LOS MEDIOS Y LA CIENCIA

 

Debemos valorar hasta qué punto han penetrado en nuestra cultura los errores de comprensión y las tergiversaciones acerca de la ciencia: el seductor avance hacia la medicalización de la vida cotidiana, las fantasías en torno a las píldoras (las convencionales y las de los curanderos), y las ridículas afirmaciones en materia de salud que se lanzan a propósito de los alimentos (terreno en el que los periodistas son tan culpables como los nutricionistas). Pero, a continuación, deseo centrarme en aquellas noticias que nos pueden indicar mejor qué percepción se tiene de la ciencia hoy en día y qué pautas (repetitivas, estructurales) se siguen para llevarnos reiteradamente a engaño en lo que respecta a las cuestiones científicas.

Mi hipótesis básica es la siguiente: las personas que dirigen los medios de comunicación son titulados en áreas de humanidades con escasos conocimientos sobre ciencia, que, además, se enorgullecen de su ignorancia en la materia. En secreto, en lo más hondo de sus corazones, tal vez alberguen algún resentimiento por el hecho de haberse negado a sí mismos el acceso a los avances más significativos en la historia del pensamiento occidental de los últimos doscientos años; pero lo cierto es que en toda cobertura informativa que los medios dedican a los temas de ciencia, hay implícito una especie de ataque: en su elección de noticias y en su modo de tratarlas, los medios generan una especie de parodia de la ciencia. Dicha parodia configura una plantilla conforme a la cual la ciencia es descrita como un conjunto de enunciados sobre la verdad, pretendidamente didácticos pero incomprensibles y sin base, que pronuncian los científicos, unas figuras de autoridad socialmente poderosas y arbitrarias, que no están sujetas a elección popular. Se los considera distanciados de la realidad: gente que realiza un trabajo descabellado o peligroso. Y, en cualquier caso, todo lo relacionado con la ciencia se ve como algo poco fundado, contradictorio, probablemente destinado a cambiar en breve y (lo más ridículo de todo) «difícil de comprender». Tras haber creado semejante parodia, los comentaristas la atacan, como si estuvieran criticando el verdadero original de la ciencia.

Las noticias sobre ciencia se enmarcan generalmente en una de tres posibles categorías: las historias descabelladas, los «avances» de trascendencia histórica y las noticias «alarmistas». Cada una de ellas socava y distorsiona la ciencia a su particular modo. Las repasaremos por orden.

Historias descabelladas: tanto dinero para nada

Si lo que queremos es que nuestra investigación salga en los medios de comunicación, tiremos la autoclave a la basura, dejemos de usar las pipetas, borremos nuestra copia del programa estadístico Stata y vendamos nuestra alma a una compañía especializada en relaciones públicas y publicidad. En la Universidad de Reading, hay un doctor llamado Kevin Warwick que lleva algún tiempo siendo una fuente constante de noticias llamativas. Se implanta el chip de una tarjeta de identificación en el brazo, luego muestra a los periodistas cómo puede abrir con él las puertas de los despachos de su departamento y, al final, proclama: «Soy un ciborg, una fusión entre hombre y máquina». Y los medios quedan debidamente impresionados, cómo no. Una de las noticias favoritas sobre investigaciones científicas salidas de su laboratorio (aunque, desde luego, no se haya publicado nunca en ninguna revista académica) fue aquella en la que pretendió demostrar que ver una película llamada "Richard and Judy" mejora el rendimiento de los niños en los test de inteligencia de manera mucho más eficaz que cualquier otra clase de estímulo que pudiéramos esperar que les sirviera de mejor ayuda, como hacer ejercicios de práctica o beber café.

El problema es que aquel no fue un chiste marginal o periférico, sino que se convirtió en noticia y, a diferencia de la mayoría de las auténticas noticias científicas, dio pie a un editorial en el mismísimo The Independent. No tengo que escarbar mucho para hallar más ejemplos: hay quinientos entre los que elegir. «La infidelidad es genética», dicen los científicos. «La alergia a la electricidad es real», dice un investigador. «En el futuro, todos los hombres tendrán miembros grandes», dice un biólogo evolutivo de la London School of Economics.

Todas estas noticias son puro relleno huero y estrambótico que se nos hace pasar por ciencia, y alcanzan su forma más depurada en aquellas historias en las que los científicos han «descubierto» la fórmula de algo. Mira que están chiflados esos «cerebritos». Quienes escriben todas estas noticias son siempre periodistas especializados en ciencia. Dichas historias son luego seguidas muy de cerca por artículos de opinión a cargo de titulados en humanidades que, sabedores de la aprobación general que cosechan con esos comentarios, aprovechan para recordarnos lo desquiciados e irrelevantes que son los científicos. Y es que, conforme a la mentalidad de «búnker» que se les atribuye a éstos en la «parodia» de la ciencia que antes mencionaba, el atractivo de esas noticias reside precisamente ahí: juegan con el estereotipo popular de la ciencia como un asunto de «cerebritos», como algo tan irrelevante como marginal.

Pero esas historias también aparecen en los medios para generar negocio, para promocionar productos y para llenar páginas y páginas de forma muy económica, con el mínimo esfuerzo periodístico. Tomemos algunos de los ejemplos más destacados. El doctor Cliff Arnall es el rey de las noticias sobre ecuaciones matemáticas especiales, y entre su producción más reciente se incluyen las fórmulas para calcular el día más deprimente del año, el más feliz, el puente festivo perfecto y otras muchas (muchísimas) más. Según la BBC, es el «profesor Arnall». Por lo general, los medios se refieren a él como «el doctor Cliff Arnall, de la Universidad de Cardiff». En realidad, es un empresario que organiza cursos de fomento de la confianza y gestión del estrés, y que ha impartido algo de docencia a tiempo parcial en la Universidad de Cardiff. La oficina de prensa de dicha institución, sin embargo, está encantada de destacarlo en sus informes mensuales sobre los miembros de su personal de cuyos éxitos se han hecho eco los medios de comunicación. Así de bajo hemos caído.

Quizás alberguen ustedes tiernos sentimientos para estas fórmulas: tal vez piensen que dan «relevancia» y un aire más «divertido» a la ciencia (algo así como lo que sucede con el llamado rock cristiano). Pero deberían saber que provienen de empresas de publicidad y relaciones públicas que, en muchos casos, están especializadas en tales menesteres y dispuestas a asociar el nombre de un científico a sus actividades. De hecho, las empresas de relaciones públicas no ocultan en absoluto a sus clientes esta práctica. Todo lo contrario: se refieren a ese tipo de exposición —la que se obtiene al lanzar una noticia asociándole el nombre de uno de sus clientes — con la denominación de «equivalente publicitario».

La fórmula de Cliff Arnall para calcular el día más deprimente del año se ha convertido ya en un clásico anual de los medios de comunicación. La de este último año fue patrocinada por Sky Travel y apareció en enero (el momento perfecto para reservar unas vacaciones). Su fórmula para calcular «el día más alegre del año» aparece en junio (de hecho, el The Telegraph y el Mail han vuelto a mencionarla en 2008) patrocinada por los helados Wall. La fórmula del profesor Cary Cooper para clasificar los triunfos deportivos estaba patrocinada por la cadena de supermercados Tesco. La ecuación del efecto del alcohol (concretamente, del consumo de cerveza) en nuestra percepción del atractivo sexual de otras personas (conocido como efecto «gafas de cerveza») fue desarrollada por el doctor Nathan Efron, profesor de Optometría Clínica de la Universidad de Manchester, y patrocinada por el fabricante de productos ópticos Bausch & Lomb. La fórmula del penalti perfecto, del doctor David Lewis (de la Universidad John Moores, de Liverpool), estaba patrocinada por la casa de apuestas deportivas Ladbrokes. La fórmula del modo perfecto de estirar de los «petardos de Navidad» (Christmas crackers) para que hagan el máximo ruido posible, obra del doctor Paul Stevenson, de la Universidad de Surrey, fue un encargo de Tesco. La fórmula de la playa perfecta, del doctor Dimitrios Buhalis, de la Universidad de Surrey, se calculó bajo el patrocinio de la agencia de viajes Opodo. Hablamos aquí de miembros del personal docente e investigador de universidades, que comprometen sus nombres para que las empresas de relaciones públicas puedan vender «equivalentes publicitarios» en forma de exposición mediática.

No es ningún escándalo: sólo es una estupidez. Esas noticias no son informativas: son actividad promocional disfrazada de información. Juegan (de forma bastante cínica) con el hecho de que la mayoría de los redactores de los medios no reconocerían una historia verdaderamente científica ni aunque ésta bailara desnuda ante ellos. Juegan también con el hecho de que los periodistas andan faltos de tiempo, pero necesitan llenar páginas, ya que ahora hay menos personal y cada uno de ellos tiene que escribir más palabras que antes. En el fondo, todo esto constituye un ejemplo perfecto de lo que el periodista de investigación Nick Davies ha denominado churnalism (o «periodismo de agitar y servir»): un refrito acrítico de comunicados de prensa diversos convertidos en contenido periodístico. Y, en ciertos sentidos, es simplemente un microcosmos de un problema mucho más amplio y generalizado en todas las áreas del periodismo.

Según un estudio realizado en la Universidad de Cardiff , el 80 % de todas las noticias de los diarios serios habían sido «construidas total, principal o parcialmente a partir de material de segunda mano proporcionado por agencias de noticias y por empresas y organismos del sector de las relaciones públicas». Me sorprende que aún podamos leer notas de prensa en Internet sin tener que pagar por ellas en los quioscos.

«Todos los hombres tendrán miembros grandes»

Pese a su condición de bazofia absurda salida de los gabinetes de prensa y de relaciones públicas, estas noticias pueden tener una penetración extraordinaria. Los «miembros» a los que aquí me refiero se encuentran en el titular con el que el The Sun encabezó una noticia sobre un nuevo y radical «informe sobre la evolución» del doctor Oliver Curry, «teórico evolutivo» del centro de investigación Darwin@LSE. La noticia es un clásico de su género. Allá por el año 3000, el ser humano medio medirá prácticamente dos metros, tendrá la piel de color café y vivirá unos 120 años, según predice un nuevo estudio. Y lo bueno no termina ahí. Los hombres estarán contentos de saber que también sus miembros se harán más grandes… y que las mujeres tendrán pechos más exuberantes.

Esto fue presentado como un importante «nuevo estudio» en casi todos los periódicos británicos. En realidad, sin embargo, no se trataba más que de un trabajo imaginativo de un teórico político de la London School of Economics. Pero ¿se tenía en pie, aun así? No. Para empezar, el doctor Oliver Curry cree, al parecer, que la movilidad geográfica y social es algo novedoso y que, dentro de mil años, habrá producido seres humanos de un uniforme color café. Oliver tal vez no ha estado nunca en Brasil, donde africanos negros, europeos blancos y americanos nativos llevan siglos teniendo hijos juntos. Y los brasileños no se han vuelto de color café: de hecho, continúan evidenciando una amplia gama de pigmentaciones cutáneas, desde la más negra a la meramente bronceada. Los estudios realizados sobre la pigmentación de la piel (algunos de los cuales se han realizado específicamente en Brasil) muestran que ésta no parece guardar relación con la amplitud de nuestra herencia africana, y sugieren que el color puede estar codificado en un número bastante reducido de genes, por lo que, probablemente, no se mezcla ni se nivela, como sugiere Oliver.

¿Y sus demás ideas? Él teorizaba que, en última instancia y debido a la existencia de divisiones socioeconómicas extremas en la sociedad, los seres humanos se dividirán en dos especies: una de tipos altos, delgados, simétricos, limpios, sanos, inteligentes y creativos, y otra de tipos achaparrados, asimétricos, mugrientos, enfermizos y no tan brillantes en el plano intelectual.

La teoría de la evolución es probablemente una de las tres ideas más importantes de nuestro tiempo y malinterpretarla es una verdadera lástima. Ese ridículo conjunto de afirmaciones recibió cobertura informativa como noticia en todos los periódicos británicos, pero a ninguno de ellos se le ocurrió mencionar que las subdivisiones en especies distintas, del tipo de la que Curry cree que acabará por sucedernos, no se suelen producir si no es mediante presiones muy intensas, como la resultante de una prolongada separación geográfica. Los aborígenes de Tasmania, por poner un caso, tras un aislamiento de 10.000 años, seguían siendo capaces de tener hijos con otros seres humanos procedentes del exterior cuando éstos llegaron a la isla hace dos siglos. La «especiación simpátrica», es decir, la división en especies cuando los dos grupos viven en el mismo lugar y sólo están separados por factores socioeconómicos (que es la que Curry propone), es aún más difícil. De hecho, hubo un tiempo en que muchos científicos creían que jamás se producía. En cualquier caso, exigiría que esas líneas divisorias fueran absolutas. Pero la historia muestra que las mujeres pobres y atractivas y los hombres feos y ricos pueden ser muy ingeniosos salvando obstáculos cuando de amor se trata.

Pero los problemas triviales de ese trabajo trivial no son la cuestión que aquí nos ha de ocupar: lo raro es que se convirtió en una noticia de ciencia del tipo «los cerebritos han dicho hoy que…», y que se hicieron eco de ella toda clase de medios, desde la BBC hasta el The Sun, pasando por el The Telegraph, el The Scotsman, el Metro y muchos más, regodeándose en ella sin crítica alguna.

¿Cómo puede suceder algo así? A estas alturas, ya no necesitarán que les cuente que esa «investigación» (o «trabajo») fue pagada por un tercero: concretamente, por Bravo, un «canal televisivo para hombres» (ya saben, bikinis y coches rápidos) que celebraba por esas fechas su 21º aniversario. (La misma semana del importante trabajo científico del doctor Curry, y sólo para que se hagan una idea del tono del canal televisivo en cuestión, se podía ver en él el clásico cinematográfico Temptations, con el siguiente argumento: «Un grupo de trabajadores y trabajadoras del campo se enteran de que el banco pretende ejecutar la hipoteca que pesa sobre su propiedad y deciden consolarse entregándose a una serie de tórridos revolcones». Esto tal vez explique la línea de los «pechos exuberantes» seguida en aquel «nuevo estudio».)  La presión del proceso de selección sobre los empleados de los diarios nacionales favorece a aquellos periodistas que redactan dócil y diligentemente disparates inflados por los intereses comerciales como si fueran «noticias científicas».

«Jessica Alba tiene el contoneo perfecto, según un estudio»

Éste es un titular tomado del The Daily Telegraph que encabezaba una noticia que había sido recogida por Fox News, nada menos, y que en ambos casos venía acompañada de imágenes sugerentes de una mujer muy atractiva. Es la última noticia descabellada de la que hablaremos aquí y sólo la incluyo porque pone de relieve el «audaz» trabajo periodístico encubierto que fue necesario para producirla. «Jessica Alba, la actriz de cine, tiene los perfectos andares sexis, según un equipo de matemáticos de Cambridge.» Este importante estudio fue obra (al parecer) de un equipo encabezado por el profesor Richard Weber, de la Universidad de Cambridge: "Estamos llevando a cabo un estudio de las diez maneras de andar más sexis de las famosas para nuestro cliente Veet (la marca de cera depilatoria) y nos gustaría respaldar nuestro análisis con alguna fórmula de un experto que nos permita calcular qué famosa tiene el contoneo más seductor basándonos en la teoría. Nos gustaría contar con la colaboración de un doctor en psicología o alguien por el estilo que pueda idear ecuaciones que apoyen nuestros resultados, pues creemos que contar con el comentario de un experto y con una fórmula proporcionará más peso a la noticia."

¿Tanto mal hacen estas noticias? No hay duda de que son inútiles y de que reflejan cierto desprecio por la ciencia. Son simples piezas promocionales para las empresas que las siembran, pero resulta revelador lo bien que saben éstas de qué pie cojean exactamente los periódicos. Como veremos enseguida, los datos falsos de las encuestas tienen muy buena salida en los medios. ¿Y de verdad consiguió Clarion Communications que ochocientos hombres respondieran a una encuesta enviada por correo electrónico interno para su estudio, en el que ya sabían de antemano el resultado que querían, y en la que Jessica Alba quedó séptima, pero acabó siendo misteriosamente ascendida al primer puesto tras pasar los datos por el tamiz del análisis? Sí, quizá Clarion forma parte de WPP, uno de los mayores conglomerados mundiales de «servicios de comunicación». Se dedica a la publicidad, a las relaciones públicas y a las actividades de presión política, factura anualmente en torno a los 6.000 millones de libras y da trabajo directo a unas 100.000 personas en un centenar de países.

Estas grandes corporaciones empresariales dirigen nuestra cultura y la acribillan a sandeces.

Estadísticas, curas milagro y alarmas ocultas

¿Cómo se explica la desesperada situación de la cobertura que los medios hacen de la ciencia? La falta de conocimientos es una parte de la historia, pero también hay otros elementos más interesantes. Más de la mitad del espacio que se dedica a la ciencia en un periódico tiene que ver con la salud, porque las noticias sobre lo que nos mata o nos cura son sumamente motivadoras para los lectores y, en ese campo, además, el ritmo de la investigación ha cambiado espectacularmente, como ya he mencionado en anteriores apartados. Les pongo ahora en mayores (e importantes) antecedentes sobre esto último.

Con anterioridad a 1935, los médicos eran básicamente inútiles. Disponían de morfina para aliviar el dolor (una droga con un atractivo bastante tramposo, por no decir otra cosa) y podían realizar operaciones bastante limpias, aunque con elevadas dosis de anestesia, pues no habíamos resuelto todavía el problema de hallar unos relajantes musculares de acción muy concreta y definida. De pronto, entre (más o menos) 1935 y 1975, la ciencia empezó a manar una cascada constante de curas milagro. Si alguien enfermaba de tuberculosis en la década de 1920, se moría, pálido y escuálido, al más puro estilo de los poetas románticos. Si una persona enfermaba de tuberculosis en la década de 1970, lo más probable es que viviera hasta bien entrada la vejez: tal vez tuviera que tomar rifampicina e isoniazida durante meses y meses, y éstos no son fármacos agradables de consumir, pues sus efectos secundarios pueden teñir de color rosa el blanco de los ojos y la orina, pero si todo iba bien, el paciente podía vivir hasta que se produjera algún nuevo avance inimaginable en su infancia.

No era solamente una cuestión de fármacos. Todo lo que hoy relacionamos con la medicina moderna ocurrió durante ese periodo de tiempo, en el que se produjo una auténtica cascada de milagros. Los aparatos de diálisis hicieron posible la supervivencia de muchas personas tras la pérdida de dos órganos tan vitales como son los riñones. Los trasplantes devolvieron a mucha gente a la vida tras la que hasta entonces había sido una sentencia de muerte. Los escáneres por tomografía computarizada permitieron obtener imágenes tridimensionales del interior de una persona viva. La cirugía cardiaca recibió un extraordinario impulso. Se inventaron casi todos los medicamentos que conocemos. La reanimación cardiopulmonar (el procedimiento destinado a devolverle el pulso a una persona mediante masajes cardiacos y descargas eléctricas) empezó a funcionar en serio.

No olvidemos la polio. Esta enfermedad paraliza los músculos y afecta en especial a los de la cavidad torácica, lo que impide literalmente que la persona pueda inspirar y espirar, por lo que muere. Los médicos se dieron cuenta de que la parálisis provocada por la poliomielitis remitía en ocasiones de forma espontánea, así que, quizá, si podían mantener a los pacientes respirando de algún modo (durante semanas y semanas, si fuera necesario), tal vez, con el tiempo, lograrían todos respirar de nuevo de manera independiente. Y tenían razón. Los pacientes acababan volviendo casi literalmente de entre los muertos. Así fue como nacieron las unidades de cuidados intensivos.

Aquella «edad dorada» —por mítico y simplista que ese modelo parezca— terminó en la década de 1970. Pero la investigación médica no se detuvo, todo lo contrario. La probabilidad de que un varón de mediana edad se muera sin alcanzar la vejez se ha reducido seguramente a la mitad en los últimos treinta años, pero esta mejora no se ha debido a ningún avance único, espectacular y acaparador de titulares informativos. La investigación académica médica de hoy en día procede a base de la aparición paulatina de pequeñas mejoras, tanto en nuestro conocimiento de los fármacos (de sus peligros y beneficios) como en las prácticas que hay que seguir a la hora de recetarlos, así como en el perfeccionamiento bastante especializado de algunas técnicas quirúrgicas poco conocidas, la detección de algunos modestos factores de riesgo y la lucha contra los mismos a través de programas de salud pública (como la campaña de las «cinco piezas de fruta y de verdura al día»), cuya validez, aun así, sigue siendo difícil de demostrar.

Este es el principal problema de los medios de comunicación cuando tratan de informar sobre las investigaciones médicas en la actualidad: no pueden encajar estos pequeños pasos graduales (que, en su conjunto agregado, constituyen una considerable aportación a la salud en general) en el molde de las «curas milagro y peligros ocultos» antes existentes. Yo iría aún más allá y diría que la ciencia misma funciona muy mal como noticia: por su propia naturaleza, es un tema más propio de la sección de «reportajes» de un periódico, ya que, por lo general, no procede mediante avances súbitos y trascendentales. Progresa a través de temas y teorías que emergen gradualmente, respaldadas por un cúmulo de pruebas provenientes de una serie de disciplinas y que operan a diversos niveles explicativos. Los medios, sin embargo, continúan obsesionados por los «nuevos avances».

Es perfectamente comprensible que los periódicos sientan que su trabajo consiste en escribir sobre las novedades. Pero cuando el resultado de un experimento constituye una noticia, es normal que lo sea por los mismos motivos por los que probablemente esté equivocado: porque es novedoso, inesperado y cambia lo que creíamos hasta ese momento, lo que significa que debe de tratarse de un dato en solitario o de una información aislada que se contradice con una gran cantidad de pruebas experimentales preexistentes.

Hay un extenso (y excelente) trabajo al respecto (realizado, en buena medida, por un académico griego llamado John Ioannidis) que muestra cómo y por qué gran parte de los estudios de investigación novedosos y que arrojan resultados inesperados acaban demostrándose falsos con el tiempo.[3] Esto tiene una importancia evidente a la hora de aplicar la investigación científica al trabajo cotidiano que se lleva a cabo, por ejemplo, en medicina, y sospecho que la mayoría de las personas entienden intuitivamente por qué: hay que ser muy insensatos para arriesgar nuestras vidas basándonos en un conjunto aislado de datos inesperados que se contradicen con los conocimientos ya establecidos.

Sumadas todas ellas, estas noticias sobre «avances trascendentales» promueven la idea de que la ciencia (y, en el fondo, toda la visión empírica del mundo) se reduce a una serie de datos poco fundados, novedosos y altamente controvertidos, y a una sucesión de avances espectaculares. Eso refuerza, a su vez, una de las imágenes paródicas centrales que los titulados en humanidades tienen de la ciencia: además de ser un irrelevante pasatiempo para «cerebritos», la ciencia es provisional,variable, en constante proceso de revisión, como una moda pasajera. Los hallazgos científicos, según ese argumento, son, pues, perfectamente desechables.

Si bien eso es cierto en lamentables márgenes de diversos campos de la investigación académica, conviene no olvidar que la explicación que dio Arquímedes de por qué las cosas flotan es la correcta desde hace más de dos milenios. Él también fue quien entendió por qué funcionan las palancas. Y la física newtoniana siempre será probablemente la correcta para entender el comportamiento de las bolas de billar sobre un tablero.[*] Pero, por lo que sea, esa impresión de variabilidad de la ciencia se ha infiltrado hasta en sus hipótesis y afirmaciones más centrales. Hoy todo puede ser cuestionado y desacreditado.

Pero esto es desviarse del tema. En lo que debemos fijarnos ahora es en cómo se informa sobre la ciencia desde los medios, en desmontar los verdaderos significados que se ocultan tras la expresión «un estudio ha mostrado que…» y, lo más importante de todo, en examinar de qué manera esos mismos medios tergiversan y malinterpretan las estadísticas de forma reiterada y rutinaria.

«Un estudio ha mostrado que…»

El mayor problema de las noticias sobre ciencia es que se nos presentan sistemáticamente vacías de evidencia científica. ¿Por qué? Porque los periódicos piensan que ustedes no entenderán la «parte científica» del asunto, por lo que todas las noticias sobre ciencia han de pasar previamente por un proceso de reducción de su nivel de dificultad, en un desesperado intento por seducir y atraer a los ignorantes, precisamente, aquellas personas a quienes no interesa la ciencia para nada (tal vez porque los periodistas creen que es buena para todos nosotros y que, por lo tanto, debería democratizarse).

En determinados sentidos, ésos son impulsos encomiables, pero presentan ciertas incoherencias que me resulta imposible no apreciar. Nadie reduce el nivel de dificultad de las páginas de economía. En el suplemento de literatura, se publican artículos ensayísticos de cinco páginas que me resultan del todo impenetrables, y en los que cuantos más novelistas rusos aparezcan nombrados, más inteligente pensará todo el mundo que es el autor. Yo no me quejo de nada de eso: lo envidio. Si simplemente se nos presentan las conclusiones de una investigación, sin que se nos explique qué factores se midieron y cómo, ni qué se descubrió (la evidencia empírica propiamente dicha), entonces tenemos que fiarnos de las conclusiones de los investigadores ciegamente, sin que se nos proporcione idea alguna del proceso que les llevó a extraerlas. Nada mejor para explicar los problemas relacionados con esa opacidad que un sencillo ejemplo.

Comparemos las dos frases siguientes: «Un estudio ha mostrado que los niños negros estadounidenses tienden a obtener peores resultados en los test de inteligencia que los niños blancos» y «Un estudio ha mostrado que las personas negras son menos inteligentes que las personas blancas». La primera nos cuenta lo que se halló en la investigación: la evidencia empírica. La segunda nos cuenta la hipótesis, la interpretación que alguien ha hecho de las pruebas empíricas: alguien que no tiene mucha idea de la relación entre los test de inteligencia y la inteligencia propiamente dicha. Con la ciencia, como hemos ido viendo repetidamente, la mala calidad se percibe en los detalles, y los artículos en los que se publica un estudio o un trabajo de investigación siguen un formato muy claro: hay un apartado de metodología y resultados, la «chicha», donde se describe el trabajo realizado y lo que se midió; y luego hay un apartado de conclusiones, nítidamente separado, donde los autores dan sus impresiones y comparan sus hallazgos con los de otros estudios y deciden si son compatibles con éstos o con una teoría dada. Habitualmente, no podemos fiarnos sin más del hecho de que los investigadores extraigan una conclusión satisfactoria de los resultados de su estudio —puede que muestren un entusiasmo excesivo a favor de una teoría en concreto, por ejemplo— y necesitamos comprobar sus experimentos reales para formarnos nuestra propia opinión.

Para que pudiéramos realizar tales comprobaciones, las noticias tendrían que tratar de investigaciones publicadas que, como mínimo, puedan ser leídas y consultadas en algún lugar. Ése es también el motivo por el que la publicación íntegra de los resultados —y su examen por parte de cualquier persona del mundo a quien le interese la lectura del artículo— es más importante incluso que la llamada «revisión entre iguales» (el proceso de selección de artículos que emplean las revistas académicas por el que las propuestas son remitidas a algunos de los académicos de la disciplina en cuestión, quienes comprueban que no incluyan errores de bulto y otras incorrecciones).

Si entramos en el terreno de sus alarmas y terrores favoritos, veremos que los periódicos tienden a confiar exageradamente en estudios científicos que jamás han sido publicados. Esto ha sido así, por ejemplo, con casi todas las recientes noticias de portada sobre nuevos descubrimientos en torno a la vacuna triple vírica. Una de las fuentes citadas de forma regular, el doctor Arthur Krigsman, lleva afirmando tener nuevas evidencias científicas sobre dicha vacuna (afirmaciones que han sido acogidas con un amplio eco mediático) desde 2002, pero hasta la fecha aún no ha publicado su trabajo en ninguna revista académica. Algo parecido sucedió cuando el doctor Arpad Pusztai afirmó que las «patatas transgénicas» provocaban cáncer en ratas, unas alegaciones inéditas que suscitaron titulares informativos sobre supuestos «alimentos Frankenstein» durante todo un año hasta que por fin se publicó la investigación correspondiente y, de ese modo, pudo ser leída y evaluada de forma apropiada. Curiosamente, se comprobó entonces que, a diferencia de lo especulado en los medios, el trabajo del doctor Pusztai no apoyaba la hipótesis de que los transgénicos son dañinos para la salud (lo cual no significa necesariamente que sean buenos, como veremos más adelante).

En cuanto adquirimos conciencia de la diferencia entre la evidencia y la hipótesis, nos damos cuenta de lo difícil que resulta que averigüemos lo que una investigación ha mostrado en realidad cuando los periodistas dicen aquello de que «un estudio ha mostrado…».

A veces, es obvio que los periodistas no comprendan la diferencia (nada sutil, por cierto) entre la evidencia y la hipótesis. El The Times, por ejemplo, informó de un experimento según el cual tener hermanos de menor edad estaba relacionado con una menor incidencia de la esclerosis múltiple. La EM se origina cuando el sistema inmune se vuelve contra el propio organismo. «Es más probable que esto suceda si el niño que se halla en una fase clave de su desarrollo no está expuesto a las infecciones de otros hermanos más pequeños, según el estudio.» Eso fue lo que dijo el The Times. Pero es incorrecto. Lo que expuso el diario fue la llamada «hipótesis de la higiene», es decir, la teoría (el marco en el que las pruebas tal vez encajen); pero no es lo que el estudio mostró: éste sólo halló que tener hermanos de menor edad parecía ser un factor protector frente a la EM. No aclaraba cuál era el mecanismo por el que ocurría esto, ni indicaba por qué había tal relación, como habría hecho si se hubiera dicho en él que la protección se debía a una mayor exposición a las infecciones. Esto último fue sólo un comentario final de los investigadores. El The Times confundió la evidencia con la hipótesis.

¿Cómo sortean los medios el problema de su incapacidad para proporcionarnos la evidencia científica propiamente dicha? A menudo, lo hacen recurriendo a figuras de autoridad (un recurso que constituye la antítesis misma de la esencia de la ciencia) y tratándolas como si de curas, políticos o figuras paternas se tratara. «Un grupo de científicos ha dicho hoy que…» «Unos científicos han revelado que…» «Los científicos han advertido que…» Si al periódico o al espacio radiotelevisivo de turno le interesa introducir un poco de equilibrio, nos mostrarán a dos científicos en desacuerdo, aunque sin explicación alguna de por qué (un método cuya más peligrosa versión pudimos ver en acción cuando se extendió el mito de que los científicos estaban «divididos» en torno a la seguridad de la vacuna triple vírica): un científico «revela» algo y, entonces, otro lo «cuestiona». Más o menos, como si fueran caballeros Jedi.

Tratar las noticias de ciencia a través de declaraciones de figuras de autoridad y en ausencia de evidencias empíricas reales encierra serios peligros, pues deja el terreno despejado para la incursión de figuras de autoridad cuestionables. Gillian McKeith, Andrew Wakefield y todos los de su especie pueden afianzarse mucho mejor en un entorno en el que la autoridad tiene la última palabra, porque entonces sus razonamientos y las pruebas en las que supuestamente los basan rara vez son sometidos a un examen público.

Peor aún: cuando existe algún tipo de controversia en torno a lo que nos muestran las evidencias, el recurso a las figuras de autoridad reduce el debate a una mera bronca o intercambio de improperios, ya que una afirmación como «la vacuna triple vírica provoca autismo» (o no) sólo puede ser criticada en función del carácter de la persona que la formula, y no en función de las pruebas que dicha persona puede presentar. Ahora bien, como veremos, no hay necesidad de nada de eso, porque la gente no es estúpida y las pruebas suelen ser bastante fáciles de entender.

El recurso a las figuras de autoridad también refuerza la parodia de la ciencia con la que trabajan los periodistas titulados en humanidades, ya que, con ello, se reúnen todos los ingredientes necesarios para la misma: la ciencia consiste entonces en la formulación de una serie de enunciados sobre la verdad, tan didácticos como incomprensibles y carentes de base, pronunciados por unas arbitrarias figuras de autoridad que no están sujetas al control de la elección popular. Esa concepción de la ciencia que tienen quienes trabajan en los medios se hace patente cuando los periodistas escriben sobre cuestiones serias como la triple vírica. La siguiente parada de nuestro viaje va a tener que ser, inevitablemente, la de las estadísticas, porque ésa es un área que ocasiona singulares problemas a los medios.

 

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