GUERRAS DE MARRUECOS-1

LA DEFENSA DE LAS PLAZAS ESPAÑOLAS: La guerra de 1859-1860

El cuestionamiento de la españolidad de Ceuta y Melilla es un conflicto que emergerá y se sumergirá en paralelo con el poder del sultán de Marruecos durante más de tres siglos. A decir verdad, ambas plazas ya habían entrado a formar parte de reinos hispánicos antes que determinadas porciones de la península Ibérica fueran reconquistadas del dominio islámico. Sin embargo, semejantes consideraciones carecerían de valor para los musulmanes. Eran, a su juicio, un territorio de Allah y, por lo tanto, no podían ser regidas por un gobernante que no fuera musulmán. Esa diferencia sólo podría acabar cuando el no musulmán capitulara, y hasta bien entrado el siglo XX el argumento reivindicativo no sería tanto político como religioso.

No se estaría, por lo tanto, reivindicando un proceso de independencia frente a un supuesto invasor cuanto la hiperlegitimidad del islam frente a cualquier otra creencia. Que el islam, vencido pero amenazante, comenzara a mostrarse reivindicativo de terrenos que habían escapado a su control e incluso, con el paso del tiempo, de tierras que nunca habían estado bajo su poder, era secundario ya que, por definición, todo el orbe está destinado con el paso del tiempo a convertirse en Dar al-Islam, en territorio sometido al islam. Partiendo de esa interpretación —bien difícil de aceptar desde la perspectiva del Occidente civilizado— España estaba predestinada a continuar siendo objetivo militar de las agresiones islámicas y, efectivamente, así fue.

El primer choque de importancia se produjo en agosto de 1859, cuando los cabileños de Anjera atacaron a las tropas españolas acantonadas en Ceuta que habían iniciado la construcción de un reducto en las afueras de la ciudad. El episodio se concretó en el asesinato de varios españoles, la destrucción de una parte de lo construido y distintos ultrajes al escudo de España. El gobernador de Ceuta exigió del caíd de Anjera que se llevara a cabo el castigo de los delincuentes, amén del pago por los daños materiales ocasionados. Además, el cónsul español en Tánger recibió orden de solicitar una indemnización del sultán.

La respuesta marroquí fue la usual en estos casos, es decir, sumergirse en un pantano de dilaciones que acabaran llevando a la otra parte al abandono de sus exigencias. Cuando además se produjo el fallecimiento del sultán Abderrahmán, la dilación pasó a convertirse en un aplazamiento sine die. Sin embargo, en esta ocasión la irritación española era considerable, y lejos de amilanarse por el comportamiento de los marroquíes, el gobierno declaró la guerra a Marruecos en octubre de 1859.

El estallido de las hostilidades difícilmente podía ser inmediato, y Mulay Mohamed, el nuevo sultán, habría podido paralizar el conflicto mediante el pago a los españoles de una indemnización más que justificada. Sin embargo, optó por proclamar la guerra santa contra los infieles y enviar un ejército a las órdenes de su hermano para que atacara Ceuta. La reacción española por segunda vez distó del amilanamiento. A la reina Isabel II se le recordaron los términos del testamento de su tocaya y antecesora Isabel la Católica en relación con el norte de África, y la prensa apoyó con entusiasmo un conflicto que traía recuerdos de anteriores victorias sobre el agresor musulmán.

Al mando del general Leopoldo O'Donnell se concentró un ejército en Ceuta que el 1 de enero de 1860 se encaminó hacia Tetuán. En la vanguardia servía otro militar que, al igual que O'Donnell, era de formación liberal y que también tendría un importante papel en la historia posterior. Se trataba de Juan Prim. Tras obtener una serie de victorias sobre los marroquíes, las fuerzas españolas aseguraron Tetuán en la primera semana de febrero y se dirigieron a Tánger. En paralelo, la armada española procedía a bombardear Tánger, Asilah y Larache. A continuación, Prim siguió ejerciendo una notable presión a través de las colinas que circundan el Fondaq de Ain Jedida entre Tánger y Tetuán. A finales de marzo, Marruecos solicitó la paz.

Las victorias obtenidas por las fuerzas españolas habían provocado la inquietud de los británicos, que optaron por prestar al sultán de manera secreta la indemnización que reclamaba España. Una potencia que hubiera tenido un programa de expansión colonial entre sus intenciones habría aprovechado el momento para extender su influencia sobre los territorios ocupados durante las semanas anteriores o, al menos, para ampliar su dominio en torno a Ceuta e imponer condiciones ventajosas al sultán. Sin embargo, España no tenía ninguna apetencia territorial en Marruecos. Mantuvo sus tropas en Tetuán hasta que cobró la indemnización reclamada y, acto seguido, las reembarcó rumbo a la Península.

La guerra de 1893

Durante casi tres décadas no se produjo ningún incidente armado de importancia entre los habitantes españoles de las plazas del norte de África y los súbditos del sultán de Marruecos. Tal situación, nacida, sin duda, del recuerdo de la derrota sufrida frente a las armas españolas, concluyó en 1893, precisamente cuando España decidió aplicar algunos de los aspectos relativos al cumplimiento del tratado de 1860. Este había concedido a España una zona más amplia de ocupación en torno a Melilla. En 1891 el gobierno español envió una comisión que se ocuparía de trazar los límites a la vez que debía realizar la planificación de una línea de fortines y blocaos que sirvieran para proteger a las plazas de Ceuta y Melilla de posibles ataques.

Uno de estos fortines debía alzarse en Sidi Auriach, un enclave cercano a Melilla y a la tumba de un santón musulmán. Los cabileños solicitaron del general Margallo, comandante de la plaza, que detuviera su trabajo. Margallo respondió que informaría de la situación al gobierno español para que tomara una decisión al respecto, pero los marroquíes no estaban dispuestos a esperar una respuesta oficial. Por el contrario, arrasaron las obras y atacaron a los que las realizaban. El 2 de octubre los obreros españoles se vieron obligados a abandonar Sidi Auriach.

La reacción de España consistió en presentar una protesta oficial ante el sultán por los ataques sufridos. Sin embargo, el sultán se limitó a decir que le resultaba imposible controlar todo lo que sucedía en su territorio. Ante semejante dejación de autoridad, el gobierno español optó por enviar refuerzos militares y crear una comisión técnica encargada de estudiar el problema. El 27 de octubre se reanudaron las obras bajo protección militar, pero nuevamente se produjo un ataque marroquí. Margallo decidió entonces retirarse hacia Melilla, si bien optó a la vez por estacionar a parte de sus soldados en el puesto de Cabrerizas Altas. Durante la noche el enclave fue cercado por los moros y el mismo Margallo murió a consecuencia de un balazo recibido mientras observaba la situación.

Cuando las noticias de lo sucedido llegaron a la Península se produjo una oleada de cólera que recorrió todas las clases sociales. El ministro de la guerra, López Domínguez, llegó a la conclusión de que necesitaba reclutar más tropas y decidió llamar a filas a la primera reserva. Con la finalidad de evitar que los reclutamientos se limitaran a unas cuantas ciudades grandes—con las reacciones que esto podría ocasionar—, el ministro de la guerra llamó a grupos pequeños de soldados en distintas regiones. En apariencia, tal medida redujo el impacto negativo en la opinión pública, pero el coste militar fue extraordinario, ya que se retrasó extraordinariamente la formación de las unidades, que no llegaron a Melilla hasta dos e incluso tres meses después de lo esperado.

López Domínguez —que había dado muestras evidentes de estar más preparado para la maniobra política que para ocuparse de asuntos militares — deseaba ser colocado al mando de las tropas españolas, pero acabó prevaleciendo el sentido común y el nombramiento recayó en el general Martínez Campos. La elección fue acertada y, ciertamente, Martínez Campos tenía, gracias a sus años de servicio en Cuba, una experiencia notable no sólo en operaciones militares, sino también en llegar a acuerdos pacíficos. Los veintidós mil soldados españoles destacados en Melilla apenas tuvieron que combatir. De hecho, tras algunas escaramuzas que demostraron su capacidad de presión, se produjo un repliegue de la agresión mora. A finales de noviembre pudieron continuarse las obras en el fortín y al mes siguiente las cabilas solicitaron una tregua.

El gobierno era totalmente contrario a la suspensión de hostilidades, en parte porque sospechaban de la falta de honradez en las intenciones de los moros y, en parte, porque creían tener al alcance de la mano un triunfo militar aplastante que conjurara el peligro islámico por mucho tiempo. Sin embargo, Martínez Campos sostenía una opinión distinta de lo que debía hacerse. Aceptó la solicitud de tregua, se encaminó a Marrakech y allí firmó un tratado con el sultán el 5 de marzo de 1894, en el que se establecía el pago a España de una indemnización de 20 millones de pesetas. El sultán se comprometió además a someter a los cabileños —algo que encajaba mal con su actitud previa al desembarco de las tropas españolas— castigando a los responsables, y a permitir que España acantonara tropas en el interior del territorio adyacente que pertenecía a Marruecos.

Los logros de Martínez Campos fueron considerados insuficientes por muchos que ansiaban que los moros recibieran una lección, y esa circunstancia explica la fría recepción de que fue objeto el general a su regreso a España. Semejante división de opiniones fue aprovechada por Marruecos a lo largo de 1894 con el resultado de que las concesiones iniciales se vieron reducidas. Cuando el 31 de enero de 1895 un militar en la reserva llamado Miguel Fuentes golpeó en el hombro al representante del sultán en Madrid al grito de «Yo soy Margallo», la situación de España aún se debilitó más, por mucho que la jerarquía militar se manifestara públicamente distanciada de Fuentes.

Finalmente, la guerra contra Marruecos iba a concluir con un episodio dramático que puso de manifiesto hasta qué punto el ejército español necesitaba una reforma que nadie parecía dispuesto a acometer. El enviado del sultán fue llevado hasta Marruecos a bordo del navío español Reina Regente. En el viaje de retorno, el Reina Regente fue sorprendido por una tempestad cerca de Gibraltar y se hundió con toda la tripulación. El episodio resultaba aún más lamentable porque el Reina Regente era de los pocos barcos modernos que habían entrado a formar parte de la flota española en los últimos años.

El siglo XIX terminó, pues, con una defensa victoriosa de las posesiones españolas en las fronteras de Marruecos, pero dejaba ya de manifiesto los riesgos que podrían producirse en el futuro (nuevos ataques de Marruecos cada vez que se percibiera debilidad por parte española), la vía para enfrentarse con ellos (una mayor eficacia militar) y la escasa voluntad política de adoptar decisiones en esa dirección. El siglo siguiente sería testigo de la dramática combinación de estos tres aspectos y de los lamentables resultados que implicó para España.

                                                                                                                                             

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