MARRUECOS Y ESPAÑA

 

LA INVASION Y CONQUISTA DE ESPAÑA

La expansión territorial y política del Islam presenta escasos paralelos a lo largo de la historia de la Humanidad. De hecho, al cabo de setenta años, su dominio abarcaba un extenso territorio que iba desde las fronteras de China al Atlántico. Que en su imparable avance conquistador, el Islam acabaría llegando a España resultaba fácil de esperar, especialmente desde el momento en que pasó a controlar el norte de África. La conquista de Egipto —un país en el que la llegada del Islam significó la aniquilación de los últimos vestigios de la milenaria civilización de los faraones y la sumisión por la fuerza de un cristianismo peculiar, el copto— fue seguida por la toma de Cirenaica en el año 642 y, posteriormente, de Trípoli.

Cartago, importante reducto bizantino, soportaría aún durante algunas décadas el empuje musulmán, pero en el 666 daba inicio la conquista definitiva de las tierras de los bereberes. En el 670 los árabes fundaron Cairuán, y poco después, flanqueando las fortalezas bizantinas, llegaban a Tánger. A finales del siglo VII, los bereberes habían sido sometidos por los árabes de Musa ben Nusayr después de encarnizadísimos combates y el Islam alcanzaba el Atlántico controlando Marruecos.

El salto al otro lado del estrecho de Gibraltar vino facilitado —que no determinado— por las luchas intestinas que aquejaban a los hispanovisigodos. Los hijos de Witiza solicitaron la ayuda de Musa convencidos de que podrían utilizar a los musulmanes como mercenarios, y que, después de realizado el servicio requerido, volverían a sus dominios del norte de África. El error no pudo ser de mayor envergadura ni verse seguido de peores consecuencias. Los musulmanes no sólo no tenían la menor intención de retirarse, sino que además aniquilaron la riquísima herencia clásica española para sustituirla por un dominio despótico en el que, como veremos, ni siquiera los conversos al Islam se sentirían tratados con justicia.

Envió Musa, pues, un contingente de fuerzas a las órdenes de Tariq, que no sólo pasó a la Península ayudado por godos tránsfugas como el gobernador de Ceuta, sino que además derrotó a los hispanos en Guadalete. Con las tropas musulmanas ya a este lado del Estrecho y un primer ejército godo derrotado, los hijos de Witiza descubrieron que su única alternativa era aceptar a los nuevos amos y conservar parte de su poder, o resistirlos, lo que habría implicado necesariamente olvidar las rencillas políticas que les habían llevado a solicitar su ayuda. Optaron por lo primero. En virtud de un convenio, ratificado por Musa en África y por el califa Walid en Damasco, los parientes de Witiza renunciaron a reinar en España y conservaron una parte del patrimonio regio godo.

Con las espaldas cubiertas, las fuerzas musulmanas se lanzaron hacia la conquista de Toledo, capital del reino. Desbarataron en Écija a un nuevo ejército reagrupado tras la derrota de Guadalete y, tras dejar a dos contingentes de tropas para hostigar las principales fortalezas andaluzas, Tariq atravesó Martos, Jaén, Úbeda,Vilches y Alhambra para cruzar Despeñaperros y vía Consuegra alcanzar Toledo. La resistencia fue mínima y no resulta extraño, porque las fuerzas que se podían oponer a los invasores eran escasas y porque además los proceres de la ciudad —comenzando por el metropolitano Sineredo— habían huido. El cuantiosísimo botín del que se apoderaron los musulmanes muy posiblemente excitó el ansia de conquista de Tariq porque, aprovechando la calzada romana, desde Alcalá de Henares ascendió por Buitrago y Clunia hasta llegar a Amaya, la ciudad más importante de Cantabria. Una vez allí siguió nuevamente los caminos tendidos por los romanos siglos atrás para alcanzar León y Astorga y regresar a Toledo.

Allí Tariq esperó a un nuevo contingente de tropas que, al mando de su jefe Musa ben Nusayr, se disponía a liquidar cualquier foco de resistencia. A diferencia de lo realizado hasta entonces por Tariq, Musa atacó las ciudades cuya sumisión esperaba obtener y que no habían capitulado a pesar de la conquista de la capital. Si la toma de Medina-Sidonia y Carmona resultó relativamente fácil, no puede decirse lo mismo de Sevilla y, muy especialmente, de Mérida. En ambos casos, el asedio musulmán se prolongó durante varios meses, y no logró del todo ahogar la resistencia. Baste para probarlo el hecho de que, tras la caída de Mérida el 30 de junio del año 713 y antes de marchar sobre Toledo, Musa se vio obligado a enviar a su hijo Abd al-Aziz a Sevilla para que sometiera esta ciudad por segunda vez.

Que la población local no veía con buenos ojos a los invasores se desprende  no sólo de la resistencia presentada, sino también de que los musulmanes se vieran obligados a encargar la administración de las ciudades conquistadas a los judíos, un sector especialmente maltratado por los visigodos. En alguna ocasión incluso, los árabes se vieron obligados a reconocer la independencia de algún poder local porque su sumisión resultaba, siquiera de momento, impensable. Tal fue el caso del conde Teodomiro, que gobernaba la región murciana desde Orihuela, y con el que Abd al-Aziz concluyó un pacto en virtud del cual el noble hispano se comprometía tan sólo a pagar un tributo, siéndole respetada su independencia.

Mientras Musa subía hacia Toledo, Tariq salió a su encuentro en Almaraz y allí le informó de los resultados de su labor. Musa estaba especialmente interesado por el cuantioso botín procedente del saqueo de la capital, que Tariq le entregó. A esas alturas, buena parte del sur de la Península estaba bajo dominio de los musulmanes, y mientras invernaban en Toledo, Musa y Tariq articularon los planes para concluir la conquista de Hispania. Fruto de esas discusiones fue el envío de dos expediciones. La primera, dirigida por Abd al-Aziz, arrancó de Mérida y, tras someter Huelva, Ossonoba y Pax Iulia, concluyó en la toma de Lisboa. La segunda, a las órdenes de Musa y Tariq, se dirigió a Zaragoza, una ciudad cuya importancia estratégica ya había contemplado el emperador Augusto al fundarla. De hecho, una vez que la ciudad cayó en manos de los musulmanes en 714, éstos se aseguraron el dominio del valle medio del Ebro. A partir de ese momento, Tariq y Musa se separaron para finiquitar con la mayor rapidez la conquista de España.

Las razones eran obvias. Los mensajeros que Musa había enviado al califa notificándole la invasión acababan de regresar con órdenes de que los dos jefes acudieran a Damasco a rendir cuentas de una empresa que duraba años. Musa logró convencerlos para que esperaran, pero el tiempo apremiaba. Tariq se internó por la futura Cataluña tomando Barcelona y Tarragona, y recibió la sumisión del conde Casio, que gobernaba en Borja o Tarazona y aceptó convertirse al Islam. Mientras, Musa avanzó por Alfaro y Calahorra, tomando León, Astorga y Lugo. En esta última localidad fue alcanzado por un nuevo mensajero del califa, que le ordenó terminantemente marchar a Damasco. Así lo hizo, y no para su fortuna.

Condenado a la crucifixión por malversación de fondos —un delito del que era reincidente—, Musa fue indultado a cambio del pago de una elevada suma. Sin embargo, no se le autorizaría a regresar a las tierras que había invadido, y poco después caería asesinado en una mezquita de Damasco. Más afortunado que Musa fue, sin duda, su hijo Abd al-Aziz. Convertido en valí o gobernador, su misión principal consistía en asegurar el dominio sobre las tierras españolas. De las poblaciones locales, contaba con el concurso de dos sectores que, ciertamente, se vieron beneficiados por los invasores. El primero fueron los judíos, que no sólo mejoraron de situación social, sino que además se convirtieron en hombres de confianza de los musulmanes en la administración. En no pocas ocasiones habían actuado de verdadera quinta columna, rindiendo ciudades al Islam, y ahora obtenían su recompensa. El segundo fueron los witizianos. Como ya indiqué, su posibilidad de reinar se esfumó con Tariq, pero al mismo tiempo los invasores fueron generosos en el reconocimiento de sus patrimonios.

Así, personajes políticos clave como Ardabasto, Olmundo o Agila se retiraron a sus posesiones, aumentadas no pocas veces con las arrebatadas a sus rivales políticos. Al fin y a la postre, había sido precisamente esa rivalidad intestina la que había permitido que se produjera lo que los cronistas posteriores denominarían la «pérdida de España».

El Islam dividido de Al-Andalus

El nuevo territorio fue denominado enseguida por los musulmanes como «Al-Andalus». El origen de esta palabra resulta confuso, pero en cualquier caso no era —como se repite de manera errónea vez tras vez— un equivalente de la Andalucía actual. Para Tariq, Musa o cualquiera de los invasores islámicos tan Al-Andalus eran Barcelona, Lugo o León como Sevilla. Tampoco resiste el análisis histórico más elemental la mención de tópicos como el de la sociedad de las tres culturas o las tres religiones conviviendo en tolerancia, o el de una nueva sociedad basada en los elementos supuestamente igualitarios y desprovistos de racismo del Islam. A decir verdad, la realidad histórica fue diametralmente opuesta. No podía ser menos ya que, de acuerdo con los principios del Islam, el nuevo sistema político-social se sustentaba en la división entre vencedores musulmanes y el resto de la población, los invadidos, cuyas vidas eran sometidas y cuyos bienes eran en buena medida saqueados.

El orden social se dividía en dos grandes bloques, el de los invasores islámicos y el de los invadidos cristianos y judíos. Pero, a su vez, cada uno de esos sectores sociales se subdividía en grupos de suerte muy distinta. Aquellos vencidos que habían osado resistir a los invasores se vieron sometidos al denominado régimen de suhl, que en el peor de los casos se traducía en la ejecución de los varones y la esclavitud de mujeres y niños, y, en el más benévolo, en la sumisión seguida de la entrega de bienes. Por el contrario, los hispanos que se rindieron sin ofrecer resistencia a los musulmanes entraban en el régimen de ahd, lo que les garantizaba una cierta autonomía administrativa, la conservación de algunos bienes y la práctica de la religión propia. Con todo, no podían aspirar a recibir el mismo trato que los musulmanes ni tampoco permitirse la predicación de su fe so pena de muerte.

A todo ello además se añadía la carga de una serie de impuestos que no pesaban sobre los musulmanes, como el personal (shizya). La población sometida no musulmana —que recibió el nombre de mozárabe, de musta´rib, «el que se arabiza»— fue durante bastante tiempo mayoritaria, y durante siglos constituyó, junto a los hispanos convertidos al Islam, el compendio de la cultura en Al-Andalus, cosa nada extraña si se tiene en cuenta su origen romanizado.

Si diversa —y poco o nada halagüeña— era la situación de los invadidos, no era menos variada la de los invasores. Aunque el Islam insiste en su carácter fraterno y suprarracial, la realidad es que, históricamente, los árabes han gozado en su seno de una situación de preferencia sobre los conversos de otras razas, e incluso entre los primeros las diferencias no han sido escasas. Siguiendo este principio, lo que podemos apreciar en las fuentes islámicas es que en la cima de la sociedad musulmana constituida en suelo español estaban los árabes. Orgullosos de que Mahoma hubiera sido paisano suyo, los musulmanes árabes no abandonaron sus enfrentamientos intestinos en la península Ibérica, sino que los mantuvieron de la misma manera encarnizada en que los habían vivido hasta entonces.

Los dos grandes grupos rivales eran los yemeníes o kalbíes, originarios del sur de Arabia, y los qaysíes, procedentes del centro y del norte. De ambos grupos, de una profunda rivalidad, iban a salir los principales gobernantes y funcionarios no sin subdividirse en nuevos grupos, como el de los baladíes (los del país, es decir, los primeros en llegar) y los procedentes de inmigraciones sucesivas. A considerable distancia de los árabes, pese a ser musulmanes como ellos, estaban los bereberes. Procedentes de Mauritania (de ahí el apelativo de «mauri» del que deriva nuestro «moros»), fueron, sin duda, la fuerza de choque de Tariq y Musa, y precisamente por ello no debe sorprender que para los cristianos del norte pronto quedaran identificados con una dominación de la que eran instrumentos terribles, pero sólo instrumentos.

Tratados despectivamente por los árabes, se vieron incluso obligados a pagar el tributo personal de los no musulmanes. Por debajo de ellos se encontraban los musulmanes españoles o muladíes —del árabe muwalladun, utilizado para referirse a los hijos de los conversos— que no podían aspirar a un trato de igualdad con sus correligionarios invasores, pero que durante los primeros tiempos de la conquista constituyeron con los mozárabes el único, y por ello esencial, sustrato culto de Al-Andalus. El hecho de que además no estuvieran, siquiera inicialmente, enfrentados como los árabes y bereberes proporcionó al poder invasor una estabilidad indispensable.

Si la invasión islámica significó para la aplastante mayoría de los hispanos un descenso en la escala social, lo mismo puede decirse de su situación económica. El botín obtenido por los musulmanes en el asalto a las ciudades fue, desde luego, considerable. Por lo que se refiere a los bienes raíces, pasaron a manos de los invasores los esquilmados en virtud del suhl, al que ya me he referido. De éstos hubo que restar un quinto (jums) y las tierras yermas que pertenecían por definición al califa de Damasco. El resultado fue que los aproximadamente treinta y cinco mil soldados berberiscos llevados por Tariq y Musa apenas se consideraron pagados en el reparto.

Cuando en 716 y 719 tuvieron lugar dos nuevas inmigraciones procedentes del norte de África, se produjo tal tensión entre los invasores que el califa Omar II llegó a plantearse la posibilidad de  retirarse de Al-Andalus. Si no sucedió así fue porque Omar II acabó optando por entregar en usufructo los jums (impuesto árabe obligatorioo) a algunos de los guerreros en de Al-Andalus en virtud de un pacto feudal. Así, los primeros bereberes se instalaron momentáneamente en las laderas de los sistemas Cantábrico y Central y en las montañas andaluzas, mientras que contingentes procedentes de Siria y Egipto fueron ubicados en el sur de España.

Poco puede extrañar que, partiendo de una fragmentación social que afectaba de manera especial a los musulmanes y que, de hecho, perpetuaba privilegios raciales, las luchas civiles formaran parte del escenario político de Al-Andalus desde sus inicios. Una vez más, las fuentes árabes son bien explícitas al respecto. Tras la caída en desgracia de Musa, lo sucedió como valí o gobernador su hijo Abd al-Aziz. Poco tiempo ejercería el poder, ya que, siguiendo órdenes del califa Sulaymán, fue asesinado en la iglesia de santa Rufina de Sevilla —convertida en mezquita—, siendo su cabeza enviada a Damasco.

Durante las cuatro décadas largas que siguieron (716-758), el gobierno de los distintos valíes dependientes del califa de Damasco iba a ser trágico testigo de los encarnizados enfrentamientos entre los clanes árabes a los que se sumarían los originados entre los bereberes. Tras seis meses de espera llegó a España el nuevo valí, Al-Hurr, que trasladó la capital de Al-Andalus de Sevilla a Córdoba y que sufrió el primer revés frente a la resistencia hispana. En abril de 719, Al-Hurr fue sustituido por As-Samh ben Malik, nombrado directamente por el califa para indagar sobre la verdadera situación de las tropas invasoras.

El desgobierno ocasionado por los musulmanes era de tal magnitud y las discordias tan acentuadas que el califa se planteó seriamente el abandono de España, y si finalmente no actuó así fue para sofocar cualquier posible revuelta de los soldados islámicos ya instalados en Al-Andalus. As-Samh intentó continuar la expansión islámica al otro lado de los Pirineos, pero en el año 721 murió combatiendo frente a Tolosa contra Eudes, duque de Aquitania. Durante las décadas siguientes, los musulmanes acometerían en distintas ocasiones la tarea de invadir las Galias. De hecho, Anbasa (721-26), sucesor de As-Samh, se apoderó de Carcasona y Nimes, atravesó los valles del Ródano y el Garona, e incluso saqueó Autun y Moissac tras realizar correrías por la Borgoña. Se trató, sin duda, del del cisne del Islam en las Galias.

En el 732, la derrota de los musulmanes en Poitiers les convenció de la inutilidad, siquiera de momento, de continuar las expediciones transpirenaicas. A ello contribuyeron decisivamente la resistencia hispana atrincherada en Asturias y, muy especialmente, los propios conflictos interislámicos. Las dos grandes familias árabes, yemeníes o kalbíes y qaysíes, no dejaron de rivalizar en la lucha por el poder, y cada valí perteneciente a cualquiera de ellas aprovechó para favorecer a sus familiares a la vez que descargaba su ira sobre los rivales. El gobierno del qaysí Al-Haytham ben Ubayd se tradujo, por ejemplo, en matanzas de yemeníes que acabaron provocando la intervención directa del califa de Damasco y la sustitución del valí por Al-Gafiq, el futuro derrotado de Poitiers.

A la muerte de éste, el califa creyó solucionar el problema mediante el nombramiento de dos nuevos valíes, Abd al-Malik al-Fihrí y Uqba. Vana esperanza en realidad, Al-Andalus tan sólo se hallaba en vísperas de un nuevo rosario de guerras civiles. El comportamiento despótico y despectivo que el gobernador del norte de África, un qaysí, mostraba hacia los bereberes empujó a éstos a sumarse a los jariyíes, en la medida en que esta interpretación del Islam insistía en la igualdad de todos los musulmanes y socavaba, por lo tanto, el comportamiento de la aristocracia árabe.

Inicialmente, la sublevación bereber tuvo como escenario el norte de África. Uqba se vio obligado a pasar el Estrecho con la intención de reprimirlos, pero a pesar de que llevó a cabo terribles matanzas, no consiguió sofocar la rebelión. No sólo eso. Al saber los bereberes instalados en la Península lo que sucedía, se sumaron a la revuelta, entusiasmados ante la perspectiva de acabar con el dominio de la aristocracia árabe. De manera casi simultánea se alzaron en la cordillera Cantábrica, los montes de Galicia y el Sistema Central y descendieron hacia el sur asesinando a todos los árabes que encontraban a su paso. Cuando, por último, el ejército de Abd al-Malik fue aplastado en las cercanías de Córdoba por los bereberes, el califa Hisham decidió sofocar aquella guerra civil que podía tener terribles consecuencias para el dominio islámico en España.

En el año 749, junto al río Sebú, en Marruecos, se enfrentaron un ejército de rebeldes bereberes con otro constituido por fuerzas sirias y egipcias enviadas por el califa. La victoria recayó en los sublevados, y muy pronto los clanes árabes de la Península se percataron de que la única forma de sobrevivir exigía olvidar las diferencias entre qaysíes y yemeníes y aprovechar los restos del ejército sirio a las órdenes de Balsh ben Bishr. Semejante alianza sofocó la revuelta y así en Córdoba, Medina-Sidonia y Toledo fueron derrotados los bereberes por Balsh. Sin embargo, la guerra civil entre musulmanes no había terminado. Abd al-Malik exigió inmediatamente la salida de los sirios de Al-Andalus y, en respuesta, Balsh atacó Córdoba, crucificó a Abd al-Malik y lo sustituyó como gobernador desencadenando un verdadero infierno sobre los yemeníes.

Durante los años siguientes, los hijos de Abd al-Malik, algunos bereberes resentidos por la derrota sufrida ante Balsh y no pocos muladíes hartos del despotismo árabe se enfrentaron con el nuevo gobernador. Balsh caería muerto en Aqua Potora, al norte de Córdoba, pero su sucesor, Thalaba ben Salama al- Amili, no cejó hasta aplastar a yemeníes y bereberes. Tras, la victoria de Mérida, los bereberes derrotados fueron reducidos a esclavitud y vendidos por precios tan humillantes como el valor de un perro.

En el año 743, llegó a Al-Andalus un nuevo valí llamado Abu- 1-Jattar con la misión de pacificar una tierra ensangrentada por la interminable guerra civil entre musulmanes. Miembro del clan yemení, Abu-l-Jattar pacificó los restos del ejército de Balsh entregándoles tierras, pero no tardó en caer en una política de parcialidad familiar que provocó una nueva rebelión, integrada esta vez por los qaysíes. En el año 747 Abu-l-Jattar fue vencido y ejecutado. Tres años después dio inicio una terrible hambruna —nada extraño si se tiene en cuenta la prolongada situación de enfrentamiento civil— que se extendería a lo largo de un lustro y que, presumiblemente, afectaría de manera especialmente trágica a los invadidos.

No resulta difícil imaginar —a pesar de que para las fuentes árabes el tema carece totalmente de interés— lo que pudo ser la vida para los hispanos durante las primeras décadas de gobierno musulmán. Si la penetración inicial se tradujo en el final de la libertad, la conversión en masas sometidas —cuando no esclavizadas—, la pérdida de los bienes y los familiares y la aniquilación de una cultura emparentada estrechamente con la clásica, los años turbulentos que siguieron difícilmente pudieron traducirse en una forma de vida sosegada y fecunda. Semejante situación aún debió empeorar cuando Al- Andalus dejó de depender de los califas omeyas —a la sazón empeñados en una lucha a muerte contra los abasíes—y los dos últimos valíes no sólo carecían de la legitimación formal de Damasco, sino también de la aceptación material de los distintos grupos musulmanes asentados en la Península, lo que agudizó más, si cabe, el enfrentamiento armado entre ellos.

En medio de una situación así, los mozárabes, que residían en Al-Andalus, se vieron atrapados entre los más de dos fuegos de las luchas intestinas de los musulmanes. Los muladíes sufrieron no menos que los bereberes la discriminación establecida por la aristocracia árabe, y los cristianos que eludieron el dominio islámico se vieron obligados a un forzado exilio en las tierras del norte, donde no faltaron ni las aceifas —en las que podían convertirse en cautivos— ni el combate armado para preservar la vida y la libertad.                                                                                                                                                                                   

                                                                                                                                                                      © 2012 Javier De Lucas