A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

 

MAS FUERTE QUE LA LEY

 

CAPÍTULO I

JÚBILO EN MEADOW COUNTRY

 

-       Ya viene –anunció el juez McLane.

A esta exclamación centenares de “¡Hurras!” “¡Vivas!” etc. se dejaron oír en la calle principal de la naciente ciudad de Meadow Country.

Alzado sobre su soberbio tordo de finas y esbeltas patas y crines ondeantes al viento, Jerry Roosvelt hacía su aparición triunfal. A su lado y en un bello carruaje engalanado con flores y ornamentos, Magda Howsson iba acompañada de sus padres. La ceremonia de unión se había efectuado y los nuevos esposos de Roosvelt iban a celebrar el clásico banquete nupcial.

Un aluvión de papelitos, arroz y otras cosas fueron arrojados al grupo. Jerry bajó de su montura y se subió en una especie de tribuna levantada sobre madera de roble.

-       Amigos de Meadow Country, os agradezco enormemente esta alegría que me habéis dado y que nunca olvidaré. Por votación me vais a nombrar sheriff de este querido pueblo. Después de casarme, voy a ostentar la estrella plateada de cinco puntas, distintivo de la ley. Yo os prometo que no os defraudaré. Lucharé contra todo aquel que intente perturbar la tranquilidad de nuestros ciudadanos. Y aunque muera en la empresa, seré siempre digno y fiel cumplidor de que la ley y el orden sean quienes rijan la vida en Meadow Country. He dicho.

Un estallido de aplausos sonó en aquel momento. El juez McLane, un hombre de avanzada edad, alto y enjuto, prendió en la camisa de Jerry la estrella de cinco puntas.

Después el sheriff  tomó a su esposa por la cintura y la abrazó.

Era Magda Howsson una linda muchacha de grandes y achinados ojos verdes, nariz pequeña y algo respingona y labios de curva perfecta. Tenía una larga cabellera rubia, que recogía en dos largas trenzas doradas. Vestía traje blanco al estilo del Este.

Su marido, Jerry Roosvelt, era de carácter jovial, cara de niño y simpática sonrisa. Usaba una camisa blanca, enfundada en larga levita, con lazo en el cuello, pantalones negros y altas botas con doradas espuelas. Era alto y fuerte, aunque la levita le quitaba el aire de cow-boy que su aspecto diera a entender.

Permanecieron largo tiempo abrazados hasta que alguien dijo: "¡Vamos a comeeeer!" Y un tropel salió disparado hacia unas mesas largas en donde los manjares dejaban ver sus tentadoras formas.

Comieron todos y bebieron hasta que su sed fue aplacada. Entonces, Jerry, que estaba al lado de su esposa, se dirigió a su oficina en donde con grandes letras se podía leer:

“SHERIFF OF MEADOW COUNTRY

DEPARTMENT OF JUSTICE”.

Así terminó el día para los confiados habitantes de Meadow Country.

 

CAPÍTULO II

LLEGA SOW BARREWALES

 

-       Jim, -dijo Jerry Roosvelt. -Ve ensillando a “Maraca”. Voy a hacer la inspección.

Jim Bruyne, comisario del sheriff, acató pronto la orden. Colocó la silla sobre el lomo del noble bruto, y ató debidamente las cinchas sobre el vientre del animal.

Jerry montó de un salto y se alejó en dirección al pueblo.

Lucía un sol plomizo en el cielo sin nubes. La tierra estaba seca y ardiente, y la calle principal presentaba el aspecto de un pueblo fantasma. Solo un perro rompió el monótono silencio.

Roosvelt se bajó de “Maraca” y entró con paso firme en el saloon “Chiricahua”, propiedad de Archibald Samuels. Chirriaron los mal cuidados batientes cuando Jerry Roosvelt notó en el aire un ambiente cargado de malos presagios.

-       Hola, sheriff –la voz de Marilyn Scott sonó melodiosa. Hacia tiempo que no se dejaba caer por aquí.

Jerry la apartó con el brazo y se encaró con Samuels que limpiaba vasos en el mostrador. Había en la estancia unas doce personas. Dada la hora tan intempestiva, poca gente se veía en el saloon.

-       Necesito hablarte, Archibald –dijo Jerry.

-       Voy, sheriff.

Archibald Samuels condujo a un reservado a Jerry.

-       Vine cuando me enteré que tenías que hablar conmigo –habló Jerry mientras tomaba asiento en un cómodo butacón.

-       Ya sabes lo que son las habladurías, pero dicen que ha vuelto Bill McDooguen, y eso no es lo peor, Sow Barrewales ha llegado esta mañana a Meadow.

-       A Bill McDooguen -Jerry habló despacio- le vi la última vez en Abilene. Después fue a Santa Fe desde donde se trasladó a Beagt Trout. Le buscan por armar camorra y organizar toda clase de peleas. En Abilene mató a tres hombres.

-       Será un peligro tenerle aquí, Jerry. Los tipos como McDooguen solo están bien en un sitio. Y tú lo sabes bien, sheriff.

-       Tendré trabajo estos días, Archibald. Pero no olvides llamarme si necesitas algo. Esta noche vendré a dar una ojeada.

Roosvelt se levantó pesadamente y dio una palmada en la gruesa anatomía de Samuels. Después salió a la calle. Tuvo que hacer un esfuerzo para no mirar los lindos ojos de Marilyn Scott.

 

 CAPÍTULO III

LA MUERTE VISITA MEADOW COUNTRY

 

El Saloon “Chiricahua” estaba en su apogeo. Mineros, vaqueros, jugadores, etc. bebían o jugaban. Jerry Roosvelt se ajustó las pistoleras de las cuales pendían dos revólveres del 44, de cachas nacaradas. Después empujó las puertas del Saloon.

Un ambiente viciado se descargó sobre Jerry cuando este hizo su aparición. Se acomodó en un rincón cuando le vio. Sí, era Sow Barrewales en persona. El hombre que nadie le había podido probar que hacía trampas. Allí estaba, pendiente de una partida de póker, con los ojos fijos en los naipes y la expresión ausente de los buenos jugadores. No llevaba armas, pero sí un pequeño y plateado “Derringer” en la bocamanga, que ya lo había utilizado cuando sus oponentes, exasperados por sus abrumadoras ganancias, intentaban llegar a las armas.

Sigilosamente Jerry se fue acercando a la mesa. La partida era interesante. Tres pioneros jugaban además.

-       100 dólares –sonó indescifrable la voz del tahúr.

Uno de los pioneros tiró las cartas con desaliento, pero otro aumentó la cifra.

-       500, Barrewales.

Fue suficiente. Con la mayor limpieza después de haber visto la jugada. Sow Barrewales enseñó su full de reyes que dejó clavados a sus oponentes.

Entonces algo cambió el panorama. Una voz ligeramente conocida sonó a espaldas de Roosvelt.

-       Vuélvete, sheriff de pega…

Como un gato, Jerry se volvió herido. Y ante él, allí se encontraba un viejo conocido. Era un hombre de mediana estatura, delgado, con botas tejanas y ropas muy usadas. Llevaba dos revólveres “colts” a los lados y las manos le caían sobre ellos peligrosamente. Bill McDooguen venía a cobrarse una vieja cuenta. Era de años atrás, en Sonora. Jerry le había herido en un costado y quería vengarse.

-       Ja, ja, ja, ja… -McDooguen rió estrepitosamente. -De modo que tú sheriff ¿eh? Mientras tu hermano despacha tipos por ahí, tú jugando a las leyes…

-       Basta, Bill –sonó ronca la voz de Roosvelt. -Vete de aquí o…

-       ¿O qué, amigo? Vengo a por ti, Jerry, tanto si eres sheriff como si no. Y no voy a consentir en largarme sin haberte dado lo tuyo.

-       Debería arrestarte –siguió Jerry, -pero quiero ver cómo muerde un perro que ladra demasiado…

No terminó la frase. Con una parsimonia endiablada, Jerry Roosvelt salió en dirección a la calle. Todo el gentío que abarrotaba “Chiricahua” salió también y se parapetó detrás de los soportales de las casas. Jerry y McDooguen quedaron solos en medio de la calle.

-       Eres un estúpido, Bill –Jerry mascaba las palabras. -Muchos sheriffs me lo agradecerán.

-       Cállate, perro. Veré el color de tu sangre, cobarde.

Fe un movimiento, un simple destello en los ojos de Bill McDooguen, lo que indicara que había llegado el momento. Jerry Roosvelt era rápido con las armas, pero Bill McDooguen no le iba a la zaga. Las manos bajaron vertiginosamente a las pistoleras y estas salieron solas al exterior. Sonaron dos fogonazos casi al unísono. Solo que el de Bill McDooguen había sido el último de su vida. Por una décima de segundo. Roosvelt había aventajado a McDooguen. La bala del sheriff perforó el pecho del pistolero. La de este levantó un inofensivo polvillo al rebotar en la calle. En un cómico gesto, McDooguen avanzó dos pasos. Después soltó el revólver y cayó pesadamente sobre el polvo de la calle.

 

CAPÍTULO IV

LLEGAN TRES PISTOLEROS

 

Archibald Samuels se frotó indeciso la ligera perilla que le cubría las mandíbulas después de haber oído la afirmación que el joven Joel VanStack le había relatado.

-       Y Jerry en Sonora, -carraspeó un momento-. Meadow  Country va a ser testigo del desafío más espectacular que vieron los siglos…

-       ¿Qué hacemos, Samuels? -esta vez fue Marilyn Scott la que habló-. Con Jerry en Sonora esos pistoleros se harán los amos del pueblo.

-       No me preocupa eso, -siguió pensativo Archibald. Podía mandar a Joel en su busca. -Pero lo peor es otra cosa, Marilyn, Chuck “Balas” Roosvelt es uno de ellos.

Marilyn cambió de cara.

-       ¡No! “Balas” no puede venir a Meadow. Él sabe que Jerry es el sheriff… sabe que no tendrá más remedio que tirar contra él, contra su propio hermano.

-       Él lo sabe, Marilyn, pero viene. Viene porque no tiene escrúpulos ni sentimientos humanos. Y no viene solo. Dicen que este es el lugar en donde se encontrarán “Balas” y “Gigant” Bllowe. Va a ser el desafío más sonado que registró la historia de este pueblo.

-       “Gigant” y “Balas” –la voz soñadora de Joel sonó en aquel momento-. ¿Quién crees que vencería, Archibald?

-       Nadie ha conocido ninguna derrota de “Gigant” Bloowe –habló Samuels-. Dicen que es el mejor pistolero de Arizona. En Abilene mató a cuatro hombres de una vez. Y en Sead Light mató al comisario Steckton y a “Zing” McKenzie, el mejor pistolero de Abilene.

-       “Balas” es otra cosa –continuó Samuels-. Yo le vi matar a Shot Smith dándole ventaja en sacar. Fue asombroso. Shot era una maravilla con los “colts”. Pero “Balas” le atinó entre los ojos. Luego pasó a México. De allí a la frontera de Texas para entrar en terreno indio, en Oklahoma. “Balas” Roosvelt es un personaje legendario, como lo fue Hickok, Bill Cody o Billy “El Niño”…

-       Y sin embargo, un fuera de la ley, -dijo Marilyn-. Caminos opuestos han elegido los hermanos Roosvelt.

-       ¿Voy a por Jerry? –preguntó Joel.

-       Ve por él, Joel, y tráelo lo más aprisa posible.

 

x – x – x – x – x – x - x

 

Caía la tarde en Meadow Country. Bajo un cielo plomizo que amenazaba lluvia, un hombre se recostaba sobre su potro alazán. Era un hombre que parecía cansado, hastiado de todo lo que le rodeaba. Era un hombre famoso que llegaba a Country para cumplir tal vez el último desafío de su vida. Por él, todos los sheriffs de Oklahoma, Texas, Arizona y otros estados mandaban sus mejores hombres para la captura del fabuloso gun-man. Pero todo en balde. Chuck “Balas” Roosvelt nunca había sido apresado. La extraordinaria facilidad con que manejaba sus colts le habían salvado de encerronas, trampas y otras emboscadas. Toda su vida se había desarrollado bajo el signo del revólver. Nadie había visto a “Balas” sin un par de “colts” en las manos. Y llegaba a Meadow Country. Llegaba para enfrentarse a su más peligroso rival. “Gigant” Bloowe era uno de los más rápidos gun-men del estado de Arizona.

El caballo de “Balas” hizo su aparición en la calle cuando ya las sombras se enseñoreaban por doquier. Ató sus riendas al poste delante del “Saloon” de Samuels, y extendió sus largas piernas. De dos zancadas entraba en el “Chiricahua”.

Archibald Samuels se quedó como petrificado. Allí estaba “Balas” Roosvelt en persona. Allí estaba el mejor pistolero que había visto en su vida. Le observó a fondo. Era muy alto, casi un gigante con un rostro muy demacrado de ojos azules, un poco hundidos. Tenía las piernas largas y ligeramente arqueadas. Vestía camisa negra, pantalones gastados de cuero y botas altas tejanas de relucientes espuelas plateadas. A cada lado de la cintura pendía un grueso revólver, calibre 38, enfundado en engrasadas cartucheras, con una canana repleta de cartuchos. Los revólveres, de cachas de marfil, mostraban al sagaz observador unas muescas interminables a cada lado del percutor.  “Balas” Roosvelt era un clásico ejemplo de gun-man terrible. Archibald Samuels lo notó inmediatamente.

Algo cambió en las facciones de “Balas”. Su expresión se hizo de piedra cuando gritó:

-       ¡Sow Barrewales! ¡Levántate, cobarde!

El interpelado pegó un brinco. ¡No! Allí estaba el hombre al que había traicionado diciendo su paradero a los federales.

-       Estoy desarmado, -tembló la voz de Barrewales-. Tú eres un profesional, “Balas”…

-       Perro traidor, jugador de ventaja -“Balas” se fue acercando lentamente.

-       ¡No, “Balas”!, -gritó histérico Barrewales- No,…

Con un salto felino, Sow Barrewales lanzó una botella de whisky al rostro de “Balas” Roosvelt. Después extrajo su “Derringer” de la bocamanga.

-       Ahora estamos en distintas condiciones, “Balas” – rió Sow Barrewales.

-       Cobarde –Chuck “Balas” se restregaba los ojos escocidos-, siempre…

Imposible de seguir con la vista. Sow no se dio cuenta de la maniobra de un gun-man de la categoría de “Balas”.

Mientras se mantenía encogido, dañado aparentemente, “Balas” ejecutó un salto felino hacia atrás.

Fue Barrewales quien disparó primero, pero la bala no alcanzó el blanco deseado, sino que dio en el lugar en donde un segundo antes se encontrara su blanco. Pero “Balas” no erró el tiro. Inclinado hacia atrás, de una manera inverosímil, “Balas” Roosvelt hizo fuego dos veces. Un segundo después Sow Barrewales caía sin vida, con un orificio en el vientre y otro a la altura de las cejas.

Casi en ese mismo instante, dos pistoleros famosos, “Arizona” Wild y “Gigant” Blowe, enfilaban hacia Meadow Country.

 

CAPÍTULO V

SONORA

 

-       Pase, Roosvelt.

Jerry Roosvelt empujó lentamente la puerta. Sentado en una butaca, Wels K. Osbloss, gobernador del Estado, fumaba un gigantesco puro.

-       Hola gobernador –dijo Jerry.

-       Siéntese Roosvelt – indicó Osbloss-. Ya sabe que lo que le voy a comunicar es de vital importancia.

Jerry Roosvelt se dejó caer en un butacón, y cruzó ambas piernas.

-       Han visto por la región de Meadow Country a “Gigant” Blowe y a Sammy “Arizona” Wild –siguió el gobernador-. Pero también corre el rumor de que… ﷓ -Osboss titubeó -… de que por allí anda “Balas”.

Como si una serpiente le mordiera en aquel instante, Jerry pegó un salto.

-       No lo dirá en serio, gobernador. Él “no puede”…

-       Pero sí está allí, Jerry. O por lo menos, anda cerca.

-       Él sabe que no debía venir a Meadow, -Jerry parecía que hablaba consigo mismo -pero lo ha hecho ¿por qué… por qué?

-       Ya sabes como las gasta la ley, Jerry. A pesar de ser tu hermano, tendrás que apresarle. Para ello pondré a tu cargo a cuatro de mis mejores hombres. Atraparás por la fuerza a esos gun-men.

Jerry ya no le oía. Estaba ausente de todo. Su mirada viajaba por otros tiempos cuando jugaba con su hermano Chuck. Después se separaron por diversas causas. Chuck fue a la frontera y Jerry hacia el Oeste. Años después tuvo las primeras noticias. Su hermano se había convertido en un peligroso pistolero. Supo que era rapidísimo con las armas, que había matado a Shot Smith. Y ahora esto. Venía a Meadow. ¿Para qué? Y su venida coincidía con la llegada de “Gigant” y “Arizona”.

-       ¿Dónde están esos hombres? –inquirió Jerry.

El gobernador tocó una campanilla.

-       Que vengan McParland, Silverra, Moore y Kroid.

Al instante cuatro hombres se presentaron en la estancia.

-       Este es el sheriff Roosvelt, -anunció el gobernador -desde ahora estáis a su servicio.

-       Ya me voy, gobernador. Quiero estar cuanto antes en Meadow.

Al llegar a la puerta vio como Joel Vanstack se le abalanzaba corriendo.

-       ¡Ya han llegado a Meadow! –habló el muchacho entrecortadamente -¡”Balas”, “Arizona” y “Gigant”!

-       ¿Cuándo?

-       Ayer. Vine en cuanto lo supe.

-       ¡A los caballos! ¡Monten! –sonó imperiosa la voz de Roosvelt.

 

 CAPÍTULO VI

DOS GUN-MEN TERRIBLES

 

Ni una mosca. La población de Meadow Country no daba señales de vida. Todo el mundo se había refugiado en sus casas ante la extraordinaria noticia. “Gigant” Blowe contra “Balas” Roosvelt. Y el sheriff en Sonora.

Avanzaban con paso lento. A pie, dos hombres bien distintos hacían su aparición en la calle principal de Meadow. Uno era altísimo, muy delgado. Tenía una expresión de apatía en el rostro. No era muy joven, ya que contaría unos 30 años. Vestía camisa negra y pantalones del mismo color. Calzaba botas de tintineantes espuelas y se tocaba con un amplio sombrero “Stetson”. De sus caderas pendían dos imponentes revólveres del 38, de cachas de nácar.

A su lado, un hombre bajo y fornido iba con él. Aparentaba unos 40 años, con finos bigotes y rostro atezado. Vestía ropa de vaquero, aunque su formidable artillería a cada lado de la cintura daba un rotundo mentís a esta suposición.

Aquellos eran los mejores pistoleros de Arizona. Sin embargo, “Gigant” Blowe aventajaba a su compañero, Sammy “Arizona” Wild. Allí estaba “Gigant” para cumplir lo que una vez prometió en Cedar Village, cuando aquella exhalación de pistolero, Chuck “Balas” Roosvelt, le ultrajó delante de todos. Odiaba a “Balas”. Más que por otra cosa, porque era su más directo competidor. Sabía que “Balas” era un maestro del revólver y no quería competencias. Porque “Gigant” Blowe era, según muchos, el hombre más rápido con el revólver al oeste de Texas. Pausadamente, ambos hombres se deslizaron sobre el polvo de la calle. Todo parecía muerto, cuando, sin embargo, millares de ojos escondidos tras las ventanas, se apresuraban a ser los espectadores del duelo más apasionante que nunca contemplaran.

En aquel instante, apareció “Balas” Roosvelt.

 

CAPÍTULO VII

EL DUELO

 

Tampoco tenía prisa. Estaba parado, en mitad de la calle y apoyaba las manos en el cinto-canana.

“Balas” no sabía que “Arizona” venía con Bloowe. Por eso, al verlos a ambos, no pudo reprimir un gesto de contrariedad.

-       ¡”Gigant”! –gritó “Balas”-. No quedamos que viniera “Arizona”.

-       Él también tiene una cuenta contigo “Balas”. ¿O es que te olvidas cuando le heriste en Fort Bowie?

-       No, no me olvido de eso, Bloowe. Pero sabe que serán dos muertes y no una.

-       No conseguirás tocarnos a ninguno de los dos –se burló “Gigant”-. Voy a demostrar cómo se mata a un aprendiz de gun-man.

-       Calla “Gigant” –“Balas” pareció escupir las palabras-. No quería mataros a los dos, pero habré de hacerlo.

-       Bien Roosvelt. Nos gustará que sientas en tu cuerpo el gusto de dos proyectiles. Uno mío y otro de “Arizona”.

-       Sobran ya las palabras “Gigant”.

Los tres hombres se miraron. Un duelo desigual, ya que se trataba de dos magníficos pistoleros contra uno solo.

Las manos bajaron vertiginosamente y los dedos tocaron las cultas de los revólveres.

Fue solo un instante. Un instante que todos los habitantes de Meadow Country recordarán mientras vivan.

Sin moverse un ápice de terreno, Chuck “Balas” Roosvelt, a velocidad verdaderamente increíble, extrajo sus mortíferos “colts”. Vomitaron fuego sus revólveres. Casi al unísono, fundiéndose en un solo disparo, otras dos detonaciones se confundieron. Pero solo dos llegaron a su destino. Cuando se disipó la humareda y a los atónitos ojos de los ciudadanos de Meadow Country, los tres hombres seguían mirándose fijamente. Fue “Arizona” Wild quien cayó primero, incapaz de seguir sosteniéndose sobre sus endebles piernas. Al instante, “Gigant” Blowe avanzó indecisamente unos pasos. Sus facciones experimentaron una sensación de asombro cuando vio, erguido, impasible con los revólveres humeantes, a “Balas” Roosvelt.

-       …me …ven…venciste… R… Roosvelt –aún dijo “Gigant”.

Después giró sobre sí mismo, llevándose las manos al vientre, intentando tapar la enorme herida.

Eso fue todo. “Balas” Roosvelt había matado a “Gigant” Bloowe y a “Arizona” Wild. Sus dos disparos habían hecho blanco. Los de sus enemigos, desviados al sentir el impacto recibido, yacían enterrados bajo el polvo de la calle.

 

CAPÍTULO VIII

EL FIN DE UN PISTOLERO

 

“Balas” Roosvelt enfundó de nuevo sus revólveres. Más en ese preciso instante, sonó una detonación al principio de la calle. Allí llegaba el sheriff con sus cuatro comisarios. “Balas” achicó los ojos. Rápidamente giró sobre sus talones y de cuatro zancadas alcanzó su caballo. De un salto montó en la grupa y salió disparado.

En el instante en que Jerry Roosvelt hizo su aparición, toda la gente se lanzó a la calle. Allí yacían los cadáveres de los dos gun-men. Pero el más peligroso  había escapado.

No tuvo tiempo de desmontar. Seguido de los cuatro hombres Jerry Roosvelt lanzó su caballo hacia delante.

Llevarían dos horas cabalgando cuando uno le divisó.

-       ¡Por allí, sheriff!

Los cinco hombres se lanzaron hacia un puntito que se divisaba a lo lejos. “Balas” Roosvelt se sabía cogido. Su potro estaba cansado y sus perseguidores no tardarían en darle alcance. Por eso, trazó una cabrioleta en el aire y cayó al suelo mientras agarraba su rifle “Springfield” y se acurrucaba tras una roca.

Veía venir perfectamente a los cinco jinetes. Apuntó concienzudamente y disparó el arma. La bala cruzó el aire en busca de su destino. Antes de caer sin vida, uno de los comisarios lanzó un lastimero quejido.

-       ¡Dispersaos! ¡A tierra! –gritaba Jerry Roosvelt.

“Balas” se echó de nuevo el rifle a la cara. De nuevo apuntó cuidadosamente. Otro de los comisarios cayó muerto víctima de la endiablada puntería de “Balas”. Comprendiendo la imposibilidad de apresarle, Jerry Roosvelt ideó una estrategia. Mientras los otros dos comisarios seguían disparando, él se deslizó por las rocas intentando darle caza por la espalda. Pero no pudo llegar a su destino. El rifle certero de “Balas” lo alcanzó en un hombro. Fue solo un rasguño, que más que otra cosa quería significar un aviso. “Balas” se detuvo cargando apresuradamente su “Springfield”. Entonces fue el momento. Los dos hombres que quedaban con Jerry, se lanzaron en loca carrera hacia el refugio de “Balas”. Pero esta vez fueron los revólveres los que bramaron. De pie sobre su refugio, “Balas” hizo fuego repeticas veces. Los dos hombres rodaron por el suelo, alcanzados de pleno por el asombroso gun-man.

Solo quedaron los dos. “Balas” Roosvelt y su hermano Jerry. Quedaron quietos, mirándose fijamente a los ojos, desentendiéndose de todo cuanto les rodeaba. Fue un momento cruel. Jerry sabía que “Balas” no le dejaría ni siquiera llegar a tocar sus armas. Pero la ley pesaba sobre él. La ley perseguía a aquel hombre, a aquel temible gun-man que era su hermano. No tuvo más remedio que hacerlo. Bajó las manos hacia las caderas. Pero cuando Jerry aún no había desenfundado “Balas” ya le apuntaba recto al corazón. No. El despiadado gun-man no pudo hacerlo. No pudo disparar hacia su hermano. No pudo matarle porque una voz dentro de su alma se lo impedía. Bajó sus armas pausadamente.

Pero de pronto, a su espalda, Jerry Roosvelt vio aparecer a cientos de vaqueros. Eran los habitantes de Meadow Country que llegaban a aquel lugar.

“Balas” Roosvelt no tuvo tiempo de defenderse. Antes de que se diera cuenta de la situación, más de veinte proyectiles se le clavaron salvajemente en la espalda. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Con un gesto de estupor, “Balas” Roosvelt se desplomó exánime con el cuerpo acribillado a balazos.

Fue el final de uno de los mejores pistoleros que conoció el legendario Far West. Tendido cual largo era, la inconfundible figura del gun-man se recortaba sobre el suelo pedregoso.

Jerry Roosvelt abrazó a su bella mujer. Después se arrodilló junto a “Balas”. No pudo reprimir un sollozo. A “Balas” Roosvelt no le había vencido nadie. Nadie pudo con aquella exhalación de pistolero. Pero una cosa que no había contado fue la única que le venció. No fueron sus revólveres, siempre certeros. Fue porque “Balas” Roosvelt tuvo un poco de corazón…

 

F I N

                                

                                                                                                                                                   © Javier de Lucas