INTERVALO DE PLANCK
Todas
las culturas humanas desarrollaron sistemas para medir el paso del tiempo, ese
flujo que experimentamos en la sucesión de eventos, que los conecta causalmente
y que, según parece, no tiene vuelta atrás. Cualquier acontecimiento periódico,
que se repitiera con un ritmo aproximadamente constante, podía servir para
ello: las estaciones dieron origen al año, las fases de la Luna a los meses y
el ciclo diurno al día. La división de éste en horas tuvo su origen en los
relojes solares y la partición de éstas en minutos y, luego, segundos
presumiblemente resultó de la confección de relojes de arena y de la cadencia
acompasada del corazón humano.
Dado que un segundo es un espacio de tiempo demasiado breve para los seres
humanos, su división ulterior abandonó el uso de definiciones relativamente
caprichosas y siguió, sin más, el desapasionado imperio del sistema decimal.
Esto nos coloca ante una disyuntiva: del mismo modo en que no hay un límite a
lo diminuto que puede ser un número, ¿existen intervalos de tiempo
arbitrariamente pequeños? Si fraccionamos un segundo dividiéndolo a la mitad,
una y otra vez, ¿podremos hacerlo indefinidamente o llegaremos a una unidad
mínima e indivisible? Esta pregunta está indisolublemente ligada a otra:
¿existe una distancia mínima entre dos puntos cualesquiera del espacio? La
conexión entre ambas cuestiones está dada por la universalidad de la velocidad
de la luz en el vacío: si hubiera dos puntos del espacio arbitrariamente
cercanos, lo mismo ocurriría con el tiempo ya que la pregunta '¿cuánto tarda la
luz en ir de uno al otro?' debería tener una respuesta.
Una
pregunta similar se hicieron Demócrito y Leucipo de Mileto en relación a la
materia y concluyeron que debía existir una unidad mínima de ésta a la que
llamaron átomo. Si estos no existieran podríamos dividir la materia
infinitamente y una cucharilla de aceite vertida al mar podría expandirse indefinidamente
ya que no habría un límite inferior al espesor de la delgadísima película que,
de ese modo, envolvería los océanos. El átomo, en cualquier caso, resultó
divisible en constituyentes aún más pequeños, los electrones y el núcleo, y
dentro de éste los protones y neutrones. Estos son tan pequeños que la luz
demora aproximadamente un yoctosegundo —la cuatrillonésima parte del segundo—
en atravesarlos. El mismo tiempo que demora un quark top en
desvanecerse. Lapsos de tiempo como estos, cuya existencia apenas podemos
inferir, son mucho menores que aquellos que se han podido medir directamente,
de manera controlada, en un laboratorio y que andan en torno al millón de
yoctosegundos.
La jurisprudencia aplicable a preguntas que tengan que ver con las pequeñas
escalas es la de la Mecánica Cuántica. Y ésta nos dice que cuanto mayor es la
energía que se confiere a un sistema microscópico, más pequeño es el detalle
con el que se lo observa; de allí el uso de aceleradores de partículas. En el
Gran Colisionador de Hadrones (LHC) se ha alcanzado una resolución tan fina
para la estructura de la materia, que la luz recorrería ese diminuto píxel en
una cienmilésima de yoctosegundo. Ninguna máquina fabricada por seres humanos
ha inyectado la energía suficiente en un sistema microscópico que permita ir
más allá de estas escalas. Pero existen sistemas naturales que, por un
mecanismo aún no del todo comprendido, son capaces de acelerar partículas hasta
energías millones de veces mayores. Estas partículas recorren enormes
distancias en el Universo y eventualmente entran en la atmósfera terrestre: son
los llamados rayos cósmicos. El más energético registrado hasta la escritura de
estas líneas surcó el espacio experimentando un pixelado que la luz recorrería
en unas cienmilmillonésimas de yoctosegundo. Un intervalo de tiempo que nos
resulta inimaginable, absurdamente pequeño, y que nos devuelve a la pregunta
formulada más arriba, ¿podremos dividir al segundo indefinidamente?
De
la legislación del mundo microscópico se desprende el principio de
incertidumbre que formuló Werner Heisenberg en 1927. Éste nos dice, entre otras
cosas, que mientras mayor resulte la certeza respecto del instante en el que un
fenómeno acontece, más grande será la indeterminación de su energía. Y lo más
sorprendente es que la Naturaleza saca provecho de ello, permitiendo cierta
efervescencia microscópica del vacío que resulta de la continua creación y
destrucción de partículas: mientras estos procesos tengan lugar en intervalos
de tiempo inferiores a la cienmilmillonésima de yoctosegundo, el principio de
conservación de la energía resultará escrupulosamente respetado. Por otra
parte, dada la icónica fórmula de Einstein, E = mc 2, cuanto
más pequeño sea el intervalo temporal observado mayor será la masa de las
partículas que se puedan crear espontáneamente en el chispeante vacío.
La posibilidad de determinar un intervalo de tiempo arbitrariamente pequeño,
entonces, va inexorablemente de la mano de la disponibilidad ilimitada de
energía del vacío. La Teoría de la Relatividad General, por otra parte, nos
dice que la acumulación de energía en una región pequeña del espacio da lugar a
un agujero negro. Así, si el tiempo pudiera fraccionarse indefinidamente, ¡el
Universo estaría infestado de agujeros negros microscópicos! Si la
jurisprudencia de la Mecánica Cuántica alcanza a las escalas más diminutas,
entonces no puede existir un intervalo de tiempo arbitrariamente pequeño. Una
conclusión que choca con la sensación de continuidad en el devenir temporal que
experimentamos los seres vivos, enfrentándonos una vez más a la física de la
perplejidad que gobierna al universo microscópico. Nada sorprendente si
recordamos que nuestros sentidos han sido moldeados por la evolución para
desenvolverse en las escalas de tiempo, espacio y materia en las que habitan
nuestros cuerpos, alimentos y depredadores.
¿A qué diminuta escala del tiempo es de esperar que la noción de flujo continuo
deje de ser una buena aproximación de la realidad? Una pista nos la brindan las
constantes fundamentales de la Naturaleza. Estas son cantidades que forman
parte de sus leyes y que resultan las mismas en cualquier rincón del Universo
observable: la velocidad de la luz, la constante de Newton y la constante de
Planck. Cada una de ellas representa la marca de identidad de, respectivamente,
la relatividad, la gravedad y la física cuántica. Existe una única combinación
aritmética de ellas que da lugar a una escala temporal. No hay otra forma de
generar con ellas algo que pueda medirse en segundos. Se la conoce como el
tiempo de Planck y su propia constitución deja claro que al llegar a esta
escala crujirán los cimientos del edificio que sostiene nuestra noción de
continuidad temporal.
Si recordamos el valor del instante de tiempo más pequeño que hemos podido
medir directamente y de manera controlada en un laboratorio, caben en él tantos
tiempos de Planck como horas en la edad del Universo. El tiempo de Planck es
extremadamente diminuto, la cientrillonésima parte de un yoctosegundo. Así como
en el universo microscópico tenemos dificultades para discernir si los
constituyentes de la materia son ondas o partículas, del mismo modo en que su
naturaleza corpórea se vuelve elusiva, sabemos que al llegar a la escala de
Planck el tiempo, tal como lo entendemos, dejará de existir. Si recortáramos un
segundo una y otra vez como si fuera un largo hilo, nos encontraremos que al
acercarnos a la escala de Planck la hebra comenzará a desdibujarse, a
convertirse en algo completamente irreconocible. ¿Un enjambre de cuerdas
microscópicas que vibran? ¿Una enorme colección de bits que de lejos generan la
ilusión de un tiempo continuo que fluye? ¿Un píxel de tiempo, como el grano de
arena de un reloj? Tal como los átomos y las moléculas son la expresión mínima
de la materia, no hay intervalo más fugaz que el tiempo de Planck.
© 2020 Javier De Lucas