CAPITULO FINAL

VEN Y ENLOQUECE

 

“Ahora lo vemos oscuro, como en un espejo;

mas entonces veremos cara a cara”

 

Estoy llegando al final. El final absoluto, ese que tan solo llega con la muerte.

Repaso estos últimos años y creo que ahora voy a despertar de una pesadilla sin tiempo, sin espacio, sin dimensión. Una pesadilla que ha cambiado con el paso de los años, pero que ha permanecido siempre inmutable, sin principio, que ha podido comenzar en cualquier año, en una fecha: un 6 de septiembre. Sin embargo, hoy todo es distinto. Sé que la esencia de esta historia ha dado un paso adelante, sé que falta poco para que algo suceda, algo fantástico que ponga digno fin a tan atávico relato. Sé, y no sé por qué, que la magnificencia de lo inmutable, de lo invariable, va a saltar de repente, y quiero ver, entre asustado y abstraído, qué ocurre.

Quizás lo sepa ya. Lo espero y sin embargo quiero verlo, quiero asistir a ese final que está a punto de suceder. AQUEL está ante mí, de rodillas, perdido en un mundo sin tiempo, y ella está con él, yo la veo con sus grandes ojos fríos y ausentes.

Han cambiado. Todo es distinto, desde el día en que aquel pobre mendigo, acabado, esquelético y sucio, llamó a mi puerta de una habitación en un hotel de Nueva York.

Fue poco tiempo, acaso media hora, y aquellos minutos cambiaron de repente diez años de angustiosa búsqueda. En unos minutos un chorro de luz, una cruel y salvaje catarata de resplandores iluminó de repente mis tinieblas con cegadora intensidad. Ni siquiera una parte de mí permaneció estática, porque todo se derrumbó en un instante, se desplomó ante mis pies y sentí vértigo.

Todavía me parece tener al viejo entre los brazos, moribundo, deshaciéndose de las palabras que no quiso llevarse solo a la tumba. El testamento que, de sus entrecortadas frases, de su último estertor, copié íntegramente y que debidamente pulido y esclarecido, inserto aquí para su conocimiento.

“Yo la quería. Se lo juro por Dios que nos queríamos con todo el alma, que éramos el uno para el otro. Pero AQUEL la robó. Me enteré de su boda, y solo pude creer que ella aceptaría por miedo a que , de no acceder, me matase. Sentí la sangre quemarme las venas, corrí a la iglesia y los vi solos, y entonces comprendí que AQUEL estaba enamorado de ella y se creía correspondido. Pero al verme, ella se estremeció. Corrió hacia mí, se me abrazó llorando con un miedo cerval pintado en sus ojos. Entonces AQUEL se volvió loco. La separó de mí, la arrastró por el suelo y la mató. Quedé horrorizado. Vi la locura, la muerte, la desesperación en aquel hombre, y cobardemente huí de allí.

Toda la vida he sufrido aquella huida, y la sombra de AQUEL, que en su locura me creyó el asesino, me persiguió. Siempre fui un cobarde, un asqueroso cobarde, y siempre huí. Pero no puedo morir sin hablar. Usted busca la verdad,

lo he sabido, y quiero descargar en usted mi conciencia. Ya lo sabe todo. Es la verdad, la única verdad. Y sin embargo, amigo, dígame: ¿quién de los dos la mató? Aunque AQUEL disparó… ¿quién la mató? ¿quién… quién la mató?”

… y entonces veremos cara a cara

Las palabras que salen de sus labios y el aire, quieto y solemne, impasible, expande por el laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las imágenes…

Pero yo no dije nada.

¡Cómo voy a ser capaz, solo por saciar mi morbosa curiosidad, de enfrentar a AQUEL con la realidad desnuda! Quise provocar una hecatombe, una apoteósica final, un despertar brutal y salvaje, poniendo delante del viejo loco, del maniático soñador, la maldita realidad.

No, no pude hacerlo. Mientras miraba su espalda, vieja y curvada otro 6 de septiembre, me pregunté cuán es la verdad de las cosas y dónde está. Qué es despertar y qué es dormir. Quién es el loco, quién es quién muere. Entonces  AQUEL se volvió.

Le vi cara a cara.

Vi la verdad. ¿Dónde? En sus ojos.

Me miraron limpiamente, con claridad de cielo, con tiniebla de abismo, como nadie me miró jamás. Después, simplemente, vi el Universo en sus ojos. Pena y esperanza. Locura y humildad.

Empezamos a reír.

Primero despacio, sin saber por qué.

Luego más fuerte, cada vez más, inundando el ambiente con aquella risa

desesperada.

Cada vez más fuerte, cada vez más, estallando el templo en un frenético clamor, en mil ecos agudos e hirientes, en una rota, absurda y loca sinfonía. Y a medida que mi risa aumentaba, y a medida que los ojos de AQUEL me cegaban, me atrapaban, me consumían, me devoraban, me enloquecían, el tiempo se borraba de mi mente y la razón desaparecía.

La divina luz del loco me quemó los ojos, me nubló el cerebro, mientras las risas, divinas y diabólicas, se perdían poco a poco por el laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las imágenes…

 

                                                                                                                                       © Javier De Lucas 196...?