único que, aparte de sus limitaciones genéticas, aún es un poco libre es el feto al inicio del embarazo. Aunque en realidad no está en condiciones de hacer nada con esa libertad limitada porque su sistema nervioso es demasiado inmaduro. Cuando llegamos a adultos hay grandes limitaciones en la posibilidad de modificar nuestro cerebro y, en consecuencia, también de cambiar nuestro comportamiento. Hemos recibido un determinado «carácter». Y el resquicio de libertad que nos queda se ve limitado también por las constricciones que nos impone la sociedad.

Decidimos muchas cosas en «una fracción de segundo» o «instintivamente», o basándonos en nuestra «intuición» sin reflexionar sobre ello de un modo consciente. Escogemos una pareja para enamorarnos de ella a primera vista, y el acusado tiene razón cuando afirma que había matado a la víctima antes de darse cuenta de lo que hacía. El periodista científico Malcolm Gladwell habla con entusiasmo en su libro Inteligencia intuitiva sobre las decisiones importantes y complejas que nuestro cerebro inconsciente toma en un par de segundos. Del mismo modo que un avión moderno puede volar y aterrizar con el piloto automático sin que intervenga para nada un piloto consciente de carne y hueso, también nuestro cerebro funciona en buena parte de forma inconsciente, y lo hace irreprochablemente. Pero para ello es preciso haberlo entrenado. Sólo alimentando continua e intensivamente el cerebro inconsciente con la información adecuada un experto en arte «distinguirá» de inmediato una falsificación, y sólo habiendo visitado una gran cantidad de pacientes el médico desarrollará el «ojo clínico» que le permitirá diagnosticar a un paciente nada más verlo entrar. La resonancia magnética funcional ha permitido ver que utilizamos distintos circuitos cerebrales para el pensamiento consciente y para las decisiones intuitivas. La corteza insular y la corteza cingulada anterior sólo se activan en las decisiones intuitivas. El hecho de que esas dos áreas cerebrales sean tan importantes para la regulación autónoma queda bien reflejado en nuestro uso del lenguaje para describir las decisiones intuitivas como si procediesen de nuestras «vísceras».

Nuestro cerebro debe funcionar en buena parte de forma automática e inconsciente. Nos vemos bombardeados con una enorme cantidad de información. Gracias a una atención selectiva decidimos de forma inconsciente lo que es más importante para nosotros. Si se muestran fotos de desnudos a un solo ojo de forma tan fugaz que uno no llega a ser consciente de ello, el ojo del hombre heterosexual se ve atraído por las mujeres desnudas, mientras que se aparta ante los hombres desnudos. En los hombres homosexuales y en las mujeres heterosexuales el ojo se fija en las imágenes eróticas de hombres desnudos, mientras que la reacción de las mujeres lesbianas y los bisexuales está entre la de los hombres heterosexuales y las mujeres. La orientación sexual que ha sido programada en nuestro cerebro desde el temprano desarrollo también se convierte en un proceso inconsciente.

Las emociones también son muy importantes en estos procesos inconscientes y el sistema nervioso autónomo tiene un papel fundamental. En un juicio moral las emociones son asimismo determinantes. La parte inferior de la corteza prefrontal (CPF) es primordial para tomar decisiones ante dilemas morales como, por ejemplo, decidir sacrificar la vida de una persona para salvar a otras. A la mayoría de nosotros nos resulta imposible tomar esa clase de decisiones emocionales, pero las personas que tienen dañada esa área de la corteza prefrontal son capaces de hacer valoraciones muy frías e impersonales y ante esos dilemas terribles no se ven asaltados por sentimientos como la empatía o la compasión. Según parece, un cerebro intacto también se deja llevar por las emociones a la hora de hacer juicios basados en las normas y los valores sociales. Las valoraciones conscientes no siempre son mejores que las decisiones inconscientes e incluso pueden evitar que se tome la decisión adecuada. En el caso de tener que tomar decisiones financieras importantes, como por ejemplo comprar una casa, es mejor guiarse por la intuición que someterlas a valoraciones conscientes, según afirma el psicólogo Ed de Haan. Si uno anda sumido en sus pensamientos mientras se dirige en coche al trabajo en medio del tráfico, toma centenares de decisiones en situaciones complejas, decisiones de vida o muerte, y lo hace de una forma completamente automática, y de pronto se dice: «¿Ya hemos llegado?». También podemos estar «fijados» en un problema durante mucho tiempo sin pensar en él conscientemente, y de pronto, mientras estamos haciendo algo que no tiene nada que ver, se nos ocurre la solución. Así pues, nuestro comportamiento, en un continuo homenaje a Sigmund Freud, está dirigido en una parte importante por nuestros procesos inconscientes. Cien años después, hemos vuelto al inconsciente, aunque sin los conflictos sexuales infantiles freudianos, las fantasías agresivas u otras explicaciones dudosas.

Los factores de nuestra cultura y sociedad son también de vital importancia a la hora de tomar decisiones inconscientes. ¿Cuántas veces en la historia un pueblo entero no ha seguido a ciegas al líder equivocado? Pero también hay factores físicos, como la temperatura y la luz, que tienen gran repercusión en nuestras acciones. Durante los veranos muy calurosos pueden producirse explosiones de comportamiento agresivo. La formidable decisión de empezar una guerra en el hemisferio norte se ha tomado durante siglos en el verano, mientras que en el hemisferio sur se ha hecho durante nuestro invierno, en el caso de los países próximos al ecuador se ha hecho independientemente de la estación, según se desprende del estudio que Schreibers hizo con dos mil ciento treinta y un campos de batalla en los últimos tres mil quinientos años. No eran la estrategia militar, ni la «razón» o el «libre albedrío», sino la cantidad de luz solar o la temperatura lo que pesaba más en la nada despreciable decisión de iniciar una guerra en un determinado momento.

Naturalmente, la toma de tantas decisiones inconscientes también tiene su desventaja. Nuestras ideas racistas y sexistas tienen a menudo un papel inesperado, por ejemplo, durante una entrevista de trabajo. Pero nuestro cerebro no tiene más remedio que funcionar en gran medida como un eficiente autómata inconsciente que, sin embargo, decide de un modo racional. Las asociaciones inconscientes «implícitas» nos permiten tomar con rapidez y eficacia una enorme cantidad de decisiones complejas, algo que sería del todo imposible si fuese necesario sopesar de forma cuidadosa y consciente, pero también lenta, todos los pros y los contras. Pero en todas esas decisiones inconscientes no hay lugar para el libre albedrío. Eso tiene grandes consecuencias porque cuando juzgamos a alguien por sus actos damos por sentado la existencia del libre albedrío, lo que en buena parte de nuestras acciones es inexistente.

Hoy en día, los resultados de diversas investigaciones en Neurociencia parecen apuntar a que la teoría que niega el libre albedrío va en la dirección correcta. Investigaciones recientes demuestran que es posible predecir las decisiones de una persona con hasta cuatro segundos de antelación, usando técnicas de resonancia magnética. Parece ser que la toma consciente de decisiones es una ilusión generada por nuestro cerebro, que realiza la mayor parte del proceso de forma inconsciente.

 

                                                                                                                                                          CONTINUARÁ

                                                                                                                                                                           © 2021 Javier De Lucas