LA OTRA GUERRA

PRIMERA PARTE

 

Los historiadores han bautizado al siglo XIX con multitud de nombres: la edad de la industrialización, la era del colonialismo, la edad del nacionalismo y el liberalismo, «la era de la modernidad triunfante» o, según el análisis de Lenin, el período de nacimiento del imperialismo. «La edad de la máquina» es otro apelativo frecuente y certero. Pero ¿por qué tan pocas veces se lo denomina «la edad de la ebriedad»? Al fin y al cabo, durante ese siglo asistimos a la generalización del consumo del opio, la morfina, la cocaína, el hachís, el éter...Aparte de unas cuantas excepciones, no fue un período de prohibiciones sistemáticas, ya que las sustancias mencionadas no se consideraban, en general, dañinas; al contrario, figuraban entre los remedios más populares para un gran número de dolencias y enfermedades.

El siglo XIX fue la edad de la ebriedad también en sentido metafórico. La industrialización, el colonialismo, el nacionalismo y el marxismo fueron fuente de exaltación y, en ocasiones, de una fuerte adicción. Los siglos anteriores habían conocido la ebriedad hasta cierto punto, pero no a la escala ni con la intensidad del siglo XIX. La industrialización trajo consigo el éxtasis tecnológico e inició un proceso en virtud del cual la humanidad se volvería adicta y dependiente de las máquinas. En la era de la modernidad identificada con desarrollo científico y técnico, el progreso se cifraba en la construcción de mecanismos cada vez más avanzados. En su origen, las máquinas debían facilitarle la vida al ser humano, permitirle conquistar el entorno; sin embargo, como las drogas cuya promesa de libertad es solo aparente, en definitiva las máquinas no hicieron más que restringir la libertad de los individuos y transformar a los humanos en seres dependientes de ellas. El colonialismo, por su parte, se emborrachó con el poder y con su capacidad para explotar y dominar pueblos y territorios.

Para las potencias europeas, las colonias eran como una sustancia que se sube a la cabeza: poseerlas era condición sine qua non para aumentar su estatus. El liberalismo, por otra parte, con sus ideales de libertad, propiedad privada y libre comercio, embriagaría a un número cada vez mayor de intelectuales, hombres de negocios, políticos y sociedades, con Estados Unidos al frente de los países bajo los exaltadores efectos de la filosofía (neo)liberal.

El imperialismo sedujo a los capitalistas y a los países ricos con la idea del capital financiero, su acumulación y multiplicación, las exportaciones y el acceso a nuevos mercados. Entretanto, una nueva fuente de embriaguez y adicción daba sus primeros pasos: el marxismo, como «el opio de los intelectuales». Muchos fueron los pensadores del siglo XX que se dejaron encandilar por la fe en el izquierdismo, la revolución y el proletariado como fuente potencial de una transformación justa. En este sentido, merece la pena citar una observación de Jung: «Cualquier forma de adicción es mala, independientemente de que el narcótico sea el alcohol, la morfina o el idealismo».

Si literatura y drogas van de la mano, lo mismo puede decirse, y con mayor razón, de la guerra y las drogas. Permítaseme, pues, que desarrolle la metáfora de la guerra como droga echando un vistazo a las dimensiones colectiva (es decir, nacional) y, sobre todo, individual (es decir, la del guerrero) del narcótico de guerra. En primer lugar, en la era moderna, la ebriedad bélica colectiva está estrechamente ligada al nacionalismo. La imagen de una lucha victoriosa susceptible de convertirse en motivo de orgullo nacional puede sumir a las sociedades en un estado de euforia y efervescencia generales. Emociones como estas fueron patentes, por ejemplo, en Japón durante la guerra con Rusia (1904-1905); en Alemania, Francia y Gran Bretaña al estallar la primera guerra mundial (1914); en Argentina durante la guerra de las Malvinas (entre otros muchos incidentes y ataques antioccidentales, en junio de 1982 los argentinos salieron en masa a las calles de Buenos Aires para exigir armas con las que continuar la lucha con los británicos), o en Serbia durante la guerra de Bosnia-Herzegovina (1992-1995).

La primera guerra mundial fue especialmente ilustrativa a este respecto: tras la declaración de guerra de Gran Bretaña contra Alemania, los londinenses marcharon alegres hasta el palacio de Buckingham, donde mantuvieron un sitio festivo que se prolongó varios días. Cuando el 6 de abril de 1917 el espectáculo de la Ópera Metropolitana de Nueva York quedó interrumpido para anunciar que el Congreso acababa de declarar la guerra a Alemania, el público recibió la noticia con una «atronadora y prolongada ovación». En buena medida, la primera guerra mundial no solo fue una consecuencia del ideario nacionalista, sino también su expresión más acabada. El nacionalismo embriaga porque promueve una sensación de comunidad, de separación, de excepcionalidad y, a menudo, también de superioridad. Las sociedades que se emborrachan con el fervor nacionalista están dispuestas a cometer sacrificios y crueldades sin parangón.

Con la excepción de la religión, el nacionalismo ha sido a lo largo de la historia el mayor estímulo para entregar la propia vida en el nombre de una idea abstracta y metafísica, como es la de nación. Marx trató de persuadirnos de que la religión es el opio del pueblo, y lo mismo podría decirse del nacionalismo: altera el estado de la conciencia y permite que los individuos se entreguen a la comunidad con celo y suprema lealtad, en un gesto que en muchos casos linda con lo irracional y que, en circunstancias distintas, sería difícil comprender.

En segundo lugar, para muchos guerreros la guerra era y sigue siendo el más formidable de los estupefacientes. A pesar del horror, de la brutalidad y de las secuelas psíquicas, el combate es para muchos algo adictivo, y lo es porque solo el combate estimula al cuerpo para que libere tan ingente cantidad de hormonas, sobre todo adrenalina, o para que sienta tan complejo abanico de emociones y experiencias. En términos de estimulación adrenalínica del cerebro y el cuerpo, no hay deporte, por extremo que sea, capaz de ganarle la partida a la guerra. Al hablar de «un terrible amor por la guerra», James Hillman supo plasmar de un modo magistral esta comparación entre la guerra y las drogas que tan a menudo aparece en el cine y la literatura, sobre todo en las memorias de guerra de soldados y veteranos.

La naturaleza de esta sensación adictiva aparece representada, entre otras películas, en Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola, concretamente en la figura del capitán Benjamin Willard (interpretado por Martin Sheen). Toda la parte final de la película transcurre en una atmósfera psicodélica: movimientos alucinógenos de uno de los protagonistas, Lance Johnson, y la hipnotizadora banda sonora de The Doors (la banda que tomó prestado su nombre del famoso libro Las puertas de la percepción, de Aldous Huxley). La guerra no solo es embriagadora y adictiva, no solo es una experiencia alucinógena en los límites de la existencia, sino que en ocasiones también puede ser una experiencia metafísica, una auténtica experiencia de la propia humanidad.

En su película En tierra hostil (2008), Kathryn Bigelow también recurre a la metáfora de la guerra como droga. El sargento mayor William James (interpretado por Jeremy Renner) es el nuevo comandante de una unidad de zapadores de élite desplegada en Irak. Pese al terrible peligro, y a diferencia de su predecesor trágicamente fallecido, James prefiere colocar los explosivos sin la ayuda de unos robots altamente especializados. A veces, incluso trabaja sin el traje especial de zapador. Le gusta lo que hace y no vacila a la hora de asumir riesgos. James personifica la dimensión existencial de la guerra, una característica cada vez más ausente en las operaciones militares llevadas a cabo por Estados Unidos. Entiende la guerra y percibe su atractivo existencial; el estrés y el riesgo no solo son su fuerza motriz, sino algo esencial para su propia existencia.

James, además, es un hombre peculiar aficionado a coleccionar partes de los artefactos explosivos que él mismo desarma, y duerme vestido con el traje protector de los zapadores. A pesar de que la guerra es execrable, a pesar de que hay momentos en que James está harto de Irak y de un conflicto que lleva a los militares a recurrir a métodos de combate excepcionalmente drásticos, en el fondo ama su oficio y profesa una extraña emoción hacia la guerra. A su regreso a casa, donde le esperan su pareja y su hijo, encuentra grandes dificultades para readaptarse a la vida cotidiana.

El problema no reside únicamente en la incomprensión social con la que chocan los soldados que regresan de una guerra impopular; el principal motivo es que James no sabe vivir en condiciones normales en una sociedad de consumo pacífica: se siente desamparado. En una de las escenas más conmovedoras de la película, vemos al protagonista totalmente perdido en un supermercado al que ha ido a comprar cereales para el desayuno. Una actividad tan cotidiana y sencilla como elegir un producto entre varias alternativas se revela una decisión extremadamente difícil. En la guerra, las posibilidades son, por lo común, limitadas. Además, el reglamento, la disciplina y el adiestramiento inoculan respuestas condicionadas en los soldados. Pero lo más importante es que la vida en sociedad no es capaz de suministrar la dosis de emociones que necesita una persona adicta a los subidones de adrenalina y, por consiguiente, al estrés, la tensión y el peligro. ¿Qué es exactamente lo que desea el amante de la guerra? Lo que desea, no es matar ni la violencia, sino la emoción, el dramatismo y el peligro de una vida vivida con gran intensidad, a la manera de un juego complicado y fatal. La vida sosegada no ofrece estímulos que puedan desatar una tormenta de hormonas en el cerebro.

Por eso James echa tanto de menos el aborrecible Irak, esa guerra detestable a la que se ha vuelto adicto. Se ha quedado enganchado a la tierra hostil del título. Como un yonqui cualquiera, finalmente halla la manera de darle al cuerpo lo que necesita: vuelve a alistarse para escapar de la monótona calma de la vida. Prefiere la zona de combate a la familia. James es un adicto al peligro y el riesgo, y por eso se aferra a la realidad del campo de batalla como si fuera una polilla que no puede evitar acercarse al fuego. Regresa a Irak arrastrado por un «terrible amor por la guerra».

 

                                                                                                                                              ©  Javier De Lucas 2020