MISTERIOSA CONSCIENCIA

Hasta los años sesenta, la psicología dominada por el conductismo evitaba el término «consciencia» en cualquier discusión que se preciara de ser científica. ¿Qué fue lo que causó la explosión del interés en la consciencia en las décadas posteriores? Algunos atribuyen este interés a los llamativos avances en la imaginería cerebral que permitieron observar las partes del cerebro que se activaban en respuesta a estímulos particulares. El interés en los fundamentos de la mecánica cuántica y la conexión con la consciencia ha florecido al mismo tiempo que los estudios de la consciencia. Algo se respira en el aire.

¿Qué es la consciencia?

Las definiciones de «consciencia» de los diccionarios apenas son mejores que las de «Física». Hemos estado usando el término «consciencia» como más o menos equivalente a «percatación», o quizás a la sensación de percatación. El concepto ciertamente incluye la percepción del libre albedrío. Nuestro empleo del término «consciencia» es el estándar en el tratamiento del problema de la medida en Física cuántica. A menudo se puntualiza que la única manera que tenemos de conocer la existencia de la consciencia es a través de nuestra sensación en primera persona o del testimonio en segunda persona de otros. No me referiré a buena parte de lo que se encuentra en los tratamientos de la consciencia desde el punto de vista psicológico. Por ejemplo, de ilusiones ópticas, ni de trastornos mentales, ni de autoconsciencia, ni del sillón freudiano de las emociones ocultas, el inconsciente.

Lo que nos preocupa es la «consciencia» que tiene un papel central en el enigma cuántico, la que parece afectar a la realidad física. Esto no necesariamente implica que la consciencia es una «cosa física» que hace algo físico. Estamos describiendo un enigma, no proponiendo una solución al mismo. El ejemplo simple de las dos cajas es que la observación de la totalidad de un objeto dentro de una caja causa su presencia allí. Decimos «causa» porque, presumiblemente, se podría haber optado por observar una interferencia y establecer una situación contradictoria con la anterior, en la que el objeto habría sido una onda presente a la vez en ambas cajas.

Una demostración semejante, ¿requiere necesariamente un observador consciente? Después de todo, ¿no podría efectuar la observación un robot no consciente, o incluso un contador Geiger? Esta objeción, la más habitual, al requerimiento de la consciencia se planteará —y refutará— más adelante. (No vamoy a decir que la consciencia es un requerimiento obligado, sino solo que el argumento del robot no es válido). Por ahora, solo recuérdese que si ese robot contador no estuviera en contacto con el resto del mundo y obedeciera la mecánica cuántica, simplemente se entrelazaría convirtiéndose en parte de un estado de superposición total (como el gato de Schrödinger). En ese sentido no observaría.

Nuestra demostración del encuentro con la consciencia mediante el montaje de las cajas pareadas descansa en el supuesto de que podríamos haber optado por otro experimento distinto del que de hecho hicimos, de que tenemos libre albedrío. Lo mismo vale para nuestros experimentos tipo EPR que demuestran las «acciones fantasmales» de Einstein. La existencia de un enigma cuántico depende crucialmente del libre albedrío. Hablemos, pues, de libre albedrío.

Libre albedrío

El problema del libre albedrío surge en diversos contextos. He aquí uno antiguo: puesto que Dios es omnipotente, podría parecer injusto que a nosotros se nos haga responsables de algo. Después de todo, Dios tenía el control. Los teólogos medievales resolvieron este asunto decidiendo que cada tren de sucesos parte de una «causa eficiente remota» y acaba con una «causa final», ambas en manos de Dios. Las causas intermedias vienen dadas por nuestras elecciones libres, por las cuales tendremos que pasar cuentas el día del juicio. Esta preocupación medieval no está tan lejos de la de los filósofos de la moralidad actuales. Y los abogados defensores la convierten en un tema práctico al argumentar que las acciones de sus defendidos estaban determinadas por la genética y el entorno en vez del libre albedrío. Nuestro planteamiento del problema del libre albedrío es más simple.

La Física newtoniana clásica es completamente determinista. Un «ojo que todo lo ve», capaz de contemplar la situación del Universo en un momento dado, puede conocer su futuro entero. Si la Física clásica se aplicara a todo, no habría sitio para el libre albedrío. No obstante, el libre albedrío puede coexistir tranquilamente con la Física clásica. En nuestra visión newtoniana del mundo explicábamos que, en otro tiempo, la Física podía detenerse ante la frontera del cuerpo humano o, desde luego ante el entonces absolutamente misterioso cerebro. Los físicos podían decidir que el libre albedrío no era un asunto de su competencia y dejárselo a filósofos y teólogos. Esa inhibición no resulta tan fácil hoy, cuando los científicos estudian las operaciones del cerebro, su electroquímica y su respuesta a los estímulos. Al hacerlo tratan el cerebro como un objeto físico cuyo comportamiento está gobernado por leyes físicas. El libre albedrío no encaja fácilmente en ese cuadro: se queda acechando como un espectro detrás de una esquina.

La mayoría de neurofisiólogos y muchos psicólogos ignoran tácitamente esa esquina. Algunos, quizá con más coherencia lógica, niegan la existencia del libre albedrío y afirman que nuestra sensación de libre albedrío es una ilusión. Otros simplemente lo aceptan como un misterio por ahora aparcado. Pero otros lo exploran. Trataremos la controversia generada por todo esto cuando discutamos el «problema difícil» de la consciencia. ¿Cómo podríamos demostrar la existencia del libre albedrío? Puede que todo lo que tengamos sea nuestra propia sensación de libre albedrío y la afirmación de su posesión por otros. Si tal demostración es del todo imposible, quizá la existencia del libre albedrío carezca de sentido. (En contra de este argumento, aunque uno no pueda demostrar su sensación de dolor a algún otro, uno sabe que existe, y desde luego no carece de sentido).

El experimento más famoso sobre el libre albedrío ha suscitado un acalorado debate. A principios de los ochenta, Benjamin Libet hizo que sus sujetos flexionaran sus muñecas en un momento elegido a voluntad, pero no planeado de antemano. Libet determinó el orden de tres momentos críticos: el momento del «potencial de disposición», un voltaje que puede detectarse con electrodos en la cabeza casi un segundo antes de que tenga lugar una acción voluntaria; el momento de la flexión de muñeca, y el momento en que los sujetos decían haber decidido flexionar la muñeca (mirando un reloj de avance rápido).

Podría esperarse que el orden fuera (1) decisión, (2) potencial de disposición y (3) acción. En realidad, el potencial de disposición precedía al momento de la decisión. ¿Demuestra esto que alguna función determinista en el cerebro ocasionó la decisión supuestamente libre? Algunos así lo dirían (no necesariamente Libet). Pero estamos hablando de fracciones de segundo, y el sentido de la cronología de la decisión es difícil de evaluar. Además, puesto que se supone que la acción de flexionar la muñeca se inicia sin ningún plan previo, el resultado experimental parece, en el mejor de los casos, una prueba ambigua en contra del libre albedrío consciente.

Aunque el libre albedrío es difícil de encajar en una visión científica del mundo, nosotros mismos no podemos dudar seriamente de su existencia. El comentario de J.A. Hobson nos parece apropiado: « A los que tenemos sentido común nos asombra la resistencia que psicólogos, fisiólogos y filósofos ofrecen a la realidad obvia del libre albedrío ». No obstante, al aceptar tanto el libre albedrío como los efectos cuánticos demostrados, nos encontramos con un enigma: la aparente creación de la realidad por la observación consciente. Además, para evitar el enigma a base de negar el libre albedrío, también debemos admitir que el mundo conspira para hacer que nuestras elecciones se correlacionen con las situaciones físicas que observamos a continuación. Mientras que en la Física clásica el libre albedrío es un problema benigno, la mecánica cuántica nos obliga a considerar la introducción de aspectos humanos en nuestra Física. Según John Bell:

"Resulta que la mecánica cuántica no puede «completarse» en una teoría localmente causal, al menos si uno permite […] experimentadores que operan libremente".

La creación de la realidad por la observación es difícil de aceptar. Pero no es una idea nueva.

De Berkeley al conductismo

La idea de una realidad física creada por su observación se remonta a la filosofía védica, que tiene miles de años de antigüedad. Pero demos un salto hasta el siglo XVIII. Tras la estela de la mecánica newtoniana, la visión materialista de que todo lo que existe es materia gobernada por fuerzas puramente mecánicas ganó una amplia aceptación. Pero esto no gustaba a todo el mundo. Para el filósofo idealista George Berkeley, el pensamiento newtoniano degradaba nuestro estatuto de seres morales con libertad de elección. El que la Física clásica pareciera dejar fuera a Dios le horrorizaba. Después de todo, él era obispo. Berkeley rechazaba de plano el materialismo con el lema esse est percipi, «ser es ser percibido», lo que significaba que todo lo que existe es creado por su observación. A la vieja pregunta, «Si un árbol cae en el bosque sin que haya nadie en los alrededores para oír el ruido de su caída, ¿hay algún sonido?», la respuesta de Berkeley presumiblemente sería que ni siquiera habría un árbol hasta que no fuera observado.

Aunque la postura de Berkeley pueda parecer un tanto frágil, a muchos filósofos idealistas de la época les entusiasmaba. No era el caso de Samuel Johnson, de quien se dice que, tras tropezar con una piedra golpeándose el dedo gordo del pie, declaró: «¡Refutado queda!». Los tropezones con las piedras no impresionaron demasiado a los adictos al pensamiento de Berkeley, el cual, por supuesto, es imposible de rebatir.

La idea de que el mundo que nos rodea estaba siendo creado por su observación nunca arraigó. La mayoría de la gente práctica, y con seguridad la mayoría de científicos decimonónicos, consideraba que el mundo estaba hecho de partículas sólidas, que algunos llamaban «átomos». Se presumía que estos obedecían a leyes mecánicas a semejanza de aquellas otras partículas mucho mayores, los planetas. Aunque los físicos podían especular acerca de la mente, y algunos componían cuadros hidráulicos de ella en vez de los modelos informáticos de hoy, en su mayoría la ignoraban.

En el siglo XIX y buena parte del XX, el pensamiento científico se equiparaba en términos generales al pensamiento materialista. Ni siquiera en los departamentos de psicología se atendía seriamente a los estudios de la consciencia. El conductismo se convirtió en la filosofía dominante. Las personas tenían que estudiarse como «cajas negras» que recibían estímulos de entrada y daban comportamientos de salida. Las correlaciones entre comportamientos y estímulos eran todo lo que la ciencia tenía que decir de lo que ocurría en el interior. Si conociéramos el comportamiento correspondiente a cada estímulo, sabríamos todo lo que hay que saber de la mente.

El enfoque conductista tuvo éxito a la hora de revelar cómo responde la gente y, en cierto sentido, por qué actúa como lo hace. Pero ni siquiera abordaba el estado interno, la sensación de consciencia y la toma de decisiones aparentemente libres. Según el líder del conductismo, B.F. Skinner, la aceptación de un libre albedrío consciente era acientífica. Pero con el auge de la psicología humanista en la última parte del siglo XX, las ideas conductistas comenzaron a parecer estériles.

El «problema difícil» de la consciencia

El conductismo ya estaba de capa caída cuando, a principios de los noventa, David Chalmers, un joven filósofo australiano, sacudió el estudio de la consciencia al identificar lo que llamó «problema difícil». En síntesis, el problema difícil es el de explicar la generación por el cerebro biológico del mundo interno de la experiencia subjetiva. Los «problemas fáciles» de Chalmers incluyen cosas como la reacción a estímulos o la comunicabilidad de estados mentales (y el resto de estudios de la consciencia). Chalmers no quiere dar a entender que estos problemas sean fáciles en absoluto: solo lo son en comparación con el problema difícil. Nuestro actual interés en el problema difícil de la consciencia emana de su aparente similitud (¿y conexión?) con el problema difícil de la mecánica cuántica, el de la observación.

Antes de continuar con el problema difícil y los encendidos debates que continúa suscitando, sepamos algo más de David Chalmers: estudió Física y matemáticas y trabajó en matemáticas antes de pasarse a la filosofía. Aunque no ocupa un lugar central en su argumentación, Chalmers considera que la mecánica cuántica probablemente tiene relevancia para el problema de la consciencia. El último capítulo de su gran obra, La mente consciente, se titula «La interpretación de la mecánica cuántica».  Los problemas fáciles de Chalmers tienen que ver a menudo con la correlación entre la actividad cerebral y aspectos de la consciencia, los «correlatos cerebrales de la consciencia». La tecnología de imágenes cerebrales permite hoy la visualización detallada de la actividad dentro del cerebro que piensa y siente, y ha estimulado estudios fascinantes de los procesos mentales.

La exploración de lo que ocurre dentro del cerebro no es nueva. Hace tiempo que los neurocirujanos han correlacionado la actividad y la estimulación eléctricas con informes de percepciones conscientes colocando electrodos directamente en el cerebro expuesto. Esto se hace sobre todo con propósitos terapéuticos, por supuesto, y la investigación científica está restringida. La electroencefalografía (EEG), la detección de potenciales eléctricos en la superficie craneal, es aún más antigua. La EEG puede detectar la actividad neuronal, pero no puede decirnos dónde se localiza dicha actividad en el cerebro.

La tomografía por emisión de positrones es más apta para situar la actividad de las neuronas cerebrales. La técnica consiste en inyectar átomos radiactivos —de oxígeno, por ejemplo— en el torrente sanguíneo. Mediante detectores de radiación y análisis informático se pueden determinar las regiones donde hay un incremento de la actividad metabólica que demanda más oxígeno y correlacionar dicha actividad con estímulos e informes de percepciones conscientes.

La técnica de imaginería cerebral más espectacular es la resonancia magnética funcional. Es aún mejor que la tomografía cuando se trata de localizar la actividad neuronal y no emplea elementos radiactivos (aunque el examinado debe mantener la cabeza derecha en medio de un gran imán, por lo general ruidoso). La imagen por resonancia magnética es la técnica médica que hemos descrito en el capítulo 8 como una de las aplicaciones prácticas de la mecánica cuántica. Las imágenes por resonancia magnética funcional casi pueden localizar la región del cerebro que está consumiendo más oxígeno durante una función cerebral particular.

La resonancia magnética funcional permite correlacionar regiones cerebrales concretas con los procesos neuronales implicados en la memoria, el habla, la visión y la consciencia, entre otros. Las imágenes en falsos colores, generadas por ordenador, pueden mostrar una mancha roja en regiones particulares del cerebro cuando uno piensa, digamos, en comida o siente dolor. Su inconveniente es que, como cualquier otra técnica basada en la actividad metabólica, no es rápida.

Los datos disponibles que relacionan la actividad electroquímica cerebral con la consciencia son fragmentarios. Pero supongamos que una resonancia magnética funcional mejorada —u otra técnica futura— pudiera identificar completamente las activaciones cerebrales particulares ligadas a ciertas experiencias conscientes. Esto permitiría correlacionar todas las sensaciones conscientes (reportadas) con la actividad metabólica cerebral, y quizás incluso con los fenómenos electroquímicos subyacentes. Semejante catálogo de los correlatos cerebrales de la consciencia es la meta de buena parte de la investigación actual del cerebro consciente.

Si se cumple este objetivo, dicen algunos, habríamos conseguido todo lo que se puede conseguir. La consciencia, afirman, quedaría explicada, porque en ella no hay nada más allá de la actividad cerebral que correlacionamos con las sensaciones de consciencia experimentadas y reportadas. Si desmontamos un viejo reloj de péndulo y vemos el mecanismo de muelles y engranajes que convierte la oscilación del peso en el giro de las manecillas, podemos saber todo lo que hay que saber acerca del funcionamiento del reloj. Hay quienes afirman que la consciencia quedará igualmente explicada por nuestro conocimiento de lo que hacen las neuronas que componen el cerebro.

Francis Crick, físico y codescubridor de la doble hélice del ADN, luego reconvertido en estudioso del cerebro, buscaba la «neurona de la consciencia». Para él, nuestra experiencia subjetiva —nuestra consciencia— no es más que la actividad de tales neuronas. Su libro sobre el tema, La búsqueda científica del alma, defiende esta hipótesis:

"«Tú», tus alegrías y tus tristezas, tus recuerdos y tus ambiciones, tu sentido de la identidad personal y del libre albedrío, no son en realidad sino el comportamiento de un vasto entramado de células nerviosas y sus moléculas asociadas".

Si es así, nuestra sensación de que la consciencia y el libre albedrío están más allá del mero funcionamiento de electrones y moléculas es una ilusión. En consecuencia, la consciencia debería tener una explicación en última instancia reduccionista, esto es, debería ser completamente describible en términos de entidades más simples, los correlatos cerebrales de la consciencia. Las sensaciones subjetivas «emergen» así supuestamente de la electroquímica de las neuronas. Esto es parecido a la idea más fácil de aceptar de que la humedad del agua emerge de la interacción entre los átomos de hidrógeno y oxígeno que forman las moléculas de H2O.

Esta emergencia constituye la «hipótesis asombrosa» de Crick. ¿Es realmente tan asombrosa? Sospechamos que al menos a la mayoría de físicos le parecería la conjetura más natural. Christof Koch, durante largo tiempo colaborador de Crick, adopta una postura más matizada:

"Dada la centralidad de las sensaciones subjetivas en la vida diaria, haría falta una extraordinaria prueba fáctica antes de concluir que los qualia y las sensaciones son ilusorios. El enfoque provisional que adopto consiste en considerar las experiencias en primera persona como hechos primarios de la vida que requieren explicación".

En un contexto algo diferente, Koch sopesa visiones distintas:

"Aunque no puedo descartar que la explicación de la consciencia pueda requerir leyes fundamentalmente nuevas, ahora mismo no veo una necesidad apremiante de dar tal paso.[…] doy por sentado que la base física de la consciencia es una propiedad emergente de interacciones específicas entre neuronas y sus elementos […]. [Pero] los caracteres de los estados cerebrales y de los estados fenoménicos [de las neuronas] parecen demasiado diferentes para que los unos sean completamente reducibles a los otros. Sospecho que su relación es más compleja de lo que se ha imaginado tradicionalmente".

David Chalmers, principal portavoz de un punto de vista diametralmente opuesto al de Crick, ve imposible explicar la consciencia solo a partir de sus correlatos neuronales. A lo sumo, sostiene Chalmers, esas teorías nos dicen algo acerca del papel físico que puede desempeñar la consciencia, pero no nos dicen cómo surge:

"Para cualquier proceso físico que especifiquemos habrá una pregunta sin respuesta: ¿por qué este proceso debería dar lugar a la experiencia [consciente]? Dado uno cualquiera de tales procesos, es conceptualmente coherente que pudiera… [existir] en ausencia de experiencia. De lo que se sigue que ninguna mera descripción de procesos físicos nos dirá por qué surge la experiencia. La emergencia de la experiencia va más allá de lo que puede derivarse de la teoría Física".

Si bien la teoría atómica puede explicar de forma reduccionista la humedad del agua y por qué se pega a nuestros dedos, esto está muy lejos de explicar nuestra sensación de humedad. Chalmers niega la posibilidad de cualquier explicación reduccionista de la consciencia y sugiere que una teoría de la consciencia debería tomar la experiencia como entidad primaria, junto con la masa, la carga y el espaciotiempo. Además, esta nueva propiedad fundamental conllevaría nuevas leyes fundamentales, que él llama «principios psicofísicos».

Chalmers no se detiene aquí. Un principio que considera básico, y el más interesante, es una «hipótesis natural: que la información (al menos cierta información) tiene dos aspectos básicos, uno físico y otro fenoménico». Esto recuerda la situación de la mecánica cuántica, donde la función de onda también tiene dos aspectos: por un lado es la realidad física total de un objeto, y por otro, conjeturan algunos, esa realidad es pura información (¡signifique eso lo que signifique!).

Para discutir que la experiencia consciente va más allá del conocimiento ordinario, se nos cuenta la historia de Mary, una científica del futuro que sabe todo lo que hay que saber acerca de la percepción del color. Pero ella nunca ha estado fuera de una sala donde todo es blanco o negro. Un día se le muestra algo de color rojo. Mary experimenta el rojo por primera vez. Su experiencia del rojo es algo que está más allá de su completo conocimiento del rojo. ¿O no? Sin duda el lector puede generar por sí mismo los pros y contras que suscita la historia de Mary.

El filósofo Daniel Dennett, en su ampliamente citado libro "La consciencia explicada", describe el tratamiento de la información por el cerebro como un proceso donde «múltiples borradores» son corregidos constantemente, conglomerándose de vez en cuando para producir la experiencia. Dennett niega la existencia de un «problema difícil», que ve como una forma de dualismo mente-cerebro, algo que él afirma refutar con el siguiente argumento:

"Ninguna energía ni masa física se asocia con ellas [las señales de la mente al cerebro]. ¿Cómo, entonces, tienen algún efecto sobre lo que pasa en las células cerebrales que deben afectar, si es que la mente debe tener alguna influencia sobre el cuerpo? […]" Esta confrontación entre la Física más convencional y el dualismo […] es contemplada por todo el mundo como el ineludible y fatal fallo del dualismo.

Puesto que Chalmers argumenta que la consciencia obedece principios que están fuera de la Física convencional, no está claro que un argumento basado en la Física estándar pueda ser una refutación válida de Chalmers. Es más, en el argumento de Dennett hay un vacío cuántico: no necesariamente se requiere masa o energía para determinar en cuál de sus estados posibles colapsará una función de onda como consecuencia de una observación.

Por supuesto, nuestro propio interés en el problema difícil viene de que la Física se ha encontrado con la consciencia en el enigma cuántico, que los físicos conocen como el «problema de la medida», donde hay aspectos de la observación física que se acercan a los de la experiencia consciente. En ambos casos, la solución parece requerir algo más allá del tratamiento normal de la Física o la psicología.

La naturaleza esencial del problema de la medida en mecánica cuántica ha estado en disputa desde la implantación de la teoría. Similarmente, desde que la consciencia se ha convertido en tema de discusión científica en psicología y filosofía, su naturaleza esencial ha estado en disputa. Un ejemplo extremo de esta discrepancia lo tuvimos en 2005 en un artículo del New York Times donde algunos científicos eminentes expresaban su opinión sobre el tema. Según el investigador cognitivo Donald Hoffman:

"Creo que la consciencia y sus contenidos son todo lo que existe. El espaciotiempo, la materia y los campos nunca fueron los residentes fundamentales del Universo, sino que siempre han estado, desde el principio, entre los contenidos más humildes de la consciencia, dependientes de ella para su propio ser.

El psicólogo Nicholas Humphrey lo ve de otra manera:

"Creo que la consciencia humana es un truco de magia, cuyo designio es hacernos pensar que estamos en presencia de un misterio inexplicable".

Una manera de explorar la naturaleza de la consciencia —y su existencia— es preguntarnos quién o qué puede poseerla.

¿Un ordenador consciente?

Cada uno de nosotros sabe que es consciente. La única prueba para creer que los otros también lo son quizá sea que se parecen a uno y se comportan como uno. ¿Hay alguna otra? La presunción de que nuestros congéneres son conscientes está tan hondamente implantada que es difícil expresar las razones de nuestra convicción.

¿Hasta dónde llega la consciencia en la escala descendente de los seres vivos? ¿Qué podemos decir de los gatos y los perros? ¿Y de las lombrices de tierra o las bacterias? Algunos filósofos ven un continuo, y llegan a atribuir un ápice de consciencia a un termostato. Por otro lado, puede que la consciencia aparezca de pronto en algún punto de la escala. Después de todo, la Naturaleza puede ser discontinua (por debajo de 0 °C, por ejemplo, el agua líquida se convierte abruptamente en hielo sólido).

Demos un paso atrás y hablemos solo de «pensamiento» o inteligencia. Hoy día, los programas informáticos de inteligencia artificial asisten a los médicos en el diagnóstico de enfermedades, a los generales en la táctica militar, y a los ingenieros en el diseño de ordenadores aún mejores. En 1997, la máquina Deep Blue, de IBM, derrotó al campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov. ¿Piensa Deep Blue? Depende de lo que se entienda por pensar. El padre de la teoría de la información, Claude Shannon, al preguntarle si los ordenadores llegarán a pensar, parece ser que dijo: «Desde luego. Yo soy un ordenador, y pienso». Pero los ingenieros de IBM que diseñaron Deep Blue insisten en que su máquina no es más que una calculadora rápida que evalúa cien millones de posiciones en un parpadeo. Piense o no, con toda seguridad Deep Blue no es consciente.

Pero si un ordenador pareciera consciente en todos los aspectos, ¿no deberíamos aceptar que es consciente? Aquí deberíamos regirnos por el venerable principio de que si algo parece un pato, anda como un pato y dice «cuac» como un pato, entonces será un pato. La cuestión interesante es si se puede construir un ordenador consciente y, por ende, un robot consciente. Este programa de investigación se conoce a veces como «inteligencia artificial fuerte». (¿Sería asesinato desenchufar a un robot genuinamente consciente?). Se han adelantado «demostraciones» lógicas de que la inteligencia artificial fuerte es posible en principio, y también hay «demostraciones» de lo contrario. ¿Cómo podríamos saber si un ordenador es consciente?

En 1950, Alan Turing propuso un test para evaluar la consciencia de un ordenador. (En realidad, Turing declaró que era un test para ver si un ordenador podía pensar, ya que en aquellos tiempos un científico que se preciara no podía hablar de «consciencia». Turing también diseñó el primer ordenador programado y demostró un teorema sobre lo que los ordenadores podían hacer y lo que no. Dicho sea de paso, Turing fue encarcelado por homosexual, y en 1954 se suicidó. Muchos años después de su muerte, las autoridades revelaron que fue Alan Turing quien había descifrado el código alemán, lo que permitió a los aliados leer los mensajes más secretos del enemigo y probablemente contribuyó a adelantar muchos meses el final de la segunda guerra mundial).

El test de Turing aplica esencialmente el mismo criterio que aplicamos para atribuir consciencia a otro individuo: ¿se parece a mí y se comporta más o menos como yo? No nos preocupemos por el «parecido»: sin duda se puede conseguir un robot de aspecto humano. La cuestión es si su cerebro electrónico lo hace consciente. De acuerdo con Turing, para comprobar si un ordenador es consciente debería bastar con comunicarse con él mediante un teclado y entablar una conversación todo lo larga que uno quiera. Si uno es incapaz de discernir si se está comunicando con un ordenador o con otra persona, la máquina habrá superado el test. Algunos dirían que, en tal caso, no podría negarse que es consciente.

Un día en clase, uno de los alumnos comentó de pasada que cualquier ser humano pasaría el test de Turing con facilidad. Una joven replicó: «¡Me he citado con tíos que no lo pasarían!». 

La consciencia es un misterio que exploramos porque el encuentro de la Física con ella nos pone ante el enigma cuántico. En el artículo siguiente, veremos que el misterio se encuentra con el enigma.

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