OBJETOS INVISIBLES

 

La materia ordinaria, aquella de la que está hecho todo cuanto vemos a nuestro alrededor, constituye apenas el 5 % del contenido del Universo. Sin embargo, una parte significativa de ella también permanece oculta a nuestros ojos, invisible, ya que forma parte de objetos celestes que son demasiado tenues como para que los detectemos. Algunos de ellos pueden ser inmensos, como las nubes de gas y polvo que existen en el interior de las galaxias. Estas nubes están compuestas fundamentalmente por hidrógeno (en un 90 %) y helio, y por trazas de elementos más pesados, aportados por las estrellas que vivieron y murieron en épocas pasadas.

Las más grandes, denominadas nubes moleculares gigantes, pueden pesar millones de veces más que el Sol y alcanzar diámetros de más de 600 años-luz. Se trata de los mayores objetos que hay en las galaxias, y también están entre los más importantes, pues en ellas es donde se forman las estrellas y planetas. Estas nubes moleculares gigantes son cientos o miles de veces más densas que el medio interestelar y están muy frías —más o menos a entre 10 y 30 kelvin, es decir –263 y –243 grados centígrados, lo que favorece que los átomos de los gases se junten para formar moléculas (de ahí su nombre) como las de hidrógeno.

Normalmente, estas nubes no solo no emiten luz, sino que las partículas de polvo también bloquean la luz visible, al menos en sus partes más densas. Es por ello que las nubes más grandes y cercanas aparecen como manchas oscuras en el cielo que se recortan contra las estrellas de fondo. Sin embargo, hay una manera de superar este obstáculo: la luz infrarroja de mayor longitud de onda que emiten los granos de polvo atraviesa las nubes moleculares con facilidad y nos muestra el nacimiento de las estrellas.

PROTOESTRELLAS: EMBRIONES ESTELARES

Las estrellas se forman dentro de estas nubes moleculares. Pero ¿cómo nace exactamente una estrella similar a nuestro Sol? Todo empieza cuando el equilibrio entre la fuerza gravitatoria y la presión que hacen hacia fuera las moléculas de la nube se rompe por alguna razón y las regiones más densas de la nube comienzan a colapsar. Esto puede ocurrir a consecuencia de una explosión de supernova, una colisión con otra nube de gas, los vientos estelares (flujos de partículas) emitidos por otras estrellas o por el hecho de que la nube atraviese las zonas más densas que corresponden a los brazos de la galaxia.

Sea cual sea el motivo, una vez que comienza el colapso, la nube se va rompiendo en trozos más y más pequeños (de este modo, puede generar muchas estrellas al mismo tiempo) durante algunos millones de años, hasta que se forman fragmentos que ya tienen aproximadamente la masa de una estrella y un tamaño unas 100 veces mayor que nuestro sistema solar. Este proceso apenas cambia la temperatura de los fragmentos, dado que estos irradian al exterior toda la energía producida en el colapso. Sin embargo, siguen contrayéndose hasta alcanzar (en unas decenas de miles de años más) un tamaño similar al del sistema solar. De esta manera, su centro se va haciendo cada vez más denso y se vuelve opaco: la radiación ya no puede escapar, la temperatura y la presión comienzan a aumentar y la fragmentación cesa. A la región central densa y opaca se la conoce como protoestrella.

La protoestrella seguirá acumulando masa, contrayéndose y aumentando de densidad y temperatura. Finalmente, cuando (tal vez tras otros diez millones de años) esté a unos diez millones de grados, comenzarán las reacciones de fusión nuclear: los núcleos de hidrógeno empiezan a unirse en núcleos de helio y en ese momento se puede decir que ha nacido una estrella.

Durante los 30 millones de años siguientes, la joven estrella todavía se contraerá y calentará un poco más, hasta alcanzar un equilibrio en el que la presión interna compense la fuerza de la gravedad. A partir de aquí, continuará fundiendo hidrógeno hasta que este se agote. El proceso de formación estelar puede durar entre 40 y 50 millones de años, lo cual parece mucho, pero no constituye ni el 1 % de la vida de una estrella como el Sol, que es del orden de diez mil millones de años.

PLANETESIMALES: SIMIENTES PLANETARIAS

El proceso de formación que hemos detallado no solo genera una protoestrella, sino que también produce un disco de material que gira a su alrededor. El material de este disco circunestelar o protoplanetario comienza a agruparse —igual que el polvo de una habitación se acumula en pelusas—formando pequeños grumos que van atrayendo el material circundante y haciéndose cada vez más grandes, hasta constituir los llamados planetesimales, las semillas a partir de las que surgirán los planetas.

Llegados a este punto, en la parte interna del disco habrá sobre todo material rocoso, ya que la estrella que se está formando habrá engullido y despejado gran parte del gas original. En la parte exterior del disco, por el contrario, aún quedará gas y también trozos de hielo que no han sido vaporizados por la estrella. Esta es la razón por la que los planetas cercanos a ella tienden a ser rocosos y, los más lejanos, gigantes gaseosos y helados.

Dado que hay cientos de planetesimales formándose al mismo tiempo, interaccionarán unos con otros, chocando y rompiéndose en mil pedazos, desviando a otros planetesimales de sus órbitas o, en el mejor de los casos, uniéndose para formar un objeto más grande. Después de millones de años, innumerables encuentros de este tipo habrán eliminado gran parte de los restos del disco y dado lugar a un número mucho menor de cuerpos de mayor tamaño: los planetas.

ENANAS MARRONES: ESTRELLAS QUE NO LLEGARON A SER

Existe un tipo de cuerpo celeste con un tamaño intermedio entre el de los planetas más grandes (como Júpiter) y el de las estrellas más pequeñas: se trata de las enanas marrones, objetos con masas que van desde unas 13 hasta unas 90 veces la masa de Júpiter. Las enanas marrones comienzan a formarse exactamente de la misma manera que las estrellas pero, una vez que la protoestrella se ha constituido, esta se estabiliza antes de acumular la masa necesaria para que comiencen las reacciones de fusión nuclear. Es por este motivo que en ocasiones se las conoce como estrellas fallidas.

Por tanto, las enanas marrones no tienen una fuente de energía interna, así que poco a poco van enfriándose y haciéndose más tenues, hasta que llega un momento que ya no emiten luz visible, aunque siguen haciéndolo en el infrarrojo. Dado que emiten muy poca radiación, son muy difíciles de detectar y durante mucho tiempo fueron objetos hipotéticos, hasta que se descubrió la primera a mediados de la década de 1990. Se desconoce su verdadera abundancia, aunque se estima que hay al menos una enana marrón por cada seis estrellas ordinarias.

El estudio de las enanas marrones tiene un gran interés, dado que se parecen mucho a los planetas gigantes que se han descubierto alrededor de otras estrellas: por ejemplo, tienen atmósferas muy similares. Sin embargo, a diferencia de estos planetas, las enanas marrones normalmente flotan libres por el espacio, por lo que resultan mucho más fáciles de estudiar, al no esconderse tras la luz cegadora de ninguna estrella.

SE AGOTA EL COMBUSTIBLE Y, CON ÉL, LA VIDA ESTELAR

Cuando una estrella agota su combustible nuclear, su núcleo colapsa y deja atrás una estrella muerta, un objeto compacto cuya naturaleza depende de la masa de la estrella original. Si esta tiene menos de unas ocho masas solares se convertirá en una enana blanca, si tiene aproximadamente entre ocho y veinte masas solares, en una estrella de neutrones, y si es más masiva aún, en un agujero negro. Todos estos objetos compactos son tenues y difíciles de detectar, por lo que podemos considerar que forman parte del lado oscuro del cosmos.

ENANAS BLANCAS FORMADAS POR ELECTRONES MUY PEGADOS

Las estrellas relativamente ligeras, pero con más de la mitad de masa que el Sol —las estrellas aún más livianas, llamadas enanas rojas, tienen vidas increíblemente largas y ninguna ha podido alcanzar aún una edad avanzada —, se vuelven inestables una vez que se agota primero todo el hidrógeno y a continuación todo el helio del núcleo. Las capas exteriores son expulsadas y forman lo que se conoce como una nebulosa planetaria (aunque no tiene nada que ver con los planetas), dejando expuesto el núcleo pequeño y denso: una enana blanca que tiene más o menos la masa del Sol y el radio de la Tierra.

Cuando se forma, la enana blanca está muy caliente, pero al no tener ninguna fuente de energía, irá apagándose poco a poco. Si no colapsa es gracias a lo que se conoce como presión de degeneración de los electrones: los electrones de cualquier sistema solo pueden ocupar ciertos estados (valores) de energía y, debido al llamado principio de exclusión de Pauli (uno de los principios básicos de la mecánica cuántica, formulado por el físico alemán Wolfgang Ernst Pauli en 1925), cada estado de energía solo admite dos electrones; normalmente siempre hay estados de energía libres, pero en una enana blanca los electrones están tan juntos que absolutamente todos los estados de energía están ocupados. Así, la gravedad no puede comprimir más una enana blanca ¡porque literalmente no hay espacio disponible!

Como ya vimos, si una enana blanca se encuentra formando un sistema binario con una estrella «normal», puede ir acumulando el material de esta última y acabar estallando en una supernova de tipo Ia. Pero si esto no ocurre, la enana blanca seguirá enfriándose hasta que haya irradiado absolutamente todo su calor y se convierta en una enana negra prácticamente invisible. Sin embargo, esos objetos aún no existen, porque aún no ha transcurrido suficiente tiempo desde la gran explosión como para que hayan podido formarse.

ESTRELLAS DE NEUTRONES, OBJETOS SUPERMASIVOS

Si la estrella original es suficientemente masiva, una vez que se ha agotado todo el helio puede continuar fundiendo elementos más pesados, hasta que todo su núcleo esté hecho de hierro. En ese momento la fusión no puede continuar, porque fundir átomos de hierro no es favorable energéticamente; es decir, la fusión ya no produce energía sino al contrario, hay que suministrar energía para que se produzca. Eso hace que la estrella colapse bajo la fuerza de la gravedad, estallando a continuación en una violenta supernova de tipo II (distinta, por tanto, a las producidas por enanas blancas en sistemas binarios) que expulsa la mayor parte del material de la estrella y deja atrás un núcleo pequeño y muy denso.

En este caso, la fuerza gravitatoria del núcleo es suficiente para superar la presión de degeneración de los electrones y comprime tanto el material que los protones y los electrones se combinan para formar neutrones. A partir de ahí pueden pasar dos cosas: el colapso puede detenerse debido a la presión de degeneración de los neutrones (completamente análoga a la de los electrones) y entonces se forma una estrella de neutrones. Pero si la masa del núcleo sigue siendo lo bastante grande (aproximadamente tres masas solares) nada puede detener el colapso y se forma un agujero negro.

Las estrellas de neutrones acumulan aproximadamente 1,5 veces la masa del Sol (unas 500.000 veces la masa de la Tierra) en un diámetro de tan solo unos 20 o 30 kilómetros. Eso las convierte en los objetos más compactos del Universo, si exceptuamos los agujeros negros. Son tan densas que una cucharada de su material pesaría unos cien millones de toneladas en la Tierra, más que todo el Monte Everest. Así pues, presentan enormes campos gravitatorios, y también intensísimos campos eléctricos y magnéticos, por lo que constituyen laboratorios únicos para estudiar fenómenos físicos en condiciones extremas que no podemos replicar en la Tierra.

En particular, debido a la conservación del momento angular (según la cual un objeto que gira sobre sí mismo lo hace cada vez más deprisa a medida que disminuye su tamaño), las estrellas de neutrones presentan una rotación extremadamente rápida, que puede superar las 43.000 revoluciones por minuto, ¡una velocidad mayor que la de una batidora! Las estrellas de neutrones que giran así de rápido pueden emitir haces de radiación en forma de conos que, debido a la rotación de la estrella, recorren el espacio como si se tratara de la luz de un faro (fig. 1).

Si da la casualidad de que el haz apunta hacia la Tierra, podremos detectarlas y nos parecerá que centellean o «pulsan», por lo que reciben el nombre de púlsares. El primer púlsar fue descubierto en 1967 por la astrofísica norirlandesa Jocelyn Bell y el radioastrónomo británico Antony Hewish. La mayoría de las estrellas de neutrones que conocemos son púlsares.

Aunque solo se han encontrado miles de ellos, podría haber cientos o incluso miles de millones de estrellas de neutrones en nuestra galaxia. Sin embargo, la mayoría de ellas tienen miles de millones de años, lo que significa que han tenido tiempo suficiente para enfriarse y frenarse; eso hace que no emitan demasiada radiación, lo que las convierte casi en invisibles.

 

                                                                                                                                CONTINUARÁ

                                                                                                                                             © JAVIER DELUCAS