A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

 

    SIETE JINETES NEGROS

 

 

CAPÍTULO I

LOS SIETE JINETES NEGROS

 

 Amanecía en la cuenca del Mississippi. A la vista, confundida por la grandiosidad del panorama, se extendía un vasto horizonte sin límites en donde las aguas del gran río bañaban las tierras adyacentes.

 Still Bryan se dirigió a su segundo:

 -          Coleman, aquí se pierden las huellas.

 Coleman bajó de su montura y examinó el terreno.

-          Así es jefe. Otra vez nos han despistado.

Bryan, sheriff de la comarca, alzó el rostro en señal de impotencia. Luego dijo, vencido:

 -          Otra vez será muchachos. Volvamos a Carson City.

 El grupo compuesto por diez jinetes volvió sobre sus pasos. Iban solitarios. Cabalgaban como la noche, negros, silenciosos, expectantes…

 Después de cometer otra de sus hazañas, la banda de los “Siete jinetes negros” volvía a su redil. Habiendo dejado atrás al sheriff y su gente, McDonald Watson y sus hombres, volvían a su guarida.

 Por fin, al divisar una loma, los jinetes bajaron de sus corceles.

 -          Traed la “mercancía”, -ordenó Watson.

 Dos hombres se encargaron de bajar aquel maletín y con sus cuchillos cortaron las férreas correas.

 -          ¡50.000 dólares!, -exclamó sin respiración Johnny Bouthiers.

 Watson y “Lobo” Vulner, se dispusieron a hacer el reparto.

-          5.000 para ti Bouthiers, 10.000 para ti “Lobo”, 5.000 para Blanchflower, otros 5.000 para Holler, 10.000 para Forrester y 5.000 para “Pim-Pam”…

-          ¡No! –aulló Winters-. Él no ha hecho lo que yo. Forrester hizo lo más fácil y le das más que a mí. Yo me metí dentro del Banco cuando él se quedó fuera, sin riesgo ninguno. Porque sea un niño bonito no voy a permitir que me quite lo que es mío.

-          ¡Cuidado Winters! –habló muy despacio Harold Forrester. Me entra un cosquilleo tremendo en la izquierda.

-          ¡Ah! ¡Fanfarronea encima! Te voy a demostrar quién es “Pim-Pam” Winters.

-          No quiero peleas entre mis hombres, -dijo autoritario Watson-. Recoge tu parte, Winters.

-          Primero enseñaré a éste cómo se “saca”.

Y uniendo la acción a la palabra extrajo vertiginosamente su colt.

 Pero como juego de magia las manos de Forrester estaban armadas. Winters, atónito, sin dar crédito a sus ojos, bajó los revólveres lentamente.

 Un murmullo de asombro recorrió la estancia.

 -          Buenos muchachos, -dijo Watson- ya está bien por hoy. Vámonos a la cama.


CAPÍTULO II

 LA BANDA DE BOBBY DEXTER

 

 Still Bryan se paseaba nerviosamente por el despacho de su oficina. Su aspecto era el de un tigre encerrado, impotente para hacer algo. De vez en cuando daba zarpazos al aire y exclamaba:

 -          ¡Y ahora esto! ¡Y ahora esto!

 Henry Coleman le apaciguó.

 -          Por favor, sheriff, así no conseguiremos nada. Hay que encontrar la solución para que Bobby Dexter,…

-          ¡Bobby Dexter! -aulló más que dijo Bryan. -El canalla más repulsivo de todo Texas viene a Waqueda en el momento que las urracas negras de Mcdonald Watson asolan la región, roban los bancos, asaltan los ranchos,…

 Bryan ahogó la última palabra. Solo pudo decir:

 -          ¡Y sin ayuda! ¡Solo nosotros dos y unos cuantos del pueblo que no saben coger un revólver!

 Se sentó y escondió la cabeza entre las manos.

 -          Tal vez... -empezó Coleman.

 Bryan dio un respingo.

 -          Tal vez, ¿qué? –bramó.

-          Tal vez si alguien enemistase a las dos bandasí, ellas lucharían entre sí, pediríamos ayuda a las autoridades y éstas caerían sobre la banda vencedora.

-          Es una idea, -dijo pensativo Bryan-. Pero ¿quién será ese “alguien”?

-          Podría ser yo –dijo tímido Coleman.

-          Buen muchacho –palmoteó Bryan sobre la espalda del comisario-. Si no pelean las dos bandas antes de que la de Dexter entre la ciudad, Waqueda será un infierno.

-          Voy rápidamente al telégrafo a pedir enseguida refuerzos. Espero que tal vez estén aquí para pasado mañana.

-          Que es mucho suponer –se limitó a decir Bryan.

 

x – x – x – x – x – x – x - x

 -          Allí está, -señaló con el pulgar McComby.

             A lo lejos, Waqueda surgía como una extraña aparición.

 -          Waqueda -dijo entre dientes Bobby Dexter-. Allí me intentaron colgar, y allí vuelvo a cobrarme la revancha. Tiembla cuando Bobby Dexter irrumpa en tus calles.

-          Jefe –dijo McComby- ¿a qué estamos esperando? Los chicos quieren whisky.

-          Todo llegará muchachos. Ahora vamos a descansar un rato. Mañana al amanecer tomaremos Waqueda.

 Infiltrándose entre las rocas, al lado del improvisado campamento de Bobby Dexter, Henry Coleman, vestido de cow-boy, se acercaba lentamente. Un centinela le obstruyó el camino.

 -          Si te mueves, te abraso. Alza las zarpas y echa a andar hacia delante.

-          Quiero ver a Dexter –dijo Coleman.

 El centinela le llevó hasta una tienda de campaña. Allí:

 -          Quiere hablarle, jefe.

-          Pasa –dijo Dexter.

-          Es muy importante lo que tengo que decirle. Los siete jinetes negros están en Waqueda.

Bobby Dexter, impulsado por una extraña fuerza, se levantó de un brinco.

-          Si mientes… -asió a Coleman de las solapas.

-          No, no. Se lo puedo jurar.

-          ¿Y dónde? ¿Dónde están?

-          No sabemos bien, pero tienen su campamento al otro lado de las colinas.

-          McDonald Watson y sus urracas negras –silabeó Dexter. -¡Ah! Llegó el momento de ajustar cuentas.

 Sin contemplaciones de ninguna clase, Bobby Dexter estrelló su puño izquierdo en la mandíbula de Coleman.

 -          ¡Lleváoslo de aquí! –dijo.

 Alzó las manos y cogió el canana con los dos revólveres. Después se dirigió a McComby.

 -          Levanta el campo. Nos vamos.

 

CAPÍTULO III

EL “DULCE” CANTO DEL “COLT”

 

 Mientras cabalgaban, Dexter dijo a McComby.

 -          Entraremos hoy mismo en la ciudad. Nos divertiremos de lo lindo y allí esperaremos tranquilos a Watson y a sus ratas negras.

 Como si una manada de bestias entrase a la población, así entró en Waqueda la banda de Bobby Dexter. Al galope, los hombres disparaban sobre luces, ventanas, puertas, gente, etc. Todo temblaba, sí, como predijo Dexter.

 -          Ya están aquí –gritó Still Bryan-. Coleman falló.

 En un acto de valentía, de honor y deber profesional, Still Bryan se ajustó las cartucheras y salió al centro de la calle.

Desde su pinto, Dexter vio al sheriff.

 -          ¡Es Bryan! –aulló. -¡Baléenle!

 Una ráfaga de ardiente plomo se dirigió hacia la figura del intrépido sheriff. Impotente, sin recursos y sin esperanza, Still Bryan esperó tranquilo hasta que su cuerpo fue cosido a balazos. Con un gemido sordo, el sheriff cayó en la calle de Waqueda.

 Con un grito de triunfo, Bob Dexter se lanzó contra el cuerpo caído. Las patas del pinto machacaron sin piedad el cadáver hasta convertirlo en una piltrafa.

 -          ¡Y ahora, -gritó Dexter -a beber!

 Los doce hombres irrumpieron en el saloon.

 -          ¡Whisky para todos!

-          ¡Cuidado Dexter! ¡Fuera de aquí!

 La voz era tranquila, pero aplastantemente convincente. Doce rostros se volvieron al unísono. Siete les observaban retadoramente. Quietos, erguidos, unidos, airosos, peligrosos, negros como la noche, allí estaban.

 Bobby Dexter sonrió sin ganas. Luego dijo:

 -          McDonald Watson, la rata sucia.

-          Di otra vez eso y te arrancaré la piel tira a tira –escupió más que dijo Watson.

-          ¿Queréis pelea, eh? ¡Voto a tal que la tendrás!

-          Mejor fuera, Dexter. Allí hay más espacio.

 Salieron lentamente a la calle. La banda de Dexter se agrupó en abanico. La de Watson hizo otro tanto.

 -          Cuando digas –silabeó Dexter.

-          ¡¡Ahora!! ¡¡ Sacad!!

 Un fragor indescriptible sonó en la calle principal. Diecinueve disparos se mezclaron, pareciendo más bien una bala de cañón. Y cuando se disipó el humo, una carnicería humana se extendió a la vista. Tres hombres de McDonald Watson no podían contar la escena. Pero once de Dexter, tampoco. Solo éste estaba erguido, con el revólver humeante, sin dar crédito a sus ojos. Blanchflower, Bouthiers y Holler, yacían en el suelo sin vida. Pero de su banda, sólo quedaba él.

 -          Mátame, Watson –dijo-. Será lo más conveniente para ti.

-          ¡Balearle! –ordenó secamente Watson.

-          ¡No! –exclamó Harold Forrester-. Uno solo.

-          Tú mismo, Forrester.

-          ¡Saca, Dexter! –la voz pareció un latigazo.

 Bobby Dexter ya yacía en el suelo, sin vida, con los ojos vidriosos, las manos engarfiadas y un tremendo boquete en el pecho, cuando Harold Forrester enfundó sus colts en las engrasadas pistoleras.

 Pero no terminó de hacerlo, cuando el toque de carga de una trompeta sonó en ese mismo instante. Era el ejército, que avisado por Coleman, llegaba al pueblo.

-          ¡A esa casa! ¡Todos a esa casa!

 Los cuatro supervivientes de la banda: Watson, Forrester, Winters y Vulner, corrieron agazapados y se refugiaron en una cabaña deshabitada.

 Se les echaba encima un escuadrón completo de caballería. Pero no se amilanaron por eso. Sus revólveres tronaron una vez más. Ocho jinetes salieron despedidos de sus monturas.

 -          Reservad municiones –ordenó Watson-. Tirad sobre seguro.

-          ¡Fuego! –ordenó el jefe del escuadrón.

 Un centenar de proyectiles silbaron por encima de sus cabezas, clavándose rabiosamente en la pared.

 -          Esto es el fin –dijo muy despacio Watson.

-          Han detenido el fuego, jefe –dijo Winters.

 Así era, en efecto. El jefe del escuadrón puso las manos en forma de portavoz y dijo:

 -          ¡Watson, estás cercado! ¡Más vale que te entregues! ¡Se tendrá en cuenta ante el tribunal!

-          Ante el tribunal –dijo sarcástico Watson.

 Y luego añadió con voz potente:

 -          ¡Ven por nosotros, yanqui!

-          ¡Será peor para ti, Watson! ¡Fuego!

 De nuevo las balas silbaron sobre las cabezas de los cuatro bandidos. Pero esta vez, “Lobo” Vulner sintió en su carne la salvaje mordedura del plomo caliente.

 -          Solo quedamos tres –dijo Watson.

-          ¡Sal, Watson, sal de una vez! –gritó de nuevo el capitán.

 La respuesta fue seis balas bien dirigidas que tumbaron a cinco jinetes.

 -          ¡Prended la casa! –aulló el jefe- ¡Así saldrán!

 Cinco jinetes se lanzaron hacia la casa. Solo Forrester vio la acción, pero sus revólveres no dieron abasto. Dos militares cayeron, pero lo otros, armados con antorchas, prendieron el techo de la cabaña.

 -          Cogidos como ratas –maldijo Watson-. Tal vez sea lo que somos en el fondo.

 El fuego de la cabaña, así como los sucesos anteriores tan vertiginosamente pasados, atrajo a un sinfín de gente, ávida de emociones.

 La casa en llamas ofrecía un aspecto siniestro. La puerta se abrió lentamente. Por ella salieron tres hombres. Tres hombres sin miedo a la muerte. Tres hombres de hierro, sin alma y sin sentimientos. Tres hombres negros, como la noche.

 -          ¡Apunten! ¡Fuego!

 Más de un centenar de balas partieron en aquella dirección. La muerte vino segura y visible. Pero los tres hombres contestaron con una nueva descarga de sus “colts”.

 Cosidos, agujereados salvajemente por más de treinta proyectiles cada uno, el resto de la banda de “los siete jinetes negros” se había extinguido. Habían muerto a balazos, como el Destino había querido que muriesen, pero ni la muerte logró separarlos.

 A lo lejos, en el horizonte, la aurora anunciaba el comienzo del nuevo.día.

 

F I N

                                                        © Javier de Lucas