LA MARCHA VERDE 

 

 Durante 1974, el gobierno español quemó su último cartucho para retirarse honrosamente del Sáhara. Así, se elaboró un Estatuto para el territorio que a inicios de julio fue aprobado por unanimidad por la Yemaa. Este instrumento jurídico, unido a la aparición de una serie de instituciones y las previsiones de un plazo para la celebración de un referéndum de autodeterminación como paso previo a la independencia fue, en puridad, lo más cerca que los saharauis estarían nunca de esta última. La posibilidad se vería cruentamente truncada por una nueva agresión marroquí.

La ofensiva marroquí (I): del FLU a los atentados terroristas

Los primeros años del reinado de Hassán II no fueron ciertamente fáciles. De hecho, se vieron salpicados por un rosario de conspiraciones encaminadas a destronarlo. El 10 de julio de 1971, con ocasión de su cuarenta y dos cumpleaños, su palacio fue asaltado por mil cuatrocientos cadetes de la academia militar de Ahermumu. Hasán II se salvó ocultándose en los lavabos, pero murieron un centenar de invitados, entre los que se hallaban varios ministros. La represión posterior, dirigida por el general Ufkir, fue verdaderamente feroz pero no aseguró la estabilidad del trono. El 16 de agosto de 1972, mientras volaba de regreso a Rabat tras unas vacaciones, el avión regio fue ametrallado por seis F-5 del ejército marroquí que habían despegado de la base estadounidense de Kenitra. Nuevamente Hassán II logró escapar de la muerte y desencadenó una nueva oleada represiva que, en esta ocasión, se llevó por delante al general Ufkir como uno de los implicados. La familia de Ufkir sería sometida a partir de entonces a un régimen de encarcelamiento verdaderamente pavoroso como forma de escarmiento público.

A esas alturas, Hassán II sabía sobradamente que su situación política era inestable y, sobre todo, que ni el ejército ni Estados Unidos eran baluartes totalmente seguros de su régimen. Mientras enviaba a la elite de sus fuerzas armadas a combatir al lado de Siria y Egipto contra Israel en la guerra del Yom Kippur de 1973, el monarca estrechó aún más los lazos de amistad con Francia y planeó un nuevo ataque contra España que asentara su permanencia en el poder. En paralelo, dictó una serie de medidas totalmente lesivas para los intereses españoles.

A inicios de 1974, Siria, Egipto e Israel llegaron a un alto el fuego que permitió la repatriación de las tropas marroquíes. Inmediatamente, Hassán II procedió a situar unidades militares en la zona de Tarfaya, fronteriza con el Sáhara. En paralelo, enarboló ante el pueblo el lema de la unidad nacional —más que dudosa si se tiene en cuenta que el Sáhara nunca había pertenecido a Marruecos— y pactó con la oposición, incluida la izquierda, la formación de un gobierno de coalición en la primavera de 1974, así como elecciones y un nuevo parlamento para octubre de 1975. Con las fuerzas armadas, la calle y los partidos a sus pies, Hassán II podía iniciar una nueva agresión contra España.

Durante 1974 las fuerzas marroquíes desplazadas en Tarfaya —a las que la población civil llegaría a temer por su descarnada brutalidad— no obstaculizaron las operaciones del Polisario en la convicción de que sólo podían dañar a España, e incluso intentaron comprar a sus guerrilleros. La estrategia del soborno, sin embargo, dio escaso resultado y Marruecos optó por recurrir a una vieja táctica, la creación de un nuevo ejército, supuestamente de liberación, pero en realidad, dependiente de Rabat. En el caso del Sáhara, los precedentes eran, sin duda, numerosos. Al ELN de finales de los años cincuenta le había seguido en junio de 1972 el Rabat al-Morehob o Movimiento de Resistencia de los Hombres Azules, que nunca pasó de tener un miembro, antiguo policía marroquí por más señas. Ahora la misión recayó en el coronel Ahmed Dlimi, un sádico que había eliminado a Ben Barka en París enviando su cadáver troceado en un barril de ácido a Marruecos, que se había deshecho de Ufkir y que disfrutaba torturando personalmente a miembros de la oposición. Dlimi podía anunciar a finales de febrero de 1975 la formación del Frente de Liberación y Unidad del Sáhara (FLU). A esas alturas, distintos agentes marroquíes llevaban meses realizando atentados terroristas en el Sáhara español.

La historia del terrorismo marroquí en el Sáhara no es menos sucia y repugnante que la de todos los terrorismos. Entrenados minuciosamente por oficiales marroquíes, los terroristas causaron la muerte de civiles, incluyendo a niños, atentaron contra periodistas enemigos de la anexión del Sáhara por Marruecos y recibieron recompensas y honores del gobernador marroquí de Tantán y del propio coronel Dlimi. En paralelo, y mientras la censura franquista imponía un silencio absoluto sobre lo que acontecía en el Sáhara, los marroquíes aterrorizaban a las familias saharauis de Tarfaya para doblegar a los parientes que vivían en el territorio español.

El 15 de abril de 1975, el ejército marroquí llegó incluso a cruzar la frontera con la intención de atacar el acuartelamiento español de Mahbes. El ataque fracasaría —al igual que otro con similar objetivo el 7 de junio—porque los saharauis encuadrados en el ejército marroquí no estaban convencidos de la necesidad de atacar a sus compatriotas en beneficio de Hassán II. A estos elementos, el rey de Marruecos sumaría otros dos que tendrían una enorme importancia. El primero fue una ofensiva diplomática que junto al apoyo de las dictaduras del Tercer Mundo buscaba la colaboración o, al menos, la aquiescencia de Estados Unidos; el segundo, la enorme debilidad de un régimen, el franquista, que ya agonizaba. Finalmente, todos los factores acabarían cristalizando en lo que se conoció como la Marcha Verde.

La ofensiva marroquí (II): la Marcha Verde

En 1974, mientras el Sáhara era escenario de ataques terroristas marroquíes, la situación del régimen de Franco era todo menos envidiable. Asesinado Carrero Blanco por ETA a finales de 1973, con Franco enfermo y con un panorama sucesorio cuando menos nebuloso, no eran pocos los que consideraban que lo mejor era abandonar el Sáhara a su suerte. En términos objetivos, las razones de la permanencia de España eran sobre todo morales, en el sentido de que garantizaba la transmisión de la soberanía a la población autóctona porque, económicamente, la todavía provincia resultaba ruinosa. En 1974 los presupuestos para el territorio eran de 2.374.837 pesetas sin incluir los gastos militares ni los de las empresas paraestatales que constituían el grueso del dinero que se llevaba el Sáhara. El gasto por habitante casi cuadruplicaba al de España y sin producir a cambio beneficio alguno. No puede extrañar, por lo tanto, que más allá de juicios morales inevitables; tan sólo Franco, que había aprendido de amargas experiencias anteriores, hubiera expresado su voluntad de ir a una guerra contra Marruecos si era necesario y que el resto de la administración pensara más bien en cómo salir cuanto antes del territorio. Que había otras alternativas —por ejemplo, la solicitud a la ONU de que enviara a los cascos azules para la celebración de un referéndum de autodeterminación— no puede discutirse, pero en aquellos momentos Marruecos había logrado ya crear un grupo de presión en España que era favorable a sus tesis y en el que estaban incluidos poderosos altos cargos.

Por otro lado, la situación internacional no podía ser más contraria a España. Las dictaduras islámicas, aliadas naturales de un Marruecos que invocaba constantemente a Allah y el Corán; el bloque comunista, partidario de debilitar cualquier eslabón de la defensa occidental; las naciones del Tercer Mundo, anti-occidentales por definición; y Francia, ansiosa de realizar pingües negocios con Hassán II, se manifestaban favorables al expansionismo marroquí aunque lo disfrazaran con referencias a las resoluciones de la ONU. Quedaban Estados Unidos y la OTAN, pero a esta organización no pertenecía España y los primeros tenían dudas, más que fundadas a la sazón, no sólo sobre la evolución política de España en los meses siguientes, sino también sobre la coloración política del Polisario, demasiado identificado con dictaduras islámico-socialistas como las de Argelia o Siria.

El 8 de julio, Hassán II pronunciaba un discurso en el que instaba a España a entregar el Sáhara ya que, de lo contrario, procedería a la «movilización general [...] para la recuperación de los territorios usurpados». Al día siguiente, el mismo en el que Franco era hospitalizado a causa de una tromboflebitis, el embajador marroquí en España entregaba una carta destinada al general y redactada en términos claramente agresivos.

El 18 de julio, el príncipe presidió la recepción celebrada en los jardines de La Granja. Para la ocasión había preparado el escritor Antonio Gala un espectáculo de luz y sonido titulado Anónimo de La Granja. Al día siguiente se produjo el traspaso de poderes al príncipe Juan Carlos dada la gravedad del estado médico de Franco. Sin embargo, esta vez el general sobrevivió, y el 26 no sólo recibió visitas de ministros, sino que respondió al sultán de Marruecos invocando la doctrina de la ONU sobre la descolonización. A Franco no se le ocultaba que sus días estaban contados pero, tal y como confesó a sus colaboradores, decidió volver a asumir la jefatura del Estado porque no deseaba que el príncipe se enfrentara solo con el problema del Sáhara. Resultaba obvio que Hassán II —que había proclamado el año 1974 como el de «la liberación del Sáhara»— no deseaba bajo ningún concepto que la ONU, tal y como pretendía España, se ocupara del asunto. Para compensar el apoyo que algunas de las dictaduras árabes estaban brindando al Polisario, Hassán II aceptó el que le ofrecía la OLP.

El terrorista palestino Yasir Arafat no tardaría en anunciar ante la Liga Árabe que ponía sus fuerzas y su experiencia militar al servicio del sultán de Marruecos. Sin embargo, no parece que nada de aquello impresionara a Franco. El 17 de agosto llegaba al Pazo de Meirás para iniciar su convalecencia y, cinco días más tarde, el gobierno español anunciaba que, de acuerdo con la resolución de la ONU del 14 de diciembre, tenía intención de celebrar un referéndum para la independencia del Sáhara en el primer semestre de 1975. Se trataba ciertamente de un notable obstáculo para el imperialismo de Marruecos, y más cuando Hassán II era consciente de que un referéndum, celebrado sobre la base de un censo elaborado por España en aquellos meses, concluiría con una clamorosa derrota marroquí.

El adversario más tenaz de las tesis marroquíes era, sin duda alguna, Franco. En marzo de 1975, en el curso de una audiencia privada, afirmaba:

«Los marroquíes han sido nuestros enemigos tradicionales, y seguirán siéndolo. Debemos entendernos con Argelia.»

El 12 de junio se entrevistó en El Pardo con Kurt Waldheim, el secretario general de la ONU. Físicamente, Franco era una sombra de sí mismo, pero siguió insistiendo en la necesidad de celebrar un referéndum. Waldheim diría después que «a pesar de la enfermedad», lo había visto «alerta e informado».

La contra-actividad de Marruecos no era, desde luego, escasa. Mientras Ceuta y Melilla se convertían en dos plazas sitiadas que se veían obligadas a importar sus víveres de la Península y algunos políticos, como Laureano López Rodó, barruntaban la entrega del Sáhara a Marrueco[188], Hassán II llevaba a cabo una nueva ofensiva diplomática. El 3 de enero de 1975 reclamó la inclusión de Ceuta y Melilla entre los territorios no autónomos —y susceptibles por lo tanto de un referéndum de autodeterminación—, y el 28 de abril anunció que si seguían adelante los proyectos españoles de referéndum para la independencia, marcharía al frente de su pueblo sobre El Aaiún. Sin embargo, dijera lo que dijera el sultán, la misión enviada por la ONU al Sáhara comprobó que la inmensa mayoría de la población era partidaria de la independencia y contraria a la anexión por Marruecos, una circunstancia a la que se sumaron las declaraciones del gobierno español en el sentido de que deseaba llevar a cabo la transmisión de poderes a una comisión de las Naciones Unidas que se hiciera cargo provisionalmente del territorio.

Una vez más, Hassán II dio muestras de una tenacidad impresionante. El 17 de septiembre, en una de sus espectaculares puestas en escena, anunció en el curso de una rueda de prensa su propósito de acudir al Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. Según declaró, si el Sáhara era considerado terra nullius aceptaría la celebración del referéndum, pero si se reconocían los derechos de Marruecos solicitaría de la ONU que recomendara la celebración de conversaciones entre Madrid y Rabat para la transferencia de soberanía. El 8 de octubre, a las 12 de la noche, el general José Ramón Gavilán, segundo jefe de la Casa Militar del jefe del Estado, se entrevistaba en Rabat con Hassán II. Se trató de un encuentro secreto en el que el militar español llevaba una carta de Franco y tenía como misión averiguar las intenciones del sultán. Hassán II insistió en que no habría guerra, pero también señaló que no estaba dispuesto a consentir la independencia del Sáhara y que no iba a reclamar Ceuta y Melilla mientras España no recuperara Gibraltar.

Cuatro días después Franco presidía los actos de la Hispanidad. No resultaba difícil descubrir que su salud era precaria. De hecho, le fallaba el corazón. El 15 de octubre, Hassán II se entrevistaba en Rabat con Henry Kissinger, el secretario de estado estadounidense. El monarca se presentó como una garantía de estabilidad en una zona en la que también se hallaban la Argelia socialista y la indefinida Mauritania. Al parecer, Kissinger aceptó servir de mediador entre Marruecos y España en el deseo de evitar una desestabilización en este último país. Hassán II había logrado aprovechar al máximo la coyuntura internacional y pasó a reivindicar como territorios marroquíes Ceuta, Melilla, los peñones de Alhucemas y Vélez de la Gomera y las islas Chafarinas. Sin embargo, en apenas unas horas, las pretensiones marroquíes iban a ser objeto de un fuerte revés.

El 16 de octubre de 1975, el Tribunal Internacional de La Haya hizo público un dictamen en que establecía que no existía «ningún lazo de soberanía territorial entre el territorio del Sáhara Occidental y el reino de Marruecos o el complejo mauritano». Precisamente por ello, consideraba que debía celebrarse el referéndum propugnado por España. La resolución, verdaderamente impecable, iba directamente en contra de las ambiciones de Hassán II. Sin embargo, el rey de Marruecos no pensaba darse por vencido. Apenas unas horas después de conocerse la decisión del tribunal, anunció que trescientos cincuenta mil civiles marroquíes, protegidos por el ejército, iban a dirigirse contra la frontera norte del Sáhara. Al cabo de unos días, el mismo rey la encabezaría. Para fundamentar la marcha, que definió como pacífica, se refirió expresamente al derecho islámico.

Aplicaba así una norma de conducta que tenía una historia de más de un milenio a sus espaldas, la de que fueran cuales fueran las normas del derecho internacional, el derecho islámico legitima su quebrantamiento. El 17 de octubre se celebró en El Pardo un consejo de ministros al que asistió Franco conectado a unos monitores situados en la habitación contigua. Fue precisamente al informar el ministró Carro sobre el Sáhara cuando las constantes del general se alteraron gravemente y, presa de un fuerte dolor en el pecho, se vio obligado a abandonar la reunión. Lo que se produjo entonces fue un durísimo enfrentamiento entre los partidarios de ceder ante Marruecos y los que defendían que había que contener la agresión marroquí recurriendo si era preciso al ejército.

Finalmente, se impusieron los primeros. Arias Navarro llamó inmediatamente a José Solís para que viajara a Marruecos y solicitara la detención de la Marcha Verde —una claudicación más ante Hassán II, ya que Solís era hombre de las simpatías del rey de Marruecos, a diferencia de Pedro Cortina, el ministro de Asuntos Exteriores — e incluso administraba negocios de la casa real marroquí en España. Por si fuera poco, Arias ordenó la salida de las tropas españolas de Marruecos para el 10 de noviembre de 1975. La visita de Solís fue aprovechada por Hassán II con su habitual astucia. No sólo difundió las imágenes de la llegada del español a Marruecos, sino que además insistió en que no podía parar la Marcha Verde y en que España debía retirarse poco a poco para facilitar la entrada en el Sáhara de elementos marroquíes. La evolución de la salud de Franco difícilmente habría podido resultarle más favorable. El 21 de octubre retornó la flebitis con peligro de embolia pulmonar y el gobierno aceptó la publicación de un parte médico en que se hablaba de «insuficiencia cardíaca». El 22, Franco logró todavía levantarse y vestirse, pero se trató de una pausa transitoria en medio del final. El 23 era obvio que Franco ya no podría seguir desempeñando sus funciones. Cinco días después, Franco, plenamente lúcido pero con un cuerpo casi agonizante, entregó a su hija Carmen su testamento para que se lo hiciera llegar a Arias «cuando yo falte».

El 30 de octubre de 1975, mientras Juan Carlos volvía a asumir la jefatura del Estado en funciones, soldados marroquíes invadieron el norte del Sáhara. A las fuerzas españolas se les dio orden de no contenerlos y de limitarse a minar los alrededores de El Aaiún. Resultaba tan obvio lo que iba a suceder que buen número de los mandos militares era partidario de machacar a los invasores y avanzar después hasta Rabat. Habían realizado una precisa planificación militar que les daba por ganadores en la guerra contra Marruecos. Sin embargo, el gobierno español, que temía una guerra santa proclamada no sólo por Hassán II, sino también por el dictador libio Gadaffi, ordenó el mantenimiento de la disciplina. Así fue efectivamente porque el general Gómez de Salazar se hallaba al mando. Con todo, los militares españoles procuraron pasar información al Polisario en vista de la guerra que se avecinaba.

El 2 de noviembre, cumpleaños de doña Sofía, Juan Carlos aterrizó en El Aaiún para explicar a los mandos la posición del gobierno. Esa misma jornada, el jefe de la Yemaa partía hacia Marruecos para rendir pleitesía a Hassán II en Agadir. En España, Franco era sometido a una intervención quirúrgica que, como era de esperar, no salvó su situación. Sería nuevamente operado los días 7, 14 y 18, lo que prolongó una agonía terrible. Así, su extinción como ser humano resultó, por una paradoja de la Historia, paralela a la del dominio español en el Sáhara, un dominio que no estaba en condiciones de conservar. El 3 de noviembre, los trescientos cincuenta mil participantes de la Marcha Verde se encontraban en Tarfaya. Durante casi dos semanas habían sido llevados en tren hasta Marrakech, desde donde habían partido hacia Tarfaya en siete mil ochocientos trece camiones. Hassán II podría jurar que le era imposible contener a la turba, pero la realidad es que ésta no habría podido dar un paso sin sus órdenes expresas y su apoyo logístico. De hecho, ese mismo día, el primer ministro marroquí, Ahmed Osman, aseguraría al príncipe, a Arias, a Cortina y a Solís, que la Marcha Verde penetraría tan sólo 10 kilómetros hasta la cercanía de la zona minada. Una vez allí, los marroquíes se detendrían por espacio de cuarenta y ocho horas y luego se retirarían. Acto seguido, se celebrarían conversaciones y España realizaría la transferencia de dominio.

El 6 de noviembre, la Marcha Verde —cuyos miembros enarbolaban banderas marroquíes, retratos de Hassán II y ejemplares del Corán—invadió el Sahara. Entre los civiles circulaban columnas militares armadas con blindados y autoametralladoras. Como ya vimos, el rey marroquí había pactado con Madrid que sus súbditos se internarían tan sólo 10 kilómetros en el territorio y luego se replegarían. Hassán II, como era de esperar, no hizo honor a la palabra dada. Por el contrario, ordenó que la Marcha siguiera, advirtiendo de que podían producirse choques bélicos. Al día siguiente, por si quedaba duda alguna de su verdadero talante, otros cien mil marroquíes cruzaban la frontera hacia el este.

El 7 de noviembre, Marruecos dio un nuevo giro de tuerca a la situación. Esa misma mañana los médicos comunicaron a Arias que Franco se encontraba muy grave y que resultaba imperioso operarle a la mayor brevedad. Apenas había recibido la noticia, Arias mantuvo una audiencia con el embajador marroquí en Madrid, Abdelatif Filali, que le comunicó que era voluntad de Hassán II que si los españoles deseaban seguir las conversaciones sobre el Sáhara se desplazaran a Marruecos. Al día siguiente, partió efectivamente a Rabat Antonio Carro, ministro de la Presidencia. Los encuentros que mantendría durante los días siguientes con varios ministros marroquíes y con el propio monarca se desarrollaron en un clima hostil en el que llegó a temer que las verdaderas intenciones de sus interlocutores fueran ir a la guerra. Hassán II, en una muestra de despotismo islámico, dejó bien claro que sin la entrega del Sáhara no disolvería la Marcha Verde. Había calculado que con treinta mil muertos la opinión internacional se inclinaría hacia sus posiciones y estaba dispuesto a alcanzar esa cifra. Finalmente, el gobierno español cedió.

Como era de esperar, el secretario general de la ONU, Kurt Waldheim , quedó espantado ante la posibilidad de una invasión del territorio por Marruecos, una vez que España se hubiera retirado. Precisamente por ello propuso que las Naciones Unidas se hicieran cargo del territorio para conducirlo hasta la autodeterminación. Para llevar a cabo esa misión tan sólo pedía de España que le dejara un contingenté de diez mil legionarios que serían colocados bajo pabellón de la ONU. Sin embargo, el gobierno de Arias Navarro ya había decidido capitular ante las presiones de Hassán II.

Entre el 12 y el 14 de noviembre —el día en que Franco volvió a sufrir otra crisis aguda— se negociaron los denominados Acuerdos de Madrid. Sustancialmente, en ellos España se comprometía a ceder el Sáhara y además vendía a Marruecos el 65 por ciento de las acciones de la compañía que explotaba los fosfatos de Fos Bucrá por 5.850 millones de pesetas, que se pagarían en cuatro plazos anuales sin interés. Por su parte, Marruecos se comprometía a reconocer a favor de España «los derechos de pesca en las aguas del Sáhara a favor de ochocientos barcos españoles por una duración de veinte años», y concedía derechos en su costa atlántica al norte del paralelo 27° 40’ a seiscientos barcos españoles y a otros doscientos en su costa mediterránea. Una vez más, como había sucedido en Ifni y en acuerdos anteriores, Marruecos no cumpliría su parte de los compromisos.

España había sido estafada una vez más. También lo fueron Kurt Waldheim y Jaime de Piniés, el representante de España ante la ONU que, hasta el último momento, hizo todo lo que estuvo en sus manos para que se respetara la legalidad internacional. No lo fueron menos los militares españoles que había en el Sáhara —que de buena gana habrían propinado una lección a los invasores marroquíes— y, especialmente, el pueblo saharaui.

A finales de octubre de 1975, las tropas españolas recibieron órdenes de retirarse de los puestos del interior del Sáhara para dejar camino a las fuerzas de Marruecos en el norte y de Mauritania en el sur. La entrada del ejército marroquí en el Sáhara revistió auténtico carácter de genocidio. El coronel Dlimi había anunciado que le bastarían tres meses para acabar con la resistencia saharaui y estaba dispuesto a utilizar todos los medios para cumplir su promesa. Mientras se enfrentaban con los mal armados saharauis del Polisario , las fuerzas de Hassán II machacaron literalmente a cerca de cuarenta mil civiles —en su mayoría ancianos, mujeres y niños— con napalm y fósforo blanco. A ello se sumaron los saqueos, las violaciones de las saharauis ante sus familiares, las torturas... Si semejante conducta hubiera sido realizada por un país occidental los teletipos y las pantallas de televisión se habrían visto saturadas con las atrocidades de los invasores. Sin embargo, esta vez el agresor era islámico y tercermundista, contaba con poderosos grupos de presión en países occidentales y con el respaldo de otras dictaduras no menos atroces. Las noticias sobre sus violaciones sistemáticas y reiteradas de los derechos humanos se vieron pues sometidas a sordina.

Lo que vendría con Marruecos lo ha dejado expresado con notable claridad el historiador mauritano Ahmed Baba Miské:

«Ante la brutalidad de la ocupación y la represión marroquíes iban pronto a echar de menos la administración y el ejército de Franco. Lo que era una excepción y una forma de intimidación con estos, se convirtió con aquélla en práctica corriente de un método de gobierno, exacciones, pillaje y ejecuciones sumarias.»

Posiblemente, las únicas manifestaciones de decencia en medio de tanta conducta vergonzosa se dieron en aquellos días entre los miembros de las fuerzas armadas españolas en el Sáhara. Reiteradamente se negaron a dar la mano a los oficiales marroquíes que ocupaban los puestos que abandonaban, rehusaron brindar con ellos a la salud de Hassán II, removieron cielo y tierra para evitar que se torturara a los saharauis, les proporcionaron medios para resistir a los agresores y en algunos casos incluso llegaron a desertar para unirse a la lucha contra los invasores. De hecho, faltó poco para que el cuartel general del ejército marroquí en el Sáhara fuera volado por soldados españoles.

A las 11 de la mañana del 28 de febrero de 1976 se arrió la última bandera española en el Sáhara. Tan sólo unas horas antes, los saharauis habían proclamado la República Árabe Saharaui Democrática (RASD). Esa misma noche, los últimos españoles subieron a un avión que les llevaría de El Aaiún a Las Palmas. En el fuselaje del avión habían pintado con grandes letras «¡Viva el Frente Polisario!» A veintisiete años de distancia en los que los saharauis no han dejado de luchar encarnizadamente contra el invasor marroquí, España es la única potencia que mantiene la necesidad de celebrar un cada vez más hipotético referéndum de autodeterminación. Durante todo este tiempo, también ha sido, como el Sáhara, objeto de incontables agresiones de un enemigo islámico reivindicativo. 

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