A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

LOS OJOS DEL DIABLO

El niño estaba jugando con la arena.

Soplaba un viento suave que le rizaba el pelo, y las olas se encrespaban antes de estallar y convertirse en plata el puro azul.

De vez en cuando se levantaba, echaba a correr mojándose los pies con el agua que llegaba y moría casi al instante, y luego volvía a la arena, levantando murallas que intentaban detener a las olas.

El sol se estaba poniendo lentamente, y en ese mágico momento arrancaba reflejos dorados al mar, que parecía dormido.

El cielo se teñía de sombras, las nubes de más allá de la isla de Sands parecían incendiadas por el fuego del astro y el viento traía olas de mar, de horizonte, de belleza en aquella tarde de verano. La playa infinita que se perdía a lo lejos sin perder nunca su bella estampa, estaba solitaria, triste y quizá fría. El tibio sol la besaba ahora como el agua salada y jugaba con la arena que venía y se marchaba, que volvía y se iba para volver a venir.

La vida parecía desaparecer entonces porque una calma absoluta, una paz total se había adueñado de ese mundo fantástico, del paisaje encantado de aquella playa del Pacífico.

Por poniente, el resplandor del sol se convertía en una mancha roja, tan gigantesca que parecía cubrir el cielo hasta la isla.

El espectáculo era fascinante, y tenía sabor a cuento de hadas. Por eso, el niño jugaba todas las tardes en la playa, para ver con sus propios ojos aquellas maravillosas puestas de sol en los días de verano.

Sus ojos, sin embargo, se cansaban a veces y miraban ansiosos hacia la espuma donde el mar moría, y se remontaban por la verde alfombra hasta la isla de Sands. El viejecito tardaba y eso era algo que impacientaba al niño de tal manera que a veces pataleaba inquieto por la arena, sin dejar de mirar hacia la isla. Entonces, la barquita se dibujaba sobre el mar como un punto blanco surgiendo de las aguas, y venía, venía despacio porque despacio se vivía allí, despacio parecía correr el tiempo, andar casi, pararse incluso.

El viejo, fatigosamente, el viejo Sands se debatía con las redes llenas de peces y las algas y los corales que despreciaba antes de desembarcar en la playa. Era cuando el niño, velozmente, se apresuraba a su encuentro batiendo las manos de gozo, rasgando la espuma con los pies desnudos, arrancando al tibio sol los últimos reflejos, dorados casi, de su agitada cabellera.

El viejo Sands agitaba una mano desde la barca, y seguía afanándose en su tarea. Como todos los días, como todos los meses, como todos los años que el tiempo, sin querer, unía y hacía desaparecer su propio paso. La escena era la misma siempre, desde hacía mucho tiempo, como las palabras, aquellas palabras misteriosas y profundas que salían de la garganta del viejo, y que nadie escuchaba, y que se perdían en la cálida tarde, sin que nadie recogiese su misterioso sentido.

“Cuando la playa se llene de centauros de muerte, cuando los jinetes del mar y del infierno, en negra nube, tras rojo cielo, emerjan de las aguas, “Paradise” dejará de existir y Satán reinará sobre las olas. Solo los ojos del diablo, con su luz de muerte, destellarán la fuerza que aniquile al invasor, y aquel choque será tal que esos ojos perderán también su vida.”

¿No lo ves? El  niño y el viejo se han sentado en la arena, como todos los días, y mientras la bruma va cubriendo el cielo poco a poco, el aire vuelve a oír las historias, irreales quizá, los cuentos, las leyendas maravillosas que el viejo sabe, que el viejo dice con una extraña emoción y que nadie escucha. Solo el niño le presta su oído, y solo el niño se deja llevar por la fantasía que canta esos mundos inéditos, increíbles, del otro lado de las montañas, hacia el interior.

Y las palabras que nadie oye, que nadie escucha, vuelven a rasgar el aire como un presagio, como una maldición, como un aviso y una tragedia a ese pueblo de ensueño  que se duerme en el cálido atardecer, sin penas, sin añoranzas. “Paradise” vive y solo con vivir mata su tiempo, y solo con vivir se conforma, sin esperanza, porque el que espera lucha y se angustia, y sufre, y allí nadie sufre porque nadie espera.

El mar contempla a “Paradise” y el cielo se vuelve más azul, se apaga, anuncia la noche, como siempre, envolviendo a las cosas en una nueva maravilla, las estrellas infinitas que salpican el viento.

Me estaba mirando con sus ojos infantiles, azules y muy abiertos, limpios como el que no ha visto nada. Me estaba mirando como siempre y yo seguía hablando, la vida que intentaba describirle y que no conseguía.

Sus ojos se abrieron esta vez quizá más que las anteriores, y se puso de pie de un salto, y sus manos temblaron, y echó a correr, mirando al cielo que de repente se había vuelto rojo, que lanzaba llamaradas e incendiaba la tarde.

Entonces me levanté. Me levantaba.

 Avanzaban compactos, como una nube de color negro, surgiendo de las olas. Avanzaban en tropel a sangre a fuego, disparando al aire sus armas, hollando la purísima arena con sus trancos veloces. Aparecían tras la bruma, tremendos en su alucinante visión de profecía, cabalgando por las aguas hacia el pueblo, los diablos negros, los ángeles de la muerte que pedían, que querían, que buscaban la vida del débil,  que solo muerte anuncian y solo a muerte convidan.

“Paradise” dejará de existir.

El chico seguía de pie, pintando en sus ojos, por primera vez, la expresión de angustia que jamás antes pintaron, la arruga de su frente que antes no existió, el choque de sus dientes o el temblor de sus manos.

Vio parte de su vida, quizá la más dura, y la impresión fue profunda, como el más bello sueño hecho añicos, enfrentado a una realidad salvaje pero cierta y que surgía ante sus ojos con la fuerza de un vendaval.

Vio la lucha por la supervivencia, vio la angustia, vio la locura de la muerte, el espanto, el miedo, la furia, el dolor.

Vio tanto en tan poco tiempo que solo él podría resistirlo y por eso le escogí. Vio tanto que sus ojos se endurecieron, y el azul se tornó diabólico, y en segundos todo cambió.

El viejo cogió al niño por los hombros,  le sacudió fuertemente  hasta dominarle y le susurró unas palabras al oído. Le vio alejarse mientras la muerte avanzaba, en forma de centauros, tras rojo cielo, surgiendo de las olas en una visión de los infiernos.

Nadie me escuchaba.

Seguía hablando, advirtiendo, y solo el chico me oía, como yo antes, ¿cuándo? quizá el año pasado, o el anterior, o quizá nunca

Me oía y sus ojos tan azules, tan limpios, se afanaban en comprender mis historias, y no sabía lo que en realidad yo quería decirle. Se debatía en su mundo fantástico, y yo seguía, como siempre, hablando lo que él solo escuchaba.

El primer Sands me miraba allá a lo lejos, desde la isla o tal vez desde el cielo, como si fuese yo mismo, o fuese yo el último.

Y el joven Sands oía, callaba, se formaba y cambiaban sus ojos en un segundo, como los míos.

 

X X X X X X X X X X X X X X X

 

El cielo, rojo de fuego desde entonces, tras la negra nube, parece la cólera que mira hacia la Tierra, y el mar ya no arranca reflejos de plata, sino de sangre, y la arena ya no es tan pura, porque aún las huellas de los cascos  la deforman brutalmente.

Ya no se pone el sol sobre la playa, porque la noche no anuncia paz sino tormenta, y ya las estrellas no salpican al viento, sino le lloran, o se esconden tras la bruma para no ver qué ocurre allá abajo.

¡Mirad, hombres de Sands!

Que un infierno en “Paradise” no cabe, que es el juego de la vida y que el tiempo no cuenta para vosotros.

Mirad la playa, solitaria y nostálgica de paz, que espera. Mirad las olas que la caricia del sol también esperan. Mirad el cielo, que los ojos deslumbrantes de cien estrellas recuerdan, añoran, sufren, pretenden.

Es la vida y es su juego, como la arena que ya no ve al viejo Sands, ni al niño, ni al aire que oye sus historias.

El viento que escucha el gemido de las cosas, y que ya no siente las hondas palabras, como un aviso, como una sentencia que sale de la garganta del viejo.

Las palabras graves, profundas, que nadie escucha.

El silencio abismal, impresionante, no es de paz, sino de muerte. La atmósfera se hace incandescente, un clima tirante y extraño que se apodera de todo.

¡Mirad, hombres de Sands!

Ese clima, poco a poco, invade este pedazo de mundo. Cuidado, que algo va a ocurrir. Por encima de todo, de la angustia, del dolor, de la vida creada por los invasores.

Cuidado, que falta poco.

Un arco iris gigantesco, infinito.

Mil espectros infernales que cubren el cielo.

Una visión apocalíptica y un hombre.

El universal. El hombre de los ojos del diablo.

Sands.

Ha surgido del mar y viene de la isla.

Avanza lento, implacable, con la mirada más satánica que imaginarse pueda.

El hombre de los ojos del diablo avanza por el mar, por la playa, desprendiendo la larga figura destellos de irrealidad, de fantasía. El marco de la costa centra al hombre aparecido, y el viento se va enrareciendo, va aumentando, presagiando la próxima tormenta.

La arena, primero levemente, luego con fuerza, se levanta en remolinos, aquí y allá, y las olas  crecen, se enervan, se rompen en montañas de plata, que suben y estallan, cada vez más grandes, cada vez más fuertes, cada vez más blancas.

Ya no hay cielo rojo. Venidas de lejos las nubes negras, impresionantes, se juntan, se aúnan en poderoso choque, y parece que los cielos se abren, que vomitan su furia, y el mundo tiembla.

Un relámpago que ilumina la noche, la playa, con el resplandor vivísimo, cegador, de su luz de fuego. Mil truenos infernales, un horror  desatado sobre la tierra, que avanza, que aterra, que destruye.

Y abajo, el hombre.

Lento, despreciando el infierno que le rodea y le sumerge, despreciando el peligro, como el dueño del mar que ahora se estremece en olas gigantescas, inmensas,  en la sinfonía de espanto que aparece.

Por encima de todo, la luz inextinguible de sus ojos, dos piedras de fuego brillando más que los rayos, que el relámpago cegador allí en el cielo.

Los ojos del diablo que miran, o que hieren.

Mis ojos cansados, tus ojos azules, limpios.

Mis ojos azules, limpios, tus ojos cansados.

Los jinetes de la nube negra le ven,  le ven envuelto en la tormenta avanzando lento, pero terrible. Le ven por encima de las gigantescas olas, la furia del mar, la maldición del cielo, y sus armas le buscan, te buscan,  me buscan, uniendo la muerte a la tormenta.

Un relámpago quizá más fuerte, un trueno quizá más salvaje y una lucha de titanes bajo el cielo, sobre la playa, la eterna historia que se repite, y siento el deseo de muerte en mis manos, en mi alma, y los busco para aniquilarlos  porque al fin había llegado mi momento. Los sigo entre las olas, entre los rayos, entre el diluvio, buscando sus cuerpos que huyen, ahogando sus vidas en la luz intensa  de mis ojos.

Sepultando bajo la fuerza de mis manos todo su poder, tronchando su vivir a ciegas, encerrando para siempre sus cuerpos en la inmensa tumba tras las olas.

 

X X X X X X X X X X X X X X X

 

 Dicen que el viejo está loco, que dice cosas sin sentido, pero a mí me gusta escucharle y no se porqué. Sus ojos apagados, casi sin luz, como muertos, se cierran, y habla, y habla, y yo le escucho todos los días en la playa, cuando le veo venir desde su isla. Nadie le escucha, nadie le oye, pero a él no le importa.

Como siempre, el sol se va poniendo, el mar, como una balsa, ni se mueve, y la tarde como todas, es de ensueño. Pero yo solo quiero ver aparecer su barquita, viniendo de la isla, contemplar sus ojos cansados y oír sus fantásticas historias que a veces no comprendo.

Un día todo se oscurece.

Algo va a ocurrir porque el viejo se pone en pie, se excita como nunca antes lo había hecho, y una nube negra, tras el rojo cielo, aparece en el horizonte.

No hace falta que el viejo me sacuda por los hombros.

No hace falta que sienta la muerte a mi espalda, la vida salvaje chillar a mi lado, como rompiendo de repente un sueño, un sueño de maravilla.

La isla me espera y sé cuál es mi camino.

Sé cuál es mi destino, un destino de muerte y destrucción, para empezar después a buscar el nuevo niño.

Me veo matando, ahogando vidas en mis manos bajo la terrible noche de aquelarre, y veo enfrente de mis ojos los azules del chico, limpios, como dos lagos, que atentos a mi historia que nadie oye, que nadie escucha, apenas si se mueven.

Las palabras que nadie oye, que nadie escucha, se pierden en la tarde del verano, y las estrellas en el purísimo cielo se miran y juegan con las olas. En la playa, en el mar, en el cielo, entre estrellas, en el universo entero, el tiempo, que no existe, mezcla el pasado con el futuro y lo encadena al presente.

Y abajo, en el mundo, solo un hombre: Sands.

 

FIN

 

                                                                                                  © Javier de Lucas