SUPERPOBLACION

 A finales de este mismo año, seremos ocho mil millones de personas habitando en nuestro planeta Tierra ¿La superpoblación acabará con la humanidad?

Imaginemos el siguiente experimento. Se toma una hoja de papel milimetrado y se marcan, en horizontal, los diez mil años que han precedido a la época actual y los diez mil que seguirán. Luego se marca, en vertical, el número de habitantes de la Tierra en cada período y las previsiones futuras. El gráfico resultante es muy curioso y bastaría para explicar por sí solo muchas de las angustias modernas.

En efecto, se verá que, en los próximos diez mil años, la población tiende a estabilizarse entre los diez y los doce mil millones de habitantes (frente a los ocho actuales). Prácticamente una línea horizontal. Pero el pasado también está representado por una línea similar, naturalmente en un nivel más bajo. Durante siglos y siglos la población de la Tierra fue escasa y no aumentó. La explosión demográfica, la destinada a disparar el número de habitantes de algunos centenares de millones a doce mil millones, está concentrada en un espacio muy reducido: una especie de «escalón» en el gráfico, de apenas trescientos años, tres siglos. Si se mira el eje vertical, es decir, el del movimiento de la población, el mundo actual se encuentra a menos de la mitad del «escalón»: cuenta con unos ocho mil millones de habitantes y probablemente llegará a los diez o doce. En lo que se refiere al tiempo, por el contrario, ya se han avanzado dos tercios del «escalón»: dentro de cincuenta años la población mundial habrá alcanzado los diez mil millones de habitantes y, al cabo de unos decenios más, los once o doce mil millones. Una cantidad destinada a permanecer inalterable muchos siglos, quizá siempre.

Los hombres suelen pensar que la época en la que viven es excepcional, única e irrepetible y, desde luego, si lo piensan también ahora no se equivocan. El gráfico demuestra que el aumento de la población en la Tierra no es un fenómeno constante y permanente natural. Todo lo que a este respecto deba y pueda suceder se situará dentro de los trescientos años. En torno a este «escalón», antes y después, hay siglos y siglos, casi una eternidad de quietud. Es un poco como si la humanidad se encontrase dentro de un vehículo que de pronto acelera, aumenta su velocidad de manera casi inimaginable tras milenios de calma y ante otros tantos milenios de calma. En estas condiciones no hay que asombrarse si el mundo parece cargado de contrariedades, tensiones y angustias, abrumado por el peso de problemas mayores que él. Cuando se sufren semejantes aceleraciones a pesar de estar preparados, casi biológicamente, para una vida más tranquila, no es fácil tener las ideas claras.

Entre el año 1950 y 1987, el número de habitantes de la Tierra se había duplicado ya, pasando de dos a cinco mil millones. Hoy, la nueva duplicación significa pasar de cinco a diez mil millones en cincuenta años. Proporcionalmente, los dos hechos son equivalentes; pero en términos absolutos el fenómeno tiene un cariz diferente. En los treinta y siete años que van de 1950 a 1987 se tuvo que hacer sitio en la Tierra a dos mil millones de nuevos habitantes; al llegar al año 2050 habrá que hacer sitio a un doble número de personas.

Quizá porque por primera (¿y última?) vez en su historia la Tierra se enfrenta a una gravísima situación energética. Los precedentes aumentos de población fueron paralelos a avances tecnológicos que garantizaban abundantes reservas de alimentos, materiales y energía. Actualmente no sucede lo mismo. Empieza a advertirse una preocupante escasez de energía y de otras reservas y la mayor parte de los estudios llevados a cabo indican que la situación no va a cambiar en el curso de los próximos cuarenta o cincuenta años. El quid de la cuestión es precisamente éste. Si se pudiera disponer de toda la energía necesaria a un precio razonable, todos los problemas de este mundo podrían simplificarse y, quien sabe, incluso resolverse.

Con un mayor volumen de energía sería posible lograr un mayor rendimiento de la tierra cultivada, cultivar zonas nuevas, explotar nuevos materiales, extraer agua limpia y dulce del mar, hacer más agradable la vida en muchos aspectos, hacer avanzar a regiones enteras que hoy están en la miseria o por debajo de los límites de la pura supervivencia. Quedaría por resolver, es cierto, el problema de la posterior contaminación del planeta, de preservar el clima y de no degradar el medio ambiente más de lo que ya se ha degradado. Pero todo esto podría resolverse con la ayuda de las modernas tecnologías.

Desgraciadamente, se trata en su mayor parte de sueños porque no existe, ni quizás exista nunca, la energía necesaria, razón por la cual los próximos cincuenta años serán dificilísimos. Se cuenta con las nuevas tecnologías que pueden contribuir a vencer el desafío del «segundo planeta»; pero no todo es tan sencillo: una cosa es tener a punto las tecnologías y otra aplicarlas, calar a fondo en los procesos productivos y la sociedad. Pues, como se verá, hay otros problemas aparte de los de la energía cuya solución encierran una gran complejidad.

La aldea y el planeta

Una de las características que mejor definen esta época de las precedentes es eso que se puede resumir con la expresión, un poco confusa, de «globalidad de la problemática», en el sentido de que no se trata ya de problemas de esta o aquella comunidad, sino de problemas mundiales, planetarios, globales. Para hacerse una idea, basta reflexionar un poco sobre la vida contemporánea. También en el pasado, ya sea el más cercano o el más lejano, la historia de la humanidad estuvo salpicada de crisis de reservas con consecuencias a veces terribles y marcada por la introducción de innovaciones que condujeron a menudo a explosiones demográficas. Pero siempre se trató de hechos locales y casi nunca de acontecimientos a nivel planetario.

La difusión de los conocimientos y las tecnologías en el pasado era muy lenta y nada sistemática. El planeta podía presentar, y ésta solía ser la regla, situaciones de prosperidad y de crisis, sin ninguna relación entre ellas y hasta desconocedoras unas de las otras. En los siglos más lejanos las carestías locales obligaban a las poblaciones a dejar sus lugares de origen. Hasta épocas más recientes no humo métodos científicos para el control de las enfermedades, lo que provocaba frecuentes epidemias y pestes devastadoras. Las catástrofes naturales (aluviones, terremotos) no  sólo no eran previsibles, sino que podían aniquilar durante siglos regiones y poblaciones, sin posibilidad de movilizar recursos e instrumentos para limitar y reparar los daños ocasionados.

En cualquier caso, como ya he dicho, se trataba de sucesos que atañían a grupos de hombres pero no a toda la humanidad. Por el contrario, hoy es mucha mayor la interdependencia, la interconexión, la información. Los modos de vida de los ricos son conocidos por un creciente número de personas y se han convertido, para bien o para mal, en un modelo a imitar, a alcanzar o a enfrentar. Se conocen todos los instrumentos y medios de producción, de cuidado de la salud y de defensa (aunque no siempre estén a disposición de todo el mundo). En este sentido se puede decir que los problemas actuales son planetarios; en un mundo recorrido por enormes cantidades de informaciones y conocimientos, todo, sea bueno o malo, está inmediatamente «expuesto» a los ojos de toda la humanidad. Y esto hace cada vez más difícil la «convivencia de las diferencias». Al planeta le cuesta cada vez más trabajo ocultar sus desequilibrios, sus injusticias, porque la humanidad tiene conocimiento de ello cada vez con mayor rapidez, cada vez con mayor precisión.

Ésta es una característica nueva, ligada al desarrollo de la civilización de la información, por lo que es difícil prever hasta qué punto se complicará la «gestión del planeta». Lo que sí se puede imaginar es que en el futuro el mundo sólo aceptará un número cada vez menor de «diferencias». Si recordamos los desequilibrios ya existentes actualmente en la Tierra, y la casi imposibilidad de ponerles remedio en un breve plazo, se tendrá una idea de la gravedad de la situación. Hacer hoy previsiones detalladas a este respecto no sería serio. Pero el problema existe y es muy grande.

Infierno y paraíso

Dentro de cada colectivo, de cada civilización, los propios problemas se han sentido, y se sienten, justamente como fundamentales y siempre han surgido nuevas respuestas para superarlos. Este mecanismo de «rebote» de las propias condiciones no se ha perdido nunca. Una situación difícil, por dramática o agobiante que sea, puede soportarse si quien la vive está convencido de que, antes o después, puede mejorar. Pero junto a esta especie de «confianza ilimitada» (el mejoramiento) ha existido siempre la «confianza ilimitada». La que llevaba a soñar, a esperar y a desear, aunque fuera en un mañana bastante lejano, un mundo en el que, finalmente todos los problemas estuvieran resueltos. Así se explica el mito, la continua búsqueda de la edad de oro, del paraíso terrestre.

Paradójicamente, los períodos de crisis agudas se caracterizan por el vigoroso renacimiento de la idea del Edén. Algo así está sucediendo hoy. Se piensa y se dice, por poner un ejemplo, que el año 2050 podría ser la frontera entre las tribulaciones terrestres y el paraíso terrenal. Por esas fechas, por ejemplo, se habría llegado a la completa madurez de la tecnología de la fusión nuclear y de la energía solar. Con la primera, el hombre podría reproducir en la Tierra los mismos fenómenos de fusión de los núcleos que tienen lugar en el sol y en otras estrellas. Por consiguiente tendría a su disposición una cantidad de energía prácticamente infinita y, probablemente, mucho más «limpia», es decir, con menos problemas de contaminación radiactiva. También sería posible resolver los problemas debidos a la carencia de carburantes o de combustibles.

Por otro lado, a través de la segunda tecnología, el hombre podría extraer directamente del sol grandes cantidades de energía, limpia e inagotable. El paraíso terrenal, ni más ni menos. Se acabarían así los problemas originados por la dependencia de los jeques y de las fuentes de energía fósil, destinadas a agotarse. Sin embargo, hay quien piensa que el año 2050 no será el puente entre las tribulaciones terrenas y el paraíso terrestre porque antes estallará el infierno sobre la Tierra. Y del infierno, como se sabe, no se puede volver. ¿Cuánto hay de verdad en estos sueños y en estas pesadillas? Nadie puede decirlo. Bien es verdad que la humanidad, siempre que quiere hacer uso de ella, tiene en la tecnología los medios para huir del infierno y para acercarse a algo que, si bien no es el paraíso terrestre, promete ser mejor y más confortable que las actuales condiciones. 

Pero tampoco en este punto cabe hacerse muchas ilusiones. La historia enseña que, cada vez que el hombre ha logrado resolver sus problemas, han surgido inevitablemente otros, y que el Edén ha quedado siempre como un espejismo lejano. Por suerte también el infierno, aunque rozado más veces, ha quedado fuera de su experiencia.

El rey y la luz eléctrica

En el fondo, el hombre siempre ha pensado en vivir en una era de transición entre dos fases estáticas. Una, la del pasado, que se tiñe de rosa o de negro según los casos y las circunstancias. La otra, la del futuro, donde se imagina se hallará la solución a los problemas y dificultades y, quizá, la felicidad y la riqueza para todos. Sin embargo, ésta es una visión equivocada de las cosas. En realidad es el hombre quien, reconstruyendo la historia pasado, marcando los puntos de referencia, privilegiando determinados aspectos, decide que algunos períodos han sido estacionarios y otros, por el contrario, de transición. Los ejemplos no faltan y tal vez sea útil reflexionar sobre ellos.

El Imperio romano se suele describir como un período estático entre las convulsiones de la última República y la llamada barbarie del medioevo. Y quizá fuera un período estático para quien detentaba el poder o para quien, como los estoicos, se suicidaba cuando no alcanzaba a imaginar ninguna alternativa a sus problemas. Pero, desde luego, no fue estático para las masas de bárbaros que se concentraban en las fronteras para gozar también ellos del bienestar del Estado romano, no para los marginados del imperio, a los que el cristianismo le brindó la revolucionaria tarea de la esperanza en un mañana mejor.

Tampoco el Renacimiento florentino, tras las luchas entre las facciones y la decadencia política, fue sólo un período estático, caracterizado por el desarrollo de la economía, de las letras y de las artes, sino también un momento rico en movimientos políticos (piénsese en Savonarola), culturales y sociales. O el período del Rey Sol en Francia, que contrapone a la estabilización del reino el drama del final de las libertades y autonomías ciudadanas, la guerra, la tragedia de los campesinos expoliados, obligados a aprovisionar a los soldados del rey y a sus enemigos, y a combatir.

Lo mismo se puede decir del período transcurrido entre la guerra franco-prusiana y la primera guerra mundial, que aún se recuerda con el apelativo de belle époque. Tras el drama que asoló Europa se considera este momento como una época feliz, sin guerra (aunque se seguía combatiendo en las colonias), con un continuo desarrollo económico (debido a la explotación del trabajador en el resto del mundo) y caracterizado por un gran optimismo y la confianza en la capacidad del hombre y del progreso gracias a la ciencia y la técnica. Pero ésta fue la época de la consolidación de la burguesía iluminada y especuladora. Tras la sacudida de la Comuna de París, se produjo también el desarrollo y acercamiento al poder de los socialismos europeos a través de luchas, huelgas, revueltas: en Milán, por ejemplo, contra Crispí, el rey y Bava Beccaris; en Odesa y Petersburgo contra la guerra y el régimen zarista.

Por otro lado, la belle époque fue un período de grandes innovaciones tecnológicas, como la creación de la industria química, la introducción de la electricidad, del automóvil, de la aviación, de la radiotelegrafía. Sobre la historia de la electricidad vale la pena decir unas palabras. Su irrupción, a finales del siglo XIX se recibió en seguida como un hecho que traería bienestar y riqueza. En Milán, donde la electricidad dio sus primeros pasos al inicio de aquel siglo, se festejó y exaltó con un fastuoso espectáculo, el «Bailo Excelsior». Sin embargo, cuando empezaron las primeras investigaciones no se sabía bien para qué serviría y en qué medida la energía eléctrica modificaría la vida sobre el planeta. Se recuerda siempre a este respecto la visita del rey de Inglaterra al laboratorio de Faraday (uno de los padres de la electricidad, junto a Volta y Ampére). El rey se mueve entre el instrumental de Faraday, observa, pide explicaciones y al final comenta: «Muy bonito, de veras. Pero, ¿para qué sirve?» A otro visitante que algún tiempo después hizo la misma pregunta le respondió Faraday con un suspiro: «No lo sé pero estoy seguro de que antes o después alguien deberá pagar impuestos».

En realidad, aquellas investigaciones sobre la electricidad sólo fueron útiles cien años después y hoy el mundo está tan «cargado» de electricidad que casi no se comprende cómo hubiera sido posible la vida de otra manera. La energía eléctrica, efectivamente, tiene un siglo de vida; a finales del siglo XIX los hombres de una sociedad positiva que creía en la ciencia se entregaron durante varios decenios a un tarea que ni siquiera sabían bien a dónde les conduciría y a qué descubrimientos daría lugar. Pero siguieron adelante convencidos de la utilidad e interés del puro saber, y si esto les reportaba alguna buena consecuencia, tanto mejor.

Esta historia, con sus claroscuros, sus elementos positivos y negativos, sus facetas de estabilidad y cambio, su acumulación de dificultades que finalmente se superan y otras que las suceden, demuestra que no es posible resolver definitivamente los problemas que nos amenazan sin generar y afrontar otros. Y demuestra también que la humanidad, casi con toda seguridad, no está destinada a tocar el Edén con la mano.

Por otra parte, el hombre está demasiado ocupado en resolver los problemas de su época como para ocuparse también de los que vendrán después. Además, es prácticamente imposible saber qué problemas aguardan en el futuro aunque uno puede hacer un esfuerzo para imaginárselos.

En el plano político, nadie habría podido prever, hacia mitad de los años ochenta, que el imperio soviético se hundiría repentinamente, y que el fin de la «confrontación» entre ambas superpotencias (USA y URSS) cedería el paso a una situación completamente nueva. Y hoy podemos decir cualquier cosa excepto que la situación política está estabilizada. Ni siquiera ha desaparecido el riesgo de conflictos e incluso guerras continentales, si no mundiales. 

El planeta y el super-killer

El principal problema del mañana es el de la supervivencia física de la Tierra y la humanidad, no por falta de recursos que, en definitiva, como se ha visto, son el producto del ingenio humano y de su tecnología, sino por la eventualidad de un conflicto generalizado de tipo nuclear. Acontecimiento posible, dadas las dimensiones que está cobrando en la actualidad la carrera de armamentos sobre el planeta. Una importante y creciente cantidad de reservas se destina al armamento y, en las grandes potencias se han acumulado durante decenios arsenales de bombas capaces de over-kill (super matar) más veces que el adversario, con lo que se está en disposición de afrontar cualquier eventualidad.

Las reservas energéticas dedicadas a los armamentos restan posibilidades al desarrollo de la civilización y consolidan un perverso circuito de empresas, de trabajo, de comercio internacional, de consumo de armas. Circuito difícilmente desmontable de un día para otro. Desgraciadamente esto ocurre tanto en los países desarrollados como en los en vías de desarrollo. Estos últimos, a pesar de los problemas que tienen, son empujados a participar en este circuito que exige dedicar exorbitantes reservas a un armamento que en poco tiempo resulta insuficiente y obsoleto.

El problema de los arsenales bélicos será dramático en el futuro, pero también es un problema actual del que hay que ocuparse rápidamente si se desea apagar a tiempo la mecha encendida que representan los armamentos super homicidas que pueden entrar en acción (por mil razones) de un momento a otro. El hundimiento de la superpotencia soviética deja abierto el problema del desmantelamiento de su enorme arsenal atómico, hoy distribuido entre mayor número de estados, y el de la utilización para fines pacíficos del material fisible de las bombas. Se trata de un problema al que políticos y científicos están prestando mucha atención.

El señor robot y los artistas

Si dentro de medio siglo se lograra un desarme mundial y se hallara la manera de disponer de energía, de reservas materiales o de alimento suficiente para todos, junto a nuevas tecnologías de producción más eficaces que las actuales y menos agresivas para el ambiente, ¿qué problemas podría tener la humanidad? Quizá la redistribución de las reservas y las rentas entre las distintas clases sociales, sistemas socio-económicos, países y generaciones. Quizás el problema del tiempo libre y de cómo organizar una sociedad compleja y marcadamente postindustrial.

En un sistema como el actual, donde la tecnología ofrece continuas y extraordinarias posibilidades de aumentar la productividad del trabajo, es ilusorio pensar en resolver el problema del paro suprimiendo sin más las innovaciones tecnológicas que conducen a la eliminación de la fuerza-trabajo (como la microelectrónica, la automatización, la robotización, etc.). Es evidente que en el mundo real en que se vive aparecerán no uno sino cien países como Japón, Taiwán, Corea y Singapur, que no aceptarán nunca limitar la carrera hacia el progreso que ellos ven estrechamente ligada al crecimiento económico, con lo que caerá por tierra el proyecto de «contención» de las innovaciones y prestaciones laborales. Es inimaginable una especie de «pacto» mundial tendente a limitar y retardar la aplicación de las nuevas tecnologías a los procesos productivos. Inevitablemente habría algún país que esgrimiría sus motivos para ser considerado como una excepción y no tener que firmar el acuerdo. Y sería precisamente ese país quien marcaría el ritmo de los restantes.

Sin embargo, queda pendiente el hecho de que para la producción de bienes se necesitarán cada vez menos personas, como consecuencia del creciente uso de robots, cada vez más perfectos y adaptados a cualquier tipo de actividad y producción, complejos y diversificados en sus prestaciones. La progresiva penetración de los robots modificará profundamente el mundo del trabajo. El reducido número de personal necesario tal vez se sienta inclinado a asumir funciones corporativas, a valorarse excesivamente, como ocurre actualmente con los grupos de trabajadores encargados de sectores claves (piénsese, por ejemplo, en los controladores aéreos o los maquinistas de trenes), que pueden bloquear fácilmente el flujo económico o el funcionamiento de los servicios. En pocas palabras, existe la posibilidad de que en el futuro los pocos encargados de la producción intenten apropiarse de grandes cantidades de poder y capital.

Pero también cabe la posibilidad de que suceda lo contrario. Podrían crearse unas condiciones en las que, gracias a los robots, estos trabajadores desempeñarían un papel marginal en la sociedad y serían considerados algo así como modernos esclavos. Por otra parte, la sociedad podría preferir que todos sus miembros activos se dedicaran al control de la producción de bienes durante una pequeña fracción de tiempo al día. El resto se dedicaría a múltiples actividades de servicio, deportivas y artísticas. En este caso, dentro de medio siglo podría empezar a ver la luz una especie de «sociedad creativa», en la que cada uno podría dar lo mejor de sí.

De todas maneras conviene precisar que la expulsión de fuerza de trabajo en grandes cantidades no es un hecho seguro. Bastaría entregarse en cuerpo y alma a la construcción de todo lo necesario para la supervivencia de los cinco mil millones de habitantes que están en camino para alejar, durante muchísimo tiempo, esta posibilidad. No faltarían entonces puestos de trabajo en todas partes, y menos en los países en vías de desarrollo, donde es tanto el camino que queda por recorrer.

Sin embargo, es muy dudoso que las cosas sucedan así, tanto por razones prácticas como políticas. Por un lado es difícil pensar en llegar a movilizar reservas económicas, humanas y tecnológicas para organizar todo de forma que la construcción del futuro cercano no suponga nuevos desequilibrios y amenazas. Por otro lado, es fácil prever que se mantendrá la bipartición del mundo en un Norte desarrollado y acomodado y un Sur pobre y cargado de problemas. Por estas razones es muy probable que la «sociedad creativa» y el tiempo libre sólo se conocerán, dentro de algunos años, casi únicamente en el Norte.

El rascacielos y la factoría

Otro problema que jugará un papel decisivo y sobre el que no es fácil hacer previsiones es el de la diferencia entre el campo y la ciudad. En el curso de cincuenta años, es probable que desaparezca en los países industrializados el abismo entre las grandes ciudades y las áreas rurales, como consecuencia de un proceso, que ya se ha iniciado, de descentralización de las actividades productivas y los servicios, de creación de infraestructuras distribuidas y de valoración de las reservas locales, de los materiales, de los asentamientos urbanos y de la capacidad de trabajo.

El proceso se ve favorecido y estimulado por la irrupción de nuevas tecnologías microelectrónicas, informáticas y biológicas, y podrá ser enriquecido posteriormente por el desarrollo de la energía solar en sus formas de producción descentralizadas.   En los países del Tercer Mundo el problema de las relaciones entre el campo y la ciudad está directamente ligado al modelo de desarrollo que se adopte y a las fuerzas políticas e ideológicas que prevalezcan, tanto localmente como a nivel internacional. Desde este punto de vista es determinante la adopción de planes energéticos duros o, por el contrario, de planes que permitan un mayor pluralismo tecnológico.

Un plan duro privilegiaría en gran medida la ciudad y marginaría las zonas descentralizadas, que tendrían mayores posibilidades de salir de su aislamiento y retraso si se adoptasen planes más equilibrados, pero existirán otros muchos motivos de privilegio y de marginación. Por ejemplo, el problema de las diferencias entre el Norte y Sur podría agravarse aún más que en la actualidad. Por consiguiente, la necesidad de una redistribución continuará siendo un problema a nivel internacional de la sociedad del mañana, un problema que no se debe desdramatizar reduciéndolo a un nueva cuestión de reparto de rentas, sino que supone una diferente distribución en el planeta de la cultura, de las capacidades y posibilidades creativas, de la tecnología.

El físico, el ingeniero y el sacerdote

Sacar adelante la Tierra con todos sus problemas y, en especial, los que se refieren a la duplicación de la población, no será una empresa fácil. Quizá los planes energéticos y los problemas expuestos no permitan hacerse muchas ilusiones al respecto. Sin embargo, lo cierto es que existen las tecnologías y los medios necesarios para llegar en condiciones aceptables a la cita con el año 2050 (que se prevé como un momento clave para la evolución que se espera en materia energética, y no sólo en ella). Por desgracia, estos medios y estas tecnologías requerirán una gestión muy cuidadosa y consciente, muy pragmática, si se me permite utilizar este término.

No se podrá dejar el mundo en manos de los físicos y los ingenieros, ni mucho menos de los sacerdotes de la política y de las grandes religiones «cerradas». Con esto quiero subrayar que el problema más grave de todos (más allá de las cuestiones de la energía y la alimentación) sigue siendo el de la construcción de una sociedad en el planeta que haya superado y resuelto no sólo el tema del armamento y del terror de la guerra sino, sobre todo, el de las contraposiciones ideológicas. Una sociedad, en suma, en la que sea concebible el pluralismo ideológico y una convivencia armónica, dialéctica, de esas ideologías y de las diversas etnias en los mismos países.

Esto requiere una larga evolución de las ideologías que no es fácil de conseguir si se piensa en la poderosa vitalidad del capitalismo y su capacidad de encontrar soluciones adaptándose a las distintas circunstancias; si se piensa en la inclinación que sienten por el socialismo clases y pueblos y si se piensa en el vigor y sustancial impermeabilidad de las grandes religiones. Sin esta evolución «convivial», para usar un término de Ivan Illich, de las ideologías, la hipótesis de estabilidad sin catástrofes aparece como poco creíble y, viceversa, esa otra, aterradora, consistente en el intento de sometimiento de un bloque por el otro aparece como inevitable.

Por otra parte están produciéndose cambios, no sólo materiales sino de ideas, mucho más rotundos que en cualquier otro momento de la historia pasada, que señalan una evolución en la sociedad. Cada vez con más frecuencia, aspectos aparentemente externos a las ideologías que cimientan las diversas comunidades son adoptados por estas últimas, contribuyendo así a hacer mella en el monolitismo e impermeabilidad de las mismas ideologías. Solamente esta evolución «convivial» de las ideologías hará posible el pluralismo de las culturas, los modos de vida, los modelos de desarrollo e incluso el pluralismo tecnológico, sin que se obligue a toda la humanidad a perseguir los mismos objetivos con los mismos instrumentos y a contraponerse en bloques cada vez más diferenciados y, por consiguiente, más enemigos.

En este panorama adquieren una primordial importancia las direcciones que tomen los que pueden definirse como «los nuevos protagonistas» de la escena internacional. Por ejemplo: ¿cuál será el papel del «mercado libre»?, ¿cuál será el peso de las multinacionales?, ¿qué papel jugarán las puntas de diamante de la eficiencia capitalista y, al mismo tiempo, cuál será la solución ideológica más destructora de la idea tradicional del Estado?

¿Cuál será, por otro lado, el papel de los procesos de planificación después de la caída —por demostrada ineficacia— de los países del socialismo real en Europa central y oriental? ¿Y cuál será la capacidad del hombre para afrontar en términos modernos el desafío de la tecnología y el modo de organización del trabajo que comporta?

¿Cuál será el peso específico de los países que salen del subdesarrollo, de los países recién industrializados, respecto al de los grandes países dotados de reservas y en pleno desarrollo demográfico, pero incapaces de sostener su propia economía? Y, por último, ¿cuál será el peso de las ideologías que en algunos de estos países parecen reafirmarse (baste pensar en el fundamentalismo islámico)? Es imposible avanzar previsiones razonables sobre todas estas cuestiones y, por tanto, no queda más que esperar y apostar por la evolución «convivial» de las grandes ideologías y de las grandes religiones a las que he aludido al principio del párrafo. ¿Alguien imagina a un musulmán tratando a su mujer, o a sus mujeres, como personas iguales en todos los aspectos y sentidos a él mismo?

El viejo y el nuevo mundo

Europa, con el área mediterránea que la flanquea, el llamado «viejo mundo», que ha sido el crisol en el que se han forjado muchas de las ideologías hoy dominantes, y que ha contribuido a la formación de algunas grandes religiones, parece estar preparada para experimentar y acoger los impulsos ideológicos más diversos. Europa está geográficamente en el ojo del huracán: tiene al Este Asia, con todas sus complejidades; al Oeste los Estados Unidos y al Sur el mundo en vía de desarrollo (y el islam en particular). La historia ha hecho de los actuales europeos las gentes más capacitadas para la mediación. El potencial científico y tecnológico de Europa se sitúa aún entre los más importantes, aunque su peso político es escaso. En cualquier caso jugará un papel de mediador, pero es difícil prever si lo será sólo pasivamente, dejando los hilos del juego en manos de las superpotencias o si. por el contrario, llegará a convertirse en un miembro activo.

Esto puede parecer una especie de brindis, casi obligado, por Europa, pero no es así. Ya hoy, pero aún más en los próximos decenios, el mundo necesitará mediadores capaces e inteligentes, conocedores de las culturas y los sistemas sociales en liza. A la larga, una vez resueltos los problemas materiales de los que he hablado en este ensayo, se advertirá que la cuestión fundamental será precisamente hallar a alguien capaz de organizar esa «convivialidad» sin la cual difícilmente podrá estar unido el planeta.

No obstante, no tiene mucho sentido anticipar las soluciones que se le podrán dar a este problema tratando de averiguar, por ejemplo, cuál será, dentro de cincuenta años, el «nuevo orden económico internacional». Sin embargo, es justo enfrentarse a tales cuestiones para buscar el modo de resolver los problemas de hoy sin optar por drásticas soluciones que puedan limitar demasiado la libertad de elección de las futuras generaciones. La humanidad de hoy tiene muchos compromisos con ellas, pero, sin duda, el más importante de todos es el de no predeterminar, con actitudes demasiado rígidas, su vida. En este marco es indispensable comprender que algunas soluciones de los problemas que hoy agobian al mundo (como, por ejemplo, la propuesta de un plan energético duro) pueden condicionar dramáticamente, desde el punto de vista económico, político y social, los márgenes de evolución de la sociedad del mañana, por lo que es preciso buscar soluciones capaces de dejar un mayor número de opciones.

Hay caminos que permiten al hombre no autodestruirse y mejorar sus condiciones y que, al mismo tiempo, es ilusorio pensar en el espejismo del Edén. Ni habrá un «próximo nuevo medievo» ni un «próximo paraíso terrenal». Según las hipótesis que aceptan de modo realista los límites del planeta, se va hacia una sociedad que se estabilizará demográficamente y que tendrá todavía a su disposición los medios para crecer y distribuir las riquezas creadas, haciendo uso de sus conocimientos y de las innovaciones tecnológicas y sociales.

El mundo fuera del mundo

La historia muestra que el hombre ha tratado siempre de superar los límites que encuentra, físicos o no, de extender las fronteras dentro de las que se ve obligado a moverse, de apropiarse de todo lo  alcanza a «ver», y es muy probable que en el futuro siga un comportamiento similar. Tanto más teniendo al alcance de su mano el espacio extraterrestre, con sus reservas por explorar y sus secretos por descubrir. Es evidente que si la aventura que comenzó hace años con Laika y Gagarin y continuó con el alunizaje de  Armstrong, los éspectaculares avances de la Física y la ingeniería y recientemente, con el lanzamiento del James Webb, debe conducir a la colonización del espacio, la tesis sobre la última duplicación de la población a la que seguirá un equilibrio estable en torno a los 11-12 mil millones de habitantes sigue siendo válida en los que se refiere al planeta Tierra, pero podría ser dramáticamente superada por una nueva explosión demográfica, aunque, esta vez, en los espacios extraterrestres.

Aunque, desde luego, esta nueva aventura no nos aguarda en los próximos cincuenta años y, quizá, ni siquiera en los próximos cien. Y todo ello, si no nos autodestrimos antes, lo cual es mucho más posible de lo que muchos imaginan.

 

                                                                                                                                                        © 2022  JAVIER DE LUCAS