NUESTRO TIEMPO

 

Partimos de la imagen del tiempo que nos resulta familiar: algo que discurre uniforme e igual en todo el Universo, y en cuyo transcurrir acontecen todas las cosas. Existe en todo el cosmos un presente, un «ahora», que es la realidad. El pasado es fijo, acaecido, el mismo para todos; el futuro, abierto, todavía indeterminado. La realidad discurre del pasado al futuro a través del presente, y la evolución de las cosas es intrínsecamente asimétrica entre el pasado y el futuro. Esa, creíamos, es la estructura básica del mundo.

Este panorama familiar se ha desmoronado, ha demostrado ser solo una aproximación de una aproximación de una realidad más compleja. El presente común a todo el Universo no existe. Los acontecimientos no están todos ordenados en pasados, presentes y futuros: solo están «parcialmente» ordenados. Hay un presente próximo a nosotros, pero no algo que pueda llamarse «presente» en una galaxia lejana. El presente es un concepto local, no global. La diferencia entre pasado y futuro no existe en las ecuaciones elementales que gobiernan los eventos del mundo. Se deriva únicamente del hecho de que en el pasado el mundo resultó hallarse en un estado que ante nuestra mirada desenfocada parece particular.

Localmente, el tiempo discurre a velocidades distintas en función de dónde estamos y a qué velocidad nos desplazamos. Cuanto más cerca estamos de una masa, o más deprisa nos movemos, más se ralentiza el tiempo: entre dos eventos no hay una duración única; hay muchas duraciones posibles. Los ritmos a los que discurre el tiempo vienen determinados por el campo gravitatorio, que es una entidad real y tiene su dinámica propia, descrita en las ecuaciones de Einstein. Si omitimos los efectos cuánticos, tiempo y espacio son aspectos de una gran gelatina móvil en la que estamos inmersos.

Pero el mundo es cuántico, y la gelatina del espacio-tiempo resulta ser, también ella, una aproximación. En la gramática elemental del mundo no hay ni espacio ni tiempo: solo procesos que transforman unas en otras diversas magnitudes Físicas, y de los que podemos calcular probabilidades y relaciones. En el nivel más fundamental que hoy conocemos, pues, hay pocas cosas que se asemejen al tiempo de nuestra experiencia. No hay una variable «tiempo» especial, no hay diferencia entre pasado y futuro, no hay espaciotiempo. Aun así somos capaces de formular ecuaciones que describen el mundo. En dichas ecuaciones, las variables evolucionan unas con respecto a otras. No es un mundo «estático», ni un «Universo de bloque» donde el cambio es ilusorio: al contrario, es un mundo de acontecimientos y no de cosas.

El viaje de ida, hacia un Universo sin tiempo. El viaje de vuelta consiste en el intento de entender cómo de este mundo sin tiempo puede surgir nuestra percepción del tiempo. La sorpresa es descubrir que en ese surgimiento de los aspectos familiares del tiempo nosotros mismos desempeñamos un papel. Desde nuestra perspectiva, la perspectiva de criaturas que son una pequeña parte del mundo, vemos a este último transcurrir en el tiempo. Nuestra interacción con el mundo es parcial, y por ello lo vemos desenfocado. A ese desenfoque se añade la indeterminación cuántica. La ignorancia que de ello se deriva determina la existencia de una variable concreta, el tiempo térmico, y de una entropía que cuantifica nuestra incertidumbre.

Quizá pertenezcamos a un subconjunto peculiar del mundo que interactúa con el resto de tal forma que esa entropía resulta ser baja en una dirección de nuestro tiempo térmico. La orientación del tiempo es entonces real, pero fruto de una perspectiva: la entropía del mundo con respecto a nosotros aumenta con nuestro tiempo térmico. Vemos un acontecer de cosas ordenado según esta variable, a la que denominamos simplemente «tiempo», y para nosotros el aumento de la entropía distingue el pasado del futuro y guía la expansión del cosmos. Determina la existencia de huellas, restos y memorias del pasado. Nosotros, las criaturas humanas, somos un efecto de esa gran historia del aumento de la entropía, y nos une la memoria que esas huellas permiten. Cada uno de nosotros es unitario porque refleja el mundo, porque nos hemos formado una imagen de entidades unitarias interactuando con nuestros semejantes, y porque esa es una perspectiva del mundo unificada por la memoria. De aquí nace lo que llamamos el «fluir» del tiempo; eso es lo que escuchamos cuando escuchamos el discurrir del tiempo.

La variable «tiempo» es una de las muchas que describen el mundo, y una de las variables del campo gravitatorio. A nuestra escala no percibimos las fluctuaciones cuánticas; en consecuencia, podemos concebirlo como determinado. Es el «molusco» einsteiniano: a nuestra escala, las sacudidas del molusco son mínimas y podemos ignorarlas; luego podemos concebirlo como una tabla rígida. Esa tabla tiene unas direcciones que llamamos espacio, y otra a lo largo de la cual la entropía aumenta, que llamamos tiempo. En nuestra vida cotidiana nos desplazamos a velocidades diminutas en relación con la velocidad de la luz, y, debido a ello, no percibimos las discrepancias entre los diferentes tiempos propios de distintos relojes, mientras que la diversidad de velocidades a las que discurre el tiempo a diferentes distancias de una masa son demasiado pequeñas para poder distinguirse.

Al final, pues, en lugar de muchos tiempos posibles, podemos hablar de un solo tiempo, el tiempo de nuestra experiencia: uniforme, universal y ordenado. Este es la aproximación de una aproximación de una aproximación de una descripción del mundo realizada desde la perspectiva concreta de esos seres que somos nosotros, nutridos del crecimiento de la entropía y anclados en el discurrir del tiempo. Nosotros, para quienes, como nos dice el Eclesiastés, hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir. Eso es el tiempo para nosotros: un concepto estratificado, complejo, con múltiples propiedades distintas, derivadas de aproximaciones diversas. Muchos análisis del concepto de tiempo se confunden solo porque no reconocen el aspecto complejo y estratificado de dicho concepto; cometen el error de no ver que sus diversos estratos son independientes.

Esta es la estructura física del tiempo tal como yo la entiendo, después de haber pasado media vida dando vueltas alrededor de ella. En ese relato, muchas piezas son sólidas; otras resultan plausibles; otros son meros postulados aleatorios para intentar comprender. Todo está verificado por innumerables experimentos: la ralentización en función de la altitud y la velocidad, la inexistencia del presente, la relación entre tiempo y campo gravitatorio, el hecho de que las relaciones entre los diversos tiempos son dinámicas, que las ecuaciones elementales no conocen la dirección del tiempo, la relación entre entropía y dirección del tiempo, la relación entre entropía y desenfoque... todo esto está más que constatado.

Que el campo gravitatorio tiene propiedades cuánticas es una convicción ampliamente compartida, aunque hasta ahora sustentada únicamente en argumentos teóricos y no en evidencias experimentales. La ausencia de la variable tiempo en las ecuaciones fundamentales resulta plausible; pero, en cambio, existe un acalorado debate en torno a la forma de dichas ecuaciones. El origen del tiempo en la no conmutatividad cuántica, el tiempo térmico y la posibilidad de que el incremento de la entropía que observamos dependa de nuestra interacción con el Universo son todas ellas ideas que me fascinan, pero que no están en absoluto confirmadas.

Lo que resulta totalmente creíble, en cualquier caso, es el hecho general de que la estructura temporal del mundo es distinta de la imagen ingenua que tenemos de ella. Esa imagen ingenua se adecua a nuestra vida cotidiana, pero no es apta para comprender el mundo en sus más diminutos pliegues o en su inmensidad. Con toda probabilidad, ni siquiera es suficiente para comprender nuestra propia naturaleza, puesto que el misterio del tiempo se entrecruza con el misterio de nuestra identidad personal, con el misterio de la consciencia.

El misterio del tiempo nos inquieta desde siempre, suscita emociones profundas. Tan profundas como para nutrir filosofías y religiones. Yo creo, como sugiere Hans Reichenbach en "El sentido del tiempo", uno de los libros más lúcidos sobre la naturaleza del tiempo, que fue para huir de la inquietud que nos produce el tiempo por lo que Parménides quiso negar su realidad, Platón imaginó un mundo de ideas que vivían fuera del tiempo y Hegel habló del momento en que el Espíritu superaba la temporalidad y se identificaba con el todo; es para huir de esa inquietud por lo que hemos imaginado la existencia de la «eternidad», un extraño mundo fuera del tiempo que querríamos poblado de dioses, de un solo Dios o de almas inmortales. Nuestra actitud profundamente emotiva hacia el tiempo ha contribuido a construir catedrales filosóficas más de cuanto hayan podido hacerlo la lógica y la razón. También la actitud emotiva opuesta, la adoración del tiempo, la de Heráclito o de Bergson, ha dado origen a otra filosofía, sin que tampoco ella nos haya acercado apenas a entender qué es el tiempo.

La Física nos ayuda a profundizar en las diversas capas del misterio. Nos enseña que la estructura temporal del mundo es distinta de nuestra intuición. Nos da la esperanza de poder estudiar la naturaleza del tiempo liberándonos de la niebla causada por nuestras emociones. Pero en esa búsqueda del tiempo, cada vez más alejado de nosotros, quizá hayamos terminado por descubrir algo de nosotros mismos, tal como le ocurriera a Copérnico, que, creyendo estudiar los movimientos de los Cielos, terminó por descubrir cómo se movía la Tierra bajo sus pies. Al final, tal vez, puede que la emoción del tiempo no sea esa pantalla de niebla que nos impide ver la naturaleza objetiva del tiempo.

Quizá la emoción del tiempo sea precisamente lo que el tiempo es para nosotros. No creo que haya mucho más que entender. Podemos plantearnos más preguntas, pero debemos estar atentos a las preguntas que resulta imposible formular correctamente. Si hemos encontrado todas las características decibles del tiempo, hemos encontrado el tiempo. Podemos gesticular incoherentemente aludiendo a un sentido inmediato del tiempo más allá de lo decible («Sí, pero ¿por qué “pasa”?»); pero creo que en ese punto lo único que hacemos es confundirnos, transformar ilegítimamente términos aproximativos en cosas. Cuando no somos capaces de formular un problema con precisión, a menudo no es porque el problema sea profundo, sino porque es un falso problema.

¿Lograremos comprender el tiempo aún mejor? Pienso que sí: nuestra comprensión de la naturaleza ha aumentado de manera vertiginosa a lo largo de los siglos, y constantemente seguimos aprendiendo. Pero algo vislumbramos ya del misterio del tiempo. Podemos ver el mundo sin tiempo, ver con los ojos de la mente la estructura profunda del mundo donde el tiempo que conocemos ya no existe, como el loco de la colina de Paul McCartney ve girar la Tierra cuando contempla la puesta del Sol. Y empezamos a ver que el tiempo somos nosotros. Somos ese espacio, ese claro abierto por las huellas de la memoria en las conexiones de nuestras neuronas.

Somos memoria. Somos nostalgia. Somos anhelo de un futuro que no vendrá. Ese espacio que de tal modo nos abre la memoria y la anticipación es el tiempo, que quizá a veces nos angustia, pero que al final es un don. Un precioso milagro que el juego infinito de las combinaciones ha abierto para nosotros, permitiéndonos ser. Podemos sonreír. Podemos volver a sumergirnos serenamente en el tiempo, en nuestro tiempo que es finito; volver a saborear la diáfana intensidad de cada fugaz y precioso momento de este breve círculo.

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