VIDA EN LA TIERRA

¿Cómo surgió la vida en la Tierra? Una vida que terminaría produciendo seres que se preguntan sobre el porqué de ellos mismos. Los primeros tiempos de la historia de la Tierra (cuyo origen se remonta a unos 4.500 M. a.) debieron de ser bastante convulsos. Junto a una intensa actividad de tipo volcánico, es seguro que fueron muy frecuentes los impactos sobre la superficie planetaria de algunos de los numerosos cuerpos —como meteoritos o cometas— que circulaban por entonces, más o menos caóticamente, a lo largo y ancho del Sistema Solar. Esta actividad iría disminuyendo al reducirse la presencia de esos cuerpos en los entornos de los grandes planetas, una vez que éstos hubiesen ido captando o atrapando un gran número de ellos. Para darnos cuenta de lo que significó aquella época, basta recordar que se cree que la Luna no es sino un «trozo» de la Tierra primigenia, desgajado cuando chocó contra ella un objeto de grandes dimensiones.

La temperatura terrestre en aquellos tiempos —seguramente durante los cien primeros millones de años de vida de la Tierra— tuvo que ser bastante elevada, desde luego lo suficiente como para que no pudiese formarse aún agua, y ésta es un componente esencial para el tipo de vida que conocemos. Se cree que la primera atmósfera de la Tierra, la que surgió como consecuencia de los procesos geodinámicos que tuvieron lugar en su interior y en su superficie, estuvo compuesta sobre todo por amoniaco (NH3), metano (CH4) e hidrógeno (H2). No se pudo formar agua (forma líquida) debido a las altas temperaturas de entonces; sólo existía como vapor a muy alta temperatura, una parte del cual se condensó más tarde, convirtiéndose en agua propiamente dicha cuando disminuyó lo suficiente la temperatura, alcanzando (dependiendo de la presión) los 100 ºC, momento en el que se formarían los primeros océanos.

Los objetos que impactaban contra la superficie terrestre, algunos procedentes de estructuras planetarias ya formadas, debieron de aportar muchos elementos que enriquecieron la composición de la superficie y la atmósfera terrestres. Agua, sustancias volátiles e incluso sustancias orgánicas que acaso luego contribuyeron a la aparición de vida son algunas de esas posibles aportaciones procedentes del exterior, que entre otras consecuencias ocasionaron la pérdida del dominio del metano, el amoníaco y el hidrógeno.

La cuestión  de si constituyentes básicos de la vida pudieron llegar a la Tierra en meteoritos u otros cuerpos celestes queda abierta y, por supuesto, posee grandes implicaciones. En mayo de 2016 la revista Science Advances publicó un artículo firmado por 32 científicos, encabezados por Kathrin Altwegg, titulado «Elementos químicos prebióticos —aminoácidos y fosforo— en la cola del cometa 67P/Churiumov-Guerasimenko», en el que se presentaban resultados obtenidos por la sonda espacial de la Agencia Espacial Europea Rosetta, lanzada el 2 de marzo de 2004 con la doble misión de orbitar alrededor del cometa 67P/Churiumov-Guerasimenko, entre 2014 y 2015, y lanzar un módulo, Philae, para que aterrizase en la superficie, lo que hizo el 12 de noviembre de 2014.

En el artículo en cuestión se anunciaba que uno de los aparatos de Rosetta, un espectrómetro de masas, había detectado, en la tenue atmósfera del cometa, la presencia de un aminoácido, el más pequeño, la glicina, y también de fósforo, un componente esencial del ADN y de las membranas celulares.

Se cree que, hace aproximadamente entre 4.400 y 3.800 M. a., la atmósfera terrestre, primitiva pero ya no primera, estaba dominada, con relación al efecto invernadero, por la presencia de dióxido de carbono (CO2) y monóxido de carbono (CO) que de manera creciente se fueron concentrando en los alrededores de zonas volcánicas e hidrotermales. En conjunto, era una atmósfera similar, pero mucho menos densa, a la que existe en la actualidad en Venus. En aquel ambiente atmosférico no podían florecer seres consumidores de oxígeno libre, sí plantas, que poseen mecanismos que les permiten consumir dióxido de carbono. Si la atmósfera no hubiese cambiado, la Tierra tendría vida, pero probablemente sería un planeta lleno únicamente de vida vegetal.

El que la atmósfera primitiva se modificase para contener oxígeno libre se debió a la aparición, hace unos 2.000 M. a., de uno o varios linajes de bacterias que eran capaces de liberar el oxígeno y el carbono del dióxido de carbono. De esta manera, se fue liberando oxígeno en forma gaseosa, que pasó a la atmósfera, mientras que el carbono era una de las fuentes de alimentación de las plantas. Parece que, fuese cual fuese el origen de la vida sobre la Tierra, ésta debió de comenzar hace alrededor de algo menos de 4.000 M. a., fecha obtenida a partir de la datación de los fósiles más antiguos con el tamaño y forma de bacterias encontrados en rocas terrestres. Si tenemos en cuenta que la Tierra tiene 4.500 M. a., entonces hay que concluir que, en una escala planetaria, la vida no tardó demasiado en surgir. Y no sólo surgió, sino que se afincó y diversificó con bastante rapidez: en rocas sedimentarias de Australia se han hallado estructuras fósiles, denominadas «estromatolitos», aparentemente restos de aglomeraciones de organismos unicelulares posiblemente emparentados con bacterias o con algas, con una edad de 3.500 M. a.

Sabemos, por tanto, algo del «cuándo», pero ¿y del «cómo»? Uno de los primeros que se planteó esta pregunta de una manera científica, esto es, buscando una respuesta a partir de lo que la química y la física permiten, fue el bioquímico ruso Aleksandr Ivanovich Oparin (1894-1980), autor de un libro de referencia: "El origen de la vida" (1924). Aunque las propuestas de Oparin —ideas similares fueron también planteadas por el inglés John Haldane (1892-1964)— resultarían superadas más tarde (en 1934 se desconocía el papel y estructura del ADN en la vida terrestre), es interesante recordarlas. Dichas propuestas se basaban en la suposición de que en la atmósfera de la Tierra primitiva, que como ya sabemos estaba formada mayoritariamente por amoniaco, metano, hidrógeno y vapor de agua, se habrían producido una serie de reacciones químicas estimuladas por la energía procedente del Sol (en particular, la radiación ultravioleta), las erupciones volcánicas o los rayos producidos en tormentas. Y que en tales reacciones químicas se habrían generado compuestos orgánicos sencillos, precursores de tipos de vida primitiva.

De hecho, Oparin especuló con que los primeros organismos vivos debieron de aparecer, a partir de una solución de un coagulado no vivo, semejante a un gel, en los océanos antiguos hace entre 4.700 y 3.200 M. a.

La Tierra primitiva

Tuvieron que pasar treinta años antes de que nuevos experimentos pudieran ir más allá de las ideas de Oparin. Fue Stanley Lloyd Miller quien, en 1956, siendo un estudiante posgraduado en la Universidad de Chicago bajo la dirección de Harold Urey, simuló el efecto de la radiación ultravioleta en la «sopa primigenia» existente en la Tierra primitiva, haciendo pasar una descarga eléctrica de alto voltaje a través de una mezcla de amoniaco, metano, hidrógeno y agua. El resultado de semejante operación fue la aparición de diversos productos químicos entre los que se encontraban varios aminoácidos. Tan sólo tres meses y medio después de haber iniciado su proyecto, que había suscitado recelos en Urey, porque pensaba que era demasiado difícil e incierto para que un estudiante de doctorado se dedicase a él, Miller publicó sus resultados en un artículo que tituló «Una producción de aminoácidos bajo condiciones posibles de la Tierra primitiva». Y obtener aminoácidos es muy importante: las proteínas, las sustancias básicas para la vida, son, recordemos, cadenas muy largas de aminoácidos.

Para que seamos conscientes de la complejidad de los procesos implicados, hay que tener en cuenta, por un lado, que las proteínas están constituidas por muchos aminoácidos (cualquiera poco compleja puede tener un centenar de ellos) ordenados en secuencias determinadas y, por otro, que los 20 aminoácidos básicos se pueden combinar de muchas maneras. El número que surge de estas posibles combinaciones es extremadamente alto, y, naturalmente, no todas las combinaciones resultantes —proteínas potenciales — son útiles desde el punto de vista biológico. En otras palabras, el «laboratorio de producción de proteínas para la vida» de la Tierra temprana debió de trabajar muy intensamente durante bastante tiempo, si bien si algo hubo fue precisamente mucho tiempo, y, por otra parte, no hay que olvidar que las reacciones químicas pueden ser muy rápidas.

En su experimento, Miller únicamente obtuvo 13 aminoácidos, cuando son 20 los utilizados en la vida terrestre, pero esto no constituyó necesariamente un problema. En primer lugar, porque las primeras formas de vida acaso no utilizaban tantos aminoácidos, y en segundo, porque hay que contar con la posible «ayuda» procedente del espacio; esto es, con lo que aportaban a la Tierra los cometas y meteoritos que llegaban: en uno de ellos, el meteorito Murchison, que se estrelló contra nuestro planeta en Australia, en septiembre de 1969, se encontraron más de 70 aminoácidos diferentes, 8 de los cuales figuran entre los componentes de la vida terrestre.

Los seguidores de Miller introdujeron nuevos métodos y fuentes energéticas. Así, por ejemplo, el estadounidense Melvin Calvin, que obtuvo el Premio Nobel de Química en 1961 por sus trabajos sobre la asimilación del dióxido de carbono por las plantas, obtuvo aminoácidos, azúcares, urea y otras sustancias orgánicas utilizando electrones acelerados en un ciclotrón que lazó contra una mezcla de metano, amoniaco, hidrógeno y vapor de agua.

En 1960, el español instalado en Estados Unidos Juan Oró combinó algunas moléculas orgánicas, como cianuro de hidrógeno (HCN) y amoniaco, sustancias que han sido detectadas en algunos cometas, en una solución de agua que calentó durante 24 horas a 90 ºC, y encontró que había sintetizado adenina (H5C5N5), uno de los nucleótidos que componen el ADN y el ARN. Claro que también está la posibilidad de que cinco moléculas de HCN se combinen produciendo H5C5N5, con lo cual, realmente no se sabe en qué medida algunos elementos necesarios para la vida pudieron proceder del cosmos o fabricarse en la Tierra. Asimismo, se han encontrado moléculas orgánicas en nubes de polvo interestelar, cometas y meteoritos; por ejemplo, alcohol etílico, CH3-CH2-OH. Probablemente estas moléculas fueron sintetizadas durante la condensación de planetas o en la nebulosa solar de la que terminaría surgiendo también la Tierra.

Otras investigaciones han mostrado que CH4 y NH3, moléculas de la atmósfera primitiva, pueden producir HCN, que, como acabamos de ver, puede generar adenina; también, la combinación de metano y moléculas de agua puede dar lugar a formaldehído, CH2O, que con el cianuro de hidrógeno puede producir diversas moléculas orgánicas.

La demostración de que esto era así llegó tras más experimentos. En la década de 1980, el químico de origen ceilandés Cyril Ponnamperuma, discípulo de Calvin, expuso una solución de HCN a la acción de lámparas ultravioletas; después de una semana encontró adenina, guanina y urea. Los gases calientes y materiales incandescentes emitidos por los volcanes debieron de ser otra fuente energética disponible en la Tierra primitiva. En 1964, mientras trabajaban en la Universidad de Miami, Sidney Fox y Kaoru Harada simularon este escenario calentando a 1.000 ºC una mezcla prebiótica de agua, metano y amoniaco, y obtuvieron todos los aminoácidos existentes, salvo dos.

Sin embargo, y a pesar de todos estos avances, estamos todavía lejos de dar el salto que va de los materiales básicos que forman la vida a los organismos vivos más elementales, que, no obstante su aparente simplicidad, son notablemente complicados. En la actualidad sabemos, por ejemplo, que la bacteria intestinal Escherichia coli, un diminuto microorganismo apenas visible al microscopio, ocupante habitual e inocuo de nuestro colon, contiene proteínas y ácidos nucleicos que almacenan una cantidad enorme de información biológica altamente específica. Algunos científicos, como Lynn Margulis, una de las investigadoras más destacadas en el campo del origen de la vida, piensan que los varios miles de genes de Escherichia coli parecen ser el número mínimo de genes que ha de poseer incluso el microorganismo más simple para llevar una existencia autónoma.

No sabemos aún cómo construir estos organismos, ni siquiera el ARN, más simple que el ADN, pero acaso más básico y que bien pudiera haber aparecido antes que éste. Es probable, de hecho, que los sistemas bioquímicos actuales, aquellos con los que estamos ya bastante familiarizados, sólo sean una pequeña muestra de todos los que se ensayaron durante la etapa prebiótica. En última instancia, no debemos olvidar que el camino que estamos intentando recorrer será, sin duda, muy largo. Una molécula normal puede estar formada por 10 átomos, pero una célula tiene del orden de 1010 (diez mil millones) de átomos, y un organismo 1020.

Sí sabemos, desde luego, que los elementos químicos carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, fósforo y azufre fueron fundamentales: todas las moléculas biológicas que existen en la Tierra son combinaciones de estos elementos. No es una hipótesis aventurada suponer que durante los primeros tiempos de la historia del planeta tuvieron lugar múltiples combinaciones de esos elementos bajo condiciones físicas diversas; que se produjeron reacciones químicas de todo tipo, algunas de las cuales generaron moléculas simples (monómeros), que a su vez reaccionaron entre sí formando moléculas más grandes (polímeros). En algún momento de este caos —un caos dirigido por las leyes químicas, en el que los procesos sinérgicos se ven favorecidos—se formaron las moléculas que llamamos «nucleótidos» (combinaciones de ácido fosfórico y desoxirribosa, junto con unos compuestos de C, N, O, H y P, bases nitrogenadas denominadas adenina, A, guanina, G, citosina, C, y timina, T), que a su vez se combinaron para formar estructuras llamadas «ribosomas», constituidas básicamente por moléculas de un tipo de ácido nucleico, el mencionado ARN, capaz de transportar información.

Modificaciones subsiguientes dieron lugar a la aparición del ADN. El «descubrimiento», esto es, la producción, del ARN y del ADN constituyó un momento clave, singular, en la historia de la vida sobre la Tierra: el ADN es la molécula informacional de todos los seres vivos, y desde el punto de vista químico los ADN de, por ejemplo, una bacteria, una planta y un humano son indistinguibles. Una vez que los procesos de prueba y error dieron lugar al ARN, pudo ocurrir que la evolución del ADN como código genético tuviese lugar con bastante rapidez. Es asimismo posible que se diesen otras formas (macromoléculas) capaces de transmitir información genética, pero que éstas no pudiesen competir con las basadas en ARN y ADN, más adecuadas al medio en el que se encontraban.

Nada ha llegado a suplantar en la Tierra esta forma de codificar la información genética. El ARN y el ADN constituyen, como vemos, piezas («inventos» de la naturaleza) esenciales en la historia del origen de la vida, pero esa historia no termina ahí, ni mucho menos; necesitó de otros ingredientes, porque ARN y ADN están inmersos en unas estructuras biológicas que les resultan esenciales para, por ejemplo, distinguirlos y salvaguardarlos del entorno o para proporcionarles sistemas de producción de energía con los que funcionar, así como de eliminación de desechos: las células. Todas las formas de vida conocidas en nuestro planeta, desde la bacteria más diminuta hasta la secuoya más imponente, pasando por la pequeña lombriz o el inmenso elefante, están formadas por células.

Las primeras células que aparecieron no tenían núcleo, es decir, eran procariotas, poco más que «sacos» rellenos de agua a los que se añadieron ácidos grasos que se fueron ensamblando entre sí espontáneamente para generar membranas. Aparecieron unos 1.000 M. a. después de la formación de la Tierra, ocupándola en exclusiva durante otros 2.000 millones más. Sólo existen dos tipos de procariotas: las bacterias (como las cianobacterias) y las arqueas. Es importante resaltar que las primeras células procariotas debieron ser obligatoriamente anaeróbicas; esto es, tuvieron que ser capaces de sobrevivir en ausencia de cantidades significativas de oxígeno.

De las procariotas, hace unos 1.500 M. a., surgieron, probablemente mediante interacciones simbióticas, las eucariotas, células ya provistas de un núcleo en el que se encuentra el ADN. Los eucariotas poseen una ventaja sobre los procariotas en lo que a la carga genética se refiere: el núcleo es más favorable para esta carga que el medio citoplasmático. Orgánulos que se encuentran dentro de las células eucariotas, como las mitocondrias, tal vez surgieron a partir de bacterias que la célula ingirió como alimento y que terminaron evolucionando hasta convertirse en las unidades procesadoras de energía, aunque también es posible que las eucariotas se originasen a partir de procariotas con estructuras diferentes.

Si las mitocondrias fueron al principio un tipo de bacteria, es posible que su función inicial al introducirse en una célula eucariota fuese la de ayudar a liberar a ésta del oxígeno. Y es que el oxígeno no es necesariamente beneficioso: químicamente es muy activo y cualquier sustancia química muyactiva es también muy destructiva; esto es, puede perder fácilmente su identidad al combinarse con otras. Reuniéndose en grupos que colaboran entre sí, las células eucariotas dieron paso a otras organizaciones, organismos más complejos, pluricelulares. Estos megaeucariotas terminaron dando lugar a cinco tipos de grupos o reinos: plantas, animales, hongos y dos tipos de algas. Y de ahí a formas superiores de vida, como la nuestra, sólo hay un paso.

Aunque darlo llevase mucho tiempo.

                                                                                                                                                                                © JAVIER DE LUCAS