LA OTRA GUERRA

SEGUNDA PARTE

 

Las investigaciones, en efecto, confirman que a menudo los soldados vuelven de la guerra con niveles más altos de propensión a las emociones fuertes que antes de su primer despliegue. La participación activa en los combates y, sobre todo, la exposición al peligro modifican al alza sus umbrales de tolerancia. Esto hace que se conviertan en yonquis de la adrenalina susceptibles de prolongar su período de servicio sin más motivo que el creciente deseo de satisfacer sus emociones. Escribe Morten Brænder:

"Es muy probable que la tolerancia mental (si no psicológica) de los yonquis de la adrenalina sea el resultado como en el caso de los auténticos drogadictos de su conducta ávida de emociones". Lo que vale para el consumo de alcohol, medicamentos y euforizantes vale también para el consumo de adrenalina: cuanta más tomas, más necesitas para sentir los mismos efectos. Si traducimos esto a la esfera de lo militar, se sigue que los niveles iniciales de propensión a las emociones fuertes pueden «revisarse al alza».

El alistamiento voluntario implica ponerse a uno mismo en peligro por voluntad propia, y en eso mismo consiste la adicción. Avital Ronell lo expresa con especial acierto: «Lo maternal tóxico significa que, a pesar de que la leche materna es venenosa, suministra ese nutriente crucial que busca el sujeto ...Emma [Bovary] absorbe un medicamento que la nutre mediante el envenenamiento». ¿Podría decirse lo mismo de los soldados y la guerra? La respuesta, según la película de Bigelow, es afirmativa. El mensaje de En tierrahostil es sencillo, y se anuncia ya en la cita inicial de la película: «El furor de la batalla es una adicción potente y a menudo letal, porque la guerra es una droga».

La frase está tomada de un libro excepcional e inspirador del veterano periodista y corresponsal de guerra del New York Times Chris Hedges, La guerra es la fuerza que nos da sentido (2002), donde se habla de la guerra como fuente de identidades, sentimientos y sensaciones colectivas y, ante todo, personales. Hedges nos muestra cómo la guerra seduce tanto a las masas como a los individuos y pone de manifiesto lo efectiva que puede llegar a ser como estupefaciente.

Pero, ante todo, ¿por qué iba a querer un joven tomar parte en la guerra, en ese «universo estrafalario y fantástico de oscura y grotesca belleza»? Contrariamente a lo que Jeremy Bentham o John Locke quisieron hacernos creer, la felicidad no es el único ni el principal deseo del ser humano. También, y quizá sobre todo, buscamos sentido y significación. Y «la guerra es a veces el medio más poderoso que tiene nuestra sociedad para encontrar ese sentido», ya que, según Hedges, «puede darnos aquello que anhelamos en la vida, es decir, un propósito, un sentido, una razón para vivir». Esto es así porque nos brinda la oportunidad para elevarnos por encima de la estrechez de miras humana, la  predilección por el conflicto y el egoísmo.

La guerra es un acontecimiento fronterizo que, a su propia manera, permite que el ser humano se conozca a sí mismo. El combate se convierte en la prueba suprema de nuestra humanidad y dota a las vidas de quienes en él participan de los valores más elevados. Los combatientes experimentan la fragilidad humana, se percatan de la naturaleza accidental de su existencia y ven lo trivial que era su vida antes de la guerra. Muchos tienen la sensación de estar participando en un acontecimiento histórico. La guerra, como escribe Hillman, «pide un sentido, y, por increíble que pueda parecer, también lo da, un sentido que se halla en mitad del caos. Los hombres que sobreviven a la batalla regresan y aseguran que fue la época más significativa de su vida, algo que trasciende a todo lo demás». Los soldados y los veteranos insisten en que «la guerra expande y agranda las posibilidades de la vida del hombre de a pie, que por una vez no tiene que ser tan solo el hombre que remienda zapatos en el Soho o un vendedor de pólizas de seguros.

La guerra ofrece experiencias que los hombres atesoran y recuerdan: los zapatos y las pólizas de seguros, no». William James lo expresó de un modo magnífico en 1906: «Mostrar la irracionalidad y el horror de la guerra no tiene efecto en él [el hombre moderno]. Los horrores producen fascinación. La guerra es la vida fuerte; es la vida in extremis. Los impuestos de la guerra son los únicos que los hombres nunca dudan en pagar, como muestran los presupuestos de todas las naciones». Para los jóvenes, la guerra está asociada con una sensación de poder que emana del hecho de portar un arma y tener capacidad para decidir sobre la vida ajena. Un cirujano militar que participó en la intervención soviética en Afganistán cita unos versos que evocan el arrollador encanto de la guerra: "Dos cosas del mundo parecen una: amor es la primera, el vino la segunda. Más dulce que el vino, mejor que el amor, es para el hombre de la guerra el ardor."

Desde tiempos inmemoriales, la guerra ha sido la fuente de la identidad masculina; es más, en cuanto ocupación eminentemente de hombres, ha definido la masculinidad y constituido una iniciación, un rito de paso de la niñez a la edad adulta. Barbara Ehrenreich lo describe con gran perspicacia: "Los hombres van a la guerra por razones muy diversas, pero una de las que más se repite es el deseo de demostrar que son hombres «auténticos»". En otras palabras, la guerra y la masculinidad agresiva han sido fenómenos culturales que se han reforzado mutuamente. Para hacer la guerra es necesario que haya guerreros, es decir, «hombres auténticos», y para forjar guerreros es necesario que se libren guerras. La guerra se convierte, por lo tanto, en una solución para lo que Margaret Mead denominó «el problema recurrente de la civilización», que no es otro que el de «definir el rol masculino de una manera satisfactoria».

El guerrero, como vemos, encarna las cualidades de la «auténtica masculinidad»: ante todo, la fuerza, y como escribe Simone Weil en su ya clásico ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza (escrito entre verano y otoño de 1940, justo tras la caída de Francia), «tan despiadadamente aplasta la fuerza, tan despiadadamente embriaga a quien la posee o cree poseerla». Lo embriagador es la satisfacción que reporta la destrucción ajena, algo que según John Glenn Gray parece ser algo «exclusivamente humano, o, por mejor decir, algo diabólico de lo que los animales nunca serán capaces». En El buen soldado (2009), una película de Lexy Lovell y Michael Uys, James Massey, un veterano que sirvió en la guerra de Irak en 2003, confiesa: «Puedo decir con toda sinceridad que no hay sensación en el mundo que se acerque a lo que es dar caza a otro ser humano. Porque eso es lo que estás tratando de hacer. El problema es que luego quieres volver a hacerlo. Porque disfrutas. Es casi como una droga. Te conviertes en adicto». Las consecuencias de la ebriedad de poder y de como dijo Ardant du Picq, un oficial y teórico militar francés del siglo XIX «la oscura belleza de la violencia», ambas cosas muy relacionadas con la guerra, tienden a ser crueles. Hedges señala que «el mito bélico vende y legitima la droga de la guerra. Una vez que hemos comenzado a consumirlo, este estupefaciente embriagador nos crea  una adicción que nos arrastra lentamente hacia la depravación moral de cualquier drogadicto».

Además, en el mundo no occidental, para muchos milicianos miembros de unidades irregulares, grupos paramilitares, células terroristas, guerrillas y, sobre todo, para los niños soldado, la guerra lo es todo: un modo de vivir la vida y un estilo de vida al que están enganchados. Arthur Rimbaud dijo que la ebriedad abre las puertas al amor y la poesía, pero también a su negación, lo cual puede derivar en la locura y la decadencia. En 1999, el periodista británico Anthony Loyd publicó un libro titulado Mi vieja guerra, cuánto te echo de menos... que es la historia de su doble adicción: a la heroína y a la guerra de Bosnia. El de Loyd es el patético testimonio de cómo la guerra y los narcóticos pueden alimentar los impulsos autodestructivos. Al igual que Michael Herr en Despachos de guerra, Loyd describe la guerra como la experiencia con drogas definitiva, una experiencia fronteriza y brutal que acaba con la catarsis o con la destrucción.

La guerra ha sido, es y será siempre una fuerte droga. Tanto para Herr como para Loyd, la experiencia de la guerra fue «como tomar drogas, como estar fumado». Los estupefacientes tienen la capacidad de transformar una vida monótona, deprimente o terrible en algo delicioso, fascinante y placentero. Pero no es más que una ilusión pasajera. El regreso a la realidad, que a menudo se revela aún más dura, acarrea dolor. Y entonces aflora el deseo de una vía de escape aparente. El paraíso artificial se convierte enseguida en paraíso perdido, y entonces los narcóticos como dijo el escritor, pintor y filósofo polaco Stanislaw Ignacy Witkiewicz, que también experimentó con el consumo de sustancias se presentan como un «consuelo engañoso». Al placer le sucede el dolor; a la liberación momentánea le sigue casi siempre un estado de adicción permanente. Es la esencia del hábito. Y es la esencia de «un terrible amor por la guerra», un amor «sublime, un amor en medio del terror. Algo inefable. El veterano no habla de esos momentos, no puede, porque es algo que en él suscita amor y espanto».

Esta particularidad de la naturaleza narcótica de la guerra aparece muy bien plasmada en la película Patton (1970), de Franklin J. Schaffner, sobre el gran general y héroe estadounidense de la segunda guerra mundial. En una de las escenas, el general camina por el campo de batalla una vez terminadas las hostilidades. Vemos la tierra reventada, los tanques quemados y los cadáveres tendidos. Patton alza a un oficial moribundo, lo besa y, mientras contempla la devastación causada por tan encarnizada batalla, dice: «Esto es lo que amo. Que Dios me ayude, lo amo. Lo amo más que a mi vida». En esta escena, Patton recuerda mucho a Clearco, el veterano soldado espartano al que Jenofonte describe en la Anábasis como «amante de la guerra». Los mitos sociales y culturales que a lo largo de los años se han ido construyendo, reconstruyendo y alimentando al calor de la retórica y la propaganda política refuerzan la oscura atracción de la guerra.

Las sociedades y los estados crían a los futuros soldados, instilan en ellos los ideales de la gloria y la nobleza en los que queda envuelto su sacrificio por la comunidad. No otro era el espíritu de los soldados que marcharon hacia el frente en la primera guerra mundial, sobre todo los voluntarios alemanes, a quienes durante años se había aleccionado con imágenes narcotizantes de héroes valerosos que combatían hasta la victoria. Sigmund Freud trató de explicar la incomprensible predisposición de millones de jóvenes europeos a sacrificar su vida en las trincheras proponiendo un tipo de conducta que se vería atraída hacia las emociones fuertes, y a la que puso el famoso nombre de «pulsión de muerte». Fue este mismo espíritu de patriotismo y gloria nacional el que luego movilizó a los jóvenes estadounidenses en la segunda guerra mundial: en febrero de 1943, Magazine Publishers of America, la asociación estadounidense de editores de revistas, publicó la escandalosa imagen de un soldado muerto tendido boca abajo con un pie de foto en el que ponía: «¿Qué has hecho hoy... por la Libertad?».

La cultura pop y  las estrellas de cine, en especial John Wayne y Audie Murphy, no solo idealizaron la guerra, sino que la elevaron a la categoría de lo sagrado. Philip Caputo habla del impacto que tuvo John Wayne sobre su romántica visión de la guerra: «Yo ya me veía corriendo a la carga por una cabeza de playa lejana, como John Wayne en Arenas sangrientas, y regresando a casa bronceado, convertido en un guerrero con el pecho forrado de medallas». La quinta del baby boom creía en los deberes y las virtudes del espíritu cívico, y fue a la guerra recordando las historias de los soldados de la gran generación, la que luchó en una guerra noble por defender la libertad; eran los hijos de los hombres que habían combatido en la segunda guerra mundial, y partieron hacia Vietnam con la cabeza llena de imágenes que hablaban de la bondad de la guerra: «Aspiraban a lograr en Vietnam lo que sus padres habían logrado en Normandía, en Italia y en Guadalcanal: batirse por el bando de los buenos, pelear, vencer y obtener reconocimiento por ello».

Muchos fueron los jóvenes que respondieron al atractivo llamamiento del presidente Kennedy: «No os preguntéis qué es lo que puede hacer vuestro país por vosotros. Preguntaos qué podéis hacer vosotros por vuestro país». De forma parecida, el adoctrinamiento y la propaganda persuadieron a los jóvenes rusos de que la guerra de Afganistán no era tan solo un servicio a la madre patria, sino el verdadero deber comunista. La literatura y el cine sobre la Gran Guerra Patria habían creado un retrato idealizado de la guerra no solo como aventura excitante, sino también como empresa noble y meritoria: la encomiable defensa de los valores fundamentales. Las autoridades y la sociedad construyen, refuerzan y se aprovechan de la tentadora imagen de la guerra, que se convierte en «brebaje seductor» con el que se alimenta la mente juvenil de los muchachos susceptibles a este tipo de influencia. En otras palabras: la vieja generación prepara a la siguiente para que esté dispuesta a luchar.

La guerra droga a los soldados en dos sentidos: por un lado, puede convertirse en un auténtico narcótico; por otro, el combate puede convertirlos en adictos a las drogas de verdad. Las fantasías románticas y heroicas que guían a los jóvenes se hacen añicos cuando chocan con la realidad del campo de batalla. Esto, a su vez, añade una nueva faceta a la metáfora de la guerra como droga: los veteranos que sufren TEPT viven constantemente en la guerra contra su voluntad. En cierto modo, podría decirse que son adictos a sus recuerdos. Una enfermera decía lo siguiente a propósito de la guerra de Afganistán: «Todo el mundo detesta esta guerra. Sin embargo, yo todavía lloro cuando oigo el himno afgano. Me enamoré de la música de aquel país. Es como una droga». Por lo común, los recuerdos de guerra son muy vívidos, pero cuando los soldados se ven sometidos a un factor estresante tras sobrevivir a una experiencia traumática, los recuerdos se inscriben de un modo aún más profundo en su memoria emocional.

A menudo son incapaces de liberarse de esas imágenes que regresan del pasado en el momento más imprevisto, y la enfermedad mental inducida por el combate, como si fuera una adicción, arruina su capacidad para vivir en sociedad: se vuelven disfuncionales y, con frecuencia, destructivos con respecto a las relaciones personales. Puesto que el TEPT no tiene cura y la medicación solo puede aliviar los síntomas de manera temporal, quienes lo sufren recurren a menudo a estupefacientes que generan una impresión de control sobre el cerebro, la memoria y los demonios de la guerra que acechan en los rincones de su cabeza.

Podemos ver las drogas como una expresión simulada de la individualidad, una realización aparente de la libertad personal; es por eso que el potencial adictivo de la guerra todavía se deja sentir mucho después de que la guerra haya terminado. Parafraseando a Clausewitz, ¿acaso la ebriedad no es para muchos veteranos adictos una continuación de la guerra por otros medios, medios farmacológicos? En tiempos de paz, las drogas se convierten, en cierto modo, en un sustitutivo de las emociones de la guerra. O quizá todo esto no sea más que una sobreinterpretación.

Los psicólogos y psiquiatras militares estadounidenses tratan de romper ese vínculo de los veteranos con la guerra mediante el tratamiento experimental del TEPT con MDMA, la droga comúnmente conocida como «éxtasis». Este derivado psicoactivo semisintético de la metanfetamina (3,4-metilenedioxiamfetamina) fue creado en 1912 y patentado dos años más tarde por la farmacéutica alemana Merck. Se trata de un agente estimulante y alucinógeno que provoca sentimientos de empatía, proximidad y calor emocional. Matthew Collin explica que también se la llama «anfetamina psicodélica», a pesar de que «no induce visiones alucinatorias ni estimula las mismas manifestaciones mentales introspectivas y potencialmente aterradoras que el LSD. Para recalcar la diferencia se la ha llamado empatógeno (generador de empatía)». El MDMA tampoco pasó por alto al ejército de Estados Unidos. Ya en las décadas de 1950 y 1960, se creyó que podía ser un potencial agente de combate para la guerra fría y se llevaron a cabo ensayos con animales en el Arsenal Edgewood. A la vista de los efectos del éxtasis, no debe sorprendernos que dichos experimentos no arrojaran los resultados esperados.

No obstante, la sustancia dio pie a un mito popular según el cual, durante un alto el fuego en tierra de nadie en mitad de la primera guerra mundial, «los soldados británicos y los alemanes arrojaron sus armas, salieron de las trincheras y se pusieron a jugar un partido de fútbol amistoso: por supuesto, previamente habían tomado el recién inventado éxtasis». Esta era la explicación farmacológica a ciertos episodios de confraternización entre soldados registrados en el Frente Occidental. No parece improbable.

En las décadas de 1980 y 1990, el éxtasis se convirtió en una droga de la calle, y tal fue su popularidad que, en combinación con la música de baile y las discotecas de acid house, fue uno de los elementos que definió la cultura juvenil de la generación química (sobre todo en Gran Bretaña y Estados Unidos). Los jóvenes que salían de fiesta colocados de éxtasis hacían lo mismo que habían hecho los soldados de la primera guerra mundial: «estrechar las manos de nuevos amigos, contar la historia de sus vidas y sus emociones más íntimas a una gente que por primera vez parecían entenderlas de verdad».Gran Bretaña ilegalizó el éxtasis en 1977. En Estados Unidos hubo que esperar a 1985 para que la Administración para el Control de Drogas la incluyera en la lista I de sustancias controladas, la que contiene la mayoría de agentes adictivos y peligrosos con escaso valor terapéutico. No obstante, en 2001 se concedió permiso para llevar adelante un estudio experimental con MDMA en pacientes con TEPT. Ya en 1976, Leo Zeff había descubierto que la «anfetamina psicodélica» ayudaba a los pacientes a expresar sus emociones con mayor facilidad y a encajar las críticas. Desde 2010, un equipo de investigadores al mando de Michael Mithoefer viene realizando estudios con veteranos estadounidenses aquejados de trauma de guerra.

El éxtasis se ha revelado sumamente útil en la psicoterapia: al reforzar la sensación de intimidad, hace que a los soldados les resulte más fácil hablar de sus experiencias traumáticas. La droga permite a los pacientes vencer los mecanismos psicológicos de defensa que les impiden llegar a una mejor comprensión de sí mismos. En el fondo, esta finalidad terapéutica tiene mucho en común con el consumo del éxtasis en la cultura juvenil de los años ochenta: «En su núcleo había un intento concertado de ... reapropiarse de la conciencia, [de] inventar, aunque fuera brevemente, una especie de utopía: lo que el filósofo anarquista Hakim Bey ha descrito como zona autónoma temporal». Los enfermos de TEPT darían lo que fuera por recuperar una zona autónoma en sus cerebros oprimidos por los recuerdos traumáticos.

Si estudios venideros confirman el optimismo de estos resultados preliminares, en el futuro el éxtasis ayudará a soldados y veteranos a desvincularse del tormentoso estado mental que experimentan tras su participación en la guerra. Brad Burge, director de comunicación de la Asociación Multidisciplinar para los Estudios Psicodélicos, que coordina las investigaciones acerca del uso de éxtasis en psicoterapia, asegura que la pregunta ya no es si el MDMA acabará convirtiéndose en un fármaco legal para el tratamiento del TEPT, sino cuándo ocurrirá eso. Según él, en un futuro cercano, hacia el año 2025. Lo que hoy es una droga recreativa (y a veces peligrosa) popular entre la juventud se utilizará para ayudar a los veteranos con TEPT a luchar contra los demonios de la guerra.

El éxtasis químico hará posible erradicar los efectos negativos del traumático éxtasis bélico. La historia de las drogas y la guerra abunda en este tipo de paradojas.

                                                                                                                                              ©  Javier De Lucas 2020